El título que hemos dado a este trabajo asocia dos realidades que ya de por sí, por su misma naturaleza, piden existir necesariamente unidas, y con una forma de cohesión que va más allá de la pura relación extrínseca. Una y otra, en efecto, aunque cada una de manera distinta -conforme a su condición- se exigen, se llaman, necesitan comunicarse mutuamente la propia vitalidad. Pienso que esta idea es patrimonio común en el pensamiento teológico, el cual consiste justamente en la realización histórica, según formas diversas, de la referida relación. El estudio de esas distintas formas en el plano histórico y, más aún, la reflexión en el terreno sistemático sobre la realidad fundamental que en ellas se manifiesta, constituye un campo de trabajo teológico al que siempre estamos abocados, en cierto intención primordial: buscar el modo de expresar el fundamento de la íntima relación de la que partimos, y mostrar qué sucede cuando falta ese fundamento. Llevar adelante esta intención trae consigo, inevitablemente, dirigir una mirada atenta sobre el presente y el inmediato pasado teológico.
I. La experiencia cristiana como experiencia de unidad
1) ¿Qué entender por experiencia cristiana?
Son tantos los elementos que conforman la noción de experiencia en general, tantas las formas distintas de la experiencia humana sobre las que reflexionar en busca de un substrato común, que es habitual situarla entre las nociones más difíciles de expresar [1]. También el pensamiento teológico contemporáneo ha puesto su atención en ella, con el fin de llegar a una formulación adecuada de lo que suele denominarse experiencia religiosa, o en otros términos experiencia de Dios [2]. Existen incluso diversas propuestas de elaboración teológica sistemática a partir de dicha experiencia, en las que se advierte sin duda una intención evangelizadora, es decir, la inquietud por asumir las categorías racionales y los valores culturales dominantes, con la intención de reformular desde ellos el mensaje cristiano -en una época como la presente, en la que la razón ilustrada ha ido decayendo progresivamente hacia el «agujero negro» del rechazo y negación de Dios-. La cuestión es tan interesante cuanto difícil y arriesgada. Uno de los intentos más característicos a este respecto -quizá también uno de los más problemáticos-, ha sido el realizado en base a la noción de experiencia transcendental y a la aplicación del denominado «método antropológico trascendental» [3].
En líneas generales, la teologá moderna concibe la experiencia religiosa como experiencia del misterio, de lo inabarcable e inefable, y considera la auto-revelación divina como un manifestarse del Dios oculto en cuanto oculto, es decir, un darse Dios a conocer en su propio misterio [4]. Correlativamente se acentúan en mayor grado las dimensiones económico-salvíficas, doxológicas y simbólicas de la experiencia religiosa, menos resaltadas quizá por el pensamiento teológico en épocas anteriores en comparación con la atención prestada a los aspectos gnoseológicos.
Aquí consideraremos la noción de experiencia cristiana desde un punto de vista común e inmediato, que es también a nuestro entender el más acertado: en cuanto experiencia de Dios en Cristo adquirida a través de la Iglesia. Tiene, por tanto, una dimensión colectiva -como experiencia común a todos los creyentes-, en la que no nos detendremos, y una dimensión individual que será el ámbito de esta reflexión. En este segundo sentido, la experiencia personal cristiana exige, evidentemente, como presupuesto lo que, con palabras de Ratzinger, puede denominarse «experiencia de la creación y de la historia» y «experiencia de la comunidad cristiana y de los hombres cristianos». Sin ellas no podría darse una verdadera experiencia personal de Dios en Cristo, que siempre será: «Una experiencia que se instala en la cotidianidad del experimentar común, pero para avanzar se apoya en el ámbito de la experiencia histórica y de la riqueza experimental que ha creado ya el mundo de la fe. La dirección hacia la superación por encima de lo dado y por encima también de la propia demanda es posible porque está ante nosotros la superación ya acontecida en el mundo de la fe» [5].
Desde esa perspectiva cabría decir que la experiencia cristiana personal no consiste sólo en conocer a Dios en Cristo como una realidad trascendente externa a la persona, sino también y principalmente en un saberse el cristiano a sí mismo en Cristo de una manera nueva, capacitado para desarrollar una relación filial con Dios que afecta profundamente su propia intimidad, y le dota de una intelección global tanto de sí mismo como de la entera realidad [6]. Vista así, la experiencia cristiana se muestra como experiencia de fe e inseparablemente como experiencia espiritual, doble faceta de una misma realidad que informa a toda la persona.
2) La experiencia cristiana como experiencia de fe
Al decir de la experiencia personal cristiana que es una experiencia de fe, se quiere indicar que, por su propia condición, no sólo conduce a la persona al centro mismo de la cuestión de la verdad (y del compromiso con ella), que es la cuestión humana por excelencia, sino que le facilita también, al mismo tiempo, la respuesta exacta: la verdad no consiste simplemente en algo, sino que es Alguien: la Verdad es Cristo; más aún: la Verdad no es sólo algo que se acepta, sino también y ante todo Alguien que te acepta. En este sentido, la auténtica experiencia de la persona creyente en cuanto creyente incluye junto a la aceptación de unos determinados contenidos intelectuales (unas verdades) que se deben creer, el saberse aceptado y amado por Cristo. Puede expresarse, entonces, como un saberse el cristiano personalmente de Cristo y, en El, hijo del Padre [7].
Así pues, la respuesta cristiana a la cuestión de la verdad, en la que se plantea la cuestión sobre el hombre mismo, suena así: la verdad es Cristo, encontrarle a Él es hallarla, seguirle es mantenerse en ella. Y desde ese punto de vista, la experiencia cristiana incluye, en cuanto experiencia de fe, una firme conciencia de poseer la verdad, esto es, de haber recibido el don de la verdad plena en la donación de Cristo, y se traduce -como se advierte en la historia del cristianismo- en la necesidad de enunciarla. Como ha escrito Ratzinger: «La fe cristiana nunca ha sido, en razón de su estructura básica, un mero confiar indefinido sino un confiar en Alguien perfectamente concreto y en su palabra, esto es, ha sido siempre también encuentro con una verdad cuyo contenido debe ser enunciado» [8].
En cuanto adhesión personal en Cristo y en la Iglesia a la verdad, es decir, en cuanto fuente de un conocimiento que asume y trasciende la dimensión puramente intelectiva de la persona -es más que un conocimiento: es un saber-, la fe non entrará nunca por sí misma en colisión con las exigencias de la razón, ni se opondrá a ellas. Pero tampoco se someterá pasivamente a la hegemonía epistemológica pretendida por la moderna «razón ilustrada»: sería una incongruencia. Además, ésta plantea ya desde su mismo origen conceptual una irremediable confrontación con la existencia de la verdad como tal y con todo posible fundamento objetivo. Lo que en realidad plantea la razón ilustrada, aunque no sea evidente a primera vista, es un enfrentamiento radical con el contenido mismo del misterio de Cristo, enfrentamiento del que se derivan lógicas consecuencias negativas en otros campos de la teología.
El postulado moderno de la discontinuidad o ruptura entre fe y razón, que tan graves efectos ha provocado en el pensamiento filosófico y teológico -en éste principalmente en los dominios de la Reforma aunque también, quizá sobre todo en nuestro siglo, en el campo católico-, está concebido desde una visión del hombre originariamente no católica. Ni la noción católica de fe, ni su homóloga de razón, están directamente implicadas en la fractura kantiana entre ambas, sino que en ella se postula una drástica separación entre dos nociones que ya de por sí, en su mismo origen, son inconciliables: una noción de fe con una fuerte connotación fiducial y subjetiva, y una noción de razón concebida fundamentalmente como razón instrumental capaz sólo de certezas a partir del conocimiento experimental, altamente influida por el método cognoscitivo propio de la ciencia empírica y sin más presupuestos que su propio de la ciencia empírica y sin más presupuestos que su propio ponerse en ejercício. La fractura entre ambas está implícitamente postulada desde su raíz, pues en realidad ambas nociones están concebidas desde su originaria discontinuidad en la concepción antropológica luterana.
Nunca deben perderse de vista, en efecto, los «profundos condicionamientos luteranos del pensamiento de Kant» [9], al reflexionar sobre esa proclamada fractura tan alejada de la comprensión católica del hombre. Como señala Mondin: «Se ha escrito que Kant es el filósofo del protestantismo [10]. Considero esta afirmación fundamentalmente correcta, y no sólo porque el protestantismo es el horizonte cultural en el que se mueve el filósofo de Königsberg, sino también y sobre todo porque su pensamiento da expresión racional, filosófica, a una de las tesis más propias y específicas del protestantismo: la de la antinomia entre naturaleza y gracia, entre razón y revelación, entre filosofía y teología, entre Iglesia visible e Iglesia invisible» [11].
La noción de fe construida en la tradición filosófico-teológica católica estuvo en cambio, desde el principio -antes y después de la Reforma-, en íntima conexión con una noción de razón abierta a la trascendencia. La fe católica buscó además siempre la colaboración y el diálogo con el pensamiento filosófico; para lograr desarrollar y expresar sus instancias teológicas, esto es, para lograr expresar conceptualmente las verdades que la constituyen. La teología ha brotado, en efecto, como «una racionalidad que existe en el seno mismo de la fe, cuya coherencia auténtica desarrolla» [12]. La fe que busca comprender, fides quaerens intellectum, es la verdadera fe católica, y sólo ella es capaz -esto puede resultar sorprendente para un pensamiento ilustrado- de aceptar los desafíos y las ofertas de la Ilustración, sin plegarse ante ella, y de suscitar una dinámica inversa (intellectus quaerens fidem) como lógico correlato dentro de la mutua relación entre ambos elementos.
La afirmación de la íntima relación y continuidad entre fe y razón, entendidas conforme a la tradición católica, es pura consecuencia, en el plano existencial, de la definición del hombre como capax Dei, y defiende por tanto la imbricación en el sujeto entre los dones de naturaleza y de gracia. Lo natural y lo sobrenatural no son concebidos en el pensamiento católico como dos mundos sin relación, sin contacto, aislados entre sí por fronteras inviolables. Antes al contrario, a la luz de los misterios de la creación y de la redención, aunque puedan ser pensados por separado, piden ser concebidos desde la continuidad establecida por Dios entre ambos en el interior de la persona justificada: allí se entrelazan en unidad operativa, sin confusión. En cierto modo, la experiencia de fe de la que venimos tratando puede llegar a ser en el cristiano experiencia consciente de la unidad en él de naturaleza y gracia, no sólo como meta a alcanzar sino como don ya presente y poseído. Se convierte así en experiencia espiritual, de la que hablaremos.
La mención de las relaciones entre fe y razón trae a la memoria la doctrina expuesta por el Concilio Vaticano I, sobre la que conviene detenerse. En esta materia tenía el Concilio ante sí, como es sabido, dos tipos de dificultades: la concepción/fideísta-tradicionalista, que comprometía la racionalidad del acto de fe al proclamar como único conocimiento verdadero el alcanzado por vía de revelación y tradición; y, por otra parte, en sentido opuesto, el racionalismo, que negaba a la fe un estatuto epistemológico racional, reduciéndola a algo irracional fundado en la obediencia a la norma y a la autoridad. Aunque sus posiciones sean mutuamente excluyentes, ambos errores coinciden sin embargo en muchos aspectos:
— tras una apariencia de solución a un problema de orden epistemológico, ambos mantienen en realidad una visión omni-comprensiva, fundada en una intelección del espíritu humano que va más allá de las dimensiones del conocimiento; sus propuestas de solución a la cuestión humana más radical, la cuestión de la verdad, encierran posiciones globales que predeterminan la actitud a tomar ante el problema de Dios y el sentido del hombre y del mundo
— junto a eso, si bien uno y otro rechazan la relación de continuidad entre fe y razón, y se excluyen mutuamente al negar todo fundamento de validez a la posición intelectual del contrario (disolviendo bien la fe en la razón, bien la razón en la fe, y en cualquier caso comprometiendo a ambas), ambos coinciden no obstante en lo más esencial de lo que les enfrenta: tanto en el fideísmo como en el racionalismo subsiste una visión iluminista de la razón, concebida puramente como razón instrumental o matemática
— consiguientemente, la noción de fe presente en ambas concepciones padece de un aislamiento originario: existe para unos como única fuente de verdad, se admite para otros como principio de certezas subjetivas de orden metafísico no experimentable, pero todos la mantienen siempre al margen de la razón; entre esa fe y esa razón hay una discontinuidad primordial, una fractura previa a toda consideración de sus hipotéticas relaciones; fideísta y racionalistas sólo son, en realidad, mensajeros de esa presunta ruptura originaria.
La Constitución Dei Filius del Concilio Vaticano I nació con una doble vocación: proclamar la contradicción entre esos errores y la doctrina católica y, al mismo tiempo, superarlos al recordar que, por voluntad de Dios, la íntima conexión entre naturaleza y gracia, o -en este caso- entre razón humana y revelación sobrenatural, fundada en el destino eterno del hombre y en los dones que lo hacen posible, es el fundamento irreformable de la continuidad entre conocimiento de fe y conocimiento racional. El Concilio quiso así re-establecer el puente entre los dos polos de la cuestión, y dar solución dogmática al problema debatido: aquella ruptura originaria postulada por unos y otros quedaba doctrinalmente reparada [13].
Cabría, sin embargo, hacer algunas preguntas al hilo de la doctrina conciliar y de su posterior recepción por la teología católica. Supuesto que el Concilio Vaticano I hizo cuanto podía y tenía que hacer (reafirmar la doctrina, definirla y rechazar los errores contrarios), ¿podría decirse también que el pensamiento católico estuvo en aquellos momentos a la altura de la situación histórica e intelectual?,
¿supo la teología comprender y aceptar el desafío que aquellos errores le planteaban en común bajo formas opuestas? En su lógica sobriedad magisterial, la Constitución Dei Filius no había entablado un diálogo de fondo con las dos posturas adversas, ni había pretendido tampoco discernir teológicamente las legítimas inquietudes que pudieran existir en ellas. El Concilio sólo quiso exponer con autoridad la equilibrada doctrina católica sobre la cuestión debatida, y superar por elevación las dificultades planteadas por los errores; su función no pedía que llevara a cabo otras tareas como estudiar los orígenes, las argumentaciones o las posibles conexiones intelectuales de ambas concepciones extremas, más propias de la teología [14].
¿Asumió plenamente la teología de finales del XIX y comienzos del XX aquellas tareas? ¿Se enfrentó decididamente con el fondo de aquellos problemas? [15]. Pienso que no se puede responder afirmativamente a esas preguntas. La teología se limitó más bien a recoger y repetir las enseñanzas del Vaticano I, pero no se plantó el modo de superar en su origen los errores, corrigiendo la fractura que postulaban entre fe y razón o entre gracia y naturaleza, corrección que en realidad sólo podía realizarse por medio de una reflexión más profunda sobre la doctrina antropológica cristiana. No supo conectar con la auténtica tradición católica anterior a la Reforma y al pensamiento ilustrado, para encontrar allí la fuerza argumentativa y espiritual necesaria. En buena medida -y por razones claras tanto de orden histórico como metodológico-, permaneció anclada en la seguridad de la doctrina magisterial y evitó navegar por aguas removidas, más quizá por cierta carencia de horizontes que por falta de buenas cabezas.
Aunque a lo largo de nuestro siglo, para desarraigar aquellos y otros errores, se ha insistido en diversas ocasiones, también por parte del magisterio, en la necesidad de retornar a la gran tradición del pensamiento cristiano, esto es, a los Padres y a la Escolástica, la realidad es que esa vuelta -en lo que se refiere a nuestro tema- ha consistido más bien en interpretar dicho patrimonio desde una perspectiva concorde con la letra del Vaticano I, que en reencontrar el genio teológico y espiritual que encierra, es decir, su espíritu católico. Lo que en la gran tradición se hace patente de distintas maneras, al estudiar cuestiones diferentes, es una concepción unitaria del hombre como criatura destinada a la vida sobrenatural; todo ese riquísimo pensamiento tiene como fundamento la íntima armonía revelada entre naturaleza y sobre-naturaleza, entre creación y salvación, y por tanto -aunque a veces sólo se considere de modo implícito- entre saber racional y saber revelado. En los grandes testigos del patrimonio doctrinal de la Iglesia como Ireneo, Atanasio, Agustín, Gregorio, Buenaventura, Tomás..., se respira ese espíritu y se edifica sobre esa comprensión de la persona humana, porque su teología -más o menos perfecta y elaborada- en cada caso mira todo a través de Cristo y de su misterio de amor y redención. Se contempla en El la Imagen perfecta de Dios, y se advierte también desde El la grandeza del misterio del hombre como criatura en camino hacia su encuentro con el Padre, que progresa por la gracia del Espíritu Santo hacia la conformación plena con el Hijo [16].
En la tradición doctrinal católica, que es un patrimonio de sabiduría sobre el misterio del hombre en el misterio de Cristo -y de toda la realidad contemplada desde el hombre y su destino-, hay cuanto se precisa para aceptar el desafío y la oferta de la Ilustración, siempre que se entienda que volver la mirada a nuestra historia doctrinal no significa quedarse en ella, repitiendo mecánicamente sus argumentos y aceptando sin más sus soluciones. Sólo vale la pena retornar al pasado teológico para recuperar aquel espíritu de contemplación de Cristo, del hombre y de la salvación desde el que se han escrito los capítulos más profundos del pensamiento católico, y volver así a reencontrarse con la unidad entre experiencia de fe y experiencia espiritual. Pero, entonces, eso ya no es un simple retornar al pasado sino una voluntad de conformar con sabiduría el presente. En el pensamiento teológico católico de este siglo se echa en falta, en general, esa unidad, y -salvo honrosas excepciones- no ha sabido recuperar aquel espíritu [17]. No ha logrado salir de una problemática intelectual y metodológica que le ha venido dada desde fuera, y que, o bien ha inducido al teólogo a ir en ocasiones a remolque de formas culturales sucesivas y cambiantes, o bien le ha mantenido ocupado en un farragoso combate contra las reiterativas argumentaciones del pensamiento ilustrado. Y así, en el espíritu cultural moderno, como es bien sabido, permanece abierta una herida que los cristianos -los intelectuales cristianos, particularmente los teólogos- no hemos sido todavía capaces de sanar: la sospecha de la irracionalidad de la fe. Una herida que sigue abierta porque (al pensar la fe, al enseñar la doctrina) seguimos aceptando, de manera más o menos consciente, un concepto de razón más propio del espíritu secularizado de la Ilustración que del patrimonio católico heredado. Por desgracia para la teología, me parece que debe decirse así: nos ha quedado el hábito de aceptar implícitamente ese concepto de razón y hacerlo presente en nuestras reflexiones, en nuestras exposiciones, en la enseñanza...
Quizá vaya llegando ahora el momento, cuando «comienzan a entreabrirse, aunque todavía tímidamente, las puertas de la autocrítica de la razón ilustrada», cuando se advierte que «ha tropezado con sus propios límites» [18], de recuperar aquel impulso creativo que nunca se ha perdido, aunque quedara truncada su actividad. Quizá haya llegado también la oportunidad de aceptar con ese espíritu, y sin temor, la oferta de la Ilustración para «asignarle una tarea que también para la fe es razonable»... Como dice el Cardenal Ratzinger: «Esta es nuestra oportunidad. Deberíamos esforzarnos por aprovecharla» [19].
3) La experiencia cristiana como experiencia espiritual
Si la experiencia de fe propia del cristiano se puede caracterizar como la aceptación y el compromiso personal con la Verdad que es Cristo -un saberse de Cristo y en El hijo del Padre- , la experiencia espiritual que la prolonga y traslada al vivir cotidiano es designable como una actitud existencial coherente con aquel compromiso y expresiva de la profundidad con que ha sido asumido. Von Balthasar la llamaría: «Una determinación activa y habitual de la vida (del creyente) a partir de sus intuiciones objetivas y de sus decisiones últimas» [20].
En su realidad más honda la vida espiritual cristiana es un proceso activo de conformación personal con Cristo y de configuración de todas las realidades creadas según la acción redentora de Cristo. Constituye, por tanto, la vertiente práctica del compromiso existencial de fe, su compañía habitual e inseparable. Completa la experiencia de fe con una aportación específica: cierta con-naturalidad con las cosas de Dios.
De la experiencia espiritual brota esa cualidad peculiar de la existencia cristiana que es la sabiduría, un hondo mirar sobrenatural sobre la realidad que permite «penetrar hasta lo más profundo, ver en la perspectiva de Dios» [21].
La sabiduría del cristiano es, esencialmente, sabiduría de la Cruz, como enseña San Pablo (1Co 1, 3): un encuentro iluminador y gratificante con el misterio de donación, de perdón y gloria, que revela la Cruz del Salvador. La sabiduría cristiana es así mismo, con todo ello, una serena posesión, en el Señor y en la Iglesia, del sentido del hombre y del mundo.
Y así, en cuanto patrimonio de fe y de sabiduría, la experiencia del cristiano tiende a expandirse hacia cotas personales más interiores y hacia metas externas más amplias. El profundo deseo de alcanzar una intelección progresiva y creciente de la Verdad que es Cristo y, correlativamente, de expresar conceptualmente y dar a conocer su misterio de salvación, es el doble momento interior de la experiencia cristiana. Nada hay tan evidente como advertir su conexión con la creatividad teológica.
4) La experiencia cristiana como experiencia de unidad
El profundo entrelazamiento entre fe y sabiduría, es una cuestión ampliamente estudiada por la teología [22]; aunque a veces de manera implícita. Quien conozca, por ejemplo, las reflexiones de Tomás de Aquino en la II-IIae, sabe que ese entrelazamiento está presente en sus afirmaciones sobre el don de la caridad y de entendimiento [23]. La caridad en cuanto amor al Bien que es Dios, es la raíz sobrenatural de la recta ordenación de la voluntad humana y la causa de conocer y amar la verdad como un bien, con el deseo de poseerla. El don de la caridad, por el que la voluntad -a la que pertenece mover las demás facultades y potencias de la persona hacia el fin- una dinámica de unidad en las operaciones del hombre. Nace así, a causa de la presencia intencional del fin sobrenatural en todo el actuar de la persona, una verdadera experiencia de unidad interior o, en otros términos, un fenómeno espiritual que suele denominarse unidad de vida [24]. La caridad, como amor a Dios y en Dios, trasvasa a cada acción de la persona la trascendencia del fin, hace presente allí la intención suprema de someterse voluntariamente a Dios y a su gloria: alumbra, en definitiva, cada paso humano con la sabiduría de la Cruz y hace del caminar terreno una imitación del Modelo que es Cristo.
En este sentido, hablar de la experiencia cristiana como experiencia de unidad, significa reflexionar sobre la fuerza unificadora
— ante todo interior a la persona, consiguientemente exterior de la caridad. Pienso que todavía no se ha reflexionado de manera suficiente sobre este punto dentro de la teología católica, y que, por más que se medite sobre él, nunca podremos dar esa reflexión por concluida. La caridad trae consigo unidad -ante todo interior (unidad de vita), y en consecuencia exterior (unidad entre los hombres)- por su propia condición. Es, en efecto, un don que permite amar a Dios y amarse uno a sí en un mismo acto y bajo un mismo impulso, sin contraposición o ruptura entre ambos amores. En la unidad de la caridad el amor a Dios y el amor propio no son dos amores distintos sino el mismo: y desde ese impulso de amor se aman también todas las cosas creadas. Esta es la principal razón para comprender que la unidad de la caridad da origen a la unidad de vida: la llama hacia sí, la atrae y la establece en el espíritu humano con su sola presencia. Y en ese terreno se funda también la continuidad entre la fe y la razón, pues la acción unificadora de la caridad impulsa no sólo a que la razón se abra a los valores de la creación, sino a que reconozca en ellos el testimonio del Amor creador.
Si la caridad es fuente de la sabiduría cristiana y de la unidad de vida, el pecado -el mysterium iniquitatis, que es lo contrario al mysterium charitatis- debe ser reconocido como la causa de su disolución. Bajo el influjo del pecado la experiencia cristiana se transforma en experiencia de íntima división. También en este punto, tan relacionado con el anterior, se advierte la necesidad de una renovada reflexión teológica, de manera particular en lo que se refiere al pecado original. Con razón se alude hoy día, como no hace mucho Christoph Schónborn, a la urgencia de «recuperar la plena verdad revelada sobre el pecado original, verdad tan poco conocida y, sin embargo, verdad liberadora» [25]; hacía notar el teólogo suizo que «mientras algunos teólogos católicos parecen hoy en día deseosos de minimizar, evacuar e incluso negar la realidad del pecado original, un pensador como Leszek Kolakowski no deja de subrayar la importancia de esa doctrina y de advertir a los teólogos de los peligros de omitirla» [26].
Reflexionar teológicamente sobre el misterio del pecado, sobre su esencia y sus efectos, supone tomar en consideración el núcleo de la verdad revelada sobre el hombre, a la luz del misterio de la caridad de Cristo. De ahí su importancia doctrinal, espiritual y pastoral en la presente situación de renovación por la que atraviesa la Iglesia. Una simple comprobación de las referencias a dicha cuestión en el magisterio de Juan Pablo II, bastaría para probarlo [27].
El pecado original significa en la historia humana la fractura de la unidad en el amor, propia de la condición en que fue creado el hombre y puesto en la existencia. Tras la privación de la justicia original por el pecado, y la supresión del sometimiento amoroso de la voluntad humana a la divina [28], el amor a Dios y el amor a uno mismo tienen objetos radicalmente distintos y hasta opuestos [29]. De aquella ruptura se derivan múltiples consecuencias respecto al auto conocimiento del hombre y a su relación con la creación.
En Cristo y en el Espíritu Santo el pecado es destruido y la caridad reencuentra la unidad perdida: esa es la doctrina de fe de la Iglesia católica. Por eso, la experiencia profunda del cristiano es, incluso a pesar de la realidad del pecado, experiencia de perdón y de íntima unidad... Pero, ¿qué sucederá en una psicología humana y, derivadamente, en un pensamiento teológico coherente con ella
— donde la herida mortal del pecado no puede hallar nunca solución, es decir, donde la caridad ha de permanecer siempre fracturada? ¿Cómo se puede amar a Dios, y en Dios a uno mismo y al mundo, si el pecado no es vencido en mí? Mientras permanezca la conciencia de no ser un verdadero justo en Cristo, es imposible que haya conciencia de ser un verdadero hijo de Dios. Y entonces el amor a Dios tiene más de amor servil que de amor filial, y sigue abierta una fractura existencial en la propia auto-experiencia: al no existir experiencia de perdón, tampoco cabe la experiencia íntima de unidad. De esa fractura, de ese amor servil, puede brotar, tanto una concepción también servil o pasiva de la razón humana ante la verdad revelada -esto es, un fundamentalismo fideísta-, como una postura hipercrítica que postula dos tipos de certezas, dos tipos de conocimiento, regido uno por el principio de la sola fides, conducido el otro por el sapere aude! del criticismo kantiano. En uno de esos ámbitos de certeza, el de las certezas de fe, la razón renuncia a su estatuto cognoscitivo y acepta ciertos postulados prácticos; en el otro, por el contrario, en el de la razón autónoma, sin presupuestos, que es el ámbito del pensamiento secularizado, la razón es por sí misma creadora de certeza y de sentido.
Es indudable la cercanía intelectual y vital entre la concepción luterana del pecado y de la justificación -donde no hay lugar para la unidad de vida porque no puede existir la unidad en el amor-, y los postulados de la razón ilustrada sobre la discontinuidad entre fe y razón. Es evidente también la lejanía de ambas concepciones respecto de la doctrina antropológica católica.
I. Creatividad teológica: pensar teológicamente desde la experiencia de unidad
1. Una teología agotada: el pensar teológico bajo el «síndrome de la razón ilustrada»
Desde el momento en que se estableció como fundamento y como opción metodológica en el pensar la discontinuidad entre fe y razón, ha venido padeciendo la teología católica el «síndrome de la razón ilustrada»: como una cierta influencia, ni claramente aceptada ni claramente rechazada, quizá incluso ni siquiera claramente percibida, de las posiciones básicas del pensamiento moderno. Esa influencia se ha dejado sentir hasta el día de hoy en un punto central: la cuestión sobre la naturaleza de la teología o el problema del conocimiento teológico.
Ya desde la Alta Escolástica, se había impuesto en el pensamiento teológico -no sin dificultades [30]- el principio de que la sacra doctrina se sirve de la ratio fide illustrata para progresar, y consiste esencialmente en un intellectus fidei. En realidad, el papel de la razón filosófica en la comprensión y formulación teológica de los misterios revelados, había sido implícitamente aceptado desde el principio de la reflexión cristiana, como puede comprobarse ya en algunos escritos de los apologistas del siglo II. En los siglos XII y XIII se consolida definitivamente la concepción de que la teología es un saber sobre las verdades de la fe. Fe razón lo construyen y especifican, fundamentan su peculiaridad científica [31].
Había en aquella concepción gran profundidad y coherencia, en cuanto que responde a la esencial visión cristiana, ya mencionada, de la conjunción en el hombre elevado entre naturaleza y gracia. La más audaz formulación de esa conjunción es el famoso desiderium natura/e visionis magistralmente desarrollado por Santo Tomás de Aquino [32]. En la grandeza del hombre creado para Dios y elevado al orden sobrenatural, que lleva en su naturaleza el deseo de ver a Dios, se funda la verdad del entrelazamiento entre los dones de naturaleza y de gracia. De ahí la coherencia de entender la teología como intellectus fidei, y de expresar su naturaleza por medio de la fórmula fides quaerens intellectum: eso es exactamente.
Uno de los grandes problemas de la teología moderna, y en particular de la teología del siglo XX radica en haber querido conciliar esos principios con métodos racionales surgidos de un pensamiento antropológico ajeno y, hasta cierto punto, beligerante. La proclamación de la autonomía de la razón y su separación de la fe, señala acertadamente Colombo, «ha predeterminado la figura de la teología en cuanto que ha sido entendida como combinación de fe y de razón, cada una con una función propia: la fe en función de portadora de la verdad, que no se conoce y que, por tanto, no se sabe: se cree, sí, pero no se sabe; y la razón que en cambio sabe, es el instrumento del saber. Aplicando la razón a la fe se produce el conocimiento de la verdad, el conocimiento crítico de la verdad que es precisamente la teología. En esta concepción se mantiene la separación entre la verdad y el saber; y se atribuye en exclusiva el saber a la razón, mientras que se le niega a la fe, incluso reconociéndole la verdad. Sólo la razón sabe, no la fe, que no es una forma de saber. Consecuentemente, si se quiere saber la verdad de fe, es necesario recurrir a la razón: a la razón de la filosofía neo-escolástica, decía la teología preconciliar, a la razón de la filosofía moderna, dice la teología post-conciliar, unidas ambas teologías en la profesión del postulado de que sólo la razón sabe y no la fe, que no es una forma de saber» [33].
La teología anterior al Concilio Vaticano II podría ser caracterizada, en efecto, por su referencia obligada y exclusiva a la filosofía neo-escolástica, y era generalmente entendida como una combinación entre la fe y ese modelo filosófico de razonar. «La fe aportaba las verdades de partida, y la razón aplicada a ellas propiciaba la comprensión, según un esquema cercano al silogismo: la mayor es la ver dad de fe, la menor es la verdad de razón, la conclusión es la conclusión teológica, en la que propiamente consiste la teología. La filosofía neo-escolástica era la proveedora de verdades racionales coherentes con las verdades de fe, para que el silogismo funcionase» [34]. Una teología tan marcadamente filosófica, donde la fe está cumpliendo también sobre todo una función de tipo gnoseológico, y en la que no se destaca la dimensión salvífica de los misterios revelados, estaba llamada a entrar en crisis, como de hecho sucedió.
El descubrimiento del pluralismo cultural y el impulso de apertura al mundo y al diálogo de la Iglesia con las culturas, que se denomina desde los tiempos del Concilio Vaticano II «aggiornamento», ha influido notablemente en la teología de las últimas décadas. No significa esto que haya variado el antiguo esquema de fondo para comprender la teología y el método teológico, como combinación entre la fe y el pensamiento filosófico (antes fe y filosofía neo-escolástica).
El aggiornamento ha significado más bien que aquella combinación se haya visto transformada en otra, sin que haya variado el fondo de la cuestión: la teología viene ahora expresada como combinación entre fe y «ciencias del hombre» -fe y fenomenología-, puesto que los saberes prácticos sobre el hombre son considerados en este nuevo momento histórico como el paradigma del moderno pensamiento cultural. El esquema de fondo continúa, pero evidentemente su sentido está cada vez más alejado de sus orígenes. La introducción de las ciencias del hombre supone sustituir en el método teológico, y en la comprensión misma de la teología, la razón veritativa propia de la filosofía por la razón instrumental o práctica, centrada en las relaciones de dominio sobre el mundo y desligada del problema de la verdad. Esa sustitución acabará induciendo un pensamiento teológico que encontrará grandes dificultades para reconocer la existencia de la verdad, y que tenderá a centrarse en la praxis y en la cuestión del sentido.
Si se renuncia a la cuestión de la verdad, se renuncia también ipso facto a hacer teología entendida come fides quaerens intellectum, porque la fe dice relación a la verdad absoluta. El interrogante que se ha planteado y no ha resuelto, en general, la teología posconciliar es éste: ¿cómo situarse dentro de la cultura contemporánea, que ha sustituido la verdad por la praxis, sin abandonar las propias raíces?, ¿cómo sostener y hacer valer la cuestión de la verdad, y tener al mismo tiempo una presencia reconocida en la cultura contemporánea? Que ese problema está planteado e irresuelto puede comprobarse en fenómenos recientes, en los que se pone de manifiesto que la cuestión de la teología tiende a personalizarse en la cuestión del teólogo y su papel en la comunidad eclesial o en la sociedad [35].
Tanto la crisis teológica actual, ligada a la crisis cultural general, como aquella otra preconciliar que estaba en relación con otras formas de pensamiento, son manifestaciones de una concepción de la naturaleza de la teología y del método teológico que entiende ilustradamente la letra de la gran tradición católica, sin acabar de aceptar quizá plenamente su espíritu. Pero en esta crisis se adivina otra más profunda, que sólo ahora está saliendo a la luz a través de sus efectos perversos: me refiero a la crisis que llevaba inscrita desde su origen la razón ilustrada, al pretender establecer un saber sobre el hombre sin advertir que partía de la negación de su íntima unidad.
2. La decadencia cultural como desafío teológico: «la alternativa cristiana»
En mayo de 1989 pronunciaba el Cardenal Ratzinger un importante discurso ante los obispos de las comisiones doctrinales de las diferentes Conferencias episcopales europeas. El tema era: Actuales dificultades para la fe en Europa [36]. Tras un inteligente análisis de los problemas y de sus motivaciones profundas, proponía el Cardenal la tesis que en el título de este apartado se sintetiza, y que se expresaría así: la actual decadencia cultural de occidente, a la que va ligada el declinar de una teología basada en modelos culturales caducos, exige una verdadera renovación teológica, un nuevo despertar: no una simple reacción ante los problemas, sino un retomar la iniciativa para hacer patente que la fe cristiana es la alternativa que el mundo espera después de los fracasos del experimento liberal y del marxista. Ese es el desafío que tiene planteado el cristianismo, y la gran responsabilidad de los cristianos de este tiempo.
Los fenómenos contestatarios contra la fe y la praxis moral de la Iglesia, se lee en el texto del Discurso, aún siendo temáticamente diversos -pues se refieren a cuestiones que pertenecen bien al ámbito de la moral sexual, bien al del ordenamiento sacramental- , dependen sin embargo de una básica visión del hombre y de la libertad, esto es, de una orientación antropológica global cuyos conceptos claves son: conciencia y libertad entendidas desde una perspectiva de autodeterminación moral: sólo yo decido lo que es moral para mí en determinada situación... , la norma o la ley moral deben ser entendidas como nociones negativas... , lo que viene de fuera sólo puede ofrecer modelos orientativos per nunca fundar obligaciones definitivas...
Esa visión del hombre se manifiesta de manera paradigmática en los modelos de comportamiento sexual, y en el cambio de relaciones entre el hombre y su cuerpo, entendido como liberación de «pasados tabúes». El cuerpo se considera una posesión de la que cada uno dispone conforme a lo que considera útil para su «calidad de vida». El cuerpo se tiene y se usa. De la corporeidad no se espera un mensaje sobre lo que soy o debo ser, sino que se decide lo que se quiere hacer con ella. Es indiferente si este cuerpo es de un sexo u otro, porque no revela un ser sino que se ha convertido en un tener, en un dominio. Bajo esta orientación, la distinción entre homosexualidad y heterosexualidad, entre actos sexuales dentro o fuera del matrimonio..., es irrelevante; y la diferencia varón-mujer se considera un esquema convencional superado. A esta actitud respecto del cuerpo se ha llegado a través de la total separación, no sólo teórica, entre sexualidad y fecundidad, llevada a plenitud por la ingeniería genética: se pueden «hacer» hombres en laboratorio, con materiales conseguidos no a través de relationes intrahumanas, personales Son fenómenos que muestran una revolución en la imagen contemporánea del hombre, y que piden un estudio detenido de lo que en esa visión pudiera haber de sensata rectificación a los esquemas tradicionales, y de lo que contrasta absolutamente con la imagen antropológica de la fe y no admite acomodación, sino que nos pone ante la alternativa entre fe y oposición a la fe.
¿Cómo es posible que esos modos de entender al hombre se hayan convertido en habituales entre los cristianos? ¿Por qué se ha producido ese profundo cambio de orientación de los paradigmas del ser y del deber ser del hombre? «Todos respiran -dirá el Cardenal- una imagen del hombre y del mundo que hace plausible para ellos una determinada visión e inaccesible la otra. ¿Quién no estaría a favor de la conciencia y de la libertad, contra el juridicismo y la constricción? ¿A quién le puede interesar la defensa de los tabúes? Si se plantean así los problemas, significa que la fe anunciada por el magisterio ha caído ya en una posición sin esperanza. Se deshace por sí misma porque ha perdido su plausibilidad en la estructura de pensamiento del mundo moderno, y es clasificada por la masa de nuestros contemporáneos como algo superado hace tiempo».
¿Cómo responder a esos problemas de modo significativo? Primero, no quedándose detenidos en la discusión de puntos particulares; pero, principalmente, esforzándose en presentar la lógica de la fe en su conjunto: la sensatez y la razonabilidad de su visión de la realidad y de la vida. La respuesta a los problemas concretos sólo es posible si son vistos en su contexto sustentador, cuya desaparición ha despojado a la fe su evidencia.
Existen tres ámbitos doctrinales de la visión del hombre y del mundo según la fe -es decir-, del contexto sustentador de las propuestas y de las respuestas cristianas, en los que en los últimos decenios se ha ido produciendo un cierto «aplanamiento», que ha pre: parado una gradual transición hacia otros paradigmas: a) la casi total desaparición de la doctrina de la creación en la teología, la sucesiva caída de la metafísica y la clausura del hombre en lo empírico con la pérdida del sentido de la trascendencia, b) un aplanamiento de la cristología, y c) la radical reducción de contenidos de la doctrina escatológica de fe.
Largo sería estudiar cada uno de esos puntos, cuya sintomatología de fondo coincide con lo que antes denominábamos «el pensar teológico bajo el síndrome de la razón ilustrada». El aplanamiento del contexto doctrinal sustentador de la visión cristiana del hombre, a causa de la influencia de una teología intelectualmente agotada, ha supuesto en este tiempo un avance -también entre los cristianos- de visiones antropológicas reductoras que no ofrecen soluciones, sino que llevan los problemas a sus últimas y perversas consecuencias. Existe una silenciosa certeza universal de necesitar una alternativa que nos conduzca fuera del callejón, y quizá también una silenciosa esperanza -en realidad, después de los acontecimientos del Este europeo, más que silenciosa es ya clamorosa- de que sólo un cristianismo renovado puede ser esa alternativa. Construir esa alternativa pide elaborar una teología nueva, una teología creativa que quizá debería ser llamada una teología desde la experiencia de unidad.
3. El camino permanente de la creatividad teológica: la teología desde la experiencia de unidad
La línea de respuesta que, como se ha visto, postula el Cardenal Ratzinger para superar las graves dificultades con que tropieza la aceptación de la doctrina de fe en el contexto cultural occidental, consiste en tratar de presentar la lógica de la fe en su conjunto. Es, en efecto, un remedio conocido y reconocidamente eficaz; más aún: es el único, pues nunca se ha dispuesto de otro en el seno de una comunidad de fe como la cristiana que, en medio de cualquier situación cultural y frente a cualquier visión antropológica, se sabe llamada a transmitir la plena verdad sobre Dios y sobre el hombre. Pero, ¿qué quiere decir la expresión lógica de la fe?
Lógica significa lagos, racionalidad, inteligibilidad, leyes internas del pensamiento, orden en la reflexión... Al hablar, por tanto, de la lógica de la fe tenderemos primariamente a pensar en la coherencia intelectual de sus enseñanzas, es decir, en la razonabilidad de la imagen que la doctrina de fe ofrece de toda la realidad, a la luz del misterio de Cristo... Pero debemos hacer notar también, con la máxima fuerza, que la lógica de la fe no puede consistir sólo en esa luminosidad intelectual, porque ni el misterio de Cristo -como síntesis de los misterios revelados- es un puro mensaje doctrinal, ni la fe cristiana es una simple suma de contenidos intelectuales. En realidad, más que de «lógica de la fe» es preferible hablar de «lógica de la experiencia cristiana», en la que se incluye una conjunción de verdad y de sabiduría, de fe como aceptación amorosa de la verdad y actitud de seguimiento... Desde esa perspectiva, la lógica de la fe es más bien la lógica de la experiencia de unidad.
Presentarla ante el mundo quiere decir ante todo mostrar la imponente fuerza humanizadora de la unidad de vida, entendida como unidad en el sujeto de la caridad, esto es, unidad entre el amor a Dios, a uno mismo y a la entera creación. Esa lógica de la experiencia cristiana, antes de mostrarse como desarrollo intelectual de contenidos doctrinales, necesita el fundamento de una sabiduría vital nacida y alimentada en los dominios de una naturaleza planificada por la gracia. Desde esa base de amor y sabiduría despliega también el pensamiento cristiano su lagos, que junto a razones comunes a todo pensar humano posee además, leyes internas propias, como son: la centralidad del misterio de Cristo, la dimensión salvífica de los misterios revelados, la continuidad entre creación y redención dentro del eterno designio del amor de Dios, la conexión de los misterios entre sí y con el fin último del hombre...
Así pues, la lógica de la experiencia cristiana se hace presente tanto con el testimonio de una comprensión de la persona humana coherente con el misterio de Cristo, como con la elaboración de un pensamiento teológico que se esfuerza en trabajar sin perder contacto con la sabiduría de la Cruz. Una cosa llama a la otra, como bien sabe el conocedor de la historia del cristianismo. Cualquier cristiano que ha tomado posesión real, aun no refleja, de los núcleos vitales de su fe por la vía de la unidad interior, está capacitado para mostrar ante el mundo en el que vive el lagos de su experiencia, y para formularla expresivamente en la medida de sus hábitos intelectuales. En el caso de intelectual cristiano y, en particular, del teólogo, esa capacidad es también un compromiso y un deber de servicio a la Iglesia y a sus contemporáneos.
¿Cómo expresar sintéticamente los elementos fundantes de una experiencia cristiana, capaz de llevar a cabo hoy en día esa tarea de manifestar al mundo su propia lógica? ¿Sobre qué bases se fundamenta una cosmovisión esencialmente católica? Conforme a lo que se ha escrito en las páginas anteriores, esos elementos centrales se pueden formular así:
a) sentido vivo del misterio de Cristo
b) inserción consciente en el misterio de la Iglesia
c) afirmación y defensa de la unidad y continuidad entre fe y razón.
Sentido vivo del misterio de Cristo significa aquí, principalmente (renunciamos ahora a un desarrollo más extenso), aquella abierta y sincera actitud de fe en su existencia real y actual como quien es, es decir, como Dios y Hombre verdadero. Señor y Salvador nuestro. La cercanía existencial con este Cristo amable y viviente, la seguri dad de entrar en relación personal con El a través de los medios que la Iglesia administra, la posibilidad siempre abierta de alcanzar en El y en su Espíritu la misericordia y la comunión filial con el Padre, son esenciales para la conciencia católica, que es en su núcleo más íntimo conciencia de la propia pertenencia a Cristo. Si en un bautizado falta esa confianza y veneración por Cristo, si carece del senti do de la amistad con El, que es ya un saber sobre su presencia cercana y sobre la personal vinculación a su misterio, entonces, sólo muy quedamente, sin convicción, cabría decir que posee el espíritu católico, una conciencia católica. El alejamiento de Cristo, la falta de relación con El, es verdadera pérdida del centro de referencia: lejanía de lo cristianamente esencial.
Inserción consciente en el misterio de la Iglesia, segundo elemento que hemos señalado, unido al anterior e inseparable de él, significa aquí principalmente aquella comprensión teologal -incluso no refleja- de la Iglesia histórica, esta Iglesia, como lugar de la presencia del Cristo del amor, del perdón y de la gracia, como ámbito de actuación del Espíritu Santo vivificador, como hogar donde se encuentra el amor paterno de Dios, como signo y realidad de comunión con los demás. Ese sentido teologal de la Iglesia y de la pertenencia a Ella, va acompañado siempre, casi por instinto sobrenatural, de una particular veneración por el sacerdocio ministerial y de una sincera adhesión a las enseñanzas de magisterio. Si en un bautizado estuviese ausente ese sentido teologal de la Iglesia y su -inserción en Ella-, si careciese de esa referencia que le habla de unidad, de comunión, de participación en los dones y en los deberes de la redención..., no podría afirmarse que su conciencia poseyera la deseable madurez católica. Tales carencias son, nuevamente, lejanía de lo esencial.
Por último, en íntima dependencia con los anteriores, hemos señalado como tercer elemento central de una cosmovisión católica la afirmación y defensa de la unidad y continuidad entre fe y razón. La interrelación entre ambas, no sólo en cuanto afirmada como verdad de fe y como postulado intelectual, sino sobre todo asentada y ejercida en la base del propio vivir, es determinante para que una conciencia sea católica y pueda mostrar la lógica de su experiencia de unidad. ¿Cabe acaso hablar de identidad católica donde falta esa íntima compenetración entre fe y razón? ¿Podría asentarse una conciencia católica sobre los postulados intelectuales que sostienen la fractura entre ambas, y seguir siendo católica? No habrá coherencia católica donde esté ausente ese fundamento.
Cuando esos elementos son poseídos en unidad, aun de manera no refleja, por una persona creyente, y vividos en sus habituales manifestaciones prácticas (ejercicio de las virtudes en la vida cotidiana, práctica religiosa-sacramental), forman un armazón espiritual que sostiene con firmeza su entera existencia. Proporcionan al cristiano, como fruto de la interrelación de los dones de naturaleza y de gracia que ha recibido, aquel espíritu esencialmente católico que ha animado siempre el Cuerpo de Cristo y que, con las características propias de cada momento, se encuentra convertido en vida real (pensamiento, acción) en cualquier periodo histórico, desde la época apostólica hasta el final de este siglo XX.
Precisamente ahora, en este final del siglo XX, la recuperación teológica y evangelizadora de la comunidad cristiana, el renacimiento de un pensamiento teológicamente creativo -que es siempre también atrayente desde el punto de vista intelectual, como testimonia la historia de la cultura europea- , está en íntima dependencia con el reencuentro de aquel espíritu de la gran tradición católica, que no era ni tradicionalista ni racionalista, ni fundamentalista ni gnóstico, sino que se había forjado en la comunión con Dios en Cristo y en la defensa de la unidad interior del hombre redimido.
Antonio Aranda, en dadun.unav.edu
Notas:
1 W. KASPER (El Dios de Jesucristo, Salamanca 1985, 105), por ejemplo, califica el concepto de experiencia de «polifacético y polivalente», y señala que «está considerado como uno de los conceptos más arduos y oscuros de la filosofía». Para J. RATZINGER (Teoría de los principios teológicos, Barcelona 1985, 412), dicha noción nunca ha sido expresada «con entera satisfacción», y cita a H.G. GADAMER (Wahrheit und methode, Tübingen 1965, 2 ed., 329) para quien «es uno de los conceptos más confusos».
2 Cfr. L. SCHEFFCZYK, Die Erfahrbarkeit der gottlichen Gnade, en H. ROSSMANN-J, RATZINGER (hrsg.), «Mysterium der Gnade», Festschrift für Johann Auer, Regensburg 1975, pp. 146-159. W. BEINERT, Die Erfahrbarkeit der Glaubenswirlichkeit en ibídem, pp. 132-145, con amplia bibliografía. J. MOUROUX, L'experience chrétienne. Introduction a une théologie, Paris 1952. F. GREGOIRW, Note sur les termes «intuition» et «experiénce», en REVPHLOUV 1 (1946) 402-415. G. GRANNINI-M.M. Rossi, Esperienza, en «Enciclopedia filosófica», II, Fírenze 1968, 938-1001. G. Momu, Teología espiritual, en «Diccionario Teológico Interdisciplinar», I, Salamanca 1982, 27-61. W. KASPER, o.e., pp. 102-110. J. RATZINGER o.e., pp. 412-424.
3 Cfr. K. R. AFRNER, Curso fundamental sobre la fe. Introducción al concepto de cristianismo, Barcelona 1979. J.B. LOTZ, Traszendentale Erfahrung, Freiburg i.B. 1978.
4 Cfr. W. KASPER, o.e., pp. 151-158.
5 J. RATZINGER, o.e., p. 422.
6 Bajo este punto de vista puede ser expresada como participación sobrenatural en la propia experiencia filial que Cristo tiene del Padre. Más aún, cabe decir con H. DE LUBAC que es <<no sólo participación en la experiencia de Cristo (...) sino participación en su propia realidad» (La mystique et les mystíques, París 1965, 26), pues Cristo es «la experiencia de Dios», «la experiencia del Padre», como señala R. BRAGUE, Was hei/3t christliche Erlahrun'g?, en «Internationale katholische Zeitschrift Communio» 5 (1976) 483.
7 Descubrir el hombre en sí mismo su pertenencia a Cristo y la elevación en El a la dignidad de hijo de Dios, es, conforme a la enseñanza de Juan Pablo II, el núcleo central de la antropología cristiana. En ese saberse personalmente de Cristo, cada uno «comprende mejor también su dignidad de hombre, precisamente porque es el sujeto del acercamiento y de la presencia de Dios, sujeto de la condescendencia divina en la que está contenida la perspectiva e incluso la raíz misma de la glorificación definitiva» (cfr. JUAN PABLO II, Ene. Dominum et vivificantem, n. 59c). Cfr. un estudio sobre este texto en nuestro: Libertad, conciencia, magisterio, en «Scripta Theologica» 19 (1987) 853-868.
8 Cfr. J. RATZINGER, o.e., p. 392.
9 Cfr. M.-J. LE GUILLOU, Le mystere du Pere, París 1973, p. 161. Sobre las relaciones entre luteranismo y pensamiento filosófico moderno se encuentran ideas interesantes en ibídem, pp. 135-165.
10 Cfr. H. Hust, Die Idee einer christliche Philosophie mit besonderer Rücksicht auf Kant als Philosophen des protestantismus, en «Jahrbuch der Albertus-Universitiit zu Konígsberg», 1964, pp. 21-50.
11 B. MONDIN, Scienze umane e Teología, Roma 19881 p. 185.
12 J. RATZINGER, o.e., p. 394.
13 Cfr. CONC. VATICANO I, Const. Dog. Dei Filius, cap. 4: De Fide et ratione, D. 3015-3020.
14 Quizá por eso, la noción de fe está contemplada en el texto conciliar desde una perspectiva eminentemente intelectual, es decir, bajo el punto de vista del conocimiento de verdades que facilita, con objeto de mostrar su continuidad con la razón. Eso supone, sin duda, acentuar más débilmente otras dimensiones esenciales de la fe y de su acto propio aunque el Concilio también las menciona (cfr. D. 3008-3010), como su conexión con la caridad, su íntima dependencia de la voluntad Pero los problemas venían entonces no por este camino, sino por aquel.
15 Al decir «el fondo de aquellos problemas», me refiero no tanto a la cuestión de la racionalidad de la fe, tan estudiada por la teología católica, sino a la esencia del problema teológico planteado, que hunde su raíz en la comprensión cristiana del hombre. La cuestión de la racionalidad de la fe sí ha sido, en cambio, ampliamente tratada por la teología católica desde finales del XIX, sobre todo en perspectiva apologética. Se debe resaltar incluso que es una cuestión eminentemente católica, pues la teología protestante apenas se interesa por ella dada su peculiar postura en materia de gracia y de justificación. «Los reformadores del siglo XVI no concedieron mucho peso a los signos externos de la revelación, reconociendo prácticamente como único signo válido el testimonio interior del Espíritu que certifica al creyente el origen divino y la autenticidad de la palabra de Dios. Incluso en nuestros días amplios sectores del protestantismo siguen excluyendo todo tipo de justificación de la fe ante la razón humana, viendo en todo intento de «defensa» de la fe una traición cometida contra la misma fe» (F. Arnusso, Fe (acto de), en «Dice. Teol. Interdisciplinar», II, Salamanca 1982, p. 534).
16 Lo cual no obsta para que, con LE GUILLOU (o.e., p. 204), se deban también señalar algunas limitaciones relacionadas con nuestro tema tanto en la teología del siglo XIII como, sobre todo, en la de los siglos siguientes que asistieron al impetuoso brotar del Humanismo. Si el pensamiento teológico del siglo XIII, en efecto, «no alcanzó a poner suficientemente en claro el nexo entre una metafísica del ser y una metafísica del sentido de la libertad cristiana», ya en el siglo XIV esa limitación se dejó sentir vivamente, pues «frente al extraordinario empuje humanista, la estructura teándrica del misterio cristiano habría necesitado ser pensada según todas sus dimensiones -y no sólo en su racionalidad metafísica-, para poder continuar siendo la matriz histórica y cultural de una civilización transfigurada por el misterio cristiano».
17 En alguna ocasión, además, bajo la apariencia de una proclamada vuelta a Santo Tomás, se ha dado lugar a visiones peculiares de puntos doctrinalmente centrales. Es lo que ha sucedido, por ejemplo, con la denominada «escolástica trascendental», que afirma 1a superación del realismo y del idealismo en la identidad entre el ser y el devenir en la conciencia, a través de una relectura de Santo Tomás desde perspectivas fundamentalmente kantianas. «Por su posición anti-metafísica e historicista, ha sido muy ampliamente responsable de la desintegración actual de la teología», dirá de ella críticamente el P. LE GUILLOU (o.e., p. 205).
18 J. RATZINGER, o.e., p. 390.
19 Ibídem, p. 399. .
20 Cfr. H.U. VON BALTHASAR, Spiritus Creator. Skizzen zur Theologie III, Einsiedeln 1967, p. 247.
21 Cfr. J. RATZINGER, o.e., p. 438.
22 Recuerda Ratzinger, ibídem, algunos ejemplos paradigmáticos a este respecto tomados de grande teólogos. San Agustín, por ejemplo, ha dejado constancia escrita de la admiración que despertaba en él la fe de su madre a la que veía en la cima de la sabiduría, con capacidad para juzgar las cosas desde el centro mismo. San Buenaventura dice de una anciana de profunda fe que tiene más sabiduría que el mayor de los teólogos. Sto. Tomás -que usa también el ejemplo de la fe de la anciana y la ciencia de los filósofos -, hace notar que el amor, la caridad, es para el hombre como un ojo que le permite ver...
23 Cfr. S. Th., II-Ilae, q. 4, a. 2 (la caridad como forma fidei); q. 8, a. 4 (relación entre caridad y don de entendimiento); q. 23, a. 8 (la caridad como forma virtutum); q. 45, aa. 2.4 (relación entre caridad y sabiduría).
24 Cfr. l. DE CELAYA, Vocación cristiana y unidad de vida, en «La misión del laico en la Iglesia y en el mundo», Pamplona 1987, pp. 951-965. M. BELDA, La nozione du «unitci di vita» secando l'Esortazione Apostolica «Christifide!es laici», en «Annales Theologici» 3 (1989) 287-313. R.LANZETTI, L'unita di vita e la missione dei/edeli laici nell'Esortazione Apostolica «Christifideles laici», en «Romana» V (1989) 300-312. A. BovoNE, La unidad de vida del sacerdote, en «Santidad y espiritualidad de los presbíteros. Balance sinodal del pos-concilio», Madrid 1988.
25 C. SCHONBORN, Es el Señor y da la vida, en «Scripta Theologica» 20 (1988) 562.
26 Ibídem, nota 43.
27 Cfr., por ejemplo, Ene. Dominum et vivi/icantem, nn. 27-48; Ex. Ap. Reconciliatio et poenitentia, nn. 13-19.
28 Cfr. STO. TOMAS DE AQUINO, s. Th., I, q. 95, ªª· 1.3; I-II, q. 82, aa·2.3.
29 La formulación históricamente más expresiva de esta realidad es un famoso texto de San Agustín - quizá el, más célebre de su De civitate Dei-: «Fecerunt itaque civitates duas amare duo; terrenam scilicet amor sui usque ad contemptum Dei, caelestem vero amor Dei usque ad contemptum sui» (XIV, 28). En el fondo de esta concepción, tan característica del Doctor africano y tan representativa de su visión cristiana de la historia, late toda su teología de la gracia, es decir, su comprensión de la oposición paulina Adán-Cristo, de los binomios naturaleza-gracia, ley-espíritu, libertad humana-auxilio divino (Cfr. A. TRAPÉ, Introduzione generale a «La Citta di Dio», Roma 1978, p. LXVI).
30 El siglo XII, como momento histórico característico para estudiar la definitiva entrada de la filosofía aristotélica en la elaboración de la teología, está lleno de hechos contradictorios que muestran la fuerte lucha establecida antes de que la razón filosófica encuentre su sitio en el método teológico. Entre tantos estudios sobre esta materia, destacan los conocidos trabajos de M.-D. CHENU, La théologie comme science au xme siecle, París 1943¡ Introduction a l'étude de saint Thomas d'Aquin, Paris 1950.
31 El texto de referencia en esta materia será para siempre el de S, Th., I. q. l.
32 Con la tesis del «deseo natural de ver a Dios» se está afirmando que ese deseo está inscrito en la misma naturaleza del hombre. Se está manteniendo, por tanto, la verdad -central en la antropología cristiana- de que el hombre ha sido ordenado gratuitamente a un único fin sobrenatural, aunque no puede alcanzarlo sin la libre donación de la gracia por parte de Dios. Con esa tesis, Santo Tomás (cfr. S. Th., I, q. 12, a. 1; I-II, q. 3, a. 8) no hizo sino formular la posición mantenida implícitamente por los Padres. (Cfr. H.U. VON BALTHASAR, Regagner une philosophie a partir de la théologie, en <iPour une philosophie chrétienne (philosophie et théologie)», París 1983, pp. 175-187: cfr. pp. 179-180).
33 G. COLOMBO, La teologia del secolo XX, en D. Valentipi (ed.), «La teologia. Aspetti innovatori e loro incidenza sulla ecclesiologia e sulla mariología», Roma 1989, pp. 41-52; cfr. p. 51.
34 Ibídem, p. 44.
35 Cfr. para las ideas contenidas en estos párrafos, ibídem, pp. 46 49.
36 Texto original italiano en «L'Osservatore Romano», 30.VI-l.VII.1989, p. 7. Otro texto del CARD. RATZINGER en la misma línea de reflexión es Su conferencia: Perspectivas y tareas del catolicismo en la actualidad y de cara al futuro, en «Catolicismo y cultura», Madrid 1990, pp. 89-115.
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