La filiación en los pliegues de la carne [1]
Hay una crítica que hace Fabrice Hadjadj [2] al sujeto fraguado por la modernidad que quiero retomar y ahondar un poco más. Para él, si bajamos la mirada a nuestro vientre, observaremos, en primer lugar, que tenemos ombligo, más abajo veremos nuestro sexo. El ombligo es una ausencia, un testigo de que estuvimos ligados y atados a una alteridad previa y fundante, a una fuente alimentaria. El ombligo marca algo más acá de nuestra piel, un ‘hacia adentro’, un vórtice o remolino que se dirige hacia atrás de nuestro ser.
Tener ombligo testifica nuestro ser de ‘hijos’. La piel muestra, así, en sus pliegues, un dato ontológico fundamental: la filiación. El sujeto no es causa sui. Otras certezas distintas a las que Descartes encontró en el cogito pueden surgir de esta mirada vertida hacia el vientre bajo.
Pero si el ombligo apunta hacia adentro de mí, hacia mi pasado, hacia mi anterioridad, el sexo apunta más bien hacia la exterioridad donde la alteridad es próxima. El ombligo me señala que no surjo de mí; y el sexo me indica que no soy para mí. La positividad [3] del ombligo y del sexo consiste en ser el signo de que ni soy mi propio fundamento ni soy mi propio fin. El ‘desde’ y el ‘hacia’ de la persona humana que la relacionarían ontológicamente a la comunidad (recordemos que para el personalismo la persona es ‘en comunidad’), estarían inscritos en la propia carne, o para decirlo con más precisión, la carne (σάρξ) sería –antes que la racionalidad (λóγος)– el índice primero, constante y próximo de nuestro carácter relacional.Viendo miniaturas medievales podemos imaginar alguna disputa bizantina acerca de si Adán y Eva tendrían ombligo o no. A mí me llaman poderosamente la atención aquellas que sí lo muestran, pues eso quiere decir que reconocían el carácter filial aún en la hipótesis de la ausencia de vida intrauterina. Pero hay otras miniaturas que muestran a un Adán sin ombligo. A veces pienso que el cogito cartesiano o el Dasein heideggeriano son ‘adámicos’ en ese sentido: lo-sin-ombligo [4]. Temporalidad que emerge desde el propio existir, y no que es traspasada por un antes y un después más allá de la propia existencia, antes y después que nos abren a la intersubjetividad intergeneracional, a la verdadera y radical temporalidad, a la gratitud, a la gramática del don. Por el contrario, lo-sin-ombligo sólo se debe a sí mismo, por eso es ‘proyecto’ al margen de una ‘vocación’ (alteridad anterior convocante) y ‘proyecto’ al margen una ‘misión’ (alteridad posterior destinataria). La desumbilicación que se vino gestando desde la modernidad no es más que una forma de secularización del carácter creatural de la persona, para afirmarla como individualidad [5] primigenia, como la tesis subyacente al sistema: como ‘yo’ originario. Y así como algunos creyeron que predicando la eternidad de la materia parece disolverse la necesidad de la existencia de Dios, así también otros creen que considerando a la persona como ‘desafiliada’ (en su sentido más etimológico, es decir, como no-hija o no-prohijada) parece disolverse la necesidad de la existencia de un vínculo comunitario previo a la conciencia y a la libertad. Es contra el “individuo” o yo aislado que se levanta Buber. El inicio de su libro Yo y tú establece que en el origen sólo hay dos pares primordiales de palabras: ‘yo-tú’ y ‘yo-ello’, por eso el yo es doble, pues el “el Yo de la palabra primordial Yo-Tú es distinto del Yo de la palabra primordial Yo-Ello” [6]. Por supuesto, sabemos que las palabras primordiales no significan entes, sino relaciones, de ahí que continúe Buber afirmando: “no hay Yo en sí, sino solamente el Yo de la palabra primordial Yo-Tú y el Yo de la palabra primordial Yo-Ello”. Algunos han criticado este inicio relacional aparentemente postulativo de la metafísica buberiana, pues les parece que no hay evidencia de un inicial yo relacional. Por el contrario, encuentro que la prueba se puede aportar desde la maternidad: el yo no emerge solo; su primera experiencia de alteridad no es cabe un tú, sino en un tú. La primera proximidad o projimidad estuvo fuera de nosotros, pero en un fuera que nos contenía dentro. De ese tú original no tuvimos la primera noticia a través del ‘rostro’, sino a través del ‘útero’ que nos protegía, alimentaba y soportaba; por eso el tú es, con todo derecho, fundamento. Y esta primera relación nutricia y benevolente es amor. El amor de benevolencia y misericordia, se dice, en hebreo ‘rahamim’ ( , útero o entrañas maternas). El ombligo nos dice así otra cosa además de que fuimos dependientes: nos informa que venimos de un útero, es decir, que fuimos amados.
Los otros son diacrónicos a mí; los otros, aun coincidiendo en algún momento conmigo, no son simétricos a mi temporalidad, sino que remiten a ausencias que temporizan mi tiempo, justamente, abriéndome a un pasado previo a mi primer presente y a un futuro posterior a mi último presente. El pasado se atisba en el primer encuentro que tiene el niño pequeño con sus padres tanto, como el futuro, cuando observa a sus hijos. De ahí que afirme Rosenzweig:
el testimoniar acontece en el producir. En este engendrar de doble signo, que es un nexo de hecho y único, se realiza la vida eterna. El pasado y el futuro, ajenos, por lo demás el uno al otro, aquél siempre dejándose caer cuando éste se acerca, forman aquí una sola cosa: la producción del futuro es inmediatamente atestación del pasado. El hijo es engendrado para que dé testimonio del padre, que ya no está, de aquél que lo ha engendrado. El nieto renueva el hombre del abuelo. Los patriarcas imponen nombre al vástago más reciente, y este nombre es el de ellos. Sobre la oscuridad del futuro arde el cielo estrellado de la promesa: Así será tu descendencia (ER 355).
No se nace siendo joven –en la embriaguez del placer, la capacidad o la autonomía– sino que se comienza a existir en la dependencia umbilical a una madre [7]. Ella puede, con todo derecho, decir que el hijo es sangre de su sangre y hueso de sus huesos, pues, como decía Rosenzweig, “la mujer siempre le es al varón madre” (ER 204) [8]. Quiero seguir –tal vez infielmente– la analítica de lo erótico que sugiere Freud: [9] del comienzo oral hasta llegar a la madurez fálica, del ser hijo/hija al ser esposo/esposa; de ser creatura a procrear; sin embargo, quiero añadir que en la desnudez de mi acto procreativo descubro que sigo teniendo ombligo: mi paternidad no suprime, supera o releva mi carácter filial, como tampoco la paternidad de mi padre menguó su filiación, ni lo hará la futura paternidad de mi hijo. Más aún: mi paternidad me hace comprender, con nuevos destellos, la hondura que implica mi filiación. Por tanto, a diferencia de Freud, el eros filial ni se atenúa tras la madurez (desarrollo) ni se detiene con la inmadurez (fijación), sino que se comprende y ahonda con la experiencia vital.
Porque hay que añadir algo en mor de la verdad: del todo no comprendo que ‘filiación’ significa origen, dependencia y ser amado, porque yo mismo fui ignorante del momento de mi nacimiento, y esa ignorancia a veces se convierte en arrogancia; y tampoco del todo comprendo que filiación también significa finitud, porque yo no alimenté, curé, cubrí ni protegí mi alarmante vulnerabilidad de recién nacido. Y en ello es posible ver, justamente, que el niño nace en el seno de una intersubjetividad que lo recibe, lo cuida y lo acompaña. Los testigos, esto es, quienes pueden dar testimonio de nuestro nacimiento son los otros. Pero cuando soy testigo de la vulnerabilidad que supone otro hijo nacido, in obliquo, obtengo una serie de caracteres que acompañarán a la filiación: la finitud, la insuficiencia y, por supuesto, también ese ‘fiarse de…’ instintivo, la fe basal (Cfr. Newman: asentimiento real vs. asentimiento nocional) que es explicativa de la aceptación del don del alimento, del don de la custodia, del don del lenguaje que todos los humanos acogemos. ‘Otro’ hijo (mío o de otros) es quien me enseña lo que significa, en toda su hondura, mi propio ser de ‘hijo’.
La filiación como trascendental de la persona
Según muchos medievales, fundados en diversos textos de Aristóteles [10], el ente tiene propiedades coextensivas, aspectos que necesariamente le acompañan o se derivan de él, de tal manera que allí donde haya entidad, habrá unidad, bondad o verdad, por mencionar algunos de estos aspectos. La sistematización que los medievales hicieron de los trascendentales fue prolija. Desde los grandes maestros hasta los autores de la más pobre manualística no dejaron de referir a expresiones como la siguiente: el ente y el bien se convierten [11]. Quedémonos con una idea: una propiedad trascendental significa convertibilidad, reciprocidad lógica. Toda x es y, y toda y es x; o bien, ahí donde hay x se da y, y viceversa. La coextensividad ontológica no es, sin embargo, gnoseológica, pues los trascendentales añaden nocionalmente algo al ente. El puro participio activo ‘ente’ denota ‘lo que es’, mientras que ‘bien’ añade una connotación de conveniencia a algún potencial apetito, relación imperceptible a partir de la analítica del ente.
Hasta ahora nos hemos aproximado, a través de los pliegues de la carne, a la atribución persona-filiación en el sentido que cada ‘persona humana’ es siempre ‘hija de’ (ben, –forma básica del nombre propio que ata a la paternidad–). Pero hay dos preguntas que falta abordar para afirmar que la filiación es un trascendental de la persona, a saber: a) ¿si la persona sin más es coextensiva a la filiación, es decir, que incluso en la divinidad [12] hay filiación?; y b) ¿si allí donde hay generación (vegetales y animales) hay también filiación y, por ende, lo generado es persona (pensemos en las tesis de Peter Singer)? [13]. Si negamos a), la filiación no es un aspecto trascendental a todo tipo de persona (pues personas son Dios, ángeles y humanos); si afirmamos b), entonces parece más bien ser un trascendental del viviente.
a) Que toda persona es hijo: la gramática del don
El cordón umbilical se corta. El hombre está llamado a una vida autónoma, a la libertad. Sólo que la libertad no es el origen de la subjetividad, como pensaba Fichte, que se autopone al no-yo para salir airosa y recuperada. El modesto origen de nuestra independencia está más bien en una dependencia que le antecede. No es que primero seamos hijos (infantes) y luego después aprendamos a actuar libremente (adultos), sino que somos libres (capaces de actuar por el bien de otro) porque somos hijos (‘habilitados’ porque otros actuaron antes por nuestro bien). Puedo realizar actos meritorios y reconocer así mi subjetividad como capax boni, o puedo realizar actos dañinos y saberme también capax mali, pero realice unos u otros, lo que es constante es el reconocimiento de mi subjetividad en clave de filiación. Sigamos este mismo razonamiento ante mi capacidad de alcanzar la verdad o estremecerme con la belleza. Estos típicos trascendentales (bondad, verdad, belleza) tienen opuestos (maldad, falsedad, fealdad), explicados tanto metafísicamente –en las substancias y en sus actos– por su carencia, como verificados existencialmente por su patencia, pero la filiación carece de opuesto, imprime un carácter de tal suerte que, aunque la maldad, falsedad o fealdad resten entidad al ente, no restan, sin embargo, filiación al hijo [14].
Ser hijo es, pues, la habilitación a la donación, gracias a la donación previa y fundante de su padre o madre; capacidad de amar libre y activamente en respuesta al amor recibido previamente [15]. La paternidad y la filiación no son, por tanto, un modo más de la ‘causalidad’, sino que son una ‘relación’ [16] con caracteres peculiares. Desde una posible teoría de conjuntos, el gran conjunto sería la relación, la cual albergaría tanto a la filiación como a la causación, los cuales, sin equivaler, se intersectarían. Habría, por tanto, filiación sin causación (como la relación entre el Padre y el Hijo); causación sin filiación (como el de carpintero-mesa o la de un perro con sus crías) como también la intersección: filiación-causal (la persona humana). Podemos pensar también en la filiación como una relación con peculiaridades como: ser asimétrica (A es padre de B, pero B no lo es de A); ser intransitiva (A es padre de B, y B de C, pero A no lo es de C); irreflexiva (pues ningún A es padre o hijo de sí mismo), etc. La vida interna de Dios es una relación entre Personas. El Padre se dona al Hijo, y el Hijo recibe al Padre, sin que esto equivalga a una relación causa/efecto [17], entregándose a su vez a Él que lo da y envía a los hombres; y aunque el nombre les venga de su procesión (‘Padre’ en tanto que engendra, ‘Hijo’ en tanto engendrado y se llame sólo ‘Don’ al Espíritu Santo quien, procediendo de ambos, es Señor y dador de vida) en los tres opera la gramática del don [18]. Dios no se crea a sí mismo y, sin embargo, sí se dona a sí mismo y allende sí mismo. Esta apretada y seguramente pobre exposición nos arroja un dato que por ahora es relevante y no habíamos alcanzado a diferenciar: ser hijo no equivale a ser creatura, al menos, no en todos los casos, pues no todo hijo es efecto y, por tanto, más que ser la filiación una especie del género causación, es una realidad que, aun intersectando con ésta en algunos casos, tiene una especificidad propia.
Lo anterior no es menor. Aunque las opciones de distinción en el seno de las creaturas han sido múltiples, para el siguiente análisis tomaré, como caso paradigmático, el Itinerario de la mente a Dios de san Buenaventura. Allí se distingue a las creaturas en ‘vestigio’ (vestigium) –las substancias materiales– e ‘imagen’ (imago) –el alma humana–. San Buenaventura no podía dejar de ver destellos y participaciones del Dios Uno y Trino en todo ente creado, pero debía hacer ver que el ser humano no se igualaba con el resto de la creación, y buscó este diferencial en el alma: “ve por aquí cuán próxima a Dios está el alma y cómo la memoria nos lleva a la eternidad, la inteligencia a la verdad y la potencia electiva a la suma bondad, según sus respectivas operaciones” (III, 4). Las potencias del alma eran la imago más nítida de la vida intratrinitaria; a las otras creaturas no se les había dado la capacidad de saber de sí, de entender ni de amar. El problema es que con esa distinción terminó gestándose otro problema: esta totalidad que soy yo, compuesto de alma y cuerpo, no soy ni sola imagen ni solo vestigio; pertenecemos por una parte a ‘la estirpe de Dios’ (Hch 17, 28), pero por otra parte somos ‘polvo de estrellas’ (Carl Sagan); somos el nudo y el ‘en medio’ de dos mundos.
Frente a las metafísicas que nos pone entre dos reinos (materia y espíritu), el personalismo tiene una ventaja competitiva, pues segmenta en dos la realidad: lo personal y lo no personal, y nos coloca en un reino: el de las personas, por tener ‘en medio’ un nudo (el ombligo), porque nos asiste una relación primigenia, antecedente y fundante, y porque fuimos totalmente amados pasivamente por un amor que nos habilita a amar activamente del mismo modo; esta triple experiencia tiene un nombre: filiación. Es verdad, que entre la Filiación divina y la humana hay una distancia y se precisa el recurso a la analogía; pero también es verdad que, por pura voluntad suya, el Padre nos ha adoptado como hijos suyos en el Hijo. La Encarnación, misterioso trueque por el cual el Hijo increado del Padre tuvo ombligo y se volvió así también hijo del hombre [19], nos volvió realmente hijos de Dios, relación que va más allá de la condición creatural, porque en el Hijo, el Padre nos ama como a sí mismo. Y a la luz de esto, tal vez podremos estirar más la norma personalista de la acción tan querida por Wojtyla (“la persona es un bien respecto del cual sólo el amor constituye la actitud apropiada y válida” [20]) y forzarla a decir: ‘la persona ha de ser amada como Dios se ama a sí mismo’. Unos versos de fray Juan de la Cruz sugieren esa perspectiva: “Cuando tú me mirabas, / su gracia en mí tus ojos imprimían, / por eso me adamabas, / y en eso merecían / los míos adorar lo que en ti vían”.
La ‘alta gramática’ de Rosenzweig y Buber dio un peso fundamental a los pronombres personales: yo, tú, él, nosotros… y aunque al hijo se le invoque con todo derecho como ‘tú’, debemos dar un paso más en esa gramática para aproximarnos a los nombres propios. Al hijo se le da un nombre y al llamarlo por su nombre propio nos relacionamos indudablemente con él: sale del aún anónimo y genérico “tú” y emerge como persona singular. Dice Rosenzweig: “para llegar a ser individuo tiene que acreditarse como miembro de una pluralidad. Es la pluralidad la que confiere a todos sus miembros el derecho a sentirse individuos, singularidades […[ el individuum singulare [es] designado por el nombre propio” (ER 172). Los siguientes textos de la Escritura son estremecedores: “El Señor me llamó desde el seno materno, desde las entrañas de mi madre mencionó mi nombre”; (Is 49, 1) y “Voy a proclamar el decreto del Señor: Él me ha dicho: ¿Tú eres mi hijo ( ), yo te he engendrado hoy…’ ” (Sal 2, 7).
Adán puso nombre a las bestias porque antes una voz lo había nombrado y le había dirigido la palabra a él (, dabar, palabra). En griego, lo sabemos, por λóγος no sólo se entiende ‘razón’, sino también ‘palabra’, ‘verbo’ [21]. Los padres ponen nombres a sus hijos y llamándolos por su nombre propio es como despiertan ellos al lenguaje. “Porque verdaderamente el lenguaje es el don autoral del Creador a la humanidad, al mismo tiempo que el bien común de los hijos de los hombres, en el que todos tienen su parte especial, y es, en fin, el sello de la humanidad en el hombre. Es cosa absolutamente inicial. El hombre se hizo hombre cuando habló” (ER 152). Este análisis ahora nos arroja un dato más: la paternidad no sólo es cuidado, alimento y amor, es también paternidad lingüística, primera introducción a la realidad y a su sentido.
b) Que no todo viviente es hijo: la novedad en el ser
El nacimiento del hijo implica una genuina novedad. Una alteración de la totalidad, pues lo que no era, ha venido a ser. Aristóteles colocó el hecho de la fecundidad como un anhelo de eternidad de las especies en la naturaleza, como el afán de seguir siendo a pesar de la muerte de los individuos, una suerte de ‘especieísmo’. Los individuos nacidos constante y consecutivamente serían una posibilidad inscrita dentro de la esencia de la especie. Pero si cada alma humana –según la antropología judeocristiana– es creada directamente por Dios, entonces cada persona, dotada de propiedades únicas y diferentes del resto de personas [22], significaría una auténtica novedad en el universo.
Quiero apoyar la tesis de la novedad con en análisis de su opuesto: la mismidad. Y no me dirijo a Parménides, sino a Lavoisier, para el cual, “la materia no se crea ni se destruye: solo se transforma”. Lo constatamos al pesar, antes y después, una pequeña o grande reacción química para darnos cuenta que siempre ha habido lo mismo. Cierto, lo mismo no equivale a del mismo modo. La Biblia hebrea comienza también relatando que “en el principio, Dios creó los cielos y la tierra” (Gn 1, 1). La totalidad está ya dispuesta desde un inicio, sólo falta operar sobre eso una serie de transformaciones [23], las cuales, en cierta manera, lo hacen distinto y, en cierta manera, nuevo: “El mundo está ya hecho, sobre el fundamento de su creaturalidad, de su siempre nuevo poder-ser-creado; Dios, sobre el fundamento de su eterno poder creador, ya lo ha creado. Y sólo por eso está el mundo ahí y se hace nuevo cada mañana” (ER 176).
Pero la novedad de la transformación no es la novedad de la creación. Aproximarnos a la creación (ex nihilo) supone atisbar los “fundamentos subterráneos del ser” (ER 190). Hay una tesis en el pensamiento judío, constante en distintos autores a lo largo del tiempo, pero presente también en Rosenzweig y Buber: la “contracción” divina (tsimtsum, ) [24]. En resumen, trata de lo siguiente: para que hubiera creación de un ser separado, era necesario que Dios –que llenaba todo el “espacio” metafísico–, se contrajera, se retirara dentro de sí para dar cabida a un ser distinto de sí. Que Dios creara en su seno hubiera significado panteísmo, es decir, no-creación. Como hace notar Scholem [25], el tsimtsum de Dios no pudo haber sido un simple replegarse de Dios en sí para crear lo distinto a sí al inicio de la creación, sino que implica un continuo y reiterado acto de contracción, una autolimitación constante de su ser para que lo ya creado no quede dentro de Él. Si cesara la contracción, cesaría la alteridad de la creación: quedaría sólo Dios. Según la liturgia judía, Dios renueva todos los días la obra inicial de la creación, por tanto, Dios renueva todos los días su contracción [26].
Pero se abre entonces la duda: ¿es toda creatura hijo y, por tanto, persona? Aquí voy a debatir con algunos animalistas. Volvamos a nuestras distinciones iniciales: el hijo puede recibir adecuadamente el don de otra persona (sus padres); el hijo comprende el lenguaje de los padres. El hijo se sabe tal en el seno de una ‘relación’. Recepción adecuada del don y lenguaje, son ahora las categorías para discernir lo que es persona de lo que no es. La aproximación relacional de Buber es fabulosa:
Tres son las esferas en que surge el mundo de la relación. La primera es la de nuestra vida con la naturaleza. La relación es allí oscuramente recíproca y está por debajo del nivel de la palabra. Las criaturas se mueven en nuestra presencia, pero no pueden llegar a nosotros, y el tú que les dirigimos llega hasta el umbral del lenguaje. La segunda esfera es la vida con los hombres. La relación es allí manifiesta y adopta la forma del lenguaje. Allí podemos dar y aceptar el tú. La tercera esfera es la comunicación con las formas inteligibles. La relación está allí envuelta en nubes, pero se devela poco a poco; es muda, pero suscita una voz. No distinguimos ningún Tú, pero nos sentimos llamados y respondemos, creando formas, pensando, actuando. Todo nuestro ser dice entonces la palabra primordial, aunque no podamos pronunciar Tú con nuestros labios.
Las plantas tienen retoños, los animales crías… pero ni retoños ni crías son auténticamente hijos. Por una parte, como hemos visto, los individuos de las especies no espirituales no suponen novedad, sino repetición y propagación, por eso los medievales nunca vieron difi[1]cultad en la transmisión del alma vegetal y animal del que genera al generado; por otra parte, ningún individuo de una especie vegetal o animal es un modo único de recibir el don y de pronunciar el leguaje, es decir, carecen de una afectividad espiritual. Veamos esto último con más detenimiento. “¿Dónde se descubre el misterio como milagro?” (ER 151). Esta pregunta apunta al meollo de la cuestión para distinguir entre ser vástago y ser hijo. Cada persona tiene una misteriosa profundidad, es decir, puede remitirse a un origen que, en todo caso, sería Uno y el mismo para todos –de la filiación a la fraternidad–. Pero también cada persona es una milagrosa aparición. Cada hijo, cada persona, es un valor único. Esta singularidad es un valor en sí mismo, es un bien absoluto y por ello el hijo (la persona) es un bien en sí. Su ser trascendental radica en su bien absoluto. Con otros seres, vemos que ellos pueden ser reemplazados por otros, pero la persona misma no se puede reemplazar, porque cada hijo es único en su tipo. Perspecti[1]va, libertad, historicidad, afectividad, sensibilidad hacen de cada hijo un don único en la historia del universo que ha de ser amado en su singularidad irrepetible, habilitación que despertaría a una respuesta amatoria también singular y nueva: “porque su amor no ha de ser un caso de amor, un caso en el plural de los casos, que también otros puedan conocerlo y definirlo. Ha de ser su propio amor, no suscita[1]do desde fuera, sino despertado tan sólo en su interior” (ER 251). No se acoge, por tanto, a un hijo (artículo indefinido); se acoge a este hijo que tiene nombre propio, y el acoge de manera singularí[1]sima el don. Esa especificidad de la acogida del don a partir de la totalidad que soy yo, es la afectividad y su centro más íntimo es el corazón [27], como lo han hecho notar con claridad por una parte von Hildebrand, y por otra, Edith Stein, al decir que la vida afectiva es el centro de la existencia humana y que el corazón es el verdadero centro de la persona.
Cada corazón vive la realidad y resuena a ella desde una posición excepcional, posición desde la que habla, acoge, se entrega y responde al valor que tiene ante sí.
La entrega que es esencial para cada amor –amor de padres, amor de hijos, amor de amigos, amor de esposos– presupone necesariamente que la persona amada se presente ante nosotros como valiosa y bella, como digna, como objetivamente digna de ser amada. Amor es una respuesta al valor [28].
Edith Stein lo dice con una claridad meridiana:
En el acto de amor, pues, tenemos un asir o bien un tender a la valía personal que no es un valorar a causa de otro valor; no amamos a una persona porque hace el bien, su valía no consiste en que haga el bien (aunque cuando en eso quizá sea evidente el valor), sino que ella misma es valiosa y la amamos “por ella misma” [29].
El amor es, pues, la clave para distinguir entre la filiación y la progenie. Es verdad que la acepción de ‘hijo’ de la que hablamos está tomada en un sentido maximalista. Si se le comprende sólo como lo generado –sentido minimalista–, entonces no habría problema en decir que los animales tienen hijos y son hijos. Pero en el sentido maximalista, ser hijo significa acoger el amor de otra persona o, de acuerdo con Rosenzweig, ser el otro polo de la Revelación sobre quien se derrama el amor divino. El alma humana es capaz de abrirse para escuchar la palabra y ver el resplandor del Otro. No es la mera cerrazón, el sí-mismo mudo y vuelto hacia sí, el conatus essendi, orgullo en su obstinación. Por el contrario, el hijo es orgullo, pero derivado de la humildad, “humildad que es consciente de ser lo que es por la gracia de alguien superior […]. La humildad descansa en el sentimiento de estar amparado. Sabe que no puede sucederle nada. Y sabe que ningún poder puede arrebatarle esta conciencia” (ER 213). La cría del animal nace, vive y muere bajo el sino del desamparo; el hijo del hombre lo hace bajo el amparo del amor.
De lo anterior, podemos encontrar una sugerencia en la etimología [30]. Filius, proviene de φίλιος (foederatus, aliado) que a su vez vendría de φίλος (amicus, amigo) y de φῦλον (genus, linaje, estirpe), tomado este último de ὑιὸς (hijo, niño, descendiente). El término, pues, no expresa mera generación, sino que añade el ser destinatario del amor y la amistad. El hijo se sabe amado “por el amor del amante y se sabe en él amparado […]. El amor querría ofrecer sacrificios en acción de gracias, porque siente que no puede dar las gracias. Lo único que puede hacer es dejarse amar por el amante, sólo eso. Y así recibe el alma el amor de Dios” (ER 214). Pero esta recepción (que es la forma peculiar del amor del hijo) es también libre, no puede obligarse, es un tipo de alianza o de fidelidad. Por eso afirma Rosenzweig: “una cosa, por cierto, puede ser amada, y hasta cabe que le sea dedicada la fidelidad del amor siempre renovado; pero ella misma no puede ser fiel. En cambio, el alma sí que puede. Porque no es una cosa ni tiene su origen en el mundo de las cosas” (ER 215).
Apliquemos una idea metodológica de Rosenzweig –muy cercana a la noción de experiencia integral que maneja J. M. Burgos [31]– al tema que nos ocupa:
la geometría presupone subjetivamente para su comprensión no sólo los conceptos algebraicos de igualdad y desigualdad, sino, en contraste con la serie objetivamente vigente, también el conocimiento de la figura natural. Aunque fundamenta la objetividad de las figuras naturales, subjetivamente sólo es posible como abstracción a partir de ellas (ER 168).
Si sabemos que la persona es singularidad afectiva (característica de la espiritualidad) es por abstracción a partir de la experiencia afectiva con la persona singular y esta experiencia, de un modo universal (trascendental) que nos hermana a todas las personas, es la filiación. Decía Rosenzweig que “la Creación es el portillo por donde la filosofía penetra en la casa de la teología” (ER 145). Si en vez de tomar, como lo hizo Aristóteles, el punto de partida para la reflexión metafísica, no a la substancia material (que es movida y a la vez motora de otras, para remontarse –ante el absurdo de una cadena infinita de motores móviles– a un Primer Motor Inmóvil), sino a la persona humana, esta que somos cada uno de nosotros, tal vez debemos elegir la dupla ombligo-genitales, para reflexionar en dos extremos de la historia humana que pueden sugerirnos un trampolín interesantísimo que “apuntaría” hacia Dios como Padre Creador y hacia Dios como Abrazo Final: el primer hombre, con el enigma de su ombligo, y el último hombre, con la inutilidad de su órgano generativo; porque reflexionar sobre el primer hombre (acento creacionista) supone aproximarnos al misterio de la maternidad-paternidad y, hacerlo sobre el último (acento escatológico), implica entrever la belleza y sentido de la virginidad [32], pero ambos extremos de la cuerda histórica estarían marcados por la filiación.
Jorge Medina Delgadillo, academia.edu/
Notas:
1 Se citará durante este texto la extraordinaria edición castellana de Miguel García-Baró, Salamanca: Sígueme, 2006.
2 Hadjadj, Fabrice, ¿Qué es una familia?, Granada: Nuevo Inicio, 2015, pp. 52-53.
3 Recordemos que, en la tradición griega, el andrógino –en el célebre relato de Platón en el Banquete–, fue castigado por Zeus, quien ordenó a Apolo que escindiese a esa primigenia dualidad girando sus rostros en dirección al corte para dificultarles a las mitades el volver a reencontrarse, y les hizo, además, un agujero en el centro del vientre para que perpetuamente tuvieran el recuerdo de su castigo. El ombligo era el testigo de un pecado original, no de una relación fundante.
4 Como afirma Rosenzweig, en una crítica al presupuesto idealista, el sí- mismo estaría auténticamente solo: “El sí-mismo no se compara con nada y es incomparable. El sí-mismo no es parte ni caso que se subsume bajo cierto algo, ni es tampoco participación –celosamente custodiada. En el bien común y cuya ‘encomienda’ pudiera ser meritoria. Todos estos son pensamientos que sólo cabe pensar a propósito de la personalidad [persona]. El sí-mismo no se puede encomendar. ¿A quién se le iba a encomendar? Para él no existe nadie a quien pueda dar nada. Está solo. No es un hijo de los hombres: es Adán, el hombre mismo” (ER 110).
5 Sirva esta idea interesantísima que rescata Juan Pablo II sobre la concepción de la individualidad a partir de la filiación en la lengua hebrea: “El término hebreo ‘adam expresa el concepto colectivo de la especie humana, esto es, el hombre que representa a la humanidad; la Biblia define al individuo utilizando la expresión ‘hijo del hombre’, ben-‘adam” (Audiencia, 7 nov 1979).
6 Buber, Martin, Yo y tú, Buenos Aires: Nueva Visión, 1984.
7 Incluso en la hipótesis transhumanista de no necesitar un vientre en ningún momento del desarrollo, recordemos que el cigoto contiene información también de lo que será el cordón umbilical y la placenta, ese órgano que hace las veces de intermediario para alimentación, oxigenación, filtración, etc. El ombligo remitiría así a la placenta, y ésta, como órgano temporal, al cigoto; y éste, a los gametos que le dieron origen.
8 En cada uno de los tres libros de la segunda sección de la Estrella de la Redención, Rosenzweig dedicará una parte a hablar de la gramática: respecto a la Creación, la ‘Gramática del lógos’; respecto a la Revelación, la ‘Gramática del eros’; respecto a la Redención, la ‘Gramática del páthos’. No obstante, echo de menos que la Gramática del eros comience con la relación amatoria entre amante y amado, y no entre la de la madre y el hijo.
9 Freud, Sigmund, “Esquema del psicoanálisis”, en Obras Completas, vol. XXIII, Buenos Aires: Amorrortu ediciones, 1991, pp. 151-152: “El primer órgano que aparece como zona erógena y propone al alma una exigencia libidinosa es, a partir del nacimiento, la boca. Al comienzo, toda actividad anímica se acomoda de manera de procurar satisfacción a la necesidad de esta zona. Desde luego, ella sirve en primer término a la autoconservación por vía del alimento, pero no es lícito confundir fisiología con psicología. Muy temprano, en el chupeteo en que el niño persevera obstinadamente se evidencia una necesidad de satisfacción que –si bien tiene por punto de partida la recepción de alimento y es incitada por esta– aspira a una ganancia de placer independiente de la nutrición, y que por eso puede y debe ser llamada sexual”.
10 Mt IV, 1003b24: “τὸ ὂν καὶ τὸ ἓν ταὐτὸν καὶ μία φύσις” ( (el ente y lo uno son lo mismo y una sola naturaleza); Et. Nc. I, 1096a23: “τἀγαθὸν ἰσαχῶς λέγεται τῷ ὄντι” (el bien se dice en tantos sentidos como el ente); Mt. II, 993b30-31: “ὥσθ᾽ ἕκαστον ὡς ἔχει τοῦ εἶναι, οὕτω καὶ τῆς ἀληθείας” ( (cada cosa, en la medida en que tiene ser, en esa misma medida tiene verdad).
11 Cfr. Tomás de Aquino, In I Sententiarum, d.19, q.5, a.1, ad 3: “haec quatuor convertuntur: ens, bonum, unum et verum”.
12 No trataremos el tema de los ángeles y el posible tipo de filiación que poseen, pues también sobre ellos la Escritura se refiere en estos términos: “¿Sobre qué fueron hundidos sus pilares o quién asentó su piedra angular, mientras los astros de la mañana cantaban a coro y aclamaban todos los hijos de Dios?” (Jb 38 6-7). Otro pasaje del mismo libro de Job es: “El día en que los hijos de Dios fueron a presentarse delante del Señor, también fue el Adversario en medio de ellos, para presentarse delante del Señor” (Jb 2, 1).
13 Cfr. Los distintos ensayos contenidos en: Singer, Peter, Desacralizar la vida humana, Madrid: Cátedra, 2003.
14 Edith Stein afirma: “Puedo tener ideas claras sobre el disvalor inherente a la persona amada, pero no la amo como a quien lleva en sí un disvalor, sino que el disvalor de una cualidad o de una acción particular –aunque es sentido vitalmente– queda oscurecido y absorbido por el valor que es inherente a todo el ser de la persona, y el valor por el disvalor sentido no disminuye el amor, sino que únicamente le confiere un colorido especial”. Stein, E., “Individuo y comunidad”, en Obras completas II, Madrid: Ed. El Carmen, 2005, p. 422.
15 Comprendo que se puede objetar que empíricamente no todo hijo ha sido acogido amorosamente por sus padres, no obstante, recordemos que de fondo está una relación fundante hacia Dios, quien es Padre y, como se verá enseguida, sí mantiene con nosotros, desde siempre, una relación amorosa. Recordemos una idea de Santo Tomás: el amor de Dios crea los seres, infunde bondad en la realidad (Cfr. Suma Teológica, I, q.20, a.2, co.).
16 Cfr. CEC 240: “Él es eternamente Padre en relación a su Hijo único, que recíprocamente sólo es Hijo en relación a su Padre”. Esta nota es preciosa… uno puede pensar desde allí, de manera analógica y aplicada a los hombres, que cuando a un padre se le muere un hijo, no sólo pierde al hijo, sino que pierde una parte de sí, pierde también su paternidad y otro tanto sucede con el hijo al cual se le muere un padre.
17 Recordemos la advertencia de Tomás de Aquino: “Apud Latinos autem non est consuetum quod Pater dicatur causa Filii vel Spiritus Sancti, sed solum principium vel auctor” (Contra errores graecorum, pars 1 cap. 1).
18 Cfr. Tomás de Aquino, In I Sententiarum, d.18, q.1, a.2, ad 1 y ad 2.
19 Juan de la Cruz, en sus Romances sobre el Evangelio, canta así: “Entonces llamó a un arcángel / que san Gabriel se decía, / y enviólo a una doncella / que se llamaba María, / de cuyo consentimiento / el misterio se hacía; / en la cual la Trinidad / de carne al Verbo vestía; / y aunque tres hacen la obra, / en el uno se hacía; / y quedó el Verbo encarnado / en el vientre de María. / Y el que tenía sólo Padre, / ya también Madre tenía, / aunque no como cualquiera / que de varón concebía, / que de las entrañas de ella / él su carne recibía; / por lo cual Hijo de Dios / y del hombre se decía”. Juan de la Cruz, en sus Romances sobre el Evangelio, canta así: “Entonces llamó a un arcángel / que san Gabriel se decía, / y enviólo a una doncella / que se llamaba María, / de cuyo consentimiento / el misterio se hacía; / en la cual la Trinidad / de carne al Verbo vestía; / y aunque tres hacen la obra, / en el uno se hacía; / y quedó el Verbo encarnado / en el vientre de María. / Y el que tenía sólo Padre, / ya también Madre tenía, / aunque no como cualquiera / que de varón concebía, / que de las entrañas de ella / él su carne recibía; / por lo cual Hijo de Dios / y del hombre se decía”.
20 Wojtyla, Karol, Amor y responsabilidad, Palabra, 2009, p. 52. Seguimos aquí el principio personalista de la acción según Wojtyla con la hermenéutica que hacen J. M. Burgos (Introducción al personalismo, 148) y Urbano Ferrer (La conversión del imperativo categórico kantiano en norma personalista, 57-67).
21 La Palabra, en Dios, es Hijo.
22 Cfr. Pedro Lombardo, Sententias, Lib. I, dist. XXV, cap. 3.
23 Santo Tomás divide en tres la acción divina relatada por el Génesis: opus creationis (al principio creó Dios los cielos y la tierra…); opus distinctionis (cuando divide la luz de las tinieblas, las aguas de arriba de las de abajo…) y opus ornatus (haya luminarias…). Cfr. Suma Teológica, I, q.65, pr.
24 Sin ser equivalentes, la tradición cristiana también tiene nociones de profundísimo alcance y que tienen en común el ser actos de contracción: el “descendimiento” (συνκατάβασις), el “vaciamiento” o “anonadamiento” (κένωσις).
25 Scholem, G., Conceptos básicos del judaísmo. Dios, creación, revelación, tradición, salvación, Madrid: Trotta, 1998, pp. 71-74.
26 Cfr. Medina, J. “Las influencias teológicas judías en el pensamiento de Emmanuel Levinas”, en Pensamiento y cultura, 13/2 (2010), pp. 205-221.
27 Según el pensamiento hebreo, “el corazón [ֵ ] es lo que se halla en lo más interior; ahora bien, en lo íntimo del hombre se hallan, sí, los sentimientos, pero también los recuerdos y los pensamientos, los razonamientos y los proyectos. El hebreo habla, pues, con frecuencia del corazón en casos en que nosotros diríamos memoria, o espíritu, o conciencia: ‘anchura de corazón’ (1R 5, 9) evoca la extensión del saber, ‘dame tu corazón’ puede significar ‘préstame atención’ (Pr 23, 26), y ‘corazón endurecido’ comporta el sentido de espíritu cerrado. Según el contexto puede restringirse el sentido al aspecto intelectual (Mc 8, 17), o por el contrario extenderse (Hch 7, 51); el corazón del hombre designa entonces toda su personalidad consciente, inteligente y libre”. Leon-Dufour, Xavier (Dir.), Vocabulario de teología bíblica, voz: corazón.
28 Von Hildebrand, D., La esencia del amor, Pamplona: EUNSA, 1998, p. 49.
29 Stein, E., “Sobre el problema de la empatía”, en Obras completas II, Madrid: Ed. El Carmen, 2005, p. 185.
30 Cfr. Forcellini, A., Lexicon Totius Latinitatis, voz: “filus”, Bologna: Arnaldo Forni, 1977.
31 Cfr. Burgos, J. M., La experiencia integral. Un método para el personalismo, Madrid: Palabra, 2015.
32 La persona es capacidad de fecundidad, pero sin estar forzada a ello. Los animales no son capaces de abrazar libremente la virginidad pues sólo ven como valor la vida de la especie; éste sería otro índice de la presencia de espiritualidad sólo en el hombre. Estas dos categorías (maternidad y virginidad), tan sentidas y queridas por la cosmovisión cristiana de la persona, convergen, de manera misteriosa y milagrosa en Ella, la Virgen-Madre, la cual, por cierto, fue antes de todo antes, la Hija predilecta de Sión ( ).
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |