Decía el poeta alemán Heinrich von Kleist que “el paraíso está cerrado y el querubín se halla a nuestras espaldas; tenemos que dar la vuelta al mundo para ver si el paraíso no está quizás abierto aún en algún lugar del otro lado, detrás de nosotros”. La cultura moderna y la existencia actual se presentan como impregnadas de esta conciencia desencantada de encontrarse fuera del Paraíso, en la prosa del mundo y en su red de discordancias irreconciliables.
El hombre actual es el protagonista pasivo de una escisión que lo aparta de la totalidad de la vida y lo divide incluso en su ser íntimo. Las contradicciones del reciente proceso histórico –entre emancipación y violencia, liberación y desposesión del hombre aislado– parecen gritar al individuo que en el marco de la lucha general no puede recurrir a valores universales, capaces de justificar definitivamente su opción, de una vez por todas. Como ha sugerido Claudio Magris, toda opción lleva consigo la conciencia del agravio a quien ha preferido otra distinta o enfrentada a aquélla. La relativización de todos los valores –el relativismo ético– se presenta como la única posibilidad de superar ese mal radical que implican las convicciones morales absolutas, la única forma de abandonar la conciencia de culpa que acompaña a toda actuación seria, para alcanzar así una “nueva inocencia”.
Se lleva al extremo el nihilismo al intentar convertir la ausencia de todo valor en premisa para la libertad. El más célebre representante del pensamiento débil, Gianni Vattimo, haciendo la apología del nihilismo total, ha escrito que éste constituye la reducción final de todo valor de uso a valor de cambio: liberados los valores de su radicación en una instancia última, todos se hacen equivalentes e intercambiables: cada valor se convierte en cualquier otro, todo se reduce a valor de cambio y queda cancelado todo valor de uso, toda peculiaridad inconfundible o insustituible. Economicismo y relativismo se dan la mano. Cualquier realidad se puede convertir en cualquier otra, y adquiere de este modo la naturaleza del dinero, que puede ser permutado indiferentemente por cualquier cosa. La apoteosis del mecanismo del cambio, extendido a la vida entera, celebra la desposesión de la persona, a la que se arrebata radicalmente su dignidad.
Todo intento de restablecer el valor absoluto de la dignidad de la persona humana será considerado, entonces, como una agresión injustificable, y resultará por lo tanto ignorado o, si esto no es posible, duramente combatido por los Mass Media y por la cultura dominante.
Cuando empezaba este siglo que ahora termina, el sociólogo alemán Max Weber avanzó una profecía profana, que venía a concretar las formuladas en la pasada centuria por Kierkegaard, Dostoievski y Nietzsche. El diagnóstico de Weber se centra en su célebre fórmula del “politeísmo de los valores”. Olvidado ya el único Dios verdadero, los valores se enfrentan entre sí, en una lucha irreconciliable, como dioses de un nuevo Olimpo desencantado. La ausencia de finalidad conduce a la generalizada “pérdida de sentido”. A su vez, esa carencia de sentido hace surgir un tipo de individuos calificados por el propio Weber como “especialistas sin alma, vividores sin corazón”. Hoy están por todas partes. Habitan en los entresijos de una complejidad que no procede de la abundancia de proyectos, sino más bien de esos fenómenos de fragmentación de la sociedad, anomia de las costumbres, proliferación de los efectos perversos e implosión de las instituciones, descritos por sociólogos más recientes.
La conciencia de crisis de la cultura se generaliza, hasta constituir toda una corriente de pensamiento. Por su hondura y radicalidad, destaca en ella la figura de Martin Heidegger. “Sólo un Dios podrá salvarnos”, afirma. Pero su débil y ambigua sentencia, no exenta de ribetes turbios, surgía de un pensamiento postmetafísico que renunciaba de antemano a toda ética y, por supuesto, al acceso a una verdad del hombre fundada en la metafísica y abierta a la iluminación de un Dios personal. De postración intelectual tan honda, que se agudiza progresivamente y se prolonga hasta ahora mismo, sólo puede sacarnos en verdad la aceptación de una llamada que surge de una profundidad aún más radical. El abismo de la vaciedad clama por el abismo de la plenitud. La difundida y difusa conciencia de haber llegado a una situación improseguible, a un “final de esa historia”, abre un espacio para escuchar otra narrativa del todo diferente, como es la que apela –en esta era crepuscular– nada menos que a la reposición del valor incondicionado de la verdad como perfección del hombre, a un “esplendor de la verdad”.
Una cosa es el brillo y otra el esplendor o resplandor. El brillo es relativo, luz reflejada, prestada claridad. El resplandor, en cambio, es absoluto, luminosidad interna que serenamente se difunde: como aquel personaje de Miguel Delibes, esa señora de rojo sobre fondo gris, de quien nos dice el escritor castellano: “con su sola presencia aligeraba la pesadumbre de vivir”. El resplandor es la verdad de lo real. El brillo omnipresente es la luz artificial del simulacro televisivo, que celebra el triunfo de la sociedad como espectáculo. El televisor es el tabernáculo doméstico de la religión nihilista.
No somos nosotros los que poseemos la verdad, es la verdad la que nos posee. La verdad, dice el Profesor Leonardo Polo, no admite sustituto útil. Y Ortega y Gasset afirmaba en 1934: “La verdad es una necesidad constitutiva del hombre (...). Este puede definirse como el ser que necesita absolutamente la verdad y, al revés, la verdad es lo único que esencialmente necesita el hombre, su única necesidad incondicional”. Esta verdad necesaria no nos encadena: nos libera de la irrespirable atmósfera del subjetivismo y de la esclavitud a las opiniones dominantes, que representan obstáculos decisivos para un diálogo seriamente humano.
La fuerza liberadora de la verdad es un valor humanista y cristiano. La verdadera Fe no ha de ser nunca constricción o barrera, sino acicate para la investigación y apertura de posibilidades inaccesibles para esa razón menguada, esa razón positivista y relativizada, que en definitiva no busca la verdad sino la certeza, es decir, la coherencia consigo misma. La crispada pretensión de certeza está orientada hacia atrás, para atar los cabos de una seguridad que garantice el dominio de la razón. La búsqueda de la verdad, en cambio, se lanza audazmente hacia delante, al encuentro con la plenitud de la realidad. Quien busca la verdad no pretende seguridades. Todo lo contrario: intenta hacer vulnerable lo ya sabido, porque pretende siempre saber más y mejor. Y, paradójicamente, es esta apertura al riesgo la que hace, en cierto modo, invulnerable a la persona, porque ya no están en juego sus menudos intereses, sino la patencia de la realidad.
No podemos infravalorar los actuales obstáculos para la comprensión de esta concepción del valor de la verdad como perfección del hombre. Las dificultades son muy hondas. Provienen de toda una ficción cultural, en la que todavía se sigue empleando un lenguaje ontológico y moral cuyo significado se ignora. Alasdair MacIntyre lo ha demostrado de un modo que, a mi juicio, resulta irrefutable. Su argumentación más conocida es la que se refiere al uso de una palabra clave para nuestro tema: la palabra “virtud”. Hablar de “virtud” sólo tiene auténtico sentido en el contexto de una concepción de la razón práctica que supera la dialéctica sujeto-objeto consagrada por la ética racionalista. Para el racionalismo terminal de este siglo, la objetividad está compuesta por hechos exteriores y mostrencos, mientras que la subjetividad es una especie de cápsula vacía y autorreferencial. Se divide así la entera realidad en dos territorios incomunicados. Lo fáctico es el campo de la evidencia científica, accesible a todos los que dominen el método correspondiente; se trata de un reino neutral, avalorativo, dominado por un férreo determinismo. En cambio, lo subjetivo es irracional, irremediablemente individual, en donde no cabe la evidencia sino sólo las preferencias arbitrarias de cada uno. Claro aparece que, en un contexto así, no tiene mucho sentido hablar de virtud, porque la virtud es el crecimiento en el ser que acontece cuando la persona, en su actuación, “obedece a la verdad”. La virtud es la ganancia en libertad que se obtiene cuando se orienta toda la vida hacia la verdad. La virtud es el rastro que deja en nosotros la tensión hacia la verdad como ganancia antropológica, es decir, como perfección de la persona.
El que obedece a la verdad realiza la verdad práctica. Rehabilitar este concepto aristotélico –el de verdad práctica– implica superar la escisión entre sujeto y objeto, para abrirse a una concepción teleológica – finalista– de la realidad, en la que tiene sentido la libre dinámica del autoperfeccionamiento y, en definitiva, el ideal de la vida buena, de la vida lograda, de la vida auténtica o verdadera. Dando un paso más, se puede decir que el concepto de verdad práctica, central en la ética de inspiración clásica, sólo es posible si la libertad no se contrapone a la verdad. La oposición de la libertad a la verdad –como lo subjetivo a lo objetivo– se enreda en el pseudoproblema de la falacia naturalista y conduce a un dualismo antropológico –a una escisión entre la mente y el cuerpo– que arruina toda fundamentación realista de la ética.
Es conveniente –y posible– “hacer la verdad en el amor”. La verdad que se hace, que se opera libremente, es la verdad práctica. Y el amor es mucho más que deseo físico o sentimiento psicológico: es la tendencia racional que busca un verdadero bien, un bien que responda a la naturaleza profunda del que obra y, en definitiva, al ser de las cosas. Es así como cabe entender que “la verdad nos hace libres”. Actuar según verdad no supone la constricción de la libertad –como se derivaría de un esquema mecanicista– sino que implica potenciar la libertad: perfeccionarse, autorrealizarse. La vivencia de esta autorrealización no está sometida a reglas mecánicas, no responde a ningún recetario, sino que está dirigida por ese “ojo del alma” al que se llamaba phronesis o prudentia. La prudencia es el saber cómo aplicar las reglas a una situación concreta y, por lo tanto, ese mismo saber no puede estar sometido a reglas: es la capacidad de comprensión ética de una determinada coyuntura vital.
El relativismo ético es una trivialización de este carácter no reglado de la razón práctica. La moral prudencial no equivale, en modo alguno, al relativismo. Porque lo que subraya es que hay que “dar con la verdad” en cada caso, lo cual viene facilitado por esa experiencia vital que se remansa en las virtudes. La recta ratio es una correcta ratio, como ha puesto de relieve Fernando Inciarte. Y ello presupone que no da lo mismo hacer una cosa que otra. Al actuar, es posible acertar y es posible equivocarse. Nuestro campo de actuación no es una especie de gelatina amorfa, sino que está estructurado por las leyes morales, que expresan lo que es conveniente y lo que es disconveniente para el hombre, superando esa mezcla del bien con el mal, esa ambigüedad que hoy invade la sociedad entera. Una sociedad en la que ya nadie parece atreverse a decir categóricamente: “esto es bueno” o –todavía menos– “esto es malo”. Es bien cierto que no se puede asegurar de antemano que determinada conducta vaya a conducir al logro de la vida buena, precisamente porque cada biografía es única e irrepetible, no sometida a reglas mecánicas. Lo que se puede predecir es que si se actúa de determinada manera –de un modo moralmente malo– va a acontecer un fracaso vital. Por eso no nos debería extrañar o escandalizar el hecho importantísimo de que sean precisamente los preceptos morales negativos aquellos que tienen una universal validez incondicionada. Lo cual en modo alguno conlleva que se propugne una ética negativa, una moral de prohibiciones. Implica más bien un conocimiento antropológico que atesora una experiencia existencial según la cual el desprecio de ciertos bienes esenciales siempre conduce a la destrucción del propio equilibrio vital. Los preceptos morales negativos expresan, en último término, que no es lo mismo el bien que el mal, condición indispensable para la realización del bien. Sólo cuando se reconoce que hay algo malo en sí mismo –como es la tortura, el aborto directamente provocado o la exhibición del propio cuerpo ante un público anónimo– empieza la vida ética, emergen los bienes morales. Dicho en términos más generales: si no hay error, tampoco hay verdad. Porque, si no hubiera error, todo sería verdadero. Y si todo es igualmente verdadero –también una afirmación y su correspondiente negación– entonces todo es igualmente falso.
Ciertamente, hoy resulta intempestivo –arriesgado incluso– apelar a una fundamentación ontológica para salir al paso de un relativismo moral que se presenta como esa “nueva inocencia”, situada más allá del bien y del mal. Estamos acostumbrados a aceptar la visión oficial del relativismo como algo ingenuo y hasta divertido, que contrasta con los ceños fruncidos de la intolerancia y el fanatismo, condensados hoy en la etiqueta “fundamentalismo”. La levedad del permisivismo convierte la ética en estética, o incluso en dietética, porque los únicos mandamientos incondicionados son actualmente los del disfrute dionisíaco y los de la higiene puritana. Como dice Magris, los nuevos personajes, “emancipados con respecto a toda exigencia de valor y significado, son igualmente magnánimos en su indiferencia soberana, en su condición de objetos consumibles; son libres e imbéciles, sin exigencias ni malestar, grandiosamente exentos de resentimientos y prejuicios. La equivalencia y permutabilidad de los valores determinan una imbecilidad generalizada, el vaciamiento de todos los gestos y acontecimientos”.
Sólo que, al convertir incluso a las personas en objetos consumibles, el relativismo consumista adquiere una deriva cruel. Porque habría que caer en la cuenta de que lo que el permisivismo permite es justamente el dominio de los fuertes sobre los débiles, de los ricos sobre los pobres, de los integrados sobre los marginales. El relativismo moral, como ha subrayado Spaemann, absolutiza los parámetros culturales dominantes. Lleva, así, a un acomodo a las fuerzas en presencia que acaba por anestesiar la capacidad de indignación moral.
El coraje moral para demostrar que la verdad es la perfección de la persona humana sólo puede mantenerse desde una renovada comprensión de la verdad del hombre. Sin el campo de juego que abre el amor a la verdad, la libertad humana se ve ahogada por el temor y el sentimentalismo, por ese sofocante encapsulamiento afectivo del subjetivismo o por la violencia que se desprende del relativismo pragmatista. Violencia la ha habido siempre, se dirá. Y está bien dicho, si por violencia se entiende simplemente el uso de la fuerza. Pero el ensalzamiento actual de la violencia, sin contraste válido posible, revela el vacío que ha dejado tras de sí el nihilismo. Como dice Hannah Arendt, sólo el olvido de que la contemplación de la verdad –la teoría– es la más alta actividad humana ha dado origen a ese avasallamiento sistemático e implacable que revelan las manifestaciones actuales de violencia. No sería ocioso preguntarse cuáles son las condiciones culturales que posibilitan el terrorismo: fenómeno muy reciente, típicamente moderno, que refleja precisamente esa absolutización de lo relativo a la que antes me refería.
Ya Tocqueville –más actual ahora que nunca– advertía que el fundamento de la sociedad democrática estriba en el estado moral e intelectual de un pueblo. Desde luego, el fundamento de la democracia no puede ser el relativismo moral, aunque sólo sea porque el relativismo no fundamenta nada. La condición de posibilidad de la democracia es el pluralismo, que viene a reconocer los diversos caminos que la libertad sigue en su búsqueda de la verdad práctica. La democracia no puede florecer si se considera que es el régimen de las incertidumbres, la organización de la sociedad que permite “vivir sin valores”.
Ciertamente, la aceptación del pluralismo es condición necesaria para la existencia real de las discusiones democráticas. La realidad es compleja y no sólo autoriza sino que exige diversidad de perspectivas para abordar su entendimiento. Mientras que los hombres y mujeres no somos sujetos puros, sino que nuestra personalidad está configurada por distintas trayectorias vitales, diferentes fibras éticas y preferencias de muy vario linaje. Son muchos, por tanto, los senderos que convergen en el descubrimiento de las nuevas realidades y en el perfeccionamiento individual y social. Pero –insisto– el pluralismo no equivale en modo alguno al relativismo. Acontece, más bien, lo contrario. Si hay posiciones diversas que entran en confrontación dialógica, es precisamente porque se comparte el convencimiento de que hay realmente verdad y la esperanza de que se pueda acceder a ella por el recto ejercicio de la inteligencia. Si se partiera, en cambio, de que la verdad es algo puramente convencional o inaccesible, las opiniones encontradas serían sólo expresión de intereses en conflicto, de manera que todas vendrían a valer lo mismo, porque en definitiva nada valdrían. Lo que imperaría, entonces, sería el poder puro, la violencia clamorosa o encubierta, tan dolorosamente manifestada en la actualidad internacional.
El relativismo hace trivial al pluralismo y tiende a eliminarlo. El hecho de que tenga relevancia discutir acerca de la justicia de una ley positiva responde a que los interlocutores saben que existe algo que es justo en sí, por más que unas veces sea reconocido por el poder establecido y otras no.
En cambio, cuando ya no se cree que haya acciones injustas y malas de suyo, cuando se afirma –como hace el relativismo cultural– que es sólo nuestro modo de usarlas el que da su sentido a las calificaciones morales, cuando se mantiene que sólo es justo y bueno lo que simplemente llamamos “justo” y “bueno”, ya no cabe conversación racional posible; y el aparente diálogo disfraza con dificultad lo que se ha transformado en un puro juego de poderes. Si cuando discutimos acerca de lo bueno y lo justo sólo hablamos acerca de nuestro modo de hablar, entonces se impone necesariamente quien grita más fuerte, quien a esa peculiar mesa de negociaciones lleva más poder o quien deja sobre el tapete la pistola. Pero es que además, si sólo hablamos de nuestra forma de hablar, seguir refiriéndonos a un “diálogo libre de dominio” –al estilo de Habermas o Apel– no pasa de ser una burla cruel. Como ha dicho el Profesor Jorge de Vicente, si no hay verdad real, si son únicamente nuestras prácticas lingüísticas las que fundan el sentido de las palabras, si el honorable término “justicia” sólo tiene el sentido que se le dé en la mesa de negociaciones, ¡Ay de los ausentes! ¡Ay de los débiles, de quienes por carecer, carecen hasta de palabra! “Me queda la palabra”, decía un verso inolvidable de Blas de Otero. Pero a los enfermos, a los presos, a los subnormales, los no nacidos, los ancianos, los dementes, los catatónicos, los emigrantes magrebíes, los drogadictos, los que padecen el Sida, y al ingente número de los marginados de nuestra sociedad, ni siquiera les queda la palabra, porque unos la han perdido y otros no la han tenido nunca. Hoy –cuando la marginación ya no es marginal– puede entenderse mejor que en otras épocas el lamento de la Escritura: Vae tacentibus! ¡Ay de quienes callan! Porque ellos, los que mejor expresan en su humanidad doliente la humana dignidad, no tienen lugar en la mesa de negociaciones, en la que se pacta qué es lo justo, lo bueno y lo honrado.
Sabemos desde antiguo que hay un conflicto entre Ethos y Kratos, entre la moral y el poder. Una manera de resolverlo es la eliminación del Ethos, la resignación ante una política tecnocrática que sacraliza los procedimientos e ignora a las personas y su inalienable libertad. En la medida en que triunfa esta tendencia, se impone un modelo de colonización, de penetración capilar de la Administración y de la economía mercantilista en todos los ámbitos de la vida social y privada. Si, en cambio, se entiende que el poder surge de la libertad concertada de los ciudadanos, entonces se abre paso un modelo de emergencia, en el que la ética tiene primacía sobre la mecánica político-económica, y las solidaridades primarias recuperan su originario protagonismo.
El individualismo posesivo –típico de nuestras sociedades satisfechas– es pre-totalitario, porque los individuos aislados y presuntamente satisfechos por el consumo son instrumentos dóciles en manos de la tecnoestructura, es decir, de la emulsión entre Estado, mercado y Mass media. El individualismo ético es la síntesis de esas ficciones inhabitables a las que antes me refería. En el individualismo se malentiende el carácter único e intransferible de la conciencia personal, que primero se absolutiza y luego se disuelve. Pero, sobre todo, se ignora que la vida ética sólo es posible en comunidad, porque –como también muestra MacIntyre– únicamente en el seno de una comunidad se puede uno embarcar en prácticas susceptibles de aprendizaje, rectificación y perfeccionamiento, es decir, en prácticas éticamente relevantes. La inviabilidad ética y social del individualismo se traduce en ese difundido modelo que se podría llamar “totalitarismo permisivo”, el cual implica una especie de división del territorio –correspondiente a la escisión entre objeto y sujeto– según la cual los poderes tecnoestructurales dominan todo el campo de lo público, en el que se subsume lo social, mientras que –a modo de compensación– se tolera que el individuo se disperse en la veleidad de sus placeres privados. Se entra así en lo que Vittorio Mathieu ha llamado “sociedad de irresponsabilidad ilimitada”.
La vida ética se encuentra siempre encarnada en comunidades que tienen una determinada configuración cultural. Frente al universalismo trascendental de cuño kantiano, del que todavía podemos aprender mucho, es preciso reconocer que no hay ética sin cultura. Frente al relativismo, en cambio, hay que mantener que no todo es cultura. Este es, según entiendo, el significado profundo de la alegoría platónica de la caverna. Todo se da a través de representaciones, pero no todo es representación. Si no hubiera más que representaciones, no habría siquiera representaciones, porque toda representación es intencional, es “representación-de” algo que no es ella misma. Todo se expresa a través del lenguaje, pero el lenguaje mismo presupone el pensamiento, que no es una especie de lenguaje interior, sino que tiene que estar basado en una inmediación distinta de la inmediación sensible, en una segunda inmediación de carácter intelectual, cuya raíz son los primeros principios teóricos y prácticos de la inteligencia. La cultura es un entramado de mediaciones, mas, para que las haya, es preciso que no todo esté mediado sino que exista eso que George Steiner llama “presencias reales”.
Si hoy día nos resulta tan difícil superar el relativismo, es porque nos movemos en el caldo de cultivo de una cultura que glorifica el simulacro, la apariencia que no reviste verdad alguna y remite solamente al vacío: una cultura que tiende a considerar la realidad entera como un simulacro y se goza en ese “descubrimiento” como en una liberación de la dureza de la realidad. En la sociedad del espectáculo, éste no remite a nada, sino que absorbe una realidad que acaba por quedar abolida. Sueño y vigilia terminan por confundirse en una especie de fascinación caótica, en la que el espectáculo exhibe y proclama su unidimensionalidad, se hace total y totalitario, sin que deje siquiera lugar para la ironía, para el recuerdo de esa divergencia entre representación y vida que es el meollo del arte y de la literatura, como debería saber todo lector de El Quijote.
No estoy yo defendiendo aquí una simple vuelta al universalismo ético de la Ilustración. Porque el paradigma de la fuerza liberadora de la verdad –de la concepción de la verdad como perfección del hombre– se encuentra tan lejos de la concepción racionalista de la ley natural cuanto dista el derecho natural clásico del derecho natural moderno que sería válido a priori, “aunque Dios no existiera”. Si la ética racionalista es la última instancia, nos situamos en un moralismo que deriva al inmoralismo con la misma facilidad con la que se ha pasado de Kant a Nietzsche. A la postre, es preciso aceptar el radicalismo de un Kierkegaard, cuando abre la posibilidad de una suspensión de la moral por la religión. En términos abstractos, cabría discutir la viabilidad de una ética completamente secular, desligada de toda religión, neutral desde el punto de vista religioso. En términos históricos, esta viabilidad queda, a mi juicio, excluida. Porque nuestras actuales discusiones éticas sólo tienen sentido sobre el trasfondo del cristianismo. Incluso la propuesta de una “moral civil”, tan reiterada hoy día, sólo tiene sentido en una sociedad que es –o ha sido, al menos– cristiana. Cuando también eso se pretende ocultar, lo que resulta es un producto muy extraño en el que casi nunca falta un ingrediente de mala conciencia.
A algunos les parece que la insistencia en la debilidad humana y en el inexcusable reconocimiento del mal son una manifestación de pesimismo. Desde luego, no es el leve y superficial optimismo de ese subproducto, tan al uso, que Spaemann llama “nihilismo banal”, para el que sólo existe el bienestar o el malestar, y de lo que se trata es de maximizar aquél y minimizar éste. Este “nihilismo banal” es como una domesticación del “nihilismo heroico” nietzscheano, para el que “la anarquía de los átomos”, la ausencia de todo orden metafísico, conduce a la liberación que sólo se produce en un vacío de realidad. La lúcida radicalidad de Nietzsche se revela en un aforismo suyo, incluido en El ocaso de los ídolos: “Me temo que no nos vamos a desembarazar de Dios porque aún creemos en la gramática”. Nietzsche ya no resulta hoy subversivo, porque –paradójicamente– su inmoralismo ha pasado a formar parte de la conciencia burguesa, y se ha hecho objeto de comercialización y consumo. Más subversivo sería un alegato en favor de la verdad, que viniera a tocar el nervio donde más duele. Atreverse a hacerlo es una manifestación de confianza en el hombre, al que no se da definitivamente por perdido. Como dice el Calígula de Camus, “aún vivimos”.
Alejandro Llano, en dadun.unav.edu/
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