l. Introducción
Quien, teniendo alguna información de la historia de la Cristología, analiza los escritos de los últimos decenios acerca de la ciencia y la conciencia de Cristo en su Humanidad santísima, no podrá menos de advertir una cierta ruptura con la tradición teológica que desde el Medioevo afirmaba que Cristo, en cuanto hombre -en su inteligencia humana-, tuvo la ciencia beatífica en grado perfectísimo desde el primer instante de su concepción en el seno virginal de María. Tal es la doctrina común, sobre todo desde el siglo XII hasta fechas recientes apenas puesta en duda (en perfecta continuidad, como veremos, con la tradición patrística, pese a que entonces apenas se había tematizada tal «scientia beata»).
Fue al mismo tiempo, según la Teología clásica, «viator et comprehensor», es decir, peregrino por la tierra y poseedor de la meta de la peregrinación, y deben excluirse de Él por consiguiente las virtudes teologales de la fe y la esperanza, al menos en su sentido estricto [1]. «El gran Sembrador en verdad, encargado de decir a todas las generaciones humanas hasta el fin de los tiempos las palabras de vida eterna, debía conocer aquí en la tierra la vida eterna. Conocía la esencia divina, no en un espejo y oscuramente, sino cara a cara. La esencia divina que probablemente San Pablo vio por un corto momento, Jesús, por su inteligencia humana, la veía siempre aquí en la tierra sin necesidad de interrumpir su conversación con los apóstoles. Estaba por encima del éxtasis, y su palabra era tan luminosa porque su inteligencia estaba perpetuamente iluminada por ese sol espiritual que no se eclipsó nunca, ni siquiera en el sueño, ni en la hora tenebrosa de la Pasión» [2].
Como contrapartida, la mayor parte de los teólogos, como San Buenaventura, Sto. Tomás de Aquino en sus obras primeras, e incluso en tiempos posteriores, como Escoto y Suárez, negaron -sin apoyo alguno en la gran Tradición- que Cristo tuviese una ciencia verdaderamente adquirida, pues, pensaban que era más congruente con la dignidad del Verbo hecho carne afirmar que su Humanidad había poseído desde el principio todos estos conocimientos por ciencia infusa [3].
Sin embargo, el mismo Tomás de Aquino, para no lesionar la radicalidad con que el Verbo se hace hombre, afirma en sus obras de madurez, rectificando sus anteriores tesis, que hubo en Cristo una verdadera ciencia adquirida, siendo connatural al hombre la actividad abstractiva del intelecto agente, con las características propias de este saber experiencia!, en especial, su carácter progresivo. A pesar de ello, se resiste a aceptar que Cristo haya recibido verdaderamente una enseñanza por parte de nadie [4].
Cabe decir, con todo, que después de Sto. Tomás, ha sido progresivamente doctrina común entre los teólogos la existencia en Cristo de los tres modos de conocimiento a los que, al menos con capacidad obediencia!, está abierta la inteligencia humana: 1. La visión beatífica, como gracia consumada e infinita en su orden (Jn 1, 16: «Lleno de gracia y de verdad, de cuya plenitud todos recibimos»). 2. La ciencia infusa (interpretada comúnmente como lo que es connatural a los án geles), que es preternatural para el hombre. 3. La ciencia adquirida (connatural al hombre) por la que el Hijo de Dios, al hacerse hombre, quiso progresar en la sabiduría (Lc 2, 52), desde la experiencia sensible que acompaña al hombre en su peregrinar terreno, según las condiciones históricas de su existencia en el espacio y en el tiempo, como corresponde a su voluntario anonadamiento, en la condición de esclavo (Flp 2, 7).
También había unanimidad acerca de su conciencia humana -desde el ecce venio (Hb 2, 10) de la Encarnación- de su condición personal de Unigénito del Padre, que se hace Hijo del hombre, como nuevo Adán solidario de la estirpe de Adán caído, para restaurar en ella -de admirable modo («mirabilius quam condidisti»)- la condición sobrenatural de hijos de Dios de la que le había privado el pecado de los orígenes.
Toda esta doctrina teológica pacíficamente aceptada con pocos matices de diferencia, es evidente que en los últimos decenios ha entrado en crisis. Es sintomático que un gran número de teólogos rechazan la conocida expresión, común en la Teología clásica, «simul viator et comprehensor».
Hoy son muchos, en efecto, los que opinan que es imposible admitir la visión beatífica, intuición directa e inmediata de su divinidad que san Juan parece atribuir a Cristo durante su estancia en la tierra. Los menos negativos se contentan, como Rahner, con hablar de una «conciencia existencial» que Cristo habría tenido de la unión hipostática [5]. Esa experiencia sólo se clarificaría mediante una revelación progresiva en la que se formularía conceptual e inadecuadamente lo experimentado de forma existencial. Otros sustituirán el término «existencial» por el de «mística» (P. Galot [6] o conocimiento por connaturalidad por el que percibe de modo atemático su inmediación con Dios [7]. Por consiguiente, será preciso hablar de una «fe» propiamente dicha en Cristo. Pero fe acompañada de experiencia.
¿Por qué sería imposible admitir la visión intuitiva e inmediata de la divinidad? Suelen aducirse dos razones que derivan de la noción misma de encarnación. La primera: una visión de esas características habría hecho imposible todo sufrimiento. La segunda: impediría una vida verdadera en el tiempo propia de la condición histórica del hombre. ¿Cómo sería compatible una visión facial de Dios con una encarnación verdadera, con un destino humano, con una vida verdaderamente humana, sometida al tiempo? La manera en que los evangelistas, incluido san Juan, hablan de Cristo, excluiría la idea de un hombre para el que todo sería actual y presente, como para Dios [8].
Ante todo, debe tenerse en cuenta que la visión intuitiva y facial de Dios no es un don accidental añadido y separable del supremo grado de gracia, sino que es en sí misma el desarrollo supremo de la gracia, el vértice y el culmen de la unión del alma con Dios. Además, la absoluta seguridad con que Cristo testifica no sólo de la existencia de Dios, sino de la intimidad divina, de cómo es el corazón paterno de Dios, de cómo perdona, arguyen a favor de la «scientia beata». Se ha intentado explicar este comportamiento de Cristo sin recurrir a su ciencia de visión, pero las dificultades que se originan son aún mayores que las que se evitan al negarle esta ciencia durante su caminar terreno [9].
No deja de sorprender que, justamente cuando la teología de entreguerras, particularmente la francesa, había puesto en claro la compatibilidad -e incluso necesidad de conexión funcional para el ejercicio de su misión salvífica- entre las tres ciencias de quien es «verus horno, sed non purus horno», aconteciera ese abandono generalizado de aquella clásica doctrina, justificándolo no pocas veces con argumentos de una irritante superficialidad esgrimidos desde la ignorancia de los meritorios desarrollos de aquella profunda teología tan reciente en el tiempo.
Esa negación e interpretación reductiva de la visión beatífica de Cristo, como incompatibles con su condición histórica, supone la ruptura -o quiebra al menos- con una tradición multisecular, que según las norma de criteriología teológica -estudiando a fondo los lugares teológicos- pudiera tener más valor vinculante de lo que, quizá con demasiada frivolidad, muchos pudieran pensar.
Con todo, esa quiebra -si no ruptura- con la tradición teológica que entronca con los Padres de la Iglesia, es indicio de un malestar justificado. En efecto, como la teología clásica no había tomado suficientemente en serio la condición histórica del hombre, ni reflexionado bastante sobre la noción de conciencia, la solución había que buscarla en desplatonizar la cristología, con todas las consecuencias de ello derivadas. En cambio, algunos intentos actuales en continuidad con la tradición -bien asimilada, sin desfiguraciones caricaturescas de la doctrina clásica sobre el tema- merecen ocupar nuestra atención. Aquí nos hacemos eco de algunos, especialmente de J. Maritain.
Las precedentes observaciones (I) justifican el plan de este estudio. Después de exponer brevemente un resumen de la teología clásica sobre la visión beatífica y su gran valor doctrinal que justifica una calificación teológica de gran rango de certeza -como doctrina católica cierta (II)- haré un breve recorrido panorámico de los interesantes esclarecimientos doctrinales que mostraban su profunda coherencia y credibilidad que aportó la teología inmediatamente anterior al Concilio Vaticano II (III). El nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, cuya autoridad doctrinal es evidente, recoge la sustancia de aquella tradición teológica.
Sólo procediendo así podremos examinar críticamente las tendencias actuales (IV), para discernir las aportaciones, algunas de indudable valor, que deben ser tenidas en cuenta, de la Cristología más reciente.
II. Fundamentación de la tesis de la teología clásica: «simul comprehensor et viator»
La afirmación de la ciencia de visión en Cristo ha sido posición casi unánime de los teólogos desde el medioevo hasta la época del Concilio Vaticano II, basada no en un texto determinado, sino en el conjunto de datos bíblicos y patrísticos [10].
La Sagrada Escritura no atestigua esta verdad explícitamente (sería de fe si lo dijera), pero la insinúa con suficiente claridad para ofrecer un fundamento escriturístico del todo firme y seguro.
La imagen evangélica de Jesús como revelador del Padre y de su designio salvífico, parece dejar fuera de duda que tiene su origen no en su fe en una revelación que él hubiera recibido en una experiencia mística de singular elevación, o por connaturalidad con el Padre de la humanidad del Unigénito encarnado, sino en el conocimiento directo que Él tiene del Padre: da testimonio de lo que «ve».
La exégesis ha interpretado así numerosos pasajes en especial de S. Juan -comenzando por el prólogo- : «A Dios nadie le ha visto jamás: el Unigénito, que está en el seno del Padre, Él mismo lo ha dado a conocer» (Jn 1, 18), porque ha visto al Padre (Jn 6, 46; Jn 8, 38; Jn 3, 32). Su humanidad está «llena de gracia y de verdad»: es decir, dotada de una visión intuitiva y facial de Dios, que no es sino un supremo y plenario desarrollo de gracia consumada, de cuya plenitud desbordante somos nosotros partícipes (Jn 1, 14-16). La analogía de la fe bíblica no puede menos de referir este tema joánico a la teología paulina del piéroma y la capitalidad de Cristo, «unus mediator» (1 Tm 2, 5) [11].
Los testimonios patrísticos a favor de la visión beatífica de Cristo viador, a lo largo del ejercicio de la mediación salvífica, no son ni tan poco numerosos ni tan poco importantes como suele decirse. Así lo han demostrado numerosos estudios del período de entreguerras especialmente en Francia como reacción -con ocasión del Decreto del Santo Oficio de 1918- al modernismo que la negaba [12].
Ninguno de estos estudios ha pretendido demostrar la existencia de un consentimiento patrístico. No es preciso insistir en el concepto de «mayoría relativa», para establecer, apoyándonos en esa «mayoría relativa», el carácter de «sentencia católica» que tendría, ya en el período patrístico, esta interpretación, porque carece de interés. Es una ley elemental del progreso dogmático la presencia, frecuente en él, de dos fases: una de dispersión de opiniones y otra de prevalencia de una línea (baste recordar el ejemplo clásico del progreso del dogma de la Inmaculada). Dios, con su asistencia, dirige la convergencia hacia la línea auténtica. Pero en la primera fase no tiene importancia alguna observa con razón C. Pozo, una «mayoría relativa»; tal concepto podrá tener sentido en democracia, pero no un peso teológico especial, ya que la garantía de la verdad recae sobre el consentimiento cuando éste surge en la segunda fase. El Papa no está ligado por la dirección que tome la mayoría de los teólogos. «La existencia de mayorías relativas, incluso en los Concilios, no es un hecho teológico absolutamente decisivo» [13].
En el período anteniceno los Padres se esfuerzan en hacer compatibles los textos aparentemente contradictorios de Jn 1, 16 («lleno de gracia y de verdad» -el Verbo encarnado) y Lc 2, 52 («crecía en estatura, sabiduría y gracia»). En general, sobre todo en Orígenes- los textos que parecen indicar una cierta ignorancia humana en Jesús, no serían sino experiencia, pues el Salvador se acomoda a los usos de los hombres.
En el período de los grandes concilios el tema de la ciencia de Cristo aparece en segundo plano para reforzar las tesis fundamentales ortodoxas sobre los misterios de la Trinidad y de la Encarnación, que ocupan el interés primero. Si los herejes rebajan lo divino a lo humano, los difusores de la fe lo exaltan.
Ello explica que en su lucha contra los arrianos, que referían el logos al desconocimiento del día del juicio, a fin de mostrar su carácter creado, S. Atanasio, S. Cirilo de Alejandría y S. Gregorio Nacianceno, distingan la omnisciencia del Logos y se valgan de expresiones -para mostrar su carácter creado- que parecen atribuir ignorancia al alma de Cristo. Sin embargo, Claverie ha mostrado que en su contexto lo más que pueden encontrarse son ambigüedades y contradicciones de expresión, que son lógicas antes del desarrollo dogmático que tiene su impulso en el Concilio III de Constantinopla [14].
Por el testimonio de los textos, tenemos que constatar en la patrística la común afirmación, con creciente claridad, de que la inteligecia humana del Salvador estaba dotada (desde la Encarnación) de la visión intuitiva de Dios, implícita en la plenitud de ciencia y de gracia (siendo aquella la gracia consumada) que es consecuencia de la unión hipostática [15].
Es significativo que en ningún momento los Santos Padres hablan de Cristo como un creyente o como de aquél que camina en el claroscuro de la fe. Antes al contrario, se nota en estos primeros siglos una fuerte afirmación de la sabiduría del Señor, de su infalibilidad. Aunque no se haya tematizada de dónde viene a Jesús tal conocimiento, enseñan esta doctrina implícitamente, pues atribuyen a Cristo, en cuanto hombre, la plenitud de la ciencia como consecuencia de la unión hipostática. Especialmente los que rechazaron el agnoetismo (secta monofisista del siglo VI, que debe su origen al diácono Temistio de Alejandría). El Patriarca Eulogio de Alejandría, principal adversario de los agnoetas, escribe: «La humanidad de Cristo, sumida a la unidad con la hipóstasis de la Sabiduría inaccesible y sustancial, no puede ignorar ninguna de las cosas presentes ni futuras» (Focio, Bibl. Cod. 230. n.10) [16]. El Papa San Gregario Magno aprueba la doctrina de Eulogio, fundándola en la unión hipostática, por la cual la naturaleza humana fue hecha partícipe de la ciencia de la naturaleza divina. Tan sólo desde un punto de vista nestoriano se puede afirmar la ignorancia de Cristo: «Quien no sea nestoriano, no puede en modo alguno ser de los agnoetas», que son calificados expresamente de herejes.
Suele decirse que el único testimonio patrístico sobre la ciencia de visión de Cristo, es el comúnmente citado texto de S. Agustín en De diversis quaestionibus (73, 7-65, PL, 40,60), que es más bien ambiguo, pero pudo interpretarse como ausencia en el alma de Cristo de toda ignorancia porque no conoce a Dios «per speculum et in enigmate», sino por visión. Es el discípulo de S. Agustín, S. Fulgencio, el que lo afirma con mayor claridad, en su contestación a una consulta de su discípulo Ferrando: «Es difícil admitir y totalmente incompatible con la integridad de la fe el que el alma de Cristo no poseía noticia plena de su divinidad, con la cual, según la fe, era físicamente una persona» (Ef 14, 3-26). (Fulgencio va demasiado lejos al atribuir al Cristo un conocimiento «pleno», es decir, comprehensivo de Dios).
Lo decisivo no son, evidentemente, este tipo de testimonios concretos más o menos numerosos y discordantes quizá con otros, sino la orientación general de una convergencia que -como antes señalábamos- dirige Dios en la línea conveniente que acaba por prevalecer en la tradición teológica posterior, bajo la guía del Magisterio. Eso es justamente lo que ocurrió en este caso, como puede comprobarse en la unanimidad moral que se observa en la teología desde el s. XII, hasta fechas recientes.
El Magisterio de la Iglesia, que declara doctrina de fe el conocimiento humano de Cristo, no ha definido explícitamente la visión beatífica de Cristo, pero lo enseña de manera clara, inequívoca y cons tante, hasta el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica [17].
La existencia en Jesús de un conocimiento humano forma parte de la doctrina de fe, ya que está implicada en la integridad de la naturaleza humana definida dogmáticamente en su condena a Apolinar de Laodicea, «que afirmaba que en Cristo el Verbo había sustituido al alma o al espíritu. Contra este error la Iglesia confesó en el Concilio I de Constantinopla (a. 381) que el Hijo eterno asumió también un alma racional humana» (cf. OS 149) (CEC 471). También aquí se aplica el principio afirmado al comienzo del Tomus de San León (OS 294). «Cada naturaleza obra en comunión con la otra lo que le es propio, esto es, el Verbo opera, y la carne hace cuanto es de la carne». Siglos más tarde, la Iglesia confesó en el sexto Concilio Ecuménico (Cc. de Constantinopla III, en el año 681) que Cristo posee dos voluntades y dos operaciones naturales, divinas y humanas, no opuestas, sino cooperantes, de forma que el Verbo hecho carne, en su obediencia al Padre, ha querido humanamente todo lo que ha decidido divinamente con el Padre y el Espíritu Santo para nuestra salvación (cf OS 556-559). La voluntad humana de Cristo sigue a su voluntad divina sin hacerle resistencia ni oposición, sino todo lo contrario estando subordinada a esta voluntad omnipotente (OS 556) (CEC 475).
El Concilio de Constantinopla III estaba así orientando directamente la reflexión cristológica de la Iglesia hacia los problemas del conocimiento humano de Jesús -que estaban ya latentes en su doctrina sobre la libre voluntad y acción humana de Jesús- en una perspectiva histórica: en el misterio de su sufrimiento, pasión y muerte, Jesús se sometió a la voluntad del Padre con un acto auténtico de libre voluntad humana, que es el alma de la Redención, desde el «ecce venia» de Nazaret, hasta el «consummatum est» del Calvario. Pero la libre voluntad humana del único mediador, el hombre Jesucristo (1Tm 2, 5), se funda en una inteligencia también humana que es la raíz inmediata de su libre albedrío, como afirma Tomás de Aquino.
Respecto a la visión beatífica no hay definiciones dogmáticas, pero se puede deducir de la enseñanza del Concilio Constantinopolitano II, según el cual, recogiendo toda la Tradición (cf. DZ 224), «non melioratus est Christus», Cristo no se hizo mejor o más perfecto. No pasó, pues, de la fe a la visión de la esencia divina; en ese instante, su caridad o su amor de Dios habría aumentado al igual que la gracia habitual creada, lo que es contrario a toda la enseñanza tradicional relativa a la plenitud absoluta de gracia que recibieron desde el primer instante de su concepción. Luego veremos en qué sentido esta afirmación es compatible con un aumento de gracia y caridad en la dimensión inferior del espíritu humano de Jesús, que corresponde a las facultades conscientes que, como viador, Cristo-hombre ejercía libre y deliberadamente, en la cual la gracia, la caridad y la ciencia infusa estaban en estado de progresión creciente. Es la que Maritain llama «crepuscular», que diferencia de la conciencia «solar», correspondiente al supraconsciente divinizado por la visión beatífica, que como gracia consumada no admite aumento (cf. IV B,2).
El Santo Oficio declaró expresamente, el 7 de junio de 1918, que no puede enseñarse con seguridad la siguiente proposición: «No consta que en el alma de Cristo, mientras vivió entre los hombres, se diera la ciencia que tienen los bienaventurados o comprensores» (DS 2183). Luego la doctrina contraria es doctrina segura [18].
Pío XII, en la C. encíclica Mystici Corporis (DS 3812): «Y la llamada ciencia de visión de tal manera la posee, que tanto en amplitud como en claridad supera a la que gozan todos los bienaventurados del cielo» (n. 21). «Aquél amorosísimo conocimiento que, desde el primer momento de su encarnación, tuvo de nosotros el Redentor divino, está por encima de todo el alcance escrutador de la mente humana» [19]. También la encíclica Haurietis aquas (1956), hizo mención explícita de la visión beatifica de Cristo antes de la Resurrección (DS 3924).
Más recientemente Juan Pablo II ha enseñado que Cristo, «en su condición de peregrino por los caminos de nuestra tierra (viator), estaba ya en posesión de la meta (comprehensor) a la cual debía conducir a los demás» [20].
El nuevo CEC (n. 473) no emplea la terminología tradicional «viator simul et comprehensor» -se comprende dada la general negación en muchos sectores de la Teología actual de la visión beatífica propiamente dicha- pero no abandona esa doctrina. Después de referirse al saber que adquirió Cristo progresivamente en su existencia histórica a través de la experiencia, añade:
«Pero, al mismo tiempo, este conocimiento verdaderamente humano del Hijo de Dios expresaba la vida divina de su persona (cf. S. Gregorio Magno, ep. 10, 39: OS 475) ». "La naturaleza humana del Hijo de Dios, no por ella misma sino por su unión con el Verbo, conocía y manifestaba en ella todo lo que conviene a Dios" (S. Máximo el Confesor, qu. dub. 66). Esto sucede ante todo en lo que se refiere al conocimiento íntimo e inmediato que el Hijo de Dios hecho hombre tiene de su Padre (cf. Mc 14, 36; Mt 11, 27; Jn 1, 18; Jn 8, 55). «El Hijo, en su conocimiento humano, demostraba también la penetración divina que tenía de los pensamientos secretos del corazón de los hombres (cf. Mc 2, 8; Jn 2, 25;Jn 6, 61) » [21], (CEC 473).
La reflexión de la Teología clásica, que defiende unánimemente la visión beatífica del alma de Cristo, se resume en cuatro inferencias relacionadas entre sí.
1. Como el alma de Cristo, en virtud de la unión hipostática, se halla más íntimamente unida con Dios que los ángeles y los bienaventurados del cielo, debe contemplar a Dios con más perfección que ninguna otra criatura [22]. La visión intuitiva y facial de Dios no es un don accidental añadido y separable del supremo grado de gracia, sino que es en sí misma el desarrollo supremo de la gracia, el vértice y culmen de la unión del alma con Dios. De ahí que negarle a Cristo la ciencia de visión implique necesariamente negarle la plenitud absoluta de gracia y unión de su alma con la Trinidad.
2. Cristo, por los actos de su humanidad, desde el «ecce venio» (Hb 2, 10) de la encarnación hasta su pasión y muerte es para los hombres el autor de la salvación (Hb 2, 10), cuya esencia es la visión inmediata de Dios. Según el principio: la causa tiene que ser más inmediata que el efecto, Cristo de debía poseer de manera más excelente todo aquello que iba a proporcionar a otros (S. Th. III 9, 2) (principio de excelencia).
Algunos objetan que la Humanidad del Señor es «causa salutis» a título de causalidad instrumental, que obra efectos superiores a su propia capacidad por virtud de la Divinidad del Verbo, causa principal, respecto de la cual es «instrumentum coniunctum» y no es preciso que vea para conducir a la Visión (la salvación). Pero el Verbo actúa en Ella por la gracia de unión hipostática, que le constituye Mediador. En su virtud, el alma humana de Cristo, queda invadida de aquella plenitud de santidad creada que redunda en los hombres que vino a salvar a que se refiere S. Juan (Jn 1, 16 ss), por vía de mérito y de eficiencia instrumental.
Se arguye también que la Humanidad de Cristo, instrumento unido al Verbo, sólo en la consumación del misterio pascual puede decirse que sea propiamente causa salutis aeternae apta para conducir a los hombres a la gloria (Hb 5, 9) [23]. Sólo entonces queda constituido Cristo, Cabeza de la nueva humanidad rescatada con su Sangre, como nuevo Adán, -en plenitud de gracia consumada en visión- («Hijo de Dios, poderoso según el espíritu de santidad a partir de la resurrección de entre los muertos», Rm 1, 4).
La objeción tiene indudable peso. Efectivamente, la plena glorificación del Señor es consecuencia del mérito de su obediencia hasta la muerte (Flp 2, 8). Pero no debe olvidarse que, según S. Juan, la plenitud desbordante de gracia consumada (plenum gratiae et veritatis), le corresponde desde que es constituido mediador en el instante del ecce ancilla, que es el del ecce venio, cuando al encanto de las palabras virginales el Verbo se hizo carne, propter nos homines et propter nostram salutem, en plenitud de vida comunicativa, que implica gracia consumada en visión. Aunque no invadió aquella plenitud de modo plenario su Humanidad hasta la Pascua -sólo entonces entró su humanidad íntegramente en la gloria de su plena semejanza divina-, ya poseía, al menos en el ápice de su espíritu, aquella plenitud de gracia consumada que invadirá la integridad de su Humanidad en la hora de la glorificación del Hijo del hombre (Jn 12, 23) en el trono triunfal de la Cruz. Es entonces cuando es constituido nuevo Adán, Cabeza de la nueva humanidad a la que ha venido a «recapitular» (Ef 1, 6) en la nueva estirpe de los hijos de Dios.
Todos los acta et passa Christi, son ejercicio de su mediación sacerdotal, de infinito valor satisfactorio y meritorio -en virtud de la plenitud de caridad y gracia de su alma santísima-. Todos ellos son causa salutis aeternae. Pero lo son en tanto que finalizados intencionalmente al holocausto supremo de la Cruz, en obediencia amorosa al mandato de su Padre, que es el alma de la Redención del Unus Mediator. Siendo el primero y único mediador desde el ecce venio (Hb 2, 10), es inadmisible que haya tenido necesidad de mediación en el curso de su vida mortal para unirse más con Dios. El pléroma de gracia y de verdad del que todos recibimos la salvación, no admite crecimiento propiamente intensivo, sino -así lo veremos- extensivo a las dimensiones inferiores de su Humanidad, sometidas a la ley del progreso histórico y comunicativo respecto a los miembros que iba a conquistar, atrayéndolos a Sí, desde la Cruz salvadora, cuando entrega el Espíritu, con la entrega de su vida en rescate de los hombres, que «todo lo atrae hacia sí» Jn 12, 32).
3. Cristo es cabeza de los ángeles y de los hombres. Los ángeles, que según refiere (Mt 4, 11), vinieron y le servían, se hallaban ya en la posesión de la visión intuitiva de Dios durante la vida terrenal de Jesús (Mt 18, 10). Ahora bien, parece incompatible con la preeminencia de la cabeza, que ésta no posea una excelencia de que disfrutan parte de sus miembros.
4. Cristo, como autor y consumador de la fe (Hb 12, 2) no podía él mismo caminar entre la oscuridad de la fe. La perfección de la conciencia que Jesús tenía de sí mismo no es explícita, sino por un conocimiento inmediato de la divinidad, unida hipostáticamente con Él. Todo ser inteligente debe tener la ciencia que conviene a su estado; ahora bien, la misión de Jesús es la del Maestro de la humanidad, encargado de conducirla, como mediador único, a la vida eterna. Fue constituido como Maestro de maestros, de los Apóstoles, de los Doctores, de los más grandes contemplativos, y esto para siempre. Después de Él, ningún otro más esclarecido debe venir para enseñarnos mejor el camino que lleva a la beatitud eterna. El Maestro perfecto tiene la evidencia de lo que enseña, sobre todo si Él mismo es el Camino, la Verdad y la Vida.
La absoluta seguridad con que Cristo testifica no sólo la existencia de Dios, sino la intimidad divina, de cómo es el corazón paterno de Dios, de cómo perdona, arguyen a favor de la scientia beata. Se ha intentado explicar este comportamiento de Cristo sin recurrir a su ciencia de visión, pero las dificultades que se originan son aún mayores que las que se evitan al negarle esta ciencia durante su caminar terreno.
Como confirmación suele hacerse la observación de que la Sagrada Escritura guarda un llamativo silencio sobre aquello que Jesús debería haber tenido de no haber gozado de la visión de Dios: la fe. Jesús, que es Pontífice fiel (cf. Hb 3, 2) no aparece nunca como un creyente, como aquel que procede en la oscuridad de la fe, sino como quien conoce profunda y directamente la intimidad divina [24].
En efecto, la fe no es un conocimiento directo e inmediato del objeto, sino que es un conocimiento mediado, es decir, necesitado de la mediación de la autoridad del testigo. Se cree por el testimonio, no porque aparezca ante los ojos la evidencia de lo creído. No parece conveniente ni posible que Aquel que es el único Mediador en razón de la inmediatez de su unión con el Verbo -la unión hipostática-, necesitase para conocer y hablar de la intimidad de Dios ninguna otra mediación. Es elocuente que Jesús hable apoyado en su propia autoridad (cfr. p.e., el Sermón de la Montaña), sin referirse a su fe y sin que el Nuevo Testamento hable jamás de la fe de Jesús [25].
También es unánime el acuerdo de la Teología clásica -hasta la crisis modernista- acerca de la afirmación de la clara conciencia humana desde el «ecce venio» (Hb 2, 10) de la Encarnación de su condición personal de Unigénito del Padre, que se hace Hijo del hombre, como nuevo Adán, solidario de la estirpe de Adán, para restaurar en ella de modo admirable («mirabilius quam condidisti») la condición de Hijos de Dios de la que el pecado les había privado desde los orígenes (a los hombres que libremente aceptaran el don salvífica por la fe y los sacramentos de la fe, en el misterio de la Iglesia).
No es algo sin importancia, que hasta hace pocos lustros los teólogos de diversas escuelas estuvieran de acuerdo en este punto. Su desacuerdo sobre lo que es discutido muestra el valor de su acuerdo en lo que no lo es. Más aún si tenemos en cuenta la perfecta continuidad con la tradición de los Padres.
Creo que basta con lo dicho para mostrar la ligereza que, desde una metodología teológica correcta, parece considerar como un teologumenon no vinculante una tesis cuya censura teológica ha sido muy justamente, a mi juicio, calificada de «error en doctrina católica».
Es sorprendente que autores tan competentes, rebajen las calificaciones teológicas comunes hasta ahora, de tesis tradicionales sobre las que el Magisterio ha intervenido, sin un estudio metodológicamente correcto, el propio del saber teológico, que es ciencia rigurosa que debe huir de todo ensayismo superficial. En un simposio que se propone estudiar -entre otros temas- el método teológico adecuado para abordar el estudio del Dios de Jesucristo -tan adecuado en este primer año del trienio de preparación al jubileo del tercer milenio parece especialmente oportuno insistir en algunos puntos esenciales de metodología teológica: el valor del semper, et ubique et ab omnibus [26] como criterio de la Tradición viva, guiado por el Magisterio, que señala el horizonte hermenéutico irrenunciable para una lectura eclesial de la Biblia. Los métodos de crítica textual de la Escritura, de indudable utilidad rectamente utilizados, sólo son válidos desde una precomprensión de la fe eclesial [27].
Creo, además, que deberían tenerse en cuenta, en temas donde se han acumulado elementos de confusión y discordia, otros lugares teológicos en conexión con el sentido de la fe del pueblo de Dios, que tanta incidencia tiene en ocasiones en la orientación de la vida cristiana y en el mismo Magisterio. Me refiero a aquellas aportaciones de Teología espiritual vivida que tienen su origen en diversos carismas del Espíritu, bien contrastados por el discernimiento de los Pastores, que reciben algunos miembros del pueblo de Dios. En el tema que ahora me ocupa, me ha sorprendido la notable convergencia y complementariedad de numerosos testimonios de la mística norteuropea y española en especial, perfectamente acorde con esa tradición viva de la Iglesia, que vienen a confirmar, y en ocasiones a enriquecer o encauzar.
En este tema de antropología sobrenatural -la psicología humana de Cristo- no deja de ser esclarecedor rastrear en los reflejos que de ella pueden encontrarse en sus mds perfectos imitadores; si todos los cristianos estamos llamados a ser «ipse Christus» [28], que participan de su plenitud desbordante de mediación y de vida, no es extraño que los rasgos peculiares de la psicología de Cristo, se manifiesten a veces de manera llamativamente parecida a la clásica doctrina de la tradición teológica sobre nuestro tema, en sus propias vivencias y comunicaciones divnas. Entre muchos testimonios de interés -algunos de los cuales cito aquí- me han parecido de particular interés los escritos de la Venerable María Jesús de Agreda, que tan apasionadas controversias suscitaron en siglos pasados en las más prestigiosas universidades de Europa.
III. Complementariedad y necesaria conexión de los tres niveles de ciencia humana de cristo. Su compatibilidad con su estado kenótico y su pasión
1. Complementariedad
Si es verdad que podemos distinguir ciencia de visión, ciencia infusa y ciencia adquirida, con todo, no podemos separarlas: «Por el hecho de no existir más que una sola facultad de conocer, esas tres ciencias no forman más que un único conocimiento total, de la misma manera que dicho conocimiento humano total se une al conocimiento divino en la unidad de un solo agente conocedor que es el Verbo encarnado» [29].
Como hiciera ya en el s. XVII el gran Doctor de Alcalá Juan de Sto. Tomás, la teología francesa de entreguerras ha estudiado de manera convincente la necesaria conexión entre los tres tipos de conciencia como funciones vitales complementarias para hacer posible el ejercicio de su misión reveladora, parte esencial de su tarea salvífica. (A ese interesante desarrollo de la Cristología de este siglo, anterior al C. Vaticano II, dedicamos este apartado III).
Las dificultades de conciliación provienen de una concepción unívoca y falsa de los diversos modos de conocimiento de que gozaba Cristo. Si se imagina, en efecto, que cada uno de ellos aseguraba a su pensamiento una aportación idéntica, cómo una palabra directamente oída o leída nos llegaría también por la radio y por el periódico, o como un escrito puede ser accesible en diversas versiones a un políglota, llegamos a un doblaje o a una triplicación poco inteligible. El «principio de perfección» invocado por la teología para justificar la «triple ciencia» humana de Cristo no sirve más que para fundamentar una especie de lujo.
La visión beatífica, intuición muy simple, única, puramente espiritual y siempre idéntica, en la que la ciencia divina desempeña por sí misma el papel de «especie impresa» y de «especie expresa», no es más útil que necesaria para la fabricación y colocación de una puerta, para el trabajo, para la siembra y la siega, para el discernimiento de especies de peces o para el aprendizaje de la lengua materna, actividades mentales en las que intervienen conceptos, imágenes y sensaciones [30]. A fortiori, la ciencia propiamente divina, que no pertenece a la humanidad de Cristo, no está al servicio de tales operaciones, salvo en casos de intervención milagrosa. Es imprescindible, para realizarlas, el saber adquirido mediante la experiencia en diálogo con los otros hombres. Dicho de otra forma, como lo escribía A. Vonier: «Si la teología... postula diversas especies de ciencia en Nuestro Señor, las postula como funciones vitales, no como adornos de una naturaleza infinitamente privilegiada» [31].
La ciencia de visión de Cristo, tiene un carácter profundamente trascendente. Extraña al lenguaje y constituida sin él, trasciende el orden de los signos sensibles; es un conocimiento sin especies, y por su misma naturaleza, estrictamente inefable, inexpresable en su unidad trascendente [32]. Y Cristo, en el curso de su vida terrena, tenía que comunicar el mensaje de salvación entrando en contacto con los hombres sus hermanos y ejercitando, a la manera humana, sus facultades de conocimiento. No basta, por tanto, considerar la visión beatifica de Cristo como fuente del mensaje de salvación. La revelación del mensaje postulaba también en la humanidad de Cristo la existencia de formas de conocimiento directamente adaptadas a la función reveladora. Postulaba, en especial, la existencia de una ciencia infusa, a pesar de ser independiente, en su origen, de la experiencia humana.
La «ciencia infusa», de la que Santo Tomás [33] precisa que se extendía, en particular, a lo que los hombres conocen por revelación divina «mostraba a Jesús el plan de la Redención» [34]. Correspondiendo en Cristo viator a las exigencias terrestres de su filiación divina y de su misericordia redentora, no tenía por objeto -aunque se comunica como a los ángeles, por ideas intuitivas- la esencia divina que alcanza la visión beatifica por un acto absolutamente simple, sin la obra de Dios Creador y Salvador, que procede de su plan de amor, centrado en su Verbo Encarnado. Lleva consigo, pues, una cierta multiplicidad de puntos de vista humanos infusos y asegura la penetración infalible y perfecta de la luz sobrenatural en toda su actividad mental de Mesías de Israel y nuevo Adán solidario de la humanidad que venía a recapitular como Cabeza de la Iglesia, que nació de su costado abierto.
Pero su actividad se desarrollaba, en la vida social, en el trato con los hombres por mediación del lenguaje, es decir, del conocimiento adquirido y comunicable. Cristo, adquiere, en efecto, como todo hombre la ciencia experimental proporcionada a las necesidades mentales de nuestra vida terrestre, aunque en él la perfección de la naturaleza humana la haga especialmente notable y segura, pero no universal, como creía Sto. Tomás.
Los Evangelios nos dan testimonio de la «ciencia adquirida» de Jesús, un saber que progresa, que pregunta y se informa -por eso se admira y se emociona-. En resumen: un saber que va adquiriendo según el modo normal con que el entendimiento humano, el de todo hombre, se va desarrollando y perfeccionando.
El dogma mismo de la Encarnación nos lleva a deducir esta consecuencia. La Encarnación no fue una apariencia engañosa, según la frase de Gregario Nacianceno. Hacerse hombre significa, en efecto -así lo iba a declarar años después el Concilio Vaticano II- «trabajar con manos de hombre, pensar con entendimiento de hombre, tomar decisiones con libertad de hombre, amar con corazón de hombre» (GS 22). Negar todo progreso de ciencia en Cristo sería negar la realidad de su inserción en la historia y la historicidad de su existencia humana. Alarmarse de esta limitación, necesaria para que haya progreso y perfeccionamiento, sería escandalizarse de la kénosis del Hijo de Dios.
La ciencia de Jesús, pues, es inefable en sus dos más altos grados: ciencia de la visión intuitiva de Dios, ciencia infusa sobrenatural que le dirige eminentemente en los objetos de su misión de Salvador. Uno y otro no pueden encontrar expresión transmisible en la conciencia humana de Jesús más que por la ayuda de su ciencia experimental, la que adquiere como nosotros con los contactos de la vida.
Notemos, en especial, la estrecha conexión que existe entre las tres ciencias, en el ejercicio de la función reveladora de Cristo. Hay relación entre esta función y la visión beatífica. Dicha visión no hace inútil el ejercicio de la ciencia infusa, sino que la postula. Por otra parte, Cristo no podía expresar la revelación sin hacer uso del lenguaje. El mensaje evangélico, cuyo origen es transcendente, queda así condicionado, en cierta medida, por la ciencia adquirida de Cristo [35].
Ya Juan de Santo Tomás [36] -que tanto influyó en la teología francesa de aquella época- había hecho notar el uso instrumental que hace Dios de la visión beatífica del intelecto de Cristo en tanto que actuado por la Esencia divina, para producir, en el mismo intelecto humano, las especies infusas (ideas intuicionales no abstractivas) sólo comunicables en sí mismas a espíritus puros. Cuando queremos manifestar su contenido noético, de riqueza muy superior a la que es connatural al hombre, al modo humano, se hace imprescindible el uso instrumental de la ciencia adquirida y sus conceptos formados por abstracción bajo la luz del entendimiento agente, que pueden ser expresados y dichos a otros hombres (e incluso a sí mismo, pero tener de ellos conciencia explícita) [37].
Se suele aclarar esta delicada cuestión evocando, a pesar de las deficiencias de la comparación, la psicología del místico, en quien se unen la ciencia humana adquirida, la fe sobrenatural en los misterios revelados y la más elevada contemplación mística.
Estos tres modos de conocimiento no se reemplazan ni se estorban, sino que se complementan. E incluso -en ocasiones- se reclaman. Son de extraordinario interés los escritos de la Venerable María Jesús de Agreda, que han sido muy comentados desde el siglo XVII -muy numerosos- en los que describe los estados anímicos y el modo en que recibía las comunicaciones divinas: «Es semejante a la manera que los ángeles comunican unos con otros y dan los superiores a los inferiores. El Señor da esta luz como primera causa; pero esta Reina da aquella luz participada de la que goza en tanta plenitud, la comunica a la parte superior del alma, del modo que el ángel inferior conoce lo que le comunica el superior... lo mismo me sucede con los santos príncipes... muchas veces la iluminación pasa por esos arcaduces y conductos, otras veces me lo da todo el Señor (le sugiere también los términos adecuados) ... y muchas me da la inteligencia sola, y los términos para aclararme los tomo yo de lo que tengo entendido, me valgo de lo que he oído» [38].
Según el testimonio de los más grandes místicos, es un signo de progreso espiritual eminente no hallar ya en la actividad exterior un obstáculo a la presencia actual de Dios, pues las elevadas gracias divinas libran al alma de todo lo que distraía de cumplir concretamente la voluntad de Dios (incluso, si es preciso, de la flaqueza del éxtasis):
«Aunque me cuidase de todo el negocio de mi hermano, esas cosas no podían distraerme. Aunque me pasara el día hablando de asuntos necesarios, no me apartaban de la gran visión de Dios» [39].
2. ¿Cómo se armoniza la ciencia beatífica de Cristo con su agonía de Getsemaní y sus dolores del Calvario?
La visión intuitiva de Dios produce la suprema felicidad en las criaturas racionales. De ahí que surja la siguiente dificultad: Con esta felicidad suma, que procede de la visión inmediata de Dios, ¿cómo pueden compaginarse el hondo dolor y la honda tristeza que Cristo sintió en la agonía del huerto de los Olivos y en el abandono de la cruz?
¿Cómo es posible que la gloria del Verbo no redunde en toda la humanidad de Jesús desde el primer momento de la Encarnación? Estamos ante el gran misterio de la intimidad del Jesús terreno, desvelada apenas en los evangelios. El Hijo de Dios es el Siervo de Yahvé, varón de dolores.
Los movimientos kenóticos luteranos se preguntan cómo es posible que el Verbo permaneciese glorioso mientras padecía la humanidad de Jesús. Optan por un posible eclipsamiento, anonadamiento de la divinidad del Verbo. La solución de Santo Tomás mantiene los dos términos del problema: el gozo y el dolor de la humanidad del Señor durante su caminar terreno. La coexistencia de ambos extremos que parece deducirse claramente en los evangelios, es un misterio del que sólo cabe alguna inteligencia imperfecta y analógica [40].
No es difícil compaginar el sufrimiento corporal con la scientia beata, porque el dolor del cuerpo se experimenta en las potencias inferiores y sensitivas del alma, mientras que la dicha espiritual se siente en las potencias superiores y espirituales de la misma. Para que Cristo cumpliera con su misión redentora, la felicidad quedó restringida, por decisión de la voluntad divina, al alma espiritual y no produjo la glorificación del cuerpo, la cual no constituye la esencia de la gloria, sino únicamente un incremento accidental de la misma (5. Th. III 15, 5 ad. 3).
La dificultad principal radica en compaginar la dicha espiritual con el dolor espiritual. Melchor Cano procuró resolver la dificultad suponiendo, en el acto de la visión intuitiva de Dios, una distinción real entre la operación del entendimiento (visio) y la operación de la voluntad (gaudium, delectatio); y enseñando que el alma de Cristo en la cruz siguió contemplando intuitivamente a Dios, pero que, debido a un milagro de la omnipotencia divina, quedó suspendida la dicha que brota naturalmente de semejante visión [41]. Contra esta teoría de la suspensión se objeta que la felicidad brota necesariamente de la visión de Dios.
Según doctrina de Santo Tomás, la intervención milagrosa de Dios consistió únicamente en hacer que la dicha procedente de la visión inmediata de Dios no pasase de la ratio superior (superiores conocimiento y voluntad espirituales, en cuanto se ordenan al bonum increatum) a la ratio inferior (superiores conocimiento y voluntad espirituales, en cuanto se ordenan al bonum creatum), ni del alma redundara en el cuerpo: «dum Christus erat viator, non fiebat redundancia gloriae a superiori parte in inferiorem nec ah anima in corpus » [42]. Por tanto, el alma de Cristo siguió siendo susceptible del dolor y de la tristeza.
De este modo, Jesús era al mismo tiempo viator et comprehensor. bienaventurado por la cumbre de su alma santa, y viajero por las partes menos elevadas en contacto con las durezas de su vida de Salvador y de Víctima.
No perdió, incluso durante su Pasión, la visión beatífica, pero libérrimamente impedía la irradiación de la luz de gloria sobre la razón inferior y las facultades sensitivas; no quería que esa luz y alegría que de ella se deriva suavizasen la tristeza que le venía de todas partes, y se abandona plenamente al dolor para que el holocausto fuese perfecto. Del mismo modo, aunque de un modo mucho menos perfecto, los mártires, en medio de sus sufrimientos, se regocijan por dar su sangre en testimonio de su fe en Cristo.
No es posible encontrar acá en la tierra una explicación enteramente satisfactoria de este gran misterio que transciende las fuerzas de la pobre razón humana. Los teólogos han ensayado diversas explicaciones. Es ya clásica la que se basa en la distinción entre la mente, la razón superior y la inferior, a la que han recurrido también los grandes místicos experimentales (San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Santa Catalina de Siena, Susón, etc.) para explicar sus experiencias íntimas, que con frecuencia les sumergían, a la vez, en un mar de dolor y de deleites inefables [43].
Según esta explicación, la mente de Jesucristo -o sea, aquella parte del espíritu que mira exclusivamente a Dios sin contacto alguno con las cosas de la tierra- permaneció siempre envuelta en los resplandores de la visión beatifica, sin cesar un solo instante. Esto le produce unos deleites inefables, que nada ni nadie podía turbar, ni siquiera las agonías de Getsemaní y del Calvario. Pero, al mismo tiempo, su razón inferior -o sea, aquella que pone en contacto el espíritu con las cosas corporales- se sumergió en un abismo de amarguras y dolores, que alcanzaron su más honda expresión en Getsemaní y en el Calvario a la vista del pecado y de la ingratitud monstruosa de los hombres [44].
Se ha comparado este fenómeno -mezcla de alegrías y dolores inmensos en el espíritu de Cristo- a una montaña altísima sobre cuya cumbre brilla un sol espléndido y un cielo sin nubes, pero en sus estribaciones se ha desatado una horrenda tempestad con gran aparato de truenos y relámpagos.
J. Maritain ha propuesto al final de su vida una nueva y sugestiva interpretación que estimo de gran valor e interés, para asumir las riquezas del pasado con sensibilidad actual, pero colmando de manera creativa, en continuidad con la gran tradición, las lagunas que apar cen en algunas afirmaciones clásicas poco acordes con la imagen evangélica de Jesús y con el creciente conocimiento del hombre. La expondremos en el siguiente apartado (IV) con algún detenimiento.
Joaquín Ferrer, en dadun.unav.edu/
Notas:
1. Según Santo Tomás, aunque Cristo no tuvo la virtud de la fe, sí tuvo lo concerniente a su mérito. S. Th. III. q.17, a. 3, ad 2.
2. Cf R. GARRIGOU LAGRANGE, El Salvador, Madrid I 977, 240.
3. Cf. H. SANTIAGO-OTERO, El conocimiento de Cristo en cuanto hombre en la teología de la primera mitad del siglo XII, EUNSA, Pamplona 1970.
4. S. Th. III. q 12, a. 2 y 3.
6. P. GALOT, La coscienza di Gesú, Asís 1971, 165-225; Cristo, ¿Tú quién eres?, Madrid 1982, 330.
7. Así M. GONZÁLEZ GIL, Cristo el misterio de Dios, I, Madrid 1976, 405 ss.
8. M.J. NICOLÁS, Compendio de Teología, Barcelona, 1990, 208 ss.
9. F. DREYFUS, Jesús savait'il qu'il était Dieu?, París 1964. Cfr. ÜCÁRIZ, MATEO-SECO,
11. OCÁRIZ, MATEO-SECO, RIESTRA, ibid. Cfr. J.A. RIESTRA, La scienza di Cristo nel Concilio Vaticano II: Ebrei 4, 15 nella costituzione dogmatica «Dei Verbum», «Annales Theologici» 2 (1988) 99-119.
12. Para la exégesis de los textos de la Escritura citados, cfr. A. FEUILLET, Le prologue du IVe évangile, París 1973, 123-136. M.J. LAGRANGE, Evangile selon Saint Jean, Gabalda 1925.
13. J. RIVJTRE, Le probléme de la science humaine du Christ. Positions clasiques et nouvelles tendences, en Bull. de Hist. Eccl. 1918, 107 ss. Sobre esta cuestión y su historia. Cf. C. Pozo, La teología del episcopado en el capítulo 3 de la constitución «De Ecclesia»: Est. Ecl. 40 (1969) 198 s.
14. M.B. SCHWALM, Les controverses des Peres grecs sur la science de Christ, Rev. Th. 12 (1904) 12-47 y 257-298. P. GALTIER, L'enseignement des Peres sur la vision béatifique du Christ, Rech. Scienc. Rel. 15 (1925) 54-68. A.M. DUBARLE, La connaissance humaine du Christ d'apres Saint Agustín. Eph. Theol. Lov. 18 (1941) 5-25.
15. CLAVERIE, Rev. Th. 16 (1908) 404.
16. Para explicar el pasaje de Mc 13,32, los santos padres proponen dos interpretaciones (prescindiendo de la interpretación mística, el Hijo=el Cuerpo de Cristo, los fieles, que es insuficiente): El desconocimiento del día del juicio, como se deduce de Hch 1, 7 («No os toca a vosotros conocer los tiempos ni los momentos que el Padre ha fijado en virtud de su poder soberano»), es un desconocimiento llamado económico (es decir, fundado en el orden de la salvación dispuesto por Dios). (Según la exégesis conocida de Orígenes, que interpreta los textos evangélicos en los que el Señor pregunta, muestra admiración, etc., no en el sentido de que intente saber algo que desconociera, sino que preguntaría «para enseñar preguntando»). «No entraba dentro de su misión de Maestro que lo conociéra mos (el dia del juicio) por mediación suya» (SAN AGUSTIN, Enarr. in Ps. 36, sermo 1, I). Cristo conoció el día del juicio en su naturaleza humana por su íntima unión con el Lagos, pero no por su naturaleza humana. Cf. J. LEBRETON, L'ignorance du jour du jugement, en Rech. Science. Rel. (1918) 281-288.
17. Aquí citado CEC, como es ya habitual.
18. Algunos piensan -no opino yo lo mismo- que el decreto disciplinar de 7-Vl-28 no tenía la intención de poner fin al debate entre los estudiosos de la Cristología.
19. «En virtud de aquella visión beatifica de que disfrutó apenas recibido en el seno de la Madre divina, tiene siempre y continuamente presentes a todos los miembros del Cuerpo místico y los abraza con su amor salvífica» (n. 34).
20. JUAN PABLO II Discurso, 4.V, 1980, «lnsegnamenti» III-1 (1980) 1128.
21. Este último párrafo hace referencia a un saber infuso que parece fundado en aquel saber intuitivo de visión.
22. No puede ser un conocimiento exhaustivo del mismo, porque la naturaleza humana de Cristo es finita (5. Th. III 1O, 1).
23. «Mientras que al octavo día de su vida recibió la señal que le hacía pertenecer a una nación», en el misterio Pascual -como al octavo día de la nueva creación en Cristo que todo lo renueva- surge el hombre universal. «Sobre ese hombre universal podrá edificarse la Iglesia mundial, cuyos miembros no serán ya judíos, ni griegos, ni bárbaros». (Cf F.X. DURRWELL, La Resurrección de Jesús misterio de salvación, Herder, Barcelona 1967, p. 160).
24. Cfr. J.H. NICOLÁS, Synthese dogmatique, o.c., 385. J.A. RIESTRA, La scienza di Cristo nel Concilio Vaticano JI: Ebrei 4,15 nella constituzione dogmatica «Dei Verbum», An Th 2 (1988) 99-119.
25. Cf. OCÁRIZ, MATEO-SECO, RIESTRA, o.c., 231.
26. Especialmente debe tenerse en cuenca el semperque conecta en el tiempo con la pri mitiva tradición apostólica.
27. Antes del documento de la Pontificia comunión bíblica de 1993 (La interpretación de la Biblia en la Iglesia), muchos autores se habían planteado la cuestión siguiente: ¿son se parables las puras técnicas investigativas aportadas por los métodos, de un lado, y los pre supuestos filosóficos, sociológicos, confesionales, etc., que impregnan en sus orígenes di chos métodos, de otro? No pocos respondían que, en teoría, parece que sí, pero en la práctica es muy difícil tal discernimiento.
28. Cf. A. ARANDA, El cristiano, Alter Christus, ipse Christus en el pensamiento del beato Josemaría Escrivá de Balaguer, en Santidad y mundo, Actas del Simposio teológico de escudio en torno a las enseñanzas del Beato J. Escrivá de Balaguer (Roma, 12-14-oct-1993), Pamplona 1996, 129-190. Cf. nota 38.
29. E. MERSCH, La Théologie du corps mystique, t. 1, p. 290
30. G. AUBOURG, ha expresado de forma brillante y profunda a la vez, ese misterio psicológico del conocimiento de Jesús (en Sang et Gloire. Cinq méditations sur la Résurrection de Jesús, Desclée de Brouwer, París 1942, 27-30.
31. A. VONIER, La personnalité du Christ, trad. del inglés, Dourengs 1951, p. 88.
32. «El mismo ser subsistente sólo es connatural al entendimiento divino y está fuera del alcance de la capacidad natural de todo entendimiento creado». Cf. G. DE GIER, La science infuse de Christ d'apres S. Thomas d'Aquin, Diss. P.U.G., Tilburg.
34. E. HUGON, Le mystere de l’lncarnation, Téqui 1913, 277. Cf. Y. CONGAR, Ce que Jésus appris, «Vie Spirituelle» (1963) 702 ss.
35. Puede consultarse a A. MICHEL, lntutive (Vision) y Sciencie du Christ, en DTC (1923) 1941; P. VIGUE, La Psychologie du Christ, en Le Christ, 1932, 461-480; E. MASURE, La Psychologie de Jésus et la métaphisique de l'incarnation, «L'Année rhéolog.» (1948) 5-20, 129-144 y 311-322; A. GAUDEL, De mystere de l’lncarnation, 11, París 1939, 136-162; A. DURAND, La science du Christ, Nouvelle Rev. Th. (1949) 497-503.
36. Cf. Cursus Theol., Vives, t. VIII disp. 13 a l. La teoría del conocimiento del gran teólogo y profundo filósofo Juan de Sto. Tomás ha sido estudiada por F. CANALS VIDAL, en Sobre la esencia del conocimiento, Barcelona 1987, 225 ss. Sostiene que todo entendimiento divino y creado, tiene una naturaleza locutiva.
37. Por esta razón Santo Tomás cambió de opinión en su madurez respecto al Comenta rio a las Sentencias: «quamvis alicer alibi scripserim (III Sent. disp. 14 y 18) dicendum est in Christo scientiam acquisitam fuisse» (S. Th. III, 9,4).
38. Mística Ciudad de Dios, n. 24. Cf. DRAUGELIS, History of de cause of canonitation of Mary of Agreda, en The Age of Mary, 1958, 73 ss. Las ideas infusas connaturales a las angélicas son preternaturales para el hombre, y necesitan un doblaje humano por la mediación de conceptos abstraídos por el intelecto agente a partir de la experiencia sensible.
39. L. RICHARD, Le mystere de la Rédemption, p. 243. El testimonio citado por L. Richard es el de María de la Encarnación (1672).
40. Cf. L. MATEO-SECO, Muerte de Cristo y teología de la Cruz en Cristo Hijo de Dios (Simp. Teol. Navarra) 741 ss.
43. Cf. 1 79, 8.12; SAN JUAN DE LA CRUZ, Subida 11 7, 3; Noche 11 3,1; 23,3; Cántico 18, 7 etc. SANTA TERESA, Moradas 7, 1, III.
44. Cf. III 46, 8; De veritate 10, 11 ad 3; 26,10; Quodlib. 7,2 ; Compend. TheoL c. 232.
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