1. Hegel o la critica religiosa de la religion
Comenzar por un esquemático recordatorio de la crítica hegeliana de la religión tiene, un interés superior al meramente histórico, puesto que abandonar el cobijo idealista le está resultando al pensamiento actual mucho más difícil de lo que se cree.
Si los hombres aceptan someterse a Dios como a su Amo absoluto y entregan de ese modo su libertad es, enseñaba Hegel, por miedo a la muerte y como precio por el consuelo de soñar una vida en el Bien eterno. Los hombres no nos veremos libres de amos humanos o del Amo divino mientras no aceptemos resueltamente el hecho inexorable y definitivo de nuestra propia muerte.
Pero Hegel no detuvo su filosofía en el análisis de ésta que él llama «conciencia desgraciada», sino que en su sistema dialéctico general integró «lo negativo» como un momento esencial, como el motor que impulsa la historia humana hacia el fin positivo del Espíritu absoluto. El propio Hegel sostiene expresamente que la síntesis de lo particular y de lo universal que Cristo representaba en cuanto Dios (universal) hecho carne (particular) debe efectuarse, aunque no después de la muerte, sino ahora y por nuestra acción; no en la trascendencia fantástica de lo sobrenatural, sino en la inmanencia. del Concepto que se encarna en el Estado moderno, en cuanto cónciliador que la justa organización social (lo universal) y de la libertad de los individuos y grupos particulares.
Al traducir a conceptos las representaciones imaginativas de la religión, la crítica idealista proyecta la infinidad divina sobre el plano de una estatolatría monista. El Espíritu absoluto, la idea de la idea (Noesis noeseós), la síntesis superadora de acción y pensamiento, de realidad y concepto, de naturaleza y espíritu, de vida y muerte, los alcanzaría la Historia en una Razón absoluto manifestada como Razón de Estado.
La crítica idealista de la religión se convierte así, como decía Feuerbach antes de Marx, en un sucedáneo de la religión, en una soteriología intramundana, en la última astucia de la razón para consolar a los hombres de su condición indigente.
2. Marx o el idealismo subyacente a una filosofía de la praxis
Es bien sabido que Marx entiende por religión la ideología segregada por un organismo enfermo. En un mundo material que separa al hombre de sí mismo y le impide realizarse, el hombre proyecta su realización al cielo imaginario de la religión y crea la idea de un Dios creador de todo, incluído el hombre. Al producir la idea de Dios, el hombre se rebaja a considerarse producto de su producto.
Desde Fichte hasta los neohegelianos de izquierda, todo el idealismo alemán ha concebido al hombre como productor en la aceptación más radical: en la de libertad creadora, y ha rechazado apasionadamente la heteronomía del hombre. La producción humana no podría venir determinada por ninguna instancia superior, declaraban los idealistas, porque cualquier idea de un orden divino o sobrenatural es, como tal idea, un producto humano Max Stirner, el último y más radical neohegeliano, escribió El único y su propiedad para proclamar la absoluta soberanía del yo humano y prevenir el riesgo de que el individuo paralice, al objetivarse en su creatura, el dinamismo activo y creador que constituye la verdadera vida.
¿Dice lo mismo la crítica marxiana? En absoluto. Las ideas de Stirner y demás familia idealista le parecen «fantasías inocentes y pueriles». ¿Por qué? Porque no se libera a los hombres sólo por descargarles de sus fantasmas cerebrales. Eso sería tan ridículo, dice Marx, como suponer que para no caer en el vacío baste quitarse de la cabeza la idea de gravedad. .
No es sólo el pensamiento lo que está por liberar, porque no hay otro pensamiento que el de los individuos de carne y hueso y si éstos no son libres en la realidad tampoco lo será su pensamiento.
La ideología (por ejemplo, la religión o la economía política) es el mundo al revés puesto que convierte a los productos (Dios o el capital, respectivamente) en productore del productor (el hombre), pero lo que pone cabeza abaJo el mundo de la ideología no es ningún error de pensamiento, sino el vuelco histórico por el que el producto material del trabajo, convertido en capital, se expropia la producción misma, transformando al trabajo en mercancía. El fetichismo religioso es un reflejo del fetichismo de la mercancía que expresa, a su vez, la inversión de la relación productor-producto en el orden prácticomaterial.
La crítica marxiana del idealismo no se funda en una filosofía de la historia; lo que ya era el idealismo hegeliano, sino en una filoso/fa de la praxis que obliga a trascender incluso los planteamientos históricos y el concepto de historia:
«La primera premisa de toda existencia humana y también, por tanto, de toda historia, es que los hombres se encuentren, para hacer historia, en condiciones de poder vivir. Ahora bien, para vivir hace falta comer, beber, cobijarse bajo techo, vestirse y algunas cosas más (... ). La producción de la vida material es una condición fundamental de toda historia que lo mismo hoy que hace miles de años necesita cumplirse todos los días y a todas horas simplemente para asegurar la vida de los hombres (...). La satisfacción de esta primera necesidad (...) conduce a nuevas necesidades y esta creación de necesidades nuevas constituye el primer hecho histórico» (1).
Nunca desarrolló Marx esta filosofía de la práctica que La ideología alemana y las Tesis sobre Feuerbach anuncian. Pero hasta sus escritos finales, el último fundamento de la ciencia marxiana, del «materialismo histórico» entero, es la filosofía que afirma la irreductible prioridad de un orden práctico cuyo núcleo de exigencias es anterior a la historia, invariable y fijo. Todavía el escrito de 1880 contra el economista Wagner insiste en la primicia de esa Praxis que es el terreno originario de la verdad del conocimiento y del lenguaje:
«Los hombres no comienzan de ningún modo por encontrarse a sí mismos en una relación teórica con las cosas del mundo exterior sino, a ejemplo de codo animal comienzan por comer, beber, etc., es decir, comienzan por comportarse activamente y apoderarse de ciertas cosas por la acción, satisfaciendo así sus necesidades. Más tarde, designarán esas cosas mediante un lenguaje según les aparece en función de su experiencia práctica» (2)
No niega Marx que la validez lógica y metodológica de cualquier construcción teórica guarde un valor autónomo, mensurable por criterios meramente especulativos, pero sí sostiene que la verdad objetiva del conocimiento, es decir, de toda teoría que sea más que tautoló gica, sólo puede probarse en y por la práctica (Tesis 2 sobre Feuerbach). La teoría jamás podrá reducir la heterogeneidad de sus fundamentos práctico-materiales y es en la pretensión contraria en lo que radica el carácter ilusorio del idealismo.
¿Cómo es posible que hayan caído en el vacío cien años de insistencia en lo definitivamente inconmensurable de los dos órdenes y continúe hoy generalizada la creencia de los intelectuales en un acercamiento asintótico del orden teórico al orden real? ¿Por qué el idealismo resurge una y otra vez con la misma fuerza, como si fuese inmune a la crítica? ¿No se topa aquí con una dificultad inherente a la índole misma del pensamiento en su espontáneo ejercicio de la reflexión?. En efecto, criticar al idealismo equivale a pedir a la razón que se acepte heterónoma y esto es lo mismo que exigir a la razón que sospeche de la evidencia que al reflexionar se ofrece así misma. En la fascinación de la autoconciencia, el pensamiento, «que no se ve venir, que se ve ser» (según la expresión certera del poeta), olvida o rechaza su dependencia para con lo inconsciente material de que resulta. Como decía Meyerson, «la razón no tiene más que un medio de explicar lo que no viene de ella y es reducirlo a la nada» (3).
Reconocer la primacía de la práctica exigía una reforma tan completa y enérgica del entendimiento filosófico-histórico que ni Marx ni nadie hubiera podido recti ficar de un golpe toda la carga de su formación idealista: ideas, creencias, expectativas y postulados. La consiguiente diplop fa filosófica marxista vamos a examinarla, para empezar, en posiciones idealistas de Engels y Lenin, señaladas por diversos autores marxistas, para remontar después al origen de esas inconsecuencias en el pensamiento de Marx.
(Sea dicho entre paréntesis, los marxólogos tendrían un inagotable tema de estudio en la degradación que el marxismo padece desde su fundador a los epígonos, degradación que, obviamente, no se detiene en Engels y Lenin. Los fundadores del socialismo español, por ejemplo, aprendieron marxismo en las simplificaciones francesas -que sacaban de quicio a Marx y le llevaban a exclamar repetidamente: «yo no soy marxista»- de Guesde y Lafargue, autor este último de un libro cuyo título, «El derecho a la pereza», había de resultar premonitorio para tantos dirigentes dispuestos a casi todo menos a leer El Capital. Luis Araquistáin creía elogiar a Marx afirmando:
«El marxismo es lo más opuesto a la ciencia». Y el más grande intelectual del socialismo español, Julián Besteiro ensalzaba la posición filosófica de Marx calificándolo de idealista: «El marxismo es una posición idealista (... ) que ve la luz de las ideas y no otra luz cualquiera... » (4). Como en el socialismo español, éstos que ponían a Marx cabeza abajo, Araquistáin y Besteiro eran, a su vez, los maestros, calcúlese la comprensión que discípulos y militantes rasos demostrarán hacia el que quiere simplemente poner a Marx de pie, sobre todo si tenemos en cuenta que, a medida que desciende el nivel teórico, suele aumentar la virulencia del dogmatismo).
Pues bien, Engels concibe la unidad de la naturaleza y el espíritu en un sistema monista que constituye, como el de Hegel, un «espiritualismo de la sustancia». Es Gustavo Bueno quien establece la comparación en sus Ensayos materialistas, y de esto a compárarlo con un teólogo no hay más que un paso. En efecto, Engels interpreta la unidad teleológica del Universo como una construcción progresiva del espíritu a partir de la naturaleza, es decir, de un modo extraordinariamente similar a Teilhard de Chardin, para quien la evolución natural es un camino de convergencia hacia la concordia universal, cristocéntrica, del «punto Omega» (5).
Si Gustavo Bueno acierta y Engels fue un precursor de Teilhard, ¿cómo negar que el cristianismo sea compatible con el marxismo? Así lo quieren demostrar en un reciente documento sobre Fe cristiana y materialista marxista los teólogos José María Díez-Alegría y Reyes Mate, junto a Carlos Jiménez de Parga y José Luis Fernández, confirmando las conocidas posiciones de García Salve Comín, Miret Magdalena y tantos otros. Con el debido respeto a las personas hay que decir que llevan al límite la confusión. Porque la compatibilidad no es la del cristianismo con el materialismo marxista, como ellos pretenden, sino con los componentes idealistas del progresismo marxista que son precisamente incompatibles con el materialismo de cualquier filosofía de la praxis. Con el anterior y con lo que sigue creo dar cumplida razón de por qué la pretensión de los cristianos marxistas es filosóficamente disparatada, pero también de por qué ese equívoco tiene una larga vida por delante.
Sobre el idealismo de Engels y Lenin ya era revelador, sin más, que ambos designaran a todo lo real material con el término kantiano de «cosa en sí» e incluso lo declarasen absolutamente reductible a conocimiento. Proyectaban así el orden de la praxis al plano de la objetividad y dejaban de consideralo heterogéneo. Entre el fenómeno y la cosa en sí -escribía Lenin glosando a Engels- no hay otra diferencia que la de lo conocido frente a lo que aún no lo es (6). Cierto que, a diferencia de Hegel, Engels y Lenin no consideran ya realizado el saber absoluto con ellos mismos, sino que remiten al infinito desarrollo de la ciencia Ia identidad de los dos ordenes, material e ideal. Pero ¿quién es el teólogo que no ha remitido al infinito la unidad suprema? Que el infinito se entienda en acto o en potencia no modifica el idealismo de la posición. Si todo lo que existe será objeto de concepto, la filosofía de Engels y Lenin es un idealismo conjugado en tiempo futuro, un especie de idealismo diferido que postula, como todo idealismo, la realización de una Razón absoluta en una teleología histórica orientada hacia un polo positivo superador de injusticias, contradicciones y conflictos y reductor del Mal. Es esta pseudo-teología lo que funciona como encubierto fundamento de la llamada ideología «progresista», la cual apoya así su declarada voluntad racionalista en representaciones imaginativas que no dan expresión más que al orden pre-racional del sentimiento. Un progresismo cuasi-religioso, es decir, pre-científico y pre-filosófico no es un progresismo, sino una nueva figura del oscurantismo y de la reacción. Desde la atalaya de 130 años transcurridos no puede resultarnos más certera la advertencia que dirigió Proudhon a Marx en carta de 17 de mayo de 1846:
«No nos hagamos los jefes de una nueva intolerancia, no nos convirtamos en apóstoles de una nueva religión, aunque ésta fuese la religión de la razón» (7).
Hoy son los «eurocomunistas» quienes denuncian desde dentro la condición eclesial o cuasi-religiosa del movimiento marxista. Por ejemplo, Santiago Carrillo, quien declaraba el 30 de junio de 1976 en la Conferencia de PC europeos celebrada en Berlín:
«Era como si los comunistas tuviéramos una nueva Iglesia con nuestros mártires y nuestros profetas; durante años, Moscú ha sido nuestra Roma. Nosotros hablábamos de la gran revolución de Octubre como de nuestra Navidad. Era nuestro período de infancia» (8).
Carrillo se expresaba en tiempo pasado porque en las autocríticas es casi inevitable. Y efectivamente, entre tantos signos del pasado, cómo olvidar la insistencia machacona de Stalin en afirmar que la edificación del socialismo es, por encima de todo, una cuestión de Fe; o aquel estigma con que se fulminaba a los militantes arrepentidos, el mismo que se empleaba contra los sacerdotes que volvían al siglo: «renegados». Pero cómo ignorar además, entre tantos signos del presente, que el PCUS sigue declarando el marxismo-leninismo «doctrina inmortal e invencible», lo que vale como una muy correcta definición de Dogma; o que los tribunales de justicia soviéticos continúan condenando las ofensas a Lenin o a la Revolución como «blasfemias» y «sacrilegios» (9).
¿Este presente es únicamente el de la URSS? Si los dirigentes latinos reconocen su error anterior ¿no es innecesario insistir desde el punto de vista filosófico? No lo creo. Supongamos que el eurocomunismo desea sinceramente la renuncia al espíritu religioso. Supongamos incluso que la renuncia a la «dictadura del proletariado» no quede neutralizada, anulada por la conversación del «centralismo democrático». ¿Se habría superado por eso el idealísmo marxista? Porque si el idealismo sigue en pie, no se podrá evitar que los militantes continúen hablando y actuando como hombres de Iglesia.
Sólo cabe una respuesta: es imposible superar un error que no se ha reconocido, que ni siquiera parece barruntarse, y que podría formularse así:
Cuando Marx afirma, contra todo fetichismo, la autonomía del hombre de carne y hueso, prejuzga a renglón seguido una autoidentidad humana expresable en razón científica, con lo que su posición materialista bascula hacia el hombre el postulado de una autonomía de la Razón que contradice precisamente la primacía materialista del orden práctico. Es verdad que la no-heteronomía del orden práctico excluye la heteronomía de la Razón para con cualquier presunta realidad trascendente o sobrenatural por ella ideada, pero está implicando otra heteronomía distinta: la de la Razón con respecto a la Praxis misma. Aquí radica, a mi juicio, la fuente de las inconsecuencias y contradicciones marxistas.
Si ésta fuese una opinión personal, poco podría contar para un movimiento como el marxista en el que, justo por lo que tiene de cuasi-religioso, se concede una importancia decisiva a los argumentos de autoridad. Resulta por eso poco menos que obligada la estrategia de expresarse con palabras cargadas de más autoridad que las propias.
Por ejemplo las de G. Gottier en su libro sobre El ateísmo del joven Marx, donde muestra cómo el término de «alienación» que Marx recibe de Hegel, lo había tomado éste de la Epístola paulina a los Filipenses en la traducción de Lutero. San Pablo escribía (Flp 2, 6-9):
«Cristo, existiendo en la forma de Dios, no reputó codiciable tesoro mantenerse igual a Dios; antes bien, se vació de sí mismo (se anonadó) tomando la condición de esclavo (...) y una vez reconocido como hombre se humilló, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le ha elevado a lo más alto y le ha gratificado con el nombre que está por encima de todo nombre para que ante él doble la rodilla cuanto hay en los cielos, en la tierra y en los abismos y toda lengua confiese que Cristo es Señor...».
La palabra «Kenosis » dice en griego el acto por el que Cristo se aniquila y asume la humanidad hasta la muerte y sólo así reconquista la positividad absoluta. Este esquema de la kenosis pasa al idealismo alemán como esquema dialéctico (afirmación, negación, negación de la negación) a través de la traducción que del esquema de la kenosis propuso Lutero utilizando el término Entaüsserung: alienación (10).
Hegel esperaba que el Estado moderno efectuase la síntesis de lo particular y de lo universal representada en la figura del Dios hecho carne. Para Marx, en cambio, es el proletariado el que debe llegar como la persona de Cristo hasta el fondo del sacrificio y de la negación de sí mismo para poder así, y por eso, elevarse hasta su plena y soberana realización. Es la misma síntesis religiosa de lo particular y de lo universal la que Marx declara realizable en esa clase social que «por ser la pérdida total del hombre sólo puede ganarse así misma mediante la recuperación total de hombre» (11).
Una crítica idealista de la religión se yuxtapone a la crítica materialista en los escritos de Marx, íncluído El Capital, donde escribe:
«El reflejo religioso sólo desaparecerá para siempre cuando las condiciones de la vida diaria representen para los hombres relaciones claras y racionales entre sí y con respecto a la naturaleza» (12).
«Bien largo me lo fiáis», podrían comentar hoy los dirigentes del Este. Si la religión no desaparecerá hasta que la vida diaria se vuelva racionalmente transparente, hay religión para rato. Esa imagen marxiana de un futuro hombre racional que, al realizarse plenamente, ni siquiera necesitará soñar por las noches, no era un concepto científico, sino precisamente un sueño, el del «hombre total», a la vez cazador, pescador, intelectual, gobernante, obrero y campesino, individuo desarrollado en su totalidad y capaz de hacer frente a las exigencias más diversificadas del trabajo (13). Que el hombre total sea el símbolo de lo que nos falta no basta para legitimar científicamente esa expectativa ni la que lleva aparejada de una abolición de la división social del trabajo en tareas de mando y tareas de ejecución, en manual e intelectual, vexata quaestio que los teóricos marxistas hacen lo posible por soslayar.
Excepción honrosa, Leszek Kolakowski acaba de hacer frente a ese tabú para revelar en profundidad el idealismo que subyace a la expectativa marxiana de unidad entre la sociedad política y la sociedad civil, expectativa que no es sino otro aspecto de la creencia en el «hombre total» y que Kolakowski caracteriza como «mito de la autoidentidad humana» (14).
El ateísmo de la filosofía de la praxis coexiste en Marx con una soteriología intramundana que pone toda su fe y su esperanza en una sociedad futura en la que no sólo quedará curada la escisión entre las funciones sociales y personales, políticas y privadas, sino también la división entre el sujeto y el objeto del proceso histórico (las relaciones sociales serán transparentes, los individuos asociados controlarán sus procesos vitales, etc.), la división entre los deseos y los deberes e incluso, concluye profundamente el ex-profesor de la Universidad de Varsovia, la división entre la esencia y la existencia.
Contra los enemigos de esa ideal sociedad positiva sin opresores ni oprimidos, en la que «manarán a caño libre las fuentes de la riqueza colectiva» y se habrán superado la injusticia y el crimen, y en nombre de esa definitiva victoria sobre el Mal, Marx justificaba incondicionalmente el terrorismo revolucionario (véase el Neue Rheinische Zeitung de 7 de noviembre de 1848 y 18 de mayo de 1849) y Stalin recomendaba a su policía, desde 1937, la aplicación sistemática de la tortura. ¿No eran medidas consecuentes? ¿La Iglesia no se permitía acaso torturar y tostar herejes porque aun los tormentos más atroces no eran nada en comparación con la salvación eterna que sólo la propia Iglesia administraba? Si la voz de la Iglesia era la palabra de Dios, el hereje, como el ateo, no podía ser sólo un hombre equivocado; tenía que ser o un loco a quien encerrar o un pecador enemigo de Dios al que se eliminaba para que no siguiera conspirando contra los planes divinos. En estricto paralelo, si una organización política expresa el conjunto de intereses reales de los trabajadores, los disidentes, aún cuando subjetivamente pueden equivocarse de buena fe, no pueden ser, objetivamente considerados, más que cómplices de los explotadores y enemigos del pueblo, es decir, alimañas a las que exterminar sin más argumentaciones, porque su misma inhumanidad les excluye de merecer trato humano. En ambos casos, tanto para el cristiano como para el militante progresista, ser o no ser hombre viene a medirse, no como unas exigencias y una actividad prácticas no por una individualidad de carne y hueso y entendimientó, no por la praxis, sino por la adecuación o inadecuación a un patrón ideal absoluto.
Con la praxis revolucionaria, eso sí, los testarudos hechos acaban trastrocando el contenido de la Idea, pero su valor absoluto persiste y esto es lo único que cuenta. En la imaginación de Marx, la libertad consistía en convertir al Estado en un órgano completamente subordinado a la sociedad. Pero cuando las previsiones de extinción del Estado no se confirman en la práctica, basta permutar sujeto y predicado para seguir aspirando a la unidad. Quiero decir que entre subordinar el Estado a la sociedad civil o someter la sociedad civil al Estado ninguna organización marxista señala otra cosa que diferencias accidentales. Esto hace concluir a Kolakowski que la expectativa marxiana del hombre unificado tenía que en gendrar, por fuerza, un crecimiento canceroso de la burocracia, a cuyo dictado cuasiomnipotente queda sometida cualquier posible iniciativa o espontaneidad de la sociedad civil. En el postulado de unidad entre sociedad civil y sociedad política, el profesor polaco encuentra ya prefigurados los trazos del Estado totalitario.
Ninguna formación social se atribuyó en la historia, a excepción de la Iglesia y de los ejércitos en guerra, una justificación tan absoluta de sus actos como el Estado del proletariado, porque ninguna se había fijado una finalidad tan absoluta. Trotsky lo declaraba sin ambages:
«Ninguna organización social, excepto el ejército, se ha considerado nunca justificada para subordinar a los ciudadanos a ella misma en tal medida y a controlarlos por su voluntad hasta tal grado (...) como el Estado de la dictadura del proletariado se considera justificado a hacer y hace (...). Pues no tenemos otro camino hacia el socialismo que la regulación autoritaria de las fuerzas y los recursos económicos del país (...) conforme al plan general del Estado» (15).
Comenta Kolakowski que en este discurso anunciaba Trotsky un socialismo concebido como un campo de concentración permanente y justificaba esa promesa por la necesidad de someter la sociedad civil al plan y a los intereses generales del Estado. En la estatolatría que diera plasmación histórica a la Idea absoluta de Hegel se ha cerrado así el círculo del idealismo marxista.
* * *
Los que más necesitan enterarse de algo suelen ser los menos dispuestos. El viento que mueven las palabras del profesor polaco, o las del ambicioso estudio de Michel Henry (16), las de Sartre, Gustavo Bueno, el último Lukács (17) y las de tantos otros que han confirmado a Kolakowski, hará vibrar muy pocos tímpanos de militantes. No resulta arriesgado pronosticar que las expectativas soteriológicas de Marx se conservarán tan intactas como hasta el presente. Las puertas de la burguesía no prevalecerán contra ellas. Y por lo mismo, muchos cristianos desilusionados en su fe seguirán viendo en la futura sociedad pintada por Marx, y literalmente hablando, el «cielo» abierto.
Ahí está, como muestra, desde hace dieciséis años, la Crítica de la razón dialéctica y sus destinatarios se encuentran hoy tan necesitados de su enseñanza como se encontraban entonces. Todos los esfuerzos de sus Questions de méthode iban encaminados a mostrar cómo el idealismo marxista había llegado a perder el sentido de lo que es un hombre y el interés por analizar los acontecimientos reales. No se podrá reconquistar al hombre en el interior del marxismo, advertía Sartre, sin restablecer la irreductibilidad de la praxis humana a la teoría, la primacía de la existencia sobre la esencia y la imposibilidad de su unidad. Cuando Marx escribe que «la concepción materialista del mundo significa simplemente la concepción de la naturaleza tal como es, sin ninguna adición exterior», Marx se toma a sí mismo por una mirada objetiva que contemplaría la naturaleza tal como ella es absolutamente. Ignora así que el experimentador forma parte del sistema experimental y en consecuencia, señala Sartre, recae en el postulado idealista del saber absoluto (18).
* * *
Ciertamente, no es la «autoridad» lo que merece discutirse en los autores expuestos, sino los argumentos racionales. La reflexión filosófica, que siempre fue en gran medida ocupación solitaria, no debe proponerse reforzar las convicciones de nadie, ni siqtiiera las opiniones de la mayoría, sino contribuir a la educación de esa mayoría y, cada vez que haga falta, contribuir a la educación de los educadores. Resulta que la palabra alemana «Praxis», además de «práctica», significa «clientela» o « parroquia» y desgraciadamente cabe preguntarse si no es en esta segunda acepción como la entiende la mayoría de sus cultivadores.
Conviene tener muy presente la fina advertencia de Paul Feyerabend; «los argumentos racionales van bien solamente con la gente racional y una apelación a la argumentación racional es por lo tanto discriminatoria» (19). Dirigir argumentos racionales contra alguna religión es arriesgarse a ser respondido con menos contraargumentos racionales que anatemas, descalificaciones morales y demás desahogos de la agresividad. Está en la fuerza de las cosas que los que apoyan sus convicciones en el sentimiento reduzcan todo el contenido de los argumentos a la alternativa «el que no está conmigo está contra mí». Pese a todo, no cabe en este punto otro modelo de conducta que el declarado en el prólogo a El Capital:
«En cuanto a los prejuicios de la llamada opinión pública, a la que jamás he hecho concesiones, seguiré ateniéndome al lema del gran florentino: Segui il tuo corso e lascia dir le genti!».
Añadiré una precisión final a este largo apartado. La exposición tenía que centrarse en los aspectos filosóficomaterialista e ideológico-idealista del marxismo, y apenas ha quedado aludida su dimensión científica. Como la expresión «socialismo científico» induce fácilmente a confusión, conviene recordar que el asp cto científico de la obra marxiana se reduce a la crítica de la Economía política, que Marx declaraba a su vez abierta, como toda ciencia, a la crítica. ¿Por qué sino por espíritu científico se negó Marx a presentar un proyecto articulado de la futura sociedad socialista que no hubiera podido ser más utópico? La expresión «socialismo científico» no significa que se posea un saber científico sobre la sociedad futura, sino la voluntad de no ser utópico.
Otra cosa es que Marx no pudiera evitar una previa representación del socialismo basada en las expectativas utópicas que hemos examinado, acerca de una ciencia absoluta, de una sociedad racionalmente transparente y de un mítico «hombre total» presuntamente superador de la división del trabajo (técnica y social) y de la división de las sociedades civil y política.
Que Marx no cobrase conciencia del idealismo de esos postulados resulta explicable porque nunca desa rrolló la filosofía de la práctica, cuyo embrión sí contenía una crítica consecuente de la región. Aunque aquí no es posible ni siquiera esbozar esos desarrollos, sí puede intentarse la transposición del problema a los términos más asequibles y mejor conocidos de la filosofía tradicional, con el propósito de plantear la cuestión de fondo del ateísmo.
3. Un existencialismo teista: el neotomismo
Comprender la heterogeneidad entre teoría y práctica encierra la misma dificultad que la filosofía cristiana encontraba en pensar la distinción real de esencia y existencia.
Para Tomás de Aquino, el esse es aliud que el id quod est. Entiennt Gilsoh puso de manifiesto la falta de claridad de ese planteamiento. Al no disponer siquiera de un lenguaje adecuado, el Aquinate se vió obligado a un doble uso de los términos «potencia» y «acto» que le llevó a sinsentidos como el de afirmar que «en cierto modo» (quodammodo) el acto es potencia. En efecto:
y el Deus absconditus está demasiado manifiesto si todavía se le llama Deus.
En el mismo mundo al revés del platonismo, que empezó desalojando la inicial carga existencial de la prote ousía aristotélica, el que induce a los teólogos a concebir la existencia como Entendimiento infinito a renglón seguido de haberla declarado inconcebible, el que culmi na en Hegel, y el que somete la Praxis marxiana, apenas declarada su primacía, a las idealizaciones y paradigmas
De modo que la forma, qué es acto último en el orden de la ousía, resulta ser potencia en el orden de la entidad (20).
Se topa con los límites del lenguaje cuando se intenta superar el idealismo... aunque sólo sea a escala de inmanencia mundana. Para el tomismo, el esse no es objeto de concepto; «nunca lo repetiremos bastante» advertía Descocqs, el esse no es pensable. Porque el esse trasciende la esencia, trasciende también el concepto.
La inflexión clave del tomismo y su genial astucia estaba en bautizar a la existencia misma con el nombre de Dios-Entendimiento infinito. Como la esencia de Dios es existir, la heterogeneidad o distinción real entre esencia y existencia resulta valer solamente a nivel de las creaturas y de su débil y parásita realidad. A nivel de realidad verdadera y última, la del infinito divino, se cancela la heterogeneidad y se identifican esencia y existencia. Todo estudiante de filosofía sabe que esta identidad de Dios de lo idéntico (la Idea) y lo no-idéntico (la Realidad existente) es el eje de la Teología cristiana, que el idealismo hegeliano secularizó.
Considero inapelable esta sentencia de Gilson: «Una ciencia del existir es una noción contradictoria», pero me pregunto por qué una teología del existir sería una noción menos contradictoria. Era también Gilson el que escribía:
«Todo lo que posee realmente la existencia es a fin de cuentas algo individual. Ahora bien, la ciencia no llega directamente más que a lo universal. Es, pues, inevitable que ni aun la metafísica llegue, salvo indirectamente, a esos actos particulares de existir de los que decíamos que son lo que hay de más real en la realidad» (21).
De acuerdo, la existencia no se deja conceptualizar. Pero ¿acaso puede llegar a proclamarse la identidad de la existencia con la esencia de un ser personal e infinito sin «conceptualizar?» Una teología sin conceptualización sería una teología sin logos, sin discurso, sin saber. Afirmaría la existencia como lo absoluto sin ninguna racionalización y, en pura consecuencia, debería renunciar incluso a la palabra «Dios», tan inevitablemente cargada de connotaciones conceptuales. La llamada «Teología negativa» es aún demasiado positiva si se considera Teología, y el Deus absconditus está demasiado manifiesto si todavía se le llama Deus.
En el mismo mundo al revés del platonismo, que empezó desalojando la inicial carga existencial de la prote ousía aristotélica, el que induce a los teólogos a concebir la existencia como Entendimiento infinito a renglón seguido de haberla declarado inconcebible, el que culmina en Hegel, y el que somete la Praxis marxiana, apenas declarada su primacía, a las idealizaciones y paradigmas del «hombre total», es decir, al topos uranós de un futuro imaginario.
4. Una filosofia de la contingencia: el existencialismo ateo
Los tomistas han sabido siempre que es en el problema de la existencia donde se decide la cuestión del ateísmo. Ahora bien, es el existencialismo la corriente filosófica que ha centrado su reflexión en la primacía de una existencia irreductible a la esencia, es decir, en la primacía de una existencia sin atributos.
Su «ateísmo consecuente» lo fundaba Sartre, precísamente, en que la existencia es inconcebible, en que no cabe ciencia ni teoría alguna de la existencia:
«El mundo de las explicaciones y de las razones no es el de la existencia. Un círculo no es absurdo, se explica muy bien. Pero un círculo no existe. La existencia bruta está por debajo de cualquier explicación. La existencia no es la necesidad sino, al contrario, es la posición de la contingencia como fundamento absoluto. Ningún ser necesario puede explicar la existencia. La contingencia de lo existente no es una apariencia que alguna doctrina pudiera disipar. La contingencia es lo absoluto, la gratuidad perfecta» (22).
La misma convicción impulsó de principio a fin la reflexión de Merleau-Ponty:
«La contingencia del mundo no ha de ser entendida como un ser menor o como una laguna en el tejido del ser necesario, como una amenaza a la racionalidad ni como un problema que resolver lo antes posible por el descubrimiento de alguna necesidad más profunda. Esta es una contingencia óntica que se da en el interior del mundo. Pero la contingencia ontológica, la del mundo mismo, al ser radical es, por el contrario, la que funda de una vez por todas nuestra idea de la verdad» (23).
Si dijéramos que la contingencia es un problema, habría que precisar que el problema es más profundo que cualquiera de sus soluciones, porque la inteligibilidad de éstas está en función de la existencia y supone intacto su problema.
La filosofía marxiana de la praxis era también forzosamente atea en la medida en que sostenía igualmente la primacía de la existencia y su irreductibilidad al plano del conocimiento, si bien Marx no pasaba de un salto desde el orden de la autoconciencia o del para-sí al orden de la existencia bruta y absurda del en-sí, como Sartre tiende a hacer, sino que se centra en un orden situado entre ambos extremos, a saber, en el orden de las necesidades naturales y en el de la acción encaminada a satisfacerlas. El hambre, el deseo sexual, el trabajo no son significaciones de una conciencia, pero tampoco se confunden con la masa innominable de lo en-sí, porque orientan. Entre la Teoría y el Vértigo está esa orientación, más profunda que la historia, que cada individuo encuentra ya en su propia organización corporal. Que las determinaciones, no teóricas sino normativas, de la praxis y de sus puntos fijos, transhistóricos, hayan sido lamentablemente descuidadas por la historia del marxismo desde Marx ha terminado reduciendo el criterio materialista de la práctica a un mero formalismo que está vaciando no sólo la estrategia política, sino la moral y aún la teoría marxista de cualquier sujección a contenidos precisos y definidos (24).
5. El desarrollo del pensamiento ateo: Nietzsche
En la crítica del idealismo y de la teología que Marx no hizo más que esbozar fué donde concentró Nietzsche los esfuerzos de su filosofía de la praxis. «Son nuestras necesidades las que interpretan el mundo», decía, como Marx. De la diversidad, sin posible Aufhebung, de los intereses de los deseos y de las contrapuestas y parciales voluntades de poder nace el conflicto de las interpretaciones, tan irreductible como aquella diversidad.
Por eso juzga Nietzsche indecidible el conflicto de las clases y de sus respectivas morales del poder y del resentimiento. O el conflicto de los sexos, que el Psiconálisis confirmará bien a su pesar cuando las mujeres, incluso psicoanalistas, rechazan sistemáticamente la interpretación freudiana de la sexualidad femenina (la «envidia del pene») como absurdamente falocéntrica ¿Como sería posible una verdad en sí de la diferencia sexual, una verdad del hombre o de la mujer en si que no viniera de la experiencia interesada y parcial de un hombre o de una mujer? La verdad en sí de la mujer o del hombre no existen, subrayaba recientemente Jacques Derrida, hablando de Nietzsche (25), porque toda teoría resulta de un parti-pris, de una parcelación de las experiencias sin posible síntesis superadora, como tampoco la tiene la instalación existencial que les sirve de base. Las interpretaciones de la existencia o del mundo son siempre juez y parte, irreductibles entre sí y, en su pretensión universalizadora, absolutamente indecidibles. ¿Cómo resultarían desinteresadas las interpretaciones si son los intereses los que funcionan como órganos de visión? No era otro el problema de fondo en la Genealogía de la moral:
«A partir de ahora, señores filósofos, guardémonos de los tentáculos de conceptos contradictorios como «razón pura», «espiritualidad absoluta», «conocimiento de sí mismo»: en esos conceptos se nos pide siempre que pensemos un ojo que de ninguna manera puede ser pensando, un ojo carente en absoluto de roda orientación, en el cual deberían estar entorpecidas y ausentes las fuerzas activas e interpretativas, que son, sin embargo, las que hacen que ver sea ver algo» (26).
No hace falta ser partidario de Nietzsche, ni minimizar las graves ambigüedades antidemocráticas que no escamotea el problema de lo «negativo», que no reduce el mal a mera privación, que no levanta un nuevo altar a la unidad suprema apenas derruídos los anteriores. En la bienpensante Historia de la Filosofía, Nietzsche es una excepción. Para él, la contradicción no es un estado pasajero, ni dice que el hombre actual esté alienado o enfermo. Dice que «el hombres ES el animal enfermo» y justamente «porque es el único animal que sabe decir NO» esto es, porque él mismo consiste en la negatividad y en la contradicción. La Gran Salud y el Superhombre no son símbolos de una superación de la tragedia humana, sino de una vida que asume la contradicción y la ambivalencia en una declarada voluntad de lo efímero (eterno retorno). En ese pensamiento de la no-identidad consigo mismo, según comenta hoy Bernard Pautrat (27), el instante y la cosa se dispersan infinitamente en la suma puntual pero nunca totalmente enumerable de simulacros de identidad sin modelo asignable para siempre.
Cuando Nietzsche postula un pensamiento que vaya más allá del Bien y del Mal efectúa uno de los raros es fuerzos históricos por superar la oposición maniquea entre un Bien monolítico y un Mal unitario. «El que no es hombre de una sola virtud es batalla y campo de batalla de virtudes», escribe. También el bioo se opone al bien o la virtud a la virtud, incluso en el mismo individuo, en función de una pluralidad de contextos y fines que ni siquiera sería plenamente enumerable. Por eso, los dioses griegos que encamaban los diversos valores no podían por menos que disputar y oponerse. Nietzsche nos revela el fondo de su pensamiento y el del ateísmo filosófico cuando escribe que para la antigüedad griega el monoteísmo no hubiera significado sino el más absoluto ateísmo: el nihilismo.
«Los viejos dioses hace ya mucho tiempo que se acabaron. ¡Y, en verdad, tuvieron un buen y alegre final de dioses!
No encontraron la muerte en un «crepúsculo» -ésa es la mentira que se cuenta. Al contrario, ¡se murieron de risa!.
Esto ocurrió cuando la palabra más atea de todas fué pronunciada por un dios mismo, -la palabra: «¡Existe un único Dios! ¡No tendrás otros dioses junto a mí!» - Un viejo dios huraño, un dios celoso se excedió hasta ese punto. Y todos los dioses rieron entonces, se bambolearon en sus asientos y gritaron: «¿No consiste la divinidad precisamente en que existen dioses, pero no dios?». El que tenga oídos, que me oiga» (28).
6. Conclusión
Una de las funciones de la filosofía, y quizá la más importante, ha sido, desde Sócrates, ayudarnos a reconocer que no sabemos. Contra los consuelos de la religión y los maniqueísmos ideológicos, la filosofía nos impide olvidar que la tragedia humana es tan irreductible como los enigmas del mundo y de la persona.
Quienes se tengan a sí mismos por materialistas en el sentido de la filosofía de la práctica, que ciertamente no es el sentido vulgar del materialismo, sólo por inconsecuencia pueden desconocer el policentrismo de la Verdad y de los intereses, que podrá ser destruído o repri mido, pero que no se dejará integrar en ninguna síntesis superadora.
Las derivaciones políticas de una filosofía de la praxis no podrían abordarse en los límites de este trabajo, pero habrán de ser en todo caso consecuentes con la pluralidad irreductible de los centros de verdad -y de poder- y con las libertades que garantizan su despliegue y su limitación mutua. Se me permitirá también aquí remitir a los pasos medidos y rigurosos por los que Gustavo Bueno alcanza esta conclusión:
«El materialismo de la Verdad es la afirmación de una pluralidad de verdá.dey (partes extra partes) contrapuestas entre sí muchas efe ellas -y, por tanto-, carentes de interés o incluso peligrosas para la propia vida del hombre en una situación determinada. El materialismo de la Verdad no es otra cosa sino la aplicación de la tesis de la inconmensurabilidad de las partes de la Realidad al universo de verdades; por tanto, la negación del Monismo de la Verdad y, en consecuencia, la evidencia práctica de la necesidad de seleccionar verdades según crite rios no «especulativos». (29).
La radical sospecha hacia Dios y hacia el Estado legada por Nietzsche se despierta a partir de una sospecha más profunda contra la vieja fe filosófica en la uni dad de los trancendeniales: Ser, Uno, Bien, Verdad, Belleza. El intento de encerrar una realidad heterogénea y sobredeterminada en la Verdad de un discurso que pretende enunciarse en nombre de un Bien absoluto, presente o futuro, tiende en pura ctmsecuencia a convertirse en dictado del Estado absoluto, «el más frío de todos los monstruos fríos».
La alternativa filosófica no se plantea ya como opción entre la teleología de totalización racional o la dispersión nihilista-esquizofrénica. Ninguna grandiosa doctrina ni organización suprema conciliarán definitivamente lo universal y lo particular. Por el contrario, tanto más precaria será la fórmula del compromiso político cuanta más realidad sepa acogér en el equilibrio sobredeterminado de contextos y centros de interés y deseo. Ninguna doctrina se necesita como base de sustentación o tendencia conciliadora de las plurales posiciones de in terpretación sino, como decía el Herzog de Saul Bellw, «una buena síntesis de cuatro perr as», y que ciertamente muy poco necesitará tener de especulativa: la de las normas ético-jurídicas que proclamen imperativos incondicionales e intangibles todos los orientados a garantizar la preservación de la integridad y personal, la de cada individuo de carne y hueso, como base permanente y transhistórica sobre la que podrán después preferirse unas u otras fórmulas de convivencia en proporción decidible a nivel de consensus.
Domingo Bianco Fernández, dialnet.unirioja.es/
Notas:
(1) Carlos Marx y Federico Eogels, La ideologiá alemana, Ed. Pueblos Uoidos-Grijalbo, Barcelona 1974, p. 28. (los sijbtayados son míos).
(2) Karl Marx, Ot11vre1 ed. Pléiade, París, t. II.
(3) E. Meyerson, La deducción relativista, art. 186. Cit. por E. Gilson El ser y la esencia, Desdée de Brouwer, Buenos Aires 1951. lema.
(4) Cf. E. Lamo, Filosofía y política en Julián Besteiro, Ed. Cuadernos para el diálogo, Madrid 1973, pp. 185, 194 y 235.
(5) G. Buena, Ensayos materialistas, Ed. Tauros, Madrid 1972, pp. 124 a 126.·
(6) Lénine, Oeuvres, t. 14, Matérialisme et Empiriocritic Snu, Ed. s c s. París. Ed. n langues étrangéres-Moscou, p. 104: «Il n y a, il ne peuc y avoir aucuoe d1fference de pnncipe entre le
Phénomene ec la hose en soi. II n'y a de différence qu'emre ce qui ese connu et ce qui ne l'esr
pas encore.
(7) Cf. M. Rubel, Chronologie, en Marx, Oeuvres, Pléiade, I, p. LXIX
(8) Cf. Le Monde de I de julio de 1976.
(9) Cf. por ejemplo L'af/aire Siniavski-Daniel, Christia? Bourgois éditeur! París 1967, J:P· 71, 72, 128: fosuJcar el nombre sagrado de Lerun -dice el Juez- es una blasfemia y un sacrilegio.
(10) G. Cottier, L'atheisme d:, je,me Marx, Vrin, París 1950, p. 28. f. también Michel Henry, Marx, t.J, Gallimard, París 1976, pp. 120 a 161.
(11) Marx, En torno a la crítica de la filosofía del derecho de Higel, en La Sagrada Familía) y otros escritos, Grijalbo, México 1962, p. 14.
(12) El Capital, 1, F.C.E., México, p. 44.
(13) Ibid. p. 408.
(14) L. Kolakowki, El mito de la autoidentidad humana, Cuadernos Teorema, Universidad de Valencia 1976.
(15) Ibid. pp. 20 y 21.
(16) M.Henry, Marx, 2 vols., Ed. Gallimard, París 1976.
(17) Gyorgy Lukács, Sofjenitsyne, Gallimard, col. ldées, París 1970.
(18) Sartre, CritiqNe de la raison dialectique, Gallimard, París 1960, pp. 30-31 y 58-59.
(19) Paul K. Feyerabend, Conía el método, Ariel, Barcelona 1974, p. 155
(20) Cf. E. Gilson, op. cit., p. 100.
(21) Ibid. p. 109.
(22) Sartre, La nausée, Gallimard, Parí;, pp. 161 ss.
(23) M. Merleau-Ponty, Fenomenr,k,gtá de la percepcÚn, F.C.E., México 1957, p. 437.
(24) Cf. Domingo !rala, Las relaciones de producción socialistas, Ed. Fernando Torres Col. lnterdisciplinar, Valencia 1975.
(25) Cf. Nietzscheaujourd'hui, col. 10/18, París 1973, t. 1, p. 268.
(26) Genealogía de la moral, Alianza Ed., Madrid 1972, pp. 138 s.
(27) Cf. Nietzsche aujourd'hui, I, p. 17.
(28) Así habló Zaratustra, Alianza Ed., Madrid 1972, p. 256.
(29) G. Bueno, Ensayos materialistas, p. 146.
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