Capítulo VI: Diplomacia y religión en la construcción de la paz
Introducción
Ayer, hoy; con muchas probabilidades, cualquier día de esta semana que hayamos prestado atención a los medios de comunicación habremos leído o escuchado noticias que tienen que ver con conflictos armados en algún lugar del mundo, y a menudo esos conflictos están relacionados con aspectos religiosos. Lo habitual es que esas noticias aparezcan de manera destacada en los medios, y que continúen con imágenes o videos durante más tiempo o incluso queden permanentemente en las redes sociales. Son noticias que tratan de Daesh en Irak, o Siria o Libia, pero no sólo sobre Daesh; son también sobre Boko Haram en Nigeria, y en los países vecinos a través de sus porosas fronteras, o sobre Al Shabab en Somalia, o en Kenia; sobre la deriva de la República Centroafricana hacia un país fallido, en un enfrentamiento sin final entre los Seleka y Anti-Balaka, que se identifican con grupos religiosos de distinto signo; sobre la minoría Rohingya en Myanmar; o en Filipinas, o los actos terroristas en territorio europeo, Paris, Bruselas, Londres, Manchester, o más recientemente en Barcelona y Cambrils.
Ya desde esta introducción conviene señalar que ninguna religión ampara la violencia. Ante la inexplicable sinrazón que supone hacer el mal en nombre del bien supremo, los dirigentes religiosos elevan sus voces para desvincular la violencia de la religión y deslegitimar el terror desde cualquier invocación religiosa. Pero cuando se produce violencia y se justifica en nombre de la religión no basta negar su nexo. Las reglas de la lógica nos enseñan que si la religión ha sido manipulada para movilizar voluntades a favor de la guerra, sólo la movilización activa de voluntades por las propias religiones puede contribuir con efectividad a la paz.
Al desarrollo de esta idea se dedica el presente estudio, esto es, la movilización activa de voluntades en favor de la paz gracias a la influencia de las religiones, en la consecución de un objetivo que comparten con la diplomacia. Pero además de objetivos, religión y diplomacia pueden compartir medios y estrategias para alcanzar esos objetivos compartidos, preservando cada una su área de trabajo, sin que por ello se establezca relación alguna de subordinación. Los límites se encuentran en la manipulación; de la religión por la política, para alcanzar metas sólo políticas; o de la política por la religión, para exportar la ideología religiosa de un determinado estado.
La influencia de las religiones en sus comunidades es una de las claves de la relación entre diplomacia y religión. Cómo profundizar en esa influencia en sus propias comunidades e incluso extenderla más allá de los límites de su propia religión es otro de los aspectos a los que se refiere el presente estudio, al abordar la cuestión del diálogo interreligioso. Que una religión que ha sido manipulada para justificar la violencia (ataques puntuales, amenazas más permanentes o incluso guerras) exprese públicamente su compromiso con la paz, y denuncie la tergiversación de sus textos, y aún la falta de legitimidad de quienes los invocan desde posiciones extremistas y excluyentes es un primer paso necesario pero al mismo tiempo es insuficiente. Es necesario porque corresponde en primer término a quienes tienen esa legitimidad para hablar en nombre de una religión, por su representación y/o preparación y conocimientos, defender el sentido de sus textos sagrados y la contextualización de sus mensajes en el momento actual. Pero no es suficiente porque la percepción equívoca que trasmiten los violentos sobre una determinada religión, al justificar sus ataques con referencias religiosas, trasciende el ámbito de esa religión y se instala en primer lugar en los agredidos, y en segundo lugar en aquellos que se solidarizan con las víctimas o que han conocido el ataque, creando recelos o animosidades, no ya entre individuos sino entre comunidades o grupos religiosos que constituyen un obstáculo para la convivencia. El impulso de diálogo interreligioso es un ámbito de coincidencia con la diplomacia, que esta puede y debe alentar para la consecución de un objetivo compartido con las religiones, la paz y la estabilidad mundial.
Religión y diplomacia
La reivindicación de una colaboración mutua entre estas dos realidades, religión y diplomacia, es una constante en el mundo de las relaciones internacionales de la hora actual. Ha llegado el momento, se afirma, de reconocer el importante papel que, hasta ahora, se ha obviado a las religiones, promoviendo activamente la participación oficial de líderes religiosos en foros o encuentros internacionales, procesos de paz o iniciativas de prevención de la violencia, o programas de reconciliación postconflicto. Y todo ello fundamentado en la capacidad de influencia que pueden tener los representantes religiosos en sus comunidades, para, a través de esa influencia, lograr objetivos políticos y sociales que están en consonancia con los religiosos, en particular el no uso de la violencia y la tolerancia hacia quien piensa diferente y así favorecer la convivencia social y, en última instancia, coadyuvar a la consecución de los objetivos de paz y seguridad.
Si consideramos el hecho de que el punto de partida de la disciplina de las relaciones internacionales, cuando surgió a comienzo del siglo XX, fue asumir la exclusión de las cuestiones de fe, tal y como había sido acordado en la paz de Westfalia en 1648, como principio rector de las relaciones entre los estados, podemos entender el hecho de que esta disciplina haya asumido un papel más secundario en esta materia, siguiendo la estela de otras más antiguas (filosofía, sociología, ciencia política), que empezaron antes a reflexionar sobre la religión y la política, y su papel en cuestiones globales [1]. Se observa en todas ellas una tendencia general a integrar la religión en los debates y reconocerla como un actor con voz propia e influencia. Resulta interesante en este sentido leer las reflexiones del filósofo Habermas en sus diálogos con Joseph Ratzinger. Mientras que en sus primeros escritos, Habermas se había mostrado muy contario, hasta hostil, a considerar la tradición –entendida también como religión- como un elemento al que se debiera prestar atención, existe una evolución evidente en sus reflexiones ulteriores, en las que se muestra más receptivo a ello, argumentando que en la sociedad global multicultural de nuestro tiempo, debe producirse un encuentro con la religión, como un aspecto de la formación intelectual contemporánea [2]. Es ese también el enfoque del influyente filósofo holandés Hent de Vries [3], quien afirma que cualquier debate en torno a cuestiones de identidad, estado-nación, inmigración o globalización debe reconocer que las tradiciones religiosas estuvieron en el origen de las mismas. Y finalmente, coincide en llamar la atención sobre la religión, en el ámbito de la sociología, Anthony Guiddens, en sus numerosas reflexiones en torno a la globalización, la modernidad y la posmodernidad, y Gilles Keppel [4], en la ciencia política.
Se trata así de un debate multidisciplinar, todavía vivo, en el que participa la filosofía, la teología, la sociología, la historia, la ciencia política y las relaciones internacionales, al que esta última llega con retraso, siguiendo los pasos de las otras disciplinas. Sea como se ha indicado porque es la más reciente de todas ellas, pues surge en el contexto de la primera guerra mundial, o por la falta de un cuerpo de investigación suficiente, o por el enfoque metodológico, lo cierto es que la llamada ciencia de las relaciones internacionales va detrás de los acontecimientos, sin ser capaz de elaborar interpretaciones de la realidad que permitan atisbar los cambios o las nuevas tendencias globales, o aplicar paradigmas o modelos. La globalización y sus consecuencias, el colapso soviético y su desmembración, o la interpretación de las primaveras árabes, son algunos hitos internacionales en los que esta disciplina ha estado más ausente que las demás, o ha apuntado hacia direcciones tan ambiguas como erróneas. Tiene ante sí todavía el reto de entender el mundo.
Pero para ser justos, no es sólo que la disciplina propia de la diplomacia –las relaciones internacionales- haya llegado tarde a esta reflexión. Es también que aquellos que tienen –tenemos- la responsabilidad de ejecutar la política exterior de los estados, esto es, los diplomáticos, tradicionalmente hemos considerado la religión como una realidad ajena a nuestra esfera de trabajo. En este sentido se expresa Madeleine Albright [5] afirmando que «muchos de los que ejecutan en la práctica la política exterior -incluyéndome a mí-, hemos buscado separar la religión del mundo político, para de esa manera preservar la lógica ante las creencias que la trascienden». La observación de la que fue Secretaria de Estado estadounidense pone en evidencia que los temores de quienes han sido renuentes tradicionalmente a la implicación de lo religioso en la diplomacia siguen vigentes hoy, a pesar de haber evolucionado hacia la comprensión de que la diplomacia no puede vivir de espaldas a la religión, manteniendo la convicción implícita en su cita de que en todo caso la religión no puede imponer postulados que trasciendan la lógica, la razón. Esta posición de Albright, positiva hacia la recepción de la religión pero al mismo tiempo ambivalente o con ciertas reservas, refleja el punto de vista de numerosos diplomáticos estadounidenses [6], y me atrevería a decir en general occidentales.
Es, por lo demás, un enfoque muy arraigado en el mundo de la diplomacia a través del concepto de estado-nación y su preponderancia en el paradigma del realismo político. Para los realistas políticos, a partir de la elaboración doctrinal de Hans Morghenthau [7], el fundamento de la acción diplomática es únicamente el llamado interés nacional, definido en términos de supervivencia y poder, y ello aleja consideraciones de otra naturaleza -el caso de la religión-, como aspecto a tener en cuenta en la ejecución de la política exterior. Finalmente, se podría decir que hay otro elemento que frena la disposición de la diplomacia a asociar la religión a sus trabajos, y es su potencial para exacerbar posturas en igual medida que lo contrario. Esta cuestión provoca numerosos problemas prácticos tendentes a asegurar que el efecto no será la radicalización de posturas, como es particularmente la selección de los interlocutores religiosos, que deben ser, sí, líderes con suficiente reconocimiento por sus comunidades, pero deben también ser líderes que propaguen mensajes moderados, conjugando religión y paz.
Recupero ahora el hilo inicial, cuando afirmábamos que la relación entre diplomacia y religión, y el papel de esta en las relaciones internacionales, se fundamenta en la capacidad de influencia de los representantes religiosos para la consecución de ciertos objetivos, para advertir ya en estos primeros párrafos que esa influencia no es nueva ni es absoluta.
No es nueva. Dejando al margen la cuestión de la relación entre el hombre y la divinidad, y su ulterior estructuración a través de las religiones, cuestiones que rebasan el ámbito del presente estudio, sí nos corresponde señalar que la interacción entre diplomacia y religión se adentra muy profundo en la historia de la humanidad. No sólo porque según nos enseña la historia de las relaciones diplomáticas, las primeras misiones diplomáticas fueran misiones papales (Constantinopla), con encargo semiespiritual y semitemporal [8], antes de que a partir del siglo XV en la Italia del Quattrocento se establecieran las primeras embajadas permanentes; digo que no sólo por eso, ni siquiera fundamentalmente por eso, pues quizá este dato no es ya más que una curiosidad en el conocimiento de diplomáticos o investigadores. La mutua imbricación de la diplomacia y la religión se adentra de manera sustantiva en la historia, pues no debemos olvidar que en occidente hace poco más de dos siglos, la religión todavía imponía sus modos de pensamiento, e influía –algo que se mantiene en ciertos aspectos en el momento actual- en áreas tan significativas como la justificación de la guerra, el establecimiento de la paz, la mediación internacional, cuestiones humanitarias o la cooperación internacional al desarrollo, por mencionar sólo algunos ámbitos.
Y tampoco es absoluta. No lo es en primer lugar en cuanto a la influencia de lo religioso en los individuos, ni tampoco –ni debe serlo desde nuestro punto de vista- en su relación con la diplomacia. Respecto a la influencia de lo religioso en los individuos (o en las comunidades, o en los pueblos), la primera limitación es geográfica, en la medida en que dependiendo de la zonas, regiones o países, lo religioso tiene una influencia sobre su población que varía de manera significa. La influencia de lo religioso en los ciudadanos es distinta, por poner un ejemplo, en Europa que África, en Egipto que en Finlandia. Resulta esclarecedor en esta sede analizar los informes del Pew Forum on Religion and Public Life [9] y del World Religion Database [10], de los que se pueden obtener las siguientes conclusiones. En primer lugar, la influencia de la religión es mayor en África que en el resto del mundo; nueve de cada diez personas africanas declaran que la religión es importante en sus vidas, frente a las seis que lo hacen en Estado Unidos, o cuatro en Europa. En segundo lugar, el número de personas que no profesan religión alguna se incrementa sustancialmente, año tras año, en los países o regiones en los que la edad media de la población es mayor, esto es, Europa y América del Norte. Sin embargo, en el conjunto del mundo, el número de personas que consideran que la religión no tiene importancia en sus vidas, al declararse ateos, agnósticos, o sencillamente los que no se identifican con ninguna religión, se reduce, y la previsión es que pase del 16 por ciento en 2015 al 13 por ciento en 2060. Es interesante advertir que mientras que en Europa y América del Norte el porcentaje de los que no profesan ninguna religión continuará incrementándose, en Asia, continente en el que en la actualidad se encuentra casi el 75 por ciento de las personas sin religión, ese porcentaje se irá reduciendo.
De igual manera, el análisis del número de estados que incluyen la religión como elemento esencial en la definición de su identidad nacional puede resultar llamativo. Un estudio [11] de 175 estados, realizado entre 1990 y 2002, muestra que casi la mitad de los estados incluyen una religión en la definición de su identidad. De ellos, 46 estados (26,2%) cuentan con una religión oficial, y otros 36 estados (un 20,6% adicional) aunque no declaran una religión oficial, respaldan con medidas legislativas a una religión por encima de las demás.
Decíamos que la influencia de lo religioso en lo político (en el ámbito diplomático) no es nueva ni es absoluta, sin que con ello hayamos logrado explicar la razón del interés creciente que la diplomacia presta a la realidad religiosa. Para responder a esa pregunta, y hacerlo condensando la respuesta en una sola idea, que desarrollaremos más adelante, debemos referirnos a su carácter instrumental, esto es, su utilidad. La religión puede ser útil para alcanzar ciertos objetivos que la religión comparte con la diplomacia. En primer lugar porque la religión suministra información de enorme valía para entender la situación sobre el terreno, contextualizando los análisis y dando un valor añadido sin el cual sería incompleto, y podría dar lugar a incorrectas interpretaciones de la situación. Y en segundo lugar, y sobre todo, por su capacidad de influencia, considerando que además de la influencia propia del agente comunicador, al ser reconocido por sus feligreses como trasmisor de certezas –lo que de por sí otorga ya un alto grado de legitimidad a la iniciativa de que se trate-, cuenta con los recursos para que esa influencia sea efectiva, esto es, lugares de reunión en los que se congregan los fieles a escuchar a los representantes religiosos, redes de comunicación social, competencias comunicativas de los representantes religiosos, recursos económicos, acceso a los medios, etc [12]. Así explicado, este papel de la religión puede ser interpretado por algunos como un «instrumento»al servicio de la diplomacia, embadurnando su significado con matices de subordinación o servilismo que daría un carácter peyorativo a la relación. En esta línea, algunos autores [13] han elaborado sobre esta cuestión, denunciando el hecho de que esa «utilización»de la religión por lo político pudiera disolver lo religioso, o rebajarlo a una escala que no le es propia. Desde nuestro punto de vista, el enfoque que opone lo religioso a lo útil, más aún cuando esa utilidad es política, es sólo parcial, y ofrece un argumento tan extremo como quienes defienden, en aras de la laicidad absoluta, el aislamiento de lo político ante cualquier tipo de contacto con lo religioso. Salvaguardando el hecho de que se trata de realidades diferentes, que operan en ámbitos diferentes, con valores y principios propios, lo cierto es que ambas realidades pueden coincidir en objetivos y medios para alcanzarlos, y es entonces cuando se debe producir esa colaboración, y así alcanzar objetivos que son legítimos y deseables para ambas realidades.
Constituyen aspectos clave para definir esa colaboración, con la cautela necesaria para no invadir los ámbitos que no les son propios a cada una de esas dos realidades, la coincidencia, y a partir de esa coincidencia, el trabajo conjunto. La coincidencia de objetivos entre la diplomacia y la religión, como son particularmente la paz y seguridad, debe delimitar el ámbito de esa colaboración, salvaguardando las competencias y ámbitos de acción recíprocos. De nuevo, adentrarnos en el cómo y hasta dónde de esa colaboración, exigiría un trabajo de análisis y reflexión que supera con creces el propósito de este estudio, pero con todo nos parece importante afirmar que los límites están en la posible manipulación (el carácter instrumental de la religión o de la diplomacia llevado al extremo) de la religión por la política, para obtener réditos políticos –electorales o no- a través de los mensajes religiosos; o la manipulación de la diplomacia por la religión, para exportar la ideología religiosa de un determinado estado.
Pero no es sólo la coincidencia. Una vez identificados los campos comunes, tanto en objetivos como en medios, es esencial el trabajo conjunto. Resulta crucial enfatizar este aspecto porque, al hacerlo, se evita la disolución de una realidad en la otra, o su subordinación, o su rebaja, que veíamos representan cautelas expresadas por ciertos autores para cuestionar esa posible colaboración. Desde el punto de vista de la diplomacia, ese trabajo conjunto exige implicar a los representantes religiosos desde el inicio del diseño de las iniciativas, en especial aquellas que se refieran al establecimiento o consolidación de la paz, mediante las consultas pertinentes, y establecer grupos de seguimiento que de manera regular actualicen esas consultas. La implicación de los representantes religiosos desde el inicio conlleva, por un lado, el efecto de la «apropiación»de la iniciativa (ownership) por parte de esos representantes, y por otro, una continua «validación»de las decisiones que se van tomando, en el sentido de legitimar ante sus comunidades el proceso. Particularmente ilustrativo resulta en esta materia el ejemplo del proceso de paz en Colombia.
La implicación del llamado sector religioso, que se refiere fundamentalmente a la Iglesia Católica, pero que da cabida también a otras confesiones, ha sido clave desde el inicio del proceso de paz en Colombia, es decir, desde los momentos de acercamiento, decisión y negociación de los acuerdos con las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) hasta la puesta en práctica del acuerdo final, estadio en el que nos encontramos ahora. Los acuerdos de paz mencionan el importante papel que deben desempeñar las entidades religiosas y organizaciones del sector religioso, concretándolo en cuatro capítulos.
En primer lugar, como facilitadores. La iglesias conjuntamente con el Diálogo Intereclesial por la Paz y la Conferencia Episcopal de Colombia coordinarán con el gobierno y las organizaciones sociales y de víctimas, los actos tempranos de reconocimiento de responsabilidad colectiva contemplados en el punto 5 del Acuerdo, sobre reparación a las víctimas [14].
En segundo lugar, como veedores. Las iglesias serán parte de las veedurías que vigilarán el Plan Nacional de Sustitución de Cultivos Ilícitos, a través de Consejos Municipales de Evaluación. También servirán como fuentes de monitoreo en primera instancia del cese el fuego y de hostilidades bilateral y definitivo, y la dejación de armas [15].
En tercer lugar, como actores de política pública. Las iglesias tendrán asiento propio en el Consejo Nacional para la Convivencia y la Reconciliación donde desempeñarán la función de asesorar y acompañar al gobierno en la puesta en marcha de mecanismos y acciones que promuevan la reconciliación, la convivencia, el respeto por la diferencia, la no estigmatización y la resolución de conflictos, tanto a nivel nacional como en los territorios. Desde dicha instancia también deberán capacitar a los funcionarios públicos y líderes sociales para garantizar la no estigmatización, diseñar campañas de divulgación masiva de la cultura de paz, reconciliación y pluralismo y aportar insumos para la creación de una cátedra de cultura política para la reconciliación y la paz [16].
Y en cuarto lugar, como garantes del «Pacto Político Nacional». Las iglesias serán también garantes del cumplimiento del punto 3 sobre el «fin del conflicto»del Acuerdo Final, en el que las FARC se comprometen a dejar el uso de las armas como forma de incidir en la política, lo que se denomina Pacto Político Nacional, que deberá ser garantizado en todas las regiones [17].
Religión y paz
La conjunción de religión y paz es el área de plena coincidencia entre el mundo de la diplomacia y la religión. A falta de una elaboración académica que se haya adentrado con profundidad en los vericuetos de la relación entre diplomacia y religión, nos centraremos en este capítulo, sin pretender ser exhaustivos, en tres aspectos. En primer lugar reflexionaremos sobre cómo condiciona el papel de la diplomacia el hecho de que se incluyan motivaciones religiosas en los conflictos, y cómo las religiones están llamadas a reforzar ese papel de la diplomacia tradicional, combatiendo en el terreno de las ideas religiosas cuando esos conflictos tienen un componente religioso. En segundo lugar, nos referiremos a la participación de los líderes religiosos en dinámicas propias de la diplomacia, en lo que hemos denominado «diplomacia religiosa itinerante». Y en tercer lugar, discurriremos sobre la implicación de los representantes religiosos en procesos de mediación o facilitación del diálogo en conflictos, a través de lo que se conoce como «diplomacia de segunda vía», o track two.
Es idea transversal en los tres aspectos indicados que los esfuerzos religiosos dirigidos a pacificar o consolidar la paz deben ser siempre el trabajo conjunto de actores religiosos que representan sensibilidades religiosas distintas (dentro de una misma religión, o de religiones diferentes). El panorama de inseguridad y confrontación ligado a percepciones equivocadas que se han nutrido de la identificación del extremismo y la religión, sea la que fuere, requiere de un esfuerzo para revertirlo superior al que puede hacer esa religión por sí sola. Requiere de una cooperación interreligiosa que abunde en las similitudes fundamentales de las religiones, destacando los aspectos conciliadores, en particular la tolerancia y el respeto, con el objetivo de trabajar conjuntamente en beneficio de la paz. Y para asegurar esa cooperación continuada, la piedra angular es la promoción del diálogo interreligioso, mediante mecanismos (o instituciones) que garanticen que ese diálogo no es coyuntural o reactivo, sino permanente y preventivo.
Conflictos con elementos religiosos
La literatura académica de las relaciones internacionales [18] sitúa el final de la década de los setenta del siglo XX como el momento en el que los conflictos con elementos religiosos empiezan a tener una presencia creciente en el mundo, hasta alcanzar la mayoría de los conflictos a principios del siglo XXI [19]. Resulta difícil expresar con rigor la naturaleza de esos conflictos. Preferimos hablar de elementos religiosos, más que de causas o motivaciones religiosas, porque nos sumamos a la premisa de que la religión, cualquiera que consideremos, no justifica la violencia, y que la utilización de la violencia en nombre de la religión es de hecho una manipulación de la religión en cuyo nombre dice producirse.
Al enmarcar el conflicto en motivaciones religiosas, el efecto inmediato es la subjetivación de sus causas. No son ya identificables sus causas como aspectos susceptibles de negociación porque se representan como categorías ligadas al bien o al mal, referidas a creencias íntimas e identitarias, y que en última instancia aseguran –o amenazan- la salvación. Y por esa razón, el conflicto, cuando se tiñe de religioso –o de identitario, aunque esto último con matices- es por su propia naturaleza extremo, o absoluto, pues no admite fácilmente la negociación para acercar posiciones o eventualmente para alcanzar la paz. Es la transacción misma lo que se impide porque no hay objeto de cesión. La derrota del adversario o la separación de las comunidades –mediante la imposición de un actor externo- en territorios o realidades diferentes, aparecen entonces como únicas soluciones posibles.
El ejemplo de la guerra de Bosnia-Herzegovina (1992-1995), causada por una compleja combinación de factores políticos y religiosos -exaltación nacionalista y sobre ella, afirmación de la identidad religiosa, crisis políticas, sociales y de seguridad-, que siguieron al final de la guerra fría y la caída del comunismo en la antigua Yugoslavia, puede ser ilustrativo a estos efectos. Aquellas negociaciones concluyeron en los llamados Acuerdos de Paz de Dayton, firmados en diciembre de 1995, en los que se sentaron las bases para detener la guerra. El Acuerdo rompía con la tradición de los acuerdos de paz [20], no sólo porque era elaborado por potencias externas al conflicto sino por los amplios poderes asignados a la comunidad internacional, que trascendían las cuestiones meramente militares para adentrarse en los aspectos más básicos del gobierno y del Estado [21].
El texto legal fundamental de Bosnia es la Constitución, una de las partes (Anexo 4) de los Acuerdos de Paz. En ella se establece en su artículo primero que la -hasta entonces- República de Bosnia y Herzegovina pasa a llamarse sencillamente Bosnia y Herzegovina, sin calificación política alguna. Esta «descalificación»política del Estado es en extremo ilustrativa de hasta qué punto las partes entonces en conflicto forzaron la negociación en favor de sus intereses partisanos. Esos intereses obligaron a formar un «Estado»compuesto por una República (República Srpska, territorio de mayoría de población serbia, de identidad religiosa ortodoxa) y una Federación (Federación de Bosnia y Herzegovina, compartida mayoritariamente por bosniacos, de mayoría musulmana, y croatas, de mayoría católica), ambas denominadas «Entidades». Tanto la República como la Federación cuentan con instituciones propias: Presidencias, Consejos de Ministros, Parlamentos y Tribunales Constitucionales, pues una y otra tienen su Constitución diferente de la del Estado. Esta somera descripción [22] del complejísimo acuerdo de Dayton que puso fin a la guerra de Bosnia, que es todavía hoy una cuestión pendiente en cuanto a cómo garantizar la convivencia real de la población, pretende ilustrar el hecho de que el final de la guerra en Bosnia se debió más la imposición de un acuerdo desde fuera que al resultado de una negociación efectiva entre los grupos en conflicto. Como hemos indicado más arriba, el conflicto se tiñó de elementos identitarios, azuzados por los nacionalismos, entre los que el religioso adquirió un peso significativo; y enmarcado así el conflicto, la subjetivación de sus causas, a través de aspectos relacionados con las creencias íntimas de los pueblos, alejó la posibilidad de acercamiento, y finalmente de negociación. El propio negociador internacional que impulsó el acuerdo, el diplomático estadounidense Richard Holbrooke, se refirió al mismo más como un alto el fuego garantizado por la comunidad internacional que como un verdadero acuerdo de fin hostilidades que garantizara la paz. El título mismo del libro en el que Holbrooke relató el tortuoso camino de las negociaciones, «Para terminar una guerra», es por sí sólo significativo del carácter exclusivamente finalista del acuerdo; y abundando en esa idea, Holbrooke señala en relación con el acuerdo que «(…) los acuerdos y las disposiciones iniciados hoy aquí son un enorme paso adelante, el mayor desde que empezó la guerra. Pero ahora espera una tarea igualmente intimidante: su aplicación. En todas las páginas de los muchos documentos y anexos complicados que se presentan aquí, hay desafíos para que ambas partes dejen a un lado sus enemistades, sus diferencias, que siguen estando en carne viva y con las heridas abiertas. Tenemos la paz sobre el papel. Nuestro próximo gran reto es hacer que funcione» [23].
Pero no quisiera dejar en el lector del presente estudio la impresión de que la implicación de elementos religiosos en los conflictos los hacen irresolubles. La tesis que mantengo a lo largo de estas líneas apunta a dos ideas que desde mi punto de vista son complementarias. Uno, que esos elementos religiosos en los conflictos (habitualmente la manipulación de las creencias para identificar enemigos de la fe, y justificar la violencia) exacerba las posturas de los oponentes hasta convertirlas en absolutas y por ello, reduce o incluso excluye las posibilidades de transacción, dejando únicamente margen para una imposición de la paz desde fuera y la separación en territorios distintos de los grupos o comunidades enfrentadas. Y dos, si la religión ha sido manipulada para movilizar voluntades a favor de la guerra, concluimos que la movilización activa de voluntades por las propias religiones puede contribuir con efectividad a la paz [24].
En esta lógica, es crucial en primera instancia romper el vínculo entre las religiones y la violencia, ruptura que sólo puede producirse desde el interior de esas religiones. El islam, suní o chií, como lo es el cristianismo o el judaísmo, es una religión de paz, y las interpretaciones del Corán que defienden la violencia deben ser ahogadas por las fatwas de reconocidos y prestigiosos líderes musulmanes, seglares o religiosos, que defienden su fe en conjunción con la paz. Se trata en definitiva de fortalecer el eco de las voces moderadas, en los centros religiosos, mezquitas e iglesias; en los centros educativos, escuelas y universidades; en los medios de comunicación, incluidos los medios tradicionales y las redes sociales; y desde las instancias gubernamentales. Se trata de extender el mensaje de las voces moderadas de la manera más amplia posible, con especial énfasis en la juventud.
Este enfoque se ampara en la idea de que los conflictos (ataques puntuales, amenazas más permanentes o incluso guerras) no pueden combatirse sólo militarmente, y requieren el combate en el terreno de las ideas, es decir, en el terreno religioso cuando esos conflictos tienen un componente religioso. La autoidentificación con el Islam de ciertos grupos terroristas exige que el combate de las ideas se haga utilizando esa fuente, el Islam. Por eso es tan importante empezar llamando a los grupos terroristas por nombres que no les identifiquen con el Islam, ni referirse a ellos como «grupos terroristas islámicos», o «extremistas islámicos» [25]. La vinculación del terrorismo, aún la meramente nominativa o formal, con el Islam, sólo sirve los intereses de los grupos terroristas. El efecto de desenmascarar a los grupos terroristas, denominándolos como tales, en lugar de ligarlos nominalmente al Islam, tiene el doble efecto de debilitar al propio grupo terrorista, por un lado, y por otro, fortalecer al Islam mayoritario, que contrapone su fe a la violencia y al extremismo.
Aun así, la verdadera batalla ideológica no es nominativa o formal, sino substantiva, se produce en el terreno de los conceptos y los objetivos, es decir, cómo puede el Islam favorecer la paz, ser agente de paz, tanto en el ámbito de la prevención [26] como en las fases de consolidación de la paz (peacebuilding). Son numerosas las iniciativas que responden a esta idea, tanto de actores privados como de gobiernos y de organizaciones internacionales como la Liga Árabe o la Organización para la Cooperación Islámica, a través de programas en materia de educación, salud, lucha contra el hambre y la pobreza, o intervención en operaciones para la consolidación de la paz.
Diplomacia religiosa intinerante (Shuttel religious diplomacy)
La historia de la diplomacia atribuye a Henry Kissinger, Secretario de Estado estadounidense entre 1973 y 1977, haber popularizado el término de diplomacia itinerante, y haber protagonizado su puesta en práctica con una diplomacia viajera que le llevaba a estar presente en los escenarios diplomáticos más calientes. Aunque en puridad el término se refiere al papel que pueden jugar los diplomáticos como puente entre dos partes que no se reúnen, o no lo hacen con asiduidad, y así mantener el pulso de las negociaciones, su uso conlleva aspectos que pueden ser aplicables a la relación entre diplomacia y religión en nuestro tiempo. Nos referimos en particular al contacto personal entre los interlocutores, y a hacerlo en foros o conferencias fuera de su contexto más cotidiano.
El desplazamiento de líderes religiosos locales o nacionales fuera de su área territorial de trabajo es inusual, y aún lo es más para encontrarse o reunirse con líderes de otras religiones. Enmarcada su realidad exclusivamente en lo local, o nacional, su intercambio de pareceres con representantes de otras religiones se limita a los que pueda tener en su esfera local o nacional. Pero no siempre esa realidad local o nacional ofrece diversidad suficiente –en algunos casos, no ofrece diversidad religiosa en absoluto-, y aún en los casos en los que la realidad local sea rica en diversidad religiosa, es importante propiciar el cambio de su perspectiva desde el punto de vista de la mayorías y minorías religiosas. Porque no es lo mismo abordar el diálogo interreligioso desde la representación de una mayoría social que profesa una determinada religión, que en representación de un grupo que no es mayoría social. La dinámica del diálogo, condicionada por ese factor social, está a menudo condicionada también por el hecho de que esa religión que representa una mayoría social cuenta con un respaldo mayor del gobierno, o a veces incluso protección legislativa. Desde esta perspectiva, si consideramos que el fin último del intercambio personal de pareceres es generar confianza, a través del «conocimiento del otro», podremos concluir que el aislamiento de los líderes religiosos en su realidad cotidiana, condicionada por los factores sociales, políticos o legislativos a los que me he referido, puede no ser siempre útil a esos efectos.
Se trata por tanto de romper la dinámica en el que se produce el trabajo diario de los lideres religiosos, incluido su contexto político, para de esa manera asegurar que adquieren efectivamente otro punto de vista. Nos referíamos en primer lugar al juego de las mayorías/minorías. Sin duda, el punto de vista de un líder religioso de un país en el que su religión es la predominante será diferente cuando se enfrente a la realidad de su comunidad en otro país en el que su religión es minoría. Si además ese líder religioso intercambia pareceres con los representantes religiosos mayoritarios en ese país, y aboga por la defensa de los derechos de quienes no son mayoría, sus posiciones podrían ser en el futuro más receptivas hacia las reivindicaciones de las minorías religiosas de su propio país.
Como decíamos, esa dinámica cotidiana, a veces supone ciertos niveles de protección política y legislativa, habitualmente favorable al grupo religioso que ostenta la mayoría social. Es también importante alejar a los líderes religiosos de ese contexto a fin de que el intercambio de pareceres se produzca sin desventajas, con naturalidad y confianza.
Son todas ellas razones por las que abogamos por el fomento de una diplomacia religiosa viajera, que bien podría ser un área de confluencia entre religión y diplomacia (coincidencia, la llamábamos en apartados anteriores), para trabajar conjuntamente en favor de la paz y la estabilidad internacionales. Desde nuestro punto de vista, el intercambio de estudiantes entre escuelas de formación religiosa (seminarios, escuelas de Sharia), o la convocatoria de talleres, foros o conferencias internacionales –en las que a veces se negocian textos que deben ser consensuados entre los participantes -, que propician el intercambio de pareceres entre líderes religiosos, son complementos necesarios en los esfuerzos internacionales para prevenir conflictos, en la medida en que permiten el conocimiento del otro y facilitan la empatía al asumir roles diferentes a los que desempeñan habitualmente, y en definitiva generan confianza.
Diplomacia de segunda vía (Track Two)
La llamada Track Two diplomacy, o diplomacia de segunda vía, cobra su sentido como un complemento de la diplomacia oficial o tradicional. Así, a través de la diplomacia de segunda vía, actores de la sociedad civil que cuentan con el respeto de las partes implicadas en el conflicto –o al menos con su neutralidad-, acercan posiciones de manera oficiosa para avanzar en la preparación de unas negociaciones que, antes o después, deberán formalizarse en acuerdos oficiales por los que las partes se comprometen de manera efectiva y oficial, entonces ya sí, con intervención de la diplomacia tradicional. No es ésta una definición académica; es una aproximación al concepto de diplomacia de segunda vía que pretende destacar dos elementos que nos parecen importantes a efectos del presente estudio.
El primero es que la diplomacia de segunda vía no sustituye sino que complementa la diplomacia tradicional, por lo que las conversaciones no necesariamente deben versar sobre las cuestiones objeto de negociación. Es esencial enfatizar este aspecto porque ello permite abordar el conflicto desde perspectivas no políticas que pueden generar confianza; en particular la participación de líderes religiosos en esta diplomacia de segunda vía a menudo se dirige a destacar las áreas de confluencia en las que la mayor parte de las religiones se encuentran, utilizando para ello valores compartidos como la compasión, la misericordia o el perdón. Albright se ha referido a este aspecto señalando que «en los conflictos, la reconciliación emerge como posible cuando los contrincantes empiezan a verse unos a otros como humanos, y comienzan a verse reflejados en sus enemigos», y añade que en ese cambio de perspectiva, la religión puede jugar un papel determinante, y cuando eso ocurre, «el acuerdo se vuelve factible porque las partes han humanizado el conflicto» [27].
Y el segundo aspecto del concepto de diplomacia de segunda vía que queríamos subrayar es que la diplomacia de segunda vía la conducen personas que por su reconocimiento por ambas partes (volvemos a la idea de influencia) pueden jugar un papel de facilitadores o mediadores en el conflicto, entre ellas los líderes religiosos o representantes de organizaciones de base religiosa (conocidas en inglés por su acrónimo, FBO, Faith-Based Organisations). Si se trata de conflictos en los que se identifican causas religiosas, resultará difícil que las partes acepten líderes religiosos que se asocien con alguna de las religiones o facciones en liza; si se trata de un conflicto intra-rreligioso, la propia dinámica del conflicto determinará si la conducción de las conversaciones las pueden realizar personas de esa religión o de una tercera, o un grupo formado por ambos. En esta sede, podemos utilizar el caso de la República Centroafricana para ilustrar con un supuesto práctico la capacidad de actores religiosos para jugar un papel de facilitadores. La comunidad internacional es consciente de la importancia de impulsar un acuerdo de carácter intra-religioso en el seno de la comunidad musulmana centroafricana, de tal forma que quede reforzado el liderazgo musulmán en la puesta en práctica de los acuerdos de consolidación de la paz y reconciliación del conocido como Foro de Bangui, que integraron el propio gobierno, representantes de la sociedad civil (profesionales independientes como jueces, médicos, maestros; asociaciones de mujeres, y de juventud), la plataforma de líderes religiosos, representantes de la comunidad internacional, representantes de los grupos militares Seleka y anti-Balaka, y representantes de la asamblea parlamentaria.
En mayo de 2015, los grupos armados rivales de República Centroafricana, Seleka y anti-Balaka, firmaron un Acuerdo de Paz mediante el que se comprometían al desarme de sus milicias, así como a comenzar un proceso judicial por los crímenes de guerra cometidos durante los dos años de conflicto en el país. El acuerdo tuvo lugar dentro del Foro de Bangui y contó con la firma de diez grupos armados junto al Ministerio de Defensa. El acuerdo dice que los combatientes de todos los grupos armados en la República Centroafricana, «se comprometen a disponer las armas y renunciar a la lucha armada como medio de hacer declaraciones políticas, así como de entrar en el proceso de Desarme, Desmovilización, Reinserción y Repatriación (DDRR)». Además se trataron otras cuestiones como el desarme de los niños soldados entre otros aspectos. Como se observa, son todas ellas cuestiones de enorme relevancia para el proceso general de consolidación de la paz, que exige la plena participación de los distintos grupos que conforman el tejido social centroafricano. Y la comunidad musulmana, que representa aproximadamente un 15% del total de la población (la comunidad cristiana representa el 80% de la población; de ellos, 55% evangélicos, y 25% católicos), no puede quedar al margen. Detrás de la división de la comunidad musulmana se encuentra una diferencia respecto al concepto mismo de ciudadanía, en la medida en que parte de la comunidad musulmana procede de países vecinos, en particular de Sudán del Sur, sobre todo tras el establecimiento de un gobierno autónomo en 2005 y el reconocimiento formal de independencia en 2011. En los esfuerzos de acercamiento intra-Musulmán en la República Centroafricana intervienen sumando influencias –en un proceso que continua en la actualidad- instituciones de diversa naturaleza y adscripción religiosa, como es la Comunidad de Sant Egidio (no gubernamental, adscripción católica), la Organización para la Cooperación Islámica (intergubernamental, adscripción musulmana) y el Centro Internacional de Diálogo KAICIID (intergubernamental, multirreligioso).
Conclusión
La religión y la diplomacia son antiguos compañeros de viaje. La mutua imbricación entre una y otra se adentra de manera sustantiva en la historia, en áreas tan significativas como la justificación de la guerra, el establecimiento de la paz, la mediación internacional, cuestiones humanitarias o la cooperación al desarrollo, por mencionar sólo algunos ámbitos. Pero bien se puede afirmar que con el inicio del siglo XXI se vive una revitalización de la religión en los asuntos internacionales, propiciada por la manipulación de la religión por los violentos para justificar sus ataques.
Ello ha obligado al pronunciamiento explícito de los líderes religiosos para desvincular violencia y religión, y deslegitimar el terror desde cualquier invocación religiosa, y al mismo tiempo hacer un llamamiento a sus comunidades para la consecución del objetivo global de paz y seguridad. Es este un objetivo en el que diplomacia y religión coinciden, y en cuya realización deben ambas realidades colaborar.
Las áreas de colaboración abarcan todos los estadios del desarrollo del conflicto, desde la prevención hasta la resolución, consolidación y ulterior reconciliación. En todas ellas, diplomacia y religión pueden y deben trabajar salvaguardando sus realidades distintas, sin imposiciones o manipulaciones. Desde la diplomacia ello exige implicar a la religión desde el inicio del diseño de las iniciativas, lo que conlleva el efecto positivo de la validación (legitimación) de las mismas ante sus comunidades. El ejemplo de la puesta en práctica del acuerdo de paz con las FARC en Colombia nos ha servido para ilustrar este aspecto.
La religión puede igualmente servirse de los instrumentos diplomáticos (lo que hemos llamado «diplomacia religiosa itinerante») para diversificar el punto de vista de sus representantes a través de encuentros internacionales que les obligan a negociar pronunciamientos, y en última instancia les permite adoptar perspectivas fuera de su contexto más cotidiano, en el que se encuentran influidos por una marco político y legislativo local. Se trata de complementos necesarios en los esfuerzos internacionales para prevenir conflictos, en la medida en que favorecen el conocimiento del otro, y facilitan la empatía al asumir roles diferentes, y en definitiva generan confianza. Otro aspecto de la colaboración mutua es el papel que la religión puede desempeñar a través de la llamada «diplomacia de segunda vía», con iniciativas de mediación o facilitación, como complemento de la diplomacia tradicional. En este punto hemos utilizado un ejemplo real de necesidad de mediación en la República Centroafricana.
Cuando los conflictos se explican por motivaciones religiosas, se exacerban las posiciones, y se absolutizan, reduciendo o incluso excluyendo las posibilidades de negociación. El margen para la diplomacia se achica, y es entonces cuando la movilización activa de voluntades por las propias religiones podría contribuir con efectividad a la paz. De no ser así, más que negociar, la diplomacia queda casi limitada a la imposición de un acuerdo de paz desde fuera, y la separación de los grupos en conflicto en territorios distintos. El ejemplo de la guerra de Bosnia nos ha servido para ilustrar este aspecto.
Queremos concluir subrayando el hecho de que el ámbito de colaboración verdaderamente efectivo entre la diplomacia y la religión, que puede proporcionar soluciones sostenibles en el medio y largo plazo, son las medidas en materia de prevención. A ellas nos hemos referido a lo largo del estudio, al mencionar la necesidad de desacreditar el concepto de violencia vinculado a la religión, utilizando para ello los poderoso instrumentos de las redes sociales y los foros internacionales para amplificar las voces de los moderados, o al referirnos a la importancia de fomentar los encuentros interreligiosos internacionales, o las iniciativas de diálogo interreligioso, o al enfatizar el indispensable papel de una educación fundamentada en la tolerancia y el respeto, en escuelas de educación regular, pero también en escuelas religiosas (seminarios, escuelas coránicas) en las que se imparte formación a los religiosos.
Álvaro Albacete Perea, en ieee.es/
Notas:
1 Vendulka Kubalkova (2009), A Turn to Religion in International Relations? Perspectives, Vol. 17 No 2 (2009), pp. 13-41, Institute of International Relations.
2 Jürgen Habermas y Joseph Ratzinger (2008), «Entre Razón y Religión, Dialéctica de la secularización», FCE, Madrid.
3 Hent de Vries (1999), «Philosophy and the Turn to Religion», Johns Hopkins University Press.
4 Gilles Kepel (1994), «The Revenge of God: The Resurgence of Islam, Christianity, and Judaism in the Modern World». University Park: Pennsylvania State University Press.
5 Madeleine Albright (2006), «The Mighty and the Almighty: Reflections on America, God and World Affairs», pag. 73, New York Harpers.
6 Allen Keiswette and Bishop John Chane (2013), «Diplomacy and Religion: Seeking Common Interest and Engagement in a Dynamic Changing and Turbulent World», pag 5, The Brooking Project on US Relations with the Islamic World, US-Islamic World Forum Papers 2013, November 2013.
7 Hans Morgenthau (1948), «Politics Among Nations: The Struggle for Power and Peace», The Mc Graw Hill Companies.
8 Luis Weckmann, «Origen de las misiones diplomáticas permanentes», Secretaría de Educación Pública de México, pág. 271.
9 Pew Forum on Religion and Public Life, The Changing Global Religious Landscape. April 2017.
10 World Religion Database, International religious demographic statistics and sources (http:// www.worldreligiondatabase.org).
11 Jonathan Fox (2008), «A World Survey of Religion and the State», New York, NY.
12 Jonathan Fox and Nukhet A. Sandal (2010), «Toward Integrating Religion into International Relations Theory». Zeitschrift für Internationale Beziehungen, 17 Jahrg., H. 1, pp 149-159. Published by: Nomos Verlagsgesellschaft mbH.
13 Jonathan Fox and Nukhet A. Sandal (2010), Op. Cit.
14 Punto 5.1.3.1, Acuerdo Final.
15 Punto 4.1.3.5, Acuerdo Final.
16 Punto 2.2.4, Acuerdo Final.
17 Punto 3.4.2, Acuerdo Final.
18 Jonathan Fox (2007), «The Increasing Role of Religion in State Failure: 1960-2004», in Terrorism and Political Violence, 19:3, págs. 395-414.
19 Es pertinente leer la observación de Karen Armstrong (Campos de Sangre, 2014) sobre la constante aseveración de que la religión ha sido la causa de las principales guerras en la historia, al señalar que, al menos en nuestro tiempo, esa afirmación no se corresponde con la historia, pues «es obvio que las dos guerras mundiales no se produjeron como consecuencia de la religión». Y respecto al período premoderno, afirma que «Los sentimientos religiosos estaban presentes en las mentes de quienes combatían esas guerras; pero imaginar que la religión era distinguible de las cuestiones sociales, económicas y políticas resulta esencialmente anacrónico. El historiador John Bossy nos recuerda que antes de 1700 no existía un concepto de religión como algo separado de la sociedad y política. (…) esa distinción no tendría lugar hasta que los modernos filósofos y políticos separaran la Iglesia y el Estado»(pág. 278-279). Armstrong continúa en unas páginas más adelante: «Los primeros filósofos de la modernidad, como Hobbes, pidieron un Estado fuerte para reprimir la violencia en Europa, que, según creían, era inspirada únicamente por la religión. Sin embargo, la nación era evocada para movilizar a todos los ciudadanos a la guerra y Fichte animaba a los alemanes a combatir el imperialismo francés por amor a la patria. El Estado se había ideado para contener la violencia, pero la nación se utilizó para desencadenarla» (pág. 317). Sobre esta cuestión, Armstrong se refiere a su vez al imprescindible libro de William T. Cavanaugh, The Myth of Religious Violence, Oxford 2009.
20 David Chandler (2000), «Bosnia. Faking Democracy after Dayton», Pluto Press, págs. 43-44 y 51-52.
21 Carl Bildt (1996), «The important lessons of Bosnia», Financial Times, 3 de abril de 1996: «La mayoría de los anexos del Acuerdo de Dayton no se refieren a la conclusión de las hostilidades, que es tradicionalmente el ámbito de un acuerdo de paz, sino al proyecto político de la democratización de Bosnia, de la reconstrucción de su sociedad».
22 Álvaro Albacete (2007), «Reconstrucción institucional en Bosnia y Herzegovina: hacia una reforma constitucional», Revista de Derecho Político, núm. 67, 2006, págs. 259-294.
23 Richard Holbrooke, (1999), «To End a War», Random House Inc. N.Y., págs. 311-312. «Para acabar una guerra», Editorial Política Exterior, 1999, pág. 416.
24 Alvaro Albacete (2015), «Anotaciones sobre la religión en el contexto de seguridad africano», CESEDEN, Escuela de Altos Estudios de la Defensa, Ministerio de Defensa de España, Monografías 144, África, págs. 46-47.
25 Mathew Lee (2008), «Jihadist Booted from Government Lexicon», Associated Press, April 2008.
26 Todas las áreas mencionadas resultan esenciales pero el combate efectivo contra el terrorismo, en aras de soluciones que pervivan en el medio y largo plazo, requiere de medidas que se dirijan hacia la prevención. Y en este sentido el reto principal se encuentra en desacreditar el concepto de terrorismo o violencia vinculado al Islam mediante la educación, en escuelas o madrasas fundamentalmente, pero también en escuelas coránicas, en las que se imparte formación a los Imanes.
27 Madeleine Albright (2006), Op. cit.
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