Al comienzo de mi intervención quiero agradecer muy sinceramente al Decano de la Facultad de Teología su invitación a este acto tan académico como entrañable. Así fue Jutta: académica y entrañable. Una académica de pies a la cabeza, de quien cada uno guardamos un recuerdo muy humano, muy cercano.
«Un buen maestro influye más con su vida que a través de las lecciones que da. Es ‘camino’ para otros que, mirándole a él, se encuentran a sí mismos» [1]. Estas palabras escritas por Jutta se han hecho realidad en ella misma, hasta el punto de que no podamos predecir dónde acabará su influencia. Quienes hemos tenido el privilegio de contarnos entre sus alumnos sabemos que ejerció la docencia con todo su ser; y que ciertamente pudimos aprender mucho de lo que decía, pero fue la autenticidad de sus gestos lo que alcanzó en ella el más alto grado de elocuencia.
Mujer dotada del don de comunicar, vivió ese don con un estilo muy personal, propio de quien ha entendido la comunicación como una verdadera forma de comunión. Algún académico ha definido la docencia como «un acto de amor, adictivo, irrenunciable». No hablaremos de adicciones en esta mujer de libertad vivida, pero sí afirmaremos que enseñar fue, para la Profesora Burggraf, una pasión irrenunciable. Quienes la escuchábamos intuíamos que más que comunicar, ella se comunicaba a sí misma, por entero. Asistir a sus clases era ser testigos de un acto de donación personal, un acto de verdadero amor.
No sin orgullo puedo decir que yo he sido alumna suya. «A mí me dio clase Jutta». Es ésta una afirmación cargada de connotaciones, cuyo significado sólo es captado plenamente por quienes podemos pronunciarla. Nosotros guardamos una vivencia de resonancias muy personales, por la cual nos sabemos distinguidos y agraciados. Y, sí, adivinábamos enseguida que los alumnos ocupábamos un lugar destacado, e incluso nos sentíamos objeto de una admiración discreta y silenciosa. Experimentábamos con claridad lo que apuntó el Prof. D. César Izquierdo tras el fallecimiento de Jutta: «con ella siempre se podía contar». Llamábamos a la puerta de su despacho en cualquier ocasión, y parecía que nuestra llegada constituía para ella un motivo de alegría. Una intervención de un estudiante durante la clase, por torpe o inoportuna que fuera, a ella le resultaba muy interesante, incluso tenía la virtud de hacer emerger de esas situaciones unas vetas de pensamiento que sorprendían a sus interlocutores. Conseguía transmitirnos, sin palabras, que cada uno éramos único e importante. Así, no dudaba en abandonar el lugar donde estaba examinando a un grupo de alumnos para interesarse por uno que había pasado por una dificultad familiar o personal de la que ella fuera conocedora. «Ellos se cuidan solos», decía con confianza, refiriéndose a los estudiantes que habían quedado en el aula.
Cuando le pedí que dirigiera mi Tesis de Licenciatura, era consciente de que ella tenía un trabajo excesivo y sobradas razones para remitirme a algún otro profesor. Sin embargo, respondió como si se tratara de un honor, casi con gratitud. Tanto entonces como cuando asumió la dirección de mi Tesis Doctoral, demostró una generosidad extraordinaria. Revisaba los textos que le enviaba con una urgencia difícil de secundar. No era raro que contactara conmigo al día siguiente de haberle enviado algo así como 70 folios, con un montón de correcciones y sugerencias que indicaban la hondura con que los había estudiado.
A la entrega entusiasta de sí misma unió unos modos de exigir tan amables que recibir una corrección suya resultaba no sólo estimulante sino hasta divertido. La conocí durante el examen de grado del Bachiller Teológico, siendo ella la Presidenta de mi tribunal. Una vez finalizado el acto, se acercó para darme la enhorabuena y, después de hacerlo, me hizo saber, discretamente, que había dicho una herejía... En otra ocasión me llamó para comentar un texto que le había hecho llegar unos días antes. Cuando nos encontramos, me cogió por los hombros mientras decía con gracia: «oye, te estamos formando para ser teóloga católica, no pastora protestante». Tras esa enmienda a la totalidad, ya sentadas en su despacho, elogió la belleza del texto y los aciertos que pudiera haber en él; incluso sugirió que lo guardara para escribir un libro cuando terminara la tesis.
Para ella, la defensa de la persona concreta fue algo innegociable. Y es que contempló al ser humano en su realidad mistérica más genuina. El hombre, a sus ojos, no aparecía ni como tema ni como problema: ni un tema sobre el que sea posible teorizar sin quedar afectado, ni un problema, aunque la actuación humana pueda ocasionar complejas problemáticas que Jutta no eludió de su reflexión. Bajo la categoría del misterio, cada ser humano participa de la belleza del misterio divino, y representa una promesa para la humanidad. Su dignidad le hace merecedor de la actitud más respetuosa, por encima de cualquier consideración. La propia Jutta desvelaba su secreto para actuar con serenidad con todos, que consistía en «no identificar a la persona con su obra. Todo ser humano –decía– es más grande que su culpa» [2]. Recuerdo que durante una clase de Ecumenismo un alumno citó unas palabras de Lutero sacadas de su contexto significativo, y dedicó al personaje un comentario en términos poco amables. La profesora, sin justificar ningún desacierto doctrinal, respondió con una brillante argumentación en defensa del reformador sobre el aspecto que se cuestionaba. Su defensa fue tan vehemente, que, cuando ella salió del aula, alguien bromeó sugiriendo organizar una cofradía de «devotos de Lutero».
Nos invitaba continuamente a ser menos radicales al reflexionar sobre situaciones complejas. «No hay sólo dos colores: el blanco y el negro», decía, explicándolo con una expresión que le gustaba: «el mundo no está lleno de pecadores por una parte y de mártires que mueren cantando por la otra».
Pude comprobar la autenticidad de su apertura hacia cualquier posición alejada o aun contraria a la suya en las correcciones a la redacción de mi Tesis. El tema de la misma obligaba a considerar algunos episodios controvertidos, relacionados con el feminismo radical. Jutta siempre matizaba las expresiones que pudieran resultar peyorativas o que implicaran clasificaciones a priori. «No hace falta habilidades para pisar al otro –sostenía–. Cualquiera puede hacerlo». Para ella no había homosexuales sino personas homosexuales. Las personas no eran conservadoras ni progresistas, aunque en sus ideas mostraran una tendencia concreta. Jutta transmitía una ausencia de prejuicios excepcional que abría horizontes a cuantos la trataban.
Este respeto, que no mera tolerancia, hacia todo lo humano era una consecuencia de su capacidad para descubrir lo bueno que hay en los demás. Además, cada hombre es superior a nosotros en algunos aspectos –sostenía Jutta– y, en ese sentido, es posible aprender de todos. Esta disposición habitual hizo de ella una mujer idónea para dialogar con todo tipo de personas, y buscó con ilusión ese diálogo.
Un día habíamos estado comentando unas ideas de la teóloga ortodoxa Elizabeth Behr-Sigel. En un momento de la conversación me preguntó dónde vivía, a lo que yo le contesté con bastante indiferencia: «En París. Falleció la semana pasada». La noticia le afectó tanto que le pregunté si la había conocido, a lo que sólo respondió con gesto de pena: «Ahora ya no podremos hablar con ella». También en esa época entré en contacto con Carol P. Christ, mujer conocida en el entorno del feminismo radical por haber desarrollado una teología de la diosa. Jutta me alentó con entusiasmo a mantener el contacto e intercambiar ideas con ella.
Humildad, verdad y libertad son tres aspectos que mantienen una continuidad en Jutta: en lo que vivió y en lo que comunicó. Sólo la humildad no falseada permite pedir perdón, solicitar una ayuda, o entender la propia existencia como servicio. El perdón para ella significaba, sobre todo, un don. Un don que libera a todas las partes, y que merece ser buscado y ofrecido generosamente; un don necesario «para deshacer los nudos del pasado y comenzar de nuevo» [3]. Hablaba de crear una cultura del perdón para construir un mundo habitable, para proyectar juntos un futuro realmente nuevo [4]. De modo análogo consideraba el don de consejo, que Jutta pedía y agradecía. No resultaba extraño que los estudiantes quedáramos confundidos ante la profesora: con la misma naturalidad con que nos daba una orientación llena de sabiduría, nos ponía delante un texto que ella acababa de escribir, para que le diéramos nuestra opinión, que acogía como si se tratara de un consejo de gran valor.
El compromiso con la verdad, que no anda desligado de la apertura al ser humano, en esta gran maestra se convirtió en una forma de servicio. Comunicó la verdad centrada en la fuerza de la propia verdad, sin afectación ni adherencias que empañan la belleza del logos. La verdad, aunque admirable en sí, no fue para ella un lugar para el ensimismamiento, sino el espacio más genuino para la comunión, para el encuentro con sus colegas y con sus alumnos, con creyentes o no creyentes: un encuentro en el que mirar juntos al misterio. Sólo desde ese lugar y con las miras puestas en él adquiere su valor más profundo todo diálogo. Por eso hablaba, como quien lo tiene bien experimentado, de la alegría inexpresable de conducir a otros desde la oscuridad hasta la luz.
Pero la verdad sólo es tal en la caridad, y, fuera de ella, en palabras de Edith Stein, «se convierte en una mentira destructora». Jutta comprendió la necesidad de una Teología que fuera fe pensada y fe acogedora. Por eso, en su reflexión no vamos a encontrar nada que sea exclusivamente especulativo, teórico o académico. Su mente científica se mantiene atenta, con igual tensión, hacia lo inmediato y lo concreto. Todo adquirirá en sus manos, con gran naturalidad, la belleza de los tonos más humanos.
Es significativo el hecho de que, en su pensamiento, Jutta vuelve una y otra vez al concepto de hogar. Lo emplea para hablar de la unidad de los cristianos, de la libertad, de la ideología de género o del sufrimiento. Escribe: «El hombre moderno es un gitano, se ha dicho con razón. No tiene hogar: quizá tiene una casa para el cuerpo pero no para el alma. Hay falta de orientación, inseguridad, y también mucha soledad. Así, no es de extrañar que quiera buscar la felicidad en el placer inmediato, o quizá en el aplauso. Si alguien no es amado, quiere ser al menos alabado» [5]. Más allá de una mera consideración teórica, Jutta logró crear alrededor un verdadero clima de hogar, reconocible por cuantos nos encontrábamos cerca.
Fue una constante en ella la conciencia de que todos estamos profunda y personalmente involucrados en los hechos de este mundo, sobre el que sólo podremos influir abrazándolo, amándolo. En este sentido, no hubo nada indiferente a su mirada. Todo era fascinante: la ecología, el movimiento ocupa, los toros o el arte andaluz; una foto simpática para una diapositiva con la que introducir su clase de un día cualquiera o el fragmento de música en el que veía el final perfecto de una conferencia. Disfrutaba con detalles pequeños, y expresaba una alegría inocente compartiéndolos.
La pasión por andar en verdad, que define a la humildad, es también germen de libertad. A su rigor intelectual, que no se perdonaba una cuestión sin reflexión, acompañaba una originalidad que a veces desconcertaba; no porque buscara ser diferente, sino porque a su fascinación por la actualidad del mensaje cristiano respondió con creativa fidelidad a la verdad. Las dudas y los interrogantes de los alumnos no encontraban en esta gran maestra una persona de lugares comunes ni respuestas de segunda mano. Sus explicaciones reflejaban un trabajo intelectual lleno de vitalidad, siempre abierto a la novedad más ilimitada: la del misterio. Su mente atrevida, abierta, católica, respondió a la infinitud del misterio sin poner obstáculos, con emoción ante una nueva luz, viniera de donde viniera, y con responsabilidad para transmitirla allí donde se le dejara.
Todos los caminos dentro de la Iglesia encontraron en Jutta una admiradora. Le deslumbraba la originalidad divina para atraer al hombre a través de senderos tan variados. El día en que fue diagnosticada su enfermedad me llamó para pedirme que la sustituyera en un curso que le habían pedido desde la Conferencia Episcopal. No podía decirle que no en ese trance, pero estuve apunto de hacerlo cuando concretó un poco más: se trataba de hablar de sexualidad y afectividad en un monasterio de religiosas contemplativas. Se atribuye a Voltaire la siguiente declaración:
«Proclamo en voz alta la libertad de pensamiento, y muera el que no piense como yo». La libertad que proclama Jutta es de signo bien distinto. Se trata de una libertad que es don y tarea; un proyecto que tenemos que realizar: el de ser artistas de la propia existencia.
Sólo puede ser comunicada –la libertad– a través de la propia vida, después de un trabajo personal y exigente. «Un buen educador –escribe– se caracteriza por una magnanimidad desinteresada. [...] No es el que soluciona todos los problemas, sino que enseña a sus alumnos cómo se han de conducir ellos mismos, libremente, por la luz de su propia razón, sin necesidad de vigilancias ni controles. De este modo [el maestro] se hace gradualmente innecesario, se retrae y oculta cada vez más: luce porque no aparece, brilla porque nadie le aplaude. [...] Sin embargo, goza de la profunda satisfacción de que sus alumnos tienen metas grandes e ilusión por alcanzarlas; y porque tienen la conciencia clara de ser ellos mismos los protagonistas de su propia vida» [6]. Estas palabras las hemos visto vividas en Jutta.
No era una profesora que dictara el pensamiento, sino que lo acompañaba; iba por delante de sus discípulos abriendo, sin imponerlos, caminos que nos facilitaran acercarnos a la luz. En su mirada percibíamos que era una persona habituada a una fascinada contemplación de la belleza. La pasión con que la buscó, la admiró y la comunicó arrastraba, a quienes aprendíamos de ella y con ella, a dar el salto del tema al problema, y del problema al misterio. A recorrer, en fin, el camino que va y viene de la humildad a la verdad y de la verdad a la libertad. Demostró, sin necesidad de palabras, que la libertad siempre es nueva.
Sus modos de hacer y aun sus modos de dejar hacer y de dejar ser a sus discípulos, constituyen un referente también para quienes ejercemos la docencia. Si admiró sin cansancio el misterio, vivió con ilusión los problemas, implicándose personalmente. Pensó con libertad, vivió con libertad, y comunicó lo que vivió. Y por todo ello, parafraseando a Rubem Alves, podemos afirmar que para Jutta enseñar fue un ejercicio de inmortalidad.
Quiero concluir esta intervención como concluye la Profesora Burggraf su libro La libertad vivida:
«El Papa Pablo VI dijo al final de su vida: ‘Pienso que la despedida debe expresarse en un gran y sencillo acto de reconocimiento y aun de agradecimiento: esta vida mortal es, a pesar de sus trabajos, de sus misterios oscuros, de sus sufrimientos, de su fatal caducidad, un hecho bellísimo, un prodigio siempre original y conmovedor, un acontecimiento digno de ser cantado en gozo y en gloria: ¡la vida, la vida del hombre!. Dios no quiere que nos quedemos en nuestro mundo estrecho, donde nosotros lo controlamos y calculamos todo. Nos llama a levantarnos y a volar como águilas, cada vez más alto, hacia el sol que es Cristo» [7].
Margarita Martín Ludeña, en dianet.unav.edu/
Notas:
1. J. Burggraf, La libertad vivida con la fuerza de la fe, Rialp, Madrid 2006, p. 192.
2. J. Burggraf, Defender la vida con eficacia. La personalidad del defensor, Conferencia inaugural del Congreso Mundial Provida (Zaragoza, 6 de noviembre de 2009).
3. J. Burggraf, Aprender a perdonar, Ponencia pronunciada en el ii Congreso de la Familia, Universidad de La Sabana (Bogotá 2003).
4. Cfr. ibid.
5. J. Burggraf, Comunicar la identidad cristiana en una sociedad postmoderna, Conferencia pronunciada en la Pontificia Universidad de la Santa Croce (Roma, 27 de abril de 2010).
6. J. Burggraf, La libertad vivida con la fuerza de la fe, p. 209.
7. J. Burggraf, La libertad vivida con la fuerza de la fe, pp. 211-212.
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