Kierkegaard articula su lectura del relato del Génesis en torno a dos categorías: el héroe trágico –representado por Agamenón– y el caballero de la fe –representado por Abraham–.
En 1999 apareció un libro breve al que su autor, Jacques Derrida, dio un título aparentemente simple y erizado sin embargo de problemas: Donner la mort. En Dar la muerte, al hilo de temas que le son caros, como la responsabilidad, la literatura y el perdón, Derrida aborda la lectura de Temor y temblor de Kierkegaard, y lo hace desde otras lecturas: Patoĉka, Heidegger, Lévinas, Carl Schmitt, Baudelaire.
Dios le pide a Abraham que sacrifique a su hijo Isaac en la cumbre del Monte Moriah. Este hecho insólito ha llamado la atención de filósofos y escritores de todos los tiempos, pero son pocos los que como Kierkegaard y Derrida le dedican un libro entero. “Mysterium tremendum –exclama Derrida–. Misterio espantoso, secreto que hace temblar. […] Un secreto hace temblar siempre. […] Tiemblo ante lo que excede mi ver y mi saber, cuando ello me concierne hasta lo más hondo, hasta el alma y los tuétanos, como se suele decir. Tendido hacia aquello que hace fracasar el ver y el saber, el temblor es, en efecto, una experiencia del secreto o del misterio. […] Se comprende que Kierkegaard haya elegido, para su título, el discurso de un gran judío converso, Pablo, en el momento de meditar una experiencia aún judía del Dios escondido, secreto, separado, ausente o misterioso, el mismo que decide, sin revelar sus razones, exigir a Abraham el gesto más cruel e imposible, el más insostenible: ofrecer a su hijo Isaac en sacrificio. Todo esto ocurre en secreto. Dios guarda silencio sobre sus razones, Abraham también, y el libro no lo firma Kierkegaard sino Johannes de Silentio”1.
Kierkegaard articula su lectura del relato del Génesis en torno a dos categorías: el héroe trágico –representado por Agamenón– y el caballero de la fe –representado por Abraham–.
Y en la tercera sección de Temor y temblor plantea, a propósito del sacrificio del patriarca, tres Problemata: Problema I: ¿Existe una suspensión teleológica de lo ético? Problema II: ¿Existe un deber absoluto para con Dios? Problema III:
¿Es posible justificar éticamente a Abraham por haber guardado silencio ante Sara, Eliézer e Isaac? Mientras que Lévinas se ocupa preferentemente del problema I: la suspensión teleológica de lo ético2, Derrida se dedica al III: la legitimidad del silencio de Abraham. Como es habitual en él, metodológicamente habitual, Derrida se centra en el menos atendido de los problemas planteados por Kierkegaard; no es tanto la suspensión teleológica de lo ético como el silencio de Abraham el que despierta su interés y reclama su lectura siempre original, siempre deconstructora. Sobre este silencio ya había llamado la atención el propio Kierkegaard: “Nada había dicho a Sara, nada tampoco a Eliézer, pues ¿quién habría podido comprenderlo?
¿Acaso no le había impuesto voto de silencio la naturaleza misma de la prueba?” 3.
“¿Cómo obró Abraham?” se pregunta Kierkegaard, y él mismo responde: “Abraham calló; no dijo una sola palabra ni a Sara ni a Eliézer ni tampoco a Isaac; pasó por alto tres instancias éticas, porque la ética no tenía para Abraham una expresión más alta que la vida de familia. […] Abraham calla…, no puede hablar; es ahí donde residen la angustia y la miseria. […] Abraham no puede hablar porque no puede decir aquello que lo explicaría todo, no puede decir que es una prueba; y notemos esto: una prueba en que la tentación está constituida por lo ético”4. “Lo ético –advierte Kierkegaard– es como tal lo general, y como lo general lo manifiesto. […] La ética exige la manifestación y castiga lo oculto. […] Abraham no hace nada en cambio en favor de lo general y permanece oculto”5. La esfera de lo general es el ámbito del diálogo, el lugar donde tiene cabida la justificación, las palabras que todo lo explican. Pero Abraham “sabe que por encima de esta esfera serpentea una senda solitaria, una senda estrecha y escarpada; sabe lo terrible que es nacer en una soledad emplazada fuera del territorio de lo general, y caminar sin encontrarse nunca con nadie: […] está en una soledad universal donde jamás se oye una voz humana, y camina solo, con su terrible responsabilidad a cuestas”6.
“De modo que Abraham no habló –concluye Kierkegaard–. […] Abraham no dice nada y, de ese modo, dice cuanto tenía que decir. No puede decir nada, pues lo que sabe no lo puede decir”7. Hablar sin decir nada –comenta Derrida–, es la mejor táctica para guardar un secreto. Y el filósofo francoargelino advierte que el secreto es doble: entre Abraham y los suyos, por una parte, y entre Dios y Abraham por otra. Primer secreto: Abraham no debe desvelar que Dios lo ha llamado y le ha pedido, en el cara a cara de una alianza absoluta, el sacrificio más alto. Este secreto lo conoce y lo comparte con Dios. Segundo secreto, archisecreto: la razón o el sentido de la petición sacrificial. A este respecto, Abraham está obligado al secreto porque el secreto lo es también para él. Está obligado entonces al secreto, no porque comparta, sino porque no comparte el secreto de Dios. El doble secreto está imbuido así de una doble necesidad: porque Abraham no puede menos que guardarlo, y porque, en el fondo, él mismo no lo conoce: sabe que lo hay, pero desconoce tanto su sentido como las razones últimas que lo sustentan. Recurriendo a uno de sus frecuentes e intraducibles juegos de palabras, Derrida lo expresa así: guardado por el secreto que él guarda, Abraham “está obligado a mantener el secreto [il est tenu au secret] porque está incomunicado [il est au secret]”8.
“Pienso en Abraham que guardó el secreto –afirma Derrida– no hablando ni a Sara, ni a Isaac siquiera, de la orden que le había sido dada, cara a cara, por Dios. El sentido de esta orden sigue siendo, para él mismo, secreto. Todo lo que sabe es que es una prueba. ¿Qué prueba? Yo voy a proponer una lectura. Y la distinguiré, en este caso, de una interpretación. A la vez activa y pasiva, esta lectura vendría presupuesta por toda interpretación, por las exégesis, comentarios, glosas, descifres que se acumulan en número infinito desde hace milenios; de ahí que no sea ya una mera interpretación entre otras. En la forma a la vez ficticia y no ficticia que yo voy a darle, ella pertenecería al ámbito de una muy extraña especie de evidencia o de certeza. Tendría la claridad y la distinción de una experiencia secreta respecto a un secreto. ¿Qué secreto? Helo aquí: unilateralmente asignada por Dios, la prueba impuesta en el monte Moriah consistiría en probar, precisamente, si Abraham es capaz de guardar un secreto”9. Esta prueba del secreto pasa por el sacrificio de lo más amado, el amor más grande en el mundo, lo único del amor mismo, lo único contra lo único, lo único para lo único. Porque el secreto del secreto no consiste en esconder algo, en no revelar su verdad, sino en respetar la absoluta singularidad, la separación infinita de lo que me vincula con o me expone a lo único, a lo uno como lo otro, al Uno como el Otro10.
De acuerdo con Derrida, el secreto no tiene el sentido de algo que ha de ser ocultado, como parece sugerir Kierkegaard. En la prueba a la que Dios va a someter a Abraham, a través de la orden imposible, a través de la interrupción del sacrificio que se asemeja entonces a un indulto, a la recompensa por el secreto guardado, la fidelidad al secreto no concierne esencialmente al contenido de algo que hay que ocultar (la orden del sacrificio, etc.), sino a la pura singularidad del cara a cara con Dios, al secreto de esta relación absoluta. Es un secreto sin contenido alguno, no hay ningún sentido que ocultar, ni ningún otro secreto, salvo la petición misma de secreto, a saber, la exclusividad absoluta de la relación entre el que llama y el que responde “aquí estoy”. Así pues, es preciso que el secreto a guardar sea en el fondo sin objeto, sin otro objeto que la alianza incondicionalmente singular11.
Como había hecho Blanchot en su lectura del sacrificio de Abraham12, también Derrida ilumina sus reflexiones con la luz insoslayable y ambigua que provee la consideración de la muerte. Al hilo de su lectura de Heidegger, Derrida concibe la muerte como “aquello que nadie puede padecer ni afrontar en mi lugar. Mi irremplazabilidad es conferida, entregada, podría decirse donada por la muerte”13. La unicidad, la singularidad irremplazable del yo hace que la existencia se sustraiga a toda sustitución posible. En palabras de Derrida: “Desde la muerte como lugar de mi irremplazabilidad, es decir, de mi singularidad, yo me siento llamado a mi responsabilidad. En este sentido, sólo un mortal es responsable. La muerte –insiste Derrida– es el lugar de mi irremplazabilidad. Nadie puede morir por mí, si ‘por mí’ quiere decir en vez de mí, en mi lugar”14. Según Heidegger –cito Ser y Tiempo–, “nadie puede arrebatarle a otro su morir. Alguien bien puede ‘ir a la muerte por otro’. Pero esto significa siempre: sacrificarse por el otro ‘en una causa determinada’. Este morir por… no puede significar nunca que con ello le sea arrebatada al otro su muerte en lo más mínimo. Cada Dasein debe tomar sobre sí mismo el morir. La muerte es, en tanto que ‘es’, esencialmente cada vez la mía (wesensmäßig je der meine)”15.
Morir por otro, en efecto, no es ni puede ser nunca morir en su lugar, en vez de él, arrebatarle su propia muerte, de suyo inalienable. Antes bien, es en la medida en que ese morir sigue siendo el mío –comenta Derrida–, como yo puedo morir por el otro o dar mi vida al otro.
No hay, no cabe pensar un don de sí, sino a la medida de esta irremplazabilidad. En este sentido, Derrida afirma que la irremplazabilidad es, para Heidegger, condición de posibilidad y no de imposibilidad del sacrificio. Yo puedo dar toda mi vida por el otro –insiste Derrida–, puedo ofrecer mi muerte al otro, pero así sólo remplazaría o salvaría algo parcial en una situación particular. Yo no moriría en lugar del otro. Sé, con una certeza absoluta, que jamás libraría al otro de su muerte. Morir por el otro, dar la vida al otro no significa sustitución. Si hay algo radicalmente imposible –y todo adquiere sentido a partir de esta imposibilidad–, es precisamente morir por el otro en el sentido de morir en lugar del otro. Puedo darle todo al otro, salvo la inmortalidad, salvo el morir por él hasta el punto de morir en su lugar, librándolo así de su propia muerte. Puedo morir por él en una situación en que mi muerte le dé un poco más de tiempo de vida, pero no puedo morir en su lugar, darle mi vida a cambio de su muerte16.
Cuando, siguiendo a Heidegger, Derrida afirma que la irremplazabilidad, esto es la insustituibilidad, es condición de posibilidad y no de imposibilidad del sacrificio, no está contradiciendo, ni mucho menos anulando a quienes, como Girard, consideran la sustitución como integrante del sacrificio17. La sustitución por una víctima de recambio, sea humana o animal, el recurso al chivo expiatorio, son esenciales al sacrificio en el nivel de la antropología cultural, en el plano simbólico y ritual. Ahora bien, en un nivel más profundo, es la insustituibilidad última de la víctima, la no intercambiabilidad de su muerte, finalmente innegociable aunque negociada en el plano simbólico, la que hace posible el sacrificio. La expropiación simbólica de la propia muerte, por llamarla de alguna manera, el dar la vida por otro o morir por él en este sentido, es posible justamente gracias a que, en el plano del ser, la muerte de cada uno es única e inalienable, absolutamente insustituible.
Porque yo no puedo quitarle su muerte al otro –sostiene Derrida–, que a su vez no puede quitármela a mí, corresponde a cada uno tomar sobre sí su propia muerte. Cada uno debe asumir su propia muerte, y esto es la libertad y la responsabilidad. La propia muerte es la única cosa en el mundo que nadie puede ni dar ni quitar. (De ahí lo paradójico del título: Dar la muerte). Nadie puede ni darme ni quitarme la muerte. Incluso si alguien me da muerte, en el sentido de que me mata, esta muerte habrá sido siempre la mía, y yo no la habría recibido de nadie, por cuanto es irreductiblemente mía, y el morir ni se lleva, ni se presta, ni se transfiere, entrega, promete o transmite. Y lo mismo que no se me puede dar la muerte, no se me puede tampoco quitar. La muerte sería entonces esta posibilidad del darquitar, que se sustrae a lo que ella misma hace posible, a saber el darquitar. Muerte sería así el nombre de lo que suspende toda experiencia del darquitar. Lo cual no excluye, más bien implica, que solamente desde la muerte y en su nombre sean posibles tanto el dar como el quitar18.
“El temblor de Temor y temblor es, según parece, la experiencia misma del sacrificio […], en el sentido en que el sacrificio supone matar al único en lo que tiene de único, de irremplazable y de más valioso. Se trata asimismo de la sustitución imposible, de lo insustituible, pero también de la sustitución del hombre por el animal – y también, sobre todo, en esta misma sustitución imposible, de lo que liga lo sagrado al sacrificio y el sacrificio al secreto”19. (Recuérdese que Abraham finalmente sacrifica una víctima de recambio, un carnero).
El secreto es la clave. A partir de él, Derrida se sumerge en “una reflexión que vincula la cuestión del secreto con la de la responsabilidad”20. El caballero de la fe –advierte Derrida– asume su responsabilidad dirigiéndose hacia la petición absoluta del otro, más allá del saber. Él decide, pero su decisión absoluta no está guiada o controlada por un saber. Tal es, en efecto, la condición paradójica de toda decisión: ésta no debe deducirse de un saber del que sería solamente el efecto, la conclusión. Estructuralmente en ruptura con el saber, y condenada por tanto a la nomanifestación, una decisión es, en suma, siempre secreta. La decisión de Abraham es absolutamente responsable porque responde de sí ante el otro absoluto. Paradójicamente es también irresponsable porque no está guiada ni por la razón ni por una ética justificable ante los hombres o ante la ley de algún tribunal universal. Todo ocurre como si no se pudiera ser responsable a la vez ante el otro y ante los otros21.
Es al guardar el secreto, cuando el Abraham de Derrida traiciona la ética. Su silencio, el hecho de que no revele el secreto del sacrificio que le ha sido exigido, no está destinado a salvar a Isaac. “En la medida en que no diciendo lo esencial, a saber, el secreto entre Dios y él, Abraham no habla, asume esa responsabilidad que consiste en estar siempre solo y atrincherado en su propia singularidad en el momento de la decisión. Lo mismo que nadie puede morir en mi lugar, nadie puede tomar una decisión, lo que se llama una decisión, en mi lugar. Ahora bien, desde el momento en que se habla, desde que se entra en el medio del lenguaje, se pierde la singularidad. Se pierde por tanto la posibilidad o el derecho de decidir. Toda decisión debería así, en el fondo, permanecer a la vez solitaria, secreta y silenciosa”22.
Derrida concibe la verdadera decisión, la auténtica responsabilidad, como un completo fresh start, un comienzo nuevo, que no va precedido de planes y deliberaciones, que no se apoya en una plataforma conceptual que lo despojaría de su núcleo de libertad y novedad. “Una decisión está siempre más allá del cálculo”, afirma23. Si hablar –como había dicho Kierkegaard– es expresar lo general, la palabra nos arroja de inmediato en ese ámbito de índole conceptual, sustrayéndonos del campo de lo singular, único en el que tiene lugar la decisión y cabida la responsabilidad. En este sentido, “el primer efecto, el primer destino del lenguaje es –según Derrida– privarme o también librarme de mi singularidad. Al suspender mi singularidad absoluta en la palabra, yo abdico, en un mismo acto, de mi libertad y de mi responsabilidad. Desde que hablo, ya no soy nunca más yo mismo, solo y único”24.
Derrida no duda en calificar de extraño, paradójico y terrorífico el nexo que une lo que tanto el sentido común como la razón filosófica han tenido siempre separados: la responsabilidad y el silencio: “Contrato extraño, paradójico y terrorífico también, aquel que vincula la responsabilidad infinita con el silencio y con el secreto”25. Lo que la filosofía y el sentido común comparten es la evidencia del vínculo existente entre la responsabilidad y el nosecreto, la publicidad, la posibilidad, la necesidad incluso de dar cuenta, de justificar o asumir el gesto y la palabra ante los otros. “Aquí, por el contrario, aparece, con la misma necesidad, que la responsabilidad absoluta de mis actos, en tanto que debe ser la mía, completamente singular, puesto que nadie puede obrar en mi lugar, implica no sólo el secreto, sino que, no hablándole a los otros, yo no rinda cuentas, no responda de nada, y no responda nada a los otros o ante los otros. Escándalo y paradoja a la vez. La exigencia ética se rige, según Kierkegaard, por la generalidad; y define, pues, una responsabilidad que consiste en hablar, es decir, en adentrarse en el elemento de la generalidad para justificarse, para rendir cuentas de la propia decisión y responder de los propios actos. Ahora bien, ¿qué nos enseñaría Abraham en este abordaje del sacrificio? Que lejos de asegurar la responsabilidad, la generalidad de la ética lleva a la irresponsabilidad. Ella insta a hablar, a responder, a rendir cuentas, así pues, a disolver mi singularidad en el elemento del concepto”26.
Habiendo llegado a este límite, Derrida sin embargo no se detiene y continúa extrayendo consecuencias de su lectura: Aporías de la responsabilidad: siempre se corre el riesgo de no poder acceder, para formarlo, a un concepto de la responsabilidad. Porque la responsabilidad exige por una parte la rendición de cuentas, el responder de sí en general, de lo general y ante la generalidad: la sustitución; y, por otra parte, la unicidad, la singularidad absoluta: la no-sustitución, la no-repetición, el silencio y el secreto. Lo que se dice aquí de la responsabilidad vale también para la decisión. La ética me arrastra a la sustitución, como lo hace la palabra. De ahí la insolencia de la paradoja: para Abraham, según Kierkegaard, la ética es la tentación, a la que debe resistir. Abraham se calla para desarmar la tentación moral que, bajo pretexto de llamarlo a la responsabilidad, a la autojustificación, le haría perder, junto con su singularidad, su responsabilidad última, su responsabilidad absoluta, injustificable y secreta ante Dios. Ética como irresponsabilización, contradicción insoluble y paradójica entre la responsabilidad en general y la responsabilidad absoluta. La responsabilidad absoluta no es una responsabilidad, en cualquier caso no es la responsabilidad general o en general. Ella es irresponsable, por ser absolutamente responsable27.
En Derrida –a diferencia de Kierkegaard–, no es la gran noción del deber absoluto cara a Dios la que pone en jaque a la ética. Como es habitual en él, es un concepto sin carrera filosófica, uno que hasta ahora todos habían tomado por lateral, el que constituye el fulcro de su lectura de Abraham. Me refiero al secreto. Por esto, Derrida, que no sólo quiere poner en entredicho a Hegel (como era el caso de Kierkegaard), sino a la entera filosofía occidental, escribe: “El secreto es, en el fondo, tan intolerable para la ética como para la filosofía o la dialéctica en general, de Platón a Hegel”28. “Bajo la forma ejemplar de la coherencia absoluta –anota Derrida–, la filosofía hegeliana representa la exigencia irrecusable de manifestación, de fenomenalización, de desvelamiento; y por tanto, la pretensión de verdad que anima tanto a la filosofía como a la ética en lo que tienen de más poderoso. No hay secreto último para lo filosófico, lo ético o lo po lítico. Lo manifiesto es mejor que lo secreto, la generalidad universal es superior a la singularidad individual. […] Ningún secreto es legítimo en absoluto”29.
Amalia Quevedo, en dialnet.unirioja.es/
Notas:
1 J. Derrida, Dar la muerte, Barcelona, Paidós, 2000, pp. 57, 58 y 60-61. (Sigo, con modificaciones, la traducción de Cristina Peretti y Paco Vidarte).
2 E. Lévinas, Nombres propios, traducción de C. Díaz, Madrid, Fundación Emmanuel Mounier, 2008.
3 S. Kierkegaard, Temor y temblor, Madrid, Editora Nacional, 1981, p. 77. (Sigo, levemente modificada, la traducción de Vicente Simón Merchán).
4 Ibídem, pp. 196, 197-198 y 199.
5 Ibídem, pp. 157, 163 y 197.
6 Ibídem, pp. 149 y 155.
7 Ibídem, pp. 200 y 204.
8 Derrida, Dar la muerte, ob. cit., pp. 62 y 121.
9 Ibídem, p. 115.
10 Ibídem, p. 116.
11 Ibídem, pp. 142-144.
12 M. Blanchot, Lo (el) indestructible, en El diálogo inconcluso, traducción de P. De Place, Caracas Monte Ávila, 1993.
13 Derrida, Dar la muerte, ob. cit., p. 46.
14 Ibídem, p. 47.
15 M. Heidegger, Sein und Zeit, §47, Tübingen, Max Niemeyer, 1993, p. 240. (La traducción es mía. Tomo la expresión ‘en una causa determinada’ de la excelente traducción de Jorge Rivera). Sobre la muerte como factor de individuación del hombre, véase §53, 263.
16 Derrida, Dar la muerte, ob. cit., pp. 47-48.
17 R. Girard, La violencia y lo sagrado, traducción de J. Jordá, Anagrama, Barcelona, 2005.
18 Derrida, Dar la muerte, ob. cit., p. 49.
19 Ibídem, p. 61.
20 Ibídem.
21 Ibídem, p. 78.
22 Ibídem, pp. 62-63.
23 Ibídem, p. 93.
24 Ibídem, p. 63.
25 Ibídem.
26 Ibídem.
27 Ibídem, pp. 63-64.
28 Ibídem, p. 65.
29 Ibídem.
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