La muerte «revelada» de Jesús de Nazaret
En Jesús de Nazaret se nos ha dado la posibilidad de contemplar una imagen modélica: un hombre que libremente ha ido al encuentro de la muerte y en ella, saboreando toda la carga de negatividad que comporta el hecho de morir, ha consumado el gesto propio de su vida como entrega libre y liberalmente consentida. La suya no ha sido una muerte serena e impávida como la de Sócrates; tampoco una muerte estoica como la de Séneca; ni tampoco la de un discípulo de Buda en quien la muerte de todo deseo le habría preparado el acceso tranquilo al nirvana... Jesús, en cambio, ni ha escondido su miedo delante de los discípulos ni ha reprimido el grito angustiado en el trance final de su agonía. Es justamente en esta muerte en la que todo ser humano podrá reconocer el fondo mismo de su experiencia; una muerte en la que han tenido cabida las dimensiones más humanas de la persona: el dolor, la angustia como horror vacui..., y también la libertad amorosa de la entrega.
Aparte de otros datos históricos, ciertamente escasos, el testimonio de la muerte de Jesús nos viene consignado con mayor amplitud en los cuatro relatos evangélicos. Es claro que en ellos no podemos encontrar las actas de un proceso jurídico, ni tampoco la crónica-reportaje de cuanto ocurrió positivamente en aquella muerte. Al ser estos relatos la narracción de una comunidad confesante, la muerte que en ellos se nos describe está fuertemente teologizada [58]. Según esto parece que tendríamos limitado el acceso histórico a la muerte de Jesús, pues si la que nos cuentan los evangelios obliga a ser leída como un relato de fe para la fe de una comunidad, ¿quién nos dice, con juicio crítico, que Jesús ha vivido su muerte con radical autenticidad y que en ella ha desvelado el sentido último de la existencia humana? Si los pocos datos históricos que poseemos acerca de su muerte sólo nos dicen que fue una muerte violenta (crucifixión romana), ¿cómo saber con certeza histórica que él contó con ese trágico desenlace y que no le llegó a modo de sorpresa en una especie de emboscada? Esta y otras cuestiones, legítimas desde el punto de vista histórico (y también desde la fe para evitar irracionalismos), han abierto una historia de polémicas en el campo de la exégesis contemporánea: desde una radical desconexión entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe (Reimarus y teología liberal), pasando por la interpretación mítica (Strauss) para desembocar en el extremo opuesto del desprecio por las cuestiones históricas de Jesús (escuela bultmanniana) [59].
Rudolf Bultmann negaba la posibilidad de un acercamiento histórico a la muerte de Jesús. Con un radical escepticismo hacía de ella cuestión de un malentendido político: si él sufre la muerte de un malhechor político y es difícil que esta ejecución pueda entenderse como la consecuencia íntimamente necesaria de su actividad, históricamente hablando se trataría de un destino absurdo; con lo cual afirma el autor: «la mayor desazón que siente el que quiere reconstruir el retrato de Jesús se debe a que no nos es dado saber cómo comprendió Jesús su fin, su muerte... ¿ Le encontró un sentido? ¿Cuál? No podemos saberlo» [60].
Sin embargo, en la postura de Bultmann, más que una verificación histórico-positiva (no es posible saber lo que ocurrió en la muerte de Jesús) hay una cuestión pre-lógica: no interesa el contenido histórico-objetivo del evangelio, sino sólo el kerigma, la proclamación de que Dios nos ha salvado en el acontecimiento pascual de Jesús. Por esto mismo, porque la afirmación bultmanniana más que negar la posibilidad histórica negaba la validez soteriológica de lo histórico (un dato que entra de lleno en su unilateral teología dogmática para derribar todos los modelos anteriormente construidos por la teología liberal de la Leben-Jesu-Forschung), quedaba todavía abierto el desafío para proseguir la investigación. Sus mismos discípulos emprendieron la nueva búsqueda [61]. Y, poco a poco, se iba constatando que los evangelios sinópticos tienen una gran dosis de tradición auténtica; de modo que «los evangelios no autorizan de ninguna manera la resignación o el escepticismo. Por el contrario, nos presentan la figura histórica de Jesús con una fuerza inmediata, aunque de manera muy distinta de cómo lo hacen las crónicas o los relatos históricos» [62].
Entre los estudios dedicados al análisis de la muerte de Jesús, los más satisfactorios, sin duda, han sido la tesis de Hans Kessler [63], y el libro de Heinz Schürmann [64]. El primero, Kessler, intenta dar con los primerísimos fragmentos de la narración del Calvario (el relato más antiguo estaría construido por una serie de frases de Marcos, todas ellas en presente histórico), para ir señalando después las distintas etapas de evolución e intensidad teológica que el dato de la muerte de Jesús ha ido recibiendo en la cristología neotestamentaria (desde una ausencia de mención en la fuente Q hasta la lectura salvífica por parte de Pablo) [65]. Schürmann, en cambio, tiene siempre de frente la refutación de Bultmann y de entre sus mismas ruinas, procediendo con rigor analítico (su método es la conducta de Jesús en orden a su destino), va levantando la atalaya que nos permite ver de qué modo Jesús ha arrostrado su muerte. Desde esta bipolaridad hermenéutica entre vida-muerte (lo que sabemos de su conducta nos permite esclarecer lo que fue su muerte; y a la inversa, lo que sabemos de su muerte consuma la significación de su vida) es desde donde Schürmann puede afirmar que Jesús ha asumido activamente su muerte en su conducta [66], que ha ido a su encuentro en una actitud de pro-existencia amante [67] y que, en el gesto profético de la cena con sus discípulos en vísperas de su pasión, atribuyó a su muerte inminente un valor salvífica, anticipando su significación en el lenguaje eficaz del gesto [68].
Desde esta afirmación histórica exponemos a continuación cómo Jesús realizó una muerte modélica:
a) Podemos saber las razones que pesaron en su condena, aunque en la sentencia, además de razones, entraron también odios e intrigas (desde los recelos por parte de las autoridades judías hasta las cobardías del poder romano, pasando por las emociones enfebrecidas de la masa anónima): un falso profeta (sentencia judía) llevado a las autoridades romanas como un revolucionario de masas para que le apliquen la condena en uso (crucifixión) [69]. Pero entre estas « causae crucis », que llevan a Jesús a sufrir la prueba límite de una muerte violenta, está el protagonismo de su propia libertad, mediante la cual mantiene una original pretensión, con radicalidad absoluta en su conducta, y de la que no se desdice en ninguna de las situaciones extremas a sabiendas del peligro en que pone su vida. Digamos, por tanto, que la causa de su muerte no es otra que el conflicto de su vida llevado hasta las últimas consecuencias; pensar que le soprendieron en la casualidad de una muerte fortuita es ignorar la actitud con que vivió su vida. La muerte de Jesús no es sólo la resultante de simples factores intrahistóricos, es también la consecuencia última de su valiente actuación [70].
b) ¿Cuál es el contenido de esa suprema libertad?, ¿cuál es el conflicto de su vida que desemboca en la muerte? No se trata de un coraje momentáneo ni de actitudes estoicas al estilo del héroe rojo de Bloch; se trata de una suprema libertad prendida a una causa libremente amada: el Reino de Dios. En Jesús se da de modo libre y absoluto lo que Heidegger llamaba la «autodilucidación del propio ser en vistas a su proyecto», la identificación total de sí mismo con su pretensión, con la causa de Dios (la basileia tau Theou). Es ésta la magnitud que dinamiza todo su ser y que se traduce de inmediato en el lenguaje manifestativo de su conducta; una magnitud tan personalizada que en ella se hacen inseparables su persona y su mensaje; ser y misión totalmente unidos en la causa recibida. Esta es también la causa explicativa de su conflicto al anunciar la presencia de Dios aconteciendo en su persona: «el reino de Dios está en medio de vosotros» (Lc 17, 21), con perfecta cuenta de la novedad y riesgo que supone tal novedad: « dichoso el que no se escandaliza de mí» (Mt 11, 6), y que, ciertamente, suscitó las más graves sospechas entre sus contemporáneos: «blasfema contra Dios» (Mc 2, 6).
Con esta categoría del Reino de Dios, Jesús está diciendo que lo único que le importa es Dios y los hombres, la historia ele Dios con los hombres . Este y no otro es su asunto [71]. Tomando de este modo tan en serio la causa de Dios y la causa del hombre, Jesús hace de su vida una existencia-receptora (no se presenta como autoidentidad rígida y clausurada sobre sí misma, sino como realidad abierta y transparente; haciéndose hueco, vacío total , para hacer sitio a Dios totalmente ) y una libertad-libertada (entregándose de lleno a una causa absoluta queda libre de las demás pretensiones intramundanas o egoísmos posibles y se hace libre para comprometerse en el mundo). Obediencia y entrega son el resumen de su existencia.
c) Este nuevo modo de ser y de vivir Jesús lo va explicitando en el dinamismo de su conducta, con una conciencia clara de autoridad referida siempre a la causa que trae entre manos [72], y con una singular conciencia de filiación respecto, de Dios a quieninvoca como «Abba» [73]. Desde esta señera pretensión de hijo Jesús es, en un sentido único e intransferible, el hijo para los otros hijos, el hijo que debe hacer hijos a los otros; quien por su obediencia y entrega de sí mismo, en la totalidad de su libertad humana, revele la condición amorosa del Padre, la manera de cómo Dios existe paralos-otros [74]. Desde su autoconciencia de hijo, Jesús define el ser de Dios por el dinamismo de su amor, con un rostro de misericordia y con una especial parcialidad por los pobres y pecadores.
En una sociedad teocrática como la judía, anunciar un Dios que vale también para los pecadores, para los fuera de la ley, cuestionaba toda la concepción judía de la santidad y justicia divinas. El término «pecador» tenía una fuerte connotación sociológica antes que moral: pecadores eran los publicanos por su colaboración con la potencia romana ocupante; pecadores eran los leprosos, considerados como impuros; los ignorantes, pues siéndolo desconocen la ley y sin la ley no pueden salvarse; las prostitutas, etc... Entre ellos y para ellos anuncia Jesús la causa de Dios con parábolas y milagros, pero sobre todo con el gesto de sentarse a compartir su mesa (la comunión de mesa para un oriental significa comunión vida) hasta el punto de que se le moteja de amigo de pecadores y publicanos (Mt 11, 19). Los motivos de esta predilección se asientan no en que el pecado o la pobreza sean valores positivos en sí mismos, ni tampoco en el carácter humanitario de Jesús, sino en que la salvación que Jesús extiende de parte de Dios tiene un rostro de misericordia que sólo pueden comprender y acogerla los insatisfechos, los desolados, los que tienen conciencia de necesitarla. Esta actitud proexistente de Jesús, el ser-para-los-otros de parte de Dios y con un amor desmedido, fue una de las causas que le hizo desembocar en la muerte.
d) Llegados ya a su muerte, sabemos que fue padecida como un destino irresoluble e impuesta con toda su carga de negatividad y de violencia, que murió saboreando el amargor de una traición (Mc 14, 10 s.17.21.43-45) y el abandono de quienes parecían sus incondicionales (Mc 14, 66-72). Para Jesús la muerte fue sentida como una frontera absoluta; sólo en la confianza concedida al Padre y a su infinita justicia sobre las fuerzas del mal pudo ser asumida, sin que esta religiosa abertura le mermara nada de la mortal negatividad con que nos adviene a todos los humanos. ¿Cuál es, entonces, el protagonismo de Jesús en la situación última de su muerte? Nuevamente los contenidos de su libertad: está viviendo su muerte no desde la evidencia de que al final todo va a salir bien, sino desde la exigencia radical de su vida, apostando de nuevo por la fidelidad al Padre y a la misión que ha encarnado entre los hombres. Jesús muere como ha vivido (ha vivido literalmente desviviéndose en favor de la causa de Dios entre los hombres), consumando en coherencia el sacrificio último de su muerte con el sacrificio existencial realizado en su vida; de tal modo que el acto de morir-por se entiende plenamente como desembocadura lógica de su vivir-por [75].
Pero ¿cómo Dios puede dejar ir a la muerte a quien ha vivido con radical autenticidad, comprometiéndose de modo tan absolutamente fiel por su causa? Más aún: ¿por qué permitió la muerte injusta del hijo? y ¿por qué calló en su angustia? Si dejó que Jesús saboreara la muerte en todo su amargor, si no le restó ningún sufrimiento humano ni intervino para suavizarle la angostura de su tragedia, no fue porque Dios no se percatara de ello o no pudiera librarlo de tales tinieblas, sino por respeto a la misteriosa libertad humana por la cual el hombre es capaz de los gestos más creativos y heroicos, pero también capaz del abuso y de la destrucción. Respetó al hombre hasta el punto de que no abrió con violencia el corazón endurecido para evitar así la muerte del hijo [76]. Y si Dios calló ante la súplica angustiada de Jesús (Mc 15, 33-34; Mt 27, 45-47) no hay que ver en ello solamente el vacío de un mudo silencio, sino ante todo un espacio abierto para la respuesta del hijo que consuma definitivamente, en el sacrificio puntual de su muerte, la entrega existencial de su vida.
e) En las manos de Dios ha ido la vida de Jesús a la muerte; mas su propia identidad y las reivindicaciones de su causa parecen perdidas. La causa injusta, los poderes del mal, han triunfado con la ejecución del injustamente condenado a muerte. ¿Quién saldrá en su favor? ¿Quién le hará justicia a él y a su proyecto liberador? La respuesta la dio Dios resucitando a Jesús de entre los muertos. Dios hace de este modo justicia al inocente: el triunfo de la justicia se instaura con el triunfo sobre la muerte, es decir, con la resurrección. Tenía que ser así; de otro modo, o Dios no es amor, o Dios no es Dios, puesto que la muerte puede más que él al anular una causa auténticamente fiel. Si todo se hubiera perdido en la muerte de Jesús, sería sin duda el héroe de una causa noble, pero uno más entre los muchos ajusticiados de la historia. Los poderes de la injusticia y de la mentira habrían hecho inútil la utopía de su vida; todo reducido a una quimera. Más aún, su vida sería un ejemplo evidente de que la idea de Dios es una ilusión (Freud), una alienación (Feuerbach) y que los otros son un infierno (Sartre). Pero Dios en verdad es amor, capaz de recrear la vida que le había sido confiada; la idea de resurrección significa, pues, la identidad culminada (vida en plenitud) y la justicia a una fidelidad vivida [77].
Con el hecho de la resurrección Dios reivindica la causa de Jesús, avalando con su absolutez todos los contenidos de su proyecto liberador, revelando en ellos con carácter salvífico el sentido último de la vida humana: 1º) que el fundamento de la libertad en verdad es el amor; así lo ha mostrado Jesús en el ejercicio de los actos más infalsificablemente humanos, en el servicio desinteresado a la causa de Dios entre los hombres; en él se nos da la mostración apodíctica de la libertad humana: «nadie me quita la vida, yo la doy voluntariamente» (Jn 10, 18); «nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13)... Quien ahora diga que «el hombre es una pasión inútil» supone por su parte un insulto -cuando menos una terrible ignorancia- respecto de Jesús... 2°) que el amor en verdad es más fuerte que la muerte; si Marcel intuyó que todo amor promete perennidad («amar a alguien quiere decir: tú no morirás»), en la amorosa fidelidad de Jesús se ratifica plenamente: el amor que es autodonación de sí no se borra y desaparece sin dejar huella; pese a su desamparada impotencia termina revelándose más fuerte que todo, más fuerte incluso que la muerte [78]... 3°) que por fin y en verdad hay una justicia para todos; si en la historia no es posible una justicia total, y si por encima de la muerte no hay lugar para ninguna victoria, entonces ¿dónde calmar la sed de justicia que lleva todo ser humano? Aún más: si la historia no es capaz de redimir a sus muertos, ¿quién hará justicia entonces a los ajusticiados de la historia, a los que han muerto víctimas de las más terribles injusticias perpetradas en la historia tales como en Auschwitz o en Hiroshima, por ejemplo? Si no hay la posibilidad de una justicia para todos, vivos y muertos, el hombre será una pasión inútil destinada al olvido y la historia queda a merced de todas las tiranías posibles por parte del más fuerte; el verdugo acabará prevaleciendo sobre su víctima ya que ésta se pierde en la muerte y la historia será pura historia de los vencedores. O hay victoria sobre la muerte o no hay victoria sobre la injusticia; o se da la superación de la alienación más radical que es la muerte o no hay proceso de liberación eficazmente humano en la historia. Esta es una de las grandes cuestiones que se ciernen sobre la praxis marxista: cierto que la historia es proceso abierto para el protagonismo humano, y que la utopía es el resorte activo que acelera todo lo transformable del proceso (Bloch); pero si los que han quedado atrás se han perdido y ya no cuentan, si son simplemente la escoria de la historia del mundo, entonces la historia misma se hace antiutopía porque deja a sus hijos engullidos en el anonimato de la muerte; al mártir de la revolución, al héroe rojo de Bloch, no se le hace justicia llevando flores a su tumba o guardando un minuto de silencio en el aniversario de su muerte.
La injusticia perpetrada con Jesús (arquetipo de todas las injusticias de la historia) es clamor que exige justicia; y si la injusticia le introdujo en el abismo de la muerte, sólo se sobrepujará cancelando ésta con su reverso, la vida. Esto es lo que explica el hecho de la resurrección de Jesús, el triunfo de la justicia de Dios como la única salida válida que rompe el cerco opresivo del mal y redime las injusticias de la historia.
Conclusión: En Jesús de Nazaret, «nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos (Rm 1, 3-4), se nos ha revelado el sentido último de la existencia humana y de la historia. Precisamente por su victoria sobre la muerte ha sido proclamado Cristo y Señor, salvador y liberador, porque siendo él mismo salvado de la más inícua acusación y liberado de la más extrema esclavitud ha dado origen a una nueva humanidad, permaneciendo él mismo como primogénito y arquetipo de esa nueva manera de ser hombre en la historia, ya que él ha roto desde dentro mismo de la condición humana nuestra impotencia abriéndola a la posibilidad de una relación infinita [79].
Definitivamente, pues, la salvación de Dios se ha dado en la solidaridad histórica de Jesús con los hombres; es precisamente la significación de esta eterna solidaridad de Jesús con nosotros lo que hace que su victoria sobre la muerte tenga una validez universal para todos los hombres, ya que su salvación se ha dado en el seno de la historia, en la entraña misma de los condicionamientos humanos (un salvador que sobrevolase angélicamente las simas de la condición humana no aportaría más que una salvación decretista, pero no rompería las alienaciones humanas); por otra parte ha sido una victoria que ha redimido a toda la humanidad de la historia (al descender Jesús al reino de la muerte se solidarizó de modo absoluto con los que yacían sepultados en el dominio de la muerte, pero al hacer saltar los lazos de ésta dejó redimido todo el caudal de sufrimientos destilado por milenios en la historia) [80], y definitivamente con esa misma victoria ha desvelado el sentido último para la historia de la humanidad (la historia tiene un destino último, no es la evolución cíclica en la que todo se reitera sin cesar; el mismo Dios que en su amor recreó la vida de Jesús con una total plenitud existencial, llevará también la historia hacia su realización definitiva en un mundo nuevo y una sociedad nueva).
La muerte como «misterio» del cristiano
Hemos visto ya de qué manera la muerte representa un problema para la vida humana, cómo por su carácter de ruptura pone en entredicho la densidad existencial de la vida (Sartre, Gardavsky, Schaff) y cómo a la vez, por su carácter inherente a la vida misma, goza de una presencia axiológica en el proyecto vital de la existencia (Scheler, Heidegger, Machovec). Vimos después, en el caso ele Jesús de Nazaret, que la muerte no es un hecho neutro que se dé de modo unívoco para todos igual, sino que hay también en ella un carácter de ambigüedad, puesto que se ha evidenciado la posibilidad de un morir que es capaz de sobrepujar su condición alienante y que termina revelándose más fuerte que la muerte; no que la muerte pierda su carácter oculto o su dimensión crítica de situación límite, sino que por encima de su opacidad fenoménica, de su densa oscuridad, la entrega absoluta en la originalidad del amor, tal como lo expresó Jesús de Nazaret, se ha manifestado como garantía definitiva de victoria sobre la muerte. A partir, pues, de la experiencia de Jesús la muerte se nos muestra en cierto modo ambivalente, en el sentido de que hay una doble posibilidad para la muerte humana: o morir la muerte «natural» de manera más o menos resignada, o morir la muerte «entregada» (y por ende «agraciada») de Jesús, llamado el Cristo.
Pero, ¿cómo vivir la nueva muerte de Cristo? ¿cómo hacer llegar esta nueva posibilidad sin alienar el acto más infalsificablemente humano y que por eso mismo exige mayor personalización? Por supuesto que no se trata de hacer de la muerte de Cristo un calco o una repetición de todos sus fenómenos. Ni es posible (cada muerte lleva la firma de quien la vive) ni se intenta tampoco la simple imitación; si fuera así, estaríamos echando a perder la transcendencia de la muerte de Cristo (el hecho de que fuera repetible por otros le arrancaría a su muerte específica -el carácter salvífica definitivo- con la seguridad, además, de que el sujeto humano no vería en esa muerte postiza la identidad de su propia muerte. Se trata, por tanto, de representar, de hacer presente en nuestra condición temporal los misterios de la vida de Cristo. De este modo, lo que es nuestra adhesión a él, manifestada con una existencia cristiana, eso mismo nos llevará a un «conmorir» con Él. Se trata, en definitiva, de una apropiación de su muerte. Con ella no inficcionamos la vocación humana; al contrario, queda salvada. Recuérdese que la muerte de Jesús fue culminación de su humanidad, libre y liberalmente consentida y que por ello resultó agraciada por Dios, convirtiéndola en el modelo arquetípico de la muerte más humanamente realizable. Con lo dicho, esta apropiación de su muerte nos lleva a realizar visiblemente en nuestra vida la eficacia salvífica de su muerte [81].
Esta apropiación de la muerte de Cristo es, por tanto, la nueva magnitud axiológica, la más absoluta y envolvente, que el cristiano introduce en toda su trayectoria existencial [82]. Con la densidad de tal magnitud, la muerte humana pierde el aguijón que hacía de ella algo problemático para la existencia y pasa a convertirse en signo prognóstico, en misterio, que da a la vida un carácter de itinerario pascual hasta configurarse definitivamente con Cristo muriendo también una muerte como la suya [83]. Ir, pues, cursando la muerte de Cristo nunca podrá ser una bella idea que el cristiano deba guardar en el fuero de su conciencia, será siempre una realidad existencial en la que, quedando afectados todos los dinamismos de su ser, todas sus relaciones, el cristiano la hará traducible de modo sacramental y virtual. Veamos brevemente este lenguaje a través del cual se hace visible o manifestable la realización existencial de la muerte de Cristo, operante en el cristiano.
Cuando decimos que los sacramentos son cauces de gracia para el cristiano porque reciben su eficacia de la muerte de Cristo, estamos diciendo que a través de esas mediaciones visibles que tienen un carácter pascual el cristiano establece una conexión con el misterio salvífica de aquella muerte. Esta conexión es particularmente clara en tres de ellos: bautismo, eucaristía y unción de enfermos; los tres señalan y consagran el comienzo, el medio y el fin de la vida cristiana como apropiación de la muerte de Cristo:
a) La vida cristiana se origina en las aguas del bautismo, significando en ellas el paso de una antigua condición de pecado (el hombre clausurado egoístamente sobre sí mismo) a una configuración con Cristo. Con la fuerza expresiva del signo sacramental se va realizando a lo largo del rito bauüsmal la escenificación de una imagen de muerte: la inmersión simboliza una sepultura, el ele mento del agua es a un tiempo símbolo de muerte y regeneración, y el significado sacramental es que el hombre muere al pecado para caminar a una vida santa [84]. La expresión plástica del rito hace visible el comienzo pascual del cristiano naciendo de las aguas bautismales con el sello de la muerte de Cristo (Rm 6, 3), para ir configurándose existencialmente con él. Por tanto, además de comienzo de la vida cristiana, el bautismo es también el comienzo sacramental del morir cristiano.
Esta muerte mística del bautismo va siendo ratificada a diario en la mortificación, en la adhésion incondicional a Cristo. El sentido de la mortificación el contenido de la ascesis cristiana, no será nunca un código normativo de abstenciones o de imposiciones venidas de fuera, ,sin o antes que nada la presencia activa de esta apropiación de la muerte de Cristo que el cristiano ha hecho en su bautismo y que a lo largo de la existencia va desarrollando como un aprendizaje del morir en Cristo. Por último, la muerte mística del bautismo hace también relación a la muerte real del cristiano; ésta no será otra cosa que la realización última del con-morir con Cristo que prometimos y previvimos en la forma de signo sacramental en el bautismo y que existencialmente fuimos desarrollando hasta por fin entregar la vida definitivamente en las manos del Padre.
b) El cristiano renueva su apropiación de la muerte de Cristo en la celebración de la eucaristía, que es la renovación, el memorial, de la muerte del Señor; participando en ella anuncia gozoso la muerte salvífica de Cristo y a la vez asimila progresivamente ese acto de morir tal como se dio en El. Si los sacramentos, en cuanto que son signos eficaces, obran lo que representan, éste (la eucaristía), que representa el memorial de la muerte del Señor, ha de obrar en quien lo recibe la muerte por él representada; es decir, el cristiano renueva la verdadera apropiación de la muerte de Cristo en lo que es memorial de esta muerte, la eucaristía. Lo que en este misterio hacemos -dice Rahner- es la celebración sacramental de la muerte de Cristo, y lo que en este misterio recibimos es la gracia que en su muerte se hizo nuestra [85].
Eucaristía y vida cristiana quedan también íntimamente conexionadas: la muerte apropiada (hecha propia) en el misterio celebrado se desarrolla luego en la actividad del morir existencialmente incorporado al misterio de Cristo, para consumar definitivamente en la muerte real la plenitud de lo celebrado en la eucaristía [86].
c) Si el bautismo fue el comienzo sacramental del morir cristiano, y la eucaristía la fuerza que le ha ido permitiendo al cristiano activar esa muerte durante la vida , ahora, la unción de enfermos le consagra para morir ya definitivamente la nueva muerte de Cristo. Dijimos antes cómo los dos primeros, bautismo y eucaristía, en su visibilidad sacramental, tenían una clara referencia a la muerte de Cristo; el sacramento de la unción la tiene sobre todo por la situación o coyuntura especial en que es administrado: la enfermedad corporal del hombre como situación crítica; por esto mismo, la unción es el sacramento de la situación última. En el espesor de esta situación límite, sentida con la inevitable carga de dolor, incluso con el temor a caer en el vacío, en el abismo sin fondo, la unción es para el cristiano la fuerza de Cristo, el poder de su gracia, que le sostiene en la prueba última de su vida y le alienta a consumar, nuevamente en la generosa libertad, la última acción en comunión con Cristo para entrar en la vida de Dios. Y así, muriendo libre, fiel y confiadamente, el cristiano estará haciendo algo que sólo por esta gracia de Cristo puede hacerse; lo sepa o no, muere la nueva muerte de Cristo, puesto que «sólo esta muerte nos mereció esta gracia y sólo ella libera nuestra muerte y la introduce en la vida de Dios» [87]
d) ¿Hay algún otro sacramento que manifieste más plenamente la íntima conexión entre realización ritual y aplicación subjetiva, entre muerte sacramental de Cristo y muerte virtual del cristiano? De otro modo: ¿existe un morir en el que se evidencien la libre libertad humana y la fe auténtica? Sí, el martirio; donde la libertad es más libremente amada y, precisamente por amor, se tiene el valor del gesto más gratuito que es entregar la vida . El martirio no es nunca una muerte suicida; el suicidio es cobardía, nunca libertad aunque libremente se realice; precisamente porque la libertad y el amor no apuestan por la vida, es lo que hace que el suicidio sea una traición a la creatividad y a la fidelidad, a los contenidos más densos de la vida humana; el martirio, en cambio, es la muerte libremente fiel; en ella la violencia que lo provoca es sólo artificio que no logra diluir la presencia de esta suprema libertad. Una muerte así es la realización modélica del morir cristiano; es la «buena muerte» convertida en testimonio de la buena causa; es definitivamente «el bello testimonio» (1Tm 6, 13), la armónica coherencia de la verdad interior con su manifestación externa. En ella, la gracia se hace más claramente visible, el amor se hace digno de fe y el mártir realiza el mayor de los signos sacramentales, el «supersacramento», el único en el que no puede ponerse óbice por parte de quien lo recibe [88].
Aunque la muerte martirial no sea hoy una realidad muy común (ciertamente, todavía hay zonas conflictivas -desde las iglesias del silencio en los regímenes totalitarios del este, hasta la praxis liberadora en los países latinoamericanos- donde el grito por la libertad o la denuncia profética de las injusticias está llevando a no pocos a situaciones de sangre); sin embargo, no por eso el cristiano ha perdido la posibilidad de testimoniar la «buena muerte» en la buena causa: confesar que Jesús llevó a culminación su humanidad y por eso mismo salió victorioso sobre la muerte, significa para el cristiano creer que el dolor, la alienación y el sinsentido pueden ser aniquilados, afirmando precisamente -como Jésus lo hizo- la libertad y el amor frente a los poderes del mal que siembran la muerte (alienaciones, injusticias) sobre los desventurados de este mundo. La fe cristiana, lejos de ser un coto privado, defenderá así la causa de la vida, que a todos interesa porque a todos abarca.
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Después de haber levantado acta de las distintas tanatologías contemporáneas, en la que hemos incluido la muerte salvífica de Jesús de Nazaret y tras ella la consiguiente valoración cristiana, terminamos aquí con la cuestión que ya iniciamos en las primeras páginas sobre el sentido de la muerte que de modo inevitable pone fin a la existencia temporal del hombre. Por una parte ha quedado clara la honestidad de las ofertas antropológicas tratadas. Tanto el existencialismo como el marxismo humanista han sobrepasado la postura que reducía la muerte a mera positividad biológica y han tratado de rellenar con sentido antropológico la aparente negatividad del hecho. Tales ofertas han venido a confirmar que la muerte no sobreviene de modo extraño al individuo sino que está insertada en el mismo estatuto antropológico y que anticipadamente puede ser asumida por el hombre con el mismo sentido que haya dado a su existencia. Con lo cual no hay muertes anónimas, todas llevarán la firma de su autor. Por otra parte las nuevas tanatologías vienen a confirmar el carácter crítico de la muerte sobre la existencia del individuo, de tal manera que todos los proyectos existenciales que pretendieran ignorar el hecho de la muerte, sin ofrecer una respuesta de sentido, se harían radicalmente inexistenciales.
Vimos después la novedad de la respuesta cristiana. El hombre incorporado existencialmente a Cristo muere como ha vivido, en clave de transcendencia y participando de la misma victoria de Cristo sobre la muerte. El sentido cristiano de la muerte es la resurrección; que nada de lo más humanamente vivido por el hombre en el dinamismo de su amorosa libertad permanecerá en el abismo de la muerte porque Dios, el creador de la vida, ha manifestado en Jesús de Nazaret su pasión por el hombre vivo (la gloria de Dios -decía san lreneo- es que el hombre viva). La categoría de la resurrección es la novedad cristiana; no es una ideología más en el campo de las hipótesis, sino una verdad de fe, lo cual significa que no se llega a ella por el procedimiento de una conclusión racional sino tle una decisión personal ante lo que es oferta victoriosa de Jesús de Nazaret. Y creer en la victoria sobre la muerte jamás podrá ser una evasión desacreditadora de lo temporal; al contrario, llevará al cristiano a esperar la resurrección operándola (la esperanza cristiana jamás es pasiva; acelera lo que cree para alcanzar lo que espera). De este modo, la victoria sobre la muerte, la resurrección, se presenta como la lógica consecuencia del empeño más humano del hombre que es la gratuidad del amor manifestado en la existencia.
Concluyendo: la afirmación que demos sobre la muerte gozará de credibilidad si surge de la afirmación de la vida, de esta vida y del sujeto que la vive. La afirmación más absoluta es, sin duda, que el amor es más fuerte que la muerte. Y la vivencia de esta afirmación en el ahora de la existencia temporal es lo que hace legítimo e inteligible el postulado de la resurrección (Mt. 25, 31 ss.; 1Jn 4, 7 ss.). Esta y no otra es la buena noticia cristiana y la vocación más absoluta del hombre. No es extraño, por tanto, que la conclu sión se haga radicalmente evidente: quien ama vive y « quien no ama permanece en la muerte» (1Jn 3, 14).
Salvador Ros García, en dialnet.unirioja.es
Notas:
58 El transfondo desde el cual quedan iluminados los distintos relatos evangélicos es que el Jesús crucificado «resucitó al tercer día, según las Escrituras» (1Co 15, 4; Lc 24, 34). Desde esta óptica se recuerda al Jesús que fue a la luz del Jesús que vive; y en ese luminoso contraste, entre lo vivido ahora y lo convivido antes con él, se hace la necesaria memoria de lo que fue su vida y de lo que fue su muerte.
59 Toda la historia de la investigación sobre la vida de Jesús (desde el «colosal preludio» de Reimarus hasta Wrede) la ha recopilado su gran historiógrafo ALBERT ScHWEITZER, Geschichte der Leben-Jesu-Forschung, Tübingen 1913. Una buena síntesis de esta problemática: CARLOS PALACIO, Jesucristo, historia e interpretación, Madrid 1978, 23-57.
60 R. BULTMANN, Das Verhiäiltnis der urchristlichen Christusbotschaf zum historischen Jesus, Heidelber g 1960, 11 s.
61 El nuevo punto de arranque lo marca E. KÄSEMANN en 1953, con su conferencia El problema del Jesús histórico, ante la asamblea de antiguos alumnos de Marburg . La conferencia está recogida en E. KASEMANN, Ensayos exegéticos, Salamanca 1978, 159-189.
62 G. BORNKAMM, Jesús de Nazaret, Salamanca 1975, 24.
63 H. KESSLER, Die theologische Bedeutung des Todes Jesu, Düsseldorf 1971; cf. J.-1. GONZÁLEZ FAUS, Problemática en torno a la muerte de Jesús, en Selecciones de Libros 18 (1972) 341-349.
64 H. SCHÜRMANN, Comment Jésus a-t-il vécu sa mort?, París 1977.
65 Ciertamente que ha sido Pablo el autor neotestamentario que más fuertemente ha teologizado el hecho histórico de la muerte en cruz. Para Pablo resulta más significativo el morir en cruz que el hecho de morir. Al tratarse de una muerte necia y escandalosa, Pablo no quiere que se elimine este carácter de maldición y escándalo; precisamente desde el dato de la cruz presentará la justicia de Cristo frente a la justicia de la ley, y la «stultitia crucis» frente a la sabiduría corintia. Toda una «Theologia Crucix» a través de estos textos paulinos: Rm 6, 6; 1Co 1, 13.17.18.23; 2Co , 2.8; 2Co 13, 4; Ga 2, 19; Ga 3, 1.13; Ga 5, 11.24; Ga 6, 12.14; Flp 2,8; Flp 3, 18.
66 H. SCHÜRMANN, o. c., 51.
67 Ibid., 61.
68 Ibid., 78.
69 Los cargos del proceso parecen ambigüos. Propiamente uno no sabe de qué se le acusa ante el sanedrín si seguimos el relato de Juan, ni por qué le ha condenado Pilato si seguimos los relatos de Marcos y Mateo. El conjunto de los textos permite concluir la existencia de dos procesos sucesivos. La importancia de cada uno de ellos varía según los narradores. Juan no menciona al sanedrín, en cambio el proceso ante Pilato es descrito con mayor detalle. Mateo y Marcos abrevian el juicio romano e insisten en el proceso judío. Parece que el proceso ante el sanedrín (Me. 14, 53-65) jugaron dos cosas: la cuestión mesíánica y la palabra de Jesús contra el templo. Con ello se quería probar que Jesús era un falso profeta y blasfemo, contra lo que existía la pena de muerte (cf. Lv 24, 16; Dt 13, 5; Dt 18, 20; Jr 14, 4 s.; Jr 28, 15-17; cf. J. JEREMÍAS, Teología del Nuevo Testamento I, Salamanca 1978, 99 ss.). Como en aquel tiempo el sanedrín mismo no podía ejecutar la pena de muerte, se llegó a una mañosa colaboración con la potencia romana; de este modo Jesús cayó entre el aparato de los poderosos (Cf. WALTER KASPER, Jesús, el Cristo , Salamanca 1982, 138-140).
70 Resultaría incomprensible su muerte sin ese conflicto mantenido de por vida con la ley y sus representantes. Su muerte fue la realización de la maldición de la ley: «fue contado entre los impíos » (Lc 22, 37). Seguramente el motivo que aduce el evangelio de Juan para la condena de Jesús, con unos u otros términos, responde a esa situación de fondo: «nosotros tenemos una ley y segun esa ley debe morir, porque se tiene por Hijo de Dios» (Jn 19, 7; Jn 10, 33).
71 «La perspectiva teológica es la única justa al enfrentarse con la persona y la causa de Jesús» (W. KASPER, o. c., 85). Al perder esto de vista es por lo que se originaron, a partir de Reimarus, las distintas imágenes mesiánicas del Jesús prepascual, resultando éstas una mera proyección de los deseos de sus autores. Así nacieron las tesis del Jesús zelote o las del agitador político fracasado: S.G.F. BRANDON, Jesus and the zealots. A study of the political factor in primitive christianit y, Manchester 1967; J. CARMlCHAEL, The Death of Jesus, London 1963; K. KAUTSKY, Orígenes y fundamentos del Cristianismo, Salamanca 1974... Imposible olvidar la perspectiva teologal (la causa de Jesús era el dominio real de Dios , su reinado). Esta es la idea central de la predicación de Jesús por la que es soportada y esclarecida la totalidad de su mensaje. Por él ha vivido y por él también ha muerto. Cf. J. JEREMIAS, Teología del NT., 119; R. ScH NACKENBURG, Reino y rainado de Dios , Madrid, 1970, 67.
72 Esta conciencia de autoridad viene expresada con la fórmula del yo enfático «pero yo os digo» que no tiene paralelismo en la literatura veterotestamentaria o rabínica. Encontramos dicha fórmula trece veces en Mc; treinta en Mt; seis en Lc y venticinco en Jn.
73 La designación de Dios como «padre» (Abba) aparece en los evangelios 170 veces, con una tendencia clara de la tradición de poner en labios de Jesús tal designación. G. BORNKAMM, Jesús de Nazaret, 134: «Dios está cerca, tal es el secreto del nombre 'Padre' en los labios de Jesús»; OLEGARIO GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Jesús de Nazaret. Aproximación a la cristología, Madrid 1975, 109: «detrás de la palabra nueva se esconde una realidad nueva: El es el testigo verdadero y el amén de Dios»; W. PANNENBERG, Fundamentos de cristología, Salamanca 1974, 284; J. JEREMIAS, Palabras desconocidas de Jesús, Salamanca 1979; ID., Abba. El mensaje central del Nuevo Testamento, Salamanca 1982, 65-73; E. SCHILLEBEECKX, Gesit, la storia di un vívente, Brescia 1976, 262-278.
74 La abertura sin reservas de Jesús a Dios presupone la abertura de Dios al mundo. La pro-existencia de Jesús (su condición esencial amor constante y fidelidad inconmovible para los hombres). Cf. H. SCHÜRMANN, o. c., 164 ss.
75 Las fórmulas hyper (por, en favor de) que los exégetas estudian en el contexto de la cena de Jesús (Lc 22, 19 par; cf. Mc 10, 45) y en los estratos primeros de la tradición (1Co 15, 3-5; iCo 11, 24) están profundamente enraízadas en la vida del Jesús terreno. Mientras que para la exégesis francesa estas fórmulas son claramente prepascuales, serían ipsissima verba Iesou (J.L. CHORDAT, Jésus devant sa mort. Dans l'évangile de Marc, Paris 1970; A. GEORGE, Comment Jésus a-t-il per u sa mort, en Lumiere et Vie 20 (1971) 34-52; MARCEL BASTIN, Jésus devant sa passion, Paris 1976, 83), en cambio para la exégesis alemana no ofrecen ninguna validez histórica (HANS CONZELMANN, Zur Bedeutung des Todes Jesu . Exegetische Beitriige, Gütersloh 1968). Algo hace sospechar que también en la exégesis histórica se dan posturas subjetivas: la exégesis francesa cree poder decir que «sí» donde la exégesis alemana cree deber decir que «no», con lo cual ambas son posiciones teológicas que condicionan saberes llamados científicos. Cf. J.I. GONZALEZ FAUS, Problemática en torno a la muerte de Jesús, 338-341. Una de las exégesis más satisfactorias, H. KESSLER, Die theologische Bedeutung des Todes Jesu, 282-285, afirma que estos logion son claramente pospascuales; mientras que a E. SCHILLEBEECKX, Gesú, 304, le hace suscitar esta pregunta: «¿no será que la expresión de redención por muchos 'tiene algún fundamento histórico en alguna palabra de Jesús que interpreta su muerte futura?». Por otra parte J. JEREMIAS, Teología del NT, 337 cree poder afirmar que con esta expresión Jesús « sabe que es el siervo de Dios que va a la muerte vicariamente». Véase también H. SCHÜRMANN, Comment Jésu, 105 ss.; ID., Palabras y acciones de Jesús en la última cena, en Concilium 40 (1968) 639-640. Al margen de la polémica exegética, debemos hacer una observación: en el hecho de morir-por, la teología clásica acumuló sobre la muerte de Jesús su virtualidad salvífica. Pero ya que la existencia de Jesús ha sido toda ella salvífica (vivir-por = vivir des-viviéndose) y su muerte ha sido la culminación de un proceso vital coherente, mejor sería decir que lo que Jesús ha realizado en su vida y en su muerte ha sido todo ello un sacrificio existencial. No sólo su muerte es sacrificio redentivo, también su vida.
76 RICARDO BLAZQUEZ, Dios entregó a su hijo a la muerte, en Communio, 1 (1980) 27.
77 La idea de resurrección de que habla el kerigma apostólico está situada en un inequívoco contexto de vindicación; Dios que hace justicia al inocente. Ya en el antiguo testamento fue este mismo contexto vindicativo, ocasionado por la experiencia del martirio de los macabeos (2M, 7), lo que hizo saltar la fe en un más allá de la resurrección (athanasía); dar la vida por Dios no puede quedar sin recompensa pues siendo él un Dios fiel no puede dejarse ganar en generosidad. No se trata de un cálculo comercial -como pretendía ver Bloch-, sino de una relación interpersonal profunda en la que el amor es tan gratuito como gratificante, en la que por amor se confía la vida al más digno de confianza, a quien la puede recrear de nuevo. El Dios de la Biblia , el Dios de Jesús, se define siempre por su amor constante y fidelidad al hombre. No « Dios o el amor» que Feuerbach presentaba como alternativa de absolutos para defender luego la tesis de que «el amor supera a Dios». (L. FEUERBACH, La esencia del cristianismo, Salamanca 1975, 100) ... Resulta desalentador que el marxismo humanista, tras haber recuperado varias categorías bíblicas centrales (amor, esperanza), sin embargo sigan aferrados a negar dogmáticamente cualquier posibilidad de Dios; más aún, que no hayan querido reexaminar la categoría Dios y la continúen utilizando en su versión pagana, como alienación usurpadora del hombre.
78 J.L. RUÍZ DE LA PEÑA, Contenidos fundamentales de la salvación cristiana, en Sal Terrae 69 (1981) 203.
79 Cf. Rm 5, 12-21; 8, 29; 1Co 15, 45-47; Col 1, 15.18; Hb 2, 9-11; Ap 1, 5. ANDRES TORRES QUEIRUGA, Recuperar la salvación. Para una interpretación liberadora de la existencia cristiana, Madrid 1979.
80 En este contexto se hace teológicamente claro el significado del credo cuando habla del «descensus ad ínferos»: Jesús, en su muerte y por su resurrección, verdaderamente se solidariza con los muertos, fundando así la verdadera solidaridad entre los hombres más allá de la muerte. Cf. W. KASPER, Jesús, el Cristo, 278 ss.; H. VORGRIMMLER, Cuestiones en torno al descenso de Cristo a los infiernos, en Concilium II (1966) 140-151; J, RATZINGER, Introducción al cristianismo, Salamanca 1976, 256 s.
81 Nos situamos de lleno en la teología eminentemente paulina: el cristiano configura toda su vida unido existencialmente a Cristo; si vive como él en la originalidad del amor haciendo de su existencia un co-existir con Cristo, entonces también su muerte será un con-morir con él, con la certeza de que quien rescató la vocación originaria del hombre como ser-para-la-vida, hará de esta muerte asociada el tránsito hacia la comunión en la misma vida de Dios. Cf. KARL RAHNER, Sentido teológico de la muerte, Barcelona 1965, 76: «Hay un 'morir en el Señor' (Ap 14, 3; 1Ts 4, 16; 1Co 15, 18). Hay un conmorir con Cristo que da la vida (2Tm. 2, 11; Rm 6, 8) ». ld., Sobre la relación entre la naturaleza y la gracia, en Escritos de Teología (= ET), I, Madrid 1963, 325-347; La resurrección de la carne, ET, II, Madrid 1963, 209-223; La vida de los muertos, ET, IV, Madrid 1964, 441-449; El escándalo de la muerte, ET, VII, Madrid 1969, 155-159; La experiencia pascual, ET VII, 174-182; Sobre el morir cristiano, ET, VII, 297-304. Véase también J.L. RUÍZ DE LA PEÑA, Perspectiva cristiana de la muerte, en Iglesia viva 62 (1976) 137-151; SILVANO ZUCAL, La Teología della morte in Karl Rahner, Bologna 1982.
82 La expresión heideggeriana de la muerte como presencia axiológica de la vida ha sido recogida por Rahner y rellenada con esta nueva densidad salvífica: la presencia axiológica de la vida del cristiano es la apropiación de la muerte de Cristo (Sentido teológico de la muerte, 49 y 76). Sólo así se hace posible verdaderamente el hecho de «pre-cursar la muerte en la existencia» (el individuo ya sabe de su muerte: que es tránsito y no final, que termina con su estado de viador y que le lleva a la existencia definitiva); con lo cual también se hace verdaderamente posible el « correr al encuentro de la muerte » y no porque a ello le anime una angustia (Heidegger), una utopía (Bloch) o una pulsión clave de la subjetividad (Garaudy, Gardavsky); sino porque en la victoria de Cristo descansa su garantía de que la vocación humana no es un ser-para-la-muerte, sino un ser-para-la-vida que no se pierde en la muerte.
83 El cristiano muere como muere Cristo . Véase el paralelismo entre la muerte de Jesús (Lc 23, 34.43-46) y la muerte de Esteban (Hch 7, 56-60). En ambos se trata de una muerte amorosamente vivida, reiterando el perdón a los hermanos y entregando el espíritu a las manos de Dios (Jesús lo pone en manos del Padre y Esteban lo envía a manos de Jesús, a quien se le ha dado el poder de vivificarlo nuevamente).
84 El vínculo entre el misterio pascual de Cristo y el bautismo se hacía evidente e inteligible por el mero hecho de administrar el bautismo en el curso de la vigilia pascual. Para los bautizados, el misterio de Cristo muerto y resucitado se hacía realidad presente. Cf. A. HAMMAN, El bautismo y la confirmación, Barcelona 1973, 185.
85 K. RAHNER, Sentido teológico..., 84.
86 IGNACIO DE ANTIOQUIA, en su Carta a los Romanos IV, 1, presenta la inminencia de su muerte martirial con términos eucarísticos: «Dejad que sea pasto de las fieras, ya que ello me hará posible alcanzar a Dios. Soy trigo de Dios y he de ser molido por los dientes de las fieras, para ser pan limpio de Cristo».
87 K. RAHNER, Sentido teológico..., 96.
88 La tradición de la Iglesia ha visto esto claro cuando otorga a la muerte martirial la misma virtud justificante del bautismo. «No puede, pues llamarse sacramento en sentido usual al martirio; pero el negarle este nombre no significa que es menos que un sacramento, sino más... Aquí el sacramento válido es siempre fructuoso para la vida eterna» (K. RAHNER, Sentido teológico, 110-111.
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