V
Ello no implica que los laicos no deban obediencia jerárquica. que estén dispensados de la disciplina eclesiástica o que puedan desentenderse de la responsabilidad del orden jurídico de la Iglesia [38] ; por ello, para la comprensión del estatuto canónico del laico, junto al principio de libertad en la acción temporal, hay que recordar el de la responsabilidad en la consecución del fin de la Iglesia.
La expresión "los laicos son también Iglesia" ha sido utilizada frecuentemente por los últimos Pontífices para poner de relieve la importancia de la misión que les compete en orden a la acción redentora. La pertenencia a la Iglesia da un sentido nuevo a la inserción en lo temporal y a las obligaciones que implica. El Concilio, a su vez, ha subrayado que a los laicos corresponde "buscar el reino de Dios", dando así sentido eclesial a la tarea de "tratar y ordenar según Dios los asuntos temporales".
La eclesiología tradicional ha puesto de relieve que el "reino" predicado por Cristo es, al mismo tiempo terreno y celestial, visible y espiritual, que no es de este mundo, pero que en él se edifica. Esta serie de antinomias que, en expresión de Paulo VI "fatiga el pensamiento de los estudiosos" [39], hacen referencia al misterio de la Iglesia y representan otros tantos esfuerzos parciales de comprensión de lo que la Iglesia es y al hombre sólo le es posible conocer con torpeza. Buscar el reino de Dios es buscar a la Iglesia y contribuir a edificarla en este mundo para que llegue a su plenitud en el otro. El hombre encuentra a la Iglesia en el bautismo y queda incorporado a ella por un lazo indeleble; pero no por ello queda terminada la tarea de búsqueda, que de algún modo continúa a lo largo de la peregrinación de esta vida. Por ello, el Concilio Vaticano II ha insistido en la idea de que el Pueblo de Dios es un pueblo peregrinante [40].
Actitud ésta de búsqueda y peregrinación que se proyecta en dos direcciones: hacia la otra vida donde la tarea salvífica encuentra su consumación [41] y hacia la vida terrena, en la que la Iglesia tiene que ser realizada "como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano" [42].
Esta tarea se comprende si tenemos una visión dinámica de la Iglesia, que nos lleve a verla no realizada, sino realizándose. En este sentido a todos los fieles competen una serie de responsabilidades que sustancialmente pueden reducirse a dos: el apostolado, entendido como una tarea que aliente el acercamiento de los hombres a la Iglesia y el cumplimiento por parte de los fieles de todas las exigencias de su vocación cristiana [43] , y el deber de contribuir a dar a la Iglesia la fisonomía que por voluntad de Cristo ha de tener [44] y cuya búsqueda, que nunca ha de cesar en este mundo, implica una realización y renovación del culto, un continuo perfeccionamiento de estructuras y un sentido cada vez más vivo de las exigencias de renovación interior de cada hombre y de elevación sobrenatural de las relaciones con los demás.
Difícilmente pueden comprenderse las consecuencias jurídicas de la vocación cristiana, si no se parte de este planteamiento radical. Sin embargo, junto a la necesidad de sentar las bases del problema en toda su generalidad, es necesario un esfuerzo por delimitar el aspecto jurídico del problema.
La más importante manifestación de la vocación cristiana es la santidad de vida y en el caso concreto de los laicos pueden considerarse definitivamente establecidos dos principios al respecto: el primero que como miembros del Pueblo de Dios que son, también a ellos va dirigida la llamada universal a la santidad [45]; el segundo que la santidad laical tiene unos perfiles propios, como consecuencia de su específica misión en la Iglesia y en el mundo [46]. Esta llamada a la santidad constituye la base del deber genérico de los laicos a seguirla y del derecho a que sean respetadas sus peculiares características y a que les sean facilitados los medios necesarios o útiles para alcanzarla. Este último aspecto de la cuestión enlaza con el tercero de los principios que configura el estatuto jurídico del laico, al que más adelante hemos de referirnos: la adecuación de la atención pastoral a las exigencias de la vida en el mundo. Entre los medios para alcanzar la santidad de vida que tienen una clara dimensión jurídico canónica hay que recordar el derecho natural a asociarse para los fines que le son propios -derecho reconocido por el Concilio- [47], cuyo despliegue puede dar lugar a manifestaciones institucionales, que exigen una regulación jurídico-canónica para garantizar la autonomía de las asociaciones y para regular el ejercicio del control jerárquico que tutele la pureza doctrinal de las orientaciones ascéticas personales y colectivas [48]. He aquí un aspecto en el que la libertad de los laicos ha de coordinarse con las exigencias de la disciplina eclesiástica.
Otra manifestación de los derechos y deberes canónicos del laico que reviste particular importancia es el apostolado, que debe ser entendido -como ya hemos señalado- como el conjunto de actividades dirigidas a cooperar con la acción del Espíritu Santo en orden a acercar a los hombres a la Iglesia y a estimular a los fieles a cumplir con las exigencias de la vocación cristiana. El apostolado es también un deber de todo fiel [49]; sin embargo, en el laico presenta unos perfiles propios. En primer lugar, se trata de un apostolado no ministerial [50]; es decir, que ni supone en quien lo ejerce unos poderes sacros, ni atribuye ningún tipo de preeminencia o superioridad jerárquica. El apostolado genuinamente laical está desprovisto de toda manifestación de imperio; en esto se distingue netamente del apostolado jerárquico. En segundo lugar, es un apostolado secular [51], que no debe concretarse primordialmente en la promoción de obras de piedad o de celo; sino en el testimonio de la vida y en el aliento de la palabra ofrecidos a las personas con las que está ligado como consecuencia de su natural inserción en el mundo. En tercer lugar, es un apostolado que. de ordinario, no puede profesionalizarse; generalmente, el laico no tiene por qué dedicarse a obras apostólicas, sino que debe encontrar la dimensión apostólica de todas sus obras. De aquí que un apostolado genuinamente laical no tenga por qué ser retribuido ni proporcionar ninguna ventaja material.
A la luz de estos principios se pueden señalar las bases para una regulación jurídico-canónica del apostolado laica! En primer lugar hay que poner de relieve que el apostolado constituye un derecho y un deber de todo fiel que en el caso concreto del laico se tipifica por unas peculiares características. La más saliente de ellas es que tanto el derecho como el deber dimanan directamente del bautismo y no requieren, por tanto, ningún tipo de misión jerárquica. En consecuencia, ni la jerarquía puede prohibir a los laicos el ejercicio de la misión apostólica que han recibido directamente de Cristo [52], ni a los laicos es lícito arrogarse ni siquiera una apariencia de función jerárquica en su labor apostólica. Los laicos tienen el deber de hablar a los demás hombres en virtud de los lazos de relación que brotan de la naturaleza social del hombre y la correspondencia a la gracia del bautismo debe llevarles a descubrir el sentido apostólico de las relaciones humanas; por otra parte deben comprender que no tienen otro título para ser escuchados que el de los vínculos humanos que sirven de base al diálogo.
El tema del apostolado nos pone en relación con dos cuestiones a las que más adelante hemos de aludir. Los laicos, además del ejercicio de su específico apostolado que a todos ellos incumbe, pueden colaborar con el clero en el apostolado jerárquico. Se trata, como es obvio, de una actividad que no es reconducible al estatuto personal, puesto que su título no es la condición de laico, sino el eventual mandato de la jerarquía. Por otra parte, los laicos pueden asociarse con fines apostólicos, tanto para el ejercicio del apostolado laical como para colaborar en el jerárquico.
Pero en todo caso el laico, por el sólo hecho de su vocación bautismal al apostolado tiene el derecho y el deber de adquirir la formación necesaria para ello [53]. De aquí no sólo el deber de los laicos a formarse. sino también el de la jerarquía a dar una formación apostólica, respetuosa con la libertad del laico en lo temporal [54]. También esta cuestión afecta a la necesidad de la adecuación de la atención pastoral a las exigencias de la vida en el mundo.
El principio de la responsabilidad del laico en la consecución del fin de la Iglesia nos lleva también a la consideración de los derechos y deberes relacionados con la tarea de dar a la Iglesia, en su dimensión comunitaria, la fisonomía que por voluntad de Cristo ha de tener . Tema éste de capital importancia porque su tratamiento exige conjugar esta doble exigencia: al laico no son ajenos los problemas que afectan a la comunidad eclesiástica y, sin embargo, no le compete en ella una función jerárquica. Veamos cuál es la dimensión eclesiástica de la misión eclesial del laico.
En los escritos eclesiológicos actuales es frecuente la utilización de los adjetivos "eclesiástico" y "eclesial" con una significación distinta y, muchas veces contrapuesta. Parece de utilidad para nuestro propósito aclarar el sentido de ambos términos en orden a las consecuencias técnico-jurídicas que de su utilización puedan derivarse.
Generalmente, se consideran "eclesiásticos" aquellos aspectos de la vida de la Iglesia que hacen referencia a la organización de la Jerarquía y a sus específicas funciones; en cambio, habría que calificar de "eclesiales" las tareas relacionadas con el fin de la Iglesia, desprovistas de una significación jerárquica. En este sentido, las funciones de gobierno a que está destinado el clero son eclesiásticas; la labor de tratar y ordenar según Dios las cuestiones temporales, propia de los laicos, es una misión eclesial. Sin embargo, sería ingenuo pensar que la significación de ambos adjetivos separara tan tajantemente la misión de los clérigos y los laicos, que pudiera considerarse a éstos al margen del problema del gobierno de la Iglesia. La clásica distinción entre Ecclesia regens y Ecclesia oboediens o Ecclesia docens y Ecclesia discens, siendo válida, no hace referencia a compartimientos estancos; en fin de cuentas, la existencia en la Iglesia de unas funciones de gobierno se explica por el hecho de que constituye una comunidad de la que todos los fieles forman parte, independientemente de cual sea su estado. Comunidad jerárquica, de cuyas relaciones -sin duda eclesiásticas- participan gobernantes y gobernados. A los laicos, por su condición de fieles, competen unos derechos y deberes en el ámbito de las relaciones jurídicas cuya ordenación corresponde a la Jerarquía. Y estas situaciones activas y pasivas quedan matizadas por una peculiar tipicidad, en función del papel propio que han de jugar los sujetos en el conjunto de la comunidad.
En primer lugar, por ser la Iglesia una comunidad cultual corresponde a los laicos el derecho y el deber de tomar parte en la vida litúrgica, en el ejercicio de la participación en el munus sacerdotale de Cristo propio del sacerdocio común [55]. El "ius recipiendi a clero" los auxilios necesarios para la salvación de que habla el c. 682 no es,- evidentemente, un derecho específico de los laicos, sino propio de todos los fieles; pero sí lo es la concreta manera de participación laical en la vida comunitaria litúrgico-sacramental.
En estrecha relación con ella está el tema de las relaciones jerárquicas reconducibles a la clásica noción de la potestas iurisdictionis. El poder del Romano Pontífice y del colegio episcopal a escala de la Iglesia universal y el del Obispo en la Iglesia particular se manifiesta en la comunidad litúrgico-sacramental, no sólo en la realización del culto, sino también ejerciendo unas funciones de gobierno; y el laico, en la medida en que está llamado a participar en la vida litúrgica como verdadero miembro de la comunidad está incluido en la ordenación normativa eclesiástica. Es, por tanto, destinatario de las normas canónicas que le contemplan de manera directa y está obligado a contribuir, mediante el respeto a los derechos que protegen las normas cuyos destinatarios son los demás fieles, a la conservación del orden jurídico de la Iglesia considerado en su conjunto: en una palabra, el laico es sujeto del ordenamiento canónico, con unos específicos derechos, deberes, legitimaciones y capacidades.
El laicado, por constituir la ecclesia oboediens, no tiene más participación en el proceso de formulación del sistema normativo de la Iglesia que el contribuir en la formación de la costumbre [56] y -en caso de que ello constituya su tarea profesional- de la doctrina canónica [57]. Tampoco está llamado a participar en la designación del legislador, el juez o el que desempeña funciones de administración pública. Sin embargo, su condición de oboediens lleva consigo ya un derecho fundamental: que en el ejercicio de la misión de mandar no se produzcan manifestaciones de abuso de poder. He aquí la conexión de nuestro tema con el de las garantías de los fieles, del que tan viva conciencia tiene la doctrina canónica contemporánea y que la revisión de la legislación, actualmente en curso, deberá necesariamente afrontar. Es cierto que, al desenvolverse la vida del laico inmersa en las cuestiones temporales y estar por tanto regulada en su mayor parte por los ordenamientos estatales, el tema de las garantías no tiene en el aspecto que ahora nos ocupa la importancia que reviste para el clero; sin embargo, en relación con el principio de la libertad en la acc10n temporal presenta una faceta llena de interés que afecta muy directamente a los laicos.
El laico ,tiene también deberes jurídicos, en relación con la actividad eclesiástica, que se concretan en la colaboración con la labor de la jerarquía mediante prestaciones personales y económicas.
El Concilio Vaticano II ha indicado en varios lugares que la Jerarquía debe buscar el asesoramiento de expertos laicos para la organización de las actividades pastorales [58]; es obvio, por otra parte, el deber que los laicos tienen de prestarlo. Esta labor, desde un punto de vista jurídico-canónico, tiene una significación distinta de la eventual colaboración de los laicos con el apostolado jerárquico de la Iglesia, ya que su utilidad radica en la pericia profesional d, los laicos que la realizan y no en la capacidad de colaborar con actividades típicamente eclesiásticas, ayudando o incluso supliendo al clero. En este sentido, la labor del sociólogo que facilita a un prelado el conocimiento del medio en que la acción pastoral ha de desenvolverse o la del especialista en técnicas de la información que asesora a la autoridad eclesiástica que tiene que adoptar una actitud en relación con los problemas religiosos que plantean los medios de comunicación social, realizan una labor canónicamente distinta del laico que colabora en la tarea jerárquica de difundir la doctrina revelada o del catequista que, en tierras de misiones atenúa con sus afanes los graves problemas que ocasiona la falta de clero. En el primer caso se pone al servicio de la Jerarquía la misma actividad y conocimientos necesarios para tratar y ordenar las cosas temporales: se trata, por tanto, de una prestación de servicios profesionales. En el segundo, de sustituir, siquiera sea parcialmente, la actividad temporal por otra distinta, típicamente espiritual. La primera clase de tareas ni exige un mandato o misión jerárquico, ni puede ser objeto de él; porque el laico en manera alguna necesita un mandato de la jerarquía para ejercer su propia función. La segunda, en cambio, constituye un típico ejemplo de colaboración lie los laicos en el apostolado jerárquico de la Iglesia.
Junto a estas prestaciones personales hay que recordar el deber que todos los laicos tienen de contribuir, proporcionando los medios económicos necesarios, al sostenimiento del culto, de la organización eclesiástica y de las obras de apostolado de la Iglesia. La concreción de este deber tiene en Derecho Canónico manifestaciones muy variadas como consecuencia de la flexibilidad del sistema fiscal eclesiástico; pero en todo caso existe, como obligación moral y jurídica.
Finalmente, en esta enumeración necesariamente incompleta de la dimensión eclesiástica de la misión del laico, hay que recordar, como ya fue puesto de relieve por Pío XII [59], que en toda sociedad jurídicamente organizada es necesaria una opinión pública que, entre otras consecuencias, siempre constituye una colaboración a las tareas de gobierno. La Iglesia no es una excepción a este principio y la labor de contribuir al establecimiento de una opinión pública en la Iglesia es, en muy buena parte, tarea de los laicos, por constituir la gran mayoría de los fieles [60]. El tema es extraordinariamente delicado y apenas si le ha sido prestada atención [61]. Desde el punto de vista de los deberes es evidente que el laico tiene que seguir con interés las cuestiones que afectan a la vida de la Iglesia; de otro modo difícilmente podría tener una opinión y mucho menos darle una proyección pública. Por otra parte, hace falta que tenga la necesaria sensibilidad para advertir las peculiares exigencias del carácter sobrenatural de la sociedad eclesiástica; la necesidad de una opinión pública en la Iglesia no puede confundirse con una crítica agria que transforme el deber de servir al principio Ecclesia semper reformanda en elaborar noticias apetecibles para la prensa irresponsable. Por lo que se refiere a los derechos, hay que destacar dos fundamentales: derecho a la existencia de una opinión genuinamente laical, que proceda realmente de los laicos y no de clérigos o religiosos constituidos en especialistas en cuestiones laicales, y derecho a una garantía de la expresión de la opinión, frente a eventuales desviaciones del poder que tiene la Jerarquía de someter a la disciplina canónica los escritos de los fieles sobre temas eclesiásticos. Cara a la reforma del Codex es éste un punto particularmente importante y delicado, que llevará sin duda a la revisión de las normas sobre la censura eclesiástica.
VI
El tercer principio que hay que tener en cuenta para el estudio del estatuto personal del laico es la adecuación de la atención pastoral a las exigencias de la vida en el mundo. Como ya hemos puesto de relieve, la misión eclesial del laico consiste en buscar el reino de Dios, tratando y ordenando las cuestiones temporales. Su tarea se desenvuelve, por tanto, en relación con las realidades terrestres e inmerso en la sociedad temporal. De aquí que la ordenación de los derechos y deberes propios de su normal actividad sean regulados por los ordenamientos jurídicos estatales. Sin embargo, la misión del laico supone un enlace entre lo espiritual y lo temporal, de tal suerte que queda constituido en un punto de conexión de ambos órdenes y, considerada la cuestión desde un punto de vista jurídico, de ambos sistemas normativos. El laico recibe de la Iglesia los adiumenta necessaria ad salutem y las enseñanzas del magisterio y es destinatario de los actos de poder de la autoridad eclesiástica que regulan su participación en la comunidad de los fieles; por otra parte, en la sociedad civil en la que está inmerso y en la que adquiere y ejerce los derechos necesarios para la edificación de la ciudad terrena, debe prestar su testimonio cristiano, fruto de la vitalidad de su participación en la comunidad litúrgico-sacramental, y ordenar las cuestiones temporales según Dios, o lo que es lo mismo, inspirando en la concepción cristiana que le transmite el magisterio las soluciones y decisiones, autónomamente adoptadas, en que se traduzca su respuesta a los problemas del mundo [62]. De aquí que no sea competencia del gobierno pastoral la solución de los problemas que al laico plantea lo temporal; sin embargo, al estar llamada la acción pastoral a orientar la vida cristiana de hombres, cuya misión eclesial consiste precisamente en la santificación de unas actividades profanas, necesariamente habrán de ser tenidas en cuenta las circunstancias terrenas de los fieles, en orden a la organización pastoral.
Es éste un punto de gran importancia en la vida de la Iglesia que necesariamente habrá de condicionar al Derecho Canónico del futuro. En primer lugar, teniendo en cuenta la exigencia de inspirar la pastoral en el respeto a la autonomía de lo temporal, que no es sólo una exigencia de la soberanía del Estado, sino también un derecho fundamental del laico. Además, dando al laico la atención pastoral adecuada para que asuma su tarea temporal con conciencia de su dimensión redentora y de las exigencias del radicalismo cristiano. Y por estar todo ello exigido por el estatuto personal del laico en la Iglesia, esta cuestión es previa a cualquier consideración de "elite" espiritual o de fenómenos asociativos con fines apostólicos. La organización de la pastoral ha de ser sensible a las necesidades que, desde este punto de vista tiene cualquier laico, por imperativo de sus derechos fundamentales en la Iglesia. Si la acción pastoral constituye la manifestación más genuina de los ministerios jerárquicos, al orientarse en función de estas exigencias, estará matizando la organización de la Iglesia en el sentido de servicio que el Concilio ha señalado corno propio de los ministerios eclesiásticos [63]. De aquí que las exigencias pastorales del radicalismo cristiano del laico, que han de ser vividas en una inserción plena con lo temporal, no puedan manifestarse sólo en la acción apostólica de sacerdotes encargados de orientar a los miembros de asociaciones apostólicas, sino que ha de penetrar la pastoral de conjunto.
Las realidades terrestres ofrecen situaciones tan variadas que la especialización de la pastoral se presenta como necesaria [64]; pero ello, no es sólo cuestión de "elites" espirituales, agrupadas por vínculos eclesiásticos, sino exigencia de los derechos fundamentales del laico, en virtud de su destinación al ministerio eclesial de tratar y ordenar las cuestiones temporales. De aquí que la variedad de situaciones temporales, para matizar la acción pastoral, tenga que traducirse con frecuencia en fenómenos de jurisdicción personal. No es necesario detenernos ahora en la influencia del factor de la tarea o circunstancia temporal en la génesis de las jurisdicciones personales; baste recordar al respecto, como manifestaciones tendenciales, la jurisdicción castrense, el apostolado del mar, o las soluciones adoptadas en Francia para la atención pastoral de los obreros, y se encontrará una línea cuya continuación alienta el Concilio Vaticano II [65] y las más recientes disposiciones de Paulo VI [66].
Estas exigencias de las circunstancias de la vida en el mundo para la organización de la acción pastoral de la Iglesia son, a mi juicio, el tema central del Derecho Canónico futuro, ya que en él incide el diálogo de la Iglesia y el mundo y la tensión entre la autonomía de lo temporal y la disponibilidad del laico al radicalismo cristiano, en el que puede operar como elemento que concrete empresas espirituales y apostólicas, el derecho de asociación que ha sido reconocido en el Decreto Apostolicam actuositatem. Derecho de asociación que radica en el estatuto personal del laico, como reconocimiento por parte de la Iglesia de su dignidad humana y de su llamada a una participación activa en tareas redentoras; pero que, por su propia naturaleza, lleva consigo una tensión hacia fenómenos institucionales que rebasan la consideración de la teoría de los sujetos en el ordenamiento de la Iglesia. Por ello, antes de hacer referencia a este tema, parece oportuno fijar ordenadamente las conclusiones sobre el estatuto jurídico del laico, en su vertiente estrictamente personal:
10. El estatuto jurídico del laico es la concreción jurídico-canónica de la misión eclesial que tiende a buscar el reino de Dios tratando y ordenando las cuestiones temporales.
2°. Constituye una modalidad jurídica de la condición genérica de fiel.
30. Se adquiere por el bautismo; se pierde por la profesión religiosa o por la asunción del estado clerical.
40. Su contenido está constituido por los derechos, deberes, legitimaciones y capacidades tutelados por las normas canónicas divinas y humanas, que se explican en función de la específica misión eclesial que le sirve de base.
50. La inserción del laico en lo temporal viene dada por vínculos derivados de la destinación a la edificación de la ciudad terrena.
Surge de las relaciones sociales, familiares y profesionales. Al tener la presencia del laico en el mundo una autonomía en relación con el poder de la Iglesia, el laico es titular en el ordenamiento canónico de un derecho de inmunidad, frente a eventuales injerencias eclesiásticas en sus tareas temporales.
60. La acción temporal del laico tiene que estar inspirada en la búsqueda del Reino de Dios; por tanto, constituye un derecho fundamental de su estatuto jurídico-canónico recibir una atención pastoral adecuada a las peculiares exigencias de sus tareas y de su espiritualidad. A este derecho corresponde el deber de recibir los medios de formación que le ofrece la actividad pastoral de la Iglesia.
70. El laico forma parte de la comunidad litúrgico-sacramental en función del sacerdocio común. Es titular, por tanto, de los derechos y deberes derivados de su peculiar modo de participar en la vida litúrgica de la Iglesia.
80. Esta participación litúrgico-sacramental le inserta en las relaciones jerárquicas de la Iglesia. Por estar integrado en la Ecclesia Oboediens, el laico queda vinculado por las decisiones autoritativas de la Ecclesia Regens y asistido por el derecho a eficaces garantía frente a eventuales desviaciones de poder, por parte de los que estén constituidos en potestad.
90. El laico tiene el derecho y el deber de contribuir al gobierno de la Iglesia en la formación de la consuetudo canónica, mediante prestaciones personales y económicas para las necesidades del culto, la organización y los apostolados eclesiásticos y participando -con las oportunas garantías jurídicas- en el establecimiento de una opinión pública en la Iglesia.
100. Al laico compete un derecho de asociación en el ordenamiento canónico, en virtud del cual puede fundar y regir entes colectivos que tengan como fin la colaboración para conseguir los fines propios de su misión eclesial.
VII
Una vez expuestos los principios fundamentales para una comprensión del status laical es necesario hacer referencia a dos cuestiones íntimamente relacionadas con nuestro tema: las asociaciones y las tareas que, sin derivar directamente del estatuto personal, pueden desarrollar los laicos como colaboradores de la Jerarquía.
Si bien es cierto que la consideración de las asociaciones rebasa los límites del estatuto del laico, lógicamente circunscrito a la esfera de las situaciones jurídicas estrictamente personales, es imprescindible una referencia a ellas por dos razones. En primer lugar, no puede olvidarse que la regulación de los fenómenos asociativos está condicionada por las exigencias del reconocimiento y tutela del derecho de asociación, que el Concilio ha reconocido a los laicos con carácter estrictamente personal. Además, la doctrina canónica postcodicial y buena parte de la literatura que se ha enfrentado con nuestro tema en la actualidad, se ha limitado en la mayoría de los casos al problema de las asociaciones; por tanto, si se puede esperar alguna consecuencia clarificadora de este estudio, habrá que poner a prueba sus conclusiones en relación con los principales interrogantes que plantea esta cuestión particular.
Los criterios establecidos por el Decreto Conciliar Apostolicam actuositatem se pueden resumir así:
Los laicos tienen un derecho natural de asociación que ha de ser reconocido y tutelado por el ordenamiento jurídico de la Iglesia [67]. ¿Cuál es el alcance de este derecho? Evidentemente no se refiere a la asociación para fines temporales, ya que esta cuestión no se debate en el ámbito del sistema normativo canónico. La Iglesia, a través de su Magisterio, ha proclamado la existencia de este derecho, pero lo ha hecho en su función de intérprete del Derecho natural, saliendo al paso de eventuales abusos de poder en la sociedad civil. Por otra parte no parece que tenga mucho sentido que los fieles se asocien entre sí para tareas temporales. La línea marcada por la Constitución Gaudium et Spes debe llevar a los católicos a cooperar con todos los hombres de buena voluntad, sin distinción de credo religioso en virtud de la solidaridad para la edificación de la ciudad terrena que liga a todo el género humano [68]. Las agrupaciones de católicos con fines temporales tienen el peligro de empañar el genuino sentido del diálogo de la Iglesia y el mundo y, en todo caso, plantean un problema ajeno por completo al Derecho canónico.
El derecho de asociación en la Iglesia que asiste a los laicos tiene que referirse necesariamente a fines espirituales y concretamente a cuestiones propias de su peculiar misión eclesial [69]. No es posible llegar a otra conclusión si se acepta el presupuesto de que les compete como un derecho derivado de su estatuto jurídico-canónico. Por tanto. las asociaciones a que de lugar su ejercicio habrán de tener como fines el cultivo de la espiritualidad o la acción apostólica; bien entendido que esta última ha de ser un apostolado genuinamente laical; es decir, relacionado con la misión de buscar el reino de Dios tratando y ordenando las cosas temporales.
Los dos presupuestos señalados delimitan nítidamente el campo propio del derecho de asociación laical. No puede tender a fines temporales, porque caería fuera del ámbito del ordenamiento de la Iglesia; por otra parte, para tender a fines eclesiásticos, es decir, propios de la jerarquía, la voluntad de asociarse necesita ser integrada por la misión o mandato que los laicos no tienen como propios, sino que les tienen que ser otorgados. El derecho de asociación laical tiene como el más genuino campo para su ejercicio la dimensión espiritual y apostólica de la secularidad: la coordinación de esfuerzos para el perfeccionamiento espiritual de acuerdo con las exigencias de la vida en el mundo; la coordinación de actividades para un apostolado en los medios profesionales, pero no para tareas profesionales; la formación doctrinal necesaria para ordenar las cuestiones temporales de acuerdo con la doctrina de la Iglesia, pero no las soluciones temporales en cuanto tales.
Este derecho ha de ser reconocido por las normas canónicas. Veamos cuál puede ser el alcance de este reconocimiento [70]:
Puede haber asociaciones sin ningún tipo de reconocimiento, fruto de la espontánea confluencia de esfuerzos, del libre intercambio de inquietudes y experiencias. Este modo de asociarse ha sido explícitamente reconocido por el Concilio, sin más limitaciones que la prohibición de usar, sin autorización expresa de la Jerarquía, la denominación de católicas para las instituciones surgidas de este modo. Evidentemente, en este caso la Jerarquía no asume ningún tipo de responsabilidad con respecto a la asociación, aunque la alabe o recomiende.
También es posible que el proyecto de asociación aspire a constituirse como institución jurídicamente reconocida por el ordena miento de la Iglesia. En este caso la Jerarquía habrá de proceder a la aprobación de la asociación, acto que como es sabido no implica el reconocimiento de una personalidad jurídico-canónica, que en muchos casos será innecesaria.
Finalmente, si la asociación prevé el empleo de bienes con la calificación de eclesiásticos, será necesaria la personalidad jurídica, que la. Jerarquía otorga mediante el decreto de erección.
Estos actos de la autoridad suponen una apreciación prudencial sobre su oportunidad o utilidad; será necesario; sin embargo que la futura legislación canónica establezca unos límites a la discrecionalidad, para que se armonicen las exigencias del poder pastoral con una verdadera protección del derecho de asociación que ha proclamado el Concilio.
La técnica canónica debe también distinguir cuidadosamente entre estas tres posibles actitudes de la autoridad eclesiástica frente a las asociaciones -no intervención, aprobación y erección- cuyo gobierno compete a los propios laicos y un fenómeno jurídico-canónico que frecuentemente se plantea de manera paralela: cuando un grupo de laicos se asocia para fines de perfeccionamiento espiritual o de apostolado se caracteriza con unas peculiares exigencias que en muchos casos han de ser tenidas en cuenta a efectos de la organización de la acción pastoral. He aquí la conexión entre un problema, al que ya hemos aludido en su vertiente personal, y las asociaciones. La autoridad eclesiástica puede -y en muchos casos debe- tener en cuenta los fenómenos de asociación a efectos de determinadas modalidades de las tareas pastorales: exigencias de unas actitudes de radicalismo cristiano de una formación adecuada a determinadas actividades apostólicas, etc. El fenómeno puede revestir alcance muy variado: desde la designación de un asistente eclesiástico para atender las peculiares necesidades espirituales de los miembros de una asociación, hasta fenómenos mucho más complejos que afecten a la regulación del ámbito de ejercicio del poder pastoral. Es evidente que esta consecuencia de las asociac1ones laicales no brota del derecho de asociación; porque la regulación de la acción pastoral pertenece en exclusiva a la Jerarquía. Pero las estructuras institucionales que surjan del ejercicio del derecho de asociación pueden originar los presupuestos de hecho que hagan aconsejable la decisión jerárquica, de manera análoga a como lo originan a veces la lengua, el rito o la profesión de los fieles. Y ello se relaciona con otra manifestación del estatuto personal: el derecho de los fieles a una atención pastoral adecuada a sus circunstancias.
Ya hemos expuesto los problemas fundamentales que afectan al estado laical. Es necesario, sin embargo, aludir brevemente, a las actividades que los laicos pueden realizar en la Iglesia que exceden al contenido de su peculiar misión eclesial. Los hombres que por el bautismo quedan destinados a tratar y ordenar las cuestiones temporales pueden también, excepcionalmente, desempeñar funciones estrictamente eclesiásticas en sustitución del clero, en virtud de una peculiar misión canónica o colaborar con el apostolado jerárquico, con el oportuno mandato de la autoridad eclesiástica [71].
El documento más importante del Concilio Vaticano II, la Constitución dogmática Lumen Gentium, ha aludido expresamente a la cuestión: "...los laicos pueden también ser llamados de diversos modos a una cooperación más inmediata con el apostolado de la Jerarquía... por lo demás, son aptos para que la Jerarquía les confíe el ejercicio de determinados cargos eclesiásticos, ordenados a un fin espiritual" [72].
Los laicos pueden, por tanto, desempeñar "quaedam munera ecclesiastica"; tal es el caso, por ejemplo, de esos catequistas que, incluso con una dedicación plena a su misión apostólica y con una retribución económica con cargo al patrimonio de la Iglesia, desempeñan un papel importante en tierras de misión y, en general, en aquellos lugares donde más se deja sentir la falta de clero. Su peculiar función, bien próxima a la clerical, quedó muy significativamente puesta de relieve en la viva discusión conciliar sobre el diaconado estable, en la que se aludió a ellos como ejemplo de personas entre las que podían ser reclutados los diáconos [73], dándose así una mayor base a su actividad en relación con la predicación y celebración de la palabra de Dios y con la administración de algunos sacramentos.
En cuanto a la colaboración con el apostolado jerárquico y el tema del mandato, baste aludir a las vivas discusiones en torno a la Acción Católica y a la definición que de ella nos ofreció su gran impulsor Pío XI. Es bien sabido que la famosa definición del gran pontífice -"participación de los seglares en el apostolado jerárquico de la Iglesia"- llevó a un autor a sugerir que los dirigentes de Acción Católica recibieran las órdenes menores [74]. Y no parece ajena a estas preocupaciones doctrinales la preferencia de Pío XII por sustituir la palabra "participación" por "colaboración", al repetir la definición de su antecesor [75].
No parece éste el momento de discutir si la Acción Católica debe dirigir sus esfuerzos en la actualidad a las tareas específicas de los laicos en orden a tratar y ordenar según Dios las cosas temporales (con tal de que no haga fin propio la solución de cuestiones estrictamente profanas) o a colaborar con las tareas propias de la Jerarquía, lo cual depende en fin de cuentas de las decisiones de la Santa Sede y de los Episcopados, a la vista de las necesidades del apostolado de la Iglesia, y de los impulsos que muevan a sus asociados. Pero es evidente que en caso de dirigir sus esfuerzos a la colaboración con el apostolado jerárquico, su misión rebasa las posibilidades del estatuto personal de los laicos y se explica por una peculiar llamada de la Jerarquía.
Lo que aquí nos interesa es señalar los problemas jurídico-canónicos de estas peculiares misiones que los laicos pueden desempeñar y que se plantean a propósito del derecho de asociación y de la misma concepción doctrinal del estado laical.
Por lo que se refiere a la primera de estas cuestiones es evidente que no existe un derecho de asociación para el ejercicio de "munera ecclesiastica", ya que la habilitación para este tipo de funciones no brota de la voluntad de asociarse, sino de la misión de la Jerarquía. Otra cosa bien distinta es el derecho, que sin duda asiste, a los que han recibido la "missio" para asociarse con fines relacionados con sus peculiares necesidades [76].
En cuanto al tema del mandato hay que señalar que el Decreto del Vaticano II sobre el apostolado seglar prevé que lo pueden recibir asociaciones, pero en todo caso, también procede de la Jerarquía, no de la voluntad de asociarse. La Jerarquía puede hacerlo bien promoviendo ella misma las asociaciones, fomentando la adhesión de los laicos a ellas y, por supuesto, reservándose el derecho de condicionar las peticiones de incorporación, u otorgándolo a asociaciones ya constituidas [77].
Son conocidas las discusiones surgidas entre los cultivadores de la "laicología" sobre si pueden considerarse estrictamente laicos, los fieles que han recibido misión o mandato en relación con el apostolado jerárquico. En este sentido, se ha puesto de relieve que la Constitución Lumen Gentium no contiene una definición del laico, sino una descripción tipológica [78], con lo cual quedaría abierta la discusión doctrinal, pese a que el citado documento conciliar admite expresamente, como ya hemos recordado, que los laicos pueden ser llamados por la Jerarquía incluso para desempeñar cargos eclesiásticos.
No creo, sin embargo, que se pueda dudar de la condición laical de estos fieles, ni en sentido teológico, puesto que su participación en el sacerdocio de Cristo es común y no ministerial, ni en sentido jurídico, ya que la atribución de sus peculiares tareas no modifica los derechos y deberes personales. Las facultades adquiridas por la misión canónica o por el mandato son reconducibles al "munus", pero no, al menos en el actual estadio de la legislación canónica, al estatuto personal.
Lo que no puede negarse es que este tipo de actividades no surgen del estatuto personal del laico; pero ello no puede llevar a una concepción rígida de la teoría del estatuto personal en el ordenamiento de la Iglesia. En la Constitución Lumen Gentium se dice: "Los que recibieron el orden sagrado, aunque algunas veces pueden tratar asuntos seculares, incluso ejerciendo una profesión secular, están ordenados principal y directamente al sagrado ministerio" [79]. Pues bien, del mismo modo que la destinación principal y directa al sagrado ministerio no excluye necesariamente el ejercicio de una profesión secular, la destinación principal y directa del laico a la santificación de las realidades terrenas, no excluye tampoco excepcionales intervenciones en las tareas eclesiásticas.
Sin embargo la excepcionalidad de estas tareas se manifiesta claramente en que la atribución a un laico de la "missio canonica" sólo puede hacerse por su libérrima aceptación, y cualquier invitación de la Jerarquía debe ser respetuosa con el derecho a vivir con plenitud la vocación laical [80] Pero quizás no esté de más recordar en este momento de la historia de la Iglesia en que se ha encontrado el sentido genuino de la misión del laico, que sería muy dudosa la conducta del que por un prurito de laicidad se negara a suplir al clero cuando, por persecución o escasez de ministros sagrados, estuviera en peligro la acción redentora de la Iglesia. En fin de cuentas, toda consideración de estado cede ante las exigencias que radican en la unidad del Pueblo de Dios.
VIII
Quien trate de señalar los rasgos más característicos de la doctrina del Concilio Vaticano II no podrá menos que destacar dos aspectos, íntimamente relacionados entre sí, cuya formulación puede parecer paradójica.
Por una parte, en todos los documentos conciliares late una visión de la Jerarquía eclesiástica eminentemente religiosa; es evidente el deseo del Concilio de que el poder entregado por Cristo a la Iglesia sobrenatural por su origen y por su fin, se ejerza exclusivamente para la salvación de las almas.
Pero, por otra parte, jamás se ha mostrado la Iglesia tan abierta a los problemas del mundo, porque sabe que todas las realidades terrestres y todos los afanes humanos tienen una dimensión sobrenatural.
Y es que, en fin de cuentas, la Iglesia del Vaticano II se ha encontrado, como era inevitable que ocurriese, con esa tensión entre lo espiritual y lo temporal, que ha atormentado a lo largo de la historia a muchos espíritus.
La Iglesia tiene el deber de respetar la autonomía de lo temporal; pero, al mismo tiempo, está llamada a decir al mundo que para todos los problemas tiene la ley divina una orientación.
La Constitución pastoral Gaudium et Spes, siguiendo la línea de las Encíclicas de los últimos pontífices, ha proclamado el papel que al Magisterio de la Iglesia compete en relación con las cuestiones temporales y lo ha ejercido de hecho, ofreciendo una síntesis de los principios fundamentales de la doctrina de la Iglesia acerca de los grandes problemas de la sociedad, la cultura, la política o el desarrollo económico. En cambio, ha procedido con extraordinaria sobriedad a la hora de recordar la potestas Ecclesiae in temporalibus y ha pedido a los clérigos que no pretendan ofrecer siempre soluciones concretas sobre los problemas del mundo por no ser esa su misión [81].
En cambio, ha proclamado que a la conciencia bien formada del laico "toca lograr que la ley divina quede gravada en la ciudad terrena" [82].
Precisamente porque el laico tiene su misión eclesial dirigida a "ordenar según Dios las cuestiones temporales", ha de estar desprovisto de poder eclesiástico. Y en esta condición del laico, testigo de Cristo sin poderes canónicos, tienen la Iglesia y el mundo una garantía contra cualquier riesgo de hierocratismo [83].
El laico oye la voz del Magisterio de la Iglesia, cuya formulación en manera alguna le compete y debe, con plena responsabilidad y libre de cualquier coacción, resolver a su luz los problemas humanos. Pero para cumplir bien esta misión necesita una doble garantía de libertad: que el Estado no le coaccione en su vida religiosa y que las autoridades eclesiásticas no le coaccionen en sus decisiones temporales.
El Concilio Vaticano II, que en la Declaración Dignitatis Humanae ha pedido a los Estados que tutelen la libertad religiosa de los hombres, ha recordado a los sagrados pastores en la Constitución Lumen Gentium que reconozcan cumplidamente a los laicos, "la justa libertad que les compete en la sociedad temporal" [84].
Pedro Lombardía, en dadun.unav.edu/
Notas:
38. Cfr. Const. Lumen Gentium, n. 37; Decrt. Apostolicam actuositatem, n. 24.
39. Ecclesiam suam, I (A.A.S. 56, 1964, pág. 625).
40. Vid. especialmente Const. Lumen Gentium, n. 9.
41. «Ecclesia, ad quam in Christo lesu vocamur orones et in qua per gtatiam Dei sanctitatem acquirimus, nonnisi in gloria coelesti consummabitur, quando adveniet tempus restitutionis omnium (cf. Act. 3, 21) atque cum genere humano universus quoque mundus, qui intime cum homine coniungitur et per eum ad finem suum accedit, perfecte in Christo instaurahitur (cf. Eph. 1, 10; Col 1, 20; 2 Pet. 3, 10-13)» (Const. Lumen gentium, n. 48).
42. «Cum autem Ecclesia sit in Christo veluti sacramentum seu signum et instrumentum intimae cum Deo unionis totiusque generis humani unitatis... » (Const. Lumen gentium, n. 1).
43. «Ad hoc nata est Ecclesia ut regnum Christi ubique terrarum dilatando ad gloriam Dei Patris, omnes homines salutaris redemptionis participes efficiat, et per eos mundus universus re vera ad Christum ordinetur. Omnis navitas Corporis Mystici hunc m finem directa apostolatus dicitur quem Ecclesia per omnia sua membra, variis quidem modis, excercet; vocatio enim christiana, natura sua, vocatio quoque est ad apostolatum» (Decrt. Apostolicam Actuositatem, n. 2).
Parece evidente, por tanto, que la doctrina conciliar debe llevar a una noción de apostolado que refleje la vitalidad, variedad y riqueza de esta realidad eclesial. Como es sabido, la doctrina ha incurrido en una serie de imprecisiones que se explican: a) por la tendencia a fijarse sólo en manifestaciones institucionales y asociadas, dejando en penumbra las derivadas de la dimensión personal de la vocación sobrenatural del cristiano, o b) por ver prevalentemente el apostolado como labor de cooperación con la Jerarquía y no como algo que puede derivarse directamente de la misión que cada fiel tiene en la Iglesia, en conexión con su dignidad y libertad de cristiano. El concepto de asociación apostólica y los fenómenos de cooperación con el apostolado jerárquico no pueden desdibujar el carácter primario y radical de la vocación al apostolado de todo fiel. Que este tipo de apostolado pueda calificarse de privado, no debe oscurecer la importancia y radicalidad de su significación eclesial. Para el estado de la cuestión antes del Concilio y bibliografía vid. N. JUBANY, La misión canónica y el apostolado de los seglares, en «La potestad de la Iglesia» (Barcelona... 1960), págs. 459-526.
44. Vid. sobre esta cuestión Encl. Ecclesiam suam, II (A.A.S., 56, 1964, págs. 626-636).
45. Vid. Const. Lumen Gentium, cap. IV y V.
46. Cfr. Decrt. Apostolicam actuositatem, n. 4.
47. Decrt. Apostolicam actuositatem, n. 19. El fundamento de Derecho natural fue reconocido expresamente en la respuesta de la comisión al «modus» 129 de la elaboración del Decrt. Presbyterorum Ordinis aprobada en la Congregación general del 2-XII-1965: «Non potest negari Presbyteris id quod laicis, attenta dignitate humanae, Concilium declaravit congruum, utpote iuri naturali consenctaneum».
48. Vid. Decrt. Apostolicam actuositatem, n. 24.
49. «Omnibus igitur christifidelibus onus praeclarum imponitur ad laborandi ut divinum salutis nuntium ab universis hominibus ubique terrarum cognoscatur et accipiatur» (Decrt. Apostolicam actuositatem, n. 3).
50. «Est in Ecclesia diversitas ministerii, sed unitas missionis. Apostolis eorumque successoribus a Christo collatum est munus in ipsius nomine et potestate docendi, sanctificandi et regendi. At laici, muneris sacerdotalis, prophetici et regalis Christi participles effecti, suas partes in m1ss10ne totius populi Dei explent in Ecclesia et in mundo» (Decrt. Apostolicam actuositatem, n. 2). Por su parte, la Const. Lum1;n ger¡tium señala : «Sacerdotium autem commune fidelium et sacerdotium ministeriale seu hierarchicum, licet essentia et non gradu tantum differant, ad invicem tamen ordinantur; unum enim et alterum suo peculiari modo de uno Christi sacerdotio participanh (n. 10).
51. Sobre la noción de secularidad y la génesis de los textos conciliares sobre la cuestión vid. A. DEL PORTILLO, El laico en la Iglesia y en el mundo, en «Nuestro Tiempo», 26 (1966), págs. 297-316.
52. «Laíci officium et ius ad apostolatum obtinent ex ipsa sua cuin Christo Capite unione. Per baptismum enim corpori Christi mystico inserti, per Confirmationem virtute Spiritus Sancti roborati, ad apostolatum ab ipso Domino deputantur» (Decrt. Apostolicam actuositatem, n. 3). «Apostolatus autem laicorum est participatio ipsius salvificae missionis Ecclesiae, ad quem apostolatum omnes ab ipso Domino per baptismum: et confirmatíonem deputantur» (Const. Lumen Gentium, n. 33).
53. Cfr. Decrt. Apostolicam actuositatem, nn. 28 y 29.
54. Cfr. Decrt. Apostolicam actuositateni, nn. 14 y 32.
55. Cfr. Const. Sacrosantum Concilium, especialmente n. 14.
56. Cfr. sobre esta cuestión J. ARIAS, El «consensus communitatis» en la eficacia normativa de la costumbre (Pamplona, 1966).
57. No parece inútil recordar este aspecto de la cuestión, dada la tendencia a confundir el destino del clero a los sagrados ministerios con una especie de monopolio en el cultivo científico de las disciplinas sagradas. Basten dos síntomas para recordar el fenómeno: la actitud poco decidida, adoptada al respecto por un autor tan benemérito en el estudio del laicado como Congar (Jalons..., cit., págs. 428-449) y el hecho frecuentísimo de denominar «Teología para laicos a ciertos cursos o libros de divulgación, en manera alguna adecuados para los laicos especialistas en la materia, y que no serían inútiles para muchos clérigos.
58. Vid., entre otros, Decrt. Christus Dominus, nn. 10 y 27.
59. Alloc. 17-11-1950 (A. A. S., 17, 1950, pág. 256). .
60. «Laici sicut omnes christifideles... Pro scientia, competentia et praestantia quibus pollent, facultatem, immo aliquando et officium habent suam sententiam de iis quae bonum Ecclesiae respiciunt declarandi» (Const. Lumen Gentizlm, n. 37).
61. Después del Decrt. Inter mirifica del Vaticano II vid. A. BENITO, La Iglesia y la información, en «Nuestro Tiempo», 20 (1964) págs. 67-73
62. Vid. supra IV e infra VIII.
63. Cfr. Const. Lumen Gentium, n. 28; Decrt. Christus Dominus, nn. 16 y 30; Decret. Presbyterorum ordinis, nn. 2, 3, 4 y 9.
64. Cfr. Decrt. Apostolicam actuositatem, n. 25.
65. Vid. Decr. Presbyterorum ordinis, n. 10.
66. Vid. Motu proprio Ecclesiae Sanctae de 6-VIII-1966, I, 4.
67. Vid. supra V, especialmente nota 47.
68. Cfr. Const. Gaudium et Spes, cap. 11. «Laicis... Libenter cum hominibus eosdem fines prosequentibus cooperabuntur» (Ibid. n. 43). Cfr. también Decr. Unitatis redintegratio, n. 12.
69. Vid. Decrt. Apostolicam actuositatem, cap. 11.
70. Vid. sobre este punto Decrt. Apostolicam actuositatem, n. 24.
72. «… laici insuper diversis modis ad cooperationem magis immediatam cum aposto latu Hierarchiae vocari possunt... Praeterea aptitudine gaudent, ut ad quaedam munera ecclesiastica, ad finem spiritualem exercenda, ad Hierarchia adsumantur» (n. 33),
73. Según la relatio correspondiente al esquema de 1964 de la Constitución conciliar sobre la Iglesia «fautores (del diaconado estable) fere omnes cogitant de duabus categoriis diaconorum,... aut de catechistis, cooperatoribus et huiusmodi, qui etiam nunc efformantur et ab Ecclesia sustentantur (págs. 109-110).
74. LECLERCQ escribió en 1928, en la revista «Cité Chretienne», estas palabras: «Les dirigeants d'Action Catholique devraient recevoir un ordre mineur qui manifesta rait bien qu'ils sont investis dans l'Eglise d'une fonction officielle» (Cit. por A. ALONSO LOBO, Que es y que no es la Acción Católica, Madrid 1950, pág. 37, nota 36).
75. Sobre el sentido de los términos «participación» y «colaboración» en los textos pontificios sobre la Acción Católica vid., entre la abundante bibliografía, CONGAR, Jalons... cit., págs. 508-514; ALONSO LOBO, Que es y que no es la Acción Católica, cit., págs. 111-134.
76. Vid. texto cit. en la nota 47. Aunque el Concilio sólo se ha referido a los laicos y a los presbíteros, la misma razón apuntada en la respuesta de la Comisión doctrinal es evidentemente aplicable a los clérigos no presbíteros (piénsese en el diaconado estable cuya restauración se prevé en la Const. Lumen Gentium, n. 29). Y tampoco puede dudarse de la posibilidad de asociarse, para sus necesidades específicas·, de los laicos que tengan en común haber recibido la «missio».
77. Cfr. Decrt. Apostolicam actuositátem, nn. 20 y 24.
78. «... Concilium non proponit definitionem ontologicam laici, se potíus descriptionem, typologicam (Relatio correspondiente al esquema de 1964 de la Const. de Ecclesia; pág. 127 del esquema).
79. «Membra enim ordinis sacri, quamquam aliquando in saecularibus versari possunt, etiam saecularem professionem exercendo, ratione suae particularis vocationis praecipue et ex professo ad sacrum ministerium ordinantur..., (n. 31).
80. «Laici sive sponte sese offerentes, sive invitati ad actionem et directam cooperationem cum apostolatu hierarchico... (Decrt. Apostolicam actuositatem, n. 20). El subrayado es nuestro.
81. Los textos fundamentales están recogidos en el n. 76. No es este el lugar adecuado para analizar la doctrina del Concilio Vaticano II sobre la potestas Eclesie in temporalibus, tema como es bien sabido particularmente complejo a lo largo de la historia. El estado de la cuestión antes del Concilio, con abundantes referencias bibliográficas, puede encontrarse en el estudio de A. DE LA HERA, Posibilidades actuales de la teoría de la potestad indirecta en «Iglesia y Derecho» (Salamanca 1964), págs. 775-800. Teniendo en cuenta los citados textos de la Const. Gaudlium et Spes, se ha ocupado de la cuestión V. DE REINA, La teoría de la potestad indirecta: precisiones, en «VII Congreso Internacional de Derecho Comparado, Ponencias españolas» (Barcelona 1966), págs. 7-17.
83. Esta idea ha sido apuntada por DE LA HERA, Posibilidades: cit., pág.: 799-800. Vjd. También las observaciones de DE REINA, La teoría..., cit, págs. 15-17.
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