Presentación
Hace ahora treinta años se publicó Vueltas al tiempo, las memorias de Arthur Miller. Sin duda, uno de los grandes dramaturgos del siglo XX, pero también una de sus presencias intelectuales más autorizadas, particularmente tras su sólido comportamiento durante la «caza de brujas». Adicionalmente, Arthur Miller fue el tercer y último de los maridos de Marilyn Monroe, un hecho que añadía a la lectura de sus memorias un especial interés no defraudado por algunas de las más bellas páginas del libro. Tampoco pasó desapercibida la razón que el autor de Todos eran mis hijos adujo para explicar su voto a John Kennedy en las presidenciales de 1960: «habíamos leído los mismos libros».
Mucho menos comentada fue, sin embargo, la constante presencia de la religiosidad en las casi seiscientas páginas de la edición española de la obra, con excelente traducción de Antonio-Prometeo Moya. Arthur Miller era un judío de Manhattan, hijo de judíos polacos procedentes de la Galitzia del imperio-reino de Austria-Hungría. De hecho, en el libro agradecía «al emperador Francisco José y a su ejército»la protección que dispensaron a sus antepasados. Y Marilyn se convirtió al judaísmo cuando contrajo matrimonio con Miller. Es verdad que, al comienzo de sus memorias, el escritor parece querer relativizar sus creencias, recordando que durante su infancia existía «cierta repugnancia a explicar racionalmente cualquier cosa que afectase a lo sagrado». Pero, cuando en plena madurez debe enfrentarse a la persecución de la libertad de conciencia, Miller se fortalece en la convicción de que «el hombre no puede actuar en modo alguno sin acicates morales». Y, en 1952, Las brujas de Salem vendrían a certificar el fin del «mccarthismo»en nombre de esa visión en valores y principios de la vida y de la dignidad humanas.
Arthur Miller admitía, en el ocaso de su existencia fecunda y creadora, que su propia constitución moral se había erguido como el mejor argumento para oponerse al quebranto de los derechos y de las libertades fundamentales. La defensa del ordenamiento constitucional obedecía en su caso, pero también en el de muchos de sus ilustres colegas de la industria editorial, o del cine, a una concepción de las responsabilidades cívicas que se hundía en la profesión de unas creencias cuyo libre ejercicio amparaba y tutelaba judicialmente, y de manera efectiva, el sistema democrático.
La concepción religiosa de la existencia y del debate público, es decir, la concepción del mundo de acuerdo con una visión trascendente de la vida humana, se encuentra en el substrato de la pertenencia al orden cívico del Estado de Derecho, de la convicción de la obediencia al ordenamiento jurídico legítimamente constituido, y de la presencia y participación de la ciudadanía en las esferas política y de gobierno. La convicción religiosa, así pues, se convierte en una clave de estabilidad y de seguridad ciudadanas. Pero, allí donde el Estado de Derecho y el modelo de civilización del humanismo de la razón práctica no representan la norma, sino la excepción, la religión, en su entendimiento más fundamentalista, es también la clave explicativa de la agresión totalitaria del terrorismo.
El documento monográfico que sigue a estas líneas pretende aportar una lectura conjunta de esta realidad, extendiendo la reflexión a los principales supuestos de análisis que en este momento se presentan en el mundo, de acuerdo con una distribución del análisis en grandes áreas geopolíticas. Precede al conjunto de aportaciones un examen de algunas de las premisas para la promoción de pautas para la cooperación y la consiguiente convivencia entre identidades religiosas, o su ausencia, en el seno de una sociedad plural. Y, a continuación esas áreas, Europa, América, África subsahariana y Asia, merecen un examen monográfico en cuya autoría se conjugan perfiles científicos e investigadores procedentes de la universidad, la profesión militar y la diplomacia. Un examen monográfico que depara una síntesis académica enormemente pródiga en referencias, en argumentos de autoridad, en sugerencias, en ideas, en propuestas, y en sentido no únicamente analítico, sino también prospectivo.
La primera contribución está protagonizada por la historiadora Cristina del Prado Higuera, cuyo objeto de examen es la presencia del cristianismo en Europa. La tarea afrontada es verdaderamente exigente y compleja. La doctora del Prado se enfrenta con varios órdenes de materias sucesivos y después convergentes entre sí. En primer lugar, debe analizar la esencial impronta cristiana en la cristalización de una identidad europea digna del nombre común y de la adjetivación, un hecho no necesariamente pacífico, ni doctrinal ni políticamente. A continuación, se ocupa de la aportación de la presencia y aportación de los cristianos, en cuanto tales, y muy concretamente de los demócratas de inspiración cristiana, a la génesis y consolidación de la institucionalidad europea después de la II Guerra Mundial.
Y, finalmente, la profesora Del Prado se enfrenta con el actual proceso de secularización, que viene a coincidir en el tiempo con la crisis del proyecto europeo, y con el renovado despliegue de los discursos populistas, y en todas sus vertientes. El resultado es un texto que acierta a concitar todas las fuentes de conocimiento, tanto las científicas como la rica doctrina pontificia sobre la materia. Un ensayo espléndido, ordenado, pródigo en ideas y sugerencias. Y un magnífico estado de la cuestión sobre la Europa que tenemos.
María Luisa Pastor Gómez, experta analista del Instituto Español de Estudios Estratégicos, y exhaustiva especialista en el continente americano, acude a la historia y a la coyuntura presente para explicar el tránsito del mesianismo fundacional de los Estados Unidos a la expansión de las religiones evangélicas en el subcontinente sudamericano. La analista del IEEE parte de la sabiduría y lucidez de Alexis de Tocqueville para subrayar la fundamental importancia que, en el origen de los territorios de Nueva Inglaterra, reviste el afán del libre ejercicio de la práctica religiosa por parte de los primeros colonos, un afán que deviene impulso mesiánico cuando la Unión nace, y comienza la expansión por Norteamérica de la mano de la doctrina del «destino manifiesto».
Igualmente, María Luisa Pastor analiza con sumo detalle la expansión de las religiones evangélicas en Sudamérica a partir de la presidencia Nixon, una expansión consolidada durante la presidencia Reagan, como mecanismo de respuesta a la difusión de la católica «teología de la liberación». El planteamiento es sumamente atractivo: la Conferencia de Medellín se realizó en 1968, el mismo año de la primera victoria de Richard Nixon en las elecciones presidenciales, y la de Puebla en 1979, un año antes de la primera victoria de Ronald Reagan. Y el capítulo, en su conjunto, deja muchas, razonadas y sugestivas interrogantes en el lector.
El profesor Juan Ignacio Castién Maestro nos propone un extenso, documentado y riguroso recorrido por una región esencial para España, por su posición geoestratégica y su proximidad, pero ampliamente desconocida todavía en nuestro país, como es el África subsahariana. Las creencias originarias del territorio, la introducción de otras opciones religiosas y los consiguientes conflictos así originados, cuyo impacto en nuestro mundo, dando forma a una sustantiva corriente del vigente fenómeno migratorio, es patente, son objeto de un detallado análisis.
El profesor Castién, además, nos brinda algunas ideas-fuerza sumamente importantes en sus conclusiones, de lectura sumamente sugerente: en primer término, debe valorarse el potencial del fundamentalismo, y la capacidad de agregación del sectarismo, cuando se considera la desestructuración social del territorio y de sus colectividades; además, el fanatismo ofrece un ideal de vida coherente, sumamente atractivo cuando el nivel educativo es menos que superficial; y, finalmente, el profundo desarraigo social y cultural de muchas comunidades conduce a sus integrantes a detectar, en la militancia fundamentalista, un horizonte de vida y de participación. El ejercicio de síntesis final del profesor Castién es brillante. La fuerza de sus conclusiones, evidente.
El coronel Emilio Sánchez de Rojas Díaz exhibe su vastísima formación y cultura en una aproximación al escenario central para el análisis del origen e historia de las religiones, de la civilización, de la cultura escrita, y de la inmensa mayoría de los actuales ciudadanos del mundo o, lo que es igual, la masa continental por excelencia: Asia. Del continente asiático provienen, en efecto, las religiones más asentadas en el mundo, judaísmo, cristianismo, islamismo, budismo y confucionismo. En Asia se encuentran asentados la mayor parte de los centros de poder de las potencias del mundo multipolar en donde habitaremos en el siglo XXI. Con la excepción de Estados Unidos y Europa, todas las restantes: Rusia (en su mayor parte, asiática), India, China, y Japón.
Y Asia es también el escenario que le permite manejar al doctor Sánchez de Rojas dos conceptos extraordinariamente brillantes, que además explica con enorme amenidad: la «geopiedad»de John Kirtland Wright, o la necesidad de analizar las geografías de la nación y de la identidad cuando ambas equivalen a «lo sagrado», y la «religeopolítica»de Lari Nyroos, o la obligación de situar las religiones, y su difusión, en unos mapas que, ya lo demostraba Robert Kaplan en La venganza de la geografía, importan. Como siempre. Como nunca.
El libro se cierra con un bello capítulo sobre las relaciones entre diplomacia y religión del embajador español Álvaro Albacete Perea. Su amplísimo conocimiento de la materia es el preámbulo de una ágil, metódica, rigurosa y didáctica exposición acerca de dos términos de análisis, como religión y diplomacia, en principio no fácilmente conciliables, en la medida en que la diplomacia procede en forma lógica y defendiendo el interés legítimo de los actores internacionales, de acuerdo con la doctrina realista de Hans Morgenthau. Incluso Madeleine Albright, secretaria de Estado en el último mandato de Bill Clinton, nacida en Praga en 1937 como ciudadana checoslovaca de origen judío, después convertida al catolicismo, que hubo de escapar con su familia del nazismo, y siempre sumamente respetuosa con las creencias religiosas, estimaba que, como recuerda el embajador Albacete, había que «separar la religión del mundo político»como una de las bases de la acción diplomática.
Partiendo de estas premisas, el embajador aporta algunos testimonios recientes de la «diplomacia religiosa itinerante»y de la «diplomacia de segunda vía», que vienen a aportar las más contemporáneas y explícitas manifestaciones de la conciliación entre la lógica diplomática y la convicción religiosa en conflictos como el colombiano, en donde la contribución de la Iglesia católica ha resultado, probablemente, determinante. El texto, de lectura siempre apasionante por su claridad y concisión, representa un inmejorable colofón para el conjunto del documento.
Arthur Miller decidió terminar sus memorias en el territorio rural de Connecticut, el espacio en el que transcurrió más de la mitad de su vida, escenario de bosques y de coyotes que, tenía la certeza, le observaban cuando salía a pasear por la noche. Entonces, Miller llegó a una básica conclusión acerca de los seres humanos: «todos estamos emparentados y nos observamos entre nosotros». Ese sentimiento de identidad en el destino de todos los hombres, de comunidad y, para muchos de nosotros, de fraternidad, es parte esencial de nuestro entendimiento del ejercicio cívico como un deber de cooperación y de construcción compartida.
Adicionalmente, esa convicción es el fundamento del orden y de la seguridad, es decir, de la libertad de todos. John Proctor, el protagonista de Las brujas de Salem, sostenía que Dios conocía ya su nombre cuando, en medio de la persecución -y tanto en el 1692 en que sucedió como en el 1952 en que Arthur Miller escribió su obra-, seguía siendo interrogado hasta el mismo umbral de su ejecución. Cuando los seres humanos albergamos la misma certeza que John Proctor, el proyecto de civilización prevalece. La justicia surge cuando cada nombre es conocido. Cuando se respeta el derecho del otro. Sirvan las reflexiones que componen este documento como parte de ese esfuerzo por el diálogo fecundo entre religión y seguridad. Entre convicción y paz. Entre progreso y libertad.
Capítulo 1: Religión y seguridad en el siglo XXI: del encuentro y la cooperación a la convivencia y la concordia
Los sueños de Enrique IV, o la sabiduría de Montaigne
Hace casi exactamente ochenta años Heinrich Mann comenzó a publicar su monumental díptico literario sobre el rey Enrique IV de Francia. En el exilio, el hermano de Thomas y tío de Erika, Klaus y Golo Mann, protestante de Lübeck, creía haber encontrado en la trayectoria de Enrique de Borbón, no digamos en su inteligencia y en su pragmatismo, la inspiración para superar la colosal crisis europea que, apenas un año después, habría de desembocar en el estallido de la II Guerra Mundial. Enrique IV, nacido en el Bearne, hugonote convertido al catolicismo para salvar su vida en medio de la Noche de San Bartolomé, otra vez hugonote al escapar de París y, finalmente, tras la muerte de Enrique III, el último Valois, de nuevo convertido al catolicismo, puso fin a medio siglo de contiendas religiosas en Francia mediante el Edicto de Nantes, que permitió la práctica de todas las formas del cristianismo.
En la segunda de las novelas del díptico, La madurez del rey Enrique IV, y en una apócrifa aloución final, el Enrique IV de Heinrich Mann, en una fecha tan simbólica como 1938, expresaba su convencimiento de que «el mundo no puede ser salvado más que por el amor», que «la felicidad existe»y que «la Humanidad no está hecha para abdicar de sus sueños, que no son sino realidades mal conocidas». Que, como añadiría François Bayrou, un bearnés y, por tanto, paisano de Enrique de Borbón, nosotros nos enfrentamos al mismo cambio de Era que Enrique IV, y lo hacemos bajo las mismas amenazas, pero también con el mismo mandato de preservar todo cuanto constituye el centro de la vida de cada persona: su identidad, su vida interior, y su voluntad de convivir y de construir espacios comunes para que puedan ser compartidos, lejos de las pasiones irracionales, para así hacer la historia, entre todos y con todos, y entre todos y con todos inventar nuevos mundos [1].
Michel de Montaigne, inspirador de la praxis del primer Borbón francés, animaba ya a los lectores de sus Ensayos a no extralimitarse en el amor a la virtud, ni entregarse tampoco en exceso a una acción justa, recordando la recomendación paulina de no pretender ser más sabios de lo necesario, sino únicamente sabios. Stefan Zweig recordaba que la única pretensión de Montaigne era dar forma a su vida a través de la escritura. Pero no por mor de una suerte de egoísmo ilustrado. Jorge Edwards recuerda que Montaigne sostenía que cada ser humano lleva dentro de sí la forma entera de la condición humana [2]. De las contiendas religiosas de la Modernidad emergió una suprema lección: cada vida resume y expresa todas las demás, y como tal debe ser respetada en la plenitud de su expresión existencial. Los sueños, la sabiduría y la virtud sirven si contribuyen a la preservación de la vida, la integridad, la libertad y la dignidad de cada persona.
La historia reciente del Hemisferio Norte, y España no es una excepción, y con la historia el futuro mediato, sin embargo, se encuentra decisiva y ya casi cotidianamente mediatizada por una violencia terrorista cuyo proyecto de dominación se sustenta sobre planteamientos de obediencia, en último término, religiosa, en su acepción yihadista. La acción terrorista se desarrolla en centros urbanos seleccionados por su carácter especialmente representativo de la historia, la cultura, los principios, las libertades y el estilo de vida del mundo occidental, en nombre de una perspectiva pretendidamente religiosa, y en realidad fanática y fundamentalista, cuya exclusiva pretensión es detentar el poder sobre la vida y la muerte de cualquier ser humano. Se trata de una realidad que obliga a una reflexión profunda de todas las instituciones y de todos los ámbitos que, por definición, existen para promover el ejercicio de los derechos y libertades fundamentales esenciales a la plenitud de la dignidad humana, como las Fuerzas Armadas, la Universidad, o la Diplomacia.
¿Hemos regresado al punto cero de las guerras de religión? El esplendor del modelo occidental de civilización y de convivencia en la segunda mitad del siglo XX partía de un dramático aprendizaje histórico previo, de los mesianismos políticos, las por Michael Burleigh denominadas «religiones políticas» (jacobinismo, bolchevismo, fascismo y nazismo), y la primera edad terrorista de las «sagradas violencias»ideológicas para, tras la finalización de la segunda Guerra de los Treinta Años, la que transcurre entre 1914 y 1945, edificar el Estado de Derecho sobre el pluralismo político e ideológico, la plena autonomía conceptual y funcional de las confesiones religiosas y de los poderes públicos, y la afirmación de la necesidad del diálogo y de la cooperación entre todas las esferas de expresión de las creencias y convicciones de la ciudadanía.
En 1983, tras serle aceptada su renuncia al arzobispado de Madrid al cumplir los 75 años preceptivos, el cardenal Vicente Enrique y Tarancón entendía que la Iglesia católica no únicamente estaba comprometida con el bien común, sino que también albergaba
«deberes de patriotismo», pero en modo alguno podía vincularse a un régimen o a un partido político, aceptando el pluralismo político, social y religioso como un valor compartido por toda la sociedad, y presente también dentro de la propia Iglesia, un hecho que, de manera más moderna, Jean-Yves Baziou, Jean Luc Blaquart y Olivier Bobineau han dado en calificar como una suerte de saludable incoherencia del sistema democrático que, al mismo tiempo, resulta esencial a su ordenado funcionamiento: separar a los poderes como preámbulo de su obligación de cooperar [3]. O, de nuevo, la sabiduría de Montaigne: la paz y la seguridad no provienen del exceso, sino de la independencia de las esferas políticas, institucionales y espirituales, pero una independencia que en modo alguno desconoce la existencia de las restantes esferas, comprometidas entre sí por el supremo anhelo compartido del bien común, y que en modo alguno se permite ignorar el imperativo democrático y cívico de la convivencia y la cooperación.
Cuando prevalecen las perspectivas maximalistas, incluso cuando prevalece el exceso de sabiduría, el encuentro y la concordia cívica parecen pertenecer al ámbito de los males necesarios, de las renuncias, de las claudicaciones forzadas por coyunturas históricas excepcionales, como son los procesos de cambio, transformación y consolidación democrática. Y, sin embargo, cuando la violencia terrorista golpea, las llamadas a la unidad de todos los agentes e instituciones públicas y privadas, políticas y sociales, confluyen de manera armónica. Es entonces cuando se capta hasta qué punto la paz y la seguridad no se construyen cuando un ser humano, o un conjunto de seres humanos, piensan tener toda la razón, o la razón en todo. Es entonces cuando ser capta la necesidad del otro. Cuando la vulnerabilidad, y la fragilidad, y la debilidad, se convierten en fortalezas, porque empujan al diálogo, a la participación en la vida pública, a acudir al encuentro del otro que completa nuestra perspectiva, siempre parcial, siempre limitada. No hay democracia, igual que no hay existencia, sin salir de uno mismo, sin la certeza de nuestra propia insuficiencia. No hay democracia, en definitiva, sin encuentro.
Un mundo sin conciencia, pero con historia
En este sentido, la satisfacción con la que la ciudadanía constata la extraordinaria preparación y profesionalidad de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado y las Fuerzas Armadas no siempre se transforma en una actitud proactiva y preventiva, sino en la concepción de ambas instancias como el último recurso, la solución final en contextos de crisis extrema de la política y de la civilización. De instancias cuya razón de ser es combatir contra los enemigos del ser humano, de la vida y de la libertad, restablecer y consolidar la democracia, poner en pie instrumentos para la plenitud de la experiencia humana y la sociedad de las oportunidades, y hacer posibles proyectos visionarios para la paz como la construcción europea, mientras contribuye a generar y cultivar una cultura política de diálogo y concordia basada en la amistad cívica.
De esta seguridad hablamos. De la que se desarrolla y reafirma al amparo del histórico proyecto de civilización. De hacer posible esta seguridad se ocupan las Fuerzas Armadas. Y este esquema de convivencia en libertad es el que se encuentra sometido a permanente y hostil agresión por quienes piensan que se avanza desde la ruptura, la fractura, el conflicto, y la confrontación. Y recurren a la violencia y a la dominación por el terror para conseguir sus objetivos.
Se trata de un modelo de civilización que viene a converger con los principios de los sentimientos cívicos y religiosos más mayoritarios en nuestra sociedad, con la conjugación del legado de Atenas, o la consideración de la persona humana como la medida de todas las cosas, de Jerusalén, o el reconocimiento del derecho de todo ser humano a emprender, si así lo considera, su propio itinerario de trascendencia, y de Roma, o el desarrollo del derecho como ese privilegiado instrumento que posibilita la racionalización y consolidación del orden, la seguridad y, por consiguiente, la convivencia. Un modelo de civilización que apuesta por el encuentro entre personas, ideas, creencias e ilusiones. Esto es Occidente. A lo largo de la historia, con avances y retrocesos, episodios brillantes y episodios oscuros. Un ideal. Pero no sólo un ideal. Desde 1945, el «humanismo de la razón práctica»no ha dejado de ensanchar sus fronteras en todo el mundo. No hablamos ya de un Occidente geográfico. Hablamos de un proyecto de vida «para todos los hombres y para todo el hombre».
Un proyecto esencial a los pilares que sustentan nuestro Estado de Derecho. Porque, ¿acaso los enemigos de la cultura del encuentro no son también los enemigos de la democracia? Cuando la convicción en torno a la necesidad del encuentro se debilita o, incluso, se desvanece, las consecuencias para propuestas que se nutren de la necesidad de reafirmar, y ampliar, y potenciar la cultura de la concordia y, lo que es más grave, para las propias cultura y praxis democráticas, son sumamente nocivas.
Por eso es de especial relevancia el hecho de que «la cultura del encuentro»centre hoy el sentido de la presencia y de la participación de los ciudadanos en la vida pública como lo que es, una de las más sugestivas aportaciones del pontificado del Papa Francisco. Pero, como el propio Papa Bergoglio desea, dirigiendo la mirada hacia Francisco por antonomasia, Francisco de Asís, hacia quien es, como diría el padre Guy Gilbert, con su cazadora de cuero y sus chapas de los Rolling Stones, el santo «por excelencia», porque se despojó de todo para hacerse hermano de los pobres, y habló para la eternidad
El Papa Francisco ha tenido el mérito de colocar sobre el tablero mundial la «agenda de san Francisco». Con enorme sencillez, pero también con absoluta rotundidad. Paz y bien. La posibilidad de conversión del ciudadano, como en la película de Roberto Rossellini, en un «juglar de Dios», sencillo, humilde, y lleno de caridad. Responsable de sus actos pero, sobre todo, consagrado al servicio del otro. Empeñado en compartir un mismo horizonte de amor con toda la humanidad. Una nueva humanidad que aspira a un nuevo estilo de vida basado en la austeridad, la sencillez y el afán de servir. Principios que, por cierto, resultan muy familiares a los integrantes de las Fuerzas Armadas. Una civilización que se despoja de lo accesorio para centrarse en lo esencial. Y en donde esa «cultura del encuentro»necesita de una «cultura de la seguridad». Y, como todas las formas de cultura, esas culturas necesitan de una conciencia compartida o, como diría Stefan Zweig, una «conciencia del mundo».
De este lado del Paraíso, sin embargo, no parece que termine de surgir, como en una carta fechada en París el 14 de agosto de 1935 le objetaba ya Joseph Roth a Stefan Zweig, una «conciencia del mundo», entre otros motivos, «porque el mundo no ha tenido jamás una conciencia» [4]. En 1935, como cabe deducir del examen de la historia, no existía un «nosotros». ¿Existe hoy? Y, de no hacerlo, ¿Qué obstáculos se interponen en nuestro tránsito del «yo» al «nosotros»?
Tras la finalización de la II Guerra Mundial, y en un intervalo de apenas unos pocos meses, Emmanuel Mounier y Albert Camus coincidían en la acción demoledora del miedo. Sin duda, consecuencia de la falta de seguridad, de la angustia ante la incertidumbre, de la resignación a la supervivencia, de la renuncia a la esperanza, a la creatividad, a los matices. En definitiva, de la renuncia a la libertad y, con ella, a la inteligencia y a la comprensión. Es decir: el miedo como expresión de la renuncia a la política. No pueden existir la política y la cultura del encuentro y, por lo tanto, no puede existir seguridad, donde florece el miedo.
Pero, si pudiera sumarse un añadido al pensamiento coincidente de ambos pensadores franceses, la cultura y la política del encuentro y, con ellas, la seguridad, necesitan dotarse de una cualidad adicional: la imaginación. Pero la imaginación no concurre si no satisfacemos algunas de sus exigencias. Me explico. La democracia contemporánea se modeló tras la II Guerra Mundial para resolver un problema que el modelo liberal convencional de Estado de Derecho dejó sin respuesta tras la creación de los regímenes parlamentarios en las Islas Británicas en los siglos XVII y XVIII y en el continente europeo en los siglos XVIII y XIX: el Estado de derecho nacía para regular y controlar el poder. Pero ese modelo de relaciones institucionales que Otto Hintze habría de denominar, con mucho más rigor, «Estado de Poder» [5], y no «Estado de Derecho», no tenía alternativa frente a una dramática constatación: ese poder no era necesariamente justo. Mejor dicho: no tenía siquiera la inquietud o la necesidad de serlo. Por eso, como Hintze, un enemigo del nazismo que habría de terminar en el exilio, constataba ya en 1930, a la vista de la experiencia fascista, nazi y stalinista (es decir, contemplando la obra de tres religiones políticas), la democracia sucumbía y seguiría sucumbiendo frente a sus enemigos.
El éxito del vigente modelo de Estado de Derecho radica en su capacidad para encontrar la explicación y, por consiguiente, las respuestas a las insuficiencias del Estado liberal de impronta decimonónica como Estado de poder, pero del poder de la ciudadanía Y, además, convertir esas respuestas en alternativa política. Y, por cierto, en tiempos de populismos de todo signo recorriendo el mundo democrático, en respuestas dotadas de plena vigencia.
A partir de 1945, la democracia entendió que el poder debía ser asumido sin complejos, pero también sin resentimiento, por el pueblo, pero su ejercicio debía distinguirse por la adopción de un estilo denotado por la contención, la austeridad, el equilibrio, la humildad, y la vocación de servicio. En definitiva, que ese poder, firme y democrático, debía ser un poder pobre. No miserable, o paupérrimo, o indecoroso, sino desnudo de toda forma de afectación, de despilfarro, de despliegue de medios innecesarios. En palabras de Marc Sangnier, y después de Aldo Moro, «un poder del pueblo para la libertad».
En tiempos de desafío populista a la democracia, el razonamiento histórico puede llegar a convertirse en un enojoso obstáculo, y el historiador en un contemporáneo Laocoonte delante del caballo de Troya. O, como decía François Mauriac con enorme contundencia, «los muertos no socorren a los vivos» [6]. La historia nos explica, pero no nos justifica. La conducta nos acredita, pero no nos salva. El militar, es decir, el servidor del bien común, como el médico, o el profesor, se examina cada día. Y cada día será un nuevo comienzo en que nada se sumará al pasado. Pero la historia nos demuestra que el desafío de la convivencia para la cooperación no es una mera especulación, sino una realidad esencial a la plenitud del proyecto democrático. Que la fortaleza de ese proyecto es básica a la hora de defender a la democracia de la violencia terrorista. Y que las sociedades democráticas prevalecen cuando están, se saben y se sienten unidos en este objetivo.
Por eso, el desafío totalitario de las religiones políticas, o del entendimiento fundamentalista de cualquiera de las grandes religiones monoteístas, es negar la historia. O, en su defecto, manipularla. Negada o ignorada la historia, la negación de la realidad, o su repulsa, son también alternativas que, como mantenía Giovanni Papini en tiempos de religión política fascista, se suman para afectar al ciudadano disconforme. Y, en sentido opuesto, el misticismo, la abdicación de toda forma de voluntad particular para fundirse con el mundo, o con Dios, pero como parte integrante de la un proyecto de vida que se sustenta sobre la decidida voluntad de huir de la realidad, hacen también acto de aparición cuando el ciudadano dimite del ejercicio de sus propias responsabilidades. La seguridad democrática exige la presencia y la participación cívicas, pero una presencia y participación responsables [7].
La participación, como el servicio o la donación, además de ser uno de los nombres del encuentro, es también uno de los nombres del amor. François Mauriac no se contentaba con sostener que hemos sido creados para el amor, sino que el ser que ama parecía en ocasiones feroz al amado porque su deseo lo era sin medida o, en términos del propio Mauriac: «parece inhumano porque es sobrehumano». La vocación política tiene mucho de esa pulsión muchas veces inhumana por ser sobrehumana. Cuando se considera la incondicionalidad de la entrega del servidor público, los sacrificios e incomprensiones que asume, la dureza con que sus actos y decisiones serán escrutados, la implacabilidad con la que será examinada su conducta, incluso su vida más personal, se constata que la vocación es también una manifestación del genuino amor, del amor sin medida. Y, por lo tanto, de la verdadera inteligencia sin medida, la inteligencia de quien ha captado que no hay más manera de estar en el mundo que servir a los demás.
La cultura del encuentro y, con ella, la cultura de la seguridad, exigen, además, como siempre en la vida pública, como siempre fuera de ella, la suprema virtud de la lealtad. Marcel Proust encontró una muy afortunada expresión para formular la deslealtad en todas sus variantes, tanto las más cotidianas como las más severas: la falta de formalidad, la ausencia de constancia, la traición... Decidió referirse a «las intermitencias del corazón». En democracia, las intermitencias del corazón se enfrentan con la lógica del ordenamiento constitucional. Pero también con la lógica cívica. No puede construirse ningún modelo de seguridad sin contar con la lealtad de la ciudadanía a los principios que informan el Estado de Derecho. Por eso el fundamentalismo religioso, y tanto en su acepción espiritual como en el ámbito de las religiones políticas, intenta siempre subvertir, desprestigiar o desafiar a los servidores públicos que se levantan sobre la vocación de lealtad al sistema constitucional, el sentido del deber, y el cumplimiento de la ley.
Decidía Giovanni Papini que su vida había equivalido a iniciar todo y no terminar nada. Salir en busca de todos los destinos, y no alcanzar ninguno de ellos. No es mal resumen de una vida plena. Y tampoco es una mala descripción de la identidad democrática. Adicionalmente, iniciar y salir son dos de los verbos más representativos de la cultura cívica y la experiencia del encuentro. Y si, como decía Emmanuel Mounier, la gran fractura de humanidad del siglo XX fue la consecuencia lógica de la crisis de «las dos grandes religiones del mundo moderno: cristianismo y racionalismo»y, añadía el gran pensador de Grenoble, en el caso de la última se daba la terrible desventaja de que carecía de la esperanza que subsiste siempre en la base de la alternativa cristiana, cabe hoy oponer a esa fractura secular, política y de civilización la abrumadora lógica del encuentro.
Ciudadanas de otra patria
Poco antes de su fallecimiento en 1996, Giuseppe Dossetti fue invitado a pronunciar la lección de apertura del curso académico 1994-1995 en el Instituto Teológico Interdiocesano de la región de Reggio-Emilia. Nacido en Génova y residente en Bolonia, Dossetti conocía muy bien una tierra cuya activa resistencia contra el nazismo había liderado durante la II Guerra Mundial sin portar nunca una pistola. Vicesecretario general de la DC de Alcide de Gasperi, constituyente y miembro de la Comisión Constitucional en 1946, había abandonado la política para convertirse en sacerdote y en uno de los más influyentes teólogos del Concilio Vaticano II junto al cardenal-arzobispo de Bolonia, Giacomo Lercaro, antes de radicarse en Tierra Santa.
Enfermo y en las postrimerías de su existencia, convertido en un símbolo nacional de la Italia que había pasado en apenas medio siglo de la derrota y la postración al rango de nación fundadora de las Comunidades Europeas, la Alianza Atlántica y el G-7, Dossetti ofrecía en la que fue una de sus últimas apariciones públicas un diagnóstico de la humanidad del cambio de siglo y de milenio que, más de dos décadas después, asombra por su lúcida percepción del sentido profundo de las grandes corrientes de la historia, y que se basaba en diez ideas-fuerza:
1. La universalización de los problemas equivale también a una cada vez más estrecha interdependencia entre las naciones, y no únicamente a la hegemonía de las grandes sobre las pequeñas.
2. Las decisiones que, por tanto, afectan a la humanidad, se concentran en muy pocas manos. La posibilidad de consulta o participación es muy reducida.
3. La fractura entre ricos y pobres no se ha visto compensada con el acceso a las nuevas tecnologías.
4. El modelo de vida que propone Occidente se basa en la satisfacción de necesidades en su inmensa mayoría superfluas.
5. Las crisis, políticas, bélicas, humanitarias, o de subsistencia, se interiorizan como parte de la cotidianidad, y no como realidades que necesitan soluciones duraderas si se desea garantizar la estabilidad y la seguridad en la propia esfera doméstica.
6. Una nueva ética de las relaciones personales, o de la concepción de la familia y de la existencia, se ha instalado de manera irreversible.
7. Viene el tiempo de la fragilidad de la ley y de la obediencia al Derecho.
8. La disolución de la filosofía y del saber en disciplinas cada vez más específicas, que no aspiran a ofrecer respuestas al problema del hombre, va a erosionar la capacidad de las instituciones académicas de inspirar la existencia humana.
9. La paulatina difusión de una visión meramente administrativa de la acción de las confesiones religiosas e, incluso, la asimilación de ese mandato en ciertos ámbitos de su vida institucional, debilitará a la propia Iglesia.
10. Y la crisis de las vocaciones religiosas perdurará [8].
Caminar por la historia exige ofrecer una respuesta a los diez desafíos enumerados por Dossetti. Ser audaz. Acudir a la imaginación. La cultura del encuentro equivale siempre a dar un salto hacia el desconocido. La última gran etapa de la experiencia democrática en el mundo, que se abrió cuando líderes dotados de una más que visible identidad religiosa, en todos los supuestos cristiana, lideraron los procesos de democratización en Alemania, Hungría, Polonia, Checoslovaquia o Chile, en un proceso comparable en sus frutos al que siguió a la conclusión de la II Guerra Mundial, pero esta vez no únicamente europeo, sino universal, nos recuerda que la democracia es siempre frágil, siempre vulnerable, siempre incierta, como la propia vida humana. Helmut Kohl no vacilaba en reconocerlo abiertamente cuando evocaba los riesgos asumidos en nombre de la libertad:
«Cuando en otoño de 1989 nos pusimos en camino hacia la unificación, fue como si estuviéramos cruzando un pantano: el agua nos llegaba a las rodillas, la niebla impedía la visión, y sólo sabíamos que en alguna parte había un camino firme. Pero ignorábamos dónde exactamente. Tras tantear paso a paso, llegamos sanos y salvos al otro lado. Sin la ayuda de Dios no lo habríamos conseguido -...- Sin embargo, yo era consciente de que sólo habíamos cubierto la primera etapa de nuestra visión, que habíamos iniciado después de la guerra. Nos quedaba y nos sigue quedando hoy la culminación de la segunda: la unidad europea» [9].
Helmut Kohl era un historiador. Y eso le permitía disfrutar de una cualidad que se hace imprescindible en cualquier escenario y encrucijada de la historia, pero no digamos en la actualidad: la serenidad y la pausa que permite contemplar cualquier problema con perspectiva temporal y espacial. Robert Kaplan denunciaba no hace mucho uno de nuestros grandes problemas como habitantes del siglo XXI, y no digamos uno de los principales problemas para quienes nos dedicamos a la enseñanza y a la investigación: cruzamos continentes y océanos con enorme celeridad, y con nosotros la información. Y, cuando aterrizamos, emitimos juicios, y a veces sumamente terminantes y severos, con asombrosa ligereza. No procedemos con rigor. No nos permitimos una segunda o una tercera lectura. No nos detenemos [10]. Así no se puede hacer historia. Pero, sobre todo, no se puede leer la realidad.
Una historia en donde se filtran discursos míticos que se pretenden superadores de la propia realidad. Manuel García-Pelayo explicó magistralmente el problema que subyace en la formulación de toda construcción mítica, y es la dramática realidad de cualquier forma de poder, y no digamos de su ejercicio, como expresión de la dominación de un ser humano por otro ser humano. La transfiguración de ese fenómeno de manera que pudiera llegar a ser explicable o, al menos justificable, explicaba la cristalización de soluciones políticas e institucionales a lo largo de la historia y, junto a ellas, o en su defecto, de mitos políticos. El «reino de Dios»se convirtió en un arquetipo político. Y muy especialmente en las llamadas «culturas del libro», es decir, en los tres grandes espacios de civilización que se regían por un patrón monoteísta. Tres espacios que disfrutaban, de esta forma, de un centro ordenador [11].
El poder, de esta forma, adquiría un substrato legitimador lógico, ya fuera bibliocéntrico en el caso del judaísmo (y David Ben Gurión, fundador del Estado de Israel, diría que «nosotros hemos conservado el Libro, y el Libro nos ha conservado a nosotros») e, inicialmente, cristocéntrico en el caso del cristianismo. Y, cuando gracias a la Recepción del Derecho Común, se afianza la convicción de que la voluntad de Dios se expresa a través del Derecho, iuscéntrico. Eso explica que el príncipe no sea más que un vicario de un poder cuya legitimidad descansa únicamente en su lealtad a Dios, y que cuando el príncipe no se ajusta al Derecho en su accionar, es decir, ni lo guarda ni lo hace guardar, el pueblo disfrute del derecho, pero también del deber, de proceder a su destronamiento. Las primeras revoluciones parlamentarias que triunfan son furibundamente confesionales, confesionales serán los primeros estados parlamentarios europeos, y la cruz se encontrará siempre en su bandera. A veces, como en el caso del Reino Unido, las cruces son tres: san Jorge por Inglaterra, san Andrés por Escocia, y san Patricio por Irlanda. La superación del Antiguo Régimen, el aniquilamiento del absolutismo, y la implantación del Estado de Derecho son procesos que obedecen a esa matriz confesional y, en el fondo de la traslación de la pulsión religiosa al ámbito de la organización política, mítica.
La concepción del poder se encuentra hoy sometida a una profunda revisión. En palabras de un gran político e intelectual, también uno de los grandes vindicadores de la libertad para los pueblos de Europa central sojuzgados por el stalinismo, Vaclav Havel, el reto es dar paso a una «revolución existencial»como «una perspectiva de reconstrucción moral de la sociedad, es decir, una renovación radical de la relación auténtica del individuo con el llamado ‘orden humano’ (y que no puede ser sustituido por ningún orden político). Una nueva experiencia del ser, un nuevo enraizamiento en el universo, una reasunción de una ‘responsabilidad superior’, una renovada relación interior con el prójimo y con la comunidad humana, está es la dirección en que habrá que proceder».
Las consecuencias políticas, para el dramaturgo y después presidente checo, son evidentes, porque se produce la construcción de estructuras en donde se procede a «la rehabilitación de valores como la confianza, la sinceridad, la responsabilidad, la solidaridad y el amor». Las instituciones políticas ya no obedecen a criterios técnicos del ejercicio del poder, sino que la relevancia se deposita sobre su significación intrínseca, su apertura, su dinamismo, y la capacidad de los servidores públicos de inspirar confianza con su personalidad. Más cercanía, más accesibilidad, más identidad. En definitiva, más humanidad. Más compromiso con un «presente»no sacralizado como un absoluto, sino entendido como la plasmación del conjunto de fuerzas mentales, culturales, y morales que nos presenta la historia [12].
Y el «deber de memoria»que imponía el gran Paul Ricoeur se convierte, en este punto, en algo más que un deber. Como María en la bellísima novela de Colm Tóibín, debemos poder ser capaces de afirmar que «la memoria forma parte de mi cuerpo, como la sangre y los huesos» [13]. La confianza, la sinceridad, la responsabilidad, la solidaridad y el amor son los valores que integran esa memoria y esa identidad. A ejemplo de mujeres y de hombres ejemplares en el ejercicio de esos valores. Parte de la misma memoria, la misma sangre y los mismos huesos. Pero, añadiría Paul Ricoeur, los valores cívicos deben también instalarse en una visión de la justicia y de lo justo que supere la vinculación kantiana entre libertad y ley entendiendo la libertad como ratio essendi de la ley y la ley como ratio cognoscendi de la libertad. Porque esa visión únicamente conduce a la convergencia entre libertad e imputabilidad, y el consiguiente entendimiento de la responsabilidad humana como una mera obligación de reparación de daños o asunción de penas. La responsabilidad cívica en la que se fundamenta la seguridad de las grandes sociedades del siglo XXI, como la española, encuentra en la Regla de Oro o, en palabras también del filósofo de Valence, en la «poética del amor», un argumento no únicamente lírico o voluntarista, sino también racional y lógico, para definir un nuevo vínculo entre ideas, creencias y convicciones que aspiran a convivir partiendo de su mutuo reconocimiento, es decir, en el encuentro [14].
Porque hacer frente al desafío de la identidad religiosa en las sociedades
«postseculares»occidentales puede equivaler, no ya a resolver un presunto problema, sino a encontrar respuestas, razones y argumentos para existir en el siglo XXI. A entender la complejidad como una motivación constante para el cultivo y el enriquecimiento de la ciudadanía que acompaña a cualquier persona y la acompaña siempre. A conocer al «otro»como una fuente de permanente aprendizaje y, por lo tanto, a concebir el espacio público como una perenne escuela de civismo y de humanidad. Querer aprender, y querer aprender juntos, los unos con los otros, y los unos de los otros, como premisa y requisito, necesario, pero no suficiente de la civilidad. Como expresión de la identidad profunda de un nuevo proyecto de civilización.
El debate sobre la confesionalidad del Estado parecía pertenecer a la historia, al menos en las democracias de tradición constitucional, y la etapa de la secularización había dado paso a un «postsecularismo»en donde los pilares de la ética pública no respondían a un concepto defensivo de la convivencia y de la tolerancia, sino a una posición cívica proactiva y positiva, en donde cooperar y convivir explicita compromisos, y no meras opciones, o expectativas, por importantes que resulten, de encontrar «esperanza» [15]. La historia nos exige hoy, sin embargo, que revisemos la presencia de las religiones en la vida pública.
Y, en este sentido, una posibilidad es acudir a la visión del fiscal que, en los Diálogos de carmelitas de Georges Bernanos, y después en la película de Raymond Leopold Bruckberger y Philippe Agostini, les recuerda a las religiosas residentes en el convento de Compiègne, durante su juicio por traición a la República, en 1794, que él es «el guardián del alma de la patria». Es decir, la nueva legalidad no renuncia a un alma, a una identidad y a una visión trascendente, pero su guardia y custodia pertenecen a la acusación pública cuando la institucionalidad revolucionaria se ve cuestionada implícita o explícitamente. Y, cuando la priora del convento le responde al fiscal que ella y sus religiosas son ciudadanas leales de la República, pero también ciudadanas de otra patria, el fiscal les responde que «os sobra una» [16]. El naciente Estado democrático no ve posible que la ciudadanía conciba más espacio de lealtad que a la propia institucionalidad. No hay sitio para la visión trascendente.
La otra posibilidad es la que ofrece Giorgio La Pira, miembro de la Comisión Constitucional italiana tras la II Guerra Mundial, después alcalde de Florencia durante dos períodos, jurista y profesor de disciplinas jurídicas básicas, cuando plantea que la libertad de conciencia en absoluto significa que la sociedad y la organización estatales se construyan sin juicios de valor entre los que, por ejemplo, pueda y deba figurar la humana vocación de trascendencia [17]. El planteamiento de La Pira es nítido: el Estado de Derecho, y con él una democracia basada en el reconocimiento y efectiva tutela judicial de los derechos y libertades fundamentales, unidos siempre a la condición humana y preexistentes a cualquier forma de organización institucional, la aplicación de la regla de las mayorías desde el respeto a las minorías, la división de poderes, y el imperio de la ley, la misma para toda la ciudadanía, no es una solución de convivencia aséptica o neutral. El Estado de Derecho es una apuesta histórica integral, política y, en tanto que incorporada a la ley, ética, porque toda norma jurídica es una norma política de contenido ético o, al menos, intencionalmente ético.
En conclusión: un drama cuyo desenlace nos pertenece en exclusiva
Cuando, sintiendo cercana la muerte, el gran académico francés Jean Guitton escribió su «testamento filosófico», imaginó un encuentro con su recién fallecido presidente y amigo François Mitterrand en el más allá. Ambos comenzaron por hablar de la visión moral del mundo, y Mitterrand afirmó que, para él, la moral consistía en disminuir el sufrimiento del otro. Guitton, entonces, le respondió que, para combatir el sufrimiento humano, únicamente existían dos fórmulas: la analgésica, o la búsqueda de un sentido para la vida. Mitterrand, entonces, se negó a aceptar que el sufrimiento tuviera sentido. Y Guitton le respondió que, toda vez que el sufrimiento es inevitable, no buscar un sentido al sufrimiento equivalía a sufrir dos veces, es decir, a padecer el dolor y el absurdo [18].
Cuando François Mauriac estudió el pensamiento de Blaise Pascal, y lo hizo en conexión con la figura de Molière, recordaba a figuras intelectuales que, para llegar a Dios, «atravesaban todo el hombre». Pascal buscaba un Dios «sensible al corazón, y no a la razón». Pero, desde una visión y un sistema de creencias muy afín al gran Premio Nobel bordelés, su compatriota Philippe Nemo advertía no hace mucho acerca del peligro que, para las grandes democracias, representaba el pensamiento
«mitologizante»frente al conocimiento y la posición cívica y racional [19]. Algo que seguramente escapa al afán y a la ambición intelectuales de nuestro tiempo. Lo que constituye una auténtica exigencia de nuestro tiempo, y para todos los tiempos, es atravesar, además de todo el hombre, a todos los hombres.
François Mauriac se definía a sí mismo como «un metafísico que trabaja con un material concreto». Probablemente ello permitió que llegara al fondo del problema que suscita el conjunto de reflexiones que integran este documento compartido: «es en nuestro interior que permanecemos libres y donde se juega el único drama cuyo desenlace nos pertenece en exclusiva». Y ello cuando, como François Mauriac, ese drama obedece a un sistema de creencias de naturaleza religiosa, pero también cuando, como Bertrand Russell, se considera a la religión como un obstáculo contra «lo que debemos hacer», que exige «un criterio sin temor»y una «inteligencia libre»; o, como Jean-Paul Sartre, se piensa simplemente que «el hombre no es nada más que su vida»; o más modernamente cuando, como John Allen Paulos, el drama se resuelve en el territorio del escepticismo activo [20]. El ser humano no es nunca más libre que cuando se asoma al abismo de su propia conciencia. Nunca tan dueño de su existencia. Y, en la medida en que contribuye a otorgar sentido a ese drama, el impulso de trascendencia que reside en la perspectiva religiosa de la vida se convierte en una expresión siempre recelosa de toda forma de mediatización o de intervención. La seguridad pública, como condición necesaria del ejercicio de los derechos y de las libertades fundamentales, por ejemplo, como condición necesaria de la libertad religiosa, es inseparable de esa circunstancia.
Porque el mundo se enfrenta a un escenario inédito, en donde convergen dos fuerzas no sólo no contradictorias entre sí, sino también lógicamente conectadas. No se puede decir que lo que está sucediendo no resultara previsible: la globalización no aniquiló las identidades, sino que las identidades se han reafirmado, precisamente, como respuesta a la globalización. Y perspectivas muy diversas de un mismo mundo conviven dentro de un escenario que tanto espacial como mentalmente se ha visto reducido a la mínima expresión. «El otro»no pertenece ya a la esfera de lo exótico y digno de curiosidad, sino al ámbito de lo inmediato. Su presencia no se circunscribe a una exposición, o al grabado de un libro poblado por imágenes exóticas. «El otro»es una parte constitutiva de nuestras sociedades y un fragmento esencial de nuestras vidas. Ello no representa un problema cuando «identidad»no equivale a un «destino»inexorable [21]. Cuando identidad es una herramienta para compartir un mismo horizonte abierto a la presencia y participación de sensibilidades diversas. Cuando el afán de concordia y de conciliación presidente la vida cotidiana.
Los años del desencuentro se multiplican, al menos, por dos. Los vividos por cada uno de los seres humanos que ya no se encontraron nunca más. Los años que se pierden cuando las ideas, y los sueños, y los proyectos, y las experiencias no acuden a su histórica cita con las ideas, los sueños, los proyectos y las experiencia del otro, cuentan doble. Cada diálogo no mantenido, cada conversación pospuesta, cada posibilidad perdida de reconocimiento y reafirmación de nuestro amor por nuestros semejantes, multiplica por dos el paso del tiempo. Y el tiempo no tropieza ni regresa.
¿Cómo vivir, en democracia, la cultura del encuentro? ¿Cómo traducir sus enseñanzas en nuestro testimonio cotidiano como servidores públicos? ¿Qué prioridades establecer? ¿Cómo responder y qué hacer ante este maravilloso desafío de renovación, de conversión, de transformación, de apertura a la experiencia siempre fascinante, del otro?
Las claves delimitadoras de la cultura del encuentro las enumera Carlos Osoro, cardenal-arzobispo de Madrid, cuando nos propone objetivos tan formidablemente ambiciosos como no juzgar y, por lo tanto, no condenar, perdonar, y dar. Objetivos que persiguen transformar el corazón del hombre. Imaginemos una vida o, más modestamente, una política que se rige por estos cuatro infinitivos: no juzgar, no condenar, perdonar, y dar. E imaginemos esa vida, porque tendremos un marco democrático de convivencia en paz, en seguridad, y en libertad.
Guy Gilbert nos pone algunas tareas adicionales: aprender a compartir, acercarse a los que están solos como «solidaridad inmediata», combatir la desigualdad con todas nuestras fuerzas, perseverar cuando nos dicen que lo que hacemos no sirve de nada, no olvidar que la indestructible mano de la amistad atraviesa todos los muros, dedicar tiempo a los demás, no olvidar que ayudar comienza por saber escuchar, saber ser compasivo, llamar al otro por su nombre, el primer servidor de las personas dependientes profesional o vitalmente… [22].
Y, sobre todo, «ser una estrella para los demás». Y no precisamente un integrante del star system. Abrazar la vocación de la ejemplaridad, de la exigencia, del rigor, y de la excelencia profesional. Abrazar el servicio como normal de la acción. Y actuar. La convicción religiosa, decía Robert Schuman, «es la fuente interior del actuar». Y el padre de Europa añadía que, en la vida pública «el hablar poco, y el actuar pronto». Todo un desafío. A la medida de todo un tiempo.
Enrique San Miguel Pérez, ieee.es/
Notas:
1 MANN, H.: La juventud de Enrique IV. Barcelona. 1989, pp. 254-255, y La madurez del rey Enrique IV. Barcelona. 1990, p. 642. Vid. igualmente BAYROU, F.: Le roi libre. París. 1994, pp. 520- 522.
2 MONTAIGNE, M. de: Los ensayos según la edición de 1595 de Marie de Gournay. Barcelona. 2007, pp. 265-266. ZWEIG, S.: Montaigne. Barcelona. 2008, p. 65. EDWARDS, J.: La muerte de Montaigne. México D. F. 2011, p. 12.
3 ENRIQUE Y TARANCÓN, V.: «Cincuenta años de sacerdocio en España». RUIZ GIMÉNEZ, J. (Ed.): Iglesia, Estado y Sociedad en España. 1930-1982, pp. 375-402. Barcelona. 1984, p. 398. BAZIOU, J.-Y.; BLAQUART, J.-L.; BOBINEAU, O. (Dirs.): Dieu et César, séparés pour coopérer. París. 2010, p. 257. Vid. igualmente BURLEIGH, M.: Poder terrenal. Religión y política en Europa de la Revolución Francesa a la Primera Guerra Mundial. Madrid. 2005, pp. 24-25.
4 ROTH, J. & ZWEIG, S.: Ser amigo mío es funesto. Correspondencia (1927-1938). Barcelona. 2014, p. 217.
5 HINTZE, O.: Historia de las formas políticas. Madrid. 1968, pp. 299 y ss.
6 MAURIAC, F.: El desierto del amor. Barcelona. 2009, p. 136.
7 PAPINI G. G.: Un hombre acabado. Palencia. 2014, pp. 117 y 184.
8 DOSSETTI, G.: Il Vaticano II. Frammenti di una riflessione. Bologna. 1996, p. 193-194. Vid. también GALLONI, G.: Dossetti, profeta del nostro tempo. Roma. 2009, pp. 145 y ss.
9 KOHL, H.: Yo quise la unidad de Alemania por Kai Diekmann y Ralf Georg Reuth. Prólogo de Felipe González. Barcelona. 1997, p. 416.
10 KAPLAN, R.: La venganza de la geografía. Como los mapas condicionan el destino de las naciones. Barcelona. 2015, pp. 22-23.
11 GARCÍA-PELAYO, M.: Los mitos políticos. Madrid. 1981, pp. 38 y ss., y 146 y ss.
12 HAVEL, V.: El poder de los sin poder. Madrid. 2011, pp. 122-123. Cfr. igualmente PETIT, J.-F.: Comment croire encore en la politique. Petite défense de l’engagement. Montrouge. 2011, pp. 48 y ss.
13 TÓIBÍN, C.: El testamento de María. Barcelona. 2014, p. 10.
14 RICOEUR, P.: Lo justo. Madrid. 1999, pp. 57 y ss., y Amor y justicia. Madrid. 1993, pp. 30-31.
15 LAROUCHE, J.-M.: La religion dans les limites de la cité. Le défi religieux des sociétés postséculières. Montréal. 2008, pp. 105 y ss. Vid. igualmente SARKOZY, N.: La République, les religions, l’espérance. París. 2006, pp. 37 y ss.
16 AGOSTINI, P. y BRUCKBERGER, R. L. (según La última del cadalso de G. von LE FORT y Diálogos de carmelitas de G. BERNANOS): Diálogo de carmelitas. Libreto. Madrid. 1960, pp. 100 y ss.
17 LA PIRA, G.: Para una arquitectura cristiana del Estado. Buenos Aires. 1955, p. 239.
18 GUITTON, J.: Mon testament philosophique. París. 1997, pp. 226 y ss.
19 MAURIAC, F.: De Pascal a Graham Greene. Buenos Aires. 1952, pp. 27 y 45, y NEMO, P.: La régression intellectuelle de la France. Lonrai. 2011, p. 11.
20 MAURIAC, F.: Mis recuerdos. Barcelona. s. a., p. 74. Vid. igualmente RUSSELL, B.: Por qué no soy cristiano y otros ensayos. Barcelona. 2004, pp. 42-43; SARTRE, J. P.: El existencialismo es un humanismo. Barcelona. 2005, p. 58; y ALLEN PAULOS, J.: Elogio de la irreligión. Un matemático explica por qué los argumentos a favor de la existencia de Dios, sencillamente, no se sostienen. México D. F. 2009, pp. 16-17.
21 RICCARDI, A.: Convivir. Barcelona. 2006, pp. 80 y ss.
22 GILBERT, G.: Ocúpate de los demás. La solidaridad, urgencia de nuestro tiempo. Barcelona. 2013, pp. 109 y ss.
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