Kierkegaard articula su lectura del relato del Génesis en torno a dos categorías: el héroe trágico –representado por Agamenón– y el caballero de la fe –representado por Abraham–.
En la lectura que hace Derrida no estamos ante una suspensión teleológica de lo ético, efectuada en razón de una instancia más alta. Estamos ante un típico gesto derridiano, que, sin reconocer ni apelar a instancias superiores, descubre, en el interior mismo de un concepto –en este caso el de responsabilidad– la contradicción que intrínsecamente lo encenta y contamina –el secreto–. Es así como el concepto de responsabilidad entraña de suyo –y ésta es la paradoja– la irresponsabilidad. La responsabilidad que consiste, como su nombre indica, en ser capaz de responder de los propios actos y dar cuenta de ellos, exige y entraña, según Derrida, la irresponsabilidad: a saber, el no estar precedida ni sustentada por la conceptualidad y generalidad que implica el rendir cuentas. La auténtica responsabilidad es irresponsable a la manera de una decisión puramente singular y exenta, en la que el yo se empeña con independencia de instancias externas a la decisión misma, y en primer lugar del concepto que la despojaría de su índole única y singular, convirtiéndola en una mera repetición, en una traducción siempre retrasada de una idea rectora precedente. En lugar de una suspensión teleológica de lo ético, una encentadura que muerde y contamina, ab initio, la responsabilidad con la irresponsabilidad.
Aguzando la paradoja, Derrida advierte que la ética puede estar entonces destinada a irresponsabilizar. Haría falta algunas veces rechazar la tentación que proviene de ella, en nombre de una responsabilidad que no tiene que echar cuentas ni rendir cuentas al hombre, al género humano, a la familia, a la sociedad, a los semejantes, a los nuestros. Una responsabilidad así guarda su secreto, una responsabilidad así no puede ni debe presentarse. Indómita y celosa, rechaza la autopresentación ante la caciones, el exigir la comparecencia ante la ley de los hombres. Rehúsa la autobiografía, que es siempre autojustificación, egodicea30.
Desvelada la paradoja que habita el concepto de responsabilidad absoluta, Derrida procede a sacar a la luz la índole igualmente paradójica de otras dos nociones: la de deber absoluto y la de odio, de las que no voy a ocuparme aquí. Baste señalar que, para Derrida, la responsabilidad está imbricada de irresponsabilidad, en el deber absoluto apunta lo que va en contra y más allá de todo deber, y el odio por último está irreductiblemente encentado por el amor. No hay, pues, ni responsabilidad pura, ni deber puro, ni odio puro, ni sus contrarios: también el amor está contaminado por el odio. Y la auténtica fidelidad, como muestra Derrida en el marco de sus reflexiones acerca de la herencia, implica un cierto apartamiento, un irrecusable parentesco con la traición. En efecto, una fidelidad literal a ultranza no sería más que un pobre remedo carente de vida, una repetición anacrónica desprovista de alma; y equivaldría, en el fondo, a la más deleznable de las traiciones. A lo largo de los siglos, ha sido la literatura, más que la ética, la que ha sabido hacerse eco de esta visión, contrapuesta a las teorías de sesgo racionalista e idealista. “El relato del sacrificio de Isaac –sintetiza Derrida– podría ser leído como el alcance narrativo de la paradoja que habita el concepto de deber o de responsabilidad absoluta”31.
De acuerdo con Derrida, los conceptos de responsabilidad absoluta y deber absoluto nos ponen en relación con el otro absoluto, con la singularidad absoluta del otro, que en este caso lleva el nombre de Dios. Lo absoluto del deber y de la responsabilidad supone a la vez que uno denuncie, rechace, trascienda todo deber, toda responsabilidad y toda ley humana. La ética debe ser sacrificada en nombre del deber absoluto. Éste llama a traicionar todo lo que se manifiesta en el orden de la generalidad universal, y todo lo que se manifiesta en general, el orden mismo y la esencia de la manifestación, a saber, violencia que supone el pedir cuentas y justificaciones, el exigir la comparecencia ante la ley de los hombres. Rehúsa la autobiografía, que es siempre autojustificación, egodicea.
Desvelada la paradoja que habita el concepto de responsabilidad absoluta, Derrida procede a sacar a la luz la índole igualmente paradójica de otras dos nociones: la de deber absoluto y la de odio, de las que no voy a ocuparme aquí. Baste señalar que, para Derrida, la responsabilidad está imbricada de irresponsabilidad, en el deber absoluto apunta lo que va en contra y más allá de todo deber, y el odio por último está irreductiblemente encentado por el amor. No hay, pues, ni responsabilidad pura, ni deber puro, ni odio puro, ni sus contrarios: también el amor está contaminado por el odio. Y la auténtica fidelidad, como muestra Derrida en el marco de sus reflexiones acerca de la herencia, implica un cierto apartamiento, un irrecusable parentesco con la traición. En efecto, una fidelidad literal a ultranza no sería más que un pobre remedo carente de vida, una repetición anacrónica desprovista de alma; y equivaldría, en el fondo, a la más deleznable de las traiciones. A lo largo de los siglos, ha sido la literatura, más que la ética, la que ha sabido hacerse eco de esta visión, contrapuesta a las teorías de sesgo racionalista e idealista. “El relato del sacrificio de Isaac –sintetiza Derrida– podría ser leído como el alcance narrativo de la paradoja que habita el concepto de deber o de responsabilidad absoluta”.
De acuerdo con Derrida, los conceptos de responsabilidad absoluta y deber absoluto nos ponen en relación con el otro absoluto, con la singularidad absoluta del otro, que en este caso lleva el nombre de Dios. Lo absoluto del deber y de la responsabilidad supone a la vez que uno denuncie, rechace, trascienda todo deber, toda responsabilidad y toda ley humana. La ética debe ser sacrificada en nombre del deber absoluto. Éste llama a traicionar todo lo que se manifiesta en el orden de la generalidad universal, y todo lo que se manifiesta en general, el orden mismo y la esencia de la manifestación, a saber, la esencia misma, la esencia en general en tanto que inseparable de la presencia y la manifestación. La crítica que estas palabras esbozan no tiene como blanco exclusivo, aunque quizás sí privilegiado, a Hegel. Ella se dirige, de acuerdo con una inspiración que Derrida toma de Heidegger, contra todas las formas de filosofía de la presencia, incluidas la fenomenología y el propio pensar heideggeriano, al que Derrida considera aún demasiado lastrado por la filosofía que pretende superar.
El sacrificio de Isaac es expresión de la experiencia más cotidiana y común de la responsabilidad. Según Derrida, “hay también otros, en número infinito, la generalidad innumerable de los otros, a los que debería ligarme la misma responsabilidad, una responsabilidad general y universal (lo que Kierkegaard denomina el orden ético). Yo no puedo responder a la llamada, a la petición, a la obligación, ni siquiera al amor de otro, sin sacrificarle el otro otro, los otros otros. Los simples conceptos de alteridad y singularidad son constitutivos tanto del concepto de deber como del de responsabilidad. Éstos condenan a priori los conceptos de responsabilidad, de decisión o de deber, a la paradoja, al escándalo y la aporía. Desde el momento en espacio o al riesgo del sacrificio absoluto”32.
Pero no acaban aquí las sorpresas que la lectura derridiana de Temor y temblor nos depara. “El ‘sacrificio de Isaac’ –escribe Derrida– ilustra, si podemos emplear este término en el caso de un misterio tan nocturno, la experiencia más cotidiana y más común de la responsabilidad. Sin duda la historia es monstruosa, inaudita, apenas pensable: un padre dispuesto a dar muerte a su hijo bienamado, a su amor irremplazable, y esto porque el Otro, el gran Otro se lo pide o se lo ordena sin darle la menor razón para ello; un padre infanticida que oculta a su hijo y a los suyos lo que va a hacer sin saber por qué. ¡Qué crimen abominable, qué espantoso misterio (tremendum) a los ojos del amor, de la humanidad, de la familia, de la moral! ¿Pero no es acaso también la cosa más común? ¿Lo que el más mínimo examen del concepto de responsabilidad debe constatar sin falta? El deber o la responsabilidad me vinculan con el otro, y me vinculan en mi singularidad absoluta con el otro en cuanto que otro. Dios es el nombre del otro absoluto en cuanto que otro y en tanto que único. Desde el momento en que entro en relación con el otro absoluto, mi singularidad entra en relación con la suya bajo el modo de la obligación y del deber. Soy responsable ante el otro en cuanto que otro, le respondo, y respondo ante él. Pero, por supuesto, lo que me vincula así, en mi singularidad, con la singularidad absoluta del otro, me arroja inmediatamente al propio Kierkegaard. En la lectura derridiana, que excluye de tajo la noción de origen, Dios no es más que el nombre del otro, un nombre intercambiable por el de cualquier otra alteridad singular. Todo otro, cualquier otro es infinitamente otro en su singularidad absoluta, inaccesible, solitaria, trascendente, no manifiesta, no presente originariamente a mi ego. Lo que se dice de la relación de Abraham con Dios se dice –según Derrida– de mi relación con cualquier otro como radicalmente otro [tout autre comme tout autre]33, en particular con mi prójimo o los míos, que me son tan inaccesibles, secretos y trascendentes como Yahvé. Cualquier otro es radicalmente otro. Desde este punto de vista, lo que dice Temor y temblor del sacrificio de Isaac es la verdad. Este relato extraordinario muestra la estructura misma de lo cotidiano. En su paradoja, enuncia la responsabilidad de cada instante para cualquier hombre y cualquier mujer. Así, no hay ya generalidad ética que no sea víctima de la paradoja de Abraham. En el momento de cada decisión y en la relación con cualquier otro como radicalmente otro, todo otro nos exige en cada instante que nos comportemos como caballeros de la fe, asegura Derrida34.
Llegados a este punto, deseo advertir que nos encontramos tan lejos de Hegel como del propio Kierkegaard. En la lectura derridiana, que excluye de tajo la noción de origen, Dios no es más que el nombre del otro, un nombre intercambiable por el de cualquier otra alteridad singular. Todo otro, cualquier otro es infinitamente otro en su singularidad absoluta, inaccesible, solitaria, trascendente, no manifiesta, no presente originariamente a mi ego. Lo que se dice de la relación de Abraham con Dios se dice –según Derrida– de mi relación con cualquier otro como radicalmente otro [tout autre comme tout autre], en particular con mi prójimo o los míos, que me son tan inaccesibles, secretos y trascendentes como Yahvé. Cualquier otro es radicalmente otro. Desde este punto de vista, lo que dice Temor y temblor del sacrificio de Isaac es la verdad. Este relato extraordinario muestra la estructura misma de lo cotidiano. En su paradoja, enuncia la responsabilidad de cada instante para cualquier hombre y cualquier mujer. Así, no hay ya generalidad ética que no sea víctima de la paradoja de Abraham. En el momento de cada decisión y en la relación con cualquier otro como radicalmente otro, todo otro nos exige en cada instante que nos comportemos como caballeros de la fe, asegura Derrida.
El sacrificio de Isaac es expresión de la experiencia más cotidiana y común de la responsabilidad. Según Derrida, “hay también otros, en número infinito, la generalidad innumerable de los otros, a los que debería ligarme la misma responsabilidad, una responsabilidad general y universal (lo que Kierkegaard denomina el orden ético). Yo no puedo responder a la llamada, a la petición, a la obligación, ni siquiera al amor de otro, sin sacrificarle el otro otro, los otros otros. Los simples conceptos de alteridad y singularidad son constitutivos tanto del concepto de deber como del de responsabilidad. Éstos condenan a priori los conceptos de responsabilidad, de decisión o de deber, a la paradoja, al escándalo y la aporía. Desde el momento en que entro en relación con el otro, con la mirada, la petición, el amor, la orden, la llamada del otro, yo sé que no puedo responderle sino sacrificando la ética, es decir, aquello que me obliga a responder también y de la misma manera, en el mismo instante, a todos los otros. Día y noche, a cada instante, sobre todos los montes Moriah del mundo lo estoy haciendo: levantar el cuchillo contra lo que amo y debo amar, sobre el otro al que debo fidelidad absoluta, inconmensurablemente. Abraham no es fiel a Dios más que en la traición a todos los suyos y a la unicidad de cada uno de los suyos, aquí de modo ejemplar a su hijo único y bienamado; y él no sabría preferir la fidelidad a los suyos o a su hijo, más que traicionando al otro absoluto: Dios, si se quiere”35.
Los ejemplos se multiplican. Derrida menciona sólo uno: al cumplir su deber de filósofo, ciudadano y profesor que escribe ese texto, él descuida, sacrifica, traiciona a cada instante todas sus otras obligaciones. Y lo mismo ocurre en el ámbito privado, familiar, donde cada uno es el hijo único que yo sacrifico al otro, “en esta tierra de Moriah que es nuestro hábitat de todos los días y de cada segundo”36. Yo no puedo responder a uno, sino sacrificándole el otro. No soy responsable ante uno, más que faltando a mis responsabilidades ante todos los otros, ante la generalidad de la ética o de la política. Y no podré justificar jamás este sacrificio, deberé callarme siempre al respecto. Lo quiera o no, no podré justificar nunca que yo prefiero o que sacrifico uno al otro. Estaré siempre incomunicado, obligado a guardar secreto al respecto, porque no hay nada que decir sobre ello. Lo que me vincula con singularidades, con ésta o aquélla más que con tal o cual otra, sigue siendo, en último término, injustificable, no menos que es injustificable el sacrificio infinito que yo hago así en cada instante. No hay ni lenguaje, ni razón, ni generalidad o mediación que justifique esta responsabilidad última que nos lleva al sacrificio absoluto. Sacrificio absoluto que no de la responsabilidad, sino el sacrifico del deber más imperativo (el que vincula con el otro como singularidad en general) en beneficio de otro deber absolutamente imperativo que nos vincula con cualquier otro37.
Derrida concluye que “Abraham es a la vez el más moral y el más inmoral de los hombres, el más responsable y el más irresponsable; absolutamente irresponsable porque absolutamente responsable, absolutamente irresponsable ante los hombres y los suyos, ante la ética, porque responde absolutamente al deber absoluto, sin interés ni esperanza de recompensa, sin conocer el porqué y en secreto: a Dios y ante Dios”38. El secreto y el no-compartir –Derrida insiste– son aquí esenciales, así como el silencio guardado por Abraham. A diferencia del héroe trágico, Abraham no puede ni hablar, ni compartir, ni llorar ni quejarse. Está absolutamente incomunicado, no puede decir nada. Si hablara una lengua común o traducible, si se hiciera entender dando sus razones en forma convincente, cedería a la tentación de la generalidad ética que irresponsabiliza. Ya no sería entonces Abraham, en relación singular con el Dios único. Mientras que el héroe trágico es grande, admirado y legendario de generación en generación, Abraham, por haber sido fiel al solo amor del radicalmente otro, jamás es considerado como un héroe. No nos hace derramar lágrimas ni inspira admiración alguna: más bien un horror estupefacto, un terror también secreto39.
Derrida, que había estigmatizado el secreto como intolerable para la ética, la filosofía y la dialéctica, desde Platón hasta Hegel, ve en él un irremediable límite a la filosofía: “Como denegación del secreto, la filosofía se instalaría en el desconocimiento de lo que hay que saber, esto es, que hay secreto y que éste es inconmensurable con el saber, con el conocimiento y con la objetividad”40. Habiendo articulado su lectura de Kierkegaard y del correspondiente pasaje del Génesis alrededor del secreto, un tema aparentemente sin relieve, Derrida llama la atención ahora sobre otro rasgo de esta historia, “monstruosa y banal” a la vez: la ausencia de la mujer41. Estamos ante una historia de padre e hijo varón, de figuras masculinas, de jerarquías entre hombres: Dios Padre, Abraham, Isaac. La mujer, Sara, es aquélla a la que no se le dice nada. He aquí una diferencia nada despreciable entre la gesta del héroe trágico y la prueba del caballero de la fe, una diferencia que había pasado hasta ahora inadvertida.
Antes de concluir, no quiero dejar de señalar que en el espacio abierto por Kierkegaard, de confrontación entre la literatura griega y el relato de Abraham, se inscribe la siguiente propuesta, inusitada, de Derrida: “En el pliegue de ese momento abrahámico […], en el repliegue de ese secreto sin fondo se anunciaría la posibilidad de la ficción llamada literatura”42. “Yo inscribo aquí –declara Derrida– la cuestión del secreto como secreto de la literatura bajo el signo aparentemente improbable de un origen abrahámico. Como si la esencia de la literatura, stricto sensu, […] no fuera de ascendencia esencialmente griega sino abrahámica”43.
Pero no voy a adentrarme ahora en la concepción derridiana de la literatura, para no complicar aun más este abigarrado paisaje conceptual, en el que aparecen juntos los conceptos que siempre estuvieron separados, en el que se mezclan, de forma inverosímil, retazos y perfiles de los temas más variados y las fuentes más heterogéneas. En ello estriba, en buena parte, el encanto de la imprevisible lectura derridiana, una lectura original y filosófica de suyo, que desplaza el abismo que separa al hombre de Dios para situarlo entre el concepto y la decisión. Ya no es Dios el que es absoluto, sino la responsabilidad entendida derridianamente, esto es, absuelta, desvinculada de todo programa, de todo plan: imprevisible, absolutamente novedosa, plena y soberanamente libre. Así las cosas, Dios no es más que un nombre intercambiable por el de cualquier otro; y el caballero de la fe –al que Derrida continúa sin embargo llamando así– no se caracteriza por una fe que ya no tiene ni tampoco necesita, que gira inútil en el vacío. Ahora bien, este sorprendente caballero de la fe: sin fe y sin Dios, no es tampoco el héroe trágico, que se rige por la ética y lo general, y desconoce por completo la responsabilidad absoluta de la decisión sin supuestos y la soledad incondicional del secreto.
¿A quién se asemeja, pues, en su versión derridiana, el nuevo caballero de la fe, tan alejado del héroe trágico como del Abraham de Kierkegaard o del Génesis? ¿Cuáles son sus ancestros filosóficos, qué herencia delata su perfil? En él se adivinan, inconfundibles, los rasgos del superhombre de Nietzsche, “ese hombre del futuro, que nos liberará del ideal existente hasta ahora y asimismo de lo que tuvo que nacer de ese ideal, de la gran náusea, de la voluntad de la nada, del nihilismo, ese toque de campana del mediodía y de la gran decisión, que de nuevo libera la voluntad, que devuelve a la tierra su meta y al hombre su esperanza, ese anticristo y antinihilista, ese vencedor de Dios y de la nada”44.
¿Nos hallamos entonces ante una secularización del sacrificio de Abraham? Afirmar esto es decir demasiado poco. Por encima de una mera secularización del sacrificio, la lectura de Derrida representa la más radical y subversiva de cuantas se han propuesto en el campo abierto por la filosofía moderna, desde Kant45 hasta Lévinas; e inicia a su vez un auténtico giro que bien podríamos llamar a-teo-lógico
Amalia Quevedo, en dialnet.unirioja.es/
Notas:
30 Ibídem, p. 64.
31 Ibídem, p. 68.
32 Ibídem, pp. 69-70.
33 En el intraducible juego de palabras que emplea Derrida, por mor de la claridad he traducido el primer tout autre por “cualquier otro” y el segundo por “radicalmente otro”, basada en la traducción de Peretti y Vidarte, que para conservar la ambivalencia de la expresión traducen en cada caso por “cualquier/radicalmente otro”.
34 Derrida, Dar la muerte, ob. cit., pp. 78-79.
35 Ibídem, p. 70.
36 Ibídem, p. 71.
37 Ibídem, pp. 71-72.
38 Ibídem, p. 74.
39 Ibídem, pp. 74-75.
40 Ibídem, p. 90.
41 Ibídem, p. 76.
42 Ibídem, p. 105.
43 Ibídem, pp. 115 y 124-125.
44 F. Nietzsche, La genealogía de la moral, traducción de A. Sánchez Pascual Alianza, Madrid, 1972, II, 24. (La negrita es mía).
45 I. Kant, El conflicto de las facultades: en tres partes, traducción de R. Rodríguez Aramayo Alianza, Madrid, 2003.
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