1. “Nos rescató de la maldición de la ley” (Ga 3,13)
El evangelio de la libertad, que san Pablo no dejó de proclamar, como hemos visto en otro artículo de este número, provocó un verdadero escándalo para los judíos piadosos que leían sus cartas. En el fondo de toda su doctrina, quedaba una impresión que resultaba por completo inaceptable. La ley, que tanta importancia había tenido a lo largo de toda la historia, quedaba completamente marginada, como si hubiera perdido todo su valor.
Jesús aparece en su teología como el gran libertador. Nos ha rescatado de la esclavitud del pecado para que, a pesar de ese misterio de iniquidad que domina a la creación entera, el hombre pueda realizar el bien; nos ha librado de la muerte, sembrando una nueva esperanza que vence y supera la finitud de nuestra existencia; y nos ha dado una última y definitiva victoria, pues él también “nos rescató de la maldición de la ley” (Ga 3, 13). Todo régimen legal ha caducado definitivamente con la venida de Cristo y queda sustituido por otro régimen de relaciones familiares: “... envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, sometido a la Ley para que recibiéramos la condición de hijos” (Ga 4, 4-5). En la economía actual de la salvación no existe nada más que una doble alter- nativa, sin ningún término medio que suavice su radicalismo: o vivir en un régimen de esclavitud que nos somete a la ley –“los que se apoyan en la observancia de la ley llevan encima una maldición” (Ga 3, 10), o seguir a Cristo para liberarnos de esa maldición, pues “si os dejáis llevar por el Espíritu, no estáis bajo la ley” (Ga 5, 18).
Para comprender el rechazo y la incomprensión de este mensaje no hay que olvidar que, desde una perspectiva religiosa, la ley encerraba un valor de extraordinaria importancia y profundidad, pues era la memoria y el recuerdo constante, que resonaba en el corazón del judío piadoso, de un hecho tan asombroso y desconcertante como el de la alianza de Dios con su pueblo elegido. Un gesto inaudito, del que nunca podrá olvidarse, porque formará parte definitivamente de su propia historia y marcará de manera significativa su propia identidad: “¿Y qué nación grande tiene unos mandatos y decretos tan justos como esta ley que yo os promulgo hoy?” (Dt 4, 7).
Es lógico, por tanto, que la ley no despertara ninguna agresividad o rebeldía, sino que se convirtiera en una realidad sagrada, digna de veneración y agradecimiento. Tenía un carácter sacramental, como símbolo de la presencia y cercanía de Iahvé, que nunca abandonaría a los que así había amado. Por eso, cuando en el destierro se encontraban sin Templo, la conservaban como signo inequívoco de su destino histórico. Era una evocación permanente de todas las maravillas que Dios había realizado con ellos [1].
Con razón, según Billerbeck [2], los judíos no experimentaban ninguna dificultad en aplicar a la ley, vivida con toda su riqueza simbólica y espiritual, la afirmación que aparece en el prólogo del evangelio de san Juan, referida al Logos: “En el comienzo existía la ley”. La doctrina del judaísmo rabínico quedaría expresada, con toda su fuerza y estima, en aquella frase del sermón de la montaña: “mientras duren el cielo y la tierra, no dejará de estar vigente ni una i ni una tilde de la ley sin que todo se cumpla” [3]. (Mt 5, 18). Aquí también, la lucha por sentirse liberados de ella destruiría, en este caso, la identidad religiosa del pueblo elegido.
Convertirse al cristianismo suponía renegar de una tradición sagrada en la que el judío había sido educado. Las diversas sectas rivalizaban en su adhesión más incondicional a la ley y no podían comprender que un verdadero israelita se atreviera a defender una doctrina tan contraria a esta observancia religiosa. La reacción del pueblo, frente a un movimiento que rompía su propia identidad histórica, resulta bastante comprensible. Y no resulta extraño que, desde entonces, la misma literatura rabínica no haga ninguna mención de Pablo o lo considere como un auténtico hereje y cismático [4]. No en vano, su pensamiento chocaba de frente contra uno de los puntos básicos en la teología de aquel tiempo.
2. “A fin de salvaguardar para vosotros la verdad del Evangelio” (Ga 2, 5)
A pesar de ello, podemos catalogar su postura de intransigente, pues se trataba de un punto donde no cabían concesiones de ningún tipo, ni benévolas tolerancias, si quería defender lo más específico de la experiencia cristiana. El cariño y la comprensión no debían disimular lo más mínimo un aspecto tan importante de la fe. El episodio de Antioquía revela esa actitud inquebrantable frente a la conducta más ambigua del mismo Pedro, que no tuvo el suficiente valor para enfrentarse a los partidarios de la circuncisión. No podía tolerar que algunos falsos hermanos, como intrusos, quisieran privar de esa libertad a los cristianos para esclavizarlos de nuevo con el yugo de la ley: “ni por un instante cedimos, sometiéndonos, a fin de salvaguardar para vosotros la verdad del Evangelio” (Ga 2, 5) [5]. Es una doctrina que siempre va a mantener con una coherencia absoluta.
Que la doctrina paulina sobre la libertad de la ley fue captada con todo su radicalismo se deduce de los intentos que, desde el comienzo, existieron por suavizar su pensamiento. No sólo hubo copistas bien intencionados que, por su cuenta y riesgo, quisieron limar las afirmaciones que juzgaron exageradas [6], sino que, hasta en épocas recientes, se han ofrecido interpretaciones que desvirtúan su auténtica originalidad y fuerza.
Para algunos, el término ley, haría referencia exclusiva a todo el conjunto de prescripciones, ritos y observancias, propias del Antiguo Testamento, que perdieron definitivamente su validez con la venida de Cristo. Un mundo de preceptos y normativas secundarias que fue eliminado por la superioridad y plenitud del evangelio. Su vigencia no tendría ya ningún sentido, en la nueva economía de la salvación.
La explicación resulta, a primera vista, coherente y comprensible, pero no hubiera levantado tanta oposición si el objetivo de esta libertad hubiera sido sólo la eliminación de unos cuantos preceptos, aunque alguno de ellos fuera tan estimado y tradicional como el de la circuncisión. Además, las afirmaciones del mismo san Pablo no permiten esta interpretación poco objetiva. Cuando les dice a los cristianos que “ya no estáis en régimen de ley” (Rm 6, 14) o que “os hicieron morir a la ley” (Rm 7, 4) no se refiere exclusivamente a la ley judía ya caducada, sino que lo aplica también, y de una manera explícita, a un precepto tomado del Decálogo, como el “no desearás”. Es decir, la maldición y esclavitud de la que Cristo nos ha liberado incluye cualquier tipo de ley, aun la más sagrada y obligatoria [7]
No es tanto su contenido de mayor o menor trascendencia, sino el significado general lo que plantea el problema. Numerosos pasajes demuestran que Pablo emplea el término nomos, con o sin artículo, para designar a la ley como tal, que se caracteriza por ser un mandamiento exterior al hombre (cf. Rm 3, 27.31; Rm 5, 20; Rm 13, 8, etc.). Sus expresiones demuestran que no hace ninguna distinción entre los preceptos intangibles, como el Decálogo, y las otras leyes y preceptos secundarios. La ley es un todo integral que revela la voluntad de Dios sobre los hombres, de la misma manera que para el judío piadoso tampoco cabían distinciones jurídicas entre mandatos más o menos importantes [8]. La observancia constituía siempre la única respuesta posible, pues por muy onerosa y pequeña que fuese, era un motivo de gozo responder con absoluta fidelidad al Dios de la alianza.
La ley para él era el símbolo de toda normativa ética impuesta desde fuera a la persona. El que vive en función de ella no ha penetrado todavía en la esfera de la fe ni se encuentra vivificado por la presencia del Espíritu. Su vida se mantiene todavía en una situación infantil, ya que “la ley fue nuestra niñera, hasta que llegase Cristo” (Ga 3, 23). Por eso el que permanece protegido por ella no será nunca un verdadero hijos de Dios, “porque hijos de Dios son todos y sólo aquellos que se dejan llevar por el Espíritu de Dios” (Rm 8, 14). Tal vez la traducción más exacta de su pensamiento, para comprender el choque que supuso contra la mentalidad de su época, sería afirmar hoy que el cristiano es un persona rescatada por Cristo de la esclavitud de la moral, un ser que vive sin la maldición de esta ley.
3. “Todo me está permitido… pero no todo aprovecha” (1Co 6, 12)
Y es que la aceptación de este mensaje no fue ni ha sido nunca fácil, pues la tentación de acudir a la ley para encontrar en ella la salvación y la seguridad de un guía certero ha sido demasiado frecuente en todos los tiempos. Si sus afirmaciones admitieran una interpretación reductora y suavizada, no habrían sido motivo de escándalo, ni provocado tanta crítica y discusión.
Ya sé que su pensamiento puede resultarnos aún demasiado desconcertante, y prestarse a múltiples equívocos y falsas interpretaciones. De hecho, el mismo san Pablo tuvo que luchar y corregir ciertas conclusiones equivocadas, que algunos pretendieron deducir de esta enseñanza. El “todo me está permitido” (1Co 6, 12) podía servir de justificación para comportamientos inaceptables, como si el sentirse liberado de la ley se convirtiera en un camino de inmoralidad, que justificara la gula y la lujuria. Y el desenfreno no es la meta de esta liberación, pues aunque “todo me esté permitido, pero yo no me dejaré dominar por nada” (ib.). Otros muchos, amantes y defensores de la ley, querían conservar, por el contrario, la fidelidad más absoluta a las tradiciones de sus mayores, y ya sabemos con qué energías se opuso a las prácticas judaizantes que empezaron a introducirse dentro, incluso, de las comunidades cristianas.
Entre estos extremismos radicales, no faltaban quienes confundían el mensaje de la libertad con un cambio sociológico, que los convirtiera en ciudadanos libres para escapar de su condición de siervos esclavizados (1Co 7, 21-24) [9], o se apoyaban en él para actuar sin ninguna discreción, olvidando el bien de los otros (1Co 8, 9). Pablo no era un iluminado ingenuo [10], que desconoce la situación del hombre pecador, ni tan realista y apegado a la condición humana que le impidiera abrirse a otros horizontes. La esencia de su pensamiento nos hará comprender cómo su enseñanza continúa siendo aplicable a nuestra situación actual.
4. “¡Habéis sido bien comprados!” (1Co 6, 20)
Sabemos que en la antigüedad existían grandes mercados de esclavos universalmente conocidos por el prestigio de su organización. Allí estaban los vendedores para ofrecer su mercancía y los que necesitaban de esclavos para ponerlos a su servicio, intentando cada uno obtener las mejores condiciones. Con la compra quedaban en propiedad exclusiva de quien sería en adelante su único dueño y señor. Sin embargo, no eran raros los casos de liberación por filantropía y recompensa. Al que había sido comprado se le entregaba después el título de hombre libre, que lo colocaba para el futuro en un nivel social diferente. Ya no sería nunca más esclavo y gozaría de los derechos y prerrogativas de los demás ciudadanos. Algunos, no obstante, como respuesta y agradecimiento a esta generosidad, permanecían voluntariamente al servicio del templo o de su señor, pero no ya como esclavos, sometidos a la fuerza, sino como personas jurídicamente libres que desean entregarse a esa tarea [11].
En este contexto, Cristo aparece también como el gran mecenas que, después de pagar el precio del rescate – “no os pertenecéis, ¡habéis sido bien comprados!”(1Co 6, 20)- nos libera del pecado, de la ley y de la muerte, y nos otorga la más absoluta libertad de cualquier esclavitud. Como signo de amor y agradecimiento, el cristiano se convierte, por su propia voluntad, en el esclavo del Señor. Una dinámica distinta -la que nace de su condición de ser libre- es la que orientará en adelante su conducta. Sirve a Dios porque quiere, porque está lleno de cariño y desea responder al que tanto le ha amado con anterioridad. De la misma manera que un individuo podía, mediante un contrato especial, enajenar su libertad en beneficio de un amo o patrono a quien se obliga a servir, el rescatado vive bajo la fuerza del Espíritu, sin que ninguna norma exterior le coaccione desde fuera, porque “el amor de Dios nos apremia” (2Co 5, 15). La conducta será ya una respuesta de cariño agradecido, pero conscientes de que todo lo esperamos de su gracia.
La libertad cristiana alcanza así su densidad más profunda. Vivir sin ley significa sólo que la filiación divina produce un dinamismo diferente, que orienta la conducta no con la normativa de la ley, sino por la exigencia de un amor que radicaliza todavía más el propio comportamiento. Para el cristiano, vivificado por el Espíritu e impulsado por la gracia interna, no existe ninguna norma exterior que le coaccione o impongan desde fuera y ante la que se sienta molesto. Colocar de nuevo a la ley en el centro de su interés significaría la vuelta a un estadio primitivo e infantil, pues “hemos quedado emancipados de la ley, muertos a aquello que nos tenía aprisionados, de modo que sirvamos según un espíritu nuevo y no según un código anticuado” (Rm 7, 6).
Esta doctrina no implica ningún desprecio o marginación de la ley dentro de la vida cristiana. No se necesita ser muy psicólogo para comprender la importancia de una normativa que regule las pulsiones humanas. El principio de la realidad, que determina y canaliza, es una exigencia para moderar nuestras pulsiones que intentan simplemente su satisfacción inmediata. No hay ninguna posibilidad educativa que no acepte la importancia de la norma, como un dique que evita la búsqueda prioritaria del placer y de la gratificación.
La ley tiene, además, un función importante para la regulación de la vida social. El ser humano no vive como un ser solitario en el desierto. Su conducta debe tener en cuenta los derechos y obligaciones de cada uno para que sean posibles la convivencia social y el respeto mutuo. Cualquier persona sensata aceptará con gusto esta función, aunque limite algunas de sus posibilidades. Una renuncia imprescindible que debe regular las relaciones en cualquier tipo de comunidad.
Como tampoco existe ninguna duda de que la ley, cuando encarna auténticos valores humanos, constituye para el creyente una manifestación también de la voluntad de Dios. No es extraño, por tanto, que este aprecio de la ley se haya mantenido en la espiritualidad cristiana. Si la moral nos enseña no solo a realizarnos como personas, sino a responder también a la voluntad de Dios, lo más importante para el creyente es descubrir esa llamada y hacerse dócil y obediente a esa invitación. La ley se mantenía de esa manera como la señal más universal y explícita de su querer, y el camino más corto para conocer sus designios sobre cada persona.
5. “Nadie será justificado ante Él por las obras de la ley” (Rm 3, 20)
Sin embargo, no es posible olvidar tampoco los peligros latentes de este plantea- miento legalista, ni los límites inevitables que contiene. El mismo san Pablo lo apunta en diferentes ocasiones, muy consciente de los peligros que encierra.
Si hay algo claro en toda la tradición bíblica, pero que él va subrayar, si cabe, con una fuerza mayor, es que la salvación y todos los dones que nos vienen de arriba son un regalo gratuito que nos viene de Dios. Él toma la iniciativa de ofrecernos su cercanía y amistad. Y para ello, la condición primera es tomar conciencia de nuestra incapacidad para conseguir su gracia y amistad. Ser cristiano supone la experiencia íntima de sentirse cogido por Dios, de que una fuerza, más allá de nuestras posibilidades, nos ha situado a un nivel radicalmente distinto, en el que los méritos personales no constituyen ningún derecho. La fe no es el apéndice final de lo humano, como una especie de premio a nuestro buen comportamiento, sino que supone la ruptura de todo esfuerzo personal. Jesús vino para darnos la gran noticia: el ofrecimiento hecho por Dios al ser humano para vivir en amistad con Él. La única condición es permanecer abiertos al don y a la gracia, aceptando nuestra incapacidad de merecerla [12].
El peligro de una moral legalista es que provoca el falso convencimiento de que una vida, cumplidora de todos los preceptos y exigencias, lleva inevitablemente al encuentro y a la amistad con Dios. Un deseo de la propia perfección, para ir alcanzando todas las virtudes, superar las incoherencias y debilidades de cualquier tipo, provoca en la conciencia una dosis de autosatisfacción, más o menos explícita, que la hace poco a poco insensible a la gracia, hasta olvidar su condición de pobreza e indigencia absoluta frente al don de Dios. Y una conciencia autosuficiente nunca llegará a sentir de verdad -o a lo más, sólo con la cabeza y con las puras ideas- la necesidad de una presencia salvadora.
De esta forma, el individuo perfecto se hace plenamente incompatible con Dios, pues sus propias virtudes tienen el peligro de convertirse en una barrera que lo separe del amor gratuito y misericordioso. Desde el fondo de su corazón brota, la mayoría de las veces de forma imperceptible, aquella oración farisaica que imposibilita la justificación auténtica y verdadera: “Dios mío, te doy gracias de no ser como los demás” (Lc 18, 11) [13]. El cristiano se vuelve así impermeable a la salvación y la moral se convierte en un obstáculo para la gracia.
El peligro de la conducta farisaica no nace directa y primariamente de la religión, sino que hunde sus raíces en nuestras experiencias infantiles más primitivas. Desde pequeños aprendimos que la obediencia y la buena conducta consiguen el premio deseado: el cariño de los padres, la estima de los que nos rodean, la alegría y tranquilidad de la propia conciencia. Estamos, por tanto, acostumbrados a recibir el premio del amor como fruto del buen comportamiento. La recompensa se merece con el esfuerzo y los méritos acumulados. Por eso el rechazo y la condena son también merecidos, cuando no se actúa de acuerdo con las normas exigidas. El bueno y obediente puede exigir lo que se merece, mientras que para el perverso e insumiso no queda otra alternativa que el justo castigo y la condena.
Es muy fácil que estas vivencias, en las que nos han educado y que integramos en nuestro psiquismo con toda naturalidad, se hagan presentes también en nuestras relaciones con Dios. Cuando por la obediencia a la ley y con el esfuerzo de las buenas obras se cree merecer el beneplácito de Dios y su amistad o, por el contrario, cuando se considera imposible, por la mala conducta, que Él nos ame sin méritos de nuestra parte, brota de inmediato el fariseísmo.
6. “Por gracia habéis sido salvados” (Ef 2, 5)
No sabemos con certeza quiénes eran estos personajes, pero algunos datos se deducen con claridad del evangelio. El fariseo, como su misma etimología expresa, se considera un separado, alguien muy diferente a los demás, que por su observancia fiel de la ley y de las tradiciones pertenecía a una especie de aristocracia espiritual, por encima de la vulgaridad y perversión de la masa [14]. Su piedad y obediencia atraía la cercanía y salvación de Dios, de la que no podían gozar los publicanos y gente de mal vivir.
Sin embargo, tanto la doctrina de Jesús como su praxis muestran una teología en manifiesta contradicción con estos esquemas de la cultura religiosa del judaísmo. Los doctores de la ley y los escribas eran los grandes defensores del sistema. Contra ellos van dirigidas las críticas más fuertes del Evangelio. Es comprensible, por tanto, que se sintieran desconcertados y condenaran como demonio y embaucador a una persona que se apartaba por completo de su espiritualidad y actuaba con otros criterios muy diferentes. Se acercaba a todos los pecadores para ofrecerles su perdón y amistad sin ningún requisito previo; comía y se dejaba tocar por ellos, hasta el punto que el cariño de Dios no aparece nunca como premio a la virtud. A los únicos que margina y abandona es precisamente a los fariseos, no porque se niegue a su encuentro, sino porque el mismo fariseo se cierra e incapacita a este don, desde el momento que lo considera como un merecimiento y no como una gracia.
La doctrina de Jesús está en plena coherencia con su práctica. La parábola del publicano y del fariseo (Lc 18, 9-14), la del hijo pródigo (Lc 15, 11-32), la de los jornaleros enviados a la viña (Mt 20, 1-16) -por citar sólo los textos más conocidos y simbólicos- denuncian siempre la misma actitud de fondo. Nos sigue pareciendo incomprensible que el bueno no alcance la justificación; nos indignamos de que se celebre una fiesta por el hijo que se ha gastado los bienes con malas mujeres y no haya habido ningún premio para el que siempre permaneció en su casa, dócil y obediente; y todavía consideramos como una injusticia que nos revela el hecho de pagar con el mismo salario a los que han trabajado sólo una hora que a los que cargaron con el peso del día y del bochorno [15]. Y es que en este campo las ecuaciones humanas no tienen nada que ver con las matemáticas de Dios.
Que la salvación se haya realizado por el pleno fracaso de Cristo será siempre un misterio incomprensible, pero cabría un intento de explicación humana por este camino. El Padre no es un sádico que se goce en el sufrimiento o desamparo de su Hijo, ni pretende reparar la ofensa del pecado con la sangre y el dolor de una víctima inocente [16], sino que ha querido simbolizar de forma impresionante y llamativa esta misma enseñanza: la salvación se realiza allí donde lo humano ha perdido toda su capacidad y autosuficiencia. Es la confesión más solemne de que no es el poder humano, del tipo que sea, el que salva y justifica, sino la gratuidad asombrosa de su amor.
La moral corre, pues, el peligro de ofrecer, como ideal de perfección, un esteticismo virtuoso, que deseamos alcanzar con un gasto enorme de energías. La meta se pone en superar cualquier deficiencia que impida ese objetivo, para sentirnos en el fondo satisfechos de cumplir con tal obligación, pero sin tener en cuenta que lo que vale es la plenitud de una entrega amorosa, a pesar y por encima de las propias limitaciones. Y es que a fuerza de ser buenos y de tener tantas virtudes, nace el riesgo de caer insensiblemente en un narcisismo farisaico.
La experiencia de Pablo, que necesita quitarse el dardo clavado en su carne, es la reacción humana frente a aquello que, por uno u otro motivo, se considera un obstáculo para el encuentro con Dios (Cfr. 2Co 12, 7-10) [17]. Su petición insistente no encuentra la respuesta deseada pero, en cambio, va a comprender en la oración una verdad que tampoco había asimilado: la fuerza de Dios pone su tienda en la debilidad e impotencia del ser humano. La reacción, entonces, se hace consecuente. Alegrarse en la propia incapacidad y limitaciones es la única forma de sentirse potente. “Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mi la fuerza de Cristo” (2Co 12, 9). El Espíritu nos da una visión muy distinta, que nos libera del apego a la misma perfección. Desde esta perspectiva, no creo exagerado afirmar que uno comienza a ser cristiano, a partir del momento en que abandona las ganas de ser perfecto, pues el empeño por alcanzar un esteticismo narcisista elimina por completo la experiencia de la gratuidad. Es una forma muy frecuente de crear una coraza que incapacita para recibir el don.
7. “Comprended cuál es la voluntad del Señor” (Ef 5, 17)
Es el objetivo principal del cristiano: quedar siempre abierto a la voluntad de Dios para escuchar y seguir con diligencia su llamada. Pero es un error lamentable creer que en la ley se puede encontrar la respuesta completa y adecuada. Sus exigencias afectan siempre a todos los miembros de una sociedad, aunque está incapacitada para descubrir al cristiano aquellas otras demandas mucho más personales. Existe, en efecto, una zona íntima y exclusiva de cada persona, donde las normas universales no tienen ni pueden tener cabida. Se trata de una esfera de la vida moral y religiosa que por, el hecho de no estar reglamentada, no queda tampoco bajo el dominio del capricho, ni de una libertad absoluta. Dios es el único que puede penetrar hasta el fondo de esa intimidad, cerrada a cualquier otro imperativo, para hacer sentir su llamada de manera personal, exclusiva e irrepetible.
Incluso el núcleo más íntimo de cada persona queda siempre sometido a su querer, pues sería absurdo e inadmisible que Él no pudiera dirigirse a cada uno nada más que como miembro de una comunidad, y no de una forma única y personalísima. La distinción clásica entre preceptos y consejos estaba imbuida de esta mentalidad [18]. Si los primeros eran obligatorios, estos últimos no constituían ninguna obligación, ya que no se imponen a todos los creyentes. Como si su palabra no tuviese la fuerza suficiente para obligar a un cristiano, cuando le sale al encuentro en cualquier circunstancia de la vida.
Es san Pablo, sobre todo, quien otorga al discernimiento una importancia decisiva en la vida ordinaria de cada cristiano. La expresión “lo que agrada al Señor”, tan constante y repetida en sus escritos, se encuentra siempre relacionada con este discernimiento personal. No se trata de ver cómo se aplica una norma a las situaciones particulares, o de interpretar su contenido en función de las circunstancias, sino de enfrentarse con el querer de Dios para descubrir lo que me exige de una forma muy particularizada, más allá de las obligaciones generales. De ahí el interés que reviste el término dokimasein en orden a conocer su voluntad, como el único camino válido y acertado.
No resulta extraño, por ello, que cuando se busca una caracterización en la fisonomía del adulto espiritual a diferencia de los rasgos específicos del niño, se nos dé precisamente este signo: “tienen las facultadas ejercitadas en el discernimiento del bien y del mal” (Hb 5, 14). Esto último sería suficiente para fijar, al menos en teoría, dónde se encuentra el ideal de la vida cristiana y superar ese miedo, más o menos latente, a que los cristianos caminen por ese sendero. Muchos creen todavía que la mejor manera de educar en la fe es mantenerlos en un estado de infantilismo espiritual permanente, arropados por la ley y la autoridad, sin ninguna capacidad de discernimiento. La afirmación bíblica es demasiado clara, cuando considera como niños a los que no tienen este juicio moral (Cf. Hb 5, 13).
8. “Que vuestro amor siga creciendo… en discernimiento” (Ef 1, 9)
El único peligro que existe es caer en un subjetivismo engañoso para acomodar la voluntad de Dios a la nuestra y guiar la conducta en función de nuestros propios intereses. El sujeto que discierne no es un absoluto incondicionado, sino que se encuentra ya con una serie de influencias, que escapan de ordinario a su voluntad. Nunca se sitúa de una forma neutra ante sus decisiones, pues ya está afectado por una serie de factores diversos que dificultad una decisión objetiva. Sin embargo, siempre que se habla de discernir, los textos paulinos manifiestan la urgencia y necesidad de una transformación profunda en el interior de la persona. La inteligencia y el corazón, como las facultades más específicas del ser humano, requieren un cambio radical, que las coloca en un nivel diferente al anterior y les posibilita un conocimiento y una sensibilidad que han dejado de ser simplemente humanas. Se trata ahora de conocer y amar, de alguna manera, con los ojos y el corazón de Dios [19].
Por eso, su oración por los filipenses tiene un objetivo muy concreto: “que vuestro amor crezca más y más”, pues la consecuencia de esa cariño será un crecimiento posterior en el conocimiento y sensibilidad necesaria “para que podáis aquilatar lo mejor” (Flp 1, 9-11). El amor ejerce una función iluminante sobre la inteligencia (epígnosis) que posibilita un conocimiento más pleno y profundo y, al mismo tiempo, un afinamiento exquisito de la percepción espiritual (aiscesis), en el sentido moral práctico. El judío intentaba acertar con lo mejor, valiéndose de la ley como norma orientadora, pero ese camino era falso y engañoso. El apoyo que en ella buscaba sólo le sirvió para convertirse en “guía de ciegos, luz de los que andan en tinieblas, educador de ignorantes, maestro de niños, porque posees en la ley la expresión misma de la ciencia y de la verdad” (Rm 2,19-20). El cristiano utiliza otra metodología en la búsqueda del bien, cuando se siente renovado por dentro y el amor sustituye al antiguo régimen legal.
Esto significa que el discernimiento tiene que ver muy poco con la democracia. Ésta será la forma menos mala de gobernar una sociedad, pero la presencia del Espíritu, su invitación y su palabra no se detecta siempre allí donde vota la mitad más uno. Como tampoco está presente en los responsables de la Iglesia por el simple hecho de estar constituidos en autoridad, ni en los hombres de ciencia por mucha teología que dominen. Cuando se trata de discernir son otras las categorías que entran en juego. A Dios lo captan fundamentalmente los que se encuentran comprometidos e identifica- dos con Él, los que han asimilado con plenitud los valores y las perspectivas evangélicas.
9. “La ley ha sido vuestro pedagogo” (Ga 3, 24)
Si todo lo que hemos dicho es cierto, la moral, como conjunto de normas y leyes, debería representar para los cristianos un papel bastante más secundario y accidental de lo que ha significado para muchos. San Pablo utiliza una metáfora que todavía conserva una riqueza y expresividad extraordinaria. La ley ha ejercido la función de pedagogo, como un maestro que orienta y facilita la educación de las personas, hasta la llegada de Cristo (Ga 3, 24). Ella nos abrió la senda que nos conduce hacia el Salvador, por un mecanismo del que todos hemos sido conscientes.
La única condición para recibir la gracia, como hemos dicho antes, es experimentar la urgencia de sentirse salvado por una fuerza trascendente. En la medida en que la persona capta su pobreza, indigencia e incapacidad, buscará fuera la salvación que ella no puede conseguir. Ahora bien, “la ley no da sino el conocimiento del pecado” (Rm 3, 20). Al confrontarnos con ella, aunque su cumplimiento no justifique, se comprende el margen de impotencia y limitación que cada uno descubre en su interior y que no puede superar por sí mismo, pues “aunque quiera hacer el bien es el mal el que se presenta” (Rm 7, 21). Esta dolorosa sensación que la moral nos revela despierta un grito de esperanza: “¿Quién me librará de este ser mío, instrumento de muerte? Pero ¡cuántas gracias le doy a Dios por Jesucristo nuestro Señor!”, quien “lo que resultaba imposible a la Ley... lo ha hecho” (Rm 7, 24 y Rm 8, 3). A través del fracaso, experimentado por la inobservancia de la ley, se ha descubierto la necesidad de un Salvador. Se reconoce la propia indigencia que nos abre a la posibilidad de una gracia.
El régimen legal, que debería ser sólo una etapa pasajera e introductoria, no debe convertirse en algo absoluto y definitivo. Si en lugar de preparar al cristiano para una libertad adulta y responsable se prefiere seguir manteniéndolo en un estado infantil
-con la ley, como una niñera que no se aparte de su lado-, la crítica que aparece en la carta a los hebreos tendrá en nuestro ambiente una perfecta aplicación: “Cierto, con el tiempo que lleváis, deberíais ya ser maestros y, en cambio, necesitáis que os enseñe de nuevo los rudimentos de los primeros oráculos de Dios; habéis vuelto a necesitar leche, en vez de alimento sólido; y claro, los que toman leche están faltos de juicio moral, porque son niños” (Hb 5, 13).
Incluso para los justos, la moral puede servir como termómetro para medir el grado de nuestra vivificación interior. La afirmación de Pablo no deja lugar a dudas: “Si sois guiados por el Espíritu, no estáis bajo la ley” (Ga 5, 18). Es decir, cuando existe una tensión interna, espiritual y dinámica no se requiere ninguna reglamentación. Desde dentro surge, como una necesidad espontánea, la inclinación a realizar lo que es bueno y está mandado. El precepto nace como una llamada externa para recordar lo que ya se está olvidando en el interior En este sentido puede afirmarse con toda propiedad que ninguna ley o código ético “ha sido instituida para la gente honrada; está para los criminales e insubordinados, para los impíos y pecadores... y para todos los demás que se opongan a la sana enseñanza del Evangelio” (1Tm 1, 9-11).
El día que la exigencia interior decaiga en el justo, la ley vendrá a recordarle que ya no se siente animado por el Espíritu. Desde fuera oirá la misma invitación, pero que ya no resuena por dentro. Es más, cuando la coacción externa de la ley se experimente con demasiada fuerza, cuando resulte excesivamente doloroso su cumplimiento, será un síntoma claro de que nuestra tensión pneumática ha sufrido un descenso progresivo. Si la ley se vivencia como una carga molesta, como una forma de esclavitud, habría que tener una cierta nostalgia, pues “donde hay Espíritu del Señor, hay libertad” (2Co 3, 18). La moral, de esta forma, no sólo nos ayuda a sentirnos salvados por Cristo, sino que descubre a cada uno la altura de su nivel espiritual.
Finalmente tampoco se debe olvidar que nuestra libertad, como nuestra salvación, se mantiene en un estado imperfecto, sin haber alcanzado la plenitud, pues sólo tenemos la primicia (cf. Rm 8, 23) y la garantía (cf. 2Co 1, 22) de la liberación definitiva. En este estado, la norma objetiva ayudará a discernir sin equívocos posibles las obras de la carne y los frutos del Espíritu, a no confundir las inclinaciones y apetencias humanas con la llamada de Dios. El que peregrina todavía por el mundo está todavía sujeto a sus engaños y mentiras, y su libertad, por ello, es demasiado frágil e imperfecta. Tener delante unas pautas de orientación con las que poder confrontar la conducta es un recurso prudente y necesario. En aquellas ocasiones, sobre todo cuando la complejidad del problema y la falta de conocimiento impiden una valoración más personal, las normas iluminan, dentro de sus posibilidades, el camino más conveniente. Pero nunca deberían ocupar el puesto de privilegio que tantas veces se les ha otorgado.
Caminar hacia esta libertad y discernimiento, donde le papel de la ley y de la moral tiene que ser más secundario de lo que todavía se estila en la vida cristiana, es una larga tarea a proseguir que aún nos queda por delante. Para lo que no quieran avanzar por este camino, san Pablo les recuerda lo que manifestaba a los gálatas, que no querían vivir como hijos de Dios, sino sometidos a la ley de la que Jesús los había liberado: “Queréis ser sus esclavos otra vez como antes” (Ga 4, 10)
Eduardo López Azpitarte, dialnet.unirioja.es/
Notas:
1 Sobre el sentido profundamente religioso de la ley, puede verse: J. L’Hour, La morale de l’alliance, Ga- balda, Paris 1960; G. Siegwalt, La loi, chemin du salut. Études sur la signification de la loi de l’ancien Testament, Delachaux, Neuchatel 1971; J. Goldstain, Les valeurs de la loi. La Thora, lumière sur la route, Beauchesne, Paris 1980; J. Hervada, “La ley del pueblo de Dios como ley para la libertad”, en Aa.Vv., Dimensiones jurídicas del factor religioso, Universidad, Murcia 1987, 225-238; D. Noquet: “Les ‘dix paroles’ patrimoine universal. Réflexion sur le décalogue dans l’Ancien Testament”: mélanges des Sciences religieuses 60 (2003) 21-33; F. Ramis Darder, “La ley mosaica: norma de comportamiento ético”: Biblia y Fe, 29 (2003) 5-37.
2 L. Strack - P. Billerbeck, Das Evangelium nach markus, Lukas und Johannes und die apostelgeschite,
C.H. Becksche, München 1924 II, 353.
3 Cf. W.D. Davies: El sermón de la montaña, Cristiandad, Madrid 1975, 49-83.
4 Sobre la condena rabínica de san Pablo, cf. diferentes textos y bibliografía en J. M. Arróniz, “Ley y libertad cristiana en san Pablo”: Lumen 33 (1984) 385-411. De la misma manera que tampoco fue bien visto por su oposición a otras autoridades, cf. D. Álvarez Cineira, “Pablo, el antisistema”: Estudios agustinianos 42 (2007) 293-334.
5 Cf. J. Nuñez regodón, El evangelio en antioquía: Gál 2,5-21, entre el incidente antioqueno y la crisis gálata, Universidad Pontificia, Salamanca 2002. A. Casalegno, “A açâo do Espirito Santo na Assembléia de Jerusalem (At 15)”: Perspectiva Teologica 37 (2005) 367-380.
6 S, Lyonnet, Libertad cristiana y ley nueva, Sígueme, Salamanca 1967, 87-91. Aquí resume la oposición abierta o latente que encontró, entre muchos, su evangelio de la libertad. Como poco después afirma (p. 94): “muy pronto copistas bien intencionados intentaron mitigar” algunas de sus afirmaciones que resultaron escandalosas.
7 Así lo explican S. Lyonnet, o. c. (n. 5), 96-104, en contra de algunos exegetas. Lo mismo F. Pastor, La libertad en la carta a los Gálatas, Madrid 1977, en diferentes pasajes de su estudio: “Ha quedado apuntado en varias ocasiones que las fórmulas paulinas sobre la libertad de la ley tienen un tono absoluto y general, que parece desbordar el caso concreto que está tratando”, 231. También H. Schlier, La carta a los gálatas, Sígueme, Salamanca 1975, en su excurso sobre la problemática de la ley en Pablo, 204-218; F. Marín, “Evangelio de la libertad”: Estudios Eclesiásticos 54 (1979) 19-42; J.Comblin, La libertad cristiana, Santander 1979, 38-55. Para los diversos matices en la interpretación, St. Grabska, La liberté chrétienne selon quelques théologiens catholiques contemporains, Louvain 1973.
8 M. D. Hooker, “Christ: The ‘End’ of the ‘Law’” en Neotestamentica et Philonica, Brill, Leiden 2003, 126-146; A. Pitta, “Un conflitto in atto: La legge nella lettera ai Romani”: rivista Biblica 49 (2001) 257-282; St. Romanello, “Cristo’fine’ della Legge” en Aa.Vv., Le Scritture d’israel e la loro normativa secondo il Nuovo Testamento, Glossa, Milano 2006, 91-120; St. Romanello, “Paolo e la legge. Prelogomeni a una riflessione organica”: rivista Biblica 56 (2006) 321-356.
9 La opinión de los comentaristas sobre si san Pablo invita aquí a una nueva libertad espiritual o admite también una liberación civil del estado de esclavitud no es unánime. El texto parece ambiguo y la mayoría se inclinan por el primer sentido. Cf. E. Walter, Primera carta a los corintios, Barcelona 1971, 123-128; O. Kun, Carta a los corintios, Barcelona 1976, 228-230; W. Schrage, Ética del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1987, 285-289. Esta mística de la libertad aparece también con un sentido político en el fanatismo de los zelotes. Cf. J. Leipoldt-W. Grundwann, El mundo del Nuevo Testamento, Madrid 1973, 299-304; J. L. Espinel, “Jesús y los movimientos políticos y sociales de su tiempo. Estado actual de la cuestión”: Ciencia Tomista 113 (1986), 251-284. G. Jossa, i grupi giudaici ai tempi di Gesú, Brescia 2001.
10 M. Gillet, “Vivre sans loi?”: Lumière et Vie, n1 192 (1989), 5-14, cree que la carta a los gálatas, desde un punto de vista psicoanalítico, está marcada con un signo de regresión, como el adolescente que busca su absoluta independencia -la compara al mayo del 68-, ya que la ley del padre es necesaria para el proceso y maduración evolutiva. Me parece una lectura demasiado superficial, pues no tiene en cuenta la ley del amor que radicaliza aún más el principio de realidad.
11 Ver el interesante apéndice sobre “Emancipación jurídica y libertad de gracia”, en C. Spicq, Teología moral del Nuevo Testamento, Pamplona 1973, t. II, 997-942.
12 Es la lucha constante de san Pablo contra los judíos, que buscaban en las obras, en el cumplimiento de la ley, el camino de la salvación. Su carta a los Romanos constituye una denuncia impresionante contra esta tentativa. O. Kurs, Comentario de ratisbona al Nuevo Testamento, Barcelona 1976, VI, 21-176; S. Lyonnet Études sur l’epître aux romains, Roma 1989, especialmente 107-177; S. Grindheim, The Crux of Election: Paul’s Critique of the Jewish Confidence in the Election of israel, Tübingan 2005.
13 Cf. las descripciones sobre el fariseo de D. Von Hildebrand, moral auténtica y sus falsificaciones, Madrid 1960, 31-62. D. Bonhöffer, Ética, Barcelona 1968, 16-26. Una visión más comprensiva en M. Pellentier, Les Pharisiens. Histoire d’un parti meconnu, Paris 1990. E. de Miranda- J. M. Schorr Malca, Farisei nostri maestri. un pregiudicio da superare, Milano 2003.
14 M. A. Fuentes, “Actualidad del fariseísmo como problema moral”: Gladius, n1 15 1989), 29-44.
15 J. Pohier, “¿Predicar en la montaña o cenar con meretrices?”: Concilium, n1 130 (1977), 493-503; J.A. García, “Así es Dios, tan bueno. Parábola al fariseo que habita en nuestro corazón”: Sal Terrae 78 (1990), 133- 147; S. G. Arzubialde, Theologia spiritualis. El camino espiritual del seguimiento a Jesús, Madrid 1989, vol. I, 65-82; A. Aparicio, “¡Sed perfectos!”: Vida religiosa 82 (1997) 174-183; T. Cabestrero, El Dios de los imperfectos. reciclar nuestras vidas en la novedad de Jesús, Madrid 2003.
16 Cf. el interesante libro de F. Varone, El Dios “sádico”. ¿ama Dios el sufrimiento? Santander 1988.
17 E. Fuchs, “La faiblesse, gloire de l’apostolat selon Paul. (Études sur 2Co 10-13)”: Études Théologiques et religieuses, 55 (1980), 231-253; A. Xavier, “Fuerza de la flaqueza. Pastoral de san Pablo en Corinto”: Selecciones de Teología, 25 (1986), 155-159; A. Mieth, “ ‘Ethos’ del fracaso y de la vuelta a empezar. Una perspectiva teológica olvidada”: Concilium, nº 231 (1990), 243-259; A. Cordovilla Pérez, “El poder de Dios desde la debilidad”: Sal Terrae 95 (2007) 609-623.
18 Sobre el pasaje del joven rico muchos se apoyaban para hacer esta distinción. Puede verse una interpretación actualizada en G. Leal Salazar, El seguimiento de Jesús, según la tradición del rico. Estudio redaccional y diacrónico de Mc 10, 17-31, Estella 1996.
19 Me remito, entre lo mucho que se ha publicado, al amplio estudio de M. Ruiz Jurado, El discernimiento espiritual. Teología. Historia. Práctica, Madrid 2005.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
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¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
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