1. Introducción: la grandeza de una vida
El centenario del nacimiento de Karol Wojtyla es ocasión privilegiada para ahondar en los surcos abiertos por un Papa santo que ha iluminado el siglo XX, —en el que no faltaron oscuras sombras y densas tinieblas—, con el resplandor del testimonio de una vida grande, vivida desde una enorme pasión por el hombre que tenía su fuente en el misterio de la redención de Cristo.
Contemplar con la perspectiva de un siglo la vida de san Juan Pablo II nos hace más conscientes de que la figura de los santos no cesa de crecer con el devenir del tiempo. Es el Espíritu Santo el artífice principal de la santidad de cada persona. Él va modelando la carne del hombre de modo discreto, sigiloso, paciente, para ir paulatinamente configurándola con la carne gloriosa de Cristo. En el caso del Papa polaco tres rasgos destacan de esta labor del Paráclito: su ser padre, ser pastor y ser profeta.
Su paternidad podría ser sintetizada en este versículo paulino tantas veces citado por él: “Por eso doblo mis rodillas ante el Padre, de quien procede toda paternidad en el cielo y en la tierra” (Ef 3, 14-15). En efecto, quedando huérfano en su juventud, experimentó con un gran vigor que su paternidad tenía su fundamento último en el Padre (tam Pater nemo) [1]. La grandeza de su paternidad se refleja, entre múltiples destellos, en que condujo con magnanimidad a la Iglesia al tercer milenio en medio de un cambio de época. En esta transición de hondo calado antropológico, él supo reconocer la luz de la familia como el lugar privilegiado donde se anuncia el Evangelio y se genera al cristiano. La pregunta familia, ¿qué dices de ti misma? revela la novedad de perspectiva del Papa de la familia; considerarla como un auténtico sujeto social y eclesial en un tiempo en que únicamente el individuo y el Estado parecen ser relevantes en el ámbito público. De este modo, lejos de un reductivo paternalismo, san Juan Pablo II insistió en que entre todos los caminos que la Iglesia había de recorrer, la familia es el primero y el más importante [2]. Su corazón de gran pastor se mostró en su enorme capacidad de oración y de entrega al pueblo de Dios [3]. Unido inseparablemente a su cayado con la cruz de Cristo, su potente palabra apuntaba siempre hacia el misterio del Redentor del que nace la sobreabundante Misericordia divina. La urgencia de una nueva evangelización [4] ardía en su corazón, unido a la cruz que se alza en medio de nuestro mundo secularizado para descubrir cuánto nos ama Dios.
Por otro lado, su capacidad profética se pone de relieve en el testimonio personal ofrecido a favor de la verdad del amor humano. El vínculo entre el profeta y la verdad siempre resulta incómodo, y más en una época en que lo que prima es la posverdad. El profeta anuncia una nueva acción de Dios y revela el sentido de la historia. Como afirma Benedicto XVI, a diferencia del visionario, el profeta “nos muestra el rostro de Dios y con ello nos muestra el camino que hemos de tomar” [5]. La estrecha vinculación de la profecía con la verdad anunciada se sella, con frecuencia, en el cuerpo del profeta con el don del martirio [6]. En su teología del cuerpo, san Juan Pablo II ha aludido a este profetismo del cuerpo, por el que el cuerpo habla “por” y “de parte de” [7].
La imponente herencia legada por uno de los hombres más insignes del siglo XX nos invita a hacer memoria del futuro, es decir, a secundar los caminos abiertos, siguiendo las sendas y el rastro dejado por el “Papa de la familia” [8]. Los acontecimientos actuales nos hacen ver la necesidad perentoria de interpretar la historia. Son precisamente los profetas, los que ofrecen luces para el camino y por ello son los que nuestro mundo tanto necesita. San Juan Pablo II fue indudablemente uno de los grandes profetas del siglo XX, sabiendo reconocer la acción de Dios en el mundo que le tocó vivir.
Tanto la profecía como la paternidad encuentran un punto de convergencia en el tema clave del amor. Profeta del amor humano, y maestro y padre singular en la escuela del mismo, san Juan Pablo II supo abrir un nuevo horizonte en la experiencia humana del amor a la luz de la Revelación del amor de Dios en el rostro de Cristo. Este novedoso acercamiento en la reciprocidad de Revelación y experiencia le va a permitir dirigir al hombre de hoy un apremiante llamamiento a responder al amor de Dios.
2. La belleza y el amor
“La belleza sirve para entusiasmar en el trabajo, y el trabajo es para resurgir” [9]. Esta expresión del gran poeta polaco Cyprian Kamil Norwid (1821-1883), amigo de Chopin e inspirador de la poesía de Juan Pablo II, se encuentra en la obra poética Promethidion, publicada en 1851 en París, donde el poeta vivió desterrado. Se trata de un libro de filosofía estética compuesto de una introducción, dos diálogos en verso, mas un epílogo en prosa. Norwid va a usar tres términos para acercarse a la belleza: molde, perfil y forma.
San Juan Pablo II comentaba del siguiente modo este texto en el discurso que dirigió en el año 2001 a los representantes del Instituto del patrimonio nacional polaco con motivo del 180 aniversario del nacimiento de Norwid: “La fe en el Amor que se revela en la Belleza que “entusiasma” al trabajo, abre la palabra de Norwid al misterio de la alianza, que Dios estrecha con el hombre, a fin que el hombre pueda vivir, como vive Dios. El canto sobre la belleza del Amor y sobre el trabajo, Promethidion, indica el acto mismo de la creación, en el cual Dios revela a los hombres el ligamen que une el trabajo al amor (cfr. Gn 1, 28); en el amor laborioso el hombre nace y resurge. El lector debe madurar hacia una palabra que mira tan lejos. Lo sabía muy bien el poeta cuando dijo: “el hijo ignorará, pero tú, nieto, recordarás” [10].
Según la lectura de Juan Pablo II, la belleza tiene su fuente escondida en el misterio de la creación, cuyo motivo primero es el amor de Dios. El Creador es, de este modo, el manantial primordial de toda la belleza que se difunde en las criaturas. Así, en el Principio, Dios revela al hombre el vínculo que existe entre el amor y el trabajo. Y es que podemos decir que ya la acción creadora de Dios incluye en sí el amor y el trabajo. Así como el Logos es a la vez palabra y acción, Dios crea amando y trabajando simultáneamente. El hombre, como imagen de Dios, participa de la acción creadora de Dios, y experimenta que en el amor laborioso nace una y otra vez, resurge, buscando vivir la plenitud de la Alianza con Dios.
Años antes, con motivo del discurso a los artistas en la iglesia de la Santa Cruz en Varsovia el año 1987, Juan Pablo II volvió a citar el Promethidion de Norwid. Lo hizo en estos términos hablando de la Eucaristía y de la necesidad de vivir de ella: “El espíritu humano se nutre de verdad y de amor. Y de aquí nace la necesidad de la belleza. El poeta dijo: “¿Qué sabes tú de la belleza…? La belleza es la forma del amor” [11]. Y es un amor creativo, un amor que inspira al hombre e impregna sus actividades de motivaciones de lo más profundas… y por tanto, ¿no hay en ella una íntima y real relación con Aquel que amó hasta el fin? ¿Que ha revelado la definitiva medida del amor en la historia del hombre y del mundo? ¿Una medida definitiva: redentora y salvífica?” [12].
Esta sintética definición de la belleza como forma amoris es sumamente sugerente para comprender el “amor hermoso”. Para santo Tomás de Aquino, la forma de un ser es una cierta irradiación que proviene de la claridad primitiva [13]. Así podríamos decir que la belleza de cada criatura irradia el amor que tiene su origen último en Dios Creador.
En la oración dirigida a la imagen de la Inmaculada de la Plaza de España en Roma el 8 de diciembre de 1996, Juan Pablo II explicaba así la expresión Tota pulchra es perteneciente a una antiquísima oración dirigida a la Virgen María: “quiere decir: en ti no hay nada que desluzca la belleza que el Creador quiso para el ser humano. No hay en ti ni mancha del pecado original, ni ninguna otra mancha de culpas personales. El Creador ha conservado incontaminada en ti la belleza original de la creación, a fin de preparar una digna morada a su Hijo unigénito, que se hizo hombre para la salvación del hombre” [14].
Así pues, en la Virgen María se concentra toda la belleza que el Creador ha querido para el ser humano. Notemos que no se refiere aquí a la dimensión estética sino a la santidad, a la dimensión espiritual y moral de la misma. La experiencia estética y la experiencia moral se asemejan en el conocimiento por con-naturalidad, como un conocimiento dirigido a reconocer que algo es bello o bueno, que incluye un movimiento de trascendencia que conduce a la admiración. La diferencia entre ambas experiencias es su diferente articulación en la acción humana, pues la belleza apunta a la contemplación y la bondad a su realización [15].
La teleología de este derroche de la gracia divina sobre la Virgen María es bien clara: se dirige a la Encarnación y la salvación del género humano. De modo que podemos decir que por María creación y salvación quedan enlazados. A continuación, en su oración el Papa volvía a recordar la cita de Norwid, y la comentaba en los siguientes términos: “Sí, la belleza, encarnación del amor, es fuente de un fortísimo impulso al trabajo, al esfuerzo y a las luchas creativas para una forma mejor de vida humana; es un estímulo para superar las fuerzas de muerte y para la continua resurrección. Porque el amor, la belleza y la vida están íntimamente unidos entre sí, Nosotros, que vivimos en Roma, nos reunimos en torno a esta columna, cuya estatua de la Inmaculada domina sobre la ciudad, a fin de encontrar aquí la fuente del asombro, pero también para estar entusiasmados con la belleza espiritual de María. Este descubrimiento renovado es capaz de suscitar en nosotros nuevas fuerzas y nuevos motivos para vivir, para trabajar, para combatir el mal y el pecado, y para resurgir cada día” [16].
Notemos, en primer lugar, que la palabra “forma” del amor, se interpreta como encarnación del mismo. El hombre vive siempre el amor de un modo concreto, encarnado. Por otro lado, una segunda anotación tiene que ver con este entrelazamiento que el texto establece entre la belleza, el amor y la vida. El amor, por consiguiente, no es un objeto a observar, elegir o aceptar. Tiene que ver con una verdad dinámica que mueve al hombre, que lo hace luchar y vivir; y a la vez con una verdad extática, pues lo transporta más allá de él, para superar la muerte hacia una continua resurrección.
Norwid es un poeta de inspiración platónica. Es bien conocido que Platón fue el primer filósofo que estableció un profundo nexo entre amor y belleza. Eros, hijo de Poros y Penia, es al tiempo pobre y audaz, a caballo entre lo mortal y lo inmortal, entre lo humano y lo divino [17]. En esta tensión entre plenitud y carencia, para Platón el camino del amor es como una escalera, una ascensión gradual por los peldaños de las cosas bellas. Así el amor es entusiasmo, una fuerza e impulso que eleva el alma, que trasciende lo sensible para unirse a la divinidad. Por eso el nombre que le dan los dioses es pteros (el que da alas) [18]. El eros es mediador de la belleza en un juego de máscaras entre manifestación y ocultamiento de la verdad del hombre.
Juan Pablo II en la catequesis 22 nota 1, a propósito del eros platónico comenta, inspirándose en Anders Nygren, que para Platón “el «eros» es el amor sediento de la Belleza trascendente y expresa la insaciabilidad que tiende a su objeto eterno; él, pues, eleva siempre lo que es humano hacia lo divino, que es lo único en condición de saciar la nostalgia del alma prisionera en la materia; es un amor que no retrocede ante el más grande esfuerzo, para alcanzar el éxtasis de la unión; por lo tanto es un amor egocéntrico, es ansia, aunque dirigida hacia valores sublimes” [19].
Comenta el Papa en la nota que el significado del eros ha sido reducido de múltiples modos a lo largo de la historia. Y establece una comparación entre el “conocimiento bíblico” y el “eros” platónico [20]. La visión espiritualista de Platón se funda en la idea de reminiscencia que exige la preexistencia de las almas inmortales [21]. Así, el espíritu humano sería impulsado por el amor como fuerza primera. Esta concepción no supera el orden cósmico y no reconoce el valor fundamental de las relaciones humanas. Para Juan Pablo II lo bíblico y lo platónico son dos ámbitos conceptuales, dos lenguajes diferentes, que solamente con gran cautela pueden ser interpretados el uno con el otro. De este modo, una de las aportaciones de la Teología del cuerpo es alejarse de una visión espiritualista del amor, que impide desplegar una verdadera espiritualidad conyugal y familiar [22], en la que el carácter “sacramental” del cuerpo humano va a ser central [23].
3. La vocación al amor [24]
“Siendo aún un joven sacerdote aprendí a amar el amor humano” [25]. Con estas palabras, en el libro entrevista Cruzando el umbral de la esperanza, san Juan Pablo II desvelaba lo que podríamos denominar una singular vocación dentro de su vocación sacerdotal. Esta llamada a aprender a amar el amor humano, llevaba aparejada la misión de enseñar a amar a los jóvenes. La gracia que recibió el joven sacerdote Karol Wojtyla es la de reconocer que la vocación al amor es el elemento más íntimamente unido a los jóvenes, y por extensión a todo ser humano.
La expresión vocación al amor denota ya una forma muy original de acercarse al misterio del amor humano. No se trata de considerarlo un objeto de investigación que puede resultar más o menos interesante y atractivo, sino más bien la necesidad de adentrarse en su lógica interna. Así lo expresaba en el mencionado libro: “El amor no es cosa que se aprenda, ¡y sin embargo no hay nada que sea más necesario enseñar!” [26]. La novedad que encierra la enseñanza de Juan Pablo II sobre el amor humano se encuentra en palabras de Benedicto XVI, en “su modo original de leer el plan de Dios precisamente en la confluencia de la revelación divina con la experiencia humana. En Cristo, en efecto, plenitud de la revelación de amor del Padre, se manifiesta también la verdad plena de la vocación al amor del hombre, que puede reencontrarse cumplidamente solamente en el don sincero de sí” [27].
El amor es una vocación divina. Aprender a amar implica, en primer lugar, reconocer que Dios nos ha amado primero, es decir, descubrir el amor de Dios como la fuente originaria de todo amor. Ya en Amor y responsabilidad, Wojtyla afirmaba que “el concepto de vocación está estrechamente asociado al mundo de las personas y al orden del amor” [28]. Su experiencia de acompañamiento a matrimonios y familias para ayudarlas a descubrir cómo el amor puede construir una historia, le va a consentir penetrar en la esencial naturaleza vocacional del amor. En el drama El taller del orfebre expresará lo mismo, esta vez en el registro poético: “El amor no es una aventura. Posee el sabor de toda la persona. Tiene su peso específico. Y el peso de todo su destino. No puede durar sólo un instante” [29]. De este modo, la entera existencia del hombre es vocacional, la vida humana es una permanente posibilidad de diálogo con Dios para generar una comunión de personas. Dirigiéndose a capellanes universitarios en 1973 lo expresaba de este modo: “El amor es, ante todo, una realidad. Es una realidad específica, profunda, interna a la persona. Y a la vez, es una realidad interpersonal, de una persona a otra, comunitaria. Y en cada una de estas dimensiones (interior, interpersonal, comunitaria) tiene su particularidad evangélica. Ha recibido una luz” [30].
El término vocación al amor adquiere su forma más madura y acabada, al inicio de su pontificado. Lo corroboran dos conocidos e importantes textos de Redemptor hominis [31] y de la exhortación apostólica post-sinodal Familiaris consortio [32]. Los dos adjetivos que cualifican el amor como vocación, fundamental e innata, revelan que el amor hunde sus raíces en el misterio de Dios creador, en el misterio del Principio como lo llama en las Catequesis sobre el amor humano [33]. Así, pues, en el origen de toda vocación se encuentra el amor creador de Dios. Se trata de un amor de comunión entre las personas divinas. El amor trinitario es un amor de comunión perfecto. El amor que une al Padre, al Hijo y al Espíritu se comunica por desbordamiento al hombre, creado como varón y mujer. La diferencia sexual es así íntimamente vinculada al amor originario. El varón y la mujer pueden reflejar en su amor humano ese misterioso amor trinitario que está en la fuente de la existencia de todo ser humano.
En la lógica interna del texto el hombre es creado “por amor” y “para amar”. Este paso del sustantivo al verbo nos indica que la experiencia humana radical del amor es una respuesta libre a una llamada que nos provoca. Esta respuesta al amor divino el hombre la vive tal como narra Gn 2, 23, como un despertar al amor. Se trata de un éxtasis, vinculado a una singular acción divina, que provoca el canto nupcial del primer hombre ante la aparición de la amada en toda su fascinante presencia. Este singular despertar del amor nos habla de la presencia en nuestro interior de la persona amada. El reconocimiento de esta presencia personal es una realidad “mágica”, fabulosa, que maravilla al amante hasta el punto de convertirse en foco de su atención y de su intención. El canto nupcial es simbólicamente significativo en cuanto que supone poner palabras a la unión afectiva que ha surgido [34]. Esta vinculación amor-lenguaje es importante para superar una emotividad que resulta incapaz de poner palabras al afecto que siente y experimenta.
En Tríptico Romano este momento del despertar del amor viene descrito como un atravesar el umbral del asombro. Entre los seres que no se asombran, únicamente el hombre se asombra [35]. Esta originalidad del ser humano, su capacidad de asombro, está vinculada a descubrir el significado y el sentido de las cosas. Dado que la acción de despertar tiene relación con abrir los ojos, el asombro está en estrecha relación con una teoría de la visión en sentido amplio. Podríamos decir que el asombro es la circunstancia en la que la visión está obligada a convertirse en mirada.
Es bien conocido que para la filosofía griega la vista es el sentido más perfecto. Platón atribuye a la vista dos características fundamentales: la agudeza y la pureza. Se trata de dos aspectos que muestran la capacidad de relación humana, de su capacidad de entrar íntimamente en contacto con la realidad sin falsificarla. Para Platón, el ojo no es solamente capaz de ver sino propiamente de mirar. Es decir, realizar una actividad dirigida por el sujeto mismo. El hijo ha de aprender a mirar que es como saber ver. El asombro favorece este paso del ver al mirar.
Aristóteles reafirma esta conexión entre ver-conocer-saber situando el acto de ver entre las acciones perfectas. Éstas son aquellas que conteniendo el propio fin, no comportan ninguna escisión o dilación en el tiempo. De este modo el acto de ver se especifica como acción perfecta en cuanto realizada, instantánea y estable. Junto a la agudeza y la pureza aparece también la instantaneidad como característica propia de la visión humana. El asombro no se reduce, sin embargo, a una simple sensación óptica. En Platón el asombro es un maravillarse que abre el espíritu al misterio del origen divino de lo inteligible. En Aristóteles es lo que hace progresar la ciencia para el placer del sabio.
En la tradición cristiana, el amor tiene sus propios ojos. Lo expresa maravillosamente el dicho de Ricardo de San Víctor: “Donde está el amor, allí está el ojo” [36]. Y es que el amor contiene una verdad que guía internamente la libertad hacia la comunión. De este modo, al amor genera su propia mirada para dirigirse hacia el amado y poder construir una comunión con él. El conocimiento amoroso es superior al intelectual porque produce atracción y comunión, hasta el punto que se verifica una transformación y una asimilación entre el amante y el amado. Esta reciprocidad de afecto consiente un conocimiento profundamente personal.
4. La hermosura del amor: la virtud de la castidad
La conclusión que san Juan Pablo II extrae en el libro entrevista Cruzando el umbral de la esperanza es muy elocuente: “Si se ama el amor humano, nace también la viva necesidad de dedicar todas las fuerzas a la búsqueda de un “amor hermoso”. Porque el amor es hermoso. Los jóvenes, en el fondo, buscan siempre la belleza del amor, quieren que su amor sea bello. Si ceden a las debilidades, imitando modelos de comportamiento que bien pueden calificarse como “un escándalo del mundo contemporáneo” (y son modelos desgraciadamente muy difundidos), en lo profundo del corazón desean un amor hermoso y puro. Esto es válido tanto para los chicos como para las chicas. En definitiva, saben que nadie puede concederles un amor así, fuera de Dios. Y, por tanto, están dispuestos a seguir a Cristo, sin mirar los sacrificios que eso pueda comportar” [37].
La consecuencia de amar el amor humano es, por tanto, buscar con todas las fuerzas un amor hermoso. El deseo de alcanzar una vida lograda, inscrito por Dios en cada corazón humano, impulsa a los jóvenes a esta búsqueda, no de un amor cualquiera, sino de uno plenamente bello. El Papa es bien consciente que se trata de una lucha dramática, pues siempre acecha la tentación de reducir la grandeza del amor al que está llamado el hombre. Ceder a las propias debilidades e imitar comportamientos escandalosos son posibilidades reales. Pero en lo más profundo del corazón permanece siempre este deseo de un amor hermoso y puro.
Dado que ese amor es inalcanzable por las solas fuerzas humanas, es necesario descubrir que únicamente Dios puede conceder un amor así. Dios dona este amor hermoso entregándonos a su Hijo, por lo que seguir a Cristo es el camino para encontrar este amor hermoso. Este seguimiento de Cristo supone siempre sacrificios que es necesario asumir gozosamente, con la viva conciencia que merecen la pena para alcanzar la hermosura del amor.
El amor hermoso es, para Juan Pablo II, el amor casto. Ya en Amor y responsabilidad, Karol Wojtyla se hace la pregunta por el verdadero sentido de la castidad [38]. La perspectiva de su reflexión es la estrecha relación entre castidad y amor verdadero. Se trata de una visión que desea redimensionar el acercamiento a la castidad únicamente desde la virtud de la templanza. En tal sentido, la virtud de la castidad no aparece como la represión de la espontaneidad del amor, ni como manifestación de un resentimiento, sino como la virtud propia del amante, que es vivida conforme al estado de vida de cada persona. El término fundamental para comprender su concepción de las virtudes es el de integración [39]. Desde esta perspectiva, la castidad va a integrar los sentidos, los afectos, los distintos dinamismos operativos de la persona en el amor pleno y total hacia la otra persona. En las Catequesis expresa el mismo contenido pero con otros términos, en el contexto de mostrar cómo la castidad se encuentra en el centro de la espiritualidad conyugal: “La castidad es vivir en el orden del corazón. Este orden permite el desarrollo de las «manifestaciones afectivas» en la proporción y en el significado propios de ellas” [40]. Este orden no es únicamente fruto de las virtudes, sino de la vinculación entre dones, afectos y virtudes. En el caso de la castidad se vincula singularmente con el don de piedad, como un don que reconoce y respeta lo que viene de Dios, concretamente la masculinidad y feminidad de la persona humana, la grandeza del acto conyugal, y la nueva vida que puede surgir de la unión conyugal.
En Familiaris consortio, comentando la enseñanza de San Pablo VI en Humanae vitae y de la importancia de la castidad y su educación permanente, afirma: “Según la visión cristiana, la castidad no significa absolutamente rechazo ni menosprecio de la sexualidad humana: significa más bien energía espiritual que sabe defender el amor de los peligros del egoísmo y de la agresividad, y sabe promoverlo hacia su realización plena” [41].
De este modo, la virtud de la castidad custodia el amor auténtico y promueve su plena realización. Su adquisición y crecimiento requiere una disciplina interior permanente, una ejercitación cotidiana y un asiduo recurso a Dios en la oración. En este sentido, conviene recordar que en las catequesis se establece una relación orgánica entre la teología del cuerpo y la pedagogía del cuerpo, que constituye el núcleo de la espiritualidad conyugal [42]. En este contexto, y a propósito de las anotaciones acerca del Cantar de los Cantares, san Juan Pablo II afirma que “el amor desencadena una particular experiencia de la belleza, que se centra en lo que es visible, pero envuelve simultáneamente a la persona entera. La experiencia de la belleza engendra la complacencia, que es recíproca. «Oh la más hermosa entre las mujeres…» (Ct 1, 8), dice el esposo, al que hacen eco las palabras de la esposa: «Morena soy, pero hermosa, oh hijas de Jerusalén» (Ct 1, 5)” [43].
El hombre moderno ha enfatizado la dimensión estética de lo bello. De este modo se ha eclipsado que la belleza está muy emparentada con la bondad, como ya sabían los griegos. Para santo Tomás de Aquino, el esplendor y la armonía de la belleza no constituyen cualidades estáticas del ser, sino que revelan la cualidad moral de la acción excelente iluminada por la razón virtuosa [44]. Siguiendo a Aristóteles, valora positivamente el placer en la acción humana y, por tanto, la virtud de la templanza no elimina los deseos placenteros ligados al tacto, sino que busca una medida conforme a la razón prudente. Así como en los cuerpos bellos se da una proporción entre los miembros y un conveniente esplendor, así también las acciones humanas son hermosas cuando resplandece en ellas la luz de la razón, y se da proporción entre los hechos, palabras y razón [45].
La intrínseca belleza de la acción temperante es, para el Doctor común, la honestas [46]. Si el pudor es una reacción que manifiesta una ausencia de perfección moral, la honestas es causada por la excelencia de la persona que ama la belleza de la templanza. La honestas une el concepto de la belleza interior de la persona y su bondad moral.
La castidad, que requiere el pudor y la honestas, es una virtud que toca el interior del corazón del hombre. No se reduce, por tanto, a obedecer un código de comportamiento exterior, sino que plasma y modela los deseos sexuales desde su interior. La castidad es una conformación del deseo sexual, cuya bondad deriva del fin último al que tiende. La belleza de la castidad se encuentra en el deseo bello que dirige a la plenitud de un amor personal. Se trata del deseo conformado por la razón en vista del amor recibido, lo que santo Tomás denomina deseo “recto”. La persona casta ama inteligentemente, fascina por su belleza, por su encanto, que se trasluce y expresa en sus gestos que revelan una intimidad habitada por la persona amada y en tensión hacia la plenitud de una comunión [47].
El Pseudo-Dionisio, inspirándose en la tradición platónica, establece un parentesco entre la belleza y la vocación. Con la cercanía etimológica entre las palabras kalós (bello)-kaléo (llamar), encontramos que la belleza es una llamada a un amor de comunión. Para él, Dios es causa de la armonía y el esplendor de todas las cosas. “Llama (kaloûn) a todas las cosas a sí mismo; por ello es llamado kallos, belleza” [48]. La vocación de lo bello tiene su origen en el Dios creador, y la llamada adquiere el sentido bíblico de la elección [49].
5. La madre del amor hermoso
El título mariano “Madre del amor hermoso” se inspira en el versículo Si 24,18: «Yo soy la madre del amor hermoso y del temor; del conocimiento y de la santa esperanza, me doy a todos mis hijos, escogidos por él desde toda la eternidad», en el contexto del elogio de la sabiduría. La liturgia de la Iglesia emplea el texto desde el siglo X en las Misas de María. Como afirma la introducción al formulario de esta misa votiva de la Virgen: “la Iglesia, según la tradición tanto del Oriente como del Occidente, celebrando el misterio y la función de María, contempla con gozo su espiritual belleza. La belleza como resplandor de la santidad y de la verdad de Dios, «fuente de toda belleza», e imagen de la bondad y de la fidelidad de Cristo, el “más bello de los hijos de los hombres” [50].
El vínculo que une a san Juan Pablo II con la Virgen María a lo largo de toda su vida se expresa de modo bien elocuente en el lema de su pontificado: “Totus Tuus”. La fórmula, tomada de San Luis Mª Grignon de Montfort, supone un redescubrimiento de la piedad mariana, anclada en Cristo como había reflejado el capítulo VIII de la Lumen Gentium, e implica el cultivo de un total abandono y confianza en la Virgen María [51]. La devoción mariana de nuestro santo, hunde sus raíces en la imagen de NªSª del Perpetuo Socorro en su parroquia de Wadowice, unida a la tradición del escapulario de la Virgen del Carmen, lo que le vinculó desde niño a la espiritualidad carmelitana que profundizó después al conocer a san Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús. Junto a ello, fueron decisivas las peregrinaciones a los santuarios de Kalwaria y Czestochowa, donde se encuentra el santuario paulino de Jasna Góra con el icono de la Virgen Negra, Reina de Polonia.
El título de “peregrina de la fe”, estrella del tercer milenio, es muy querido para nuestro pontífice, pues el camino de fe de María es punto constante de referencia para la Iglesia [52]. La encíclica Redemptoris Mater [53], con motivo del año santo mariano de 1987, la carta Mulieris dignitatem [54], las catequesis de las audiencias entre el 6 de septiembre de 1995 y el 12 de noviembre de 1997 [55], y la carta sobre el Rosario [56] son botones de muestra de la enseñanza mariana de san Juan Pablo II.
La Carta a las familias nos ofrece una estupenda síntesis de la historia del amor hermoso desde la clave de la historia de la salvación [57]. Así, aunque en sentido estricto esta historia comienza en el misterio de la Anunciación a la Virgen María, se puede decir también que tiene su inicio con Adán y Eva en el paraíso. Tobías y Sara son testigos de que tras la caída de nuestros primeros padres no se les privó totalmente de la capacidad de este amor hermoso. Todo amor hermoso se origina con la auto-manifestación de la persona que posibilita la unión de los dos. Este amor es descrito en el libro del Cantar de los Cantares. En el umbral de la Nueva Alianza, María y José viven la experiencia del amor descrito en el Cantar con toda la novedad del Espíritu.
Para que el amor sea realmente hermoso ha de ser recibido como un don de Dios. La Fuente del don, el Espíritu Santo, dador de vida, se derrama en los corazones humanos (Rm 5, 5), generando, alimentado y haciendo crecer la mutua entrega. La particular vinculación entre el Espíritu Santo y la Virgen María, hace de la Esposa del Espíritu, la testigo por antonomasia de que el amor y la belleza proceden de Dios. María es bella porque es amada; y es de aquella hermosura que llamamos santidad. María nos introduce en la escuela del amor hermoso, nos enseña como buena Madre, el arte de amar.
El misterio de la Encarnación del Verbo se convierte en fuente de una belleza nueva que ha inspirado innumerables obras maestras del arte. De este modo, la Iglesia es consciente de su misión en el desarrollo de la cultura. Inspirándose en la afirmación de Santo Tomás de Aquino “Genus humanum arte et ratione vivit” [58], Juan Pablo II afirma que la cultura es un modo específico del “existir” y del “ser” del hombre. Por ello “la cultura es aquello a través de lo cual el hombre, en cuanto hombre, se hace más hombre, "es" más, accede más al "ser” [59]. Y es que “el hombre es él mismo mediante la verdad, y llega a ser más él mismo mediante el conocimiento cada vez más perfecto de la verdad” [60]. Por tanto, el hombre no es solo creador de la cultura, sino que también vive de la cultura y mediante la cultura.
La recíproca promesa que los esposos hacen el día de la celebración del sacramento del matrimonio, únicamente es posible, según la Carta a las familias, en la dimensión del «amor hermoso». Este amor se recibe y aprende sobre todo rezando, pues es en la oración donde actúa de un modo singular el Espíritu Santo. Derramado en el corazón de los cónyuges (Rm 5, 5), se convierte en verdadera fuente y manantial de unidad, de cohesión y fortaleza para el matrimonio y la familia. De este modo, la hermosura del amor consiste en que el amor conyugal se puede transformar en verdadera caridad conyugal [61].
6. Conclusión: ¿por qué el amor es hermoso?
Vivimos inmersos en un cambio de época que genera una gran incertidumbre ante el futuro. El prefijo post- que define nuestro tiempo revela que la referencia principal se encuentra siempre en el pasado. En llamativo contraste, san Juan Pablo II aprendió a mirar siempre hacia el futuro de modo profético, anticipándose a su tiempo. Es decir, pensar el presente como una semilla que mira al futuro. En lugar de ir detrás, a remolque de los acontecimientos de una época que pasa, Él supo ir preparando una época que se acerca, pues está ya en germen en el presente. En este sentido, conducir a la Iglesia hacia el tercer milenio fue siempre su deseo y la misión que recibió. Formado en la escuela del Concilio Vaticano II supo ver que la cuestión del hombre era decisiva, y que la cuestión antropológica se jugaba principalmente en el campo del matrimonio y la familia, pues es en ellas donde el hombre aprende a amar y madurar en su vocación divina.
Nos encontramos en nuestros días ante un hombre, caracterizado de modo predominante por su emotividad, por buscar un bienestar incesante. A primera vista, sentirse bien, buscar sensaciones nuevas en experiencias diferentes, no parece nada sospechoso. Sin embargo, el hombre emotivo es muy frágil y tremendamente manipulable. Las emociones colectivas y los afectos privados revelan que estamos inmersos en un gran analfabetismo afectivo, que conduce a un amor mudo, indecible e incomunicable. Un amor temeroso de prometer, que se licúa por el entorno de de-socialización y de-construcción que lo circunda, y termina por hacer naufragar la navegación del hombre por este mundo.
Por este motivo, en primer lugar, hemos de ponernos en guardia de que el amor hermoso del que nos habla el Papa de la familia se pueda interpretar en clave esteticista, romántica, absolutizando la belleza de la contemplación del instante. El ensimismamiento y la dispersión son las notas del narcisismo que caracteriza el culto a la emoción [62]. La verdad del amor no se mide por la intensidad del instante, sino que se verifica en las obras y en el bien que se comunica al amado.
En segundo lugar, hemos de reconocer la actualidad de la propuesta de san Juan Pablo II para generar una nueva cultura del amor hermoso, una civilización del amor, a través del método de las minorías creativas [63]. ¿Qué amor nos propone el santo Papa polaco? Ciertamente no el amor líquido, no el amor emotivo, no el amor superficial y vano. En la escuela de la Cruz redentora y junto a María, Madre del amor hermoso, este Maestro del amor nos invita a vivir el amor verdadero, el amor casto, el amor virtuoso, el amor que hace grande la existencia humana, porque es capaz de dilatar el corazón y de realizar el don de sí total de la persona. La belleza de la que nos habla Juan Pablo II proviene del amor de Dios Creador y Padre. Es una belleza, siempre antigua y siempre nueva, como decía San Agustín, que se oculta para hacer resplandecer al amado más que al amor.
San Juan Pablo II es testigo de esperanza fundada porque nos ha testimoniado en primera persona el amor más hermoso, el amor más grande, aquel que Cristo revela a sus discípulos en el Cenáculo: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por los amigos” (Jn 15, 15). El amor de Dios se nos ha comunicado de un modo máximo en el don de sí de Cristo en la Eucaristía. Se nos invita así a entrar más hondamente en la lógica de la sobreabundancia, en el misterio de la fecundidad del amor, que crece en hermosura en la medida en que el don de sí es más pleno.
Juan de Dios Larrú en dialnet.unirioja.es/
Notas:
1 TERTULIANO, De paenitentia, 8 (CCL 1, 335).
2 JUAN PABLO II, Carta a las familias, n.2.
3 FRANCISCO, Homilía centenario nacimiento san Juan Pablo II, (20.05.2020).
4 JUAN PABLO II, Homilía santuario de la Santa Cruz en Mogila, (9.06.1979).
5 BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret. Estudios de cristología, Obras completas, BAC, Madrid 2015,109.
6 Cf. P. BOVATI, «Così parla il Signore». Studi sul profetismo biblico, EDB, Bologna 2008.
7 JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó. El amor humano en el plan divino, Catequesis 107 (26 enero 1983), 566-568.
8 L. MELINA, “El legado de Juan Pablo II sobre matrimonio y familia”, Alpha Omega 11 (2008) 179-190.
9 C.K. NORWID, Promethidion: Bougmil vv. 185-186.
10 JUAN PABLO II, Udienza ai rappresentanti dell’istituto del patrimonio nazionale polaco in occasione del 180° aniversario della nascita del poeta Cyprian Norwid, (1 julio 2001).
11 Cf. C.K. NORWID, Promethidion, Bogumil, v. 109.
12 JUAN PABLO II, Homilía Celebración de la Palabra con el mundo de la cultura y el arte, (Varsovia, 13.06.1987).
13 SANTO TOMÁS DE AQUINO, In Dyionisii, De divinis nominibus, IV, 6.
14 JUAN PABLO II, Oración a los pies de la Inmaculada, (8.12.1996).
15 L. MELINA-J. NORIEGA-J.J. PÉREZ-SOBA, Caminar a la luz del amor. Los fundamentos de la moral cristiana, Palabra, Madrid 2007, 142.
16 JUAN PABLO II, Oración a los pies de la Inmaculada, (8.12.1996).
17 G. REALE, Eros: dèmone mediatore. Una lettura del Simposio di Platone, Rizzoli, Milano 1997.
18 Cf. J. ÁLVAREZ-E. GUTIÉRREZ, “La etimología del nombre Eros en el Fedro de Platón”, Fortunatae: Revista canaria de Filología, Cultura y Humanidades Clásicas 7 (1995) 13-26.
19 JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó. El amor humano en el plan divino, Catequesis 22 (26 marzo 1980), 158.
20 Ibíd.: “La comparación del «conocimiento» bíblico con el «eros» platónico revela la divergencia de estas dos concepciones. La concepción platónica se basa en la nostalgia de la Belleza trascendente y en la huida de la materia; la concepción bíblica, en cambio, se dirige hacia la realidad concreta, y le resulta ajeno el dualismo del espíritu y de la materia como también la específica hostilidad hacia la materia («Y vio Dios que era bueno»: Gn 1, 10.12.18.21.25). Así como el concepto platónico de «eros» sobrepasa el alcance bíblico del «conocimiento» humano, el concepto contemporáneo parece demasiado restringido. El «conocimiento» bíblico no se limita a satisfacer el instinto o el goce hedonista, sino que es un acto plenamente humano, dirigido conscientemente hacia la procreación, y es también la expresión del amor interpersonal (Cf. Gn 29, 20; 1S 1, 8; 2S 12, 24)”.
21 J.M. RIST, Eros y Psiche. Studi sulla filosofía di Platone, Plotino e Origene, Vita e Pensiero, Milano 1995, 196.
22 P. KWIATKOWSKI, Lo Sposo passa per questa strada…La spiritualità coniugale nel pensiero di Karol Wojtyla. Le origine, Cantagalli, Siena 2011.
23 J. MERECKI, “Il corpo, sacramento de la persona”, en: L. MELINA-S. GRYGIEL, Amare l'amore umano, Cantagalli, Siena 2007, 173-185.
24 T. CID, Persona, amor y vocación. Dar un nombre al amor o la luz del sí, Edicep, Valencia 2009.
25 Cf. JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza y Janés, Barcelona 1994, 133.
26 Ibíd.
27 BENEDICTO XVI, Discurso con ocasión del XXV aniversario de la fundación del Instituto Juan Pablo II, (11.05.2006).
28 K. WOJTYLA, Amor y responsabilidad, Palabra, Madrid 2008, 311.
29 K. WOJTYLA, El taller del orfebre, BAC, Madrid 2005, 55.
30 K. WOJTYLA, Los jóvenes y el amor. Preparación al matrimonio, Encuentro, Madrid 2018, 48.
31 JUAN PABLO II, Redemptor hominis, n.10: “El hombre no puede vivir sin amor. El permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no es encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente. Por esto precisamente, Cristo Redentor, como se ha dicho anteriormente, revela plenamente el hombre al mismo hombre”.
32 JUAN PABLO II, Familiaris consortio, n.11: “Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza: llamándolo a la existencia por amor, lo ha llamado al mismo tiempo al amor. Dios es amor y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor. Creándola a su imagen y conservándola continuamente en el ser, Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación y consiguientemente la capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión. El amor es, por tanto, la vocación fundamental e innata de todo ser humano”.
33 Cf. JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó, Cristiandad, Madrid 2000, nota a), 63.
34 G. BIFFI, Canto nuziale. Esercitazione di teologia anagogica, Jaca Book, Milano 2000.
35 JUAN PABLO II, Tríptico Romano. Poemas, Ucam, Murcia 2003, 20-21.
36 RICARDO DE SAN VÍCTOR, Benjamin minor c. 13 (SCh 419,126): “Ubi oculus, ibi amor”.
37 JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza & Janés, Barcelona 1995, 133.
38 K. WOJTYLA, Amor y responsabilidad, Palabra, Madrid 2005, 203-211.
39 Para la experiencia de la integración en Wojtyla, particularmente en Persona y acción, puede verse: A. PÉREZ LÓPEZ, De la experiencia de la integración a la visión integral de la persona. Estudio histórico-analítico de la integración en Persona y acción de Karol Wojtyla, Edicep, Valencia 2012.
40 JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó, Cristiandad, Madrid 2000, Cat. 131 (14.11.1984), 669. Un estudio monográfico sobre la virtud de la castidad en las catequesis, puede verse en: F. CORTÉS, El esplendor del amor esponsal y la communio personarum. La doctrina de la castidad en las Catequesis de san Juan Pablo II sobre El amor humano en el Plan Divino, Cantagalli, Siena 2018.
41 JUAN PABLO II, Familiaris consortio, n. 33.
42 JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó, Cristiandad, Madrid 2000, Cat. 127 (3.10.1984), 653.
43 Ibíd., Apéndice (23.05.1984), 683.
44 La relación entre belleza y castidad en Santo Tomás ha sido estudiada por O. GOTIA, L’amore e il suo fascono. Bellezza e castità nella prospettiva di San Tommaso d’Aquino, Cantagalli, Siena 2011.
45 SANTO TOMÁS DE AQUINO, In 1Co, XI, II, n. 592.
46 Cf. O. GOTIA, op.cit., 226-231.
47 J. NORIEGA, No solo de sexo…Hambre, libido y felicidad: las formas del deseo, Monte Carmelo, Burgos 2012, 183.
48 DIONISIO AREOPAGITA, De divinis nominibus, IV, 7: PG 3, 701 C.
49 Cf. J.-L. CHRÉTIEN, La llamada y la respuesta, Caparrós, Madrid 1997, 31-33.
50 MISAS DE LA VIRGEN MARÍA, Coeditores litúrgicos, Madrid 1987, n. 36.
51 JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza & Janés, Barcelona 1994, 207-209.
52 JUAN PABLO II, Catequesis audiencia general (21.03.2001).
53 JUAN PABLO II, Redemptoris mater, (25.03.1987); AAS 79 (1987) 361-443.
54 JUAN PABLO II, Mulieris dignitatem, (15.08.1988); AAS 80 (1988) 1653-1729.
55 Recogidas en castellano en: JUAN PABLO II, La Virgen María, Palabra, Madrid 1998.
56 JUAN PABLO II, Carta Rosarium Virigins Mariae, (16.10.2002); AAS 95 (2003) 5-36.
57 JUAN PABLO II, Carta a las familias, n. 20.
58 SANTO TOMÁS DE AQUINO, Comentario a Posteriora Analytica de Aristóteles, n. 1.
59 JUAN PABLO II, Discurso a la Unesco, (2.06.1980) n.7. El tema de la cultura en Juan Pablo II lo ha estudiado: L. NEGRI, L’uomo e la cultura nel magisterio di Giovanni Paolo II, Jaca Book, Milano 1988; en español: F. MIGUENS, Fe y cultura en la enseñanza de Juan Pablo II, Palabra, Madrid 1994.
60 Ibíd., n. 17.
61 L. DE PRADA, La caridad conyugal, una amistad que construye una vida. Estudio teológico-pastoral en Familiaris consortio y Carta a las familias (Juan Pablo II), Didaskalos, Madrid 2017.
62 M. LACROIX, Le culte del l’émotion, Flammarion, París 2001.
63 L. GRANADOS-I. DE RIBERA, Minoría creativas. El Fermento del Cristianismo, Monte Carmelo, Burgos 2011.
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