La creación: dos relatos antievolucionistas científicamente incorrectos
La Creación es descrita en el Génesis 1 y 2. Este libro, expone la Cosmología, la Geología y la Paleontología bíblicas y señala, a través del relato sobre el Paraíso y el supuesto «pecado original», una Geografía bíblica claramente situada en Mesopotamia, no en Palestina (Gn 2, 14).
Los expertos bíblicos han mostrado la coexistencia en este texto de dos fuentes diferentes (Friedman, 1987). La primera, la J, aparece en Gn 2, 4b-25; la segunda, la P o S, va de Gn 1, 1-Gn 2, 3. La Mitología comparada ha mostrado claras influencias de relatos egipcios y mesopotámicos anteriores (Greenberg, 2000). Por ejemplo, el error de que las plantas sean creadas el tercer día (Gn 1, 11-12), antes de que fuera creado el Sol, fruto del cuarto día, Gn 1, 16, (con lo cual hubieran carecido de energía para realizar la fotosíntesis, condición necesaria de su existencia), viene probablemente del egipcio Libro de la Muerte.
El relato de la fuente PÓS tiene evidentes paralelismos con el Enuma Elish mesopotámico, que data de ca. 2000 a.C. (Heidel, 1951).
Hay otros errores obvios desde el mero sentido común. Así, tras ser creadas la luz y las tinieblas (Gn 1, 4), se dice en Gn 1, 5: «A la luz llamó día, y a las tinieblas noche: y así de la tarde aquella y de la mañana siguiente, resultó el primer día». Como todos sabemos, es el Sol en su movimiento aparente alrededor de la Tierra el que da origen al día y la noche, la mañana y la tarde, en nuestro planeta; cuando el Sol se ha puesto, lo que hay es noche. Pero el Sol no es creado sino en el cuarto día (Gn 2, 16). Podría pensarse que en realidad el texto se estuviera refiriendo a otro tipo de día, no al solar o natural, pero los elementos definitorios son diferentes, tanto del día astronómico (tiempo comprendido entre dos pasos consecutivos del Sol por el meridiano superior), como del día sidéreo (tiempo siempre igual que tarda la Tierra en dar una vuelta entera alrededor de su eje polar; 3'56'' más corto que el solar medio).
Por otra parte, de acuerdo con la teoría cosmológica del Big Bang, la Gran Explosión, muy al comienzo del mundo solo había luz que llenaba todo el espacio-tiempo creado por la probable fluctuación cuántica que dio origen a la Gran Explosión inicial (Díaz Pazos, 2003). En Gn 1, 2, puede leerse: «La tierra, empero, estaba informe y vacía, y las tinieblas cubrían la superficie del abismo: y el Espíritu de Yahvé se movía sobre las aguas». Pero según la Cosmología moderna la Tierra se formó por acreción gravitacional de cuerpos menores, primero polvo cósmico, después planetesimales, tras la formación del Sol —y no antes y al principio como dice el Génesis, base del erróneo geocentrismo bíblico—, siendo entonces caliente y con una corteza llena de violentas erupciones volcánicas (Anguita, 1988), y por tanto con menos tinieblas que hoy. Por otra parte, el agua, al contrario de lo afirmado, no existía en estado líquido, sino vaporizada.
En Gn 1, 7, se dice: «E hizo Yahvé el firmamento, y separó las aguas que estaban debajo del firmamento, de aquellas que estaban sobre el firmamento». Aquí está la errónea explicación bíblica de la lluvia, que origina p.e. el Diluvio («se abrieron las cataratas del cielo» (Gn 7, 11): la caída del agua que está sobre la bóveda celeste, más allá de las estrellas, y no en las nubes como es en realidad; para los hebreos el mundo estaba rodeado de agua (Ibarreta, 1987).
En Gn 1, 11 puede leerse en el tercer día: «Produzca la tierra yerba verde», y en Gn 1, 21, para el quinto día: «Crió, pues, Yahvé, los grandes peces, y todos los animales que viven y se mueven». En realidad, como muestra la Paleontología, las plantas terrestres surgieron al final del Silúrico, hace unos 420 millones de años, y las primeras praderas de herbáceas no surgieron hasta el Oligoceno (de –40 a –25 millones de años), apareciendo las gramíneas, base de las grandes praderas, en el Mioceno (–25 a –11 millones de años), mucho después, por tanto, que los peces, ya existentes desde fines del Cámbrico, hace unos 520 millones de años, y no antes como afirma el Génesis.
En Gn 1, 25 se dice en el sexto día, aunque refiriéndose al anterior: «Hizo, pues, Yahvé, las bestias silvestres de la tierra según sus especies». Por tanto, cada especie viva fue creada como tal. Esta es la base justificativa de las pasadas y actuales corrientes creacionistas, completamente anticientíficas de acuerdo con de lo que han mostrado exhaustivamente la Paleontología y el evolucionismo.
El relato, caracterizado por la sucesiva intervención divina para crear cada realidad importante, en la línea providencialista de un Dios personal, antropomórfico, que vela e interviene continuamente en la marcha del mundo, está en las antípodas de lo que la Ciencia nos transmite de proceso unitario, universal, autosostenido y necesario, en términos probabilistas, de la materia-energía tras la fluctuación cuántica del vacío que probablemente generó nuestro Universo y el espacio-tiempo (Díaz Pazos, 2003). Un proceso autosostenido que se mueve por su propia dinámica, configurando progresivamente en el tiempo las sucesivas realidades emergentes, primero los procesos geológicos y después la vida, que evoluciona en adelante a través de la mutación aleatoria del material genético y la selección natural por el ambiente, generando la enorme biodiversidad existente. Proceso, por otra parte, inacabado, en contra de lo que dice el relato, ya que la evolución prosigue bajo nuestros ojos (Ayala, 1994), y, por tanto, no se ha cerrado con el descanso bíblico del séptimo día.
Debe señalarse que en el mundo de hace pocos siglos, carente de una concepción como la actual sobre la enorme amplitud de la historia del Universo, con una edad mayor de 13.000 millones de años, mundo agrario en el que no poca gente ni tan siquiera a fines del XIX en España conocía con exactitud su propia edad (de Miguel, 1998), la explicación bíblica era relativamente verosímil para el sentido común de la época, mientras que la evolucionista, aún no estaba ni formulada, al igual que lo era el supuesto movimiento del Sol en torno a la Tierra, conforme con los datos inmediatos observados. Ciencia y sentido común no son siempre equivalentes (Hempel, 1966). No debe sorprender, por tanto, el crédito que mucha gente, en un mundo agrario y analfabeto (en España p.e. casi los dos tercios de la población eran analfabetos en 1900), concedía a las tesis bíblicas, arropadas además por la enorme organización eclesial que llegaba al último pueblo. Por eso fue tan importante el concepto del tiempo geológico y tan ardua la lucha que tuvieron que librar los primeros geólogos en medio de la incomprensión y el rechazo.
Eclosionada la visión científica, el reconocimiento progresivo de estos errores e inconsistencias bíblicas con la Ciencia, obligó a un número progresivo de teólogos a abandonar a lo largo del XIX una interpretación literal de los textos bíblicos en los aspectos verificables empíricamente —históricos y científico-naturales— para evitar el choque con la Ciencia positiva. Al principio, algunos trataron de mostrar que había coincidencia entre los relatos bíblicos y los nuevos hallazgos de la Ciencia, p.e. entre los días de la Creación y las eras geológicas; después, simplemente se abandonó en la mayor parte de los casos —especialmente entre los católicos—, cualquier intento de conciliación entre razón científica y creencia bíblica, cada vez más divergentes allí donde coincidían. Se instauró así progresivamente un pensamiento esquizofrénico para muchos expertos cristianos que renunciaron a dar el salto de la credulidad que suele caracterizar la creencia a la racionalidad científica: una lógica para hacer ciencia, basada en la realidad, otra para las bases históricas y científicas de su creencia, dirigidas progresivamente hacia un terreno irreal, hacia una fe progresivamente desencarnada de lo real, sustancial por tratarse de unas religiones reveladas.
Esta disonancia razón y fe en lo empíricamente verificable —p.e. un supuesto hecho histórico o una tesis contrastable, como la del origen de la yerba antes que los peces—, allí donde la fe debe plegarse a la razón científica, fue verificándose también en aspectos doctrinales, que nunca pueden violar el Principio de Contradicción, algo muy frecuente en la Biblia. Así, p.e., Yavhé, iracundo porque en la supuesta toma de Jericó alguien no ha respetado la parte divina en el saqueo, el oro y la plata, dice a Josué «no estaré más con vosotros hasta que extermineis al reo de esta maldad» (Jos 7, 12); en consecuencia, el autor del hecho, Acán, es lapidado. En Éxodo (Ex 20, 13), Yavhé, al promulgar el Decálogo, había ordenado «No matarás» ...lo cual no impidió inmediatamente a continuación la matanza de los idólatras que habían vuelto al becerro de oro: «Esto dice el Señor Dios de Israel: Ponga cada cual la espada a su lado (...) y cada uno mate aunque sea al hermano, y al amigo, y al vecino. Ejecutaron los levitas la orden de Moisés y perecieron en aquel día como unos veinte y tres mil hombres. Y Moisés les dijo: Hoy habeis consagrado vuestras manos al Señor, matando cada uno con santo celo aun al propio hijo y al hermano, por lo que sereis benditos» (Ex 32, 27-29). Sin duda un ejemplo de coherencia doctrinal que debería dejar algo perplejo al creyente, al que se ordena primero no matar —por una deidad que previamente ha exterminado a todo el género humano, creado por él, en el Diluvio—, para a continuación exigirle que mate al hijo y al hermano. ¿Cabe de esto, tan frecuente en la Biblia, alguna interpretación al margen de la mera literalidad, que presenta una deidad que hace lo contrario de lo que manda? ¿A qué atenerse? ¿Se debe matar o no se debe matar?
El problema del abandono de la interpretación literal que tenga en cuenta los géneros literarios empleados en busca de la verdad doctrinal, difícilmente evitable por lo claro de los versículos y textos bíblicos en numerosos casos, es el de como encontrar en la exégesis [3] un sentido alternativo claro y unívoco a los textos, una clave interpretativa, una hermenéutica [4] que conserve el carácter divino de la obra, con la que todos —de católicos a baptistas o ateos—, aplicando el pensamiento lógico basado en el Principio de Contradicción, puedan estar de acuerdo. Antes de que se cuestionara la interpretación literal no se había encontrado dicha hermenéutica admisible por todos para lo doctrinal, como prueban los múltiples cismas a lo largo de la historia cristiana, basados generalmente en la propia ambigüedad de los textos, cuando no en la contradicción de unos con otros y aun dentro del mismo texto, fruto inevitable de su génesis oral y múltiple, en autores y tiempos. Tampoco se ha encontrado después a pesar de que Friedrich Schleiermacher (1768-1834) creara realmente la Hermenéutica para aplicarla a los estudios bíblicos en su obra publicada en 1838, prueba de lo confuso y contradictorio del mensaje, como muestra la multiplicidad de escuelas con tesis a menudo contradictorias y que el propio autor, protestante, acabara defendiendo una concepción básicamente subjetiva de la religión. Así que, en el campo doctrinal, el problema debe ser difícilmente soluble ya que la palabra pronunciada a través de los hagiógrafos es, objetivamente, contradictoria y confusa.
Tomemos p.e., para ver lo arduo de la tarea —solo en los temas que tocan con la Ciencia—, la aparición de los sucesivos seres vivos. En Gn 1, 25, como vimos, se indica claramente que cada especie fue hecha separadamente, idea que es remachada por las sucesivas creaciones de los diferentes seres a lo largo de la semana de la Creación; también por la creación ad hoc del hombre (Gn 1, 26-27), y después, como si se tratara de una subespecie, de la mujer (Gn 2, 21), como «ayuda y compañía» para el varón (Gn 2, 18), a cuya costilla debería su existencia (Gn 2, 22) y al relato bíblico una justificación divina de su papel subsidiario respecto al varón, de segundo sexo como diría Simone de Beauvoir. Una tesis que implica un completo desconocimiento de los inspirados autores bíblicos acerca del mecanismo genético-celular de la reproducción sexual, común para los dos géneros. La interpretación literal de este relato ha sido tan consustancial a la Iglesia católica, que p.e., Jerónimo de Barrionuevo (1587-1671), refiere en sus «avisos», cartas dirigidas al deán de Zaragoza entre 1654 y 1658, como «Entre los agustinos y trinitarios ha habido en Salamanca grandes debates, llegando a las manos (...) a bofetadas y coces en los actos públicos, sobre si quedó Adán imperfecto quitándole Dios la costilla, y si fue solo carne con lo que le llenó el hueco». Lo que sabemos de la evolución, no solo rompe la separación bíblica entre los seres vivos, que llega aquí al extremo de creaciones separadas de hombre y mujer, ya que todos estamos unidos y emparentados por el mismo material y procesos genéticos (Ayala, 1994), sino que elimina cualquier parecido con el relato bíblico en cuanto a su forma de aparición, en general gradual como sucede en el caso humano con los sucesivos homínidos. Es obvio que, en lo científico, la literalidad, difícilmente evitable o superable en lo doctrinal, llevaría a considerar a Yavhé como un perfecto ignorante si se mantiene el carácter de texto inspirado.
¿Qué bases racionales admisibles por todos pueden soportar, a partir de lo expuesto en el relato, p.e. la transmutación del texto bíblico inequívocamente creacionista y providencialista en la evolución biológica transformista y no finalista, antiprovidencialista, que la Ciencia ha probado ampliamente (Vid. p.e. Arsuga, 2001) y la Iglesia católica ha admitido recientemente en forma no científica —dirigida y finalista— próxima al evolucionismo teísta, ortogenético [5], del jesuita Teilhard de Chardin? Simplemente ninguna conservando el texto. Pero, ¿qué quitar y qué conservar de él y por qué hacerlo? Ni tan siquiera dejándolo reducido a una generalización del tipo «En el principio creó Yahvé el mundo» —similar a Gn 1, 1—, llegaría a ser compatible con la Ciencia, ya que la fluctuación cuántica del vacío, siendo una propiedad intrínseca de la nada, deja sin lugar a un acto de creación. Pero entonces ¿por qué el empeño de los autores bíblicos, inspirados para los creyentes, en describir con afán de veracidad y verosimilitud y de forma relativamente minuciosa el proceso y la constante intervención de Yahvé como motor de cada cambio importante? ¿Por qué la insistencia en considerar obra divina un texto contradictorio y frecuentemente erróneo en lo científico? ¿Por qué el reiterado afán de la Iglesia católica, supuestamente guiada por Dios, siglo tras siglo, en perseguir a los científicos que cuestionaban el texto? Resulta de interés la reflexión del reverendo Michael Jackson sobre el tema de la Evolución, cuyos logros explicativos alaba, acerca de una posible «vía intermedia» entre el creacionismo literalista y el neodarwinismo, una «evolución guiada» por el Espíritu Santo que recuerda a las tesis teilhardianas y católicas; sin embargo, acaba concluyendo que sus ideas «no pueden ser probadas», lo que vuelve a situar en definitiva el problema fuera de los cauces racionales, en el terreno de la evolución teísta, de la fe (Jackson, 2003). Fabris (1983), ha mostrado las enormes divergencias sobre la posible realidad histórica de Jesús que la investigación de diferentes escuelas ha producido tratando de profundizar en los Evangelios más allá de lo literal.
En realidad, la raíz principal de la interpretación no literal para los aspectos científicamente verificables, parece descansar en la demostración científica de los errores del texto, y por ello eclosiona en los últimos ciento cincuenta años; durante los mil ochocientos años anteriores, la interpretación literal no era cuestionada. No parece casual que la Hermenéutica aparezca formalmente en 1838 tras la publicación en 1774-78 de fragmentos de la investigación sobre el Jesús histórico de Herman S. Reimarus (1694-1768), profundamente demoledora de la imagen tradicional al mostrar el trasfondo político antirromano del cristianismo original, que explica no pocas contradicciones de los Evangelios. Tampoco es casual la condena formulada por Pío IX de la Ciencia positiva, el racionalismo y las Sociedades Bíblicas en su carta-encíclica Syllabus errorum de 1864 (en 1859 se había publicado el Origen de las especies), así como el establecimiento en 1870 del dogma de la infalibilidad papal. Una reacción a la incapacidad de argumentar racionalmente contra los descubrimientos científicos consistente en imponer, entre los católicos, el argumento de la fe desde la autoridad absoluta. Un curioso mecanismo de toma de decisiones en una organización que lleva el nombre griego de «ecclesia», asamblea, una reunión donde las decisiones se toman colectivamente, como se hacía en la Iglesia primitiva.
Ahora bien, si hubiera resultado que el texto era literaria y científicamente correcto, ¿Hubiera surgido la interpretación no literal? ¿Se hubieran condenado la Ciencia o las Sociedades Bíblicas? ¿O, más bien, no hubiéramos asistido a una exaltación apologética del carácter divino del texto, justamente porque era científicamente correcto, y se habría defendido lo correcto de la interpretación literal? Probablemente, esto último es lo que hubiera sucedido a la luz de la utilización que se hace y se ha hecho de cualquier descubrimiento arqueológico concordante con el relato bíblico por adjetivo que fuera a la componente doctrinal para proclamar que «la Biblia tiene razón», el último, en el verano de 2003, el descubrimiento del túnel bajo Jerusalén. Esto, pone de relieve como la razón última de la interpretación no literal para lo verificable científicamente —desde la óptica cristiana— descansa en una premisa implícita no científica, la de que la interpretación no literal es necesaria porque siendo el texto de inspiración divina, lo contrario llevaría a cuestionar esa inspiración al romper la omnisciencia divina. Parece, pues, dudoso, que la interpretación no literal descanse de forma suficiente sobre hipótesis científicas o epistemológicas rigurosas y universalmente admisibles.
Problemas pues, a menudo insolubles, que han ido confirmando a los no creyentes en su idea de atribuir a la Biblia un origen estrictamente humano —el de obra de un pueblo precientífico hijo de su tiempo y su lugar que busca un sentido a las grandes preguntas y un fundamento a una moral y una política—, y que coloca a los creyentes críticos, racionalistas, ante esa misma disyuntiva para no tener que admitir equivocaciones y contradicciones divinas, algo incompatible con la infinita sabiduría que se supone está en la esencia de la Divinidad en que creen.
El o, mejor, los dos relatos del Génesis sobre la Creación, no pueden juzgarse desde criterios de historicidad como los del Diluvio o Sodoma y Gomorra, ya que se refieren a supuestos hechos que, justamente, fundan la propia Historia, del Universo y humana. Por tanto, debemos juzgar la veracidad de las tesis que contienen. Tal y como puede verse en la Figura adjunta, si se tiene en cuenta que hay al menos otras dos tesis bíblicas más contenidas en el relato, la ausencia de extinciones y la enorme cortedad del tiempo cosmológico, de un total de veintiuna tesis contenidas en el relato de la Creación, catorce son erróneas o falsas; por tanto, el 67 % de las tesis bíblicas sobre la Creación contenidas en Gn 1, los dos tercios, son científicamente erróneas o falsas.
El relato, además, es muy incompleto tanto en la evolución cosmológica como en la geológica o biológica. En definitiva, y en contra de lo que afirma un libro apologético popular en los medios cristianos (Keller, 2000), en numerosos aspectos claves, científicos e históricos, la Biblia, simplemente, no tiene razón, y, en realidad, cuanto más avanza el conocimiento científico, histórico y arqueológico, los datos sugieren más bien que cada vez va teniendo menos.
Toda la Biblia es, además, rehén de una concepción geocéntrica, no ya del Sistema solar sino del Universo. Una concepción coherente con su carácter de obra de un pueblo precientífico y con su época, y única que podía soportar la idea de que en un Universo con miles de millones de galaxias, en una galaxia singular, la Vía Láctea, la nuestra, el Dios Creador del Universo fuera a designar como «pueblo elegido» (¿elegido para qué?) a uno de los más pequeños pueblos de un planeta perteneciente a uno de los cien mil millones de estrellas que componen la galaxia. Una concepción provinciana si se la compara con la grandiosidad de las modernas ideas cosmológicas en las que nuestro mundo, probablemente surgido de una fluctuación cuántica del vacío, podría formar parte de un cuasiinfinito conjunto de Universos (Díaz Pazos, 2003). ¿No es la narración bíblica una desmesura cósmica a la luz de nuestros conocimientos? ¿No sería el carácter de «pueblo elegido», desde la razón histórica y sociológica, más bien una coartada proporcionada por la casta sacerdotal para justificar la apropiación por la fuerza hasta el genocidio de una tierra ya ocupada por otros, la «tierra prometida», Canaán?
La otra alternativa es la del actual Creacionismo o «Ciencia» de la Creación, movimiento cristiano de raíz protestante especialmente fuerte en EE.UU. y claramente volcado hacia la intervención política —desde su creencia en ser el nuevo «pueblo elegido» de la nueva Canaán, EE.UU., tierra de promisión—, actividad política objetivamente compartida con las potentes organizaciones católicas conservadoras en España o América Latina. Este movimiento acepta, en una forma en principio más coherente en lo doctrinal que el catolicismo, la interpretación literal de la Biblia. Esto, dadas las obvias contradicciones con la Ciencia como las presentadas, le lleva necesariamente a tratar de demostrar que ésta, la Ciencia, abiertamente crítica con las implicaciones, supuestos y relatos bíblicos, está equivocada, y que la Biblia, literalmente entendida, tiene razón (Vid. p.e. Creation Science and Earth History, 2002 y Faith & Reason, 2002), un callejón sin salida. Según los autodenominados creacionistas científicos, las técnicas radiométricas de datación son erróneas; el campo magnético de la Tierra prueba que ésta no tiene más de 10.000 años; los batolitos graníticos se originaron durante el Diluvio Universal en 150 días; los Andes se alzaron tras el Diluvio por rebote isostático [6]; la Tierra prediluvial era plana (una idea tomada de Burnett, Vid. Sequeiros 2000) y, obviamente, la evolución biológica de las especies es una falacia. Los creacionistas tienen su propia escala cronoestratigráfica con cinco grandes períodos que comienzan con la Semana de la Creación y llegan al Presente tras pasar por los períodos Antediluviano, el Diluvio Universal y la Edad de Hielo. Según Froede & Reed (1999) se trata de: «Un esquema alternativo que se distingue por la prioridad de la revelación sobrenatural». Sin duda. El problema, es que esto no es ciencia, sino creencia, religión.
Lógicamente, pues, para Bruce Alberts, presidente de la Academia Nacional de Ciencias norteamericana, la Ciencia de la Creación «no está referida a causas naturales y no puede ser sometida a tests con significación, no estando, por tanto, constituida por hipótesis científicas. En 1987 la Corte Suprema de los EE.UU. sentenció que ese creacionismo es religión, no ciencia, y no puede ser defendido en las escuelas públicas». En Numbers (1992), puede verse una historia del creacionismo «científico» y en Plimer (1992), una exposición de la polémica con los científicos.
Una de las posiciones posibles ante la disonancia fe-razón es el «Credo quia absurdum», creo porque es absurdo, de Tertuliano; otra, la mantenida acerca del Diluvio Universal bíblico en el XVIII por Castel o Buffon en el sentido de que se trataba de un acto sobrenatural de la voluntad divina, un hecho excepcional que no podía ni debía explicarse científicamente (Pelayo, 1996). Descartadas estas posiciones, que remiten a la primacía y exclusividad de la fe respecto a la razón científica para escamotear el problema, tras la evidencia de los múltiples errores científicos del relato bíblico, científico-naturales e históricos, se ha ido abriendo un dilema para cristianos y judíos. Su planteamiento es el siguiente: si se acepta la interpretación literal de los textos inspirados, hay que intentar demostrar, como los creacionistas «científicos», que la Ciencia está equivocada (intento desesperado y a la postre vano), ya que si no, Yahvé estaría equivocado y, por tanto, no sería Dios; si, al contrario, se abandona la interpretación literal y se aceptan los sucesivos descubrimientos científicos, se abandona la misma posibilidad de una interpretación única, unívoca y sin posibilidad de confusión, que cumpla con el Principio de Contradicción (que algo no pueda ser y no ser al mismo tiempo y en el mismo sentido), con lo cual desaparece la posibilidad misma de hallar un significado aceptable por todos, desapareciendo de paso con el no literalismo y los hallazgos históricos, partes esenciales de lo que fundamenta teológica y moralmente el Cristianismo y el Judaísmo, p.e. los Diez Mandamientos. Sin duda, un difícil dilema para unas religiones «de libro», dilema creado por la afirmación del carácter divino de éste, afirmación comprometida en la cual nada ha tenido que ver científico alguno y que traslada a sus autores el peso de la carga de la prueba ante los múltiples errores científicos y contradicciones doctrinales. Un libro que hace tan solo doscientos cincuenta años era la verdad divina revelada, impuesta coercitivamente casi dos milenios, y en cuyo nombre se condenaba e incluso quitaba la vida a los que osaban atenerse a su propia razón o discrepar. Un libro sobre el cual sigue jurándose aun en algunos países como garantía última de verdad a pesar de sus múltiples errores científicos y contradicciones doctrinales, y que hoy, resulta incapaz de sostener su veracidad y coherencia desgarrado ante el dilema planteado por la crítica de la razón, lógica y científica.
Un dilema inexistente cuando se acepta, como para el resto de las obras con carga mítica presentes en todos los pueblos, su carácter de creación humana, de obra de un pueblo como los demás y de su circunstancia geohistórica en busca de sentido y justificación. Una vez aceptada esta tesis, las cosas se simplifican, tanto para la interpretación de lo verificable científicamente —los errores, comprensibles, son hijos del nivel científico de su tiempo—, como para las contradicciones doctrinales, hijas de las distorsiones e invenciones de la tradición oral, de la multiplicidad de autores, de tiempos y de intereses nacionales o de grupo. En esta perspectiva, la Biblia se analiza, no desde la perfección exigible a una obra divina, algo que no cumple en absoluto ni en lo doctrinal ni en lo científico, sino de la realidad de su función religiosa e histórica para la supervivencia de un pueblo en un entorno geohistórico difícil, a la que se sacrifican coherencia y verdad. Así, relatos como el de la muerte de Acán tras la toma de Jericó por haberse apropiado algo de la parte de Yavhé, el anatema, no comprometerían la bondad divina, sino que serían interpretadas, justificadamente, como el resultado de la rapacidad de la casta sacerdotal, que no hubiera dudado en implicar a Yavhé para proteger su parte del botín: el oro y la plata. En cualquier caso, algo difícil de aceptar sin renunciar a la creencia, minada en sus mismos fundamentos por la desdivinización del texto en que se basa, que pierde su carácter revelado, al igual que el pueblo judío —con un destino tan diferente de sus sueños plasmados en la Biblia— su carácter de «pueblo elegido».
Francisco J. Ayala-Carcedo, en redalyc.org/
Notas:
3 Exégesis: Interpretación o explicación de un texto en sus aspectos filológicos, históricos o doctrinales.
4 Hermenéutica: método de interpretación de los textos para precisar su auténtico significado y facilitar su comprensión.
5 Ortogénesis: Proceso mediante el cual, en una línea evolutiva, se intensifica gradualmente un determinado carácter. Cuando se aplica desde posiciones teístas al conjunto de la evolución, se hace insistiendo en el finalismo global de la misma hacia la aparición del hombre, una tesis científicamente incorrecta.
6 Rebote isostático: Levantamiento del terreno en el periodo postglacial, posterior a la fusión del hielo que lo cubría debido a un reajuste isostático de bloques a consecuencia de la pérdida de peso al desaparecer el hielo.
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