«No quiero morirme, no, no quiero ni quiero quererlo; quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo este pobre yo que me soy y me siento ser ahora y aquí» [1]. El soliloquio unamuniano evidencia de manera angustiada lo que otros han venido a llama la tristeza de lo finito [2], el carácter ambigüo de la existencia humana al caer en la cuenta de su contingencia. Frente a la tarea de reali zarse a sí mismo junto con los demás en el mundo, el hombre observa la experiencia del mal y del fracaso: derrotas, angustias y frustraciones que parecen mermar la posibilidad de tal realización. Entre esas dimensiones críticas de la condición humana, la muerte es sin duda la más ostensible y dramática, la más amenazante para cualquier proyecto humano.
Por otra parte, y a pesar de, sus silencios, la muerte nos viene dada como un hecho necesario para nuestra misma condición humana. Es algo con lo que ya contamos de antemano. Una existencia sin muerte, nos lo ha recordado Simone de Beauvoir, es una prolongación de vacíos donde todo se diluye en la tediosa provisoriedad de lo indefinidamente revocable [3]. No se desea, por tanto, una amortalidad, sino una inmortalidad; no la repitición indefinida, sino una transmutación ontológica. Vivir, sí; pero vivir mejor.
Situados en esa dialéctica entre naturaleza y razón, necesidad y libertad, contingencia e infinitud, la muerte provoca la angustia, esa indomable rebeldía de quien se resiste a la extinción. Lo que pareée necesario por vía de hecho (la necesaria mortalidad) viene negado por vía de razón; la muerte está ahí y el hombre mientras vive ya va herido de muerte. Y al revés, lo que parece necesario por vía de razón (necesidad de la inmortalidad) viene negado por vía de hecho; con lo cual la razón recusa el absurdo de que todos los seguros de vida, toda la creatividad humana, nada puedan contra la seguridad de la muerte. Esta dolorida perplejidad entre naturaleza y razón fue percibía por el mismo Unamuno cuando escribía que ni el sentimiento logra hacer del consuelo una verdad, ni la razón logra hacer de la verdad un consuelo [4].
Estamos, pues, ante un problema en el que nos va la vida a todos, que no puede ser banalizado porque en él se juega el sujeto humano por entero; la pregunta sobre la muerte es por tanto una variante de la pregunta sobre la persona; sobre la profundidad, irrepetibilidad y validez absoluta del sujeto que la sufre y del sentido de su existencia. Cualquier proyecto sobre el hombre será humano en tanto en cuanto no deje sin respuesta ninguna de sus dimensiones humanas; y entre ellas, el hecho de su muerte. ¿Para qué, entonces, una existencia cargada de proyectos si todos ellos han de terminar en un vacío irremedianable? Más aún, ¿qué sentido tendrían la libertad y el compromiso humanos si al final todo se pierde en la muerte? Precisamente con éstas y parecidas preguntas se tuvo que enfrentar la moderna filosofía posthegeliana al decidirse, no ya por las esencias, sino por la existencia del existente humano concreto. La filosofía existencialista ha tenido el gran mérito de haber operado el paso de una filosofía de la inmortalidad (el alma separada) a una filosofía de la muerte. Para ello no habrá que olvidar ese factor desencadenante del movimiento existencialista, y del cual se recogieron los grandes interrogantes, que fue el hecho brutal de las dos guerras últimas; en ellas se había desvelado, con una crudeza insoslayable, la extrema precariedad de la existencia humana, de tal modo que « seguir viviendo después de Auschwitz » va a ser el leitmotiv preocupante de muchos pensadores [5]. También del marxismo humanista, apremiado por el rostro humano perdido con el monolitismo ideológico del sistema (neopositivismo stalinista y neodogmatismo de Althusser) en el que todo lo humano quedaba amenazado. El cristiano no podrá pasar de largo frente a estas ofertas (existencialismo y marxismo humanista) que, aunque nos lleguen desde la orilla de la increencia, sin embargo esconden una secreta raíz religiosa y tienen un mensaje común al cristianismo: salvar al hombre. Si el diálogo entre ciencia y fe ha sido siempre necesario para que aquella no cayera en un dogmatismo positivista ni ésta en un fideísmo inquisitorial, hoy se hace obligado levantar un frente común con quienes se ocupan del sentido de la vida [6]. Esta cuestión es la que ha hecho reclamar una nueva comprensión de la muerte por encima de su facticidad biológica. No ya la muerte naturalmente impuesta como el último corte con la realidad temporal, sino una muerte personalizada como dato que llene la existencia toda y la identifique plenamente con su destino, de tal manera que ni aquella quede bloqueada ni éste venga superpuesto.
A estas nuevas ofertas de comprehensión dedicaremos la primera parte de nuestro estudio. Todas ellas, independientemente de su respuesta y matices, presentan la muerte como problema de la existencia; no después de ella, sino en ella llenándola de sentido. En una segunda parte nos ocuparemos de la muerte más humana (y por ello agraciada) realizada modélicamente por Jesús de Nazaret como la entrega libre y liberalmente consentida de su vida; al darse en ella una salida válida al problema de la muerte, la suya fue una muerte revelada. A partir de ésta se nos ha dado a los hombres la posibilidad de vivir la muerte como misterio, realizándola virtual y sacramentalmente unidos a la suya; de esta posibilidad trataremos en la tercera parte de nuestro estudio. Este será, pues, el triple cauce -antropología, cristología y espiritualidad- a través del cual haremos transcurrir la reflexión de estas páginas.
La muerte como «problema» y sus respuestas
Los sistemas anteriores de la filosofía, dualistas e idealistas (de Platón a Kant y de Descartes a Hegel) no captaron esta dimensión de la muerte como «problema» de la existencia. Para ellos era simplemente la liberación del espíritu, del yo, de la persona, sin más. A partir de Kierkegaard y Nietzsche la situación ha cambiado. La filosofía se ha tornado antropología, pregunta preocupada por la existencia del hombre concreto, acosado por el tiempo y definido por su destino.
Fue sobre todo FEUERBACH quien puso en crisis la idea de una inmortalidad individual que había sido el patrimonio común de occidente durante dieciocho siglos. La tesis de la inmortalidad del alma -dirá él- ha funcionado como piadosa coartada para todos los evasionismos. Su interés pragmático por la historia como único lugar en el que el hombre realiza su destino, le llevará a negar la idea de un más allá que opera como devaluador del más acá y, por lo mísmo, a exorcizar todo temor a la muerte [7] La idea de la inmortalidad ya no tiene vigencia porque el hombre ha despertado a la llamada de construir su mundo y su historia.
Pero no querer saber nada de la propia inmortalidad es negar la entraña y la esencia de la muerte -dirá MAX SCHELER-, pese a que ella es un elemento constitutivo de toda conciencia vital. La inmortalidad ha caído en el olvido porque se ha dado en olvidar que yo, y no otro, tengo que morir mi propia muerte. Ya no preocupa una filosofía de la inmortalidad pero sí una filosofía de la muerte. Scheler va a ser, pues, el punto de transición y quien opera el cambio de una muerte padecida a una muerte protagonizada. Pese a que el tema sea secundario en la ocupación de sus escritos, lo va a tratar sin embargo como propedéutica al problema de la supervivencia pernonal [8]. A grandes rasgos ésta es su preocupación: hay que superar el simple conocimiento nocional, la idea de que conocemos la muerte porque vemos morir en la que por inducción incluimos nuestro caso. Este modo de saber la muerte, de forma impersonal («se muere»), no nos posibilita el acceso a la verdad de la muerte. Si únicamente fuera así, el sofisma, de Epicuro resultaría consolador y no le faltaría razón a Feuerbach cuando habla de la muerte como un ser fantasmagórico. Pero no; la muerte es un hecho presente a la conciencia de modo inmediato e intuitivo, no es algo accidental contra el que tropezamos caminando en la oscuridad. Es, por tanto, un a priori para toda experiencia inductiva del proceso vital humano, de tal manera que «el morir la muerte» es una acción, un acto mismo del ser vivo [9].
A partir de Scheler habrá que intentar esclarecer el sentido de la muerte sin saltar a lo que esté detrás de ella. Este va a ser el esfuerzo común de la antropología existencialista y del marxismo humanista [10].
1. El existencialismo
A) La construcción de una ontología existencialista es el objetivo de MARTIN HEIDEGGER. Parte del análisis del existente humano, singular y concreto, a quien llama Dasein: «ser-que-está-ahí» como posibilidad siempre abierta, un poder ser auténtica o inauténticamente. Pero el Dasein no existe en un señero solipsismo, sino «enel-mundo», entre los demás existentes que le tientan para que se olvide de sí mismo y se sumerja en el anonimato del «se» (man). El resorte para que el Dasein venza esa inclinación y no se pierda en la confusión de los demás existentes es la angustia, que no es el miedo, sino una facultad positiva, el horror de la nada.
Y la muerte, ¿qué es para el Dasein? « La muerte es un modo de ser que el Dasein asume tan pronto como es» [11], es un «existenciario» que hace del Dasein un ser-para-el-fin (Sein zum Ende), esto es, un ser-para-la-muerte (Sein zum Tode) [12]. Así, el Dasein muere no sólo en la vivencia del fáctico expirar; muere ya fácticamente mientras existe [13]. (La medicina, en su positividad biológica, ha hecho del morir y del expirar algo, sinónimos; Heidegger, en cambio, nos hace ver que son puntualmente distintos).
La angustia heideggeriana es una densidad metafísica que provoca en el Dasein una actitud de autenticidad en «el correr al encuentro de la muerte»; por tanto una actitud dinámica que difiere de aquella objetivación como mero acontecimiento por venir e igualmente de la expectativa que aguarda a que la muerte se haga realidad. La angustia hace que el Dasein no pierda su protagonismo entre los demás existentes, sino que él sea «el pastor de los seres». Le hace, pues, correr al encuentro de la muerte y le mantiene en clave de autenticidad [14]. Y así, en su finalidad de ser-para-la muerte, las demás posibilidades se mantendrán en su carácter de penultimidad, en cuanto que ellas sólo podrán ser auténticamente asumidas a la cruda luz de la excepcional posibilidad del morir [15]. He aquí, pues, cómo la muerte se convierte en la llave hermenéutica para la comprensión del Dasein, del ser-ahí.
Heidegger, al «precursar» la muerte en la existencia hace que ésta sea una densidad con sentido (existencia y muerte unidas en una misma trayectoria de autenticidad) y crea una especie de transcendencia intramundana en la cual la muerte tiene una permanente presencia axiológica. Es decir, ha intensificado el proceso de interiorización de la muerte iniciado por Scheler. La muerte, en sí misma, ha cobrado un sentido, el único sentido (fin y finalidad) de toda la existencia, con lo cual, en el hecho de la muerte, el hombre cobra ya su definitiva mismidad. Pero ¿cómo saber que la muerte que me golpeará es de hecho mi muerte?
B) También JEAN-PAUL SARTRE pretende la construcción de una ontología existencialista; pero parte de una distinción fundamental. El ser se escinde en dos categorías: la del ser-en-sí (étre-en-soi) y la del ser-para-sí (étre-pour-soi). El ser-en-sí es el objeto en su plena positividad, que posee una identidad densa que le hace ser «lo que es». En cambio, el ser-para-sí es todo él futuro y proyecto. El hombre es el «ser-para-sí», futuro plenamente abierto, pero con el anhelo de un « ser-en-sí », plenamente identificado. Mas estas dos categorías de ser, el «ser-en-sí» y el « ser-para-sí», son irreconciliables, se anulan mutuamente. Esto es lo que hace d, el hombre, en su deseo de ser-en-sí, un absurdo, «una pasión inútil » [16].
Este brutal negativismo sartriano es la conclusión lógica al refutar como imposible la instancia intermedia de Heidegger (la transcendencia intramundana que se agota en sí misma, densa de sentido pero extraña al ser-para-sí) y al llevar, por otra parte, hasta las últimas consecuencias la repulsa de toda dimensión postmortal del hombre (siendo éste «su proyecto», su futuro, necesita siempre de un «después», es así que la muerte se lo niega, luego es claro que no puede ser admitida en el «ser-para-sí», que es todo él abertura). Por tanto la muerte es extraña a mi subjetividad, no pertenece a la entraña ontológica del proyecto existencial humano.
Heidegger pensaba que en la muerte el hombre cobra su definitiva mismidad, Sartre responde que si tras la muerte no hay nada, toda ganancia se troca en pura pérdida. Si para Heidegger la muerte quedaba interiorizada en la existencia, para Sartre la muerte es radical exteriorización que hace del «ser-para-sí » una total expropiación, hace que mi ser se cosifique, es «el triunfo del otro sobre mí», algo que me convierte en botín de los supervivientes.
Aún más. Si la muerte fuera mi muerte (como pensaba Heidegger pero que no cabe en la ontología de Sartre) yo podría esperarla; pero siendo ella un suceso esencialmente inesperable (el serpara-sí no puede contar con un término) la muerte recibe retrospectivamente el carácter de absurdo. No es otra cosa -dirá Sartre que la revelación del absurdo de toda espera: no se puede esperar la muerte [17]. De aquí que todos los hombres se encuentren en una condición semejante a la del condenado a muerte, que se está preparando para presentar un aspecto decoroso en el momento de la ejecución, pero que muere por culpa de una gripe vulgar [18] ; el absurdo también de su carácter accidental.
Ya en su primera obra, una novela filosófica, concluía con una frase llena de brutal pesimismo: «todo existente nace sin razón, se prolonga por debilidad y muere por tropiezo» [19]. Es la misma conclusión de cuanto venimos exponiendo. Consiguientemente, el único sentido que tiene la muerte es revelar el carácter absurdo que marca a la existencia humana: «Si debemos morir, nuestra vida carece de sentido, porque sus problemas no reciben ninguna solución, y porque el significado mismo de los problemas queda indeterminado» [20].
¿No habrá, entonces, ninguna posibilidad de redimir la existencia humana de esa alienación fundamental que es la muerte? La respuesta de Sartre ya es sabida: ninguna. Pero con tal absurdo en la existencia, ¿no quedará ésta a merced de todos los cinismos posibles? Se hace necesario encontrar con los demás existentes un remedio antes de que en verdad ellos lleguen a ser para mí un infierno. De aquí que un coetáneo suyo, ALBERT CAMUS, buscase afanosamente un camino intermedio entre la ausencia de esperanza y la repulsa del absurdo radical. Si no es posible vencer la muerte al menos amordazar su carácter alienante padeciéndola en solidaridad con los que sufren su agonía [21]
C) Recordemos nuevamente la ontología heideggeriana refutada por Sartre: si para Heidegger no hay más existencia que la que construye el Dasein (ser-ahí) y en ella, identificada plenamente con su destino (el ser-para-la-muerte), concentra y agota toda la transcendencia posible, ¿ no será demasiado alto el precio que paga a la muerte si al final ésta, en su muda opacidad, le expropia de toda la densidad lograda ? El interrogante nos lleva a otro existencialista: KARL JASPERS. Para éste hay que distinguir el Dasein y la Existencia, porque mi Dasein no es toda la Existencia. El Dasein es absolutamente temporal y la Eústencia va más allá del tiempo. La relación del Dasein es el ser-del-mundo; ese mundo de la acción y del conocimiento que puede ser captado bajo dos aspectos diferentes: o bien tiendo hacia él para colmar mis deseos (con lo cual me abandono a la ciega voluntad de vivir), o bien ejerzo en el mundo una actividad de transcendencia (con lo cual, todo lo que realizo en él, en la creación y en el amor, veo una manifestación de la Transcendencia que me habla).
La distinción que hace Jaspers es importante, pero ¿ no estará provocando un salto religioso al configurar en una especie de círculos concéntricos Dasein-Eústencia-Transcendencia? De alguna manera sí, pero legítimo a la filosofía misma -señala nuestro autor-; pues el origen de la filosofa no está en la objetiva positividad del Dasein, sino en la Existencia. Filosofar es, esencialmente, presuponer la Existencia, captarla en el esfuerzo atrevido hacia el descubrimiento del sentido de las cosas y de mí mismo y hacia la obtención de un punto de apoyo sólido y estable que se aclare en la filosofía misma. Este origen fontal y cuasi transcendente de la filosofía crea en Jaspers una actitud que se ha venido a llamar la fe filosófica [22].
Avanzamos. Si la Existencia me instala en el seno mismo de las situaciones concretas y contingentes de la vida, de las que no puedo evadirme, no por eso estamos obligados a negar la existencia (contra el absurdo de Sartre), sino precisamente hay que afirmarla a través de dichas situaciones. La existencia situacionada es la única existencia real de cualquier sujeto. Esas situaciones hacen que la existencia no se mueva en el vacío. El hombre necesita de esos condicionamientos como el pájaro precisa de la resistencia del aire para poder volar. Y cuando esas situaciones, transformadas su estrechez en profundidad, aproximan a la Existencia a una frontera donde se presiente la vecindad de la Transcendencia, las llamamos situaciones-límite (cuatro fundamentalmente: muerte, sufrimiento, lucha y culpa) [23].
Esa «Transcendencia» constituye, pues, el misterio de la Existencia. Pero ninguna verificación empírica puede permitirnos alcanzar dicha «Transcendencia», porque nunca se nos aparece objetivable. El único método válido será el de la apropiación y la presencia realizadas por y en la libertad. Encontrarla es leer la «cifra», el lenguaje a través del cual habla la Transcendencia en la Existencia.
Dentro de esas situaciones-límite la muerte es la cifra ele las cifras, la que puede abrir una brecha a la «Transcendencia»: a través de la muerte del prójimo, de aquel a quien amo, esa muerte concretiza dicha apertura, porque « lo que la muerte destruye es apariencia y no el ser mismo». Por esto mismo llega a decir Jaspers con apasionada intuición: «Yo conquisto la inmortalidad en la medida en que amo... y es amando como discierno la inmortalidad de aquellos a los que me une el amor» [24]. Pero nuestro autor no explicita el contenido de esa «Transcendencia» sobre la cual sólo cabe el silencio [25].
D) Más que la muerte en sí, a GABRIEL MARCEL le apasiona lo que se esconde detrás de ella. Se podría decir que su vocación filosófica nació con la muerte de su madre cuando él tenía sólo cuatro años. Habiendo preguntado a su tía por la muerte y el más allá, recibió una respuesta evasiva; «lo sabré algún día», afirmó entonces el niño [26]. Tiempo después, durante la primera guerra mundial, ocupándose en un departamento de la Cruz Roja por los soldados desaparecidos, surgió de nuevo en su mente la pregunta clave: «¿Qué es de los difuntos? ». Resulta significativo que Marcel, al igual que otros existencialistas, haya vivido con enorme intensidad la experiencia de la guerra, que le ha marcado en la elección de los centros de interés de su pensamiento.
Marcel, al igual que Jaspers, emparenta amor e inmortalidad. El nexo que los une es la fidelidad. Cuando estoy en grado de comprometer mi futuro con una promesa, entonces estoy en condiciones de superar, rebasándolo, el momento presente: hay algo en mí que perdura, que me reserva el porvenir. Por este camino la fidelidad deviene creadora, «consiste en mantenerse activamente en estado de permeabilidad» [27]. Pero he aquí que la prueba decisiva de la fidelidad es la muerte; por eso, cuando ella irrumpe en la persona amada, en ese ser querido compañero de mi existencia, se produce un quiebro en la conciencia humana, ya que se enfrentan de manera inconciliable el muro de la muerte y la fidelidad en el amor. Sin embargo, pese a su desaparición y lejanía, el muerto puede pervivir en mí, no sólo como recuerdo o imagen, sino como auténtica existencia concreta ¿Cómo? Si mi relación con él era la de un tener, entonces es claro que la muerte me priva de ese objeto; en cambio, si la relación era la de un yo con un tú, entonces la persona amada es conmigo en la unidad indestructible de un nosotros.
Uno de los personajes dramáticos de Marcel, el Arnaud Chartrain de La Soif, pronuncia esta sentencia lapidaria: «amar a un ser equivale a decirle tú no morirás ». Nunca la fidelidad es más creadora que cuando el amor se hace más fuerte que la muerte [28].
Un último interrogante: ¿es la muerte un no-ser o el acceso al ser? Nuevamente la libertad en acción, que eso es la fidelidad en el amor, será quien deba resolver el dilema. Y lo hará en el sentido en que haya optado durante la vida o en comunión con el ser o en el aislamiento por el tener efímero, que a la larga se revela como un no-ser. Más allá de la filosofía paradójica de Jaspers, que desembocaba en la fe filosófica, Marcel ha hecho una filosofía del misterio que nos emplaza en los umbrales de la fe cristiana [29].
2. El marxismo humanista
El movimiento existencialista, sobre todo después de Sartre, ha venido siendo objeto de una contestación general. La más dura, sin duda, por parte del marxismo. En efecto, el nihilismo sartriano adolecía de un subjetivismo voluntarista en el que se evidenciaba la imposibilidad de fundar con un mínimo de coherencia una práxis y una ética. El «todo es absurdo» equivale al todo es igual, al todo está permitido; argumento contradictorio, por tanto, para quien profesa la transformación de la realidad [30]. ¿Cuál va a ser, entonces, la respuesta que dé a la muerte la nueva ideología de la izquierda hegeliana?
En los escritos de KARL MARX, apenas si encontramos esbozada su opinión. De su época primera, en la que se confiesa seguidor de Feuerbach, encontramos esta frase: «La muerte aparece como una dura victoria de la especie sobre el individuo y parece contradecir a la unidad de la especie; pero el individuo determinado es sólo un ser genérico determinado y, como tal, mortal» [31]. La razón del parentesco lo explica todo; se ratifica la línea iniciada por Feuerbach: el Sujeto-Hombre es la especie, no el individuo singular; la muerte es sólo del individuo pero deja intacto al Hombre (a la especie); es el resorte del que se vale la especie para afirmarse en la historia... El tema de la muerte individual permanecerá en un completo silencio en los escritos posteriores de Marx, en la llamada época de madurez. Un silencio que no debe extrañarnos cuando sabemos que eran otros los intereses y objetivos que perseguía con su obra. ENGELS, de quien sabemos que propendía a endurecer sistemáticamente las posiciones de Marx, lleva la muerte individual a un planteamiento de necesidad caracterizado por su enfoque biologicista: la materia se mueve en un ciclo eterno, la muerte está incluída en el proceso biológico que llamamos vida, luego es un hecho que vivir significa morir; es necesario morir para que continúe la vida [32]. Con este enfoque radical está de más cualquier cuestión en torno a la inmortalidad; estaríamos fuera del proceso biológico, del ciclo eterno de la materia.
La ortodoxia marxista se fue limitando a una repitición de estas posturas fundacionales. Es más, rehuyendo obstinadamente el tratamiento en profundidad de nuestro tema. Así es cómo se fue imponiendo una postura normativa: el argumento ex silentio de Marx (la muerte individual) se eleva al rango de argumento ex auctoritate (no ha interesado al maestro) para justificarlo a posteriori con diversas razones (luego al marxismo no tiene que interesarle). Cabe esperar que la técnica vaya arrinconando progresivamente el poder letal de las enfermedades y se llegue a conseguir un status de amortalidad. Mientras, exorcizar pedagógicamente el temor a la muerte propio del individualismo burgués; en una sociedad liberada de las contradicciones del capitalismo no será temible una muerte vista como necesidad natural.
Poco a poco la ortodoxia del marxismo quedaba interpretada desde las instancias dictatoriales del neopositivismo stalinista. Y lo que es peor, se identifican las nociones de revolución y de socialismo marxistas con el modelo ruso, hasta que la invasión de Checoslovaquia (agosto del 68) desveló lo que en todo ello había de perversión del marxismo original. Por otra parte, el ala intelectual venía atrincherándose en un neodogmatismo no menos pervertido que la praxis stalinista: Althusser, sustituyendo el método dialéctico marxiano por el método estructuralista, hacía una comprensión determinista de la historia, como un puro juego de la estructura sometido a los mecanismos económicos, como un proceso sin sujetos ni fines que se mueve a impulsos de un motor (la lucha de clases); mas en dicho proceso nada importan los sujetos, sólo cuenta el motor [33].
Ambas posturas (positivismo stalinista y dogmatismo althusseriano) entrañaban una terrible amenaza para todo lo humano. Como ha escrito Machovec, aquel marxismo prendido en las redes del cientismo positivista desdeñó los problemas del hombre concreto, al que abrumó con «la lógica férrea del impulso socio-económico», aceptando como única instancia válida «el determinismo histórico» [34]. Como reacción frente a tales doctrinarismos ha fraguado en el seno del marxismo una corriente de pensadores independientes con la unánime voluntad de recuperar el humanismo perdido.
A) En la ontología y antropología de ERNEST BLOCH no interesa el ser-ahí, el Dasein heideggeriano. El ser concentrado sobre sí mismo en una densa identidad no existe para Bloch, ya que el Ser es posibilidad, «ser en movimiento, transformable y en trance de transformarse», capacidad abierta de devenir en un mundo procesual [35]. Frente a la ontología de la finitud de Heidegger, Bloch opone la ontología del aún-no, la plenitud en camino: la única ontología realista, ya que la realidad no se ha manifestado del todo y la materia no es ser, sino aún-no-ser. Con esta comprensión del mundo procesual supera Bloch el materialismo mecanicista de Althusser: en un mundo no estático, sino abierto, el único materialismo válido es el dialéctico en el que la historia es su entraña ontológica y el proceso su transcendencia.
El hombre, como el mundo, es también proceso e historia. Advierte Bloch que, además del subconsciente, inconsciente y preconsciente que Freud situa en los subterráneos de la conciencia, hay una otra dimensión en la que él no reparó: la dimensión de lo «aún-no-consciente», la índole prospectiva de la conciencia humana por la cual el sujeto se proyecta siempre hacia adelante. La conciencia no es sólo el reflejo de algo dado (Freud), también es la inteligencia de algo posible (Bloch). Esta nueva categoría de la conciencia no es, por tanto, el efímero preconsciente freudiano que se borra, sino un genuino «preconsciente» donde se elabora la novedad y que hace al consciente que tienda al más allá de lo adquirido; es, pues, la utopía que, en su dinamismo, tiende hacia el novum ultimum, el final del proceso.
Todo el proceso tiene un principio ontológico que lo hace histórico: es el principio-esperanza, la fuerza de la utopía, la fermentadora del proceso. Una esperanza que se opone al recuerdo, al temor y a todos los demás afectos negativos (aquí Bloch se encarniza contra la angustia heideggeriana). Pero, ¿qué es la muerte en el proceso?. Bloch reconoce sin ambages la terribilidad de la muerte: es «la respuesta más dura a la utopía», «la aniquiladora de todas las delicias»... El memento mori opera en la conciencia una fuerza relentizadora del proceso, corrompe el gusto por la vida, y, frente a la índole prospectiva de la conciencia que ejerce el «pre-consciente», ella, en cambio, ejerce una especie de retrospectiva virtud depredadora. Entonces, ¿qué solución cabe frente a ella? ¿encender una «lámpara sepulcral» como hacen todos los sistemas religiosos? [36].
A Bloch no le preocupa que haya muerte durante el proceso; en realidad el proceso se alimenta de esas muertes: «Cronos engulle a sus hijos pues el hijo auténtico aún no ha surgido». La muerte se da en el proceso, como etapa del proceso, pero en la «patria de la identidad» ya no habrá muerte. El proceso en la muerte sólo pierde la dimensión de su exterritorialidad, pero nada de su esencia procesual. Con lo cual, el hombre, definido por su proceso, en la muerte únicamente pierde la cáscara exterritorial, pero no el núcleo de su existencia, lo aún-no-desvelado en el proceso, que se adentra al fin en la patria de la identidad, en una especie de original duración que contiene el novum aflorado en su muerte ya sin corruptibilidad.
El valor de morir, la actitud de coraje frente a ella, es la del «héroe rojo», el mártir de la revolución, a quien no le importa perder su yo territorial, ya que a lo largo del proceso ha ido adquiriendo conciencia de clase y, ahora, en el acto de morir, consuma el gesto de su solidaridad al transfundir el yo propio en el alma de una humanidad nueva. La conciencia de clase es, pues, el novum contra la muerte; y el hecho de la exterritorialidad, su antídoto. La muerte viene a ser así un fenómeno más o menos epidérmico que priva al sujeto sólo de una corteza territorial, pero el núcleo se salva, en el proceso hacia la patria de la identidad. El proceso, por tanto, se hace más fuerte que la muerte, ya que ésta es sólo un accidente de tránsito, pero nunca un destino.
En una antropología dilemática como es la de Bloch (cáscaranúcleo; sujeto-proceso) quedan cuestiones y ambigüedades por resolver. Si para él la patria de la identidad no es el encuentro con una transcendencia de sujetos, parece difícil creer en un cosmos vacío o en una humanidad a-tópica; por el contrario, se hacen necesarias ambas realidades en la utopía al fin plenamente realizada.
B) Contra la devaluación del hombre, tanto si acontece por la vía de la práxis (stalinismo y regímenes socialistas del Este) como por la vía del discurso teorético (antihumanismo de Althusser) se ha levantado la voz «personalista» de ROGER GARAUDY [37]. Con él, igual que ocurre con Bloch, la antropología marxista se desembaraza de inhibiciones doctrinarias para ir al encuentro del hombre real en todas sus dimensiones: subjetividad y socialidad, necesidad y libertad, existencia e historia, vida y muerte.
Para profundizar en tales aspectos, Garaudy ha venido realizando un diálogo con el existencialismo de Sartre (de donde recoge la idea de subjetividad) y con la filosofía cristiana (de donde toma la idea de transcendencia), todo ello desde su adhesión nunca desmentida a la filosofía de Marx. Desde estos frentes pretende construir su antropología «humanista»; pero pronto advierte que si bien «el marxismo puede y debe ser abordado desde un punto de vista existencial», sin embargo «no existe una variante sartriana del marxismo» [38], ya que para Sartre el individuo queda clausurado en un solipsismo subjetivista, la libertad no es compromiso y los otros no cuentan en la realización de la existencia [39].
¿Cómo pasar de un marxismo negador del sujeto (Althusser) sin caer en una afirmación subjetivista (Sartre)? Garaudy encuentra la solución en Fichte, en el cual la conciencia del yo supone siempre la presencia del otro, no se da el yo al margen del otro. Desde esta comprensión hace Garaudy su relectura marxiana: cuando Marx define al individuo como «el conjunto de sus relaciones sociales» no pretende decir que el individuo sea la resultante o el simple producto de tales relaciones (tesis de Althusser), sino que el individuo, fuera de esas relaciones, es una abstracción (aquí radica el error de Sartre) [40].
Con estas dos dimensiones a salvo (subjetividad y socialidad), Garaudy entiende el absoluto humano con dos categorías: el hombreindividuo (el conjunto de sus propiedades; lo que constituye su haber, no su ser) y el hombre-persona (que se define por la transcendencia y el amor) [41]. Según esto, la muerte afecta únicamente al individuo no a la persona: todo lo que es individuo será destruido por la muerte; en cambio, el reino de la persona goza del privilegio de la eternidad aquí y ahora. El amor, que es lo consitutivo de la persona, nos salva de la muerte; y todo lo que con él haya podido crear el hombre queda inscrito para vencer la muerte [42].
El binomio individuo-persona en la temática de la muerte vuelve a recordarnos a Bloch y su di,stinción entre cáscara y núcleo. Pero ¿cuál es exactamente el sujeto de la supervivencia? Si no es el individuo, ¿cómo se sostiene la identidad entre el hombre de la existencia mortal y el de esa existencia reencontrada en la otra orilla de la muerte? La solución de Garaudy tiene un colorido idealista-panteísta: el individuo pasa por la muerte a integrarse en un todo humano y cósmico intencionalmente presente en su conciencia a través del compromiso revolucionario [43].
C) Dos pensadores checos, animadores de la efímera primavera de Praga, preguntan por el sentido de la vida. MILAN MACHOVEC, tras afirmar que tal pregunta se halla alojada en la experiencia de la finitud (silenciada violentamente por el marxismo ortodoxo), reivindica su tratamiento: mientras no se ofrezca un sentido plausible a la vida individual, no será lícito exigir de nadie un esfuerzo, y menos un sacrificio, en pro de una colectividad abstracta. La respuesta no está en la esfera de la razón pura, sino en el auténtico humanismo de Marx: «el materialismo de Marx significa la primacía del hombre, del concepto de hombre en el cosmos» [44].
¿Cuál es la respuesta de Machovec a la muerte? ¿cómo salvar frente a ella el sentido de la vida? Si el yo consiste en la posesión de objetos, la muerte se evidencia como un despojamiento de todos los haberes, y será un fenómeno puntual; pero si el hombre desarrolla las formas siempre ascendentes del yo, vivirá con la vivencia de la muerte, no en el desnudo punto final, sino como «parte integrante de mi ser» [45]. Más aún; si he vivido con la vivencia de la muerte mientras he sido en la existencia, después de ella seré también: con mi muerte se eclipsa mi nombre y mi conciencia, «mas no la posibilidad de ser yo». «Yo he sido, luego yo soy», es la tesis de Machovec [46].
Más que una postura con cierta dosis de optimismo ingenuo, diríamos que la postura de Machovec responde a una comprensión cuasi-religiosa de la realidad como « el gran Uno » que permite vivir la vida en una latente eternidad; con lo cual, la muerte, lejos de desligar al hombre del cosmos, consagra su pancosmicidad. El sentido de la vida y de la muerte descansan, pues, en una confesión monista, casi platónica, alentada por un sentimiento místico panteísta. En el sistema de Machovec no caben preguntas acerca de la muerte individual; todas serán diluidas en el misterio de un cierto panteísmo. En cambio, a partir de VITEZSLAV GARDAVSKY, predominará en el resto de los pensadores del marxismo humanista un realismo desencantado.
También Gardavsky se ocupa del individuo concreto, quien le merece los calificativos axiológicos más altos: «valor límite», algo «insustituible». En la conciencia humana -destaca el autor- hay dos certezas fundamentales: la socialidad y la mortalidad. Imposible silenciarlas o disociarlas, porque ambas se implican mutuamente. Es la socialidad, por el hecho de que el hombre sea una realidad tejida en relaciones supraindividuales, lo que hace al hombre captar en la muerte una tragedia. La muerte es espantosa precisamente a causa de la pérdida de relaciones: «Yo muero quiere decir: no llevaré mi obra hasta el fin, no volveré a ver a los que he amado, no volveré a sentir ni la belleza ni la tristeza... No volveré ya nunca más a trascenderrne a mí mismo en ninguna dirección, hacia ningún lado. Sólo me queda esta certeza» [47]. El problema de la muerte no tiene solución: «La muerte individual es mi muerte; este hecho no puede ser eliminado por ninguna reflexión» [48].
Ante la muerte, y para que la vida no pierda sentido, sólo cabe una ofrenda o una actitud de amor [49] que mantenga la esperanza de los que vienen detrás [50].
D) Decíamos que a partir de Gardavsky se da en los posteriores humanistas la actitud de un realismo desencantado; tal es el caso de ADAM SCHAFF y el de LESZEK K0LAKOVSKI, ambos polacos, que, al rebasar sin inhibiciones los doctrinarismos del marxismo ortodoxo, lo han pagado al precio del descrédito (Schaff) y del exilio (Kolakovski). Schaff identifica las pretensiones socialistas de Marx con la construcción de un verdadero humanismo para la felicidad del individuo concreto tratándolo como un valor irrepetible. Pero advierte enseguida el autor que el socialismo, sin embargo, no puede garantizar de modo absoluto la felicidad personal, pues «también en el socialismo mueren los hombres, y éste es el más grave problema que la filosofía no puede resolver» [51]. ¿No estaremos al borde de un absurdo al afirmar tan radicalmente que el individuo humano es un valor irrepetible si por otra parte la muerte le arrebata ese valor de absolutez? ¿cómo salvar dicha antinomia entre lo que es el sentido de la vida y el sin-sentido que se evidencia en la muerte? Desechadas las soluciones religiosas, Schaff interpela a la libertad individual para que esclarezca en cada caso si merece o no la pena vivir. No obstante hay una oferta para vivir con sentido: el «eudaimonismo social» que propone el humanismo socialista. Si es verdad que no podemos abolir la muerte -la única certeza de Schaff- podemos, sin embargo, hacer la vida más humana unidos en la praxis política [52].
Kolakovski, como los anteriores autores, apuesta también por un marxismo humanista. El conjunto de sus acotaciones críticas al modelo oficial estriba en la idea central de que «todo hombre debe ser considerado como fin en sí mismo», como «algo absoluto» [53]. Y a esta afirmación ha de seguir la de su libertad; una sociedad compuesta por miembros no libres sería una « sociedad de hormiguero». Es, por tanto, la libertad la condición de posibilidad de una vida con sentido, la que permite al individuo afirmarse ante el reto de las necesidades indomesticables. ¿Sabrá la libertad afrontar la última necesidad que es la muerte?.
Kolakovski distingue entre el miedo a la muerte concreta (que se identifica con el instinto animal de conservación) y la angustia ante la muerte abstracta (que deriva de una conciencia sabedora de que todos los hombres son mortales) [54]. La primera, la muerte biológica, es perfectamente asimilable en el proyecto de una vida con sentido. En cambio, ¿cómo exorcizar el temor de la segunda, en la que va el sentimiento de la personalidad? El autor desecha tanto el recurso religioso (la creencia en la inmortalidad) como la hipótesis -«exceso de fantasía»- de una humanidad nueva en otro sistema planetario [55] y propone una nueva solución: la racionalización de la muerte; percatarse de que tal vivencia de la mortalidad como problema angustioso es una « mistificación ideológica », una «aparencia» y, por tanto, basta una educación adecuada para poder cancelarla [56]. Pero a esto habrá que añadir que el autor no logra su propósito convincentemente, que su racionalización de la muerte no despeja la incógnita, aunque séa la única salida válida que encuentre para no hacer imposible el sentido de la vida en una coexistencia activa con el mundo [57].
* * *
Después de este recorrido a través de las diversas tanatologías contemporáneas se impone una evaluación global rápida. Mientras que en el pasado se daba un desplazamiento del problema de la muerte -se hablaba de su origen (la culpa) y de su término (el más allá), pero de la muerte en sí misma apenas se decía nada-, ahora es la vida la que se trata de elucidar mediante la muerte; éste ha sido el mérito del movimiento existencialista, recordarnos que la muerte tiene una presencia axiológica en la existencia humana, que afecta al hombre por entero y le identifica con su destino, de tal manera que todo cuanto haya realizado no adquirirá su brillo último sino cuando la muerte consume en coherencia lo que pretendió en su vida; de aquí, por tanto, el papel decisivo de su libertad en orden a la muerte.
En cuanto a los autores del marxismo humanista, no podemos negar el mérito de haber rescatado las inquietantes cuestiones antropológicas que el marxismo escolástico dejaba relegadas a mera positividad fáctica. Y si en el eústencialismo constatábamos secretas raíces religiosas, también en el marxismo humanista se da una secreta afinidad con los planteamientos teológicos al mantener postulados tales como el amor y la esperanza para promover los dinamismos del sujeto y de la historia.
Sin embargo, el conjunto de ambas ofertas está pidiendo la experiencia modélica concreta de alguien que, habiendo padecido la situación-límite de la muerte, la haya protagonizado en la radical autenticidad de su vida y, a la vez, haya desvelado en el acto de morir la cifra absoluta de la Transcendencia para consuelo y sentido último de la vida humana.
Salvador Ros García, en dialnet.unirioja.es
Notas:
1 MIGUEL DE ÜNAMUNO, Del sentimiento trágico de la vida, Madrid 1981, véase todo el capítulo 111, p. 64 ss.
2 PAUL RICOEUR, Philosophie de la volonté. I (Le volontaire et l'involontaire), Paris 1967, 420.
3 SIMONE DE BEAUVOIR, Taus les hommes sont mortels, Paris 1954. cf. JUAN ALFARO, Cristología y antropología, Madrid 1973. 492 ss.; lo, Esperanza cristiana y liberación del hombre, Barcelona 1972, 20 ss.
4 MIGUEL DE UNAMUNO, o. c., 106. El Concilio Vaticano II ha expresado la misma inquietud: « El máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su -máximo tormento- es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo. La semilla de eternidad que en sí lleva, por ser irreductible a la sola materia, se levanta contra la muerte». (Const. past. sobre la Iglesia en el mundo, n. 18). Cf. J. ALFARO, Hacia una teología del progreso humano, Barcelona 1969, 46-48.
5 Los filósofos postmarxistas de la escuela de Frankfurt han dado un giro de profundidad a las grandes cuestiones rescatadas por sus antecesores humanistas: sujeto y transcendencia, sentido de la vida y sentido de la muerte serán nuevamente evaluadas con una lucidez que les avecina al pensamiento cristiano. Después de Auschwitz habrá que rastrear «las huellas de lo Otro» como posibilidad de que sea revocable todo el horror irrevocablemente acontecido (T.W. ADORNOR, Dialéctica negativa, Madrid 1975, 400-402), caminar con la esperanza «de que exista un absoluto positivo» (Véase la respuesta de H0RKHEIMER recogida en A la búsqueda del sentido, Salamanca 1976, 79, 93-95, 103).
6 Esta es la cuestión desencadenante de no pocos estudios: MIGUEL BENZO, Sobre el sentido de la vida, Madrid 1971, 3-9; JUAN LUIS RUIZ DE LA PEÑA, El último sentido, Madrid 1980, 132-154. Este autor es comúnmente admitido como gran perito en cuestiones de escatología; remitimos por tanto a toda su producción: El hombre y su muerte. Antropología teológica actual, Burgos 1971; La otra dimensión. Escatología cristiana, Madrid 1975; Muert e y marxismo humanista. Aproximación teológica, Salamanca 1978. Además de las obras de Adorno y Horkheimer ya citadas, véase K. LowrrH, El sentido de la historia , Madrid 1968.
7 L. FEUERBACH, La esencia del cristianismo, Salamanca 1975. Al hombre no le está permitido hipostasiar en la lejanía de un más allá lo que son ocupa ciones y valores del más acá. Tales proyecciones son alienantes, restan credibilidad y absolutez al único y total proyecto humano: la humanidad concentrada en sí misma y en su mundo del presente: «Así como Dios no es más que la esencia del hombre, purificada de lo que al individuo humano aparece como límite..., del mismo modo el más allá no es otra cosa que el más acá liberado de lo que aparece como límite, como mal» (p. 217) ... Tanto para quienes se remontan a la supervivencia (tesis de la inmortalidad del alma separada) como para quien sólo cuenta la pervivencia (tesis de la inmortalidad inmanente de la especie), unos y otros reducen la muerte a un fenómeno más o menos epidérmico que acontece solamente al cuerpo (tesis tradicional) o al individuo singular (tesis de Feuerbach y común al pensamiento materialista). En cualquier caso, la muerte es sólo un mero despojo, nunca un valor en sí misma; por lo cual, en lugar de contar con ella, se prefiere exorcizar su temor. Así lo hace Feuerbach, que, recuperando el sofisma de Epicuro -utilizado también por Epicteto y Montaigne- (« la muerte, el más temible de los males, es para nosotros como una nada: mientras nosotros somos, ella no es, y cuando ella es, no somos nosotros»), reduce su comprensión de la muerte a un simple ser fantasmagórico: «Unicamente antes de la muerte, pero no en la muerte, es la muerte muerte y dolorosa; la muerte es así un ser fantasmagórico, puesto que sólo es cuando no es, y no es cuando es». Este y otros textos en J.L. Rurz DE u PEÑA, Muerte y marxismo humanista, 17 ss.
8 MAX SCHELER, Muerte y supervivencia. Ordo amoris, Madrid 1934; Id. De lo eterno en el hombre, Madrid 1940. Cf. M. DuPUY, La philosophie de Max Scheler. Son évolution et son unité, Paris 1959; ANTONIO PINTOR RAMOS, Max Scheler y el vitalismo, en La Ciudad de Dios 182 (1969) 514-555; Id., El humanismo de Max Scheler. Estudio de su antropología filosófica, Madrid 1978.
9 El acto de morir, en el ideario antropológico de Max Scheler, tiene todo el protagonismo personalizador. Puesto que «la persona está en cada uno de sus actos plenamente concretos» no cabe la despersonalización de la muerte, ya que ésta es un acto «que emerge de la persona desarrollándose en el tiempo» y llena de sentido la vida misma. Cf. A. PINTOR RAMOS, El liumanismo de Max Scheler, 286-304 y 351 ss.
10 Uno y otro han sido ampliamente estudiados por J.L. Ruiz DE LA PEÑA. El movimiento existencialista, en El hombre y su muerte, Burgos 1971. El marxismo humanista, en Muerte y marxismo humanista, Salamanca 1978. Una síntesis de ambas tanatologías las ha presentado el mismo autor en Muerte e increencia. Inventario de actitudes y ensayo de comprensión teológica, en Sal Terrne 65 (1977) 675-686 y en El último sentido, Madrid 1980, 132-154.
11 MARTIN HEIDEGGER, El ser y el tiempo, México-Buenos Aires 1974, 273. «Tan pronto como un hombre entra en la vida, es ya bastante viejo para morir», p. 268.
12 Ibid., 256.
13 Ibid ., 288: «El 'precursar' la posibilidad irrebasable abre con ésta todas las posibilidades que están antepuestas a ella: por eso reside en él la posibilidad de un tomar por anticipado existencialmente el ser total'».
14 Ibid., el ser-para-la-muerte «es en esencia angustia», p. 290.
15 Ibid., 414: «Sólo el ser en libertad para la muerte da al «ser ahí» su meta pura y simplemente tal y empuja a la existencia hacia su finitud». Cf. J. GEVAERT, El problema del hombre. Introducción a la antropología filosófica, Salamanca 1976, 300-302. Estudia el tema heideggeriano con profundidad y detalle ALFONSO ALVÁREZ BOLADO, Filosofía y teología de la muerte, en Selecciones de libros 5 (1966) 13-53.
16 J.P. SARTRE, L'Existentialisme est un humanisme, París 1946: «El hombre no es otra cosa que su proyecto; existe sólo en la medida en que se realiza», p. SS; ID., L'etre et le néant, París 1948: «La realité humaine est souffrante dans son etre, parce qu'elle est sans pouvoir l'etre, puisque justement elle ne pourrait atteindre l'en-soi sans se perdre comme pour soi» p. 134...
17 Después concluye: «L'homme est une passion inutile», p. 708. 11 L'etre et le néant, 617.
18 Ibídem. Para establecer un paralelismo entre Heidegger y Sartre véase R. JOLIVET. Le probleme de la mort chez M. Heidegger et J.P. Sartre, Fontenelle 1950.
19 La Nausée, Paris 1943, 147.
20 L'etre et le néant, 624.
21 Al tener que morir, todos los hombres son extranieros en el mundo, se ven condenados a un destierro insanable «dado que el mundo está privado de los recuerdos de una patria de la esperanza de una tierra prometida» (A. CAMUS, Le mythe de Sisyphe, Paris 1943, 18); pero es preciso vivir el momento presente buscando no el placer egocéntrico que predica A. GIDE en sus escritos, sino algo con sentido que no se lo trague la muerte: la solidaridad con el que sufre no puede ser algo absolutamente vano; a través de ella se puede construir un frente común para rebelarse contra la miseria y la muerte violenta. Esta es la actitud que Camus encarna en el doctor Rieux, el héroe de su obra La Peste. De este mismo autor véase también La muerte feliz, Barcelona 1971. Cf. P. KAMPITS, La marte et la révolte dans la pensée d'Albert Camus, en Giornale di Metafisica 23 (1968) 19-28.
22 Cf. R: JOLIVET, Las doctrinas existencialistas. Desde Kierkegaard a J.P. Sartre, Madrid 1968, 222-286.
23 Cf. GABRIEL MARCEL, Situación fundamental y situaciones límite en Karl Jaspers, en Filosofía concreta, Madrid 1959, 249-283.
24 K. JASPERS, La morte, en La mía filosofia, Torino 1981, 196-209; Cf. J.L. Ruíz DE LA PEÑA, El último sentido, 139; DUFRENTE-RICOEUR, Karl Jaspers et la philosophie de l'existence, Paris 1947, 366 donde se hace el comentario de esta sentencia conclusiva de Jaspers : « La muerte era menos que la vida y exigía arrojo; la muerte es más que la vida y ofrece hospitalidad».
25 G. REMOLINA VARGAS, Karl Jaspers en diálogo de la fe; análisis de su posición filosófica frente a la fe revelada, Madrid 1971.
26 Citado en E. GILSON, Existentialism e Chretien. Gabriel Marcel, Paris 1947, 302. Una exposición precisa del pensamiento de Marce! puede verse en R. Jou vET, Las doctrinas existencialistas, 287-308 y en X. TILLIETTE, Philosophes contemporains: Gabriel Marcel, Maurice Merleau-Ponty, Karl Jas pers , Paris 1962.
27 G. MARCEL, Du refus a l'invocation, Paris 1940, 192 ss.
28 El Arnaud Chartrain de La Soif volverá a decir: «por la muerte nos abrimos a aquello de lo que hemos vivido sobre la tierra». Sobre esta fidelidad creadora: G. MARCEL, Filosofía concreta, 167-195; lo ., Hamo viator, Paris 1945, 205-210; lo ., étre et avoir, Paris 1935, 135: la muerte como fidelidad en el amor «deviene trampolín de una esperanza absoluta»; ld., Diario metafísico (1928-1933), Madrid 1969, 115 y 171.
29 Cf. P. RIcOEUR, Gabriel Marcel et Karl Jaspers . Philosophie du mystere et philosophie du paradoxe, Paris 1947; M .M. DAVY, Un filósofo itinerante, Madrid 1963.
30 La undécima tesis marxiana: «los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo». K. MAR X-F R. ENGELS, Sobre la religión I, Salamanca 1974, 161.
31 Texto y contextos en J.L. RUÍZ DE LA PEÑA, Muerte y marxismo, 15 ss.
32 Sobre la religión, 296 s.
33 L. ALTHUSSER, La revolución teórica de Marx, México 1968; lo ., Réponse II. John Lewis, París 1973.
34 MILAN MACHOVEC, Jesús para ateos, Salamanca 1974, 27.
35 E. BLOCH, El principio esperanza I, Madrid 1977; Cf. Muerte y marxismo, 37-74.
36 Bloch rechaza todos los contrapuntos religiosos, así como las elucubraciones metafísicas del idealismo o el naturalismo positivista refutadas luego por el nihilismo existencialista. La solución a la muerte se encuentra en el mismo proceso.
37 La polémica contra Althusser le valió la expulsión del partido comunista francés. Situado «tanto al margen de las iglesias como al margen de los partidos» Garaudy se confiesa cristiano y marxista: cristiano, porque aspira a «vivir según la ley fundamental del ser (persona): el amor»; marxista, porque rechazando la degradación althusseriana (que no es el marxismo de Marx) se propone devolver al hombre su «dimensión divina». Cf. Palabra de hombre, Madrid 1976, 234.
38 Marxismo del siglo XX, Barcelona 1970, 88 s.
39 «La concepción sartriana de la libertad es solitaria... No hay más que libertades imnumerables e incomunicables». ( Perspectivas del hombre, Barcelona 1970, 76 s.). Los dos grandes problemas de la filosofía de Sartre , dirá Garaudy, son el de la libertad y el del otro; «el infierno es la ausencia de los otros» dirá nuestro autor invirtiendo la frase sartriana (Perspectivas del hombre, 131, 133 s.).
40 «La noción de esencia humana no puede formarse... sino partiendo de las relaciones de los hombres con la naturaleza (trabajo, producción) y con los demás hombres... Pero esas relaciones, a su vez, son producidas por el hombre» (Perspectivas..., 446); « lo que yo llamo yo es el nudo de relaciones vivientes que me unen a todos los otros en un tejido indisoluble» (Palabra de hombre, 50, nota 1).
41 El término transcendencia no se identifica con Dios transcendente, ni en un más allá distinto de este mundo y de esta historia; en Garaudy viene a ser sinónimo de humanidad en el sentido de «explorar todas las dimensiones de la realidad humana» (Marxismo del siglo XX, 107). Transcendencia es pues «el futuro humano». Garaudy asiente a una frase de J. Lacroix: «el porvenir es la única transcendencia de los hombres sin Dios» (Perspectivas ..., 132, 170. Cf. Del anatema al diálogo. Barcelona 1971, 93; Marxismo del siglo XX, 150).
42 También Garaudy explica el temor a la muerte desde la óptica individualista: «e! individualismo ha engendrado la angustia de la muerte » (Palabra de hombre, 46). Por el contrario, el concepto de persona, sinónimo de humanidad, adquiere en nuestro autor una sublimidad panteísta: «nosotros no formamos sino un sólo hombre... La naturaleza entera es mi cuerpo. El proyecto total de la humanidad... constituye mi espíritu» (Palabra..., SS); «nosotros no formamos sino un solo hombre, el cual no muere con nosotros» (Palabra , 54).
43 Es la vieja nostalgia de un nous universal. Véanse los textos citados en la nota anterior.
44 M. MACHOVEC, Jesús para ateos, Salamanca 1974, 24.
45 Vom Sinn des menschlichen Lebens, Freiburg 1971, 225 s . Véase el parecido con Scheler y Heidegger.
46 Vom Sinn...,227-229. «Yo he sido, luego yo soy. Soy en el tiempo, luego soy en la eternidad».
47 V. GARDAVSKY, Dios no ha muerto del todo, Salamanca 1972, 251-252.
48 Ibid., 252.
49 El amor aquí mentado no debe confundirse con el mito evangélico de una fraternidad universal, ni con el sentimentalismo romántico o con cualquier moralismo tópico. Para Gardavsky el amor es una clave que posee la subjetividad, es «el elemento integrador de la subjetividad en el momento en el que se decide a emprender una acción y se esfuerza por dar a esa decisión la forma humana óptima» (Dios no ha muerto del todo, 258).
50 El amor es lo que puede llevar al individuo a aceptar el propio fracaso y a convertirse en esperanza para los que sobreviven: «El amor es difícil: siempre limita con la muerte... Al final sufriremos una derrota. No les ahorraremos a los que nos sobrevivan nada de lo que hace que la vida de la comunidad humana sea un drama... Pero tampoco menguaremos su esperanza en una comu nidad en la que vivir sea digno del hombre» (Dios , 260).
51 A. SCHAFF, Marxismo e individuo humano, México 1967, 47.
52 El mismo Schaff matiza con cierto escepticismo su teoría del eudaimonismo social: crear para todos las posibilidades de una vida feliz es un sueño imposible; a lo sumo se puede crear «la posibilidad de una vida mejor, más feliz», pero mucho más no puede exigirse razonablemente (Marxismo e individuo humano, 220),
53 L . KOLAKOVSKI, El hombre sin alternativa, Madrid 1970, 264-266.
54 lbid., 236: «el temor ante la muerte concreta concierne a la muerte biológica; la angustia abstracta ante la muerte concierne a la muerte espiritual, a la pérdida del sentimiento de la personalidad ».
55 lbid., 236. Kolakovski no comparte la amortalidad biológica que propone EDGAR MORIN, El hombre y la muerte, Barcelona 1974.
56 lbid., 238.
57 lbid,, 239. El autor sabe que «el conocimiento de la muerte vuelve imposible el sentimiento de la finalidad de la vida»; con lo cual, para mantener firme esta finalidad, remite al individuo a la acción en la « coexistencia activa con el mundo».
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