1. Vocación y derecho: algunas precisiones
Al aceptar la amable invitación para colaborar en este volumen con un trabajo sobre la vocación en la Iglesia católica, tema extenso y que puede abordarse en muy diversas perspectivas, he optado, como canonista, por intentar poner de relieve algunas líneas fundamentales del tratamiento de la vocación por el derecho canónico vigente.
No obstante, parece ineludible anteponer al menos una precisión, a la vista del contraste que implica ya la mera alusión a una posible relación entre vocación y derecho. Se trata, en efecto, de dos realidades cuyas características más evidentes parecen, a primera vista, difícilmente conciliables.
En la reflexión cristiana [1], la vocación se considera un fenómeno de gracia cuya experiencia —una vez cerrado el tiempo del caminar terreno de Jesucristo— acontece fundamentalmente en la intimidad de la relación personal entre la persona humana y Dios, en el santuario de la conciencia, sin acompañarse por lo general de manifestaciones externas, sensibles e inequívocas.
Por su parte el derecho, como ordenación jurídica, se orienta a estructurar la vida social; y lo hace precisamente en cuanto a las cosas externas, o al menos en cuanto a las dimensiones o manifestaciones externas de las diversas realidades humanas, que son las únicas con directa relevancia social.
Desde ese punto de vista, no cabe duda de que la vocación se sitúa en un plano metajurídico, ya que ni las relaciones personales del hombre con Dios (que no poseen las características propias de la juridicidad), ni la intimidad de la conciencia, ni la gracia son de suyo objeto del derecho.
Habría que precisar, por esto, que el derecho canónico, cuando entra en contacto con la realidad vocacional, no pretende desbordar el ámbito propio de lo jurídico, ni efectúa un retroceso en la adecuada distinción y coordinación entre fuero interno y fuero externo [2]. La relación entre derecho y vocación se entabla precisamente en la medida en que el fenómeno vocacional trasciende el ámbito puramente interior a la persona, presenta dimensiones externas y, por tanto, con relevancia eclesial.
Conviene entender bien esta afirmación. Es bien cierto que, en virtud de la misteriosa solidaridad sobrenatural existente entre los bautizados, la comunión de los santos [3], incluso los aspectos más privados e íntimos de la vida personal —la oración, el mérito, el pecado...— influyen sobre todos los miembros del Cuerpo Místico. Pero esto no significa que esos aspectos de la vida personal sean propiamente objeto de la justicia y, por ende, de las normas jurídicas. Una realidad personal es susceptible de tratamiento jurídico solo cuando posee manifestaciones externas que pueden afectar a otros o verse afectadas por otros.
2. Dimensión eclesial de la vocación
¿En qué ámbito o en qué aspectos tiene sentido, entonces, hablar de tratamiento jurídico de la vocación?
A mi juicio, para plantear adecuadamente esta cuestión es imprescindible reparar en que la dimensión eclesial —social— no es un añadido extrínseco a la vocación cristiana, sino un elemento esencial que la caracteriza y la hace posible. Sería reductivo, en efecto, concebir la vocación como una pura experiencia subjetiva individual que acontece exclusivamente en la intimidad de la conciencia y en la relación directa del hombre con Dios.
En la providencia amorosa de Dios, la vocación cristiana acontece y se vive en la Iglesia [4], que es el gran misterio de vocación (de con‐vocación) de todos los hombres y, concretamente, de todos los fieles.
De hecho, quizá no exista una perspectiva más radical para situarse en la comprensión de sí misma que posee la Iglesia católica que la de la vocación, que se encuentra ya apuntada en la misma etimología de la voz ekklesia.
En efecto, Dios no ha querido “santificar y salvar a los hombres individualmente y aislados entre sí, sino constituirlos en un pueblo que le conociera en la verdad y le sirviera santamente” [5]. “La palabra ‘Iglesia’ (...) significa ‘convocación’ (...) En ella, Dios ‘convoca’ a su Pueblo desde todos los confines de la tierra” [6], y lo llama, precisamente, a la comunión en la vida divina, cuya culminación es lo que llamamos santidad: “Dios creó el mundo en orden a la comunión en su vida divina, ‘comunión’ que se realiza mediante la ‘convocación’ de los hombres en Cristo, y esta ‘convocación’ es la Iglesia” [7]. Dejando aparte ahora otras consideraciones, cabe recordar que la Iglesia, en su realidad a la vez visible e invisible, humana y divina, “es asumida por Cristo ‘como instrumento de redención universal’ [8], ‘sacramento universal de salvación’ [9], por medio del cual Cristo ‘manifiesta y realiza al mismo tiempo el misterio del amor de Dios al hombre’ [10]. Ella ‘es el proyecto visible del amor de Dios hacia la humanidad’ [11]” [12].
Dios, por tanto, no solo llama —convoca— a todos los hombres y a cada hombre a formar parte de la Iglesia, sino que los llama en la Iglesia y a través de la Iglesia, instrumento del plan amoroso de Dios, cuya “estructura está totalmente ordenada a la santidad de los miembros de Cristo” [13].
Dios llama, ante todo, mediante el bautismo que la Iglesia ha recibido la misión de administrar: “Al entrar en el Pueblo de Dios por la fe y el Bautismo se participa en la vocación única de este Pueblo” [14]. Por eso se habla de vocación bautismal, para todos los cristianos [15].
Llama asimismo cuando la Iglesia proclama la Palabra de Dios, de múltiples y variadas formas, y cuando se dirige a cada hombre, y especialmente a cada cristiano, actuando como instrumento de los cuidados personales que Dios le prodiga a través de la acción pastoral.
Llama, en fin, a través de las gracias y carismas que el Espíritu distribuye con toda libertad, algunos sencillos y comunes, y otros especiales, con los que prepara a determinados fieles y los “dispone para realizar variedad de obras y de oficios provechosos para la renovación y una más amplia edificación de la Iglesia” [16]. Entre estos últimos, algunos poseen una gran trascendencia eclesial, incluso estructurante, que justifica y reclama una especial intervención del derecho.
Cuando se considera la realidad sobrenatural de la vocación en el seno de la Iglesia se advierte, así, que puede presentar verdaderas dimensiones de justicia que el derecho debe tomar en consideración y tutelar.
Con esta perspectiva analizaremos, sin pretensión de exhaustividad, algunos de los puntos de contacto más relevantes entre orden jurídico y realidad vocacional que aparecen en el derecho vigente.
3. La vocación de todos los fieles a la santidad y al apostolado
Para plantear adecuadamente esta materia, es preciso tener en cuenta ante todo la doctrina del concilio Vaticano II [17] acerca de la llamada universal a la santidad [18], considerando precisamente su carácter de llamada, es decir, de vocación.
Como es sabido, en la época anterior al Vaticano II se encontraba ampliamente difundida —no de modo unánime en la doctrina espiritual católica, que presentaba matices diversos, a veces sutiles [19]; pero sí hondamente arraigada en la mentalidad común— una concepción de la vida cristiana que consideraba la santidad una aspiración asequible solamente para ciertos estados de vida o ciertas categorías de cristianos; y la misión apostólica, una tarea propia de la Jerarquía en la que los demás fieles podían ser llamados a colaborar.
En ese contexto conceptual, la expresión “llamada universal”, que alcanza a todos los fieles sin exclusión, pone el acento precisamente en la “novedad” que supone, respecto a la situación doctrinal antecedente, esa enseñanza conciliar que recupera y propone solemnemente la genuina doctrina evangélica, oscurecida durante siglos.
Pero su carácter universal no significa que se trate de una llamada genérica, impersonal, sin destinatario determinado. Por el contrario, esa llamada es, para cada cristiano, personalísima. Toda llamada de Dios, incluso cuando se dirige a una colectividad, se traduce siempre en vocación personal a la que cada uno ha de responder.
Y conviene señalar que se trata de vocación en sentido fuerte, porque el concepto de vocación ha experimentado históricamente un proceso paralelo al oscurecimiento de la llamada de todos los cristianos a la santidad y al apostolado.
Juan Pablo II aludía en 1985 a esta cuestión, que afecta directamente al tratamiento de la vocación en la Iglesia católica: “En el periodo anterior al Concilio Vaticano II, el concepto de ‘vocación’ se aplicaba ante todo respecto al sacerdocio y a la vida religiosa, como si Cristo hubiera dirigido al joven su ‘sígueme’ evangélico únicamente para esos casos. El Concilio ha ampliado esa visión” [20].
Evidentemente, el Concilio no ha negado que “la vocación sacerdotal y la religiosa conservan su carácter particular y su importancia sacramental y carismática en la vida del Pueblo de Dios”; pero ha ampliado esa visión precisamente sobre la base de la renovada toma de conciencia de la llamada universal a la santidad y de la participación de todos los bautizados en la misión de Cristo y de la Iglesia [21].
Por esta razón, para hacerse cargo adecuadamente del sentido y de las consecuencias de esa llamada universal, resulta muy necesaria una reflexión renovada sobre el significado de la vocación cristiana.
4. Renovación de la “cultura vocacional”
La mentalidad común, desarrollada paralelamente al oscurecimiento histórico de la llamada universal a la santidad y al apostolado, a la que antes me refería, comporta una manera casi estereotipada de entender la vocación, que podría describirse en estos o parecidos términos:
—Existen multitud de hombres y mujeres que, al nacer o siendo adultos, han recibido el bautismo, por el cual se han incorporado a la Iglesia y han obtenido acceso a los medios de salvación.
—Algunos de ellos reciben posteriormente una vocación, y respondiendo a ella cumplen una misión determinada en la Iglesia, que comporta compromisos más exigentes. Lógicamente, ya que dedican su vida exclusivamente a su vocación, pueden y deben tener una vida cristiana más perfecta.
—Los demás bautizados, puesto que no tienen vocación, se dedican a las cosas normales de la vida y procuran esforzarse por hacer compatibles sus obligaciones con la fe y la práctica cristiana. Eso sí, teniendo en cuenta la máxima según la cual “primero es la obligación y después la devoción”; y como las obligaciones profesionales, familiares y sociales son tan absorbentes, generalmente no pueden dedicar mucho tiempo a las cosas de Dios, de modo que han de contentarse con una vida cristiana menos perfecta. Lógicamente, también tienen menos exigencias y compromisos que quienes sí han recibido vocación [22].
Aparte de otras razones que tienen que ver con la historia de la espiritualidad y de la teología espiritual, en planteamientos de ese tipo influye la equivocidad que posee en el lenguaje usual la palabra “vocación”:
—En su uso en la vida corriente, indica de manera general la inclinación o predisposición que alguien siente a dedicarse a algo determinado. Así, por ejemplo, se dice que alguien tiene vocación, o incluso “mucha” vocación para ser médico, policía o maestro.
—Se llama también vocación, ya en el ámbito religioso, a una inclinación semejante a la anterior, pero que el sujeto atribuye a una llamada de Dios que le trasciende: es la conciencia o la convicción que alguien tiene de ser llamado por Dios.
—En este mismo plano, también se da el nombre de vocación a la llamada misma, considerada como iniciativa y acción de Dios. Así, si se habla de la vocación de Moisés, vocación es la llamada de Dios y también la percepción, por parte de Moisés, de esa llamada: Moisés tiene vocación, se dice en este sentido.
—Por último, en lo que aquí nos interesa, se habla de vocación para referirse a alguno de los caminos concretos por los que Dios llama a seguirle, que presenta ciertos rasgos distintivos respecto a otros caminos. Se dice, en este sentido, que hay personas con vocación sacerdotal, o con vocación para determinada orden monástica, etc.
De estos cuatro sentidos, se suelen emplear con valor específicamente religioso los tres últimos: la vocación como llamada de Dios, como conciencia de la llamada en el sujeto y como camino concreto de respuesta a la llamada. Pero la equivocidad del término da lugar fácilmente a la idea de que los tres han de darse siempre unidos. Es decir, que quienes no tienen conciencia de haber sido especialmente llamados por Dios para seguirle por un camino concreto, no tienen vocación.
Desde los presupuestos de esta “cultura vocacional” no es difícil, en efecto, que la vocación a la santidad, a la plenitud de la caridad, de los cristianos corrientes, que no son llamados al sacerdocio o a la vida consagrada se entienda como algo distinto a la vocación propiamente dicha.
Sin embargo, esta reflexión de Juan Pablo II propone una perspectiva renovadora: “El Espíritu Santo de Dios escribe en el corazón y en la vida de cada bautizado un proyecto de amor y de gracia (...) El descubrimiento de que cada hombre y mujer tiene su lugar en el corazón de Dios y en la historia de la humanidad, constituye el punto de partida para una nueva cultura vocacional” [23].
Cada hombre y cada mujer, como persona única, irrepetible, protagoniza una relación personal y única con Dios, que arranca de la elección eterna a la que se refiere San Pablo: “Nos ha elegido en Cristo, antes de la creación del mundo, para que seamos santos y sin mancha en su presencia por el amor” (Ef 1, 4). El misterio proclamado en ese pasaje paulino posee una dimensión universal y colectiva, comunitaria, como la misma vocación a la santidad [24]. Pero no es menos cierto que, en definitiva, esa elección y vocación desde toda la eternidad alcanza individualmente a cada hombre y a cada mujer: es también singular, única e irrepetible [25] para cada uno.
El propio Juan Pablo II comenta de modo muy sugerente el citado texto de la carta a los efesios: “podemos decir que Dios primero elige al hombre, en el Hijo eterno y consustancial, para participar en la filiación divina, y solo después quiere la creación” [26]. Una afirmación que, como el texto paulino, posee primariamente sentido universal, pero puede entenderse igualmente en sentido personal e individual: Dios primero conoce y elige a cada persona y después la llama a la existencia, para que esa vocación y elección se realicen con la respuesta libre de la persona bajo su providencia amorosa, pues, en definitiva, “la vocación última del hombre en realmente una sola, es decir, la vocación divina” [27].
5. La vocación, clave de la identidad personal
Ninguna persona existe casualmente o sin sentido. El hombre “no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador” [28]. La existencia de cada hombre y de cada mujer, su verdad, solo se explica adecuada y totalmente a la luz de ese misterio de amor y de elección, que es “la razón más alta de la dignidad humana” [29].
Por ese motivo, la cultura vocacional que venimos considerando debe corregirse ante todo comprendiendo que la vocación, en sentido propio y radical (es decir, antes aún de la conciencia de la llamada o del camino específico de la respuesta), no es algo añadido a la persona, una incidencia aleatoria, que puede o no sobrevenir en algún momento de la vida. Por el contrario, la vocación, en cierto modo, configura y constituye a la persona misma, es la clave más profunda de su identidad y la razón de su existir [30].
Cada persona es un misterio original de amor y de elección: “Dios no deja a ningún alma abandonada a un destino ciego: para todas tiene un designio, a todas las llama con una vocación personalísima, intransferible” [31], de modo que puede afirmarse, con Juan Pablo II, que “la vocación de cada uno se funde, hasta cierto punto, con su propio ser: se puede decir que vocación y persona se hacen una misma cosa” [32].
Esa visión de la vocación como clave profunda de la identidad —de la unicidad irrepetible— de la persona se insinúa muchas veces en la Sagrada Escritura cuando Dios, al llamar a alguien para una misión, le da un nombre que expresa la estrecha unidad entre su existencia, su identidad y su misión. Los ejemplos son abundantes, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, culminando en el mismo nombre de Jesús (cfr. Mt 1, 21).
El nombre representa la identidad de una persona, pero existe una diferencia decisiva entre el modo de “dar nombre” de los hombres y el de Dios. El nombre que unos padres eligen, por diversas motivaciones, para su hijo no contiene toda la verdad de la persona, es solamente una representación, una referencia que remite a ella y permite identificarla. Pero si posteriormente esa persona cambia su nombre por cualquier razón, no por eso cambia su identidad, aunque la llamemos de otro modo.
En cambio, Dios da nombre en virtud de su conocimiento creador. Solo Él, que ha conocido y elegido a cada persona desde la eternidad (cfr. Rm 8, 28), puede llamarla por un nombre que expresa plenamente toda su verdad, y que no se puede cambiar. En ese sentido, a cada persona puede aplicarse lo que dice Dios a Israel por boca del profeta Isaías: “Yo te he redimido y te he llamado por tu nombre: tú eres mío” (Is 43, 1).
Ese nombre por el que Dios llama a cada persona a ser suya es la vocación, la identidad verdadera de cada una. En ese sentido, dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “Vivir en el cielo es “estar con Cristo” (...) Los elegidos viven ‘en Él’, aún más, tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera identidad, su propio nombre” [33]; y apoya esa afirmación en el texto del Apocalipsis que expresa simbólicamente esta promesa: “Al que venza (...) le daré también una piedrecita blanca, y escrito en la piedrecita un nombre nuevo, que nadie conoce sino el que lo recibe” (Ap 2, 17).
Efectivamente, la vocación es la clave de la propia identidad, pero no como una voluntad puramente externa que se imponga a la persona, o como un destino inexorable ya perfectamente predeterminado, al que deba plegarse. El ejercicio de la libertad, en su misteriosa conjugación con la gracia, contribuye de diversos modos a configurar la vocación; de ahí la exhortación de San Pedro: “hermanos, poned el mayor esmero en fortalecer vuestra vocación y elección” (2P 1, 10).
Por eso se afirma que la vocación es don y, a la vez, tarea: elección eterna de Dios y propuesta que Él hace a la libertad de cada persona. En la correspondencia a la vocación de Dios se cifra la autenticidad y la plenitud de la realización personal, de tal modo que en realidad, en el horizonte de la libertad humana, no solo no hay contradicción entre buscar la propia realización y responder a la vocación, sino que el máximo grado de coherencia con uno mismo —el ser yo mismo— se da precisamente en la fidelidad a la vocación: “el compromiso más fuerte ante mí mismo, la más completa honradez y coherencia en mi propio ser, acontecen ante el Dios que llama” [34].
6. Vocación y conciencia de vocación
Es necesario referirse ahora a una cuestión que, muy razonablemente, se plantea al reflexionar sobre la llamada universal a la santidad y al apostolado como verdadera vocación personal: “Cuando se reflexiona sobre la universalidad de la llamada a la santidad, viene espontáneamente a la cabeza el pensar en la multitud de hombres y mujeres que no tienen noción alguna de esa vocación. ¿No es contradictorio sostener que Dios llama a la santidad también a aquellos que ni siquiera se dan cuenta?”[35]. Dicho de otro modo, ¿se dan necesariamente unidas la verdadera vocación (iniciativa de Dios que elige‐llama) y la conciencia personal de vocación?
Ciertamente, muchos bautizados, que además desean vivir cristianamente, no son conscientes de “tener vocación”, es decir, de haber percibido una llamada de Dios que les haya llevado a tomar una especial decisión de correspondencia. Esto no significa, sin embargo, que no tengan en absoluto conciencia y experiencia del contenido fundamental de la vocación a la santidad: de un deber, de una inquietud, de un buen deseo e incluso de un impulso que les mueve a orientar la propia vida hacia Dios. Otra cosa es que el interesado —quizá por influencia de la mentalidad común antes descrita— no dé a esa orientación fundamental el nombre de vocación y no sea, en consecuencia, consciente de tener vocación.
Pero describir la vocación, en su sentido más radical, como la elección que Dios hace desde la eternidad y por la que llama a cada persona a la existencia, implica ante todo que la vida de cada persona es objeto de una providencia especialísima de Dios, que no crea en vano, sino que al llamar predispone las gracias necesarias para que la llamada “se abra camino” y fructifique [36].
La providencia divina encuentra caminos, ordinarios y extraordinarios para darse a conocer gestis verbisque: a través de palabras y nociones explícitas, y también a través de los hechos y de los sucesos —interiores y exteriores— de la vida de cada persona.
Así, en primer lugar, es preciso contar —y la Iglesia lo hace, indudablemente— con la realidad de la gracia y de la acción invisible y callada del Espíritu Santo, que mueve interiormente a cada alma por su camino, con suavidad y fuertemente a la vez (cfr. Sb 8, 1).
Por otra parte, como indicaba anteriormente, hay que contar con el hecho, rico en consecuencias, de que Dios llama en la Iglesia y a través de la Iglesia, de manera que la conciencia de pertenencia a la Iglesia es una suerte de materialización de la vocación personal, que implica un constante recordatorio y una permanente renovación de la llamada divina, a la vez que proporciona el camino y los medios necesarios para responder adecuadamente a ella.
En definitiva, el hecho de que en muchos cristianos no se dé una conciencia explícita y personal de “tener vocación” en nada merma el carácter de verdadera vocación personal de la llamada a la santidad y al apostolado contenida en el bautismo. Pero eso no significa que baste que alguien esté bautizado para que de forma automática e inconsciente, lo quiera o no, su vida se desarrolle santamente, o que solo sea necesaria la respuesta consciente del cristiano en el caso de las vocaciones que llaman a seguir a Cristo por algún camino específico.
La llamada de Dios exige, en todo caso, docilidad. Pero de ordinario para esa respuesta basta darse cuenta de que se es cristiano, hijo de Dios, y querer vivir como cristiano sirviéndose de los medios que la Iglesia administra. El bautismo siembra en el alma una semilla cuyo desarrollo propio es la santidad [37]: esa realidad viva es vocación, es atracción de Dios. Y, de suyo, posee la fuerza y la grandeza que he intentado ilustrar. Quien —a través de cualquiera de los variados caminos y experiencias de los que se sirve la gracia de Dios— es consciente de su condición de cristiano y procura vivirla fielmente, conoce su vocación y responde realmente a ella [38].
En esta perspectiva se comprende que la enseñanza conciliar sobre la grandeza y la exigencia de la vocación cristiana a la santidad es un don de Dios muy apreciable para toda la Iglesia. Para los sagrados pastores, porque esa renovada conciencia fomenta una organización y una acción pastoral que, de hecho, impulsen y favorezcan objetivamente la respuesta de todos los cristianos a esa llamada. Para cada uno de los cristianos porque descubrir con luces nuevas la fuerza y la exigencia de la vocación bautismal entusiasma e impulsa a corresponder con voluntariedad más explícita. Con toda esa fuerza exhortaba San Pablo a los primeros cristianos: “Os ruego yo, el prisionero por el Señor, que viváis una vida digna de la vocación con la que habéis sido llamados” (Ef 4, 1).
Jorge Miras, en unav.edu/
Notas:
1 Cfr., para una exposición reciente y las oportunas referencias bibliográficas, J.L. Illanes, Tratado de Teología Espiritual, Pamplona, 2007, pp. 155 ss.
2 Cuestión que, como es sabido, era objeto del segundo de los principios directivos para la reforma del Código de 1917, cuyo texto íntegro fue publicado en la revista Communicationes 1 (1967).
3 Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica [CEC], 946 ss.
4 Cfr., para un mayor desarrollo, F. Ocáriz, Naturaleza, gracia y gloria, Pamplona 2000, especialmente cap. X, Vocación a la santidad en Cristo y en la Iglesia, y la bibliografía allí citada.
5 Concilio Vaticano II, Const. Lumen gentium [LG], 9.
6 CEC, 751.
7 CEC, 760.
8 LG, 9.
9 LG, 48.
10 Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes [GS], 45.
11 Pablo VI, Discurso 22.VI.73.
12 CEC, 776.
13 Juan Pablo II, Carta ap. Mulieris dignitatem, 27.
14 CEC, 784; cfr. CEC 786.
15 “El Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía son los sacramentos de la iniciación cristiana. Fundamentan la vocación común de todos los discípulos de Cristo, que es vocación a la santidad y a la misión de evangelizar el mundo. Confieren las gracias necesarias para vivir según el Espíritu en esta vida de peregrinos en marcha hacia la patria” (CEC, 1533).
16 Cfr. LG, 12.
17 Cfr. LG, 11; 39; 40; 41; etc.
18 Doctrina calificada por Pablo VI como “la característica más peculiar y la finalidad última de todo el magisterio conciliar”: Motu proprio Sanctitas clarior, 19.III.1969, AAS 61 (1969) 159.
19 Cfr. V. Bosch, Llamados a ser santos. Historia contemporánea de una doctrina, Madrid 2008.
20 Juan Pablo II, Carta a los jóvenes, 9.
21 Cfr. Ibid.
22 Cfr. J. Miras, Fieles en el mundo. La secularidad de los laicos cristianos, Pamplona 2000.
23 Juan Pablo II, Mensaje para la XXXV Jornada Mundial de oración por las vocaciones, 24.IX.1997.
24 Cfr., más ampliamente, F. Ocáriz, Naturaleza..., cit.
25 Cfr. Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis [RH], 21
26 Juan Pablo II, Discurso 28.V.86.
27 GS, 22.
28 GS, 19.
29 Ibid.; cfr. también CEC, 27, 44, 505, 518, 549, etc. En estas páginas consideraré únicamente la vocación en los bautizados; pero la noción radical de vocación sería incompleta si no se subrayara que, como afirma Juan Pablo II, “todo hombre está penetrado por aquel soplo de vida que proviene de Cristo” (RH, 18): una vida que culmina en la eternidad, “final cumplimiento de la vocación del hombre (...), de la ‘suerte’ que Dios desde la eternidad le ha preparado” y que “se abre camino por encima de todos los enigmas, incógnitas, tortuosidades, curvas, de la ‘suerte humana’ en el mundo temporal” (RH, 18). A la luz de este misterio de vocación deben contemplarse incluso las existencias humanas más oscuras e inadvertidas, también las que parecen no tener sentido alguno, contempladas desde una lógica puramente humana. Por difícil o inasequible que pueda resultar para nuestra comprensión uno u otro caso concreto, lo cierto es que ninguna existencia humana está entregada al azar (cfr. E. de la Lama, La vocación sacerdotal, Madrid 1994, p. 204).
30 Ciertamente, deben distinguirse el orden de la naturaleza y el de la gracia, el de la creación y el de la redención; y en ese sentido la vocación no es una realidad “natural”. Sin embargo, considerando a la persona concretamente existente, naturaleza y gracia, creación y vocación se funden, sin confusión, en una existencia elevada al orden sobrenatural. Cfr. a este respecto E. de la Lama, La vocación sacerdotal, cit., pp. 145-151.
31 San Josemaría Escrivá, Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 106.
32 Juan Pablo II, Encuentro con seminaristas en Porto Alegre, 5.VI.1980.
33 CEC, 1025.
34 P. Rodríguez, Vocación, trabajo, contemplación, 2ª ed. Pamplona 1987, p. 19.
35 F. Ocáriz, Naturaleza…, cit., p. 233.
36 Cfr. RH, 18.
37 “La ambición es alta y nobilísima: la identificación con Cristo, la santidad. Pero no hay otro camino, si se desea ser coherente con la vida divina que, por el Bautismo, Dios ha hecho nacer en nuestras almas. El avance es progreso en santidad; el retroceso es negarse al desarrollo normal de la vida cristiana”. San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 58.
38 Aunque se está tratando aquí de la vocación a la santidad en el ámbito eclesial humanamente identificable (la vocación cristiana de los bautizados), conviene anotar que la redención abarca a toda la humanidad y el misterio de la vocación no puede encerrarse en ninguna tipología que limite la infinita originalidad del Amor, que quiere que todos los hombres —uno por uno— se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1Tm 2, 3-4). Cfr. CEC, 1260.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |