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Los textos de esta tercera entrega resaltan la centralidad del Misterio Pascual como criterio de renovación de la liturgia.
Las siguientes palabras del entonces Card. Ratzinger constituyen un buen preludio y un aliciente para su lectura:
“En mi opinión, la mayor parte de los problemas ligados a la aplicación concreta de la reforma litúrgica tienen relación con el hecho de que no ha tenido suficientemente presente que el punto de partida es la Pascua. Se ha prestado demasiada atención a las cosas puramente prácticas con el riesgo de perder de vista aquello que está en el centro. Me parece esencial retomar esta orientación como criterio de renovación y profundizar así en lo que el Concilio únicamente había podido esbozar. Pascua significa que la Cruz y la Resurrección son inseparables, tal y como es presentado especialmente en el Evangelio de S. Juan. La Cruz está en el centro de la liturgia cristiana, con toda su seriedad: un optimismo banal, que niega el sufrimiento y la injusticia en el mundo y reduce el ser cristiano al ser cortés, no tiene nada que ver con la liturgia de la Cruz. La redención ha supuesto para Dios Padre el sufrimiento de su Hijo, su muerte, y el exercitium de la redención que, según el texto conciliar, es la liturgia, no puede darse sin la purificación y la maduración que provienen de la Cruz”[1].
1. Benedicto XVI, Homilía Santa Misa «in cena Domini», 5 de abril de 2007
(...) San Juan Crisóstomo, en sus catequesis eucarísticas, escribió en cierta ocasión: ¿Qué dices, Moisés? ¿Que la sangre de un cordero purifica a los hombres? ¿Que los salva de la muerte? ¿Cómo puede purificar a los hombres la sangre de un animal? ¿Cómo puede salvar a los hombres, tener poder contra la muerte? De hecho –sigue diciendo–, el cordero sólo podía ser un símbolo y, por tanto, la expresión de la expectativa y de la esperanza en Alguien que sería capaz de realizar lo que no podía hacer el sacrificio de un animal.
Jesús celebró la Pascua sin cordero y sin templo; y sin embargo no lo hizo sin cordero y sin templo. Él mismo era el Cordero esperado, el verdadero, como lo había anunciado Juan Bautista al inicio del ministerio público de Jesús: “He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29). Y él mismo es el verdadero templo, el templo vivo, en el que habita Dios, y en el que nosotros podemos encontrarnos con Dios y adorarlo. Su sangre, el amor de Aquel que es al mismo tiempo Hijo de Dios y verdadero hombre, uno de nosotros, esa sangre sí puede salvar. Su amor, el amor con el que él se entrega libremente por nosotros, es lo que nos salva. El gesto nostálgico, en cierto sentido sin eficacia, de la inmolación del cordero inocente e inmaculado encontró respuesta en Aquel que se convirtió para nosotros al mismo tiempo en Cordero y Templo.
Así, en el centro de la nueva Pascua de Jesús se encontraba la cruz. De ella procedía el nuevo don traído por él. Y así la cruz permanece siempre en la santa Eucaristía, en la que podemos celebrar con los Apóstoles a lo largo de los siglos la nueva Pascua. De la cruz de Cristo procede el don. “Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente”. Ahora él nos la ofrece a nosotros. El haggadah pascual, la conmemoración de la acción salvífica de Dios, se ha convertido en memoria de la cruz y de la resurrección de Cristo, una memoria que no es un mero recuerdo del pasado, sino que nos atrae hacia la presencia del amor de Cristo. Así, la berakha, la oración de bendición y de acción de gracias de Israel, se ha convertido en nuestra celebración eucarística, en la que el Señor bendice nuestros dones, el pan y el vino, para entregarse en ellos a sí mismo.
Pidamos al Señor que nos ayude a comprender cada vez más profundamente este misterio maravilloso, a amarlo cada vez más y, en él, a amarlo cada vez más a él mismo. Pidámosle que nos atraiga cada vez más hacia sí mismo con la sagrada Comunión. Pidámosle que nos ayude a no tener nuestra vida sólo para nosotros mismos, sino a entregársela a él y así actuar junto con él, a fin de que los hombres encuentren la vida, la vida verdadera, que sólo puede venir de quien es el camino, la verdad y la vida. Amén.
2. Benedicto XVI, Audiencia general, Aula Pablo VI, 10 de diciembre de 2008
San Pablo (16) El papel de los Sacramentos
(...) Siguiendo a san Pablo, en la catequesis del miércoles pasado vimos dos datos. El primero es que nuestra historia humana, desde sus inicios, está contaminada por el abuso de la libertad creada, que quiere emanciparse de la Voluntad divina. Y así no encuentra la verdadera libertad, sino que se opone a la verdad y, en consecuencia, falsifica nuestras realidades humanas. Y falsifica sobre todo las relaciones fundamentales: la relación con Dios, la relación entre hombre y mujer, y la relación entre el hombre y la tierra. Dijimos que esta contaminación de nuestra historia se difunde en todo su entramado y que este defecto heredado fue aumentando y ahora es visible por doquier. Este era el primer dato.
El segundo es este: de san Pablo hemos aprendido que en Jesucristo, que es hombre y Dios, existe un nuevo inicio en la historia y de la historia. Con Jesús, que viene de Dios, comienza una nueva historia formada por su sí al Padre y, por eso, no fundada en la soberbia de una falsa emancipación, sino en el amor y en la verdad.
Pero ahora se plantea la cuestión: ¿Cómo podemos entrar nosotros en este nuevo inicio, en esta nueva historia? ¿Cómo me llega a mí esta nueva historia? A la primera historia contaminada estamos vinculados inevitablemente por nuestra descendencia biológica, pues todos pertenecemos al único cuerpo de la humanidad. Pero, ¿cómo se realiza la comunión con Jesús, el nuevo nacimiento para entrar a formar parte de la nueva humanidad? ¿Cómo llega Jesús a mi vida, a mi ser? La respuesta fundamental de san Pablo, de todo el Nuevo Testamento, es esta: llega por obra del Espíritu Santo. Si la primera historia se pone en marcha, por decirlo así, con la biología, la segunda la pone en marcha el Espíritu Santo, el Espíritu de Cristo resucitado. Este Espíritu creó en Pentecostés el inicio de la nueva humanidad, de la nueva comunidad, la Iglesia, el Cuerpo de Cristo.
Pero debemos ser aún más concretos: este Espíritu de Cristo, el Espíritu Santo, ¿cómo puede llegar a ser Espíritu mío? La respuesta es lo que acontece de tres modos, íntimamente relacionados entre sí. El primero es: el Espíritu de Cristo llama a las puertas de mi corazón, me toca en mi interior. Pero, dado que la nueva humanidad debe ser un verdadero cuerpo; dado que el Espíritu debe reunirnos y crear realmente una comunidad; dado que es característico del nuevo inicio superar las divisiones y crear la agregación de los elementos dispersos, este Espíritu de Cristo se sirve de dos elementos de agregación visible: de la Palabra del anuncio y de los sacramentos, en particular el Bautismo y la Eucaristía.
En la carta a los Romanos dice san Pablo: “Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo” (Rm 10, 9), es decir, entrarás en la nueva historia, historia de vida y no de muerte. Luego san Pablo prosigue: “Pero ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados?” (Rm 10, 14-15). Y dos versículos después añade: “La fe viene de la escucha” (Rm 10, 17).
Así pues, la fe no es producto de nuestro pensamiento, de nuestra reflexión; es algo nuevo, que no podemos inventar, sino que recibimos como don, como una novedad producida por Dios. Y la fe no viene de la lectura, sino de la escucha. No es algo sólo interior, sino una relación con Alguien. Supone un encuentro con el anuncio, supone la existencia de otro que anuncia y crea comunión.
Y, por último, el anuncio: el que anuncia no habla en nombre propio, sino que es enviado. Está dentro de una estructura de misión que comienza con Jesús, enviado por el Padre; pasa por los Apóstoles –la palabra apóstoles significa precisamente “enviados”–; y prosigue en el ministerio, en las misiones transmitidas por los Apóstoles. El nuevo entramado de la historia se manifiesta en esta estructura de las misiones, en la que en definitiva escuchamos que nos habla Dios mismo, su Palabra personal; el Hijo habla con nosotros, llega hasta nosotros. La Palabra se hizo carne, Jesús, para crear realmente una nueva humanidad. Por eso, la palabra del anuncio se transforma en sacramento en el Bautismo, que es volver a nacer del agua y del Espíritu, como dirá san Juan.
En el capítulo sexto de la carta a los Romanos, san Pablo habla del Bautismo de un modo muy profundo. Hemos escuchado el texto. Pero tal vez conviene repetirlo: “¿Ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el Bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rm 6, 3-4).
Naturalmente, en esta catequesis no puedo entrar en una interpretación detallada de este texto no fácil. Sólo quiero notar brevemente tres datos. El primero: “Hemos sido bautizados” es voz pasiva. Nadie puede bautizarse a sí mismo, necesita a otro. Nadie puede hacerse cristiano por sí mismo. Llegar a ser cristianos es un proceso pasivo. Sólo otro nos puede hacer cristianos. Y este “otro” que nos hace cristianos, que nos da el don de la fe, es en primera instancia la comunidad de los creyentes, la Iglesia. De la Iglesia recibimos la fe, el Bautismo. Si no nos dejamos formar por esta comunidad, no llegamos a ser cristianos. Un cristianismo autónomo, auto-producido, es una contradicción en sí mismo.
Como acabo de decir, en primera instancia, este “otro” es la comunidad de los creyentes, la Iglesia; pero en segunda instancia, esta comunidad tampoco actúa por sí misma, no actúa según sus propias ideas y deseos. También la comunidad vive en el mismo proceso pasivo: sólo Cristo puede constituir a la Iglesia. Cristo es el verdadero donante de los sacramentos. Este es el primer punto: nadie se bautiza a sí mismo; nadie se hace a sí mismo cristiano. Cristianos se llega a ser.
El segundo dato es este: el Bautismo es algo más que un baño. Es muerte y resurrección. San Pablo mismo, en la carta a los Gálatas, hablando del viraje de su vida que se produjo en el encuentro con Cristo resucitado, lo describe con la palabra: “estoy muerto”. En ese momento comienza realmente una nueva vida. Llegar a ser cristianos es algo más que una operación cosmética, que añadiría algo de belleza a una existencia ya más o menos completa. Es un nuevo inicio, es volver a nacer: muerte y resurrección. Obviamente, en la resurrección vuelve a emerger lo que había de bueno en la existencia anterior.
El tercer dato es: la materia forma parte del sacramento. El cristianismo no es una realidad puramente espiritual. Implica el cuerpo. Implica el cosmos. Se extiende hacia la nueva tierra y los nuevos cielos. Volvamos a las últimas palabras del texto de san Pablo: así –dice– podemos “caminar en una vida nueva”. Se trata de un punto de examen de conciencia para todos nosotros: caminar en una vida nueva. Esto por el Bautismo.
Pasemos ahora al sacramento de la Eucaristía. En otras catequesis ya he puesto de relieve el profundo respeto con el que san Pablo transmite verbalmente la tradición sobre la Eucaristía, que recibió de los mismos testigos de la última noche. Transmite esas palabras como un valioso tesoro encomendado a su fidelidad. Así, en esas palabras escuchamos realmente a los testigos de la última noche. Escuchemos las palabras del Apóstol: “Porque yo recibí del Señor lo que os he transmitido: que el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: “Esto es mi cuerpo, que se da por vosotros; haced esto en memoria mía”. Asimismo, después de cenar, tomó el cáliz diciendo: “Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre. Cuantas veces lo bebáis, hacedlo en memoria mía”“ (1 Co 11, 23-25). Es un texto inagotable.
También aquí, en esta catequesis, hago sólo dos observaciones. San Pablo transmite las palabras del Señor sobre el cáliz así: este cáliz es “la nueva alianza en mi sangre”. En estas palabras se esconde una alusión a dos textos fundamentales del Antiguo Testamento. En primer lugar se alude a la promesa de una nueva alianza en el Libro del profeta Jeremías. Jesús dice a los discípulos y nos dice a nosotros: ahora, en esta hora, conmigo y con mi muerte se realiza la nueva alianza; con mi sangre comienza en el mundo esta nueva historia de la humanidad.
Pero en esas palabras también se encuentra una alusión al momento de la alianza del Sinaí, donde Moisés dijo: “Esta es la sangre de la alianza que el Señor ha hecho con vosotros, según todas estas palabras” (Ex 24, 8). Allí se trataba de sangre de animales. La sangre de animales sólo podía ser expresión de un deseo, espera del verdadero sacrificio, del verdadero culto. Con el don del cáliz el Señor nos da el verdadero sacrificio. El único sacrificio verdadero es el amor del Hijo. Con el don de este amor, un amor eterno, el mundo entra en la nueva alianza. Celebrar la Eucaristía significa que Cristo se nos da a sí mismo, nos da su amor, para conformarnos a sí mismo y para crear así el mundo nuevo.
El segundo aspecto importante de la doctrina sobre la Eucaristía se encuentra también en la primera carta a los Corintios donde san Pablo dice: “El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque, dado que hay un solo pan, nosotros, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo, pues todos participamos de un solo pan” (1 Co 10, 16-17). En estas palabras se ponen de manifiesto a la vez el carácter personal y el carácter social del sacramento de la Eucaristía.
Cristo se une personalmente a cada uno de nosotros, pero el mismo Cristo se une también al hombre y a la mujer que están a mi lado. Y el pan es para mí y también para los otros. De este modo Cristo nos une a todos a sí, y nos une a todos nosotros, unos con otros. En la Comunión recibimos a Cristo. Pero Cristo se une también a mi prójimo. Cristo y el prójimo son inseparables en la Eucaristía. Así, todos somos un solo pan, un solo cuerpo. Una Eucaristía sin solidaridad con los demás es un abuso. Y aquí estamos también en la raíz y a la vez en el centro de la doctrina sobre la Iglesia como Cuerpo de Cristo, de Cristo resucitado.
Veamos también todo el realismo de esta doctrina. En la Eucaristía Cristo nos da su cuerpo, se da a sí mismo en su cuerpo y así nos transforma en su cuerpo, nos une a su cuerpo resucitado. Cuando el hombre come pan normal, por el proceso de la digestión ese pan se convierte en parte de su cuerpo, transformado en sustancia de vida humana. Pero en la sagrada Comunión se realiza el proceso inverso. Cristo, el Señor, nos asimila a sí, nos introduce en su Cuerpo glorioso y así todos juntos llegamos a ser su Cuerpo.
Quien lee solamente el capítulo 12 de la primera carta a los Corintios y el capítulo 12 de la carta a los Romanos podría pensar que las palabras sobre el Cuerpo de Cristo como organismo de los carismas constituyen sólo una especie de parábola sociológico-teológica. En realidad, en el ámbito romano de la política, el Estado mismo usaba esta parábola del cuerpo con miembros diversos que forman una unidad, para decir que el Estado es un organismo en el que cada uno tiene una función, que la multiplicidad y la diversidad de funciones forman un cuerpo y en él cada uno tiene su lugar.
Leyendo solamente el capítulo 12 de la primera carta a los Corintios, se podría pensar que san Pablo se limita a aplicar esto a la Iglesia, que también se trata sólo de una concepción sociológica de la Iglesia. Pero, teniendo presente también el capítulo 10, vemos que el realismo de la Iglesia es muy diferente, mucho más profundo y verdadero que el de un Estado-organismo. Porque Cristo da realmente su cuerpo y nos hace su cuerpo. Llegamos a estar realmente unidos al Cuerpo resucitado de Cristo, y así unidos unos a otros. La Iglesia no es sólo una corporación como el Estado, es un cuerpo. No es simplemente una organización, sino un verdadero organismo.
Por último, añado unas pocas palabras sobre el sacramento del Matrimonio. En la carta a los Corintios se encuentran sólo algunas alusiones, mientras que la carta a los Efesios desarrolló realmente una profunda teología del Matrimonio. En ella san Pablo define el Matrimonio: un “gran misterio”. Lo dice “respecto a Cristo y la Iglesia” (Ef 5, 32). Conviene notar en este paso una reciprocidad que se configura en una dimensión vertical. La sumisión mutua debe adoptar el lenguaje del amor, cuyo modelo es el amor de Cristo a la Iglesia. Esta relación entre Cristo y la Iglesia hace que tenga prioridad el aspecto teologal del amor matrimonial, exalta la relación afectiva entre los esposos.
Un auténtico matrimonio se vivirá bien si en el crecimiento humano y afectivo constante los esposos se esfuerzan por mantenerse siempre unidos a la eficacia de la Palabra y al significado del Bautismo. Cristo ha santificado a la Iglesia, purificándola por medio del baño del agua, acompañado por la Palabra. La participación en el cuerpo y la sangre del Señor no hace más que fortificar, además de visualizar, una unión hecha indisoluble por la gracia.
Y al final escuchemos las palabras de san Pablo a los Filipenses: “El Señor está cerca” (Flp 4, 5). Me parece que hemos entendido que, mediante la Palabra y los sacramentos, en toda nuestra vida el Señor está cerca. Pidámosle que esta cercanía siempre nos toque en lo más íntimo de nuestro ser, a fin de que nazca la alegría, la alegría que nace cuando Jesús está realmente cerca.
3. Benedicto XVI, Homilía en la celebración de las Vísperas con ocasión de la reapertura de la Capilla Paulina del Palacio Apostólico Vaticano, 4 de julio de 2009
Aquí no se realizan celebraciones solemnes con el pueblo. Aquí el Sucesor de Pedro y sus colaboradores meditan en silencio y adoran al Cristo vivo, presente especialmente en el santísimo sacramento de la Eucaristía.
La Eucaristía es el sacramento en el que se concentra toda la obra de la Redención: en Jesús Eucaristía podemos contemplar la transformación de la muerte en vida, de la violencia en amor. Con los ojos de la fe reconocemos oculta bajo el velo del pan y del vino la misma gloria que se manifestó a los Apóstoles tras la Resurrección, y que Pedro, Santiago y Juan contemplaron anticipadamente en el monte, cuando Jesús se transfiguró ante ellos: acontecimiento misterioso, la Transfiguración, que el gran cuadro de Simone Cantarini representa también en esta capilla con fuerza singular. Sin embargo, en realidad, toda la capilla –los frescos de Lorenzo Sabatini y Federico Zuccari, las decoraciones de los numerosos artistas convocados aquí en un segundo momento por el Papa Gregorio XIII–, todo, podríamos decir, converge aquí en un mismo y único himno a la victoria de la vida y de la gracia sobre la muerte y sobre el pecado, en una sinfonía de alabanza y de amor a Cristo redentor que resulta muy sugestiva.
4. Benedicto XVI, Discurso del Santo Padre a los obispos de la región norte 2 de la Conferencia Episcopal de Brasil en visita ‘ad limina’, 15 de abril de 2010
En esa aparición, las palabras –si las hubo– se diluyeron en la sorpresa de ver al Maestro resucitado, cuya presencia lo dice todo: Estaba muerto, pero ahora vivo y vosotros viviréis por mí (cf. Ap 1, 18). Y, por estar vivo y resucitado, Cristo puede convertirse en «pan vivo» (Jn 6, 51) para la humanidad. Por eso siento que el centro y la fuente permanente del ministerio petrino están en la Eucaristía, corazón de la vida cristiana, fuente y cúlmen de la misión evangelizadora de la Iglesia. Así podéis comprender la preocupación del Sucesor de Pedro por todo lo que pueda ofuscar el punto más original de la fe católica: hoy Jesucristo sigue vivo y realmente presente en la hostia y en el cáliz consagrados.
La menor atención que en ocasiones se ha prestado al culto del Santísimo Sacramento es indicio y causa del oscurecimiento del sentido cristiano del misterio, como sucede cuando en la santa misa ya no aparece como preeminente y operante Jesús, sino una comunidad atareada en muchas cosas en vez de estar recogida y de dejarse atraer a lo único necesario: su Señor. La actitud principal y esencial del fiel cristiano que participa en la celebración litúrgica no es hacer, sino escuchar, abrirse, recibir. Es obvio que, en este caso, recibir no significa estar pasivo o desinteresarse de lo que allí acontece, sino cooperar –porque volvemos a ser capaces de actuar por la gracia de Dios– según «la auténtica naturaleza de cuya característica es ser a la vez humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina; de modo que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos» (Sacrosanctum Concilium, 2). Si en la liturgia no destacase la figura de Cristo, que es su principio y está realmente presente para hacerla válida, ya no tendríamos la liturgia cristiana, totalmente dependiente del Señor y sostenida por su presencia creadora.
¡Qué lejos están de todo esto quienes, en nombre de la inculturación, caen en el sincretismo introduciendo en la celebración de la santa misa ritos tomados de otras religiones o particularismos culturales! (cf. Redemptionis Sacramentum, 79). El misterio eucarístico –escribía mi venerable predecesor el Papa Juan Pablo II– es un «don demasiado grande para soportar ambigüedades y reducciones», particularmente cuando, «privado de su valor sacrificial, se vive como si no tuviera otro significado y valor que el de un encuentro convival fraterno» (Ecclesia de Eucharistia, 10). En la base de varias de las motivaciones aducidas está una mentalidad incapaz de aceptar la posibilidad de una intervención divina real en este mundo en socorro del hombre. Este, sin embargo, «se encuentra hasta tal punto incapaz de vencer eficazmente por sí mismo los ataques del mal, que cada uno se siente como atado con cadenas» (Gaudium et spes, 13). Quienes comparten la visión deísta consideran integrista la confesión de una intervención redentora de Dios para cambiar esta situación de alienación y de pecado, y se emite el mismo juicio a propósito de un signo sacramental que hace presente el sacrificio redentor. Más aceptable, a sus ojos, sería la celebración de un signo que correspondiera a un vago sentimiento de comunidad.
Pero el culto no puede nacer de nuestra fantasía; sería un grito en la oscuridad o una simple autoafirmación. La verdadera liturgia supone que Dios responda y nos muestre cómo podemos adorarlo. «La Iglesia puede celebrar y adorar el misterio de Cristo presente en la Eucaristía precisamente porque el mismo Cristo se entregó antes a ella en el sacrificio de la cruz» (Sacramentum caritatis, 14). La Iglesia vive de esta presencia y tiene como razón de ser y de existir difundir esta presencia en el mundo entero.
5. Benedicto XVI, Audiencia general, Plaza de San Pedro, 5 de mayo de 2010
Munus sanctificandi
(...) El domingo pasado, en mi visita pastoral a Turín, tuve la alegría de estar en oración ante la Sábana Santa, uniéndome a los más de dos millones de peregrinos que han podido contemplarla durante la solemne ostensión de estos días. Ese lienzo sagrado puede nutrir y alimentar la fe, y reavivar la piedad cristiana, porque impulsa a ir al Rostro de Cristo, al Cuerpo del Cristo crucificado y resucitado, a contemplar el Misterio pascual, centro del mensaje cristiano. Del Cuerpo de Cristo resucitado, vivo y operante en la historia (cf. Rm 12, 5), nosotros, queridos hermanos y hermanas, somos miembros vivos, cada uno según la propia función, es decir, con la tarea que el Señor ha querido encomendarnos. Hoy, en esta catequesis, quiero volver a recordar las tareas específicas de los sacerdotes, que, según la tradición, son esencialmente tres: enseñar, santificar y gobernar. En una de las catequesis anteriores hablé sobre la primera de estas tres misiones: la enseñanza, el anuncio de la verdad, el anuncio del Dios revelado en Cristo, o –con otras palabras– la tarea profética de poner al hombre en contacto con la verdad, de ayudarlo a conocer lo esencial de su vida, de la realidad misma.
Hoy quiero reflexionar brevemente con vosotros en la segunda tarea que tiene el sacerdote, la de santificar a los hombres, sobre todo mediante los sacramentos y el culto de la Iglesia. Aquí, ante todo, debemos preguntarnos: ¿Qué significa la palabra «santo»? La respuesta es: «Santo» es la cualidad específica del ser de Dios, es decir, absoluta verdad, bondad, amor, belleza: luz pura. Santificar a una persona significa, por tanto, ponerla en contacto con Dios, con su ser luz, verdad, amor puro. Es obvio que esta relación transforma a la persona. En la antigüedad existía esta firme convicción: nadie puede ver a Dios sin morir en seguida. La fuerza de verdad y de luz es demasiado grande. Si el hombre toca esta corriente absoluta, no sobrevive. Por otra parte, también existía la convicción de que sin un mínimo contacto con Dios el hombre no puede vivir. Verdad, bondad, amor son condiciones fundamentales de su ser. La cuestión es: ¿Cómo puede el hombre encontrar ese contacto con Dios, que es fundamental, sin morir arrollado por la grandeza del ser divino? La fe de la Iglesia nos dice que Dios mismo crea este contacto, que nos transforma poco a poco en verdaderas imágenes de Dios.
Así llegamos de nuevo a la tarea del sacerdote de «santificar». Ningún hombre por sí mismo, partiendo de sus propias fuerzas, puede poner a otro en contacto con Dios. El don, la tarea de crear este contacto, es parte esencial de la gracia del sacerdocio. Esto se realiza en el anuncio de la Palabra de Dios, en la que su luz nos sale al encuentro. Se realiza de un modo particularmente denso en los sacramentos. La inmersión en el Misterio pascual de muerte y resurrección de Cristo acontece en el Bautismo, se refuerza en la Confirmación y en la Reconciliación, se alimenta en la Eucaristía, sacramento que edifica a la Iglesia como Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, Templo del Espíritu Santo (cf. Juan Pablo II, Pastores gregis, 32). Por tanto, es Cristo mismo quien nos hace santos, es decir, nos atrae a la esfera de Dios. Pero como acto de su infinita misericordia llama a algunos a «estar» con él (cf. Mc 3, 14) y a convertirse, mediante el sacramento del Orden, pese a su pobreza humana, en partícipes de su mismo sacerdocio, ministros de esta santificación, dispensadores de sus misterios, «puentes» del encuentro con él, de su mediación entre Dios y los hombres, y entre los hombres y Dios (cf. Presbyterorum ordinis, 5).
En las últimas décadas ha habido tendencias orientadas a hacer prevalecer, en la identidad y la misión del sacerdote, la dimensión del anuncio, separándola de la de la santificación; con frecuencia se ha afirmado que sería necesario superar una pastoral meramente sacramental. Pero ¿es posible ejercer auténticamente el ministerio sacerdotal «superando» la pastoral sacramental? ¿Qué significa propiamente para los sacerdotes evangelizar? ¿En qué consiste el así llamado «primado del anuncio»? Como narran los Evangelios, Jesús afirma que el anuncio del reino de Dios es el objetivo de su misión; pero este anuncio no es sólo un «discurso», sino que incluye, al mismo tiempo, su mismo actuar; los signos, los milagros que Jesús realiza indican que el Reino viene como realidad presente y que coincide en última instancia con su persona, con el don de sí mismo, como hemos escuchado hoy en la liturgia del Evangelio. Y lo mismo vale para el ministro ordenado: él, el sacerdote, representa a Cristo, al Enviado del Padre, continúa su misión, mediante la «palabra» y el «sacramento», en esta totalidad de cuerpo y alma, de signo y palabra. San Agustín, en una carta al obispo Honorato de Thiabe, refiriéndose a los sacerdotes afirma: «Hagan, por tanto, los servidores de Cristo, los ministros de la palabra y del sacramento de él, lo que él mandó o permitió» (Epist. 228, 2). Es necesario reflexionar si, en algunos casos, haber subestimado el ejercicio fiel del munus sanctificandi, no ha constituido quizá un debilitamiento de la fe misma en la eficacia salvífica de los sacramentos y, en definitiva, en el obrar actual de Cristo y de su Espíritu, a través de la Iglesia, en el mundo.
Por consiguiente, ¿quién salva al mundo y al hombre? La única respuesta que podemos dar es: Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, crucificado y resucitado. Y ¿dónde se actualiza el Misterio de la muerte y resurrección de Cristo, que trae la salvación? En la acción de Cristo mediante la Iglesia, en particular en el sacramento de la Eucaristía, que hace presente la ofrenda sacrificial redentora del Hijo de Dios; en el sacramento de la Reconciliación, en el que de la muerte del pecado se vuelve a la vida nueva; y en cualquier otro acto sacramental de santificación (cf. Presbyterorum ordinis, 5). Es importante, por tanto, promover una catequesis adecuada para ayudar a los fieles a comprender el valor de los sacramentos, pero asimismo es necesario, siguiendo el ejemplo del santo cura de Ars, ser generosos, estar disponibles y atentos para comunicar a los hermanos los tesoros de gracia que Dios ha puesto en nuestras manos, y de los cuales no somos «dueños», sino custodios y administradores. Sobre todo en nuestro tiempo, en el cual, por un lado, parece que la fe se va debilitando y, por otro, emergen una profunda necesidad y una búsqueda generalizada de espiritualidad, es preciso que todo sacerdote recuerde que en su misión el anuncio misionero y el culto y los sacramentos nunca van separados, y promueva una sana pastoral sacramental, para formar al pueblo de Dios y ayudarlo a vivir en plenitud la liturgia, el culto de la Iglesia, los sacramentos como dones gratuitos de Dios, actos libres y eficaces de su acción de salvación.
Como recordé en la santa Misa crismal de este año: «El sacramento es el centro del culto de la Iglesia. Sacramento significa, en primer lugar, que no somos los hombres los que hacemos algo, sino que es Dios el que se anticipa y viene a nuestro encuentro con su actuar, nos mira y nos conduce hacia él. (...) Dios nos toca por medio de realidades materiales (...) que él toma a su servicio, convirtiéndolas en instrumentos del encuentro entre nosotros y él mismo» (Misa crismal, 1 de abril de 2010: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 11 de abril de 2010, p. 2). La verdad según la cual en el sacramento «no somos los hombres los que hacemos algo» concierne, y debe concernir, también a la conciencia sacerdotal: cada presbítero sabe bien que es instrumento necesario para la acción salvífica de Dios, pero siempre instrumento. Esta conciencia debe llevar a ser humildes y generosos en la administración de los Sacramentos, en el respeto de las normas canónicas, pero también en la profunda convicción de que la propia misión es hacer que todos los hombres, unidos a Cristo, puedan ofrecerse como hostia viva y santa, agradable a Dios (cf. Rm 12, 1). San Juan María Vianney también es ejemplar acerca del primado del munus sanctificandi y de la correcta interpretación de la pastoral sacramental: Un día, frente a un hombre que decía que no tenía fe y deseaba discutir con él, el párroco respondió: «¡Oh Amigo mío!, vas mal encaminado, yo no sé razonar..., pero si necesitas consolación, ponte allí... (indicaba con su dedo el inexorable escabel [del confesionario]) y, créeme, muchos se han arrodillado allí antes que tú y no se han arrepentido» (cf. Monnin A., Il Curato d'Ars. Vita di Gian-Battista-Maria Vianney, vol. I, Turín 1870, pp. 163-164).
Queridos sacerdotes, vivid con alegría y con amor la liturgia y el culto: es acción que Cristo resucitado realiza con la potencia del Espíritu Santo en nosotros, con nosotros y por nosotros. Quiero renovar la invitación que hice recientemente a «volver al confesionario, como lugar en el cual celebrar el sacramento de la Reconciliación, pero también como lugar en el que “habitar” más a menudo, para que el fiel pueda encontrar misericordia, consejo y consuelo, sentirse amado y comprendido por Dios y experimentar la presencia de la Misericordia divina, junto a la presencia real en la Eucaristía» (Discurso a la Penitenciaría apostólica, 11 de marzo de 2010: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de marzo de 2010, p. 5). Y también quiero invitar a todos los sacerdotes a celebrar y vivir con intensidad la Eucaristía, que está en el centro de la tarea de santificar; es Jesús que quiere estar con nosotros, vivir en nosotros, darse a sí mismo, mostrarnos la infinita misericordia y ternura de Dios; es el único Sacrificio de amor de Cristo que se hace presente, se realiza entre nosotros y llega hasta el trono de la Gracia, a la presencia de Dios, abraza a la humanidad y nos une a él (cf. Discurso al clero de Roma, 18 de febrero de 2010). Y el sacerdote está llamado a ser ministro de este gran Misterio, en el sacramento y en la vida. Aunque «la gran tradición eclesial con razón ha desvinculado la eficacia sacramental de la situación existencial concreta del sacerdote, salvaguardando así adecuadamente las legítimas expectativas de los fieles», eso no quita nada «a la necesaria, más aún, indispensable tensión hacia la perfección moral, que debe existir en todo corazón auténticamente sacerdotal»: el pueblo de Dios espera de sus pastores también un ejemplo de fe y un testimonio de santidad (cf. Discurso a la plenaria de la Congregación para el clero, 16 de marzo de 2009: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 20 de marzo de 2009, p. 5). En la celebración de los santos misterios es donde el sacerdote encuentra la raíz de su santificación (cf. Presbyterorum ordinis, 12-13).
Queridos amigos, sed conscientes del gran don que los sacerdotes constituyen para la Iglesia y para el mundo; mediante su ministerio, el Señor sigue salvando a los hombres, haciéndose presente, santificando. Estad agradecidos a Dios, y sobre todo estad cerca de vuestros sacerdotes con la oración y con el apoyo, especialmente en las dificultades, a fin de que sean cada vez más pastores según el corazón de Dios. Muchas gracias.
6. Benedicto XVI, Homilía Santa Misa, Catedral de la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, City of Westminster, 18 de septiembre de 2010
Me alegra especialmente que nuestro encuentro tenga lugar en esta catedral dedicada a la Preciosísima Sangre, que es el signo de la misericordia redentora de Dios derramada en el mundo por la pasión, muerte y resurrección de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo. De manera particular, saludo al Arzobispo de Canterbury, quien nos honra con su presencia.
Quien visita esta Catedral no puede dejar de sorprenderse por el gran crucifijo que domina la nave, que reproduce el cuerpo de Cristo, triturado por el sufrimiento, abrumado por la tristeza, víctima inocente cuya muerte nos ha reconciliado con el Padre y nos ha hecho partícipes en la vida misma de Dios. Los brazos extendidos del Señor parecen abrazar toda esta iglesia, elevando al Padre a todos los fieles que se reúnen en torno al altar del sacrificio eucarístico y que participan de sus frutos. El Señor crucificado está por encima y delante de nosotros como la fuente de nuestra vida y salvación, “sumo sacerdote de los bienes definitivos”, como lo designa el autor de la Carta a los Hebreos en la primera lectura de hoy (Hb 9,11).
A la sombra, por decirlo así, de esta impactante imagen, deseo reflexionar sobre la palabra de Dios que se acaba de proclamar y profundizar en el misterio de la Preciosa Sangre. Porque ese misterio nos lleva a ver la unidad entre el sacrificio de Cristo en la cruz, el sacrificio eucarístico que ha entregado a su Iglesia y su sacerdocio eterno. Él, sentado a la derecha del Padre, intercede incesantemente por nosotros, los miembros de su cuerpo místico.
Comencemos con el sacrificio de la Cruz. La efusión de la sangre de Cristo es la fuente de la vida de la Iglesia. San Juan, como sabemos, ve en el agua y la sangre que manaba del cuerpo de nuestro Señor la fuente de esa vida divina, que otorga el Espíritu Santo y se nos comunica en los sacramentos (Jn 19,34; cf. 1 Jn 1,7; 5,6-7). La Carta a los Hebreos extrae, podríamos decir, las implicaciones litúrgicas de este misterio. Jesús, por su sufrimiento y muerte, con su entrega en virtud del Espíritu eterno, se ha convertido en nuestro sumo sacerdote y “mediador de una alianza nueva” (Hb 9,15). Estas palabras evocan las palabras de nuestro Señor en la Última Cena, cuando instituyó la Eucaristía como el sacramento de su cuerpo, entregado por nosotros, y su sangre, la sangre de la alianza nueva y eterna, derramada para el perdón de los pecados (cf. Mc 14,24; Mt 26,28; Lc 22,20).
Fiel al mandato de Cristo de “hacer esto en memoria mía” (Lc 22,19), la Iglesia en todo tiempo y lugar celebra la Eucaristía hasta que el Señor vuelva en la gloria, alegrándose de su presencia sacramental y aprovechando el poder de su sacrificio salvador para la redención del mundo. La realidad del sacrificio eucarístico ha estado siempre en el corazón de la fe católica; cuestionada en el siglo XVI, fue solemnemente reafirmada en el Concilio de Trento en el contexto de nuestra justificación en Cristo. Aquí en Inglaterra, como sabemos, hubo muchos que defendieron incondicionalmente la Misa, a menudo a un precio costoso, incrementando la devoción a la Santísima Eucaristía, que ha sido un sello distintivo del catolicismo en estas tierras.
El sacrificio eucarístico del Cuerpo y la Sangre de Cristo abraza a su vez el misterio de la pasión de nuestro Señor, que continúa en los miembros de su Cuerpo místico, en la Iglesia en cada época. El gran crucifijo que aquí se yergue sobre nosotros, nos recuerda que Cristo, nuestro sumo y eterno sacerdote, une cada día a los méritos infinitos de su sacrificio nuestros propios sacrificios, sufrimientos, necesidades, esperanzas y aspiraciones. Por Cristo, con Él y en Él, presentamos nuestros cuerpos como sacrificio santo y agradable a Dios (cf. Rm 12,1). En este sentido, nos asociamos a su ofrenda eterna, completando, como dice San Pablo, en nuestra carne lo que falta a los dolores de Cristo en favor de su cuerpo, que es la Iglesia (cf. Col 1,24). En la vida de la Iglesia, en sus pruebas y tribulaciones, Cristo continúa, según la expresión genial de Pascal, estando en agonía hasta el fin del mundo (Pensées, 553, ed. Brunschvicg).
Vemos este aspecto del misterio de la Sangre Preciosa de Cristo actualizado de forma elocuente por los mártires de todos los tiempos, que bebieron el cáliz que Cristo mismo bebió, y cuya propia sangre, derramada en unión con su sacrificio, da nueva vida a la Iglesia. También se refleja en nuestros hermanos y hermanas de todo el mundo que aun hoy sufren discriminación y persecución por su fe cristiana. También está presente, con frecuencia de forma oculta, en el sufrimiento de cada cristiano que diariamente une sus sacrificios a los del Señor para la santificación de la Iglesia y la redención del mundo. Pienso ahora de manera especial en todos los que se unen espiritualmente a esta celebración eucarística y, en particular, en los enfermos, los ancianos, los discapacitados y los que sufren mental y espiritualmente.
Selección de Juan José Silvestre
Nota
[1] J. Ratzinger, “I 40 anni della Costituzione sulla Sacra Liturgia” en Opera Omnia, 775-776.
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