Entre las diversas expresiones con que la Sagrada Escritura revela la situación del todo particular que el hombre ocupa en el universo creado resalta la de «imagen de Dios», o, en una formulación más completa, «imagen y semejanza de Dios». Su uso poco frecuente, como reservado, parece darle más realce a esta fórmula. En cualquier caso, nos la encontramos en textos claves en que se precisa el alto grado de participación de la perfección divina que el hombre goza y la especial dignidad que Dios le confirió al colocarle sobre el resto de los seres creados. Esto justifica el que la tradición patrística lo haya considerado un dato bíblico central en la exposición teológica del misterio del hombre.
En el Antiguo Testamento, aparte de los pasajes del Génesis (Gn 1, 26.27; Gn 5, 1.3; y Gn 9, 6), únicamente se encuentra en otros dos lugares, ambos de los libros sapienciales: Sb 2,23 y Si 17, 3. A estos se pueden añadir por cierta analogía Sb 7, 26 que, al personificar la sabiduría de Dios, la describe como «imagen de su Bondad». En el Nuevo Testamento aparece casi exclusivamente en textos paulinos. Se aplica primordialmente a Cristo, perfecto Hombre (2Co 4, 4; Col 1, 15), como ya lo insinuaba Sb 7, 26. En relación a los demás hombres se halla en tres textos del epistolario de San Pablo (1Co 11, 7; 2Co 3, 18 y Col 3, 10) y en St 3, 9. A este elenco se deben sumar dos textos paulinos que tratan de la imagen del hombre con respecto a Cristo (Rm 8, 29; 1Co 15, 47-49).
En esta comunicación intentamos precisar el contenido que adquiere la fórmula «imagen de Dios» en los lugares bíblicos mencionados, donde se encuentra de modo explícito. Haremos un breve análisis de cada uno de ellos, extendiéndonos algo más en el Gn 1, 26- 27, para recoger al final algunas consideraciones de conjunto.
l. El texto de Gn 1, 26.27
«Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza para que domine a los peces del mar (...). Creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios los creó, los creó varón y hembra».
Desde el punto de vista meramente literario siempre ha llamado la atención en este texto, primero, el plural que expresa la determinación de Dios de formar al hombre; segundo, las tres veces que se repiten las palabras «imagen» y «creó». Los dos términos «hagamos» y «creó» destacan en su contexto el contenido de la palabra «imagen».
Dejando de lado las diversas explicaciones que han surgido a propósito del empleo del plural «hagamos» -por ejemplo, una revelación todavía velada del misterio de la Santísima Trinidad, un plural mayestático, el diálogo de Dios con el complejo de la corte celestial- nos parece útil fijar la atención en lo que ya en una primera lectura afirma claramente el texto sagrado. El plural «hagamos» expresa la manifestación de una voluntad de Dios del todo particular. Hasta ahora, en ningún momento del relato de la creación, Dios había pronunciado este «hagamos». El mundo y cada cosa habían sido creados con una sola palabra suya. Ahora, en cambio, en el momento de crear al hombre, Dios actúa de un modo diferente, entrando en deliberación consigo mismo. Esto da ciertamente realce a su nueva acción.
«Se dice 'hagamos' -comenta San Juan Crisóstomo- para mostrar la grandeza y la dignidad de la obra de la creación del hombre, pues Dios, para hacerlo, tomó deliberación y examinó el asunto diligentemente. Así mostraba que el hombre es lo más preeminente del mundo visible» [1]. Era tal su dignidad que, al formarlo, la plenitud de Dios tomó consejo consigo misma. La índole de esta dignidad es lo que va a especificar la fórmula «a su imagen y semejanza».
Pero Dios no sólo delibera para «hacer» al hombre: «crea» al hombre a su imagen y semejanza. El término «bara», como sabemos, tiene unas características muy determinadas. En la Escritura aparece siempre teniendo a Dios como sujeto de la acción, concretamente el Dios de Israel, nunca una divinidad extranjera. Por otra parte, se omite en su empleo cualquier referencia a una materia a partir de la cual Dios ejerza la acción expresada por el verbo. En definitiva, «bara» indica que la acción corresponde únicamente a Dios y, por ella, Dios se hace agente de algo radicalmente nuevo, algo que antes no existía o no existía de ese modo. Se trata por tanto de una acción extraordinaria, que únicamente compete al poder soberano de Dios. «Bara» se aplica a la creación de la nada en Gn 1, 1. Y el autor sagrado no tuvo reparo en emplearla tres veces en la narración de la formación del hombre: sin duda, para indicar que se trataba del hacerse de un ser único, singular, un ser que requería necesariamente de la intervención soberana de Dios, sin la cual no hubiera podido surgir. La originalidad de esta nueva criatura, que requería de una acción específicamente divina, se debe encontrar de nuevo en la frase que constituye la aclaración de lo que es el hombre en Gn 1, 26: -imagen y semejanza- de Dios. Sólo por la acción creadora de Dios podía devenir -parece decimos el pasaje bíblico- una criatura «a imagen» Suya.
El texto del Gn 1, 26 postula, por tanto, que en la formación del hombre intervino una especial deliberación divina y se puso en juego de un modo altamente manifiesto el poder de Dios, similar al que actuó en el momento de hacer surgir las cosas de la nada. El objeto de esta deliberación y este poder se denomina, en un primer momento, «hombre», «'adam» (sin artículo) [2] Pero su especificidad la declara la fórmula «a imagen y semejanza». Esta expresión viene a establecer lo peculiar de la más perfecta criatura puesta por Dios sobre la tierra según el relato del Génesis. Ella se presenta como una definición del hombre, según palabra de Juan Pablo II [3]. Sintetiza ciertamente el contenido peculiar de la decisión divina en relación al hombre, el motivo por el que Dios se detuvo un momento a deliberar antes de realizar su nueva obra, la necesidad que hubo de desplegar todo su poder. Esto nos parece central en nuestro texto.
Dos problemas se ha planteado la exégesis a propósito de esta expresión: la relación entre los vocablos «imagen» y «semejanza», y en qué consiste formalmente esa «imagen». En relación al primer tema, las diferentes posturas oscilan entre considerar los dos términos esencialmente sinónimos [4], utilizados de modo paralelo para dar énfasis a la frase, o bien subrayar un cierto matiz diferenciador [5]. La exégesis moderna, en una línea de pensamiento que encuentra antecedentes en la antigüedad, tiende a señalar que las ligeras diferen cias que se puedan descubrir no se deben subrayar, pues, con frecuencia, esos términos parecen usados cono sinónimos. Así, en Gn 1, 27 y Gn 9, 26 aparece sólo «imagen» (s. elem), en Gn 5, 1, «semejanza» (demut), en Gn 5, 3 los dos términos se encuentran en orden inverso a Gn 1, 26. Además, el TM de Gn 1, 26 y Gn 5, 3 no trae la conjunción copulativa que introducen las versiones. Allí se lee: «a nuestra imagen, a nuestra semejanza». En Sb 2, 23 se encuentra, por su parte, según algunos manuscritos: «lo hizo a imagen de su semejanza» [6]. Si se quisiera señalar algún matiz diferenciador podría ser este: el término «imagen» tiene un sentido concreto, el de la imagen-estatua, una copia que representa a otra con los matices del original, uso que aparece en algunos lugares bíblicos. Así, Am 5, 6 ironiza contra los israelitas que transportaban estatuas (s. elem) de dioses extranjeros [7]. «Demut» es más bien una palabra abstracta («similitud»), y parece precisar que la «imagen» es sólo analógica, pues se suele reservar el término «tabnit» cuando se quiere indicar el plano particularizado y perfecto del prototipo [8]. Quizá la sabiduría divina se sirvió de dos términos altamente sinónimos para realzar, por una parte, la importancia de lo que estaba por realizar, pues se trataba de una cierta «copia» de Dios sobre la tierra; a la vez, con un término precisaba el otro: con «demut» indicaba que el hombre como Dios no venía a ser Dios, sino que siempre quedaría una distancia incolmable entre Él y la más excelente de sus criaturas.
Vengamos ahora a la segunda cuestión. ¿En qué consiste esa imagen? Desde la perspectiva de un estudio exegético haría falta, para dar una respuesta lo más lograda posible a esta pregunta, el examen conjunto de todos los textos en que aparece la fórmula «imagen de Dios». Es lo que podremos hacer en nuestras conclusiones. Aquí nos limitaremos a lo que nos ofrece el pasaje del Génesis en una pausada lectura. El sintagma que sigue inmediatamente a la definición del hombre como «imagen y semejanza» de Dios parece ofrecernos la respuesta. Dios en efecto, dice Gn 1, 26-27, creó al hombre a su imagen y semejanza para que dominara «sobre los peces del mar, las aves del cielo, las bestias, las fieras del campo y sobre todo reptil que se mueve sobre la tierra»: la «imagen» por tanto se ha de entender como dominio. Refuerza esta suposición el hecho de que la fórmula que precisa la finalidad está colocada a modo de paréntesis aclaratorio en la unidad Gn 1, 26-27; unidad que comienza con «hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» y se cierra de manera similar con la frase «Y creó Dios al hombre a imagen Suya, a imagen de Dios le creó, y los creó macho y hembra». Así, pues, del texto del Gn se puede afirmar que la imagen divina hace al hombre semejante a Dios porque el hombre ha sido constituido como representante suyo en la tierra para el dominio de la creación: obra en lugar de Dios sobre las criaturas y éstas están ordenadas a él. Esta afirmación no excluye sino que por el contrario supone necesariamente como fundante la idea de que la «imagen» radica en la posibilidad que el hombre tiene de poder dominar la creación, es decir, en el hecho de poseer una naturaleza capaz de gobernar, dirigir y ordenar a otros seres, de dominarlos. Es tal vez a esto a lo que en último término remite radicalmente el texto bíblico, aunque exprese explícitamente más bien la consecuencia directa, que es lo que se presentaba de un modo concreto y más fácil de entender a los directos destinatarios del Génesis.
El hombre, por tanto, según Gn 1, 26-27 ha sido creado a «imagen y semejanza» de Dios porque Dios le proveyó de una naturaleza dotada de unas cualidades adecuadas para que le asemejase en el dominio de la creación. El análisis del texto, y el concepto profundamente transcendente de Dios que encontramos en el primer capítulo del Génesis, no permiten «pensar que sean las cualidades físicas y corpóreas de la naturaleza humana las que dan razón absoluta de esta semejanza. Esta habrá que buscarla en la esfera espiritual del hombre creado, concretamente en su inteligencia, de la que como consecuencia se derivan el dominio sobre los demás animales y el orden moral que rige la sociedad humana» [9]. Sin embargo, de ningún modo excluye el cuerpo, ya que el hombre constituye una unidad, no debilitada por el hecho de la división del ser humano en «polvo» y «aliento de vida». En el Gn 1, 26-27 se habla del «hombre» en su unidad, como queriéndose indicar que la semejanza de Dios en él hay que descubrirla en la realidad total, formada de cuerpo y alma, si bien se halle principalmente en aquello por lo que ejerce básicamente el dominio [10].
2. El tema de la imagen en Gn 5, 13 y Gn 9, 6
En el desenvolvimiento general de la revelación del Antiguo Testamento se va exponiendo con más detalle el sentido y el alcance de la fórmula «imagen y semejanza». Un primer matiz puede encontrarse en el Gn 5. Este texto expone con un estilo esquemático y reflexivo el catálogo de los descendientes de Adán hasta Noé, fijándose particularmente en la línea de Set, para dar luego paso a la narración del diluvio. El hagiógrafo tuvo un especial interés en remontar toda esta historia, hecha a base de nombres, al mismo Dios, y empalmarla con el primer capítulo del Génesis. El texto comienza así: «Este es el libro de la descendencia de Adán. Cuando Dios creó al hombre, le hizo a semejanza (demut) de Dios. Los hizo macho y hembra, y los bendijo, y les dio al crearlos nombre de hombres».
Se encuentran aquí calcadas las ideas de. Gn 1, 26-27. El texto insiste en que el hombre fue «creado» por Dios, a su «semejanza», y en la distinción de sexos. Aparece también el tema de la bendición ya presente en Gn 1, 28. Pero lo que para nuestro tema llama la atención es el hecho de que la generación de Set se conceptúe como prolongación o propagación de la «imagen y semejanza». Así leemos en el v. 3: «Tenía Adán ciento treinta años cuando engendró un hijo a su imagen y semejanza, y le llamó Set». En la repetición de la fórmula «imagen y semejanza», el autor sagrado parece haber querido señalar que la «imagen» en que fue constituido Adán se trasmite, que es un bien permanente de la humanidad, que subsiste también después de la introducción del pecado en el mundo, que la naturaleza humana de ningún modo se debilitó hasta el punto de perder para siempre la «imagen» de Dios.
Queda así establecida la idea de que aquello que hizo al primer hombre una criatura del todo excepcional, por lo que se asemejaba a su Hacedor y se distanciaba de todas las demás criaturas, se trasmitió a todos sus descendientes. Gn 5 ya no vuelve a emplear esa fórmula: utilizará el verbo «engendrar» para designar .el enlace entre los demás descendientes de Set. Pero fue precisamente al «engendrar» como Adán trasmitió a Set su imagen y semejanza. Notemos, sin embargo, el salto analógico, pues en Adán la «imagen y semejanza» no indica identidad de naturaleza con Dios; en Set, sí hay esa identidad con Adán. Pero la idea doctrinal de fondo posee toda la profundidad de la afirmación de que cada hombre es «a imagen y semejanza» de Dios.
Génesis 9, 6
En este capítulo se nos narra la alianza entre Dios y Noé al terminar el diluvio. El diluvio fue un castigo purificador de la humanidad, y con él se dio comienzo a una nueva etapa, de la que Noé será el nuevo padre. En la bendición de Dios a Noé se contiene la renovación de las promesas antiguas: Dios bendice a la familia de Noé para que llene de nuevo la tierra despoblada, y les anuncia el dominio sobre los demás animales. Aparece un nuevo precepto: el de no comer carne con su sangre; precepto que tiene por finalidad impulsar a vivir las exigencias de una norma moral de mayor envergadura: no derramar la sangre del hombre impunemente. La razón básica que se da de este precepto toca los fundamentos del orden moral: «porque el hombre ha sido hecho a imagen de Dios».
Aquí se halla presente el tema de la «imagen» en una perspectiva nueva y de grandes consecuencias. Dios la propone como fundamento de la actuación moral del hombre, que ha de ver en sí y en los demás la impronta de su Hacedor. Porque lleva en sí esa imagen, que esencialmente lo distingue de otras criaturas, es por lo que nadie puede hacer uso indiscriminado de la vida. Atentar contra la vida del hombre es atentar contra Dios, pues el hombre es una cierta reproducción suya. La muerte es castigada y estigmatizada a causa de que él es «imagen» de Dios. En Gn 9, 6 la doctrina de la «imagen» ha dado así un paso adelante. No se trata ya de que el hombre ha recibido la «imagen» de Dios para dominar las criaturas, sino que en cuanto «imagen» está urgido a actuar en conformidad con el modelo según el cual fue constituido.
3. La «imagen» de dios en otros textos veterotestamentarios
El concepto de «imagen y semejanza» no tuvo un desenvolvimiento en la literatura profética, pero sí en la tradición sapiencial, que lo situó en una nueva perspectiva. Tres textos se nos ofrecen: Sb 2, 23; Sb 7, 26 y Si 17, 1-3.
Sb 2, 23: la «imagen» de Dios en el hombre y la inmortalidad
El autor sagrado muestra en el contexto de este versículo los sentimientos de los impíos respecto a la vida presente, su actitud frente a los placeres de la vida y su conducta frente a los justos. Hace además un juicio señalando el grave error en que se encuentran: están cegados por su maldad y desconocen los designios misteriosos de Dios. Es, en efecto, parte del plan divino, señala el autor sagrado, que Dios permita en esta vida los sufrimientos a los justos para concederles, mediante esa prueba, la recompensa eterna. Como fundamento de la doctrina expuesta hace esta breve reflexión: «Dios creó al hombre para la inmortalidad; le hizo a imagen de su propia naturaleza [11]. La fe en la inmortalidad, uno de los temas centrales de este libro, se presenta íntimamente vinculada al hecho de que Dios creó al hombre a su imagen. Claramente afirma el hagiógrafo que no todo acaba con la muerte, como opinan los impíos, sino que hay una vida inmortal y una bienaventuranza eterna para la que Dios ha creado al hombre. En un peculiar paralelismo con esta idea, el autor sagrado señala que Dios hizo al hombre a «imagen» suya. El hombre, creado a «imagen» de Dios, está por lo mismo llamado a la felicidad eterna. No ciertamente por una exigencia de la naturaleza humana, pero si por la capacidad que tiene de poseer bienes imperecederos. En este texto de Sabiduría parece concebirse ligeramente el tema de la «imagen» en su plano ya sobrenatural.
Sb 7, 26: la sabiduría, imagen de la bondad de Dios
El segundo pasaje del libro de la Sabiduría tiene un interés particular por acercarnos a la revelación neo-testamentaria sobre Cristo en lo que se refiere al tema de la «imagen». El autor sagrado habla de las propiedades de la sabiduría, y después de enumerar sus atributos se remonta a su origen, mostrando mediante varias imágenes su naturaleza íntima: «es un hálito del poder divino, y una emanación pura de la gloria de Dios omnipotente, por lo cual nada manchado hay en ella. Es el resplandor de la luz eterna, el espejo sin mancha del actuar de Dios, imagen de su bondad» (vv. 25-26).
El texto establece una relación singular entre Dios y la sabiduría, fuertemente personalizada. A ésta se le denomina «imagen de su bondad». La sabiduría, en efecto, como bien difundido por Dios en la creación, especialmente en el hombre, pregona esa bondad infinita de Dios, que le impulsó a darle la existencia. Como sabiduría encarnada, que el Nuevo Testamento denomina «impronta de la sustancia de Dios» (Hb 1, 3), constituye la «imagen» más palpable de la bondad de Dios con los hombres.
Si 17, 1: relectura del Gn 1, 26
Eclesiástico 17 nos habla del papel de la sabiduría en la creación del hombre en estrecho paralelismo con los primeros capítulos del Génesis. Sus primeros versículos dicen: «De la tierra creó el Señor al hombre, y de nuevo la hará volver a ella // Días contados le dio y tiempo fijo, y dióles también poder sobre las cosas de la tierra // De una fuerza como la suya los revistió, a su imagen los hizo».
El pasaje parece presentar una doctrina ya largamente conocida. De hecho, se ha considerado el Sirácide como un resumen, escrito en un período de calma política, de la doctrina sapiencial y profética antigua. Aparece claramente la correspondencia que establece Gn 1, 26 entre la «imagen» y la posición de dominio del hombre. Pero, en los versículos siguientes, se encuentran una serie de relaciones que hasta entonces no se habían expresado. La «imagen» queda asociada a la entrega de una «fuerza» divina al hombre; sobre todo, a la donación hecha por Dios al hombre de «un corazón inteligente» (v. 5) y de otros dones espirituales: «le llenó de ciencia e inteligencia y le dio a conocer el bien y el mal. Le dio ojos para que viera la grandeza de sus obras» (vv. 5-8). Quedan así declaradas las energías naturales y las componentes éticas y morales que implica la «imagen» de Dios en el hombre.
4. El tema de la «imagen» en el nuevo testamento
El Nuevo Testamento va a presentar el tema de la «imagen» en una perspectiva radicalmente nueva. Prácticamente se da por supuesta la doctrina veterotestamentaria que sitúa la «imagen» en el plano natural, como capacidad recibida por el hombre para dominar la creación, para mostrar ampliamente la dimensión sobrenatural que llena el concepto de «imagen».
Quizá el lugar bíblico neo-testamentario que ofrece un primer desarrollo conceptual sea 1Co 11, 7: «El varón no debe cubrirse la cabeza, porque es imagen y gloria de Dios; más la mujer es gloria del varón, pues no procede el varón de la mujer, sino la mujer del varón» (vv. 7-8). El pasaje extrae una consecuencia práctica de la enseñanza del Gn 1, 26. Es una aplicación al comportamiento de los cristianos en las reuniones litúrgicas. La alusión al texto vetero-testamentario es evidente; pero el apóstol lo precisa en una dirección: señala que en el hombre hay una cierta preeminencia sobre la mujer por razón de la inmediatez con que recibió la «imagen»: él fue creado por Dios de un modo inmediato, la mujer sólo mediatamente, a través del hombre. Se puede notar que San Pablo no plantea una cuestión de mayor o menor dignidad del hombre o de la mujer delante de Dios debido a la «imagen», pues bien conocería el apóstol que en este aspecto la mujer está en paridad con el hombre, como lo sugiere el mismo contexto inmediato del relato de la creación. La frase conclusiva «varón y hembra los creó» (Gn 1, 27) sugiere, sin lugar a duda, que la «imagen y semejanza» fue donada a uno y a otro, al hombre y a la mujer.
Cristo, imagen perfecta de Dios
Una doctrina que por el contrario presenta una total novedad en el Nuevo Testamento a propósito de la «imagen», aunque ya vimos que se descubren vestigios en el Antiguo Testamento, es la declaración formal que encontramos en dos textos paulinos que anuncian a Cristo como la «imagen perfecta de Dios». En el primer texto, 2Co 4, 4, San Pablo, en polémica con los que adulteraban su predicación, afirma: «y si todavía nuestro evangelio está velado lo es para los que se pierden, para los incrédulos, cuya inteligencia cegó el dios de este mundo para impedir que vean brillar el resplandor del evangelio de la gloria de Cristo, que es imagen de Dios». La frase entraña una cierta complejidad por la acumulación de genitivos. Cristo es aquí designado como «imagen de Dios» en cuanto que al reflejar la gloria de Dios permite su conocimiento, es decir, en cuanto es la revelación de Dios. En otras palabras, es imagen de Dios porque como hombre toda la riqueza del misterio de la salvación se concentró en él, convirtiéndose en la «gloria» visible de Dios, de modo que el evangelio o plan divino de la salvación, mantenido oculto desde el principio del mundo, se manifestó a través de Cristo. En el contexto anterior San Pablo había establecido de forma explícita una oposición antitética entre Moisés, que reflejaba de forma transitoria la gloria de Dios sobre su rostro, a la que no podían mirar los israelitas para no morir, y Cristo, que irradia de modo permanente en su semblante la gloria de Dios, haciéndola accesible: nosotros podemos ver en Cristo, en su persona y doctrina, la realidad de Dios.
El himno cristológico de Col 1, 15 completa la doctrina de 2Co 4, 4. San Pablo, con palabras que son eco de Sb 7, 26, habla de Cristo como «la imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura». La perspectiva teológica es aquí algo diferente a la del texto anterior. Ya no se trata de las cualidades de Cristo en cuanto Verbo encarnado, sino su persona preexistente la que le constituye en imagen perfecta del Padre: en virtud de la generación eterna, Cristo es imagen perfecta del Padre. La expresión «primogénito de toda criatura» hace resaltar la perfección de la «imagen» que hay en Cristo en dos aspectos. Indica su primacía sobre todas las criaturas en el orden temporal (su persona es preexistente) y en el orden de la perfección (pues como hombre posee con mayor perfección la gracia de Dios). Sintetizando los dos textos paulinos podemos decir que, «como Dios, Cristo es imagen adecuada; como hombre, su imagen visible; y esas dos propiedades, adecuación y visibilidad, hacen que Jesucristo sea la única imagen perfecta de Dios» [12].
El hombre, llamado a ser imagen de Dios en Cristo
En relación al hombre, la originalidad de la revelación neotestamentaria radica fundamentalmente en el hecho de que la «imagen de Dios se considera en su dimensión más trascendente, sobrenatural. La razón de esta imagen ya no estriba exclusivamente en las cualidades naturales del hombre, sino en la participación real de Dios por medio del don increado de la gracia. Dos notas se ponen especialmente de relieve: por una parte, la circunstancia de que es por medio de Jesucristo como se realiza la «imagen» en el hombre, pues el creyente, en efecto, está llamado a «ser conforme con la imagen de su Hijo» (Rm 8, 29). Esta es la finalidad del plan divino de salvación. Dios ha querido llamar y disponer a los creyentes no solamente a ser discípulos de Cristo, sino a ser otros Cristos, a participar de la «forma» misma de su Hijo, de manera que el hombre reproduzca y manifieste su imagen. Es lo que sugiere con fuerza el aparente pleonasmo. La «morfe» no es el aspecto exterior perceptible por los sentidos, sino que indica un modo de ser algo propio de una naturaleza. Se podría traducir por «naturaleza». El término «eikónos» en su uso bíblico, por su parte, no permite pensar en una semejanza superficial, sino en una semejanza profunda, el modelo expresivo, el ejemplar que reproduce todos los rasgos. El hombre ha de ser realmente asimilado o configurado con Cristo, «connaturalizado» si se permite el término, en lo que la fe reconoce en él como lo más específico: su ser de Hijo de Dios [13].
Interesa precisar que esta configuración con la imagen de Cristo alcanza todo el hombre, también el cuerpo, que se transformará, de un modo que nos permanece oculto, en un cuerpo glorioso a semejanza de Cristo (Flp 3, 21). En este sentido San Pablo compara a Cristo con Adán: «el primer hombre fue de la tierra, terreno; el segundo fue del cielo. Cual es el terreno, tales son los terrenos; cual el celestial, tales son los celestiales. Y como llevamos la imagen del terreno, llevaremos también la imagen celestial» (1Co 15, 47-49). El apóstol señala en un paralelismo antitético el contraste entre la humanidad salida de Adán y la que renace en Cristo. A imagen de Adán recibimos el cuerpo natural, sujeto a las leyes de crecimiento y corrupción, de manera que somos del todo semejantes al primer padre por el cuerpo. Por la virtud de Cristo llevaremos, cuando llegue el día de la resurección, la imagen del «celestial», Jesucristo, entrando a participar de su resurrección gloriosa, que pide la conformidad entre la cabeza y sus miembros. Algunos buenos manuscritos griegos en lugar del futuro «llevaremos» traen el aoristo subjuntivo «llevemos». En el primer caso San Pablo estaría anunciando a los cristianos su futura condición gloriosa en la resurrección; la segunda lectura supondría además una cierta posesión actual y una exhortación a ganarla plenamente, procurando conformamos cada día más y más a la imagen de Cristo.
El segundo aspecto que se pone de relieve en el Nuevo Testamento a propósito de la «imagen» de Dios en el hombre es precisa mente el hecho de que la «imagen» que recibimos de Cristo por la gracia está llamada a crecer. Cristo es imagen perfecta de Dios; el hombre debe renovarse de día en día según la imagen del que nos creó: «todos nosotros -dice San Pablo- que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, vamos trasformándonos en esa misma imagen de gloria en gloria, como por el Espíritu del Señor» (2Co 3, 18). De nuevo tenemos aquí como marco contextual la relación entre la antigua y la nueva ley. Los cristianos, a cara descubierta -va explicando el apóstol-, sin velo, como Moisés al hablar con Dios, estamos reflejando en nuestras almas el resplandor de Cristo, que es a su vez imagen de Dios. Pero es necesario un crecimiento, una transformación, hasta asemejarnos más y más a la imagen reflejada, crecimiento que tiene lugar según va operando en nosotros el Espíritu de Jesús.
Una idea paralela la encontramos en Col 3, 10: «despojaos del hombre viejo con sus obras -recomienda San Pablo- y revestíos del nuevo, que sin cesar se renueva hasta alcanzar un perfecto conocimiento, según la imagen de su Creador». Aquí plantea San Pablo el tema de la «imagen» dentro de un contexto claramente moral, de lucha espiritual. El cristiano ha de despojarse «del hombre viejo con todas sus obras» (Col 3, 9), es decir, desterrar el pecado de su vida en todas sus manifestaciones, y «revestirse del hombre nuevo», que es «revestirse de Cristo» (Ga 3, 27), renovándose así conforme a la «imagen de su Creador». Esta conformidad es bien real, sin duda, desde el momento en que el cristiano se incorpora a Cristo por medio del bautismo, pero no es total ni visible desde el primer momento. El cristiano ha de renovarse «sin cesar», siendo fiel a la gracia inicial y haciéndola fructificar, de modo que la semejanza progrese y se renueve hacia un fin bien preciso: ser «la imagen de su Creador». Dentro de la teología paulina esta última frase ha de entenderse en el sentido de «imagen de Dios por Cristo». El «perfecto conocimiento» hacia el que hemos de tender, y que da una connotación particular en este texto a la idea de «imagen», no es un conocimiento meramente abstracto, sino que afecta íntegramente al hombre, inteligencia y corazón, porque se alcanza a través de una renovación interior que equivale a nuestra completa asimilación a Cristo, cuyos rasgos más finos hemos de reproducir.
La renovación del cristiano en cuanto imagen de Dios se ha de concebir por tanto en una perspectiva moral. Con su actuación el hombre ha de perfeccionar la imagen de Dios que lleva impresa en su ser, imagen que la recibe sacramentalmente en el bautismo y que es fundamento de su conducta. En este sentido podemos traer aquí el último texto del Nuevo Testamento que utiliza el concepto de imagen: St 3, 19. El apóstol extrae una consecuencia práctica del hecho de haber sido constituido el hombre a imagen de Dios: «mas la lengua -dice- ningún hombre puede domarla: ella es un mal que no puede atajarse, y está llena de mortal veneno; con ella bendecimos a Dios Padre, y con la misma maldecimos a los hombres, los cuales son formados a semejanza de Dios». Como en Gn 9, 6, es también la presencia de la imagen de Dios en el hombre, pero ahora en una perspectiva sobrenatural, la que se señala como norma de conducta moral.
5. Conclusiones
Después de este breve recorrido hecho sobre los lugares bíblicos que hablan de la «imagen» de Dios de modo explícito, podemos sacar algunas conclusiones fundamentales.
En primer lugar, se descubre una diferencia y una complementariedad entre la doctrina del Antiguo y del Nuevo Testamento a propósito de la imagen. En el Nuevo el tema alcanza su plenitud. Se revela que Cristo es la imagen perfecta de Dios y que el hombre está llamado a poseer la imagen de Dios también en un plano sobrenatural.
La imagen en el hombre se presenta, por tanto, en una doble perspectiva. En una dimensión natural, como dádiva que recibió ya el primer hombre desde el momento de su creación; y en una dimensión sobrenatural, que es la que revela principalmente el Nuevo Testamento.
En el Antiguo Testamento, la fórmula «imagen y semejanza» adquiere toda la fuerza de una definición del hombre, y su riqueza de contenido queda declarada en Gn 1, 25-26 por el hecho de que en su realización se puso en juego de modo especialísimo la sabiduría y el poder creador de Dios.
Esta «imagen» de Dios significa, en un primer momento (Gn 1, 25-26), que el hombre fue dotado de unas cualidades adecuadas para que colaborase con Dios como lugarteniente suyo en el dominio de la creación. Se precisa que esa imagen se trasmite de Adán a sus descendientes (Gn 5, 1-3).
Pero ya en el Génesis mismo el tema de la «imagen» adquiere otras connotaciones. En Gen 9,6 se muestra su aspecto moral, en cuanto que la «imagen» es propuesta por Dios como fundamento radical de las relaciones del hombre con su prójimo.
Los libros sapienciales destacan sobre todo tres ideas: se detallan las cualidades que Dios donó al hombre al constituirlo en imagen suya (Si 17, 1-3); que la «imagen» da un cierto derecho a la inmortalidad (Sb 2, 23); y se anuncia a la «sabiduría» como «imagen de la bondad de Dios» (Sb 7, 26).
En su dimensión sobrenatural, tema que pone de relieve el Nuevo Testamento, la «imagen» ya no se considera en función de las cualidades naturales del hombre, sino en su participación de Dios por medio de Jesucristo, al que el hombre ha de conformarse según el designio divino de salvación (Rm 8, 29; 1Co 15, 47-49). Esta imagen, al contrario de la natural, no es algo ya plenamente poseído aunque necesitado de actualización; sino que está llamada a crecer (2Co 3, 18; Col 3, 10). El hombre debe renovarse de día en día según la imagen del que le creó, crecimiento que tiene lugar según va operando en nosotros el Espíritu de Jesús.
Se subraya además que esta «imagen» de Dios es al mismo tiempo dádiva y exigencia, pues sugiere un deber moral respecto a sí mismo y a los demás hombres: en cada hombre hay una «reproducción» de Dios.
Miguel A. Tabet, en dadun.unav.edu/
Notas:
1. In Gn 1, hom. 8, 2: MG 53, 71.
2. El término «adam» designa en este versículo la especie humana, como lo atestigua el verbo en plural «dominem» que sigue a continuación. Es un singular colectivo. El texto nos habla de la intención divina de crear a los hombres. Será el Gen 2 donde se especifique que originariamente Dios creó un primer hombre del que hizo provenir la primera mujer constituyéndose así la primera especie humana. Según la Biblia, la palabra «'adam» viene de «'adamah» (Gen 2,7), la tierra arcillosa de la que fue formado el hombre. «'Adam» significaría por tanto, en esta etimología, «terreno» o «terroso». Dios parece haber querido decir en su diálogo «hagamos algo terreno que sin embargo sea la imagen y semejanza nuestra». Dios iba a hacer algo de la tierra, sí, pero era algo singular en la creación. El texto del Gn 1, 26-27 sugiere innegablemente que el hombre no puede ser explicado en su más íntima esencia sin una clara dependencia de Dios.
3. Audiencia general del 12-JX-79 n. 4, en «Insegnamenti di Giovanni Paolo» 11, 11, 2, Libreria Editrice Vaticana, 1980, p. 288.
4. Es una interpretación frecuente entre los escritores eclesiásticos antiguos. Entre ellos se encuentra S. Gregorio de Nisa, cfr. H. Merld, 'OMOIO I 0EO von der platonischen Angleichung an Gott zur Gottiinhlichkeit bei Gregor von Nyssa, Friburgo 1952.
5. Cfr., por ejemplo, S. Ireneo, Adv. Haer. 5,6; clem. Alex. Strom., 2, 22, 131; Orígenes, De princip. 3, 6, 1. Estos autores, siguiendo el texto griego «xm;' dxóva ijµnéQUV xaí xa0' óµoíwmv» interpretan el término «dxwv» (imagen) como la imagen divina presente en la naturaleza de los hombres, y «óµoíoxnp> (semejanza) como el proceso de asimilación a Dios que, para algunos, es el que se efectúa por obra de la gracia sobrenatural (cf. Manuel Guerra, Antropologías y Teología, Ed. EUNSA, 12, Pamplona 1976, p. 48, nota [57]).
6. Así se lee, por ejemplo, en las versiones coptas, etiópicas y la Vulgata. A, B, K traen, por su parte, «imagen de su propia naturaleza». En la versión siríaca hexaplar, y en algunos padres más recientes como San Atanasio y San Epifanio, se encuentra «imagen de su propia eternidad». .
7. Cfr. Num 33,52; 1 Sam 6,11; 2 Re 11,18. Los XII traducen el término hebreo «selem» principalmente por «lxwv», que es el que se emplea en el Nuevo Testamento.
8. Cfr. E. Testa, Genesi en la Sacra Bibbia, Marietti, Torino-Roma, 2. ed. 1977, p. 264. Demüt se traduce en la Biblia griega prevalentemente por «óµolµa» y raramente por «óµoloou;». Una sola vez por «Eixwv» (Gn 5, 1), «oµoti;» (Is 13,4) y «lota» (Gn 5, 3).
9. E. OLAVARRI, Enciclopedia de la Biblia, Ed. Garriga, Barcelona, 1964, vol. IV, p. 107.
10. Se ha hecho notar la afinidad que Gn 1, 26 guarda con el Sal 8, 4 en lo que se refiere a este aspecto de la «imagen y «semejanza», pero hay una idea afín: «Cuando contemplo los cielos, obra de tus manos; la luna y las estrellas, que tí has establecido// ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, y el hijo del hombre para que de él cuides?/!Y lo has hecho poco menor que Dios, le han coronado de gloria y honor// Le diste el señorío sobre las obras de tus manos, todo lo has puesto debajo de sus pies». Aunque no aparece el término «imagen» el salmo la menciona de modo equivalente, pues por una parte se afirma que el hombre es «inferior» a Dios y, por otra, es sólo «un poco inferior». Esta grandeza del hombre se define diciendo que fue llenado «de gloria» (kabod) y de «honor» (hadar). A renglón seguido se une la idea de semejanza con la de dominio: «le diste el señorío sobre las obras de tus manos». Aquí, como en el Génesis, parece afirmarse que la «imagen y semejanza» del hombre con el Creador alcanza una vertiente de significado en el hecho de haber sido asociado el hombre al dominio divino de las cosas creadas como vicario suyo. Como lugarteniente del mismo Dios en la creación, el hombre tiene el «señorío» sobre todo lo creado, habiendo puesto todo «debajo de sus pies».
11. Hemos traducido el término «uq:>8aQ<l(a» por «inmortalidad», según una interpretación entre los exégetas. Otros autores traducen por «incorruptibilidad», como hace también la Neovulgata. En uno y otro caso permanece el contenido esencial de nuestro texto: Dios creó al hombre para la vida imperecedera y, por tanto, eterna y gloriosa, como exige la lectura dentro del contexto inmediato.
12. L. Turrado, Hechos de los apóstoles, en Biblia comentada, BAC, Madrid, 1975.
13 Cf. Spicq, Dieu et l'homme selon le Nouveau Testament, Paris, 1961, pp. 199-200.
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