I. El disenso en democracia vs. la proliferación de determinados mensajes no amparables en el ordenamiento [1]
En un Estado que se considera democrático, cualquier afirmación o cualquier información tiene que poder ser discutida. Lo cual significa, por un lado, que no cabe establecer una verdad única ni conformar una opinión pública de tal modo que de facto se imponga aquella de forma general, y, por otro lado, que es necesario garantizar la capacidad libre e informada de disentir sobre cualquier asunto, incluso admitiendo opiniones que puedan molestar al Estado o a un conjunto de la población [2]. Como señalaba Revenga Sánchez, «la fortaleza del sistema democrático radica en admitir, más aún, en propiciar, el cuestionamiento permanente de las decisiones que adoptan y ejecutan quienes tienen legitimidad para hacerlo. En democracia no hay verdades oficiales de naturaleza trascendente, ni ámbitos de decisión vedados a la confrontación pública» [3]. De hecho, como defiende Villaverde Menéndez, hallar la verdad no es el objeto del debate de ideas, en el cual ningún mensaje puede arrogarse privilegio alguno apelando a su condición de verdadero [4]. Ahora bien, en el debate público, junto al intercambio de ideas, se produce en numerosas ocasiones una transmisión de información o se expresan ideas que se sustentan en hechos que —estos sí— pueden ser veraces o no.
También es cierto que, en ese debate público, aun admitiendo que el disenso e incluso la crítica feroz son admisibles, en ocasiones cabe poner coto a la transmisión pública de ciertas expresiones e informaciones cuando dañan derechos o valores fundamentales recogidos en el ordenamiento jurídico. En este trabajo, nos interesa especialmente plantear la cuestión cuando ese daño se genera porque lo que se transmite falta a la veracidad [5], lo cual puede suceder cuando se ejerce la libertad de información, pero también cuando se transmiten opiniones acompañadas de una base fáctica deliberadamente falsa; o simplemente podríamos preguntarnos si la libertad de expresión (política [6]) permite mentir y en qué ocasiones, me refiero a intervenir en el debate público para expresar criticas, defender y propagar las propias ideas o con cualquier otra finalidad, transmitiendo hechos que faltan a la veracidad, incluso a veces, son radicalmente falsos.
Cabe incluso plantearse si existe un derecho a mentir, cuestión que abrió un intenso debate entre Kant y Constant. El tema sobre el que polemizaron fue sobre la existencia de un deber incondicionado de decir siempre la verdad. Para Kant, situándose en el plano de la moral, defendía que «ser verdadero/verídico (honesto) en todas nuestras declaraciones» es un sagrado mandato de la razón [7], es un deber incondicionado [8]. Constant discrepaba al defender que: «el principio moral que declara ser un deber decir la verdad, si alguien lo tomase incondicional y aisladamente, tornaría imposible cualquier sociedad (…) Este principio, aislado, resulta inaplicable. Destruiría la sociedad» [9]. En definitiva, este segundo autor defendió que hay supuestos en los que ese deber queda desplazado, aportando ejemplos concretos de situaciones en las que decir la verdad podría equivaler a hacer mal, situándose en una posición que no se articula bien con la idea de que no es conveniente mentir al pueblo en ningún caso, que había defendido Condorcet [10].
La pregunta es cuándo podemos decir que se ha cruzado esa línea roja que separa lo que aún cabe considerar crítica, o defensa de puntos de vista discrepantes u opiniones políticas sustentadas en hechos veraces, de las opiniones o informaciones que manipulan los hechos que transmiten e incluso incurren en la falsedad o en la mentira, más incardinable en lo que ha venido a denominarse fake news o desinformación. El problema es que, cuando esto sucede, ello repercute negativamente en la conformación de esa deseable opinión pública libre, y crea una sociedad que no es capaz de ponerse de acuerdo sobre hechos básicos, lo que impide construir una democracia funcional [11]. Porque la democracia se asienta sobre un debate público, plural e informado; no solo la libre opinión, sino igualmente la información es esencial. Sánchez Ferriz advertía que se precisa de una información completa y verídica, que cree un clima de confianza. «El público preferirá que se le diga lo peor —al menos así podrá reaccionar tomando una postura basada en la realidad— a saberse engañado» [12].
En definitiva, lo que interesa es determinar si hay afirmaciones, —bien provenientes del gobierno o de ciudadanos o de asociaciones o partidos políticos, no importa—, que, por su absoluto desprecio al rigor informativo o por su manifiesta intención de engañar, no son admisibles. La democracia exige libertad informativa y de expresión, exige participación y debate, pero en esa interacción hay unas mínimas reglas de juego que deben respetarse cuando ciertas expresiones o la comunicación de determinados hechos falaces confrontan con bienes jurídicos constitucionalmente protegidos. Posiblemente debamos determinar cuáles son esos mínimos exigibles para una pacífica convivencia, si queremos hablar de una garantía democrática básica.
II. El fácil influjo de determinados mensajes falsos en la opinión pública en la era de internet
El poder que otorga el manejo de información, —no solo la veraz sino también la falsa—, para la conformación de la opinión de la ciudadanía es una realidad de la que se es consciente ya hace muchos años [13]. Tal vez lo que ha cambiado es la ingente cantidad de información de la que se dispone hoy y los efectos que ello genera. La sociedad de la información en la que vivimos ofrece tantas fuentes informativas por vía tradicional o telemática que hace difícil al ciudadano hacerse con la imagen completa de todos los datos como para tener una opinión verdaderamente contrastada y, por lo tanto, fundada. Innenarity advertía de que la creciente complejidad de lo político en nuestras democracias dificulta que haya una opinión pública competente a la hora de entender y juzgar lo que está pasando, algo que entra en plena contradicción con uno de los presupuestos normativos básicos de la democracia. Cuando los ciudadanos o electores no consiguen comprender lo que está en juego, entonces la libertad de opinión y decisión pueden ser consideradas un reconocimiento formal irrealizable [14].
En este campo de la super-información es donde determinados mensajes pueden acabar calando en la opinión pública frente a otros, cosa que puede suceder de manera fortuita o, en la mayor parte de las ocasiones, de una forma pretendida. De hecho, se habla del empleo de las emociones en las democracias actuales, de lo que ha venido a denominarse «emocracia» [15]. Consiste en propiciar la comunicación o trasmisión de emociones que acaban predominando sobre la razón. Son lo que la filósofa Nussbaum denomina emociones públicas o políticas [16]. Ello conduce a la formación de una voluntad colectiva, basada en las emociones mayoritariamente aceptadas de forma colectiva y exacerbadas por quien tiene la capacidad de hacerlo (los medios, los gobiernos, movimientos políticos, líderes…) Ya hablaba Aristóteles, en su Retórica, de las emociones [17] y explicaba cómo el buen orador conoce el arte de utilizarlas y provocarlas en el público para conseguir de él que haga lo que debe, en el mejor de los casos, o, en el peor de los casos, que haga lo que al orador o al político le interesa. Explicaba de qué forma el discurso público puede cambiar el estado de ánimo de quienes lo escuchan, gracias al uso de los tópicos, las figuras del lenguaje, y el poder de la elocuencia. Eso mismo es lo George Orwell parecía querer decir con aquello de que «El lenguaje político…está diseñado para hacer que las mentiras suenen confiables y el asesinato respetable; y para darle la apariencia de solidez al mero viento» [18].
En ocasiones, todo ello conduce al final a lo que se ha denominado posverdad. Como se ha indicado, este término [19] ha venido reflejando que aquello que las personas sienten ante un estímulo, sus emociones respecto de una idea o de un líder o sus sensaciones subjetivas influyen de una forma más efectiva en la toma de decisiones que los datos y estadísticas objetivas o los hechos comprobados, siendo más importantes para ellos que la verdad. Se señalaba a Donald Trump como el máximo exponente de la política posverdad, una confianza en afirmaciones que se «sienten verdad», pero no se apoyan en la realidad. «La posverdad, por tanto, puede ser una mentira asumida como verdad o incluso una mentira asumida como mentira, pero reforzada como creencia o como un hecho compartido en una sociedad» [20]. La cuestión es que la posverdad no constituye un arma solo a disposición de la clase política dominante, sino que el uso de la misma supone un recurso poderosísimo para aquellos recientes movimientos que quieren alcanzar el poder o afianzar en la opinión pública determinados mensajes extremos, populistas o excluyentes.
En el debate político, junto a ese predominio de los argumentos emocionales sobre los racionales, no es extraño encontrar mensajes que recurren a la simplificación dicotómica del discurso, a la promesa de medidas políticas o sociales o la utilización de afirmaciones destinadas todas ellas a ganarse la adhesión de la población, y a discursos demagógicos, populistas o extremos. El problema es cuando todas esas herramientas, que son legítimas en democracia, empiezan a ser sustituidas por verdades a medias, informaciones tergiversadas e incluso falsedades que causan —todas ellas— un impacto notable en la opinión pública. La inquietud aparece cuando la mentira y el engaño se convierten en un instrumento con el que influir en el proceso democrático.
Y la preocupación mayor surge cuando las falsedades o mentiras generan daño a los valores constitucionales básicos o a derechos de terceros o buscan infundir en la opinión pública el odio o rechazo hacia determinados colectivos. De hecho, entre los mensajes utilizados por determinados movimientos o líderes políticos no faltan aquellos que podríamos encuadrar dentro de lo que se conoce genéricamente como discurso del odio o de la discriminación [21]. El recurso a mensajes que atribuyen falsamente a determinados colectivos la culpa de alguno de los «males» del país es más que habitual [22]. Numerosas veces se trata de campañas de difusión del miedo que ayudan a extender entre sectores de la población ese pensamiento acrítico e irracional del que hablábamos anteriormente y el rechazo a determinados colectivos [23]. En un epígrafe posterior nos referiremos más a estas cuestiones. El caso es que, no pocas veces, se consigue que los ciudadanos dejen de opinar conforme a parámetros de valores colectivos, de los valores y principios que nos hemos dado en democracia, y pasen a construir su pensamiento desde un seguidismo acrítico que repite eslóganes que faltan a la verdad y discriminan.
En una línea parecida, hemos de plantearnos qué sucede con los mensajes que se sustentan en datos falsos que incitan a la población a actuar de un determinado modo, poniendo con ello en riesgo otros valores importantes como la seguridad o la salud. El ejemplo paradigmático lo encontramos en la proliferación de discursos negacionistas (y proselitistas) sobre la gravedad de la Covid-19 que invitan a no hacer uso de mascarillas, la distribución masiva de mensajes falsos sobre remedios a la enfermedad o las falsedades difundidas sobre las vacunas contra el virus. Son todo muestras de la trascendencia de analizar si cabe establecer límites a la libertad de expresión cuando esta va acompañada o sustentada en datos que se saben falsos y, además, ello puede generar un perjuicio para determinados individuos o para la colectividad.
Está demostrado el enorme poder político que la desinformación y los bulos pueden tener en ciertos momentos en la opinión pública y cómo los canales electrónicos de comunicación pueden potenciar su influencia [24]. Así se ha comprobado durante la pandemia del Covid-19, pero ya se había hecho con anterioridad. No hay más que recordar cómo la circulación de noticias falsas y la manipulación de la opinión de los ciudadanos a través de las redes sociales estuvo detrás de acontecimientos como el resultado del referéndum del Brexit o la victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales de 2016, donde no pocas voces apuntaron hacia el gobierno ruso como el artífice de las webs y redes sociales que estuvieron detrás de aquellas noticias falsas. Se han obtenido pruebas concluyentes de que los hackers soviéticos, al igual que chinos, se han convertido en expertos de la manipulación pública en numerosas contiendas políticas alrededor del mundo [25], y la reacción por parte de muchos gobiernos y organizaciones internacionales no se ha hecho esperar [26].
Efectivamente, esos discursos e informaciones manipuladas que faltan a la veracidad de los flujos informativos pueden tener tal repercusión en la opinión pública, desestabilizar gobiernos, influir en unas elecciones o poner en riesgo la seguridad, que tanto en el ámbito nacional como supranacional se han propuesto diversas medidas para lucha contra el fenómeno. La ONU expresó en 2017 su preocupación por el tema en la Declaración conjunta sobre Libertad de Expresión y Noticias Falsas, Desinformación y Propaganda (3 de mayo de 2017). La Unión Europea en 2018 aprobó un Plan de Acción contra la desinformación [27] y recientemente la Comisión Europea, en la nueva Estrategia de Seguridad de la Unión (24 de junio de 2020) hacía hincapié en la lucha contra «las campañas de desinformación y la radicalización de la narrativa política» [28]. En la misma línea han actuado diferentes Estados. Por concretar en España, ha de recordarse que en la Estrategia de Seguridad Nacional de 2017 ya se citaba la desinformación como una de las amenazas para la seguridad, y la Directiva de Defensa Nacional (DSN), adoptada el 11 de junio de 2020, fijaba también entre los grandes objetivos de defensa el uso de instrumentos para luchar contra esas técnicas manipulativas que utilizan las mentiras con un propósito determinado causando un perjuicio colectivo. Recientemente, con el objetivo de responder a dicho fenómeno se daba a conocer la Orden PCM/1030/2020, de 30 de octubre, por la que se publica el Procedimiento de actuación contra la desinformación aprobado por el Consejo de Seguridad Nacional. Se trata de una disposición que busca dar cumplimiento a las previsiones supranacionales y parte precisamente de señalar que «el acceso a información veraz y diversa es uno de los pilares que sustentan a las sociedades democráticas y que deben asegurar las instituciones y administraciones públicas, porque se conforma como el instrumento que permite a los ciudadanos formarse una opinión sobre los distintos asuntos políticos y sociales». Con posterioridad nos referiremos a estas disposiciones.
III. La complicada determinación de lo que es verdad y lo que es mentira
Se venía hablado más arriba de verdades a medias, de manipulación de la verdad, de mentiras o de hechos/noticias falsas, que vienen a referir todos ellos a algo que hace mella en la verdad. Por lo tanto, conviene detenernos mínimamente en este concepto, el de verdad.
Este no encuentra un significado en el diccionario de la Real Academia Española (RAE) que pueda ofrecer mucha luz a los efectos descubrir fácilmente qué es eso de verdad. Una de sus acepciones habla de «juicio o proposición que no se puede negar racionalmente». Desde esta vertiente, podría entenderse que verdad es algo que siempre va referido a las afirmaciones o juicios de hecho, pues se ha entendido que solo estos pueden juzgarse verdaderos o falsos [29], en contraposición a los juicios de valor donde no es fácil demostrar que están equivocados. Sin embargo, la RAE también dene verdad como «conformidad de las cosas con el concepto que de ellas forma la mente» o «conformidad de lo que se dice con lo que se siente o se piensa» o «cualidad de veraz». Lo cual parece conducirnos a algo que no es unívoco y, por lo tanto, a la existencia de verdades que no son iguales y que pueden depender de cada persona o colectivo. Ello por no entrar ahora en algo en lo que nos detendremos posteriormente, que es el consabido tema de que la veracidad no significa verdad absoluta [30].
Frente a la verdad se han encontrado posiciones de lo más diversas, desde el escepticismo, al relativismo, o a esa convicción muy extendida que considera que sí existe una verdad (o si se quiere, veracidad) común —con independencia de diferencias culturales, religiosas o políticas— sobre un elenco amplio de hechos que son incontrovertibles. Esa pluralidad de posiciones sobre la verdad es descrita por Vives Antón, haciendo un recorrido desde Descartes a la actualidad, poniendo de relieve, además, que la «verdad» no tiene un signicado invariable en todos y cada uno de sus diferentes usos. Se puede aludir a la verdad sobre los hechos, pero también a la verdad del Derecho, esto es, a la certeza objetiva de que se está siguiendo la regla pautada en la ley —aquí la verdad equivaldría a seguridad, a certeza, y se predicaría sólo de aquellos enunciados de los que no se puede normalmente dudar, porque están más allá de toda duda razonable— [31]. Igualmente, la verdad es predicable en otros ámbitos. Tomás Vives recuerda, por ejemplo, cómo hay quienes aluden a la verdad de ciertas creencias, cuando en realidad lo que se quiere decir es que estas están «racionalmente» justificadas [32] .
En el ámbito del Derecho, encontramos diversas normas que sí aluden expresamente al término «verdad» (o a su antónimo, la falsedad). La verdad parece convertirse en no pocas ocasiones en algo necesario para la aplicación del Derecho, porque resulta importante la jación de unos hechos o elementos procesalmente incontrovertibles. Así sucede en el Código civil cuando reere a la expresión de causas falsas de la institución de heredero (art. 767 CCiv) o en los contratos (art. 1276 CCiv), al verdadero dueño (art. 1771 Cciv) o el verdadero deudor (art. 1899 Cciv), por poner algunos ejemplos. También el Código Penal exige la declaración de la verdad en el ámbito de un proceso, castigándose el falso testimonio (art. 458 CP) o habla de la falta a la verdad maliciosa de los peritos o intérpretes (art. 459 y 460 CP). Asimismo, se castigan las falsedades en documento público, a los funcionarios que faltaren a la verdad en la narración de los hechos (art. 390 CP), se recoge el delito de denuncias falsas (art. 456 CP), se impone una sanción al que estando convocado ante una comisión parlamentaria de investigación faltare a la verdad en su testimonio (art. 502 CP), se castiga la imputación de un delito «hecha con el conocimiento de su falsedad o temerario desprecio hacia la verdad» (art. 205 CP), y una referencia similar se utiliza en el art. 208 respecto de las injurias.
Por lo tanto, parece que sí hay hechos que, conforme a determinados parámetros, cabe entenderlos como verdaderos y, como consecuencia, las afirmaciones contrarias a tales verdades, en determinados contextos, pueden ser merecedoras de una sanción. Hay un marco definido legalmente en el que ciertas afirmaciones no caben. Esto es, algunas mentiras no son permisibles. Pero, en el debate abierto (de carácter político) ¿ello también es así? ¿También hay mentiras inadmisibles?
¿O todo es más laxo en el debate público, abierto y plural que se pretende en democracia? A ello quisiera referirme más adelante en este trabajo.
Pero, antes de ello, y como contrapunto a la verdad y de cara a fijar los términos empleados en este ensayo, debemos distinguir entre (a) la ocultación explícita de hechos o datos, (b) la falsedad y (c) la mentira o destrucción sistemática de la verdad, siendo esta última la que más daño puede producir, elementos todos ellos que podríamos incluir en lo que comúnmente conocemos como desinformación.
a) El primero de los comportamientos haría referencia precisamente a eso, a la voluntad de evitar el conocimiento de determinados hechos con el interés de crear un relato público distinto o evitar responsabilidades negativas, o incluso con propósitos amparables en el ordenamiento. Esta ha constituido la más tradicional de las mentiras políticas (en sentido amplio del término mentira). Esa ocultación de la verdad ha venido tradicionalmente muy ligada a las políticas gubernamentales relacionadas con la diplomacia, la seguridad o los secretos de Estado, o al menos se han servido de estos ámbitos para la ocultación intencionada de hechos.
La historia nos ha dado sobrados ejemplos. Esta forma de proceder parece haber sido más marcada en los regímenes de tendencia autoritaria, donde la ausencia de mecanismos de control parlamentario, o de cualquier otro tipo, ha facilitado que ello sea así y que este tipo de actuaciones queden indemnes [33]. Pero, también gobiernos democráticos han optado por el uso de medio-verdades o la ocultación de la verdad. Podemos recordar ahora desde las «mentiras» desveladas por los Papeles del Pentágono sobre la actuación de EEUU en Vietnam, hasta el recurso de este mismo país (y algunos otros) a la idea de que Irak escondía armas de destrucción masiva para justificar una guerra, cuando el tiempo demostró que Irak no poseía tal arsenal. O bien, las informaciones que se dieron los primeros días por parte del Gobierno español sobre la autoridad de los atentados terroristas yihadistas del 11 de marzo de 2004 en Madrid, insinuando que los autores parecían pertenecer a la banda terrorista ETA. Por supuesto, podríamos citar innumerables muestras más y todas muy diversas. No son pocas las «mentiras» o las verdades ocultas por los gobiernos que, con el paso del tiempo, la historia ha sacado a la luz pública.
Hannah Arendt señalaba que «El secretismo —denominado diplomáticamente discreción, así como arcana imperii, los misterios del gobierno— y el engaño, es decir, la deliberada falsedad y la pura mentira como medios legítimos para el logro de fines políticos, nos han acompañado desde el comienzo de la historia escrita» [34]. En definitiva, los gobernantes siempre han conseguido, con mayor o menor éxito, obrar sobre sus verdades mediante la destrucción o sustitución de datos. Eso es algo que sigue sucediendo hoy. E insistimos, no solo lo hacen los gobiernos, sino también cualquier grupo de interés, partido, o movimiento político que trata de influir en el debate político.
a) La falsedad es el recurso a instrumentos que crean una apariencia pretendida de algo que no es cierto, se acerca un poco más a la estrategia, al simulacro, puede incluso encajar con medias verdades. Maquiavelo en su obra El Príncipe describe bien el recurso a las falsedades, —a las apariencias—, como una necesidad política y el saber mentir —la simulación— como una virtud de quien gobierna. Recordemos ahora las palabras:
«Todos ven lo que pareces, pero pocos comprenden lo que eres (…) Procure, pues un príncipe conservar y mantener el Estado: los medios que emplee serán siempre considerados honrosos y alabados por todos; porque el vulgo se deja siempre coger por las apariencias (…) Un príncipe de nuestros tiempos jamás predica otra cosa que paz y lealtad, y en cambio es enemigo acérrimo de una y otra» [35].
Se trata de crear un relato que favorezca a quien trata de transmitir una idea o una información con la intención de influir en la opinión pública.
b) Por último, la mentira opera una destrucción radical de la verdad a sabiendas de ello. La mentira falta intencional y conscientemente a la verdad afirmando como verdaderos hechos que no son de ningún modo ciertos, creando una «realidad» ficticia con el propósito de engañar [36]. Las mentiras serían aquí sinónimo del concepto muy extendido en nuestros días de bulos, o fake news en su expresión inglesa.
Todas estas figuras pueden perseguir intereses de lo más dispar: la voluntad de no inculpar a alguien de unos hechos, eximirse de la propia culpa, la obtención de un rédito económico, el puro propósito de hacer daño a un tercero, la voluntad de generar descrédito sobre una persona, un colectivo, un partido político o el gobierno, el deseo de convencer a la opinión pública sobre un ideario religioso o ideológico, la aspiración a obtener un apoyo político del electorado, la pretensión de mantenerse en el poder, o el intento de crearse una imagen pública, entre otras razones.
Centrémonos en la verdad y la falsedad/mentira en el debate público hoy, en aquellas afirmaciones no veraces que tienen una intencionalidad política. Me gustaría ocuparme de la transmisión pública de hechos no veraces o de ideas con una base fáctica falaz, que buscan influir en la opinión pública.
IV. La compleja disociación entre hechos y opiniones. la veracidad sobre los hechos y los límites a las opiniones
La doctrina ha destacado que la «verdad única» no existe. Desde luego, no existe sobre las opiniones, ya que el pluralismo implica la aceptación de una diferente visión de análisis de la realidad social. Las opiniones, los juicios de valor, las ideas, los pareceres personales, los pensamientos, las creencias y su libre expresión constituyen la base de ese pluralismo que nuestra Constitución toma como valor principal del Estado. De hecho, cuando se alardea de una única verdad oficial, de lo indiscutible de determinadas afirmaciones, flaco favor se está haciendo a la democracia y, por tanto, al pluralismo. Recordaba Villaverde Menéndez que la Constitución, en hipótesis, está para que nadie tenga el poder de decidir qué es verdad y qué no lo es, ni siquiera ella misma [37].
Cuando se transmiten opiniones, cuando se ejerce la libertad de expresión, la componente valorativa de quien la ejerce tiene un alcance muy significativo [38]. La expresión de las ideas constituye una materialización de la propia libertad, que es subjetiva, la libertad de pensamiento. Ahora bien, como ha señalado el Tribunal Constitucional, esa libertad de expresión no es absoluta. Así, el Tribunal recordó desde los inicios que la libertad para expresar opiniones no comprende la posibilidad de ejercer sobre terceros una violencia moral, porque ello es contrario a bienes jurídicos constitucionalmente protegidos, como son la dignidad de la persona y su derecho a la integridad moral, recogidos en los arts. 10 y 15 de la CE (STC 2/1982, de 29 de enero, FJ 5), o los derechos de la personalidad (art. 18 CE). Ello implica que la exteriorización de ideas puede encontrar un límite en el daño que puedan generar en derechos de otros individuos.
La otra cuestión que cabe preguntarse es si cabe también la limitación de expresiones (de opiniones) que violentan los valores y principios más básicos de nuestro ordenamiento de un modo más abstracto. A este respecto, es cierto que el Tribunal Constitucional ha reconocido que, al resguardo de la libertad de opinión, cabe cualquier idea, por equivocada o peligrosa que pueda parecer al lector, incluso las que ataquen al propio sistema democrático. Pero, al mismo tiempo, ha señalado que la libertad de expresión no puede amparar manifestaciones o expresiones destinadas a menospreciar o a generar sentimientos de hostilidad contra determinados grupos étnicos, de extranjeros o inmigrantes, religiosos o sociales en un Estado como el español, social, democrático y de Derecho. Ha indicado que no puede amparar una actitud racista por contrariar al conjunto de valores protegidos constitucionalmente (STC 176/1995, de 12 de enero).
Precisamente en un contexto de manifestaciones contrarias a la verdad histórica incontrovertible como es la del Holocausto del pueblo judío, el Tribunal ya había señalado que esto no quiere decir que uno no pueda entender la Historia como desee; o construir una verdad histórica propia y creer lo que más le plazca, contarlo y defenderlo públicamente, e incluso hacerlo maliciosamente, lo que no puede hacerse es usar esa «verdad singular» para atentar contra la dignidad de otros (STS 214/1991, de 11 de noviembre). El Tribunal vino a decir que ello «sería tanto como admitir que, por el mero hecho de efectuarse al hilo de un discurso más o menos histórico, la Constitución permite la violación de uno de los valores superiores del ordenamiento jurídico, como es la igualdad (art. 1.1 CE) y uno de los fundamentos del orden político y de la paz social: la dignidad de la persona (art. 10.1 CE)» (STC 214/1991, FJ 8).
En un caso posterior, en la cuestión de inconstitucionalidad que se resolvió por STC 235/2007, sobre la sanción penal de la negación de cualquiera de las distintas formas de genocidio recogidas en el art. 607.2 CP [39], el Alto Tribunal afrontaría la cuestión claramente desde la perspectiva de si caben opiniones contrarias al propio sistema constitucional. El Tribunal se decantó mayoritariamente por un modelo en el que no cabe la «democracia militante», como sí ocurre en Alemania, pero el fallo suscitó un confrontado debate en su seno. De hecho, el mismo se aprobó con cuatro votos discrepantes, lo cual es muy significativo.
Nuevamente advirtió que la libertad de expresión no puede verse restringida por el hecho de que se utilice para la difusión de ideas contrarias a la propia Constitución, pero añadió: a no ser que con ellas se lesionen efectivamente derechos o bienes de relevancia constitucional. Los votos discrepantes, que incidieron en las decisiones adoptadas en el marco de la UE y del Consejo de Europa sobre la necesidad de no dar cobijo en los ordenamientos a ideas xenófobas que puedan hacer crecer en la opinión pública el rechazo hacia determinados colectivos, entendieron que las actitudes negacionistas van encaminadas a hacer surgir estados de opinión tergiversados (en aquella ocasión sobre el hecho histórico del Holocausto). Prohibiendo tal tipo de afirmaciones se trata de proteger a la sociedad de aquellos comportamientos contrarios a una realidad que existió. Los magistrados discrepantes entendieron que son afirmaciones que, de reiterarse, a través de medios propagandísticos, pueden generar un clima de violencia y hostilidad hacia determinadas minorías, un peligro que la sociedad democrática no puede permitirse correr. Decía el magistrado Rodríguez Arribas en su voto discrepante: «No se trata de favorecer la fórmula de una democracia militante, pero sí de impedir la conversión de las instituciones que garantizan la libertad en una democracia ingenua que llevara aquel supremo valor de la convivencia hasta el extremo de permitir la actuación impune de quienes pretenden secuestrarla o destruirla».
Los votos particulares señalan también la dignidad de la persona, como fundamento del sistema de derechos, como razón para limitar ciertas expresiones negacionistas. Incluso uno de los magistrados (de nuevo Ramón Rodríguez Arribas) entendió que la misma negación de una realidad incontestable como la del Holocausto ya constituye un claro menosprecio hacia las víctimas que lo sufrieron. En una línea similar, el TEDH al enfrentarse a los casos de sanción del negacionismo no ha acudido al cano de la libertad de expresión, sino al del abuso del Derecho donde las opiniones negacionistas se confrontan con verdades incontrovertibles [40].
Cosa distinta de las ideas u opiniones sobre los hechos son los hechos mismos. Así, mientras las ideas, pensamientos y opiniones constituyen el objeto de la libertad de expresión, los hechos lo son principalmente de la libertad informativa. Cuando hablamos de hechos nos referimos a elementos fácticos. Decíamos que la verdad única no existe sobre las opiniones, pero, incluso sobre los hechos también se ha señalado que un mismo hecho no pocas veces puede ser explicado de diversas y plurales maneras, en un ejercicio de la libertad informativa, dejando patente que todas esas formas son veraces [41]. Ante un mismo hecho pueden existir diversos criterios de interpretación y de explicación. De todos modos, aunque la «verdad» puede ser interpretable en muchas ocasiones, también es cierto que el término verdad siempre alude a una cierta certeza.
Por todo ello, tal vez sea más importante incidir en el concepto de veracidad más que en el de verdad única o verdad absoluta. Recordemos que la Constitución española, no alude al término «verdad», sino que reconoce en el art. 20 el derecho a comunicar o recibir libremente información veraz.
Así, la verdad (o veracidad) ha venido referida fundamentalmente a la transmisión de hechos y, por lo tanto, al ejercicio del derecho a la información como fundamento básico de cualquier democracia. Esa trascendencia constitucional del derecho de información exige a la persona que haya divulgado los hechos noticiables una actitud positiva hacia la verdad, de manera que se pueda probar que ha tratado de encontrarla agotando los medios disponibles [42]; hablamos del requisito de buena fe, de la convicción de que se está proporcionando una información veraz (STEDH Gasior vs. Polonia, de 21 de febrero de 2012). Si esta actitud de diligencia se da, aunque la información no sea totalmente exacta, quedaría protegida por la Constitución [43]. Esta idea fue introducida por el Tribunal Supremo norteamericano en el caso New York Times c. Sullivan [44], al que me referiré posteriormente con más detenimiento, y acogida por nuestro Tribunal Constitucional [45]. Este último ha declarado reiteradamente que la veracidad no va dirigida a la exigencia de una rigurosa y total exactitud en el contenido de la información, sino a negar la protección constitucional a los que transmiten como hechos verdaderos bien simples rumores, carentes de toda constatación, bien meras invenciones o insinuaciones, sin comprobar su realidad mediante las oportunas averiguaciones propias de un profesional diligente; así, una información se considerará veraz aunque su total exactitud pueda ser controvertida, o se incurra en errores circunstanciales o resulte una información incompleta que, en un caso u otro, no afecten a la esencia de lo informado. Por lo tanto, en el marco de la transmisión de información, esa veracidad exigirá una actuación diligente que lleve al que transmite el hecho noticiable a realizar una labor de verificación, de comprobación/contrastación de los datos, y para ello se tendrá en cuenta no solo esa diligencia, sino también otros elementos como el carácter del hecho noticioso, la fuente que proporciona la información, o el posible daño que esa información pueda generar en los derechos de terceros [46]. Lo cual significa que donde hay libertad informativa cabe el error. En todo caso, lo que queda claro, a los efectos de lo que venimos analizando en este trabajo, es que lo que no protege el art. 20.1.d) de la Constitución es la insidia, el engaño por negligencia o la mala intención.
En todo caso, las cosas son aún más complejas. Al igual que decíamos que no existe una verdad única en democracia, también es cierto que la trasmisión de hechos noticiables exenta de todo posicionamiento ideológico es difícil. Recordemos la dificultad de separar el ejercicio de la libertad informativa del de la libertad de expresión y opinión [47]. Hay hechos que transmitidos desde una cierta perspectiva ideológica dan lugar a una verdad determinada y asumida colectivamente como cierta. Pero, esos mismos hechos, contados de otro modo, pueden conducir a una verdad opuesta. Incluso la historia se escribe con verdades que resultan de una forma de asumir unos hechos desde una perspectiva. Aún así, decía Hannah Arendt que «cuando admitimos que cada generación tiene derecho a escribir su propia historia, solo estamos reconociendo el derecho a ordenar los acontecimientos según la perspectiva de dicha generación, no el derecho a alterar el propio asunto objetivo» [48]. A este respecto, contaba que cuando Clemenceau mantuvo una conversación amistosa con un representante de la República de Weimar sobre la cuestión de la culpa del estallido de la Primera Guerra Mundial, se le preguntó qué pensarían los futuros historiadores acerca de ese asunto tan controvertido y el respondió: «no lo sé, pero estoy seguro de que no dirán que Bélgica invadió Alemania» [49].
Pero, que unas creencias o unos pensamientos puedan estar racionalmente justificados no los convierte en verdaderos, como no podemos decir que hay ideas falsas. Lo que sí es más fácil es la determinación de la verdad o falsedad de los hechos que sustentan determinadas ideas o afirmaciones.
Y es que a veces nos movemos en ese ámbito que queda a medio camino entre la libertad de información y la libertad de expresión, porque los hechos (propios del ejercicio de la libertad informativa) se cuentan o se transmiten con una marcada visión ideológica (lo que es propio del ejercicio de la libertad de opinión y expresión). Esto es importante porque, aunque la veracidad no constituye un límite a las libertades ideológicas o de expresión, como se recordaba más arriba, estas no son libertades absolutas. En esta confluencia entre libertad de expresión y libertad de información, entre opiniones y hechos, conviene volver de nuevo la doctrina del Tribunal Supremo norteamericano sobre los límites a la libertad de expresión y su test de la «real malice (actual malice)», que empezó a aplicarse a partir del caso New York Times c. Sullivan. La cuestión que se planteó es si las opiniones expresadas en un periódico perdían protección debido a la falsedad de alguna de las afirmaciones sobre hechos y la pretendida voluntad de difamar. El tribunal concluyó que las manifestaciones inexactas e incluso intencionadas quedan amparadas en la libertad de expresión, a no ser que se compruebe que las afirmaciones son realizadas con «real malicia», es decir, con conocimiento de que los hechos transmitidos son falsos o con una temeraria despreocupación acerca de su verdad o falsedad. Esta postura doctrinal resulta fundamental para lo que pretendemos defender en este trabajo. Ello significa que la libertad de expresión no debería poder amparar aquellas posturas u opiniones que se transmiten sustentándose en hechos intencionadamente falsos. El test que introducía el Supremo norteamericano no lo superarían los casos en los que se vierten opiniones sustentadas en hechos falaces, esto es, con el conocimiento de que estos no son ciertos —son mentira—, o con conocimiento de su posible falsedad o sin base probatoria o indagatoria previa alguna sobre los mismos. Insisto, no se está diciendo que puedan existir ideas falsas, sino que no hay protección constitucional para expresiones falsas sobre los hechos.
Por supuesto, de nuevo la dificultad se encuentra en determinar si estamos ante una afirmación de hechos o tan solo frente a una expresión de opiniones [50]. Para discernirlo, pueden tenerse en cuenta varios factores: los términos utilizados, que puedan hacer entender al lector medio que se trata de la transmisión de unos hechos y no de una manifestación de opinión; la verificabilidad; o el contexto en el que la manifestación se produce. Aún así no siempre resulta fácil.
Lo principal es establecer, por un lado, qué se está protegido constitucionalmente en la transmisión de hechos y de opiniones y, por otro lado, qué mensajes pueden caer en el lado de lo prohibido, en el de las manifestaciones que incluso pueden ser perseguibles penalmente porque, realizándose con un temerario desprecio a la verdad, causan un daño. Ello puede producirse cuando esa transmisión de hechos, —sea en el ejercicio de la libertad de información o acompañando a una expresión del pensamiento—, entra en colisión otros derechos o intereses constitucionalmente protegidos. Porque, como recordaba Vives Antón, sólo se puede castigar (y solo se puede exigir responsabilidad civil) allí donde haya una lesión o puesta en peligro de un bien jurídico [51]. No toda afirmación o discurso que repugne al colectivo mayoritario de la población o parezca poner en peligro los principios básicos de nuestro ordenamiento ha de ser censurado, por supuesto. No se trata de que las ideas no sean inocuas, sino de que el ejercicio de algunas libertades —como las de expresión o información—, aunque parezca que generan un peligro abstracto, no pueden combatirse siempre por medio de la restricción de tales libertades, habrá que analizar, caso por caso, si pueden producir un daño concreto a algún valor del Estado o bien colectivo. En esto, Rawls criticaba la aplicación al discurso político de la conocida regla del Tribunal Supremo norteamericano sobre el «peligro claro y presente» como limitativo de la libertad de expresión. Rawls lo estima «una base insatisfactoria para la protección constitucional del discurso político, pues lleva a centrarse en la peligrosidad del discurso en cuestión, como si por el hecho de ser peligroso el discurso se convirtiese en un delito» [52]. Tal vez en algunos ámbitos la libertad haya de defenderse por sí misma, esto es, sin ayuda de la coacción estatal [53]. Pero, en otras ocasiones, sí es necesario adoptar medidas contra expresiones o discursos políticos porque efectivamente dañan o ponen en peligro bienes protegidos en el ordenamiento, y más aún cuando realmente en el fondo no constituyen un ejercicio de la libertad ideológica, sino más bien la transmisión de una información falsa (disfrazada de idea), y esto no tiene cobertura constitucional.
Rosario Serra Cristóbal, en dialnet.unirioja.es/
Notas:
1 Este trabajo se inserta en el marco del Proyecto de Investigación Seguridad Pública, Seguridad Privada y Derechos Fundamentales, RTI2018-098405-B-100, del Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades.
2 De ese modo lo indicaba ya hace años el TEDH con palabras que siguen teniendo vigencia hoy en día. Decía en el asunto Hadyside, de 7 de diciembre de 1976, que «Al amparo el art. 10.2 son válidas no sólo las informaciones o ideas recibidas favorablemente, o contempladas como inofensivas o indiferentes, sino también aquellas otras capaces de ofender, sacudir o molestar al Estado o a un sector de la población. Así lo reclama el pluralismo, la tolerancia y la amplitud de miras, sin las cuales no hay sociedad democrática» (par. 49). Ídem en STEDH asunto Otegui Mondragón c. España, de 15/03/2011, Asunto Eon c. Francia, de 14/03/2013, Asunto Toranzo Gómez c. España, de 20/11/2018 y Asunto Terentyev c. Rusia, de 28/08/2018. Sobre la jurisprudencia del TEDH en materia de libertad de expresión puede verse, asimismo: PRESNO LLIERNA, M. Á., «La libertad de expresión según el Tribunal Europeo de Derechos Humanos», Revista de la Facultad de Derecho de México, n. º 276, 2020. REVENGA SÁNCHEZ, M. et. al., Tendencias jurisprudenciales de la Corte Interamericana y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Derecho a la vida. Libertad personal. Libertad de expresión. Participación política, Valencia, Tirant lo Blanch, 2008. CATALA I BAS, A., Libertad de expresión e información: la jurisprudencia del TEDH y su recepción por el Tribunal Constitucional: hacia un derecho europeo de los derechos humanos, Valencia, Ediciones Revista General de Derecho, 2001. También el TC español ha indicado que la libertad de expresión comprende la libertad de crítica, incluyendo los supuestos en que se «pueda molestar, inquietar o disgustar a quien se dirige, pues así lo requieren el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe sociedad democrática» (STC 176/2006, de 5 de junio).
3 REVENGA SÁNCHEZ, M., Seguridad Nacional y Derechos Humanos. Estudios sobre la jurisprudencia del Tribunal de Estrasburgo, Cizur Menor, Aranzadi, 2002, p. 127.
4 VILLAVERDE MENÉNDEZ, I., «Verdad y Constitución. Una incipiente dogmática de las ficciones constitucionales», REDC, n. º 106, 2016, pp. 149-201.
5 AZURMENDI ADARRAGA, A., «De la verdad informativa a la «información veraz» de la Constitución española de 1978. Una reflexión sobre la verdad exigible desde el derecho de la información», Comunicación y Sociedad, Vol. XVIII, n. º 2, 2005, pp. 9-48.
6 La libertad de expresión política tiene como objetivo principal estimular la toma de decisiones del individuo, la convergencia de una pluralidad de opiniones y la libre circulación de la información pública. ESQUIVEL ALONSO, Y., Libertad de expresión política y propaganda negativa, Valencia, Tirant lo Blanch, 2018.
7 KANT, I., «Acerca de la ilegitimidad de la mentira» (1796) y «Acerca de un pretendido derecho a mentir por filantropía» (1797), KANT, I. y CONSTANT, B., ¿Hay derecho a mentir? (La polémica Immanuel Kant y Benjamin Constant) (Estudio preliminar de Gabriel Albiac), Madrid, Tecnos, 2012, p. 30.
8 Ibídem, p. 33.
9 CONSTANT, B., «Decir la verdad no es un principio general al que tengan derecho todos los hombres» (1796), KANT, I. y CONSTANT, B., ¿Hay derecho a mentir?…, op. cit., pp. 18-19.
10 El Marqués de Condorcet disertó sobre los errores o mentiras en las que el pueblo podía caer, y sobre la necesidad o la inconveniencia de decir al pueblo toda la verdad. Condorcet concluía rechazando el derecho del gobernante a mentir al pueblo incluso por el bien de este, pues, ¿cómo puede nadie asegurar que el poderoso no utilizará la mentira para hacer el mal una vez se le haya permitido emplearla para hacer el bien. MARQUÉS DE CONDORCET, «Disertación filosófica y política o reflexión sobre esta cuestión: ¿Es útil para los hombres ser engañados?», DE LUCAS, J., ¿Es conveniente engañar al pueblo? (Castillón-Becker-Condorcet. Política y filosofía en la ilustración: el concurso de 1778 de la Real Academia de Ciencias de Berlín), Madrid, CEC, 1991.
11 PAUNER CHULVI, C., «Noticias falsas y libertad de expresión e información. El control de los contenidos informativos en la red», TRC, n. º 41, 2018, p. 299.
12 SÁNCHEZ FERRIZ, R., El derecho a la información, Valencia, Cosmos, 1974, p. 63.
13 En este sentido indicaba Ignacio Villaverde que «la realidad es que la libertad de expresión relevante socio-políticamente ya no es la que ejerce el individuo aislado, sino la que ejercen los medios de comunicación. Ellos son los que trazan las grandes líneas informativas, los que crean corrientes de opinión… Sencillamente, la mayoría escucha y lee lo que los medios dicen, no lo que divulga el orador en la esquina de la calle», VILLAVERDE MENÉNDEZ, I., «Los derechos del público: la revisión de los modelos clásicos de “proceso de comunicación pública”», REDC, n. º 68, 2003, p. 126.
14 INNERARITY, D., Comprender la democracia, Barcelona, Gedisa Editorial, 2018, p. 32.
15 ARIAS MALDONADO, M., La democracia sentimental: política y emociones en el s. XXI, Barcelona, Página indómita, 2016. CAMPS, V., El Gobierno de las emociones, Herder Editorial, 2012. FAJARDO FAJARDO, C., La emocracia global y otros escritos, Bogotá, ediciones Desde abajo, 2018. Término también empleado por E. GÓRRIZ ROYO para referirse a las respuestas al terrorismo en «Contraterrorismo a raíz de la Directiva (UE) 2017/541 y europeización del derecho penal al enemigo: ¿necesidad de reformas en la legislación penal española?», GONZÁLEZ CUSSAC, J.L. y FLORES GIMÉNEZ, F., (Coords.) Seguridad y Derechos. Análisis de las amenazas, evaluación de las respuestas y valoración del impacto en los derechos fundamentales, Valencia, Tirant lo Blanch, 2018, pp. 553 y ss.
16 Las emociones políticas o públicas son para Nussbaum aquellas que «tienen como objeto la nación, los objetivos de la nación, las instituciones y los dirigentes de esta, su geografía, y la percepción de los conciudadanos como habitantes con los que se comparte un espacio público común». Ello supone que, dado cualquier proyecto socio-político, debamos preguntarnos cuáles son las emociones que queremos activar en la ciudadanía con el fin de que nos ayuden en su logro. NUSSBAUM, M., Emociones políticas. ¿Por qué el amor es importante para la justicia?, Barcelona, Paidós, 2014, p. 14.
17 ARISTÓTELES, Retórica, (Introducción y traducción de Alberto Bernabé) Ed. 2014, Madrid, Alianza editorial, 2014.
18 ORWELL, G., 1984, Barcelona, Edicions 62, 2005.
19 El término fue acuñado por el sociólogo norteamericano R. Keyes en su trabajo Post-truth, publicado en 2004.
20 AMÓN, R., «Posverdad, palabra clave del año», El País, 17/11/2016.
21 Incluimos aquí los delitos de odio y los delitos de discurso del odio, en todas sus manifestaciones.
22 AUSÍN, T., «Cuéntame un cuento. Sobre mentiras y silencios en el ámbito de la información», Cuadernos del Ateneo, 2008, n. º 25, p. 20.
23 Tenemos sobrados ejemplos de mensajes muy comunes en las narrativas de algunos partidos políticos o líderes que utilizan el discurso del miedo (infundado) para potenciar su ideología: el miedo a que los extranjeros hurten posibilidades de trabajo a los nacionales, a los islamistas que se presumen todos terroristas, a ser víctima de un delito por parte de los inmigrantes que entran en nuestras fronteras sin recursos económicos, a que determinados discursos feministas o los colectivos LGTBI acaben con el tradicional concepto de familia, etc… Como muestra, en junio de 2020, el recién reelegido como Presidente de Polonia, el populista Andrzej Duda, del partido Ley y Justicia, declaraba: «Los LGTB no son el pueblo; son una ideología más destructiva que el comunismo», y atacó a su adversario político en la campaña electoral, que defendía los intereses del colectivo, acusándolo de querer la «sexualización de los niños» y «la destrucción de la familia». EFE, «Presidente polaco carga contra la ‘ideología LGTB’ durante campaña electoral», La Vanguardia, 13/06/2020.
24 SUSTEIN, Cass R., «How Facebook makes us dumber», Bloomberg, 8/01/2016.
25 Así, también se ha acusado a Rusia de hacer circular una falsa narrativa para justificar sus acciones ilegales en Ucrania. Esta, entre muchos ámbitos más. Una breve descripción de ello puede verse en BONET, Pilar, «La fábrica rusa de las mentiras», El País, 25/02/2018.
26 Además, de las reacciones frente a la intrusión de las noticias rusas en procesos electorales en marcha a lo largo de estos últimos años, en la UE se creó la plataforma EU vs disinfo, que es un proyecto del Servicio Europeo de Acción Exterior que desde 2015 trabaja para dar respuesta a las campañas de desinformación que llegan desde Rusia y afectan a la Unión Europea en su conjunto, a los estados que la forman o a otros países europeos. En las Conclusiones del Consejo de la UE de 10 de diciembre de 2019 sobre «Acciones complementarias para aumentar la resiliencia y luchar contra las amenazas híbridas» (14972/19) hacía de nuevo hincapié en la necesidad de trabajar en contrarrestar la desinformación, detectar las actividades de desinformación de los agentes estatales extranjeros y de los agentes externos no estatales y garantizar unas elecciones libres y justas, que no se vean influenciadas por esas injerencias manipuladoras.
27 Más recientemente, un informe del Servicio Exterior de la UE destacaba como China y Rusia están difundiendo masivamente información falsa y datos tergiversados en Internet, en esta ocasión sobre el Covid-19, con el objetivo de debilitar a la Unión Europea. Así se recoge en el EEAS special report update: short assessment of narratives and disinformation around the covid-19 pandemic, 20-27/03/2020. De hecho, la Comisión Europea abrió una página web para mitigar la desinformación que sufren los ciudadanos respecto al coronavirus con información falsa o «fake news» proveniente de Rusia, China y la derecha de Estados Unidos. Lo mismo ha hecho Naciones Unidas con la iniciativa Verified.
28 EU Security Union Strategy, adoptada por la Comisión Europea para el periodo de 2020-2025.
29 GLADIO, G., «Derecho Constitucional y tutela de la verdad», AFDUC, n. º 16, 2012, p. 394.
30 Recuérdese ahora una de las primeras sentencias del Tribunal Constitucional español a este respecto, la STC 6/1988, de 21 de enero, reiterada con el tiempo en otras tantas sentencias posteriores (las SSTC 190/1996, de 25 de noviembre; 51/1997, de 11 de marzo; 134/1999, de15 de julio; 52/2002, de 25 de febrero; 226/2005, de 24 de octubre; 216/2006, de 3 de julio; 51/2008, de 14 de abril …) Puede verse también PAUNER CHULVI, C., Derecho de la información, Valencia, Tirant lo Blanch, 2014, particularmente pp. 67-78. CARRILLO, M., «Derecho a la información y veracidad informativa (Comentario a las SSTC 168/86 y 6/88)», REDC, n.º 23, 1988, pp. 187-206.
31 VIVES ANTÓN, T., «Proceso y verdad: más allá de toda duda razonable», Fundamentos del Sistema Penal, Valencia, Tirant lo Blanch, 2011, p. 960.
32 Ibídem, p. 938.
33 De igual modo, una de las principales batallas políticas de los regímenes en transición a la democracia, tiene que ver con el descubrimiento de la verdad. Con una lucha contra la falsificación del pasado, que haría imposible en la vida práctica la reconciliación entre los ciudadanos
34 ARENDT, H., «La mentira en política», Verdad y mentira en la política, op. cit, p. 87.
35 MAQUIAVELO, El Príncipe, Barcelona, Bruguera, 1981, pp. 152-153.
36 Dice la RAE que mentir es «Decir o manifestar lo contrario de lo que se sabe, cree o piensa».
37 VILLAVERDE MENÉNDEZ, I., «Verdad y Constitución…», op. cit., p. 153.
38 CARRILLO, M., «Expresión e información: dos derechos entre la sociedad y el Estado», Autonomías, n. º 21, 1996, p. 179.
39 Cuestión de inconstitucionalidad número 5152-2000, promovida por la Audiencia Provincial de Barcelona en relación con el artículo 607.2 del Código penal, por presunta violación del artículo 20.1 de la Constitución.
40 Sobre ello puede verse el trabajo de BILBAO UBILLOS, J.M., «La negación del Holocausto en la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos: la endeble justificación de tipos penales contrarios a la libertad de expresión», RDP, n. º 71-72, 2008, pp. 19-56.
41 DE CARRERAS SERRA, L., Régimen jurídico de la información. Periodistas y medios de comunicación, Ariel Derecho, Barcelona, 1996, p. 47.
42 VILLAVERDE MENÉNDEZ, I., «La libertad de expresión. Comentario al art. 20.1 CE», Casas/Rodríguez-Piñero (dirs.), Comentarios a la Constitución española (XXX Aniversario), Madrid: Kluwer, Tribunal Constitucional, 2008, pp. 471 y ss.
43 MUÑOZ MACHADO, S., Libertad de prensa y procesos por difamación, Editorial Ariel, Barcelona, 1988, pp. 154-155. Véase también RALLO LOMBARTE, A., Pluralismo informativo y Constitución, Valencia, Tirant lo Blanch, 2000.
44 Caso New York Times c. Sullivan (376 U.S. 254 1964).
45 SSTC 6/1988, 107/1988, 105/1990, 171/1990 y 172/1990, 40/1992, 192/1999.
46 Esa idea de veracidad ampliamente desarrollada por nuestro Tribunal Constitucional. Entre muchas otras, SSTC 41/1994, de 15 de febrero, o 158/2003, de 15 de septiembre.
47 La libertad de expresión, en sentido estricto, y el derecho a comunicar y recibir información veraz se diferencian fundamentalmente, por su objeto. GARCÍA GUERRERO, J.L, «Una visión de la libertad de comunicación desde la perspectiva de las diferencias entre la libertad de expresión, en sentido estricto, y la libertad de información», TRC, n. º 20, 2007, pp. 359-399. El Tribunal Constitucional, en la STC 47/2000, establecía la diferencia: mientras la primera «tienen por objeto pensamientos, ideas y opiniones, en un concepto amplio, el derecho de información versa, en cambio, sobre hechos» (STC 61/1988).
48 ARENDT, H., «Verdad y política», op. cit., p. 36.
49 Ibídem.
50 El TC ha insistido en la necesidad de ello al recordar que mientras los hechos son susceptibles de prueba, las opiniones o juicios de valor, por su misma naturaleza, no se prestan a una demostración de exactitud. (STC 79/2014, de 28 de mayo).
51 VIVES ANTÓN, T., Fundamentos del Sistema Penal, op. cit., p. 667.
52 RAWLS, J., Sobre las libertades, Paidós, Barcelona, 1996, p. 98.
53 VIVES ANTÓN, T., Fundamentos…, op. cit., p. 822.
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