El matrimonio: una vocación y un camino divino
El amor matrimonial, como proyecto y tarea común
Los primeros años de vida matrimonial
Ambiente de hogar, escuela de amor
Hacer hogar: una tarea común que da sentido al trabajo
El matrimonio es una realidad natural, que responde al modo de ser persona, varón y mujer. En ese sentido enseña la Iglesia que "el mismo Dios es el autor del matrimonio (GS 48, 1). La vocación al matrimonio se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer, según salieron de la mano del Creador" [1].
La realidad humana del matrimonio
En lo fundamental, no se trata de una creación cultural, pues sólo el matrimonio refleja plenamente la dignidad de la unión entre varón y mujer. Sus características no han sido establecidas por ninguna religión, sociedad, legislación o autoridad humana; ni han sido seleccionadas para configurar distintos modelos matrimoniales y familiares según las preferencias del momento.
En los designios de Dios, el matrimonio sigue a la naturaleza humana, sus propiedades son reflejo de ella.
La relación específicamente matrimonial
El matrimonio tampoco nace de un cierto tipo de acuerdo entre dos personas que quieren estar juntas más o menos establemente. Nace de un pacto conyugal: del acto libre por el que una mujer y un varón se dan y reciben mutuamente para ser matrimonio, fundamento y origen de una familia.
La totalidad de esa donación mutua es la clave de aquello en lo que consiste el matrimonio, porque de ella derivan sus cualidades esenciales y sus fines propios.
Por eso, es entrega irrevocable. Los cónyuges dejan de ser dueños exclusivos de sí en los aspectos conyugales, y pasan a pertenecer cada uno al otro tanto como a sí mismos. Uno se debe al otro: no sólo están casados, sino que son esposos. Su identidad personal ha quedado modificada por la relación con el otro, que los vincula "hasta que la muerte los separe". Esta unidad de los dos, es la más íntima que existe en la tierra.
Ya no está en su poder dejar de ser esposo o esposa, porque se han hecho "una sola carne" [2].
Una vez nacido, el vínculo entre los esposos ya no depende de su voluntad, sino de la naturaleza –en definitiva de Dios Creador–, que los ha unido. Su libertad ya no se refiere a la posibilidad de ser o no ser esposos, sino a la de procurar o no vivir conforme a la verdad de lo que son.
La "totalidad" natural de la entrega propiamente matrimonial
En realidad, sólo una entrega que sea don total de sí y una aceptación también total responden a las exigencias de la dignidad de la persona.
Esta totalidad no puede ser más que exclusiva: es imposible si se da un cambio simultáneo o alternativo en la pareja, mientras vivan los dos cónyuges.
Implica también la entrega y aceptación de cada uno con su futuro: la persona crece en el tiempo, no se agota en un episodio. Sólo es posible entregarse totalmente para siempre. Esta entrega total es una afirmación de libertad de ambos cónyuges.
Totalidad significa, además, que cada esposo entrega su persona y recibe la del otro, no de modo selectivo, sino en todas sus dimensiones con significado conyugal.
Concretamente, el matrimonio es la unión de varón y mujer basada en la diferencia y complementariedad sexual, que –no casualmente– es el camino natural de la transmisión de la vida (aspecto necesario para que se dé la totalidad). El matrimonio es potencialmente fecundo por naturaleza: ese es el fundamento natural de la familia.
Entrega mutua, exclusiva, perpetua y fecunda son las características propias del amor entre varón y mujer en su plenitud humana de significado.
La reflexión cristiana los ha llamado desde antiguo propiedades esenciales (unidad e indisolubilidad) y fines (el bien de los esposos y el de los hijos) no para imponer arbitrariamente un modelo de matrimonio, sino para tratar de expresar a fondo la verdad "del principio" [3].
La sacralidad del matrimonio
La íntima comunidad de vida y amor que se funda sobre la alianza matrimonial de un varón y una mujer refleja la dignidad de la persona humana y su vocación radical al amor, y como consecuencia, a la felicidad. El matrimonio, ya en su dimensión natural, posee un cierto carácter sagrado. Por esta razón la Iglesia habla del misterio del matrimonio [4].
Dios mismo, en la Sagrada Escritura, se sirve de la imagen del matrimonio para darse a conocer y expresar su amor por los hombres [5]. La unidad de los dos, creados a imagen de Dios, contiene en cierto modo la semejanza divina, y nos ayuda a vislumbrar el misterio del amor de Dios, que escapa a nuestro conocimiento inmediato [6].
Pero, la criatura humana quedó hondamente afectada por las heridas del pecado. Y también el matrimonio se vio oscurecido y perturbado [7]. Esto explica los errores, teóricos y prácticos, que se dan respecto a su verdad.
Pese a ello, la verdad de la creación subsiste arraigada en la naturaleza humana [8], de modo que las personas de buena voluntad se sienten inclinadas a no conformarse con una versión rebajada de la unión entre varón y mujer. Ese verdadero sentido del amor –aun con las dificultades que experimenta– permite a Dios, entre otros modos, el darse a conocer y realizar gradualmente su plan de salvación, que culmina en Cristo.
El matrimonio, redimido por Jesucristo
Jesús enseña en su predicación, de un modo nuevo y definitivo, la verdad originaria del matrimonio [9]. La "dureza de corazón", consecuencia de la caída, incapacitaba para comprender íntegramente las exigencias de la entrega conyugal, y para considerarlas realizables.
Pero llegada la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios "revela la verdad originaria del matrimonio, la verdad del 'principio', y, liberando al hombre de la dureza del corazón, lo hace capaz de realizarla plenamente" [10], porque "siguiendo a Cristo, renunciando a sí mismos, tomando sobre sí sus cruces, los esposos podrán 'comprender' el sentido original del matrimonio y vivirlo con la ayuda de Cristo" [11].
El matrimonio, sacramento de la Nueva Ley
Al constituir el matrimonio entre bautizados en sacramento [12], Jesús lleva a una plenitud nueva, sobrenatural, su significado en la creación y bajo la Ley Antigua, plenitud a la que ya estaba ordenado interiormente [13].
El matrimonio sacramental se convierte en cauce por el que los cónyuges reciben la acción santificadora de Cristo, no solo individualmente como bautizados, sino por la participación de la unidad de los dos en la Nueva Alianza con que Cristo se ha unido a la Iglesia [14]. Así, el Concilio Vaticano II lo llama "imagen y participación de la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia" [15].
Esto significa, entre otras cosas, que esa unión de los esposos con Cristo no es extrínseca (es decir, como si el matrimonio fuera una circunstancia más de la vida), sino intrínseca: se da a través de la eficacia sacramental, santificadora, de la misma realidad matrimonial [16]. Dios sale al encuentro de los esposos, y permanece con ellos como garante de su amor conyugal y de la eficacia de su unión para hacer presente entre los hombres Su Amor.
Pues, el sacramento no es principalmente la boda, sino el matrimonio, es decir, la "unidad de los dos", que es "signo permanente" (por su unidad indisoluble) de la unión de Cristo con su Iglesia. De ahí que la gracia del sacramento acompañe a los cónyuges a lo largo de su existencia [17].
De ese modo, "el contenido de la participación en la vida de Cristo es también específico: el amor conyugal comporta una totalidad en la que entran todos los elementos integrantes de la persona (...). En una palabra, tiene las características normales de todo amor conyugal natural, pero con un significado nuevo que no solo las purifica y consolida, sino que las eleva, hasta el punto de hacer de ellas expresión de valores propiamente cristianos" [18].
Desde muy pronto, la consideración de este significado pleno del matrimonio, a la luz de la fe y con las gracias que el Señor le concedía para comprender el valor de la vida ordinaria en los planes de Dios, llevó a san Josemaría a entenderlo como verdadera y propia vocación cristiana: "Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su hogar" [19].
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1 Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1603.
2 Mt 19, 6.
3 Cfr. Mt 19, 4.8.
4 Cfr. Ef 5, 22-23.
5 Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1602.
6 Cfr. Benedicto XVI, Deus Caritas Est, n. 11.
7 Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1608. 8
8 Cfr. ibid.
9 Cfr. Mt 19, 3-4.
10 San Juan Pablo II, ex. ap. Familiaris consortio, n. 13.
11 Catecismo de la Iglesia Católica, 1615.
12 Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1617.
13 Cfr. San Juan Pablo II, ex. ap. Familiaris consortio, n. 13.
14 Cfr. Ef 5, 25-27.
15 Enc. Gaudium et Spes, n. 48.
16 Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1638 ss
17 Cfr. San Juan Pablo II, ex. ap. Familiaris consortio, n. 56
18 San Juan Pablo II, ex. ap. Familiaris consortio, n. 13.
19 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 23.
El matrimonio: una vocación y un camino divino
Unas palabras del Papa Francisco, en el encuentro con las familias que celebró en Manila, han dado la vuelta al mundo:
"No es posible una familia sin soñar. Cuando en una familia se pierde la capacidad de soñar, de amar, esta energía de soñar se pierde, por eso les recomiendo que en la noche cuando hagan el examen de conciencia, también se hagan esta pregunta: ¿hoy soñé con el futuro de mis hijos, hoy soñé con el amor de mi esposo o esposa, soñé con la historia de mis abuelos?" [1].
Soñar
Esta capacidad de soñar tiene que ver con la ilusión –en el sentido castellano del término– que ponemos en nuestros horizontes y esperanzas, sobre todo en relación con las personas; o sea, los bienes o logros que les deseamos, las esperanzas que nos hacemos respecto de ellos. La capacidad de soñar equivale a la capacidad de proyectar el sentido de nuestra vida en los que queremos. Por eso es, efectivamente, algo representativo de cada familia.
Desde muy pronto, san Josemaría ha contribuido a recordar, dentro de las enseñanzas de la Iglesia, que el matrimonio –germen de la familia– es, en el sentido pleno de la palabra, una llamada específica a la santidad dentro de la común vocación cristiana: un camino vocacional, distinto pero complementario al del celibato –ya sea sacerdotal o laical– o a la vida religiosa. "El amor, que conduce al matrimonio y a la familia, puede ser también un camino divino, vocacional, maravilloso, cauce para una completa dedicación a nuestro Dios" [2].
Por otra parte, esta llamada de Dios en el matrimonio no significa en modo alguno rebajar los requerimientos que supone seguir a Jesús. Pues, si "todo contribuye al bien de los que aman a Dios" [3], los esposos cristianos encuentran en la vida matrimonial y familiar la materia de su santificación personal, es decir, de su personal identificación con Jesucristo: sacrificios y alegrías, gozos y renuncias, el trabajo en el hogar y fuera, son los elementos con que, a la luz de la fe, construir el edificio de la Iglesia.
Soñar, para un cristiano, con la esposa o con el esposo, es mirarlo con los ojos de Dios. Es contemplar, prolongado en el tiempo, la realización del proyecto que el Señor tiene pensado, y quiere, para cada uno, y para los dos en su concreta relación matrimonial. Es desear que esos planes divinos se hagan realidad en la familia, en los hijos –si Dios los manda–, en los abuelos, y en los amigos que la providencia les vaya poniendo para acompañarles en el viaje de la vida. Es, en definitiva, ver cada uno al otro como su particular camino hacia el cielo.
El secreto de la familia
En efecto, Cristo ha hecho del matrimonio un camino divino de santidad, para encontrar a Dios en medio de las ocupaciones diarias, de la familia y del trabajo, para situar la amistad, las alegrías y las penas –porque no hay cristianismo sin Cruz–, y las mil pequeñas cosas del hogar en el nivel eterno del amor. He ahí el secreto del matrimonio y de la familia. Así se anticipa la contemplación y el gozo del cielo, donde encontraremos la felicidad completa y definitiva.
En el marco de ese "camino divino" de amor matrimonial, san Josemaría hablaba del significado cristiano, profundo y bello, de la relación conyugal: "En otros sacramentos la materia es el pan, es el vino, es el agua… Aquí son vuestros cuerpos. (…) Yo veo el lecho conyugal como un altar; está allí la materia del sacramento" [4]. La expresión altar no deja de ser sorprendente, y al mismo tiempo es consecuencia lógica de una lectura profunda del matrimonio, que tiene en la una caro [5] –la unión completa de los cuerpos humanos, creados a imagen y semejanza de Dios– su núcleo.
Desde esta perspectiva se entiende que los esposos cristianos expresen, en el lenguaje de la corporalidad, lo propio del sacramento del matrimonio: con su entrega mutua, alaban a Dios y le dan gloria, anuncian y actualizan el amor entre Cristo y la Iglesia, secundando la obra del Espíritu Santo en los corazones. Y de ahí viene, para los esposos, para su familia y para el mundo, una corriente de gracia, de fuerza y de vida divina que todo lo hace nuevo.
Esto requiere una preparación y una formación continua, una lucha positiva y constante: "Los símbolos fuertes del cuerpo –observa el Papa Francisco– tienen las llaves del alma: no podemos tratar los lazos de la carne con ligereza, sin abrir una herida duradera en el espíritu" [6].
El vínculo que surge a partir del consentimiento matrimonial queda sellado y es enriquecido por las relaciones íntimas entre los esposos. La gracia de Dios que han recibido desde el bautismo, encuentra un nuevo cauce que no se yuxtapone al amor humano, sino que lo asume. El sacramento del matrimonio no supone un añadido externo al matrimonio natural; la gracia sacramental específica informa a los cónyuges desde dentro, y les ayuda a vivir su relación con exclusividad, fidelidad y fecundidad: "Es importante que los esposos adquieran sentido claro de la dignidad de su vocación, que sepan que han sido llamados por Dios a llegar al amor divino también a través del amor humano; que han sido elegidos, desde la eternidad, para cooperar con el poder creador de Dios en la procreación y después en la educación de los hijos; que el Señor les pide que hagan, de su hogar y de su vida familiar entera, un testimonio de todas las virtudes cristianas" [7].
Los hijos son siempre la mejor "inversión", y la familia la "empresa" más sólida, la mayor y más fascinante aventura. Todos contribuyen con su papel, pero la novela que resulta es mucho más interesante que la suma de las historias singulares, porque Dios actúa y hace maravillas.
De ahí la importancia de saberse comprender –los esposos entre sí y a los hijos– ,de aprender a pedir perdón, de amar –como enseñaba san Josemaría– todos los defectos mutuos, siempre que no sean ofensa a Dios [8]. "Cuántas dificultades en la vida del matrimonio se solucionan si nos tomamos un espacio de sueño. Si nos detenemos y pensamos en el cónyuge, en la cónyuge. Y soñamos con las bondades que tiene, las cosas buenas que tiene. Por eso es muy importante recuperar el amor a través de la ilusión de todos los días. ¡Nunca dejen de ser novios!" [9].
Parafraseando al Papa, se podría añadir: que los esposos nunca dejen de sentarse para compartir y recordar los momentos bellos y las dificultades que han atravesado juntos, para considerar las circunstancias que han procurado éxitos o fracasos, o para recobrar un poco el aliento, o para que los dos piensen en la educación de los hijos.
Cimiento del futuro de la humanidad
La vida matrimonial y familiar no es instalarse en una existencia segura y cómoda, sino dedicarse el uno al otro y dedicar tiempo generosamente a los demás miembros de la familia, comenzando por la educación de los hijos –lo que incluye facilitar el aprendizaje de las virtudes, y la iniciación en la vida cristiana–, para abrirse continuamente a los amigos, a otras familias, y especialmente a los más necesitados. De este modo, mediante la coherencia de la fe vivida en familia, se comunica la buena noticia –el Evangelio– de que Cristo sigue presente y nos invita a seguirlo.
Para los hijos, Jesús se revela a través del padre y la madre; pues para ambos, cada hijo es, ante todo, un hijo de Dios, único e irrepetible, con el que Dios ha soñado primero. Por eso, podía afirmar san Juan Pablo II que "el futuro de la humanidad se fragua en la familia" [10].
Las familias que no han podido tener hijos
¿Y cuál sería el sentido que deben dar a su matrimonio los esposos cristianos que no tengan descendencia? A esta pregunta, san Josemaría respondía que, ante todo, deberían pedir a Dios que les bendiga con los hijos, si es su Voluntad, como bendijo a los Patriarcas del Antiguo Testamento; y después que acudan a un buen médico. "Si a pesar de todo, el Señor no les da hijos, no han de ver en eso ninguna frustración: han de estar contentos, descubriendo en este mismo hecho la Voluntad de Dios para ellos. Muchas veces el Señor no da hijos porque pide más. Pide que se tenga el mismo esfuerzo y la misma delicada entrega, ayudando a nuestros prójimos, sin el limpio gozo humano de haber tenido hijos: no hay, pues, motivo para sentirse fracasados ni para dar lugar a la tristeza".
Y añadía: "Si los esposos tienen vida interior, comprenderán que Dios les urge, empujándoles a hacer de su vida un servicio cristiano generoso, un apostolado diverso del que realizarían en sus hijos, pero igualmente maravilloso. Que miren a su alrededor, y descubrirán enseguida personas que necesitan ayuda, caridad y cariño.
Hay además muchas labores apostólicas en las que pueden trabajar. Y si saben poner el corazón en esa tarea, si saben darse generosamente a los demás, olvidándose de sí mismos, tendrán una fecundidad espléndida, una paternidad espiritual que llenará su alma de verdadera paz" [11].
En todo caso, a san Josemaría le gustaba referirse a las familias de los primeros cristianos: "Aquellas familias que vivieron de Cristo y que dieron a conocer a Cristo.
Pequeñas comunidades cristianas, que fueron como centros de irradiación del mensaje evangélico. Hogares iguales a los otros hogares de aquellos tiempos, pero animados de un espíritu nuevo, que contagiaba a quienes los conocían y los trataban. Eso fueron los primeros cristianos, y eso hemos de ser los cristianos de hoy: sembradores de paz y de alegría, de la paz y de la alegría que Jesús nos ha traído" [12].
Ramiro Pellitero, en opusdei.org/es-es/ Volver al índice
Notas:
1 Papa Francisco, Discurso en el Encuentro con las familias, Manila, Filipinas, 16-1-2015.
2 Cfr. San Josemaría, Homilía "Amar al mundo apasionadamente", en Conversaciones, n. 121; cfr. "El matrimonio, vocación cristiana", en Es Cristo que pasa.
3 Rm 8, 28.
4 San Josemaría, Apuntes tomados de una reunión familiar (1967), recogido en Diccionario de San Josemaría, Burgos 2013, p. 490.
5 Cf. Gn 2, 24; Mc 10, 8.
6 Papa Francisco, Audiencia general, 27-5-2015.
7 San Josemaría, Conversaciones, n. 93.
8 Cf. San Josemaría, Apuntes tomados de una reunión familiar, 7-7-1974.
9 Papa Francisco, Discurso en el Encuentro con las familias, Manila, Filipinas, 16-1-2015.
10 San Juan Pablo II, ex. ap. Familiaris consortio, n. 86.
11 San Josemaría, Conversaciones, n. 96.
12 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 30.
El amor matrimonial, como proyecto y tarea común
La unidad es el secreto de la vitalidad y la fecundidad en todos los órdenes de la vida. La disgregación es el signo, por excelencia, de la muerte física.
Cuando se trata de la unidad entre un hombre y una mujer, para formar una familia, la unidad ha de darse no solo biológicamente sino espiritualmente. El amor matrimonial, aunque comience por el sentimiento, se consolida por la unidad de objetivos, deseos y aspiraciones en el proyecto común de vida. "La donación física total sería un engaño si no fuese signo y fruto de una donación en la que está presente toda la persona, incluso en su dimensión temporal; si la persona se reservase algo o la posibilidad de decidir de otra manera en orden al futuro, ya no se donaría totalmente" [1].
Sin el enamoramiento, la especie humana difícilmente sobreviviría, pero el enamoramiento es solo –o primordialmente– el momento previo al amor duradero. Permanecer en el amor no es un ideal ni una cuestión que atañe solo a las buenas costumbres, a la moralidad, o a la fe; es también una exigencia de la biología humana: está en la base de lo que constituye la familia.
Por ejemplo, el parto humano es absolutamente único, distinto, comparado con los animales de cualquier especie. Poco antes de nacer, una descarga hormonal hace que el cerebro del feto se desarrolle. Y esto, fuera de lo que cabría esperar de un mamífero: los simios viven el desarrollo equivalente a la infancia y a la adolescencia en el seno materno; los humanos, en cambio, nacemos prematuros: el desarrollo de la infancia y la juventud lo vivimos fuera, sobre el terreno, en familia.
Los niños –gracias a su poderoso cerebro– aprenden de la vida en tiempo real.
Este hecho natural –biológico– reclama una estabilidad en el matrimonio. Por eso, algunos autores dicen que el matrimonio indisoluble sea una exigencia de la naturaleza antes que un producto de las tradiciones culturales o de las creencias religiosas, o un invento del Estado.
Cuando el sentimiento inicial que da lugar al enamoramiento desemboca en el matrimonio, el amor se convierte en un compromiso de por vida para complementarse mutuamente. Alcanzando cada cónyuge en el otro su plenitud. El compromiso que se contrae es mucho más que "vivir con", es vivir para el otro, lo que significa asumir la personal destinación al amor –a la felicidad, al cielo–, entregando la propia vida por el otro.
Los hijos en el proyecto común
Dentro del proyecto familiar, la formación de los hijos –cuando los hay– es quizá la principal tarea. Desde pequeños, precisan sentir la unidad espiritual en la vida de sus padres. "Desde el primer momento, los hijos son testigos inexorables de la vida de sus padres (…). De manera que las cosas que suceden en el hogar influyen para bien o para mal en vuestras criaturas. Procurad darles buen ejemplo, procurad no esconder vuestra piedad, procurad ser limpios en vuestra conducta (…). Por eso, debéis tener vida interior, luchar por ser buenos cristianos" [2].
Tan importante como el alimento, el vestido o la elección de la escuela, es la formación en aquellas pautas, actitudes y convicciones que hacen posible la vida plena de las personas. La vida es unidad, y si queremos que los hijos tengan criterios claros, necesitan palpar cotidianamente el amor mutuo de sus padres; su común acuerdo acerca de las cosas importantes en el desarrollo de la familia; y, sobre todo, han de descubrir de distintos modos, pero en detalles concretos, que son aceptados por lo que son; los hijos han de percibir en los gestos de sus padres hacia ellos la afirmación de su existencia: ¡qué bueno y qué bello es que tú estés con nosotros, que formes parte de nuestra familia!
Si los hijos viven en una atmósfera de realidades y no de caprichos, será más fácil que aprendan a autogobernarse, y que, a su tiempo, quieran repetir el modelo. Es cierto que cada hijo es una novela distinta, que escriben ellos mismos a medida que van madurando, pero también es cierto que en un clima habitual de conflicto y de inestabilidad es mucho más difícil madurar debidamente. San Josemaría sugiere al respecto: "Háblales razonando un poco, para que se den cuenta de que deben obrar de otra manera, porque así agradan a Dios" [3].
Cuando los hijos ven que sus padres se quieren, se sienten seguros; esto aporta estabilidad a su carácter: crecen con serenidad y con energía para vivir. Si, además, los padres procuran convivir el mayor tiempo posible con ellos, aprenderán las exigencias de la entrega a los demás como por ósmosis, se contagiarán del cariño de sus padres, y se reducirán los temores y las posibles ansiedades.
Familia versus individualismo
La familia surge de un enlace donde dos se hacen uno, ligados por un vínculo contraído libremente. El amor, para ser humano y libre, debe luchar por mantener el compromiso asumido, cualesquiera que sean las circunstancias.
El secreto del amor es querer que el otro sea feliz. Si los padres actúan así, los hijos aprenden el amor en su mismo manantial. No son dos proyectos singulares y luego reunidos o mezclados, sino uno solo que enriquece la vida de ambos. La profesión de cada uno, aun vivida con entusiasmo, se potencia con el proyecto común. Si, al trabajar, cada uno piensa en el otro, profesión y familia se apoyan mutuamente; y los llamados problemas de "conciliación" entre trabajo y familia encuentran una solución conforme a la vocación de la familia.
En el matrimonio se crea la atmósfera que impide el individualismo egoísta y se facilita la maduración personal. Aquí la mujer, como dice el papa Francisco, tiene un papel especial: "Las madres son el antídoto más fuerte a la difusión del individualismo egoísta. Individuo quiere decir ‘que no puede ser dividido’. Las madres, en cambio, se dividen ellas, desde cuando acogen un hijo para darlo al mundo y hacerlo crecer" [4].
La mujer y el hombre maduros saben practicar, con sentido común, el respeto a la autonomía y personalidad del otro. Es más, cada uno vive la vida del otro como propia. En este sentido, la expresión formarán "una sola carne" [5] lo dice todo. El mandato de Dios es una propuesta de vida en común para siempre, que implica una entrega total y exclusiva; podríamos decir que se trata de un llamamiento al amor verdadero y comprometido. Al mismo tiempo, tenemos la posibilidad de rechazarlo.
Pero acoger en libertad la invitación de quien es la Vida misma es un seguro de felicidad. "Cuando un hombre y una mujer celebran el sacramento del Matrimonio, Dios, por así decir, se «refleja» en ellos, les imprime sus propios rasgos y el carácter indeleble de su amor. Un matrimonio es el icono del amor de Dios con nosotros. ¡Es muy bello! También Dios, de hecho, es comunión: las tres personas del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo viven desde siempre y para siempre en unidad perfecta. Y es justamente este el misterio del Matrimonio" [6]. La familia, siguiendo ese programa, ha de imitar la vida divina en el amor y en el desbordamiento de su fecundidad. El individualista –el single man, la single woman–, está en sus antípodas. Si quiere vivir y hacer vivir, el matrimonio debe seguir las instrucciones que Él mismo nos dio al principio, "creced y multiplicaos" [7].
Dios es una vida de relación permanente [8]. Y ha querido establecer con los hombres una Alianza de amor. En el matrimonio, el "vínculo de amor se convierte en imagen y símbolo de la Alianza que une a Dios con su pueblo" [9]. De ahí lo grave que es una ruptura formal, se mire por donde se mire.
En la fidelidad matrimonial está la felicidad. Dios ha sido fiel con nosotros, dándonos todos los bienes: en primer lugar, el propio amor del matrimonio y el de los hijos. Si los hijos maduran en la fidelidad de los padres, aprenden el secreto de la felicidad y del sentido de la vida.
El edificio social, por otra parte, se construye con unos ladrillos que son las familias y sobre unos cimientos que los forman, la confianza de todos para con todos. Si no hay fidelidad en el ámbito familiar –ni respeto, ni confianza–, tampoco la habrá en la sociedad.
María Ángeles García/Antonio Segura, en opusdei.org/es-es/ Volver al índice
Notas:
1 San Juan Pablo II, ex. ap. Familiaris consortio, 11.
2 San Josemaría, notas de una reunión familiar, 12-9-1972.
3 San Josemaría, notas de una reunión familiar, 24-9-1972.
4 Papa Francisco, Audiencia, 7-1-2015.
5 Mt 19, 6.
6 Papa Francisco, Audiencia, 2-4-2014.
7 Gn 1, 28 y Gn 2, 24.
8 Cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, q. 40, a. 2 y 3.
9 San Juan Pablo II, ex. ap. Familiaris consortio, 12.
Los primeros años de vida matrimonial
La decisión está tomada. El período de verificación del amor en que el noviazgo consiste ha cumplido su misión y ha permitido exclamar: ¡es él!, ¡es ella! Durante ese tiempo, los novios se han ayudado a adquirir las virtudes necesarias para lograr la posterior comunión matrimonial de vida y de por vida.
No nos hemos enamorado de un retrato robot precocinado en nuestra imaginación. Si así fuera, habríamos bloqueado la experiencia del amor, pues el amor aparece siempre como una revelación, como una llamada inédita e imprevisible, por eso es maravilloso. Hay alguien real ante nosotros y se inaugura una apasionante tarea: el descubrimiento gradual del otro: pues, amar, en cierto modo, es desvelar y desvelarse ante el amado o la amada.
La tarea de amar, que es una liberalidad, es también un arte que sugiere un programa para la vida entera. "Primero, que os queráis mucho (…) —recomendaba san Josemaría—. Después, que no tengáis miedo a la vida; que améis todos los defectos mutuos que no son ofensa de Dios". Y más adelante: "ya te han dicho, y lo sabes muy bien, que perteneces a tu marido, y él a ti". En este mismo sentido aconsejaba: "rezad un poquito juntos. No mucho, pero un poquito todos los días. No le eches nunca nada en cara, no le vayas con pequeñeces, mortificándolo" [1].
En los primeros años de matrimonio concurren dos perfiles psicológicos, dos biografías personales, dos culturas familiares, dos estilos que hay que ensamblar. No se trata de pedirle al otro que se anule para nosotros. "Si mi marido se anula, ¿qué me queda para amar?" [2]. Al matrimonio no vamos a perder nuestra personalidad, sino a ganar una personalidad nueva, la de nuestra mujer o nuestro marido.
Educación sentimental para el amor
La educación sentimental en los primeros meses y años de vida en común es de vital importancia. Cada cónyuge, como cualquier persona, experimentará mayor sintonía con aquellas maneras de hacer (orden, horarios, secuencias, rutinas familiares, vigencias sociales, normas de educación, modos de estar y modales, disposición de las cosas de la casa, de la mesa, del armario, etc.) propias de su familia de origen, porque en ellas ha educado sus sentimientos. Podrá haber discrepado en mil asuntos con sus padres, pero sus sentimientos han sido modelados por esa biografía familiar previa que ya no puede borrar, y en esos hábitos y rutinas se sentirá más cómodo.
Desde el momento en que nos casamos, hemos de hacer tabula rasa de esas preferencias no para anularlas, insisto, sino para ponerlas en el mismo nivel que aquellas que nuestra mujer o marido aporte al matrimonio. Todo ello nace de una confianza mutua, reflejo de la confianza que Dios ha puesto en cada uno de nosotros.
Comentando el capítulo segundo del Génesis sobre la creación, enseña el papa Francisco: "Así era el hombre, le faltaba algo para llegar a su plenitud, le faltaba la reciprocidad". La imagen de la «costilla» "no expresa en ningún sentido inferioridad o subordinación, sino, al contrario, que hombre y mujer son de la misma sustancia y son complementarios y que tienen también esta reciprocidad. (…) Sugiere también otra cosa: para encontrar a la mujer —y podemos decir para encontrar el amor en la mujer—, el hombre primero tiene que soñarla y luego la encuentra.
La confianza de Dios en el hombre y en la mujer, a quienes confía la tierra, es generosa, directa y plena. Se fía de ellos. Pero he aquí que el maligno introduce en su mente la sospecha, la incredulidad, la desconfianza. (…) También nosotros lo percibimos dentro de nosotros muchas veces, todos. El pecado genera desconfianza y división entre el hombre y la mujer" [3].
El nosotros en que el matrimonio consiste se ha de construir con las vivencias personales de cada uno de los dos, sin otorgar a priori mayor valor a las experiencias de uno u otro. Entre los dos hemos de ir contrastándolas y decidir los nuevos modos que constituirán nuestro proyecto común, y nuestras pequeñas "tradiciones" familiares. Y es que el matrimonio no consiste en convivir con alguien que se sume a nuestro propio proyecto personal, sino en elaborar junto con esa persona el que será nuestro único e irrepetible proyecto matrimonial, que después tendremos que defender frente a todos, incluso frente a los más allegados.
Este posicionamiento respetuoso ante la cultura familiar de nuestro cónyuge será una ayuda valiosa a la hora de relacionarnos con la familia política. El trato y el cariño que debemos a la familia de nuestra mujer, o de nuestro marido, se aquilatarán con el conocimiento delicado de su estilo familiar, que habremos ido aprendiendo, y asimilando en lo que sea procedente, en la convivencia diaria.
Al mismo tiempo, si somos capaces de desarrollar un estilo matrimonial y familiar propio que tenga rasgos fuertes y nítidos, identificables, la familia política de ambos lados se verá invitada a respetar esa identidad familiar y matrimonial que hemos sabido generar y transmitir. Por el contrario, cuando nuestro proyecto vital sea difuso, los terceros, tanto más cuanto más nos quieran, se sentirán impelidos a proveernos —incluso con indebidas, aunque bienintencionadas, intromisiones— de un modelo que seguir.
Como la construcción de este proyecto común, del nosotros del que hablamos, está esencialmente integrada por renuncias y cesiones mutuas, es muy probable que algunas costumbres nuevas nos resulten ajenas y nos cueste al principio identificarnos con ellas. No importa. Si hay amor y equilibrio, es cuestión de tiempo. Así nos ha sucedido con tantos hábitos y prácticas (de piedad, por ejemplo) que nos eran extrañas al descubrirlas, y que con el tiempo se integraron en nuestra vida hasta formar parte de nuestro yo.
En estos primeros años tendremos también que definir el estilo de vida respecto al uso del tiempo de descanso y diversión, de los gastos; en el trabajo, en los planes conjuntos, en la dedicación a algún voluntariado o labor social, en la integración y acomodación de la vida de piedad —tanto personal, como en familia—, y en otros muchos campos de actuación que irán surgiendo.
Comunicación centrada en el otro
La comunicación en la persona es omnicomprensiva. Comunicamos con todo y en todo momento, pero no deja de ser una técnica en la que se puede mejorar. No es éste un lugar para muchas profundizaciones, pero puede ser útil centrar el tema de la comunicación matrimonial considerando sus objetivos.
Cuando la comunicación va dirigida a un propósito inmediato y efímero (que alguien me compre un bien o contrate un servicio, por ejemplo), el interés está centrado en mí, mientras que la técnica utilizada se dirige a provocar un cambio en el otro (que me compre); cuando la comunicación persigue un bien más intenso y duradero (una buena relación de trabajo), el interés está centrado en la relación misma y la técnica se orienta a ambos (yo cedo en algo sin grandes transformaciones personales, pero exijo que el otro también lo haga); cuando la comunicación va en pos de una meta íntima y definitiva (amar a alguien para siempre), entonces el interés se centra en el otro y la técnica se encamina hacia uno mismo (¡yo quiero cambiar para hacerte feliz!).
Podría, pues, afirmarse que en la misma medida en que me centro en mí, exigiré al otro que cambie y se adapte a mis deseos; al contrario, si me centro en el otro, intentaré cambiar yo y adaptarme a él.
Este es el enfoque adecuado: "ante cualquier dificultad en la vida de relación todos deberían saber que existe una única persona sobre la que cabe actuar para hacer que la situación mejore: ellos mismos. Y esto es siempre posible. De ordinario, sin embargo, se pretende que sea el otro cónyuge el que cambie y casi nunca se logra (...) si quieres cambiar a tu cónyuge cambia tú primero en algo" [4].
Fecundidad de amor y de vida
Los primeros años de matrimonio constituyen el momento propicio para poner los fundamentos del amor. Y el cimiento natural del amor, de cualquier amor, es la fecundidad. Todo amor es fecundo, tiende a expandirse, es espiritual y materialmente fértil. La esterilidad nunca ha sido atributo del amor. No es cicatero ni mezquino; la medida del amor es amar sin medida, decía San Agustín.
Un amor que se basa en el cálculo, en el recuento, en la limitación es un amor que se niega a sí mismo. Todo amor se desborda, es excéntrico, invita a salir de uno mismo, es rico en detalles, en atenciones, en tiempo, en dedicación…, y también en hijos, si Dios los envía, por lo menos en la intención.
Más allá de esa fecundidad genérica, propia de cualquier amor, el cauce natural, específico, el más propio, el que distingue al matrimonio de los demás amores humanos es la posibilidad de transmitir la vida: los hijos. "Así, el comienzo fundamental de la familia es el servicio a la vida, el realizar a lo largo de la historia la bendición original del Creador, transmitiendo en la generación la imagen divina de hombre a hombre (cfr. Gn 5, 1-3)" [5].
En este terreno, por lo tanto, lo propio del amor es la fecundidad, al menos, de deseo, pues la biológica no siempre depende de nosotros, y de hecho, hay matrimonios con impedimentos para tener hijos que son ejemplo de fecundidad, precisamente en su apertura profunda al cónyuge y a toda la sociedad. Un amor matrimonial que se cerrara voluntariamente a la posibilidad de transmisión de la vida sería un amor muerto, que se niega a sí mismo y, desde luego, no sería matrimonial.
Cuestión distinta es el número: ¿quién puede poner número al amor?…, más aún, ¿quién puede juzgar y cifrar el amor de otros en un número? Hay que ser muy cautos y no juzgar nunca, pues pueden haber motivos para espaciar el nacimiento de los hijos (respetando la naturaleza propia de las relaciones conyugales). Pero el principio ha de quedar claro: lo propio del amor es la fecundidad, no la esterilidad. Y los hijos, como son personas, se piensan uno a uno con libertad y generosidad, es decir, con amor.
Javier Vidal-Quadras, en opusdei.org/es-es/ Volver al índice
Notas:
1 San Josemaría, Apuntes de una tertulia, Santiago de Chile, 7-7-1974.
2 M. Brancatisano, La gran aventura.
3 Francisco, Audiencia general, 22-4-2015.
4 U. Borghello, Las crisis del amor.
5 San Juan Pablo II, ex. ap. Familiaris consortio, n. 28.
Ambiente de hogar, escuela de amor
La familia es una célula abierta al servicio de la sociedad, no es una institución cerrada, lejana y de ámbito estrictamente privado; como dice el Catecismo de la Iglesia Católica: "La familia es la célula original de la vida social. Es la sociedad natural en que el hombre y la mujer son llamados al don de sí en el amor y en el don de la vida. La autoridad, la estabilidad y la vida de relación en el seno de la familia constituyen los fundamentos de la libertad, de la seguridad, de la fraternidad en el seno de la sociedad. La familia es la comunidad en la que, desde la infancia, se pueden aprender los valores morales, se comienza a honrar a Dios y a usar bien de la libertad. La vida de familia es iniciación a la vida en sociedad" [1]. De acuerdo con esto, podemos decir que la familia es el ámbito natural del amor.
Una familia en salida: dar y recibir
Ese amor, propio de los cónyuges, es querer que el otro exista y que exista bien, no de cualquier manera: porque te amo busco tu bien, tu felicidad. Con la llegada de los hijos el amor entre los esposos se acrecienta, se multiplica y se manifiesta en la búsqueda del bien para cada hijo, en querer lo mejor para ellos –en todos los aspectos: físico, emocional, espiritual, etc.–. Pero como la familia no se encierra en sí misma, sino que trasciende su propio ámbito y se incardina en la sociedad –más aún, sin familia no hay sociedad–, ese amor que comenzó siendo de los esposos y luego desembocó en los hijos, está llamado también a extenderse: todos merecen participar del amor que irradia de la familia, que se manifiesta en el deseo de bien.
Para lograr que el amor crezca, cada familia ha de procurar ensanchar su capacidad de dar y de recibir. En ocasiones, se da una tendencia a dividir la profunda unidad dar-recibir; el resultado es la disgregación de la familia, pues parece que
"…respecto al dar es de los padres; respecto al recibir, es de los hijos. Y el resultado es un conjunto de seres humanos escasamente unidos por el amor familiar: padres sacrificados, hijos más o menos irresponsables… Unos y otros deben dar y recibir.
Primeramente, dar, porque toda persona es un ser de aportaciones. Y luego, recibir para más dar, para dar mejor" [2]. Como dice Enrique Rojas: "El amor no es egoísta. Su única referencia es el otro. El amor acaba con la vida en soledad". Pero este amor hay que concretarlo. A este respecto comenta el Papa Francisco:
"Mirad que el amor … no es el amor de las telenovelas. No, es otra cosa. El amor cristiano tiene siempre una cualidad: lo concreto (…) Jesús mismo, cuando habla del amor, nos habla de cosas concretas: dar de comer a los hambrientos, visitar a los enfermos...".
El Papa nos sugiere dos criterios. El primero es que el amor está más en las obras que en las palabras. Jesús mismo lo dijo: no los que me dicen "Señor, Señor", los que hablan mucho, entrarán en el Reino de los cielos; sino aquellos que cumplen la voluntad de Dios. Es la invitación, por lo tanto, a estar en lo «concreto» cumpliendo las obras de Dios. Así, el primer criterio es amar con las obras, no solo con las palabras. El segundo es este: en el amor es más importante dar que recibir. La persona que ama da, da vida, da cosas, da tiempo, se entrega a sí mismo a Dios y a los demás. En cambio la persona que no ama y que es egoísta busca siempre recibir. Busca siempre tener ventaja [3].
Hoy en día, hay muchas personas necesitadas de ayuda, por causa de las más diversas circunstancias: el hambre; la emigración por culpa de la guerra; las víctimas de abusos y violencias y del terrorismo; personas damnificadas por catástrofes naturales; otros perseguidos por su fe; el drama del aborto y de la eutanasia; el desempleo, sobre todo de los jóvenes; ancianos que viven en soledad. Todas estas realidades conviven de una manera u otra con nosotros, en el día a día y es allí donde cada persona, cada familia, está llamada a ser un agente de ayuda y de cambio a favor de los más necesitados.
Como dice el Concilio Vaticano II, "la familia ha recibido directamente de Dios la misión de ser la célula primera y vital de la sociedad. Cumplirá esta misión si, por la piedad mutua de sus miembros y la oración dirigida a Dios en común, se presenta como un santuario doméstico de la Iglesia; si la familia entera toma parte en el culto litúrgico de la Iglesia; si, por fin, la familia practica activamente la hospitalidad, promueve la justicia y demás obras buenas al servicio de todos los hermanos que padezcan necesidad. Entre las varias obras de apostolado familiar pueden recordarse las siguientes: adoptar como hijos a niños abandonados, recibir con gusto a los forasteros, prestar ayuda en el régimen de las escuelas, ayudar a los jóvenes con su consejo y medios económicos, ayudar a los novios a prepararse mejor para el matrimonio, prestar ayuda a la catequesis, sostener a los cónyuges y familias que están en peligro material o moral, proveer a los ancianos no sólo de los indispensable, sino procurarles los medios justos del progreso económico" [4].
En este Año Jubilar de la Misericordia se nos presenta una nueva oportunidad para vivir el amor familiar, y concretar el amor en los necesitados. El elenco de las obras de misericordia nos ofrece la posibilidad de abrirnos, de darnos a los otros. El Papa Francisco nos llama a redescubrir las obras corporales: dar de comer a los hambrientos, dar de beber a los sedientos, vestir a los desnudos, acoger al extranjero, asistir a los enfermos, visitar a los presos, enterrar a los muertos. Y a no olvidarnos de las espirituales: aconsejar a los que dudan, enseñar a los ignorantes, advertir a los pecadores, consolar a los afligidos, perdonar las ofensas, soportar pacientemente a las personas molestas, rezar a Dios por los vivos y los difuntos. "La misericordia no es buenismo, ni un mero sentimentalismo", por el contrario, es manifestación del Amor infinito de Dios por cada uno y la concreción humana del amor hacia el prójimo.
Es así como la familia está llamada a ser "escuela de generosidad"; es decir, en la familia "se aprende que la felicidad personal depende de la felicidad del otro, se descubre el valor del encuentro y del diálogo, la disponibilidad desinteresada y el servicio generoso".
"Los niños que ven en su casa cómo se va buscando siempre el bien común de la familia, y cómo unos se sacrifican por otros, están aprendiendo un estilo de vida basado en el amor y en la generosidad. Es una vivencia que deja una huella imborrable. Crecerán sabiendo que integrarse en la sociedad no es solo recibir, sino recibir y aportar" [5].
Darse en la propia familia
Muchas veces –y es necesario hacerlo– dirigimos la mirada hacia realidades lejanas buscando hacer el bien: damos dinero, tiempo, quehacer, olvidando tal vez que en los más próximos tenemos nuestro primordial y más importante campo de acción. No sólo con el cónyuge y los hijos, sino con los padres ya mayores, y quizás enfermos, que requieren una atención especial; con parientes necesitados por diferentes causas; con amigos cercanos que requieren nuestro consejo; con personas conocidas a quienes vemos y tratamos regularmente y que precisan temporalmente de un hogar, de la presencia de un amigo, etc. Para los cónyuges cristianos, su primera "periferia" es la propia familia, donde quizás se encuentren los más necesitados de su dádiva amorosa. Luego, el mundo entero para "ahogar el mal con abundancia de bien", como le gustaba decir a San Josemaría [6].
Volviendo al caso de los más ancianos en las familias, ellos merecen –al igual que los niños- una especial solicitud, bien sean los propios padres u otros familiares cercanos que por el paso de los años necesitan atenciones particulares. La esperanza de vida es cada vez más larga; sin embargo, no se ha producido un avance paralelo en el cuidado de los mayores, quienes muchas veces son considerados una carga difícil de sobrellevar, o peor aún los que por determinadas circunstancias se encuentran en situación de desvalimiento y abandono. Con cada uno de ellos hemos de ser amables, pacientes, entregados, ofrecerles nuestro tiempo, nuestro cariño y ayuda en sus necesidades, y enseñar a los hijos a actuar de la misma manera. El día de mañana serán ellos los que quizás tengan que cuidar de sus padres y, si no lo han visto, si no lo han vivido, no sabrán o no querrán hacerlo. La familia es el lugar donde los más débiles encuentran auxilio y protección. Por esto, es el mejor ámbito para cuidar de los mayores. A este respecto, decía Benedicto XVI: "La calidad de una sociedad, quisiera decir de una civilización, se juzga también por cómo se trata a los ancianos y por el lugar que se les reserva en la vida en común".
Este darse a los que están cerca de cada uno, si es por amor, se hace con la alegría de los que se saben hijos de Dios, destinados a la felicidad que solo se encuentra haciendo el bien.
Carolina Oquendo Madriz, en opusdei.org/es-es/ Volver al índice
Notas:
1 Catecismo de la Iglesia Católica, 2206.
2 Oliveros F., La felicidad en las familias, Loma Editorial, 1988, México.
3 Cfr. Papa Francisco, Homilía en Santa Marta, 9-1-2014.
4 Decreto Apostolicam Actuositatem (18 noviembre 1965), n. 11.
5 Lacalle Noriega, M., La dimensión pública de la familia. En: Álvarez de las Asturias, N. (Ed.), Redescubrir la familia, Palabra, 1995, Madrid.
6 San Josemaría, Surco, n 864.
Hacer hogar: una tarea común que da sentido al trabajo
A fin de conocer el plan de Dios para el hombre y la familia es preciso volver al origen. "Ortega y Gasset ha recordado la historia del explorador del Polo que tras apuntar con su brújula hacia el norte, corre con su trineo (…) para comprobar que se encuentra al sur de la posición inicial. Ignora que no viaja por tierra firme, sino sobre un gran iceberg, que navega raudo en dirección opuesta a su marcha. También hoy muchos con buena voluntad ponemos nuestra brújula apuntando al norte para avanzar, ignorando que flotamos sobre el gran iceberg de las ideologías y no sobre la tierra firme de la verdad de la familia" [1].
En la cuna de la humanidad, están las pautas necesarias, la brújula que marcará siempre el norte.
La primera de esas pautas o claves señaladas en el Génesis es que hemos sido creados para amar y ser amados, y esto se realiza en el "seréis una sola carne" [2] de varón y mujer, un don de sí enriquecedor y fecundo, que se abre a nuevas vidas. El matrimonio, configurado como entrega recíproca, como llamada al amor, sería una primera pauta.
La segunda deriva de la anterior, y se concreta en el mandato divino: "Creced, multiplicaos y dominad la tierra" [3]. Aquí aparece la conexión entre familia ("multiplicaos") y trabajo ("dominad la tierra"), inseparablemente unidos en un mandato único. Es decir, desde que Dios crea al hombre deja clara la obligación de trabajar, y también el sentido profundo del trabajo: no se trata de la mera realización personal, o de un capricho, o de un pasatiempo, sino de transformar la tierra para convertirla en hogar. Desde el origen de la humanidad, trabajo y familia van unidos y el sentido del trabajo no es otro que servir a la familia. Es una forma de entrega –como lo era la de los esposos Adán y Eva–, un don de sí, nunca un don para uno mismo.
Pérdida del sentido de la familia, pérdida del sentido del trabajo
Sin embargo, en el último siglo y medio se ha producido –al menos en los países más desarrollados– una ruptura, y da la sensación de que familia y trabajo, que en su origen eran inseparables, son ahora irreconciliables; la familia aparece como un obstáculo para el trabajo, y viceversa. Ser madre, por ejemplo, se ha convertido para muchas mujeres en un handicap laboral. Entonces, ¿dónde queda aquel precepto del Génesis? Lo que era un mandato único, y vocación originaria, se ha trasformado, para muchos, en un dilema: o trabajo o hijos; o trabajas o cuidas del hogar; las dos cosas a la vez parecen un imposible.
Resulta significativo que esta contraposición coincida en el tiempo con la crisis de la familia. Lo que puede llevarnos a pensar que una crisis haya llevado a la otra, dado que sus raíces comunican. La pérdida del sentido de la familia conllevaría la pérdida del sentido del trabajo. Pues, de hecho, en bastantes casos, ni se concibe el trabajo como un servicio para la familia, sino como un fin en sí mismo; ni hay hogar, o son hogares rotos, desatendidos, o carentes del calor de familia.
Al producirse esa contraposición, en muchos países de Occidente, se han invertido los términos: la empresa se presenta como una familia, y la familia se reinventa como una empresa, con reparto de funciones y cuotas paritarias, tal como apuntaba Arlie Hochschild en un estudio de elocuente título: "Cuando el trabajo se convierte en la casa y la casa se convierte en trabajo" [4].
Pero sería erróneo pensar que el ambiente de hogar se logra mediante las cuotas paritarias o una especie de división del trabajo. Se logra, más bien, recuperando el sentido genuino de la familia y, a la vez, el sentido genuino del trabajo. La verdadera conciliación no depende –sólo– de las leyes del Estado, sino fundamentalmente de que se concilien marido y mujer. Porque ellos son los verdaderos artífices del hogar. Son libres para trabajar fuera de casa y tener hijos, optando por recuperar el trabajo en el hogar.
Esto resolvería el dilema al que antes nos referíamos.
Vendrá luego el intento por transformar las leyes para que el Estado facilite esa elección al servicio de la familia, y conseguir una cultura empresarial en esta línea. Pero primero han de ser las propias familias, los esposos, los que reconquisten el sentido genuino del trabajo como don de sí y servicio al cónyuge y a los hijos. Habrá madres que optarán por mantener una actividad profesional fuera de casa y otras por dedicarse plenamente al hogar, siendo las dos igualmente legítimas y, además, sabiendo que el trabajo es servicio y no fin en sí mismo.
El hogar, primer paso para superar la crisis de la sociedad
Forjado así, el hogar se convertirá en punto de encuentro de las dos realidades: familia y trabajo. El hogar como ámbito del don de sí y del amor de los esposos, y por lo tanto de la verdadera conciliación; y como tarea común que compete a todos los miembros de la familia. La casa no es sólo cobijo para descansar y volver al trabajo, sino el lugar del amor sacrificado, la escuela de virtudes, y la mejor respuesta al mandato de "creced, multiplicaos y dominad la tierra".
Sin salir de las cuatro paredes del hogar se puede transformar el mundo: "me atrevo a afirmar que, en una buena parte, la triste crisis que padece ahora la sociedad hunde sus raíces en el descuido del hogar" [5].
Si el centro del hogar es el amor de los esposos que transmite vida y se irradia a los hijos, sus ejes son el lecho conyugal y la mesa, entendida ésta como espacio de convivencia entre padres e hijos y entre hermanos, ámbito de acción de gracias a Dios y de diálogo. Es significativo que los ataques más duros que está sufriendo la familia se producen ahí: en el primer caso, desde el hedonismo y la ideología de género, que separan los aspectos unitivo y procreativo del acto conyugal; y en el segundo, a través del ruido generado por el mal uso de la televisión, internet y otras tecnologías que tienden a aislar a los adolescentes, impidiendo su apertura a los demás.
No es casual que una de las primeras medidas que adoptaron algunos regímenes totalitarios fuera prohibir la fabricación de mesas altas, y promover el uso de mesitas bajas o individuales; con ello resultaba muy difícil la reunión familiar en torno a la comida o la cena. En la actualidad, el abuso de la televisión y de la tecnología –unido a otros factores como el trabajo o las largas distancias– están produciendo un efecto parecido en el seno de las familias.
La importancia de la mesa: acción de gracias, diálogo, convivencia
Devolver su categoría a la mesa es una forma de recuperar el ambiente de hogar.
En la mesa confluyen los dos elementos del doble mandato del Génesis: la familia, padres e hijos –"creced y multiplicaos"–, y el fruto del trabajo –"dominad la tierra"–. La mesa brinda la ocasión de agradecer al Creador el don de la vida y de los dones de la tierra: es diálogo con Dios, también a través de la materialidad de los alimentos que recibimos de su bondad; y tiene una decisiva función educativa y comunicativa: los hijos se nutren de la comida, y también de la palabra, de la conversación, del debate de ideas, y hasta de los roces y discusiones, que contribuyen a forjar su carácter.
De ahí la importancia de dedicar un tiempo diario y específico a la mesa. Si no es posible desayunar o almorzar juntos, al menos conviene reservar la cena para propiciar ese espacio de diálogo y convivencia.
Un espacio que se prepara con tiempo e ilusión; que se construye con renuncia y sacrificio; que se inicia con la bendición de los alimentos [6], y que gira en torno a una conversación. Es una ocasión de oro para que los padres eduquen no con discursos, sino con gestos menudos, detalles aparentemente insignificantes; y para que los hermanos aprendan a entenderse, colaborar, renunciar… Tiempos y lugares compartidos que formarán su identidad, recuerdos imborrables que les marcarán indeleblemente.
Una ilusionante tarea que implica a todos, ya que la oración, la acción de gracias y el diálogo, más que la comida, es lo que realmente alimenta y sostiene a la familia.
Apostar por una cultura de la familia supone "bajarse" del iceberg de ideologías engañosas y recuperar el sentido genuino del doble mandato del Génesis. Y se puede conseguir desde un perímetro tan modesto como las cuatro paredes del hogar, contorno paradójico porque siempre es "más grande por dentro que por fuera", como lo describía Chesterton; rescatando la comunicación, el amor de los esposos, y la participación en la mesa; dejando siempre un plato más…, por si Dios quiere venir a cenar esa noche.
T. Díez-Antoñanzas González y Alfonso Basallo Fuentes, en opusdei.org/es-es/ Volver al índice
Notas:
1 Granados, J., Ninguna familia es una isla, Burgos 2013.
3 Gn 1, 28.
4 Hochschild, A.R., "When work becomes home, and home becomes work", California Management Review (1997), 79-97.
5 Echevarría, J., Carta pastoral del 1 de junio de 2015, 1-06-2015.
6 Cfr. Papa Francisco, Encíclica Laudato si’, n. 227.
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Tengo derecho a no perdonar. Testimonios italianos de víctimas del terrorismo |
Construyendo perdón y reconciliación |
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Amor, perdón y liberación |
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