Capítulo IV: El factor religioso en el África subsahariana. Desarrollo histórico y perspectivas de futuro
Importancia del factor religioso en el África subsahariana
Que el mundo occidental, y Europa en particular, han experimentado a lo largo de las últimas generaciones un intenso proceso de secularización es algo difícil de negar. Ha surgido, de este modo, una amplia masa de no creyentes, junto con otra, todavía más numerosa, de personas que sólo creen hasta un cierto punto o sólo en algunas cosas o para las cuales estas creencias resultan poco importantes en sus vidas o que, de cualquier manera, cumplen poco o nada con los mandatos de la religión a la que formalmente se adhieren. La visibilidad en paralelo de ciertas minorías militantes no anula esta corriente de fondo [1]. Asimismo, y en concordancia con la conocida visión weberiana sobre el proceso de racionalización, las distintas esferas de la existencia humana- la política, la ética, la ciencia, el arte, la economía –han ido adquiriendo a lo largo de los últimos siglos una creciente autonomía con respecto a las creencias y las normas religiosas [2]. En particular, los valores y normas de vida de una parte importante de la población en campos como la sexualidad entran en flagrante contradicción con los sostenidos por las organizaciones confesionales, que muchas veces ni siquiera consiguen la obediencia de quienes en otros ámbitos les siguen siendo fieles. Una vertiente especialmente llamativa de este proceso consiste en la menor propensión a recurrir a argumentos expresamente religiosos para defender posiciones éticas o políticas, incluso aunque las mismas reposen, en última instancia, sobre planteamientos de este tipo. De este modo, muchos cristianos antiabortistas esgrimen razonamientos basados en una filosofía moral general que, en principio, podrían resultar convincentes también para los no creyentes. Por último, las grandes celebraciones religiosas, si bien continúan disfrutando de un amplio seguimiento, son vividas por muchos participantes como acontecimientos profanos, desprovistos de cualquier vínculo con un mensaje trascendente. Lo ocurrido con la Navidad resulta paradigmático en este aspecto.
Naturalmente, este cuadro general está plagado de excepciones. Dos de ellas nos parecen singularmente relevantes. Primero de todo, se observa también una marcada proliferación de búsquedas espirituales de muy diversa índole, a través de la conversión a religiones foráneas o del interés por el esoterismo. Constatamos igualmente una notable presencia del simbolismo de origen religioso en el ámbito político, especialmente en Estados Unidos, pero no sólo allí, con oraciones, alusiones bíblicas e invocaciones a seres sobrenaturales. En un sentido más amplio, la adscripción a una determinada confesión religiosa sigue jugando un papel considerable en la definición de varias identidades nacionales y étnicas. Esta centralidad identitaria propicia, a su vez, un recurso añadido a la simbología sagrada en el espacio público.
No obstante, estas dos excepciones nos parecen también matizables. Las referidas búsquedas espirituales apuntan ciertamente hacia la frecuente pervivencia de una religiosidad, de una necesidad religiosa, entendida ésta como el afán por hacerse con una representación de la realidad capaz de dotar a la propia existencia de un sentido más global, en donde los sufrimientos deparados por ella queden además mitigados en alguna media [3]. Pero los modos en que muchas veces se satisface semejante demanda revelan, sin embargo, una plasticidad tan marcada en el manejo de los contenidos religiosos, fabricando con ellos síntesis tan personales como volubles, que merece la pena preguntarse en qué medida el sujeto se las toma en serio como descripciones pretendidamente verídicas de la realidad, o las concibe tan sólo como instrumentos al servicio de su bienestar psicológico. Cuando es esto último el caso, la supeditación de las creencias y los actos religiosos a un interés finalmente mundano resulta palmario. Y ello implica también una compleja e implícita secularización de tales actos y creencias en el sentido weberiano, desde el momento en que lo terrenal se presenta como autónomo y dominante y las representaciones a propósito de lo sobrenatural como subordinadas y secundarias.
En cuanto al extendido uso de símbolos y referentes religiosos en la esfera pública y, en concreto, en el campo de la política, tampoco debemos olvidar que aquí también su papel suele ser auxiliar. No es la religión la que organiza estas actividades. Simplemente se recurre a algunos contenidos o algunos símbolos extraídos de la misma para otorgar una legitimidad añadida a ciertos planteamientos ya postulados de antemano o para revestirlos de una determinada carga emotiva. Lo religioso queda, así, instrumentalizado y subordinado nuevamente a lo terrenal. Una vez más, aquello que parecía desmentir la idea de secularización puede contemplarse, en cambio, como una modalidad de la misma especialmente sofisticada.
El panorama se torna bien diferente cuando volvemos nuestra mirada hacia el África subsahariana en su conjunto. Al contrario que en el mundo occidental, aquí la fe religiosa suele ser intensa. No se trata solamente de que la práctica ritual se halle mucho más extendida, ni de que las creencias en lo sobrenatural estén mucho más arraigadas y condicionen mucho más decididamente los comportamientos cotidianos. Aparte de creída y practicada, la religión es vivida con suma emoción. La devoción se despliega, a menudo de manera muy ostentosa, en frecuentes ceremonias de la más diversa índole. Resulta también harto interesante el hecho de que esta centralidad del hecho religioso conviva con una acusada pluralidad del mismo. Afecta a cristianos, musulmanes y seguidores de las religiones tradicionales, divididos todos ellos, a su vez, en multitud de corrientes diferentes. Asimismo, el universo religioso subsahariano se encuentra en profunda ebullición. Junto a la fortaleza de las corrientes ya arraigadas, contemplamos también el auge de otras nuevas, en competencia con aquéllas. Es lo que ocurre con movimientos, por lo demás, tan profundamente diferentes entre sí, como el pentecostalismo cristiano y el salafismo musulmán. Pero quizá el rasgo más distintivo del mundo subsahariano estribe en la amplia presencia en su seno de la hechicería. Como iremos viendo, las prácticas y creencias ligadas a la misma siguen influyendo en los más diversos aspectos de la vida. El recurso a distintos sortilegios continúa operando ampliamente en campos como el cultivo de la tierra, el tratamiento de enfermedades, las disputas personales, la reparación de aparatos mecánicos o los negocios. En todos estos casos, las prácticas y creencias mágicas se entremezclan con otras más seculares, lo que dificulta el desarrollo de un enfoque más «racionalista», en el sentido habitual del término.
Nada de esto significa, por supuesto, la ausencia completa de una secularización en el estricto sentido weberiano. También aquí una vida social de creciente complejidad trae aparejada la autonomía de las distintas esferas de la existencia humana. Así ocurre con el desarrollo de un Estado moderno y de una economía de mercado, aunque se trate de un Estado débil y lastrado por el clientelismo y de un capitalismo periférico. De igual manera, también aquí el amplio empleo de un discurso o de una simbología de carácter religioso opera muchas veces al servicio de objetivos notoriamente más mundanos. Por último, la identidad confesional disfruta de una clara centralidad, a la hora de decirle a cada uno quién es y cómo ha de relacionarse con los demás. Un buen ejemplo de ello es esa frecuente recreación de unas identidades cristiana y musulmana en mutuo enfrentamiento, que podemos observar hoy en varios países de la región, particularmente en Nigeria. Pero sería de una enorme ingenuidad el ignorar que tales identidades religiosas se articulan con otras de carácter étnico o regional, de manera que el grupo confesional puede hallarse entonces integrado por gentes de una misma etnia, que quizá además ocupen unos determinados nichos económicos y compartan, por todo, ello, unos mismos intereses materiales.
Pese a todas estas matizaciones, la importancia del factor religioso en el África subsahariana resulta innegable. Es imposible entender esta región del mundo sin otorgarle la debida consideración. Este artículo está dirigido precisamente a este objetivo. Aspira a brindar una visión panorámica del complejo mundo de las religiones subsaharianas, proporcionando algunas interpretaciones teóricas al respecto. Con este fin, dividiremos nuestra exposición en varios apartados. En el primero describiremos las religiones tradicionales negro-africanas, incidiendo en aquellos rasgos que les diferencian de las grandes religiones universales, con las que todos estamos más familiarizados. Los apartados segundo y tercero abordarán precisamente los dos grandes sistemas monoteístas presentes en esta región, el Islam y el cristianismo. Examinaremos someramente su desarrollo histórico y expondremos algunas de las particularidades que han acabado adquiriendo en ciertos casos. A continuación, nos enfrentaremos al espinoso asunto de las relaciones inter-confesionales. Para concluir, dedicaremos nuestros dos últimos apartados a discutir algunas de las posibles explicaciones del peso que el hecho religioso, y en concreto su vertiente más fundamentalista, ostentan hoy en día en esta parte del mundo.
Las religiones tradicionales negro-africanas
Varias puntualizaciones son necesarias a la hora de abordar las religiones tradicionales del África subsahariana. La primera de ellas estriba en que, hablando en propiedad, resulta discutible que se pueda aplicar sobre estas tradiciones el término «religión». El debate al respecto es antiguo y nos remite a las grandes discusiones acerca de la definición de este concepto. Nosotros no vamos a adentrarnos aquí en él y, por razones fundamentalmente de comodidad, vamos a considerar estas tradiciones como religiones en un sentido laxo, en el sentido de contener referentes a entidades de carácter supra-empírico, personales o no, que interactúan con los seres humanos [4]. Pero aún obrando de esta manera, se nos sigue planteando todavía un importante problema metodológico. En las sociedades tradicionales subsaharianas, como, por otra parte, en cualquier otra sociedad tradicional, resulta difícil delimitar un sector particular de la vida social y definirlo como religioso en oposición a todos los demás. La razón estriba en que en estas sociedades la mayor parte de las actividades humanas se hallan, de alguna manera, entrelazadas con lo religioso. El trabajo agrícola puede, por ejemplo, combinar los aspectos técnicos con otros de naturaleza ritual, dirigidos a ganarse el favor de determinados espíritus. Asimismo, es probable que incluso su faceta más técnica se halle regulada por una serie de reglas que se remitan a lo establecido por un algún antepasado mítico. Lo mismo ocurre aproximadamente con cualquier otra esfera de la existencia, como el matrimonio, la herencia, la guerra o la elección y deposición de los dirigentes políticos. Nada hay de sorprendente en ello. Se trata de sociedades menos complejas desde el punto de vista estructural, en donde apenas ha tenido lugar esa disociación entre diferentes esferas de actividad que caracteriza precisamente al mundo moderno, de acuerdo con el conocido planteamiento de Weber [5].
Sin embargo, el hecho de que se produzca esta imbricación no implica que tengamos que concluir que entonces todo es religioso. Ciertamente, en todas estas facetas de la existencia están operando creencias referidas a entidades suprasensibles y rituales referidos al trato con las mismas. Pero ni estas creencias ni estos rituales abarcan ninguna de estas facetas en su totalidad. Ni la actividad productiva, ni el campo del parentesco, ni el de la guerra, ni ningún otro pueden entenderse como meras aplicaciones prácticas de unas reglas derivadas de las creencias religiosas. Cada uno de estos campos obedece también a reglas profanas y sobre todo a los intereses y los cálculos de las personas inmersas en ellos, condicionados por la propia naturaleza de la actividad realizada en cada caso [6]. Si se quiere cultivar la tierra con una cierta eficiencia, hay que satisfacer unos mínimos requerimientos técnicos, derivados de condicionantes botánicos, edafológicos o climatológicos. Lo religioso es sólo un aspecto de esta actividad, por más importante que pueda resultar. Parece más apropiado entonces hablar de lo religioso, en tanto que adjetivo, en tanto que aspecto particular de un todo más amplio, que de la religión, en tanto que sustantivo, en tanto que ámbito social claramente disociado de otros diferentes. Pero nada nos impide, con fines analíticos, agrupar luego estos distintos aspectos religiosos presentes en distintos campos de actividad dentro de un único sistema religioso, hecho de creencias y prácticas, es decir, en una religión, en cuanto que realidad relativamente delimitada y autónoma con respecto a otras, y, por lo tanto, regida, al menos en parte, por una lógica propia y específica, susceptible de ser estudiada de un modo separado, aunque tomando en cuenta, por supuesto, el todo más amplio en el que se inscribe. Esta abstracción analítica nos resulta de gran utilidad. Nos permite comparar una determinada religión tradicional subsahariana con otras religiones tradicionales de la misma región, o de otras, o con las regiones universalistas, como el Islam y el cristianismo, llegadas a allí más recientemente.
La segunda aclaración que debemos realizar atañe al hecho bastante obvio de que, por supuesto, no existe una religión tradicional subsahariana, sino una multitud de religiones particulares. Aunque podamos hablar de la religión de una determinada etnia, como los nupe [7], tampoco debemos olvidar, no sólo la heterogeneidad interna de estos grandes conjuntos, sino, asimismo, el hecho de que es frecuente que existan determinados cultos que trascienden los límites entre las diversas etnias. Las fronteras de las distintas religiones no siempre se corresponden con las de los grupos étnicos. Así, del mismo modo que, con prudencia, podemos hacer referencia a la religión de cualquiera de estas etnias, también podemos ocuparnos de tales cultos inter-étnicos por separado.
Como tercera y última puntualización, debemos señalar que estas religiones tradicionales se han ido mestizando progresivamente con el Islam y el cristianismo desde hace ya varios siglos. En consecuencia, en muchos casos no se puede decir propiamente que existan ya como religiones separadas. No obstante, diversas creencias y rituales suyos subsisten todavía, integrados ahora dentro de ciertas versiones locales de las religiones universales importadas y reducidos a la condición de «supersticiones». Y en un sentido más amplio, perviven también, como iremos constatando más adelante, en los modos en que muchas veces estas nuevas religiones son entendidas, vividas y puestas en práctica.
Una vez aclaradas estas cuestiones preliminares, vamos a esbozar ahora una visión de conjunto de estas religiones tradicionales. Evidentemente, no aspiramos más que a recoger algunos rasgos comunes a la mayor parte de las mismas. Por ello, nuestra exposición habrá de tener por fuerza un carácter enormemente abstracto. Lo que más nos interesa es mostrar sus diferencias con los monoteísmos universalistas llegados más tarde. Un ejercicio semejante plantea un cierto riesgo desde el punto de vista metodológico, al amenazar con desembocar en un planteamiento artificialmente binario. Así, aunque, en verdad vamos a establecer aquí una dicotomía, no deberá olvidarse que la misma no deja de suponer tan sólo una simplificación a efectos expositivos y que la realidad es siempre mucho más compleja.
El primer rasgo fundamental de estas religiones tradicionales subsaharianas estriba en su acentuada globalidad. Se trata de un aspecto correlativo a esa imbricación, ya señalada más arriba, con el conjunto de la existencia de quienes las profesan. Al insertarse simultáneamente en las diferentes facetas de esta existencia, acaban conectándolas a todas ellas dentro de un mismo sistema global. Pero no sólo articulan entre sí estas distintas actividades humanas. También hacen lo propio con el mundo natural, con su fauna y su flora, su orografía o sus fenómenos meteorológicos. Se conforma, de este modo, una suerte de estructura densa y compacta, en la que sus distintos elementos integrantes se remiten los unos a los otros [8]. Esta estructura puede ser denominada con toda justicia una cosmovisión, siempre y cuando este término no se entienda de un modo excesivamente intelectualista, ignorando que muchos de estos contenidos poseen un carácter más bien implícito, expresado a través de determinadas prácticas, pero no necesariamente de un discurso explícito ni de un pensamiento consciente. La densidad propia de estas cosmovisiones implica, asimismo, que los distintos elementos que la componen pueden reforzarse entre sí. Si, por ejemplo, los astros que se observan en el firmamento son pensados como seres personales que establecen relaciones familiares entre ellos, entonces las relaciones familiares propias de los seres humanos podrán serlo como un mero remedo de aquéllas. Esta equiparación ficticia les brindará una mayor legitimidad moral, al tiempo que una suerte de verosimilitud espontánea. Formarán parte de un orden cósmico internamente integrado, cuyos distintos componentes parciales no podrán ser, por ello, alterados con facilidad.
De lo anterior se desprende además que todos estos elementos integrados dentro del sistema religioso comparten algo muy llamativo: su naturaleza concreta. Es ésta la segunda gran característica distintiva que podemos atribuir a las religiones tradicionales negro-africanas. Sus representaciones versan en torno a parajes concretos, como tal manantial o tal montaña, a especies animales concretas y a actividades concretas, como la fabricación de tal o cual herramienta. Se vive en un mundo de cosas particulares, lejos de abstracciones filosóficas. Incluso, los dioses o los espíritus están forjados a semejanza de tales cosas. Son parecidos a ellos. Por ello mismo, las distintas cuestiones son pensadas no mediante conceptos abstractos, sino recurriendo a nociones referidas a seres concretos, sean éstos reales o imaginarios. Las cualidades morales, las relaciones entre las personas o los procesos mediante los que surgen o desaparecen nuevas realidades lo son a través del juego entre estas concreciones. Por ejemplo, la contradicción entre el frío y el calor podrá ser pensada como la permanente disputa entre dos hermanos y la compleja fusión entre dos pueblos a lo largo de siglos quedará condensada en el matrimonio legendario entre un príncipe y una princesa. No se trata de meros ejemplos, ni de alegorías, en donde se es consciente de la diferencia entre el plano de lo abstracto y el de lo concreto, mediante el cual aquél queda ilustrado. Aquí ambos planos están fundidos en uno. O, mejor dicho, la cualidad general está contenida en la entidad particular, de la cual no puede ser abstraída. Como se sabe, Lévi-Strauss [9] (1964) nos brindó una descripción magistral de este tipo de pensamiento.
El tercer rasgo central de estas religiones deriva precisamente de esta misma tendencia hacia la concreción. Los elementos con los que opera no sólo son articulados entre sí. También se proyectan los rasgos de unos sobre otros. Es lo que ocurre cuando, continuando con el ejemplo anterior, el mundo de los astros es concebido como semejante, hasta cierto punto, al de los seres humanos. El mundo natural es objeto, así, de una serie de proyecciones analógicas a partir del humano. Es, pues, humanizado. Aquí reside el fundamento de ese «animismo» propio de todas estas religiones, utilizando la terminología del evolucionismo clásico. Siguiendo en este punto a Robin Horton [10], nada de ello resulta especialmente sorprendente. En sociedades aldeanas, con una vida social intensa, las relaciones interpersonales constituyen una experiencia primaria, a partir de la cual se pueden luego pensar otras realidades diferentes. La complejidad y las habituales ambivalencias de estas relaciones son también proyectadas sobre el mundo no humano, que queda entonces poblado de entidades personales, unas veces benéficas y otras maléficas. Es algo similar a lo ocurrido con el mecanicismo del pensamiento europeo a partir del siglo XVII, el cual parece deber mucho a la sencillez de las primeras máquinas, en las que se inspiró para pensar en otras realidades.
Pero no se trata solamente de establecer analogías entre diversos planos de la experiencia, ni de proyectar ciertos rasgos de los unos sobre los otros. Más allá de todo ello, se tiende a establecer una verdadera identidad entre estos distintos planos. No solamente se los concibe como más semejantes de lo que podrían parecerlo desde una perspectiva científica. Asimismo, puede postularse una radical consubstancialidad entre ellos. Se encuentran ligados entre sí. Lo que ocurre en uno habrá de repercutir, por tanto, en lo que suceda en el otro. Este es el fundamento intelectual de los rituales de carácter mágico. En un sentido más amplio, es el resultado del uso de un pensamiento sincrético, caracterizado precisamente por efectuar este género de amalgamas. Y las lleva a cabo también en otras direcciones. Puede, de este modo, amalgamar también a distintos individuos de una misma especie, como si todos fueran uno sólo, reduciéndolos a lo que Eliade [11] denominaba un arquetipo. «Un leopardo» cualquiera será, así, una modalidad particular de «El leopardo». Pero, entonces, al actuar sobre uno de ellos, se actúe quizá también sobre todos los demás. También todos los miembros de un mismo grupo humano tendrán algo en común. Serán en cierto modo lo mismo. De ahí que el comportamiento de los individuos tenga tantas repercusiones, para lo bueno, pero también para lo malo, sobre el grupo en su conjunto. Podrá enaltecerlo o contaminarlo. Este hecho nos ayuda a entender la importancia concedida al control social, pero también a las vendettas entre distintos grupos, basadas en la noción de responsabilidad colectiva. Y sobre todo, cada individuo concreto actualizará en sí mismo mediante sus propios actos al antepasado mítico, el cual operará como el arquetipo de todos ellos. La forma de ser, las ocupaciones o la posición ocupada por un determinado colectivo podrán ser, de este modo, explicadas con facilidad a partir de las cualidades y acciones de ese ancestro común. Sus descendientes estarán ineludiblemente marcados por aquello que él fue o por aquello él que hizo. La correspondencia entre esta tendencia a la equiparación entre antepasados y descendientes y un modo de organización social en donde el linaje constituye una institución fundamental resulta bastante obvia.
De igual manera, pueden existir individuos o grupos que mantengan esta misma relación con los leopardos o con cualquier otra especie designada para este fin. Habrá algo en común entre humanos y leopardos. Deberán honrar ciertas obligaciones para con ellos y podrán también beneficiarse de su colaboración en ciertos casos. Aquí reside el fundamento de lo que en tiempos se denominó el «totemismo» [12]. Para terminar, también pueden establecerse conexiones de esta misma índole entre distintos períodos temporales. Cada estación seca será una modalidad nueva de «La estación seca» primigenia. Por tanto, aquello que ocurrió en esa primera estación arquetípica, por ejemplo, los actos fundacionales de determinado ancestro, se habrá de repetir con cada nueva estación seca. De ahí la dificultad para desarrollar un pensamiento histórico, en donde los acontecimientos novedosos se van sucediendo. Este tipo de pensamiento es, por el contrario, fundamentalmente a-histórico. Lo nuevo tiende a ser asimilado a arquetipos ya existentes de antemano [13]. Pero acaso el proceso no vaya a ocurrir solamente por sí solo. Puede que sea necesaria la acción humana. Será preciso, en tales casos, recrear mediante algún tipo de mímesis ritual, de representación teatral, el acontecimiento mítico originario para que vuelva a repetirse ahora, con todos sus trascendentales efectos. Es lo que ocurre, en concreto, con los rituales estacionales [14].
El oficiante de los mismos puede además actualizar en él al antepasado mítico. Así, los danzantes enmascarados que representan a uno de estos seres no serán ellos mismos durante la danza ceremonial, sino, en cierto modo, el propio ser mítico. Este hecho nos ayuda a entender mejor la importancia de la posesión divina en muchos cultos tradicionales negro-africanos. En ellos alguien es poseído en el curso de una danza ceremonial por un ser divino, en el que se condensan ciertas cualidades humanas en particular. El poseso quizá detente él mismo tales cualidades en una proporción más reducida y este hecho facilite su posesión por este determinado personaje arquetípico en vez de por otro [15].
Todos estos procesos de fusión sincrética entre realidades separadas se corresponden en líneas generales con el concepto de «participación mística»enunciado ya en su día por Lucien Lévy-Bruhl [16]. A partir suyo pueden desarrollarse, asimismo, otras modalidades más complejas. Una de ellas, muy habitual precisamente en el África subsahariana, es la de la realeza sagrada. En ella el Monarca, al que compete además oficiar una serie de rituales fundamentales, encarna de manera simultánea a alguna figura mítica y al conjunto de su pueblo. A través de los rituales que ejecuta, se actualizan los grandes acontecimientos míticos, y lo que él experimenta en sí mismo lo experimentan, en algún grado, todos también. Por eso precisamente, su buena o mala salud será también la de todo su pueblo [17]. Y, por ello también, el Rey viejo y enfermo quizá deba morir y ser reemplazado por un sucesor más joven y sano, a fin de que su pueblo no envejezca y muera con él. Son célebres a este respecto los análisis de Evans-Pritchard [18] (1948) sobre los shilluk de Sudán del Sur. A su vez, los rituales oficiados por el Monarca pueden también implicar una fusión sincrética entre distintos planos de realidad. El ciclo agrícola, en donde la vegetación «nace»y «muere»para volver después a «nacer»de nuevo, podrá verse entonces amalgamado con el ciclo de la vida humana y animal, con el ciclo, supuesto, de todo el cosmos, pero también con el que se atribuye a la comunidad política. Al igual que el ciclo de la naturaleza, y coincidiendo con sus momentos fundamentales, el ciclo político se desenvolverá también entre el caos y el orden, entre momentos de liberalidad y de rigor, de vigor y de decadencia Organizando la sucesión de estas distintas fases y articulándola con los ciclos naturales, el ritual político, con el Monarca como oficiante principal, consigue entones, a los ojos de la gente, que la comunidad se depure periódicamente de sus conflictos internos y de sus comportamientos desviados, para renacer más sólida y cohesionada, más «joven» de nuevo [19].
El quinto y último rasgo característico de estas religiones tradicionales subsaharianas consiste en su profunda trabazón con la vida cotidiana y con los intereses materiales más inmediatos. Es algo que se corresponde bastante claramente con otros rasgos suyos ya enunciados, como la centración en lo concreto. La atención recae de un modo prioritario sobre cuestiones como la prosperidad material o el éxito en la guerra. Hay un profundo pragmatismo, e incluso materialismo, en esta actitud vital [20]. Podemos decir que si, de acuerdo con la expresión clásica, estamos ante un «mundo encantado», también nos hallamos, en contrapartida, frente a una religión un tanto mundana. Esta misma focalización en lo cotidiano implica un hondo particularismo. Las cosmovisiones están profundamente centradas en la propia colectividad. Los antepasados míticos son los antepasados del propio grupo. Los parajes míticos son los parajes en donde vive o ha vivido este mismo grupo. La historia del cosmos y del grupo se entrelazan de un modo inextricable. Todo ello supone, obviamente, una peculiar forma de etnocentrismo.
Sin embargo, este pragmatismo y este localismo no siempre han recibido la debida consideración. En este aspecto, y siguiendo aquí de nuevo a Horton [21], podemos apuntar hacia varios responsables de esta infravaloración. Un primer colectivo ha estado integrado por cierto misioneros cristianos. Interesados como estaban en difundir su religión entre los africanos subsaharianos, buscaron en sus tradiciones religiosas aquellos elementos que pudieran predisponerles a aceptar más fácilmente su predicación, incurriendo, en determinado casos, en interpretaciones un tanto sesgadas. Tendieron, así, a atribuir a los negro-africanos creencias como la de un Dios supremo y un alma inmortal, junto con el cultivo de elevados valores éticos universales y el afán por lograr una comunión espiritual con lo divino. Tomados en su conjunto, todos estos elementos conformarían una especie de «religión natural» parecida al cristianismo, cuya presencia favorecería en grado sumo una futura conversión al mismo. Ciertos autores africanos actuales parecen haber seguido esta misma senda idealizadora. Siendo muchos de ellos cristianos o compartiendo, al menos, las ideas occidentales acerca de lo que debería ser una religión digna de respeto, se esfuerzan también por presentar un retrato de las tradiciones religiosas de sus propios pueblos acorde con este modelo tomado del exterior. En un sentido más amplio, esta obsesión por resaltar la espiritualidad del otro parece obedecer a un impulso todavía más profundo. Al menos desde el romanticismo, el descontento con el carácter maquinal e impersonal del mundo moderno ha llevado a muchos a proyectar sobre el pasado europeo o sobre otras culturas, reales o imaginarias, sus aspiraciones a un tipo de sociedad más fraternal, espontáneo y emotivo. Pero aunque podamos valorar la bondad de todas estas intenciones, no debemos permitir que las mismas nos conduzcan hacia una visión distorsionada de las realidades que estamos estudiando.
Los cinco rasgos básicos que hemos estado exponiendo nos ayudan, asimismo, a explicar la importancia de la hechicería en el mundo negro-africano tradicional, entendiendo la misma como el manejo de ciertos elementos sobrenaturales con el fin de dañar a otras personas o de, al menos, manipularlas en beneficio propio, pero también de protegerse de ellas. En cuanto que práctica basada en la interacción con ciertas entidades personales o en el manejo más mecánico de ciertos agentes naturales, en función de sus relaciones de semejanza y de contigüidad, la hechicería se nos presenta como una manifestación particular del ya señalado pensamiento sincrético, a veces, en su modalidad más «animista». Asimismo, su carácter pragmático resulta también evidente. Por último, la visión sobre el mundo de lo sobrenatural que le subyace no deja de constituir una proyección muy realista, casi descarnada, del mundo de las relaciones sociales, en donde a menudo se dan enemistades, mentiras y manipulaciones. En este aspecto, los seres espirituales pueden ser muy semejantes a los seres humanos. Y esta visión se ajusta muy bien además a la naturaleza de unas sociedades descentralizadas, en donde mucha gente detenta alguna dosis de poder, en donde existen numerosas rivalidades, nacidas de la pugna por unos recursos más bien escasos, pero en donde también la necesidad de convivir dentro de un mismo linaje y una misma aldea, debido al manejo en común de tales magros recursos, conduce en muchas ocasiones a una hipocresía y a una hostilidad encubiertas, propicias para las agresiones soterradas. En el último apartado nos ocuparemos de las posibles razones de la popularidad de la que siguen disfrutando estas prácticas en la actualidad.
La llegada de las religiones universalistas
Conforme al retrato que acabamos de trazar sobre ellas, las religiones tradicionales subsaharianas parecen especialmente aptas para la vida en sociedades aldeanas, en las que la gente concentra su atención en la resolución de sus problemas cotidianos dentro de un ámbito local restringido. No obstante, estas sociedades y estas religiones son susceptibles de evolucionar hacia formas más complejas. Las aldeas pueden acabar integradas en grandes Estados multiétnicos, regidos por aristocracias guerreras y dotados de una elaborada división estamental, con castas de artesanos especializados y una ingente población esclava, consagrada no sólo a los trabajos agrícolas y domésticos, sino también, en ocasiones, a tareas administrativas y militares de alto nivel [22]. En el curso de este proceso, como una vertiente más del incremento en la división del trabajo social, también ha hecho frecuentemente aparición un sacerdocio especializado, ligado por lo general a ciertos linajes privilegiados y emparentado a menudo con los clanes gobernantes. Las doctrinas y los rituales religiosos han ganado asimismo en sofisticación. Han experimentado también una mayor centralización. En particular, los cultos ligados a la regeneración del cosmos y del orden político han sido objeto de una apropiación monopolística por parte de los monarcas y los estratos dominantes. Éstos han pasado a ocuparse también de tareas como la persecución de los hechiceros. Por último, las asociaciones consagradas a algún culto en particular han vivido igualmente un fuerte desarrollo. Ya en las sociedades aldeanas estas asociaciones pueden disfrutar de una notable influencia social. Encuadran a la población, ejecutan ciertos cultos, practican o persiguen la hechicería, según el caso, organizan labores agrícolas, socializan a los jóvenes, celebran diversas actividades lúdicas, operan como círculos solidarios para afrontar distintos percances y agrupan a personas de distintos linajes, ayudando con ello a tejer unas redes sociales más amplias e inclusivas. Ahora su papel político puede expandirse, pasando además a convertirse en el núcleo de distintas facciones cortesanas. También pueden vincularse a los monarcas y devenir sus auxiliares, aunque no por ello tengan que dejar de constituir un poder autónomo con el que habrá que negociar.
Pero dentro de esta marcha global hacia la complejidad existe un aspecto que nos interesa de manera especial. Como acabamos de apuntar, los nuevos Estados pueden acabar gobernando a gentes muy diversas desde el punto de vista étnico y, por tanto, también desde el punto de vista religioso. A ello va añadirse, asimismo, el incremento de los movimientos de población, por efecto de la guerra, el comercio y la esclavitud. Aunque la inmensa mayoría de las personas siguen siendo aldeanos dedicados a una agricultura de subsistencia, ciertos productos empiezan a circular, tales como el ganado, determinados productos vegetales y artesanales y los esclavos. Los mercaderes que los comercializan se desplazan de unos lugares a otros, trabando contacto con grupos étnicos muy diferentes, e instalándose en ocasiones entre ellos [23]. A través de la guerra, se producen movimientos intensos de población, con grupos que invaden las tierras de otros y grupos que escapan a otros lugares. Por último, los esclavos, comprados o capturados, son llevados, con frecuencia, muy lejos de donde nacieron. Allí, sometidos al poder de amos de otras etnias, han de convivir asimismo con esclavos también de otros orígenes [24]. Todos estos procesos favorecen, ciertamente, no sólo la aculturación de ciertos segmentos de la población, sino asimismo la eclosión de ciertos referentes culturales compartidos y de ciertas lenguas francas.
Tales procesos de integración social no dejan de entrañar un fuerte desafío para el localismo y particularismo de las religiones tradicionales. Pero este reto puede ser en parte afrontado. Las religiones pueden volverse más sofisticadas en lo ritual y en lo doctrinal. Asimismo, determinados cultos pueden adquirir ahora un carácter más inter-étnico. De igual manera, puede acabar estableciéndose semejanzas entre los cultos de distintos pueblos, lo que hace posible una cierta traductibilidad entre los mismos. Pueden crearse, de este modo, panteones mixtos, que agrupen a las divinidades de unos y otros. Lo ocurrido en otros lugares de más antigua civilización, como el mundo mesopotámico o el grecorromano, nos enseña el modo en que estas transformaciones pueden tener lugar.
Con todo, las religiones universalistas importadas parecen desempeñar mucho mejor esta función integradora. Después de todo, ellas mismas son el resultado de una evolución milenaria en este mismo sentido. Se presentan, por ello, como una suerte de solución ya preparada de antemano, que dispensa de la ardua tarea de reformar las tradiciones locales. Son, pues, una alternativa más cómoda. Pero ésta no es su única ventaja. Asimismo, poseen un cierto carácter neutral. Su Dios no es el Dios de ningún pueblo en particular. Puede ser accesible a cualquier población, en igualdad de condiciones, en principio, con las demás. En ello, se diferencia radicalmente de los dioses «paganos» propios de las religiones étnicas, cuya adopción por extranjeros resulta más complicada y puede relegarles a una posición secundaria. De este modo, en cuanto que religiones extranjeras, se encuentran además al margen de las querellas entre las distintas etnias locales. Ciertamente, no van a estarlo del todo. Puede percibírselas, precisamente, como las religiones de unos extranjeros hostiles y conquistadores. E incluso cuando no sea así, dado que no todas las poblaciones locales adoptan las nuevas religiones al mismo tiempo ni con el mismo entusiasmo, también han podido quedar vinculadas a menudo de manera especial con unos determinados grupos étnicos y unos determinados Estados. Como quiera, pese a estos inconvenientes, su capacidad para trascender los particularismos anteriores resulta manifiesta.
Otras tres virtudes han contribuido igualmente a fomentar la receptividad hacia estas nuevas religiones. La primera de ellas estriba en su mayor sofisticación intelectual. Tienen detrás suyo largos siglos de elaboraciones teológicas, de la mano de grandes pensadores y plasmadas en distintos textos, algunos de ellos sagrados. Frente a esto, las religiones locales, a pesar de la complejidad que pueden exhibir en ocasiones, no pueden oponer nada equiparable. Asimismo, estas nuevas religiones presentan un pragmatismo menos estrecho. Se interesan por grandes cuestiones teóricas de mayor alcance, al tiempo que cultivan una subjetividad más profunda. Están formuladas en términos más abstractos. En ellas, el discurso religioso se hace más autónomo con respecto a la práctica ritual. Deviene entonces en elaboración teológica. Al superarse, al menos en parte, el modelo de pensamiento sincrético, resulta también posible separar con mayor facilidad al acontecimiento concreto del arquetipo y al acontecimiento novedoso del repetido cíclicamente. Se vuelve más fácil, pues, pensar en términos históricos. Probablemente, ciertas personas, especialmente inquietas, puedan encontrar en ellas aquello que no les resultaría tan fácil hallar en sus propias tradiciones de origen.
En tercer lugar, las nuevas religiones se encuentran estrechamente ligadas a unas civilizaciones extranjeras, percibidas como poderosas y ricas, capaces de ofrecer toda una serie de nuevos productos, todo lo cual, con independencia de otras consideraciones, les depara un notorio prestigio. Adherirse a la religión de aquellos a quienes en ciertos aspectos se admira y envidia puede ser una forma de empezar a ser como ellos y acabar disfrutando también de su mismo poder y riqueza [25]. Esta operación puede realizarse a veces de unas maneras un tanto sorprendentes. Es probable que la buena fortuna de los extranjeros provenga de su vinculación con alguna divinidad particular. Convendrá entonces comenzar a rendirle culto, sin que ello implique adoptar la nueva doctrina religiosa en su conjunto, ni renunciar a la antigua, ni, por supuesto, volverse ahora monoteísta. Por último, esta conversión, total o parcial, a la religión de otros puede facilitar objetivamente un acercamiento a los mismos. Si se está interesado en mantener relaciones estables con ellos, en lo comercial y en lo político, conviene ganarse su reconocimiento como alguien, más o menos, igual a ellos, teniendo en cuenta que para los cristianos y musulmanes de aquel tiempo la posesión o no de una misma fe constituía un criterio fundamental, y a menudo el más importante, para distinguir entre el prójimo y el extraño. Podrá ingresarse, así, dentro de una comunidad humana más amplia. Se empezará a formar parte de su mismo círculo de civilización.
Acabamos de señalar el carácter parcial y contradictorio de muchas conversiones. Las viejas tradiciones no han sido abandonadas más que paulatinamente, a lo largo de un proceso que prosigue hasta nuestros días. El sincretismo se ha erigido en norma. Las razones de que así haya ocurrido han sido diversas. Más allá del apego a lo tradicional que muchas veces caracteriza a los seres humanos de cualquier latitud, no debemos olvidar la ya señalada funcionalidad de las prácticas y creencias ancestrales. Seguramente las nuevas religiones sean incapaces de reemplazarlas de manera automática en todos estos aspectos. Es harto probable, por ejemplo, que siga siendo necesario ejecutar los viejos rituales de recreación periódica del orden cósmico y social. De igual manera, es también muy posible que persista el viejo pensamiento sincrético ya descrito con anterioridad. Por lo tanto, las nuevas creencias ahora adoptadas habrán de ser amoldadas a la lógica interna del mismo. Es fácil, en concreto, que subsista la visión «animista» de un mundo poblado por entidades personales dotadas de poder, con las cuales los seres humanos pueden interactuar y a las que pueden lograr poner de su parte, incluso para perjudicar a terceros. Tal concepción no resulta forzosamente incompatible con la creencia en un Dios todopoderoso. Sencillamente, se sitúa en otro plano distinto.
En el ámbito de la moral, el universalismo preconizado por las nuevas religiones pueden entrar en contradicción con el particularismo más tradicional, con su restricción de los comportamientos solidarios a los miembros del propio grupo. Semejante particularismo vuelve más verosímil además esa concepción poliárquica y competitiva del mundo, en donde sus diversos habitantes, humanos o no, persiguen sus propios intereses particulares, aliándose o enfrentándose entre sí, según se tercie. Las religiones universalistas son muy diferentes en este aspecto. En primer lugar, propugnan una hermandad humana, por más que la misma haya quedado históricamente restringida en muchas de sus versiones tan sólo a los tenidos por verdaderos creyentes. Desde el momento en que es así, el recurso a agentes sobrenaturales para hacer daño a otras personas se vuelve algo bastante más reprobable. El segundo gran rasgo distintivo de las nuevas religiones estriba en su concepción mucho más vertical sobre la autoridad moral. Las razones son diversas. Un pensamiento más abstracto disocia a los seres sobrenaturales en mayor medida del mundo terrenal. Los vuelve más trascendentes con respecto al mismo (Berger, 1967). Esta trascendencia de lo divino con respecto a su creación favorece el establecimiento de una jerarquía ontológica más marcada entre ambos, que vuelve también más verosímil el carácter todopoderoso de lo primero. Es Dios quien promulga la norma y es el ser humano quien ha de obedecerla, si no desea ser castigado.
En las religiones tradicionales la religión con lo divino se encuentra, en cambio, menos desequilibrada. Los seres sobrenaturales son más poderosos que los seres humanos, pero se puede negociar con ellos e, incluso, forzarles a obrar según los propios designios. Ello es tanto más fácil dada la imbricación entre distintos planos de la realidad, de tal forma que, por ejemplo, un ritual político puede actuar también sobre los ciclos agrícolas. La mayor separación analítica que ahora se instaura entre estos distintos ámbitos resta mucho espacio a toda esa capacidad performativa previamente admitida. Por último, y en tercer lugar, las religiones universalistas promueven, en consonancia con las dos razones anteriores, una visión más idealizada sobre la divinidad. La misma más que reproducir el modo de ser habitual de los seres humanos corrientes, con su característica ambivalencia moral, pasa ahora a encarnar los ya apuntados ideales de fraternidad y de bondad. Aquí reside precisamente uno de los fundamentos de su superioridad sobre los seres humanos y de su absoluta autoridad moral sobre ellos. Pero todos estos nuevos principios éticos parecen difíciles de asimilar. Por ello mismo, es predecible la subsistencia durante largo tiempo de la vieja moralidad, con su cotejo de prácticas mágicas y su recurso al concurso de las entidades sobrenaturales en provecho de intereses particulares.
La supervivencia de lo antiguo va a tener lugar, en vista de lo anterior, de dos maneras fundamentales. La primera consiste, simplemente, en la pervivencia de muchas creencias y prácticas antiguas, más o menos remodeladas. Se trata de algo fácil de detectar. La segunda es más sutil. Estriba en la de ciertos modos de pensar y ciertas actitudes vitales, que filtran la recepción del nuevo mensaje religioso. El resultado de todo ello es la conformación de una auténtica estructura híbrida, integrada por elementos de distintos orígenes y naturaleza, que sólo encajan entre sí en una medida bastante limitada, lo que la inviste, en definitiva, de una naturaleza un tanto laxa y contradictoria. Esta estructura global puede luego organizarse de distintas maneras. Es frecuente a este respecto que se establezca en su seno una particular división del trabajo, en virtud de la cual los elementos más claramente ligados a la religión importada pasen a desempeñar un papel más oficial, más vinculado con las grandes celebraciones colectivas y con los ideales sociales tenidos por más elevados. En contrapartida, aquellos otros más relacionados con las antiguas tradicionales pasarán a jugar un rol más oficioso, a veces, semi-clandestino, y más estrechamente utilitario y pragmático, encaminado a la obtención del propio beneficio, incluso a costa de otros. Esta peculiar distribución de funciones favorece la supervivencia parcial de lo «pagano», al que se encomienda la satisfacción de ciertas necesidades no atendidas por la religión oficial universalista. Pero tiene también como efecto el que la religión tradicional se vea degradada de manera progresiva a un conjunto de fragmentos manejados con fines considerados ilícitos.
En esta misma línea, el mayor o menor peso otorgado a lo tradicional y a lo importado puede varias, asimismo, en función de la clase social. Como en otros muchos lugares, lo «pagano» tiende a predominar en los niveles más bajos de la escala social y en los ámbitos más rurales. El ascenso social y la vida urbana se encuentran ligados, por el contrario, a la asimilación progresiva de la nueva religión, manifestada en signos tales como el uso de vestiduras que cubran en mayor medida la desnudez del cuerpo, o, entre los musulmanes, en la renuncia al alcohol y, por tanto, a las libaciones colectivas de carácter frecuentemente ritual [26]. Pero aún degradado, lo tradicional sobrevive. No lo hace además como un mero atavismo, sino como un elemento dotado de funcionalidad y capaz de evolucionar y adaptarse a nuevas situaciones.
Juan Ignacio Castien Maestro, en ieee.es/
Notas:
1 ROY, O.: La santa ignorancia. El tiempo de la religión sin cultura. Barcelona: Ediciones Península. 2010, pp. 19-20.
2 WEBER, M.: Economía y sociedad. Ensayo de una sociología comprensiva. México D.F.: Fondo de Cultura Económica. 1964.
3 BERGER, P.: El dosel sagrado. Elementos para una sociología de la religión. Buenos Aires: Amorrortu Editores. 1967. Vid. igualmente CASTIEN MAESTRO, J.: «Georg Lukács y la naturaleza del hecho religioso». Ilu. Revista de Ciencias de las Religiones, Volumen 13, pp. 48-54.
4 CASTIEN MAESTRO, op.cit., pp. 37-43. Vid. igualmente NADEL, S.: Nupe Religion: Londres: Routledge & Kegan Paul, Ltd. 1954, pp. 2-8.
5 WEBER. M. op. cit.
6 TURNER, V.: La selva de los símbolos. Aspectos del ritual ndembu. Madrid: Siglo XXI., pp. 333-398.
7 NADEL. S. op. cit.
8 DOUGLAS, M.: Pureza y peligro. Un análisis de los conceptos de contaminación y tabú. Madrid: Siglo XXI. 1996, pp. 80-105.
9 LÉVI-STRAUSS, C.: El pensamiento salvaje. México D.F.: Fondo de Cultura Económica. 1964.
10 HORTON, R.: Patterns of Thought in Afric and the West. Essays on Magic, Religious and Science. Cambridge: Cambridge University Press, pp. 215-221.
11 ELIADE, M.: El mito del eterno retorno. Barcelona: Planeta-Agostini, pp. 11-50.
12 LÉVI-STRAUSS, C.: El totemismo en la actualidad. México D.F.: Fondo de Cultura Económica.
13 ELIADE, M. op. cit., pp. 94-119. 14
14 Ibid., pp. 51-86.
15 LIENHARDT, G: Divinidad y experiencia. La religión de los Dinkas. Madrid: Akal. 1985.
16 LEVY-BRUHL, L.: La mentalidad primitiva. Buenos Aires: La Pléyade. 1972 y El alma primitiva.
Barcelona: Península. 2003.
17 BALANDIER, G.: Antropología política. Buenos Aires: Ediciones del Sol. 2004, pp. 182-186.
18 EVANS-PRITCHARD, E: The Divine Kingship of the Shilluk of the Nilotic Sudan. Cambridge: Cambridge University Press. 1948.
19 BALANDIER, G. op. cit.
20 HORTON, R. op. cit., pp. 161-193. 21
21 Ibid., pp. 185-193.
22 MEILLASSOUX, C.: Antropología de la esclavitud. El vientre de hierro y de dinero. Madrid: Siglo XXI. 1990.
23 MEILLASSOUX, C.: The Development of Indigenous Trade and Markets in West Africa. Studies presented and discussed at the Tenth International African Seminar and Fourah Bay College, Freetown, December, 1969. Londres: International African Institute/ Oxford University Press. 1971.
24 MEILLASSOUX, C. 1990. op. cit.
25 LÉVY.BRUHL, L. 1974. op.cit., pp. 306-372.
26 MEILLASSOUX, C. 1990. op. cit., pp. 270-271. Vid. Igualmente NADEL, S. op. cit., pp. 234- 236.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |