El Islam en el África subsaharian
Si exceptuamos a la antigua Nubia, hoy islamizada, y a Etiopia, de las que nos ocuparemos en el siguiente apartado, la presencia del Islam en el África subsahariana es mucho más antigua que la del cristianismo. Asimismo, este Islam presenta una serie de particularidades que lo diferencian, hasta un cierto punto, del imperante en otras latitudes, en particular del practicado en lo que podemos denominar el espacio de la civilización islámica clásica. Entendemos por tal la región que se extiende, aproximadamente, desde el Magreb hasta la India, en donde el Islam se expandió de un modo más temprano, como consecuencia sobre todo de una sucesión de victoriosas campañas militares, de modo que en pocos siglos la inmensa mayoría de sus habitantes devinieron musulmanes y en donde surgió, al mismo tiempo, una nueva civilización multiétnica, con una cultura vertebrada, en gran medida, por la religión islámica y en la que se integraron las aportaciones de poblaciones muy diversas, pertenecientes también a otras religiones. En comparación con esta región pionera, la propagación del Islam por el África subsahariana ha resultado más tardía y ha discurrido, sobre todo, bajo otras modalidades diferentes.
Sus vías de entrada han sido básicamente dos: la terrestre, a través del desierto del Sáhara, y la marítima, desde el Océano Índico. Pero esta última ha sido mucho más marginal y durante siglos, la influencia de la religión y de la cultura islámica ha quedado allí restringida a las costas y a los inmigrantes de origen árabe o persa. En cambio, la vía terrestre ha alcanzado resultados mucho más espectaculares. A través suyo, la inmensa mayoría de los habitantes del Sahel ha terminado convertida al Islam. Desde ahí esta religión ha continuado difundiéndose cada vez más al sur, en particular por el África occidental, en donde ha sido adoptada por importantes minorías de su población [27].
Lo más interesante, sin embargo, de esta propagación del Islam ha consistido en su modalidad. Al contrario que en el espacio de la civilización islámica clásica, el proceso ha sido muy lento y mayoritariamente pacífico. Sus agentes principales han sido los mercaderes, primero magrebíes y luego también negro-africanos, que han conectado al mundo subsahariano con el Norte de África a través de un comercio caravanero cuyos excedentes han sido además históricamente fundamentales para el desarrollo de los distintos Estados locales. Otro tanto ocurrió, si bien con un menor alcance, en la costas del Índico. Traído por los comerciantes arabo-bereberes, el Islam se extendió, primero, entre sus socios locales, para llegar más tarde a las aristocracias guerreras y al pueblo llano [28]. Brindó en ocasiones a las primeras una ideología nueva, muy útil para unir a poblaciones diversas bajo un único poder político, y para legitimar, bajo la forma de una yihad contra los infieles, sus campañas no sólo de conquista, sino también de apresamiento de esclavos, como sirvientes suyos o para intercambiarlos por las armas, caballos y bienes de lujo llegados desde el norte [29]. En cuanto al campesinado, aunque su islamización fue mucho más tardía, a veces, como ocurrió de manera muy señalada entre los wolof de Senegal, encontró en el Islam una ideología de resistencia frente a los abusos de los aristócratas [30].
De cualquier manera, esta propagación del Islam por vías básicamente pacíficas, aunque no siempre, ha tenido dos efectos trascendentales. La primera de ellas ha estribado en que sus propagadores acabaron siendo en la mayoría de los casos también negro-africanos. Ha estado, por ello, mucho menos vinculado con ningún tipo de empresa colonial que el cristianismo traído por los occidentales. En segundo lugar, ha dependido, en mucha mayor medida, de la aceptación voluntaria por parte de la población, ya que la coacción desde arriba ha dispuesto de menos oportunidades para ser ejercida. A ello se ha sumado otro hecho fundamental. Debido al carácter periférico del mundo negro-africano con respecto al mundo islámico clásico, durante mucho tiempo el número de ulemas bien formados ha sido en extremo reducido. El Islam ha tendido a ser propagado, por ello, en muchos casos por gentes que tampoco lo conocían demasiado bien y que podían combinarlo de manera bastante inconsciente con sus propias creencias tradicionales [31].
De resultas de todo lo anterior, el Islam se ha mestizado, en muchos casos de una manera muy profunda, con las religiones locales. El resultado ha sido una suerte de Islam mestizo [32], también denominado a veces «Islam negro» [33]. Evidentemente, más que de un Islam mestizo habría que hablar de una pluralidad de mestizajes, muy distintos según las épocas y las regiones. Entre los rasgos compartidos por la mayoría de estas síntesis, podríamos citar, en primer lugar, una inicial desatención hacia el derecho islámico, con el mantenimiento de muchas costumbres tradicionales que podrían resultar condenables de acuerdo con el mismo. A esto se añadiría también, ya en un plano más ligado al ámbito de las doctrinas y de los rituales, la conservación, más o menos islamizada, de una parte notable de ellos, incluidas las ceremonias de regeneración cósmica. A veces, incluso, los rituales islámicos han devenido en un elemento más dentro de un repertorio mucho más amplio de técnicas utilitarias. El Corán ha sido tratado como otro fetiche añadido, investido de ciertos poderes, y los dignatarios religiosos musulmanes como los oficiantes de un culto más entre otros. Lo islámico ha sido, así, asimilado a lo tradicional. Esta operación ha permitido una primera apertura hacia la nueva religión, pero al precio de distorsionarla y, quizá, en ciertos casos, de neutralizar su carácter contradictorio con respecto a las tradiciones locales y, por tanto, la posibilidad de la emergencia de un conflicto susceptible de dirimirse luego en un sentido o en otro.
Esto es lo que ha tendido a ocurrir en aquellos casos en los que, dentro de la síntesis híbrida que se estaba conformando, el componente religioso tradicional era el predominante. En aquellos otros en los cuales la contribución dominante ha sido la islámica, la incorporación de elementos tradicionales ha requerido de una relativa islamización de los mismos. Esta operación ha podido efectuarse de distintas maneras. En primer lugar, las entidades personales propias del «animismo» han sido asimiladas a otras ya presentes en el Islam. Los espíritus lo han sido a los yinn, o «genios», y los seres humanos dotados de cualidades taumatúrgicas han sido tomados por «santos», awliya, sufíes, investidos de la bendición divina, o baraka. En el peor de los casos, el Islam acepta también la existencia de brujos capaces de conjurar el poder de los demonios, con lo que también puede dar cabida bajo esta modalidad a un sinfín de prácticas tradicionales Pero, naturalmente, esta asimilación puede requerir, en segundo lugar, de una relativa laxitud a la hora de establecer correspondencias entre las categorías de cada uno de los dos sistemas de creencias. Los nuevos yinn pueden no coincidir plenamente con los comúnmente aceptados [34].
De todo lo anterior se desprende además otro hecho muy digno de consideración. Al haberse focalizado tan a menudo el interés negro-africano por el Islam en sus posibles virtudes milagrosas, se ha mostrado una especial receptividad hacia su vertiente sufí, aquella en donde precisamente tales presuntas cualidades desempeñan un papel más destacado. Es conocida, a este respecto, la notable influencia de las cofradías místicas en el Islam negro-africano, si bien, no obstante, la misma varía mucho de unas regiones a otras [35]. Empero, resultaría un tanto unilateral explicar esta influencia del sufismo en razón únicamente de este sincretismo con las religiones tradicionales. Aparte de que esta corriente se encuentra presente, en mayor o menor grado, por todo el orbe islámico, existen también otras razones que explican su éxito en el mundo subsahariano en concreto. La principal de ellas parece estribar en sus capacidades organizativas. Las cofradías sufíes no son únicamente asociaciones para la práctica del misticismo. Frecuentemente desempeñan también otras funciones sociales. Pueden operar, de este modo, como mecanismos de encuadramiento político y como organizadores de la actividad económica. En ocasiones, han llegado a conformar en torno suyo auténticos Estados, como ocurrió de manera destacada con el efímero Imperio forjado por la Tiyanía en el Sahel, bajo la dirección del Hach-Umar en el siglo XIX [36]. Semejantes funciones son tanto más fáciles de llevar a cabo en un contexto de relativo vacío político, como el imperante precisamente en amplias zonas del África subsahariana ya parcialmente islamizada en tiempos pre-coloniales. Allí, o bien no existían Estados o bien éstos eran muy débiles y ejercían un control escaso y precario sobre su territorio y su población. En tales circunstancias, tampoco tendría que sorprendernos tanto el papel político jugado por numerosos maestros sufíes. Por otra parte, a través de estas acciones, y en general de su capacidad para organizar la vida social trascendiendo límites étnicos y de linaje, acabaron tomando el testigo de las antiguas asociaciones de culto.
Estas particularidades tan frecuentes en el Islam negro-africano han empujado a un amplio elenco de autores a postular la existencia de un llamado «Islam negro», cualitativamente diferente del de otras regiones del mundo islámico. Semejante concepción nos parece un arma de doble filo. Sin duda, detenta la doble virtud de contrarrestar cualquier visión demasiado monolítica acerca del Islam, resaltando sus variaciones regionales, y de llamar la atención sobre fenómenos muy reales de sincretismo religioso en esta parte del mundo. Manejada, pues, con prudencia puede resultar de gran utilidad. El problema estriba en que no siempre lo es de este modo. En sus versiones más extremas desemboca en una visión muy monolítica y esencialista, en la que el Islam negro-africano nos es presentado como totalmente homogéneo, con independencia de las épocas y las regiones concretas. Lo que se había ganado contrarrestando la idea de un único Islam, siempre igual a sí mismo en todos los lugares del planeta, se pierde ahora fabricando una variante de alcance más local de este mismo modelo. Esta visión esencialista suele incurrir además en un llamativo primitivismo. Tiende a representar este «Islam negro» como destinado a ser ya por siempre una construcción sincrética con una fuerte presencia de tradiciones arcaicas, como si los negro-africanos no fuesen capaces de asimilar igualmente las versiones más elaboradas e intelectualistas del Islam. La realidad es naturalmente mucho más compleja. El Islam híbrido que hemos estado describiendo más arriba está lejos de ser, hoy en día, el único presente en la región. Éste, con el tiempo, ha ido volviéndose mucho más «ortodoxo». La constitución de un cuerpo de ulemas bien formados y el desarrollo de unos contactos mucho más intensos con el resto del mundo musulmán y con sus principales centros de formación y de creación intelectual han resultado claves en este proceso. El viejo Islam híbrido sigue, ciertamente, existiendo, pero su peso ha ido disminuyendo de manera muy acentuada [37].
Esta transformación no tiene tampoco nada de reciente. Comienza a mediados del siglo XVIII. A lo largo de más de un siglo, justo hasta la intervención colonial, partiendo desde la Senegambia y llegando hasta Somalia, se van a suceder toda una serie de yihad encabezadas por maestros sufíes encuadrados en cofradías. El objetivo de estas yihad era derribar a los gobernantes «paganos», y frecuentemente opresivos, y reemplazarlos por regímenes dirigidos por los propios sufíes, en donde se aplicara con todo rigor el derecho islámico. Tanto el «paganismo» como el Islam sincrético debían ser erradicados, no sólo mediante la persecución directa, sino también por medio de una intensa labor de proselitismo, que condujo a la fundación de numerosas escuelas coránicas y a la puesta por escrito, con caracteres árabes, de varias lenguas locales. Los Estados nacidos de esta cadena de yihad recabaron, en general, un notable éxito. No sólo promovieron un Islam más «ortodoxo», sino que también pacificaron diversas regiones -aunque devastaron también otras- lo que propició una mayor prosperidad económica en su conjunto [38]. Merece la pena destacar el hecho de que estas revoluciones rigoristas constituyeron una experiencia radicalmente novedosa en su momento a escala del mundo islámico. Los gobiernos clericales que instauraron y su severidad en la aplicación del derecho islámico contrastan sobremanera no sólo con el estado de cosas existente previamente en la región subsahariana, sino también con la tónica general entre las poblaciones musulmanas, en donde lo más habitual a lo largo de la historia ha sido que el gobierno recayese en manos de soberanos seculares, por ejemplo, caudillos tribales, quienes después podrían mantener unas relaciones más o menos estrechas con determinados clérigos y promover con variable entusiasmo la aplicación de la ley religiosa.
Estos hechos deben ser subrayados, como un claro desmentido de esa visión tan difundida sobre el «Islam negro» como forzosamente más tolerante y pacífico que el Islam más clásico, en razón de su sincretismo y de su desinterés- primitivista –por las cuestiones jurídicas y doctrinales. En concordancia con esta primera tesis tan discutible, se pretende igualmente que la actual propagación por el África subsahariana del fundamentalismo y del yihadismo no podría explicarse sino por una influencia foránea, que estaría alterando la naturaleza originaria del Islam local. En contra de estas creencias tan extendidas, el Islam subsahariano no sólo no ha hecho gala de una laxitud menor que el Islam de otras regiones, sino que, por el contrario, se ha mostrado en determinados momentos como un pionero promotor del más extremo rigorismo.
La conquista colonial liquidó todos estos Estados teocráticos, aunque en ocasiones sus líderes lograron sobrevivir como dirigentes nativos destinados a operar como mediadores con la población local. Todavía a día de hoy, aunque desprovistos ya en casi todas partes de un poder ejecutivo directo, bastantes de ellos disfrutan de una más que notable influencia social y política, junto con una muy llamativa también riqueza material. Junto a esta pervivencia de varias dinastías nacidas de las antiguas yihad, el segundo rasgo más destacado del moderno Islam subsahariano ha consistido en sus notables progresos. Las conversiones han continuado a buen ritmo, de manera que el porcentaje de musulmanes, y de musulmanes además relativamente «ortodoxos», no ha dejado de incrementarse. Resulta sobremanera significativo el que además estos éxitos hayan sido alcanzados bajo la férula de gobernantes coloniales cristianos, primero, y de Estados casi siempre laicos, después, regidos a veces además por líderes políticos cristianos. Esta aparente paradoja encuentra su solución en el hecho de que la pacificación, el desarrollo de los transportes y el crecimiento económico permitieron a los predicadores musulmanes llegar allí a donde antes les hubiera resultado imposible hacerlo.
También asimismo, la receptividad hacia su mensaje se acrecentó. Según el modo de vida tradicional era revolucionado por el desarrollo capitalista inducido por el colonialismo y según los aldeanos emigraban a las ciudades o los nuevos centros de desarrollo agrícola y minero, el mensaje del Islam y la capacidad de encuadramiento de las cofradías sufíes se mostraron como un eficaz instrumento para recrear un nuevo modo de vida en sustitución del más tradicional y unas identidades más inclusivas que las anteriores [39].
En el curso de este proceso, el Islam negro-africano ha experimentado además una evolución multidireccional. De una parte, las cofradías sufíes se han ido fortaleciendo y diversificando. En ocasiones han entrado además en competencia unas con otras. Ha sido bastante habitual, asimismo, una tendencia hacia el abandono de aquellos planteamientos doctrinales que abogaban por la yihad, por el uso de la violencia para imponer un adecuado seguimiento de los mandatos religiosos, y su reemplazo por otros distintos, más favorables hacia la coexistencia con los no musulmanes. Esta tendencia ha favorecido una política de acomodación, primero, con las autoridades coloniales y después con los regímenes laicos y las poblaciones no musulmanas. Su contribución a la paz y al desarrollo democrático de varios países africanos, especialmente Senegal, merece ser subrayada [40]. Sin embargo, también se han producido desarrollos menos amables. ]Han tenido lugar también dentro del propio sufismo, ya que, en contraste también con una simplificación demasiado extendida, el mismo no ha sido, como ya hemos visto, históricamente incompatible ni con el rigorismo doctrinal ni jurídico ni con el recurso a la violencia, ni aquí ni en otros lugares del mundo [41].
Pero, sobre todo, se ha podido contemplar en las últimas décadas una notable difusión del islamismo, en la línea de los Hermanos Musulmanes, y del salafismo, a semejanza del resto del mundo islámico. Ambos movimientos abogan, cada uno a su manera, por una islamización más resuelta, que desafía la política de acomodación practicada durante décadas por la mayoría de los dirigentes sufíes. Asimismo, en determinados casos, el más señalado de los cuales es el de Boko Haram en Nigeria, el salafismo ha experimentado una deriva violenta, la cual, y esto debe ser subrayado, no es inherente a todos los salafíes. Las razones de la misma son complejas. Al fanatismo doctrinal de sus promotores, se ha sumado la receptividad de una parte importante de la población musulmana local, que ha encontrado en el mismo una forma de canalizar su descontento con la situación en la que se encuentra. Es una situación marcada no sólo por una aguda pobreza y exclusión social, sino también por una serie de rivalidades inter-confesionales, especialmente intensas en el caso nigeriano [42].
El cristianismo en el África subsahariana
A la hora de abordar la situación del cristianismo en el África subsahariana, debemos comenzar por distinguir claramente entre aquel más tempranamente instalado en la región, el de Etiopía, y aquel otro llegado en tiempos mucho más recientes de la mano de los europeos. Comenzando por el primero de ellos, éste no debe ser tomado como una suerte de curiosidad histórica, sino ubicado en el contexto de la primera expansión del cristianismo por África, expansión que entrañó la conversión de sectores importantes de la población del Magreb y de Egipto, pero también de la de Nubia. No está de más recordar a este respecto el papel jugado en la génesis del pensamiento clásico cristiano por toda una serie de teólogos africanos como San Clemente, Orígenes, Tertuliano y San Agustín, por citar solamente algunos de ellos. La posterior islamización de toda esta región erradicó progresivamente esta religión del Magreb y de Sudán, la redujo a una posición minoritaria en Egipto y dejó a Etiopia como un auténtico bastión cristiano rodeado de musulmanes y aislado del resto de la Cristiandad.
Aunque evidentemente importado en su momento, el cristianismo arraigó pronto entre la población abisinia. Su expansión no puede ser asociada en modo alguno a una imposición colonial, como sí ha ocurrido, en cambio, con esta religión en el resto de la región subsahariana y, en ciertos casos, también con el Islam. Es más: Etiopía tiene a gala el ser uno de los primeros reinos del mundo en haberse convertido al cristianismo, junto con Armenia y Georgia, y antes de que lo hiciera el propio Imperio Romano. Su cristianización ha sido además anterior en varios siglos, a veces en bastantes, a la islamización de las regiones vecinas [43]. Podemos considerarla, por todo ello, la religión universalista más profundamente arraigada en el mundo subsahariano. Así ha sido hasta el punto de convertirse en una religión nacional de los pueblos abisinios, no, por supuesto, de todos los ciudadanos del actual Estado etíope, un Estado multiétnico, con un abultado porcentaje de musulmanes.
Esta centralidad de la que disfruta el cristianismo en el seno de la identidad nacional abisinia, se apoya además en una serie de leyendas, en particular la que hace remontarse los orígenes del Reino hasta Menelik, supuesto hijo de Salomón y la Reina de Saba [44], apoyándose en el hecho real de que Abisinia nació de la fusión entre inmigrantes sabeos, venidos del actual Yemen, y poblaciones locales. Mediante esta ingeniosa maniobra ideológica, se conecta la propia historia particular con la gran historia bíblica, engrandeciéndola y legitimándola. Se trata, por lo demás, de una operación harto frecuente. La encontramos en los distintos reinos europeos medievales, con mitos como el del Apóstol Santiago, pero también entre pueblos negro-africanos de mayoría musulmana como los fulani, los hausa y los wolof, quienes alegan descender de personajes vinculados a la historia fundacional del Islam presuntamente asentados luego entre la población negra. Del mismo modo, y al igual también que distintos reinos cristianos de Europa, Abisinia cuenta con una historiografía oficial que hace de ella una suerte de réplica del antiguo Israel, un pueblo fiel a su Dios y cercado por enemigos paganos, a los que combate incesantemente, aunque con variable éxito [45]. Así, el modelo del «pueblo elegido», del pueblo ligado a Dios por un nexo privilegiado, operó aquí también como una auténtica matriz a partir de la cual fue forjada con el tiempo una identidad nacional, de un modo no tan diferente al experimentado en su caso por españoles, franceses e ingleses [46].
Todo ello ha contribuido sin duda a la supervivencia de esta auténtico islote cristiano en el corazón de África. Con todo, el cristianismo abisinio también ha mostrado ciertas limitaciones en lo atinente a su capacidad para difundirse entre otras poblaciones, incluso cuando no tenía que competir con el Islam. Quizá éstas se hayan debido a una asociación demasiado estrecha con un pueblo en concreto. De ser así, aquello que le ha ayudado a sobrevivir en condiciones muy difíciles podría haber dificultado, sin embargo, su expansión en otros momentos más favorables de su historia. De igual manera, el cristianismo abisinio presenta claras diferencias con las corrientes mayoritarias de esta religión en el plano mundial. Constituye una sección local de una tendencia extremadamente minoritaria hoy en día, como lo es el monofisismo, mayoritario únicamente entre los cristianos egipcios. Esta circunstancia le condena también a un cierto aislamiento con respecto al resto del mundo cristiano.
El cristianismo llegado desde Occidente resulta muy diferente en varios aspectos fundamentales. Es obviamente una religión introducida por extranjeros en tiempos recientes, en el contexto, básicamente, de la dominación colonial. Desde este punto de vista, le corresponde claramente el calificativo de importada. Lo hace además en mucha mayor medida que en el caso del Islam local, llegado un milenio antes y propagado en parte por nativos previamente convertidos. Pero pese a estos factores adversos, su éxito ha resultado, en su conjunto, auténticamente espectacular, de forma que en poco más de un siglo se ha logrado cristianizar en torno a la mitad de la población local. Esta expansión ha revestido, sin embargo, ciertas particularidades que explican en buena parte sus logros.
En primer lugar, se ha dirigido de manera prioritaria hacia los adherentes a las religiones tradicionales y sólo en un grado muchísimo menor hacia los musulmanes. Es de sobra conocida la resistencia que las poblaciones musulmanas suelen ofrecer a su conversión a otras religiones, la cual generalmente no ocurre salvo en situaciones muy excepcionales, como la de los esclavos africanos en las Américas y, hasta un cierto punto, las diásporas de levantinos en Latinoamérica. Las razones de esta adhesión tan firme a su religión parecen residir en la capacidad del Islam para operar como una ideología global, que vertebra una gran parte de la existencia de sus fieles, a los que además proporciona una identidad muy bien trabada, fuente de un intenso orgullo colectivo. Frente a tales beneficios, el cristianismo tenía, en general, bien poco que ofrecer a los musulmanes y la adhesión a esta religión condenaba además al converso a un ostracismo total por parte de sus antiguos correligionarios, que seguramente no fuera a ser compensado por su nueva comunidad de pertenencia, salvo en ciertos casos muy particulares. De ahí entonces que el Islam, también en expansión, como hemos visto en el apartado anterior, se haya erigido como un formidable obstáculo para la propagación del cristianismo. Dado que también él se ha ido difundiendo entre las poblaciones «paganas», ambas religiones han acabado por convertirse en competidoras directas en esta parte del mundo.
La situación era muy otra con respecto a los practicantes de las religiones tradicionales. Como había ocurrido siglos antes con el Islam, el cristianismo aparecía ante ellos como la religión de gentes más ricas y poderosas, lo que le deparaba un indudable atractivo. Les brindaba, asimismo, una doctrina muy elaborada, capaz de trascender el frecuente localismo de los tradicionalistas, y de propiciar además nuevas experiencia espirituales. Todo ello, en el contexto de una rápida modernización inducida por el colonialismo, le dotaba de una notable funcionalidad. Las ventajas ofrecidas, desde hacía ya tiempo, por el Islam se repetían ahora también en su caso. Empero, el cristianismo predicado por los misioneros adolecía, sin embargo, de algunos inconvenientes muy notorios. Se trataba, obviamente, de una religión extranjera, en principio, muy diferente de las tradiciones locales, con las que resultaba difícil conciliarlas. Así era sobre todo porque su proceso de expansión estaba siendo muy rápido, mucho más, en general, que el que había caracterizado la del Islam en tiempos pasados, el cual había dispuesto de más tiempo para aclimatarse a su nuevo entorno.
Pero este problema ha sido solventado, al igual que en el caso de esta otra religión, mediante ciertos procesos de sincretismo religioso. El mismo ha discurrido por distintos caminos. Robin Horton [47] señala que, a menudo, el cristianismo negro-africano ha heredado la orientación pragmática y utilitarista de las religiones tradicionales locales. Se sigue persiguiendo prioritariamente el bienestar cotidiano, el éxito terrenal. De ahí entonces la importancia concedida a aquellas prácticas que puedan servir para sanar enfermedades, obtener fortuna, amores o, incluso, dañar a los enemigos. Lo único que han cambiado son los procedimientos utilizados. De igual manera, y como también ocurre con ciertas formas de sufismo, los cultos evangélicos encuentran hoy una amplia acogida en el África subsahariana, dada la receptividad local hacia un género de devoción centrado en rituales cargados de emoción, en donde puede llegar a caerse en éxtasis, al igual que ocurre en tantos cultos tradicionales. Más en concreto, el pentecostalismo, en el que la posesión por el Espíritu Santo es algo habitual, así como los exorcismos contra los demonios, se adapta igualmente bien a una demanda local modelada por la pervivencia de las creencias en las posesiones.
El segundo gran inconveniente al que se ha enfrentado el cristianismo subsahariano ha estribado en su vinculación con la dominación colonial, lo cual, por supuesto, ha propiciado rechazos, mayores en conjunto que los experimentados por el Islam, por las razones ya señaladas. Pero más en concreto, el cristianismo era la religión de los blancos. Todos los personajes centrales de la narración bíblica lo eran. No era sólo la doctrina de unos extranjeros y de costumbres muy diferentes a las propias, sino también la de unas gentes con un aspecto físico extraño, fuente, en ocasiones, de sorpresa y turbación [48]. Ninguno de estos obstáculos resultaba, sin embargo, insalvable. Después de todo, aunque blancos, ninguno de los principales personajes de la Biblia era europeo. Es más, eran semitas, hacia los que se fue desarrollando una fuerte antipatía y, en concreto, judíos, hacia los que la hostilidad podía llegar a ser terriblemente intensa. Pero esta distancia originaria ha sido luego olvidada en la propia Europa. La tradición bíblica se ha convertido en un componente fundamental de la civilización occidental, junto con la grecolatina. El mundo medioriental descrito en las Escrituras ha dejado de ser algo extranjero para ella. Mejor dicho, se ha convertido en uno de los componentes fundamentales de su tradición histórica y de su identidad. Es mucho más cercano hoy para el occidental medio que cualquier supervivencia de las antiguas culturas prerromanas y precristianas europeas.
En principio, esta misma aclimatación podría darse también en el caso de los cristianos negro-africanos. Las razones son diversas. Para empezar, su occidentalización cultural, muy profunda en bastantes casos, les acerca también al cristianismo, como componente fundamental de su cultura actual. La diferencia en el fenotipo sigue ahí. Pero la importancia que se le otorgue puede variar mucho. De este modo, los negro-africanos también son susceptibles, en principio, de verse incluidos dentro de una colectividad universal cristiana, cuyo cristianismo se encuentra enclavado, inculturado [49], dentro de una cultura de origen occidental, pero hoy ya casi universal. En segundo lugar, junto a esta primera operación encaminada hacia el ingreso en una comunidad de creyentes en igualdad de condiciones con el resto, sin tomar en cuenta las propias particularidades, también puede ejecutarse otro movimiento distinto, consistente en resaltar precisamente tales particularidades y buscar algún vínculo entre las mismas y la tradición cristiana. Así, en vez de disolver la particularidad dentro de una generalidad más amplia y común a todos los cristianos, y lograr a través suyo el deseado vínculo con la cristiandad, en esta otra maniobra ideológica es lo idiosincrásico lo que se ve resaltado y conectado de manera más directa con la religión que se profesa.
La estrategia desarrollada con este objetivo no ha sido muy diferente de esas otras examinadas en el caso del cristianismo abisinio o de ciertos pueblos musulmanes del Sahel. Con este fin, se han seleccionado dentro de la Biblia algunos pasajes que luego han sido convenientemente interpretados. El mito de Cam, el hijo de Noé maldecido por éste tras haberse mofado de él mientras permanecía en estado de embriaguez, empleado durante siglos para justificar la esclavización y colonización de los negro-africanos, supuestos descendientes suyos, puede ser ahora reciclado con objetivos opuestos. Puesto que Canaán fue descendiente de Cam, la negritud habría estado enclavada desde el principio en la tierra de origen del judaísmo y, a través suyo, del cristianismo. De igual manera, el precedente abisinio, tomado no como un caso aislado, sino como el representante privilegiado de todo el mundo negro-africano, ha sido aducido para reivindicar la ancestral condición cristiana de África. No está de más recordar la exaltación de lo etíope entre muchas poblaciones negras cristianizadas y de la cual el rastafarismo jamaicano no constituye sino su versión más extrema. Asimismo, se ha vuelto popular la tesis de una antigua presencia judía en el África subsahariana, atestiguada presuntamente por costumbres como la circuncisión. Es fácil rastrear en internet bastantes páginas al respecto. Su discutible fundamento histórico no importa aquí. Lo que nos interesa es que por medio suyo se logra por fin conectar de alguna manera a esta región con la historia bíblica. El cristianismo no sería entonces tan extraño a los subsaharianos. Por último, las viejas teorías de los misioneros sobre el monoteísmo esencial de los negro-africanos y su intensa espiritualidad en un sentido cristiano pueden ser también retomadas ahora.
Pero en ocasiones se ha ido todavía más lejos. No se ha tratado entonces solamente de buscar una conexión con el cristianismo, que lo hiciera más aceptable. Tampoco siquiera de situarse, con ello, a la misma altura que los europeos. Con independencia de que estos objetivos se lograsen, la dominación europea persistía. Y con ella la resistencia a la misma. El problema que planteaba la religión cristiana en este punto estribaba en su fácil susceptibilidad para ser percibida como un instrumento al servicio de la empresa colonial. No en vano, la misión de civilizar y de cristianizar a los nativos fue, como se sabe, una de las principales justificaciones ideológicas de este colonialismo. Asimismo, en la medida en que, pese a todas las maniobras ya reseñadas, el cristianismo había sido traído por los europeos, éstos quedaban convertidos en los maestros y los negro-africanos en sus discípulos, de tal modo que la situación de supeditación social generalizada de estos últimos también tendía a reproducirse ahora en el plano religioso. Sin embargo, del mismo modo que el cristianismo operaba en este sentido, también era posible apropiárselo y hacer de él un instrumento de afirmación identitaria y de resistencia anticolonial. Para ello, tampoco era preciso empezar desde cero. No en vano, las comunidades afro-descendientes de las Américas habían ya trabajado bastante en este sentido. Principalmente, habían aplicado una serie de esquemas tomados de la Biblia a su propia realidad. Por ejemplo, su situación de esclavitud y opresión había sido equiparada a la de los antiguos hebreos en Egipto. Sobre la base de esta equiparación, era de esperar entonces una futura emancipación. De este modo, un esquema extraído de la religión oficial, poseedora de un vínculo privilegiado con los grupos dominantes, era remodelado en beneficio de los dominados.
Algo similar se hizo con la readaptación de la figura veterotestamentaria del profeta. Esta operación posibilitó que diversos líderes religiosos africanos se acogieran a esta figura, lo que les permitió, de paso, reivindicar toda suerte de poderes milagrosos. Por medio de la misma, su estatus como predicadores se vio además elevado al mismo nivel que el de los antiguos profetas de Israel, al tiempo que sus seguidores ascendían hasta el de los hebreos bíblicos. Ambas elevaciones brindaban una autoridad renovada para enfrentarse a las autoridades coloniales. Los casos de Simon Kimbangu en el Congo y de Simâo Tocó en Angola resultan especialmente significativos a este respecto [50]. A través en parte de estas distintas estrategias, el cristianismo importado de Europa ha terminado arraigando en breve tiempo en el África subsahariana, dejando de ser una religión extranjera. El proceso parece hoy ya irreversible.
Las complejas relaciones inter-confesionales
El Islam, el cristianismo y las religiones tradicionales coexisten hoy de un modo complejo y, a veces, conflictivo a lo largo y ancho del África subsahariana. Esta delicada coexistencia discurre en varios niveles. Por un lado, cristianismo e Islam cohabitan y compiten entre sí. Por el otro, ambas religiones lo hacen con el «animismo». En cuanto a este último, el número de personas a las que únicamente se puede catalogar como «animistas», al no profesar, ni siquiera nominalmente, ninguna religión universalista, es hoy muy reducido y tiende a serlo cada vez más. En contrapartida, ciertos fragmentos de las religiones tradicionales subsisten en el seno de nuevas síntesis sincréticas, de acuerdo a las modalidades ya señaladas.
La política aplicada con respecto a ellas por los líderes de las religiones universalistas resulta muy variada. De una parte, pueden asumir que un cierto sincretismo resulta inevitable, como primer paso hacia una plena conversión. Asimismo, el carácter más ecuménico y respetuoso hacia otras formas de religiosidad, característico en especial del catolicismo postconciliar, incita hacia una actitud más benévola en relación con estas tradiciones, encaminada a rastrear, cuando no a proyectar, en ellas elementos equiparables a las religiones universales. Sin embargo, esta actitud tolerante no siempre está presente. Ya hicimos referencia anteriormente a la lucha contra el sincretismo como uno de los motivos fundamentales de las yihad decimonónicas. Hoy en día, el salafismo procede del mismo modo. Al igual que en el resto del mundo musulmán, este movimiento combate con ahínco cualquier desviación de lo que, desde su particular punto de vista, constituye el estricto monoteísmo musulmán, como es el caso del culto a los santos y a los lugares sagrados [51]. Estas prácticas se encuentran precisamente muy presentes entre muchos musulmanes subsaharianos, no solamente en razón del viejo sincretismo con tradiciones «paganas», sino también por su adhesión a un Islam sufí muy dado en todas partes a las mismas. Entre los nuevos movimientos protestantes se observa una tendencia coincidente. Se denuncia apasionadamente la magia y la devoción «animista» hacia objetos, animales o plantas y los fetiches son destruidos, a despecho, incluso, del valor artístico que puedan poseer en ocasiones. Las creencias y prácticas perseguidas lo son no como supervivencias de una religión falsa, sino como manifestaciones de una presencia satánica entre aquellas comunidades imperfectamente cristianizadas. Ello las convierte en algo mucho más peligroso y mucho más necesitado de ser combatido. Se recupera, así, una visión sobre la diferencia religiosa que otros muchos cristianos abandonaron ya hace generaciones. Ni que decir tiene que estos comportamientos repercuten de manera muy negativa sobre el tejido social, provocando numerosas rupturas personales, incluso entre parientes cercanos.
Con todo, esta lucha contra el «paganismo» por parte de ciertos cristianos y musulmanes resulta un conflicto menor en comparación con aquel otro que en ocasiones separa a estos dos colectivos, así como a distintas tendencias dentro de los mismos, como ocurre con los afiliados a distintas cofradías y entre éstos y los salafíes o entre determinados católicos y determinados protestantes. Así ocurre sobre todo cuando las diferencias confesionales se combinan con otras de naturaleza étnica y regional. En muchos lugares, aunque no en todos, la pertenencia a una determinada etnia y a una determinada religión se hallan claramente correlacionadas. Ambas pertenencias se refuerzan, así, mutuamente y acentúan la contraposición con quienes se adscriben a otra confesión o a otro grupo étnico. Allí en donde una u otra religión disfruta de una posición de casi completo monopolio la hostilidad puede dirigirse hacia las gentes de otras regiones. Ejemplo de ello es la oposición entre un norte mayoritariamente musulmán y un sur mayoritariamente cristiano y «animista», que presenciamos principalmente en Chad, Camerún, Nigeria y Sudán, ante de su partición. Pero en otros lugares, en donde coexisten los adeptos de ambas religiones, la competencia puede volverse a veces muy enconada. En tales situaciones, la pugna por el control de distintos sectores económicos o de las instituciones puede conducir a una degradación de las relaciones de vecindad y desembocar, a veces en brotes de violencia colectiva.
Bajo estas distintas modalidades, las rivalidades inter-confesionales constituyen uno de los grandes problemas actuales del África subsahariana. Son, por supuesto, un fenómeno históricamente moderno, que sólo ha podido desarrollarse una vez que las relaciones universalistas han arraigado y han promovido un exclusivismo doctrinal, que ha reemplazado la actitud mucho más sincrética y ecléctica del antiguo «paganismo».
Debe tenerse en cuenta que la debilidad de los procesos de construcción nacional en la mayoría de estos países favorece esta acerva rivalidad. No se dispone de una identidad nacional plenamente asumida, capaz de trascender los particularismos de etnia o religión, ni de una suficiente articulación económica interna, generadora de intereses compartidos, sino que se padecen profundos desequilibrios, en especial entre aquellas regiones que han accedido a una inserción, aunque sea dependiente, en el mercado internacional y aquellas otras que han quedado relegadas a la marginalidad. Tampoco existe un Estado fuerte y eficaz, que conecte entre sí a los distintos grupos sociales. En tales condiciones, cada país se nos presenta como una especie de confederación entre distintos colectivos en permanente pugna. Esta rivalidad de base favorece a su vez una tendencia a la afirmación de una identidad diferenciada frente a los otros, precisamente mediante una insistencia en aquello que separa de ellos.
Dada la importancia que a veces tiene la confesión religiosa en la definición de estas colectividades, no debe sorprendernos que se insista entonces tanto en la oposición entre unas religiones y otras. El ejemplo de Nigeria es de todos conocido. A la gran pugna entre norteños musulmanes y sureños cristianos se suma también la existente entre distintas facciones dentro de cada bando. Se trata de un conflicto de larga data, salpicado por periódicos episodios sangrientos. Parece muy razonable postular que esta rivalidad inter-étnica e inter-regional, al promover un modelo de identidad islámica cerrado y agresivo, haya jugado un papel clave en el desarrollo de un movimiento como Boko Haram, cuya intolerancia, dogmatismo e inclinación hacia la violencia indiscriminada pocas veces han sido igualados en la historia humana. Sin embargo, paralelamente, en otras regiones del África subsahariana, en especial en Senegal, se han alcanzado niveles de convivencia, y no sólo de coexistencia, más que notables. Sin duda hay factores objetivos que la promueven. En el caso senegalés, el carácter francamente minoritario de los cristianos hace muy difícil considerarlos una amenaza real. Pero también han sido claves las estrategias adoptadas por la mayoría de los dirigentes religiosos. La evolución experimentada por el sufismo local en una dirección favorable a la acomodación con los no musulmanes ha jugado aquí un papel seguramente imprescindible [52].
Las religiones del África subsahariana ante el proceso de modernización
A lo largo de todo este trabajo, nos hemos situado a menudo en un terreno un tanto abstracto, reflexionando sobre las relaciones entre el fenómeno religioso y todo un conjunto de procesos socio-históricos muy generales, como el surgimiento de los Estados y de las sociedades de clases, los contactos entre distintas civilizaciones, el colonialismo europeo y las vicisitudes de los nuevos Estados africanos independientes. Procurando no olvidar en ningún momento la autonomía y riqueza del hecho religioso en sí mismo, hemos tratado, sin embargo, de explorar los modos en que aquél se ve afectado por todos estos procesos de tan hondo calado. En este apartado, y en el siguiente, vamos a seguir trabajando en esta misma dirección, elevando nuestra reflexión a un nivel de abstracción todavía mayor. Nuestra atención va a concentrarse ahora en las complejas y contradictorias relaciones entre dos hechos ya apuntados. El primero consiste en el enorme peso del fenómeno religioso en el África subsahariana, sobre todo si lo comparamos con Europa occidental. El segundo, en el proceso de modernización que, con todos los bloqueos, contradicciones y retrocesos que se quieran, está experimentando esta región.
Este proceso de modernización mantiene una relación en extremo ambivalente con el hecho religioso, potenciándolo y socavándolo a un mismo tiempo. Si bien semejante relación parece darse en todos los lugares del mundo, quizá aquí lo haga de un modo más intenso, en razón precisamente de la fuerte religiosidad existente de partida y del carácter acelerado, parcialmente exógeno y contradictorio de la propia modernización en curso. Las contradicciones se presentan, así, de un modo particularmente visible.
De acuerdo con una visión sociológica bastante convencional, a la que ya hemos aludido, la modernización entraña una secularización de la sociedad, desde el momento en que supone una autonomía progresiva de las distintas esferas de actividad con respecto a los mandatos religiosos. Desde esta perspectiva, la intensa religiosidad en su conjunto de los subsaharianos habría de explicarse sencillamente por el carácter todavía poco avanzado en su caso de esta modernización. Las sociedades del África subsahariana conservarían, de este modo, una cierta indistinción institucional, que haría más fácil su regulación mediante cosmovisiones religiosas. También seguirían albergando en una gran medida modos de pensamiento mágico y místico, lo que facilitaría entonces la credibilidad otorgada a la presunta acción de los agentes sobrenaturales en los más diversos aspectos de la existencia. De ser esto así, cabría esperar que, con el tiempo, estas sociedades acaben experimentando el mismo proceso de secularización que las occidentales.
Si bien nos aporta una valiosa clave explicativa, este planteamiento resulta en sí mismo insuficiente. Su principal carencia estriba en que reposa sobre la asunción de un evolucionismo unilineal cada vez más difícil de sostener en nuestros días. No es que haya que refugiarse en ningún relativismo, ni en ninguna pretendida inconmensurabilidad entre las distintas culturas, que impida formular generalizaciones acerca de posibles líneas de desarrollo comunes. De lo que se trata es de dejar de pensar en lo religioso como una mera supervivencia atávica de un pasado destinado a terminar por desaparecer y buscar las razones de su atestiguada longevidad en sus potenciales funcionalidades en términos sociales y psicológicos. Para empezar, y desde el punto de vista de una teoría de la modernización entendida de un modo bastante clásico, la religión desempeña un obvio papel como agente de integración social. El proceso de modernización posee, así, una doble cara. Implica, ciertamente, complejidad, diferenciación y, como hemos visto, secularización, entendida ésta en un sentido muy preciso. Pero, al mismo tiempo, supone igualmente mayor integración y cohesión, desde el momento en que el desarrollo tecnológico permite construir sociedades más amplias e integradas, conectando a poblaciones que antes vivían de un modo mucho más autónomo y autárquico. De ahí entonces, la necesidad de forjar nuevos vínculos sociales, entre ellos, unas identidades colectivas más vastas e inclusivas [53]. Obviamente, las identidades derivadas del hecho de compartir unas determinadas creencias y practicar unos mismos rituales pueden jugar en este punto un papel muy destacado.
Esta contribución parece especialmente importante en unas sociedades con identidades nacionales débiles y una profunda fragmentación étnica y regional, como es el caso de las que aquí nos ocupan. En consecuencia, el fuerte desarrollo experimentado aquí por el fenómeno religioso podría entenderse aquí como el resultado de una demanda de integración social, planteada por la modernización, a la que resultaría difícil responder mediante identidades seculares. La razón de tal dificultad estribaría en lo acelerado del propio proceso de modernización, en razón de su carácter inducido desde el exterior, que obligaría a quemar etapas. En ausencia de una secularización previa, que en Europa ha necesitado de varios siglos, no quedaría otra opción que la de recurrir a aquellas fuentes de identidad más fácilmente comprensibles para el conjunto de la población. Las sociedades más tardíamente modernizadas no podrían entonces reproducir punto por punto la trayectoria de las más precoces, sino que, por el contrario, tendrían que combinar elementos más antiguos con otros más modernos. Nos encontraríamos, así, ante una manifestación particular de lo que un cierto marxismo denomina un desarrollo desigual y combinado [54].
Por otra parte, esta necesidad de integración social discurre cada vez en mayor medida en el plano trasnacional. Una de las vertientes claves del actual proceso de globalización estriba en el fuerte desarrollo de identidades transnacionales. Se trata de identidades que traspasan las fronteras de los Estados y que suelen hallarse fuertemente ligadas a la constitución de comunidades de diáspora, resultantes de las migraciones internacionales. Estas comunidades pueden tener un carácter étnico, agrupando a miembros de una misma etnia repartidos entre varios Estados, pero conectados a través de todo un conjunto de redes sociales. Pero también pueden trascender las etnicidades de los lugares de origen, constituyendo grupos más amplios. Conforme tales grupos desarrollan, sin embargo, una cultura y una identidad diferenciadas, que les proporcionan una mayor cohesión interna, sobre todo a la hora de competir con comunidades rivales, podemos hablar entonces de la constitución de auténticas neo-etnias [55]. El proceso se vuelve todavía más complejo, desde el momento en que además estas comunidades de la diáspora interactúan con la población que ha quedado en el lugar de origen, influyendo sobre ella. De este modo, los nuevos modos de vida ahora desarrollados, así como las nuevas identidades ligadas a ellos, se hacen susceptibles de extenderse también entre esta misma población. En este punto puede entrar en juego la religión. A través suyo pueden constituirse precisamente neo-etnias de este tipo, agrupando a gentes distintas desde el punto de vista étnico, pero unidas por una misma fe.
Las diásporas negro-africanas, cada vez más numerosas, son un buen ejemplo de todo ello. A través suyo, se recrean y reconfiguran varias etnias ya existentes, pero también se promueven identidades más amplias, incluida la pan-africana. Las organizaciones religiosas juegan un papel clave en todo este proceso, organizando a sus fieles en redes solidarias y dotándoles de una identidad bien afianzada y diferenciada con respecto a los extraños. El rol de la cofradía muridí entre los musulmanes senegaleses [56] y el de ciertas iglesias protestantes nigerianas son un claro ejemplo de todo ello.
Así, pues, la religión puede, en principio, jugar un fuerte papel integrador. Pero quizá sólo pueda hacerlo bajo ciertas condiciones. Llegados a este punto, parece conveniente evocar brevemente la pareja de conceptos «epocalismo»-«esencialismo», acuñada en su tiempo por Clifford Geertz [57]. El primero de ellos alude a la elaboración de una cultura y de una identidad acordes con las exigencias de una sociedad moderna, el segundo, al mantenimiento de un nexo con el propio patrimonio cultural. Se trata de dos orientaciones que deben satisfacer simultáneamente las sociedades en proceso de modernización, aunque las dos no tengan por qué tener el mismo peso dentro de la síntesis que se acabe conformando. Para ello, lo tradicional ha de ser reciclado para parecer más moderno, pero también lo moderno ha de ser investido de un carácter tradicional ilusorio, produciéndose una auténtica «invención de la tradición» [58]. Estos requisitos atañen también a las religiones y a las identidades confesionales. Tienen que resultar al tiempo modernas y tradicionales. Lograr tal cosa requiere de una compleja ingeniería cultural.
Las transformaciones experimentadas por ciertos cultos tradicionales negro-africanos resultan ejemplares a este respecto. Los cultos de posesión siguen disfrutando de una elevada popularidad, incluso entre adherentes al cristianismo y al Islam. No en vano, sus prácticas pueden entenderse como un modo de manejar las complejidades psicológicas de la existencia, especialmente agudas en situaciones de intenso cambio social. Por el contrario, los cultos más ligados a linajes particulares y a parajes geográficos específicos han tendido a debilitarse. La religión tradicional ha sido objeto, así, de un desarrollo selectivo, a favor de sus elementos más adaptables al universalismo y al individualismo modernos [59]. Ejemplo privilegiado de todo ello es el célebre culto a Mami Wata. Se trata de una figura sincrética, que condensa antiguas divinidades femeninas del agua con las sirenas de tradición europea. Suele ser representada como una mujer bella y poderosa, pero, al mismo tiempo, cruel y caprichosa [60]. Al igual que las aguas de las cuales es señora, puede brindar riqueza, pero también matar, sobre todo a quienes pecan de imprudencia. En la línea de lo comentado anteriormente, refleja a la perfección el carácter descarnado que frecuentemente tiene la existencia humana, sobre todo, en entornos marcados por la pobreza, la desigualdad y una notable inestabilidad. No en vano, es objeto de culto por los migrantes que se juegan la vida para alcanzar el mundo desarrollado. Asimismo, y también en concordancia con ideas ya avanzadas, fusiona distintas realidades concebidas como análogas en ciertos aspectos, como ocurre con la figura de la «mujer fatal» y la imprevisibilidad de las aguas.
Tampoco tiene por qué sorprendernos la amplia difusión conservada por las creencias en la hechicería, así como su práctica, que tan bien se adaptan a mundos sociales caracterizados por fuerte rivalidades interpersonales. En este caso, la pervivencia de tradiciones, pero sobre todo de modos de pensamiento tradicionales, se ha visto potenciada por su peculiar adecuación a una nueva realidad social, de clientelismo político y capitalismo periférico, generadora de una competencia a veces despiadada.
Si pasamos ahora a ocuparnos de las religiones universalistas, la situación resulta un poco diferente. A primera vista, no resulta tan patente su capacidad para satisfacer de manera simultánea las exigencias esencialistas y epocalistas. En cuanto a la primera, no dejan de ser religiones importadas, a veces muy recientemente, lo que podría restarles arraigo histórico. Asimismo, como ya hemos señalado antes, si bien han sido muy frecuentes los casos de sincretismo con las tradiciones locales, también lo es hoy en día su orientación resueltamente rupturista con respecto a ellas. En cuanto a su posible epocalismo, y al igual que en el resto del mundo, las grandes religiones universalistas mantienen una relación complicada, y a menudo conflictiva, con la cultura moderna. En suma, estas religiones parecieran entonces combinar lo peor del epocalismo y del esencialismo: extrañeza con respecto a la cultura local y tradicional y disfuncionalidad con respecto a la moderna y universal.
Pero contemplados bajo otro prisma, los defectos pueden devenir en virtudes. En primer lugar, su carácter de religiones importadas puede favorecer, paradójicamente, su capacidad integradora, tan necesaria en un contexto de modernización. En sociedades fuertemente fragmentadas por diversos particularismos, se hace conveniente buscar en el exterior los elementos con los que forjar una síntesis integradora. Basta recordar cómo, en un contexto de acentuado pluralismo lingüístico, el recurso a la lengua de la antigua metrópoli resulta a menudo la mejor opción, pese a todos los rechazos que pueda suscitar su asociación con el colonialismo. Pues sólo una lengua externa puede aspirar a ser considerada como neutral, es decir, no ligada a ningún grupo étnico particular, de tal modo que su adopción no vaya a favorecer a ninguno de ellos en detrimento de los demás. Al mismo tiempo, el hecho de haber sido la antigua lengua colonial la vuelve más familiar para ciertos sectores de la población. Por último, desde el punto de vista epocalista, reviste claras ventajas, como medio privilegiado de conexión con la cultura occidental, hegemónica en el plano mundial. A este respecto, la adopción del swahili como lengua oficial en Tanzania constituye una interesante variación parcial sobre este modelo más general. Se ha optado por una lengua franca, conocida ya por una parte de los habitantes del país, pero que no se encuentra asociada con ninguna etnia en particular. Posee además la ventaja de no estar ligada al colonialismo, aunque pudiera estarlo con los antiguos esclavistas de la costa [61]. Su único inconveniente radica en su posición más bien marginal a escala mundial, en claro contraste con las antiguas lenguas metropolitanas. Resulta interesante también el hecho de que entre la población musulmana el árabe juegue a veces este mismo papel, al menos para la minoría que lo domina. No es la lengua de ninguna etnia en particular y, al tiempo, proporciona un vínculo con la gran cultura arabo-islámica en su conjunto. Con ello, no solamente se trascienden los particularismos y se consigue además una prestigiosa referencia externa; también se hacen ambas cosas de un modo tal que permite auto-afirmarse frente a la hegemonía occidental.
Las religiones universalistas importadas parecen operar de un modo parecido a estas adquisiciones lingüísticas. Permiten trascender el particularismo de cualquier religión local, demasiado imbricada casi siempre con la cultura de alguna etnia particular. Son igualmente neutrales con respecto a las divisiones inter-étnicas y su mismo carácter universalista les dota de un prestigio especial. Por último, constituyen un medio privilegiado para vincularse con las culturas más dominantes a escala mundial, atenuando hasta cierto punto la condición periférica de lo subsahariano. Incluso, al situarse ahora en el mismo plano que tales culturas, puede optarse por competir con ellas en su propio terreno. La exhibición de un fuerte rigorismo en lo doctrinal y en lo ritual, frente a la tibieza de lo occidentales, puede ser una buena forma de superarles.
El cristianismo subsahariano brinda numerosos ejemplos de este comportamiento [62]. Tampoco es infrecuente encontrarse con subsaharianos musulmanes que presumen de practicar mejor su religión que los árabes.
En cuanto a sus carencias desde el punto de vista del esencialismo, es decir, su ruptura con las tradiciones previas, éstas no son siempre tan profundas. De una parte, en sociedades en donde los modos de pensamiento mágico y místico parecen retener una fuente influencia, la introducción de estas religiones importadas supone una ruptura únicamente parcial con lo ya existente con antelación. Hubiera sido muy superior, de haberse basado los nuevos símbolos e identidades más integradores en ideologías seculares. Con todo, la cesura está ahí. La religión importada rompe con la cultura imperante. Adoptarla implica modificar en profundidad los propios modos de vida. Semejante cambio puede resulta costoso. Pero también puede estar revestido en ocasiones de un notable atractivo. Puede servir para desafiar a las autoridades tradicionales, más ligadas a las formas de religión anteriores. También puede contribuir a marcar ciertas distancias con el pasado, en el contexto de una remodelación real del modo de vida, en razón de la migración a la ciudad, de la inmersión en el mercado capitalista, del desgarramiento de los antiguos vínculos de aldea y linaje. Se produce, así, una reconfiguración en la propia visión del mundo, que acompaña a la que se está experimentando al mismo tiempo en las condiciones de vida objetivas.
En tales circunstancias, la religión no juega ningún papel conservador, sino, por el contrario, uno francamente innovador, revolucionario. Se rompe con lo tradicional, pero mediante un instrumento igualmente tradicional, con el cual resulta más fácil manejarse. En esta línea, las identidades confesionales que ahora se adoptan suponen ciertamente una ruptura con la tradición anterior, más localista. Pero, al mismo tiempo, permiten conectarse con otra tradición mucho más amplia, la de las grandes religiones universalistas y la de las grandes civilizaciones a las cuales aquellas se han encontrado ligadas históricamente. Se reemplaza una tradición por otra de mayor alcance y prestigio, aunque el vínculo con la misma pueda resultar mucho más débil. Con ello, la exigencia esencialista también se ve, en cierta manera, satisfecha.
Modernización y fundamentalismo
Toda esta subversión de lo antiguo resulta más fácil de realizar, si quien la promueve es un movimiento fundamentalista, dotado de una visión simplificada y holista sobre la realidad, por medio de la cual intenta organizar una gran parte de la existencia humana, tratando de erradicar todo aquello que parezca desviarse de sus principios doctrinales [63]. La adopción de una ideología milenarista, de acuerdo con la cual se aproxima la batalla final entre el bien y el mal, y mesiánica, en donde la conducción de este combate se encomienda a un enviado sobrenatural, ayuda, asimismo, a dotar a los fieles del necesario estado de ánimo combativo [64]. Lo mismo ocurre con esa presencia tan habitual de predicadores carismáticos, tanto entre musulmanes como entre cristianos. El ´líder carismático no es sólo capaz de movilizar a la gente y de organizarla en torno suyo. Asimismo, en virtud de esa vinculación directa con lo divino que se le atribuye y de las dotes milagrosas que pueden derivarse de ella, se encuentra legitimado para desechar antiguos elementos religiosos e introducir otros nuevos. Así, fundamentalismo, milenarismo y mesianismo actúan conjuntamente como catalizadores del cambio social y cultural, como instrumentos con los que quebrar la rigidez de ciertas tradiciones. De ahí entonces el carácter ambivalente de todos estos movimientos en relación con el proceso de modernización. De una parte, fomentan en efecto una ruptura con ciertas tradiciones y con ciertas identidades hoy en día demasiado particularistas. De la otra, promueven estilos de pensamiento muy reñidos con el logro de una mayor racionalidad, al tiempo que obstaculizan el desarrollo de una individualidad más autónoma y crítica, lo cual, a su vez, dificulta también el surgimiento de una ciudadanía democrática.
Realmente, el auge de los movimientos fundamentalistas, de carácter muy diverso, constituye uno de los rasgos más llamativos de la actual África subsahariana. Las razones de este auge son igualmente variadas. Aparte de su contribución a la reorganización de la vida de la gente en momentos de delicado cambio social, podemos enumerar otros motivos añadidos. En primer lugar, la propia organización sectaria de estos movimientos refuerza su fundamentalismo doctrinal. Enfrentados a un entorno al que descalifican como pecaminoso, han de procurar protegerse de su mala influencia y reforzar su disciplina interna. Una existencia reglada mediante una serie de principios doctrinales no cuestionados y marcada por el rechazo a lo ajeno potencia evidentemente un pensamiento fundamentalista.
La segunda razón que podemos destacar es más compleja. Constituye en sí misma un resultado del proceso de modernización. Si algo caracteriza al fundamentalismo, en cuanto que orientación vital, es el afán por alcanzar la mayor coherencia en las propias ideas y entre la propia vida y tales ideas, frente a cualquier acomodación conformista al mundo en el que se vive. En principio, se trata de una inclinación merecedora de una valoración muy positiva. Podemos además vincularla claramente con el individualismo propiciado por la modernización, cuando el individuo rompe parcialmente con el mundo de las convencionalidades y empieza a pensar más por sí mismo, cuestionándose lo que hasta entonces le parecía obvio [65]. Lo hará más todavía, si adquiere una cierta formación escolar, que le habilite en alguna medida para el pensamiento abstracto y le haga experimentar una cierta curiosidad intelectual. Lo que ya no resulta tan encomiable es el modo sesgado y unilateral en que este distanciamiento con las antiguas certezas es llevado a cabo, ignorando la complejidad de la existencia humana, difícilmente encuadrable por ningún credo simple. El fundamentalismo supone sacrificar la complejidad de la vida en aras de una coherencia forzada. Con ello, el talante crítico y despierto que le había impulsado en parte en sus inicios acaba anulado. Es como si la salida que acabase encontrándose para determinadas aspiraciones terminase por bloquear la satisfacción de las mismas. Aquí reside su profundo carácter contradictorio y paradójico.
Pero ésta es también la paradoja frecuente de la peculiar orientación más individualista e intelectualista que se desarrolla en estos particulares contextos. Es fácil que la formación adquirida haya sido relativamente superficial. Suministra determinados contenidos simplificados y un entrenamiento básico en el razonamiento abstracto, pero no muestra realmente la complejidad de las cosas, ni las dificultades para demostrar cualquier aserto [66]. Asimismo, el individualismo que se desarrolla puede ser ante todo un individualismo «en negativo» [67], caracterizado más por una ruptura de los vínculos de solidaridad previos y un debilitamiento de los controles sociales a los que se vivía sometido, que por el desarrollo de una mayor capacidad para pensar y actuar de un modo autónomo y para establecer una relación equilibrada con los demás, basada en el reconocimiento de las peculiaridades de cada uno y en el respeto a sus intereses particulares. Un individualismo en negativo semejante parece propicio para el desarrollo de la psicología del «verdadero creyente», tal y como la definió Eric Hoffer [68], en donde una profunda inseguridad e insatisfacción vital aboca no sólo a la búsqueda de certezas inamovibles, sino también a una ruptura auto-afirmativa con el medio circundante. Empero, siendo optimistas, podría esperarse que un aumento del nivel educativo pudiera favorecer a la larga una menor confianza en las simplificaciones propias de todo fundamentalismo, como lo haría también un individualismo más en positivo y equilibrado.
El tercer factor coadyuvante al desarrollo de este fundamentalismo tiene que ver con ese desarraigo cultural ya mencionado. La religión se autonomiza con respecto al entorno cultural del que forma parte. Se deculturiza. Lo hace en parte debido a la propia crisis por la que atraviesa el patrimonio tradicional, derivada sobre todo de la inadaptación de muchos de sus componentes al nuevo contexto histórico. Ello ocurre en el ámbito interno, pero también en el trasnacional. Las identidades trasnacionales son identidades construidas mediante una ruptura con las identidades y culturas previamente existentes, que ya no funcionan igual de bien en la diáspora. En este escenario de debilitamiento del entorno cultural, lo religioso gana en autonomía. Lo hace todavía más cuando se adopta una postura rupturista con la tradición, como es propio, justamente, del fundamentalismo. Como quiera, la religión deja de estar tan inserta dentro de una cultura dada y compleja, a la que tiene que adaptarse y con la que, seguramente, tiene que acabar transigiendo. Queda libre de esos diques de contención, que favorecían una relativa acomodación a lo existente y, por lo tanto, un mayor pragmatismo. Se vuelve ahora más fácil el despliegue de sus principios teóricos de un modo doctrinario, preocupado ante todo por la coherencia interna, sin atender a las complejidades del mundo real. Con ello, en definitiva, fundamentalismo y deculturación terminan por reforzarse entre sí [69].
Todas estas consideraciones nos llevan a pronosticar que, al menos, por un largo tiempo el África subsahariana va a seguir siendo una región no sólo de una gran religiosidad, sino también un terreno fértil para numerosas variedades de fundamentalismo religioso. Por más que esto último nos parezca comprensible, no deja de entrañar serios peligros. Más allá de las derivas violentas que pueden darse en ocasiones, se hace difícil en esta tesitura sacarle todo el partido al patrimonio cultural heredado, frecuentemente rechazado como impío. Tampoco parece ser un factor especialmente favorable para el desarrollo de un pensamiento más científico y racionalista, sin el cual es difícil avanzar en el desarrollo socio-económico. El futuro se muestra, pues, problemático.
Juan Ignacio Castien Maestro, en ieee.es/
Notas:
27 ROBINSON, D.: Muslim Societies in African History. Cambridge: Cambridge University Press. 2004.
28 ROBINSON, D. op.cit., pp. 27-41. Vid. igualmente TRIMINGHAM. J.: Islam in West Africa. Oxford At the Claredon Press. 1959.
29 MEILLASSOUX, C. 1990. op. cit.
30 BARRY, B.: La Sénégambie du Xveme au XIXeme siècle. Traite négriére, Islam, conquête coloniale.
París: L’Harmattan. 1988.
31 NADEL, S. op. cit., pp. 245-253. Vid. igualmente SANNEH, L.: La corona y el turbante. El Islam en las sociedades del África occidental. Barcelona: Bellaterra y TRIMINGHAM, J. op. cit., pp. 47-67.
32 TRIMINGHAM, J. op. cit.
33 MONTEIL, V. : L’Islam noir. París: Éditions du Seuil. 1964.
34 TRIMNGHAM, J. op.cit., pp. 47-67.
35 POPOVIC, A. y VEINSTEIN, G.: Las sendas de Allah. Las cofradías musulmanas desde sus orígenes hasta la actualidad. Barcelona: Bellaterra. 1997.
36 ROBINSON, D.: La guerre sainte d’al-Hajj Umar. Le Soudan occidental au milieu du XIX éme siècle. París: Karthala. 1988.
37 CASTIEN MAESTRO, J.: «Islam e identidad nacional en el Senegal contemporáneo». Papeles del CEIC. International Journal on Colective Identity Research, Volumen 2016/2. 2016. Vid. igualmente SEESEMANN, R.: The Divine Flood. Ibrahim Niasse and the Roots of a Twentieth- Century Sufi Revival. Londres: Oxford University Press. 2011.
38 ROBINSON, D. 1988. op.cit., pp. 9-13.
39 ROBINSON, D. 2000. op. cit.
40 Ibid.
41 POPOVIC y VENSTEIN. op. cit.
42 SMITH, M.: Boko Haram. Inside Nigeria’s Unholy War. Londres: I.B. Tauris & Co. Ltd. 2016.
43 READER, J.: África. Biografia de un continente. Mem Martins: Publicaçôes Europa-América. 2002.
44 DE MONFREID, H. Las leonas de oro de Etiopía. Barcelona: Luís de Caralt Editor. 1965, pp. 10-26.
45 HASTINGS, A.: La construcción de las nacionalidades. Cambridge: Cambridge University Press. 2002, pp. 190-193.
46 Ibid., pp. 51-317
47 HORTON, R. op. cit., pp. 173-180.
48 BA, A.: Amkoullel, l’enfant peul. Avignon: Actes Sud. 1992, pp. 236-242.
49 ROY, O. op. cit. pp. 56-57.
50 PEREIRA DE QUEIROZ, M.: Historia y etnología de los movimientos mesiánicos. Reforma y revolución en las sociedades tradicionales. Madrid: Siglo XXI. 1969, pp. 201-221.
51 CASTIEN MAESTRO, J.: «Las corrientes salafíes. Puritanismo religioso, proselitismo y militancia». Cuadernos de Estrategia, Nº 163. 2013.
52 CASTIEN MAESTRO. 2016. op. cit.
53 GELLNER, E.: Naciones y nacionalismo. Madrid: Alianza Editorial. 1989.
54 AMIN, S.: El desarrollo desigual. Ensayo sobre las formaciones sociales del capitalismo periférico. Barcelona: Planeta-Agostini. 1986. Vid. igualmente NOVACK, G.: La ley del desarrollo desigual y combinado. Bogotá: Pluma. 1974.
55 ROY, O. op. cit., pp. 23-28.
56 ROSANDER, R.: «Morality and money. The Murids of Senegal». Awraq. Estudios sobre el mundo árabe e islámico contemporáneo, Volumen XVI.1995.
57 GEERTZ, C.: La interpretación de las culturas. Barcelona: Gedisa. 1987, pp. 210-214.
58 HOBSBAWM, E. y RANGER, T.: La invención de la tradición. Barcelona: Editorial Crítica. 2002.
59 HORTON, R. op. cit.
60 MARTÍNEZ VEIGA, U.: «Mami Wata, Diosa de la migración africana». Batery: una revista cubana de antropología social, Vol. 3, Nº, 3. 2012.
61 HASTINGS, A. op. cit., pp. 206-208.
62 ROY, O. op. cit.
63 CASTIEN MAESTRO, J. 2016. op.cit. Vid. igualmente HOFFER, E.: El verdadero creyente: sobre el fanatismo y los movimientos sociales. Madrid: Tecnos. 2009.
64 HOFFER, E. op. cit. Vid. igualmente PEREIRA DE QUEIROZ, M. op. cit.
65 GEERTZ, C. op. cit., pp. 131-151.
66 CHARFI, M.: Islam y libertad. El malentendido histórico. Barcelona: Almed. 2001, pp. 274-284.
67 HUSSEIN, M.: Vertiente sur de la libertad. Ensayo sobre la emergencia del individuo en la sociedad del Tercer Mundo. Barcelona: Icaria. 1998.
68 HOFFER, E. op. cit.
69 ROY, O. op. cit. 17-40.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |