«La verdad os hará libres» Jesús de Galilea, según el Evangelio de Jn, 8, 32
«Estamos entregados a nosotros mismos; nadie nos protege ni nos dirige. Si no
tenemos confianza en nosotros, todo se habrá perdido» Verdad y perspectiva. El Espectador, T. I, 1916. José Ortega y Gasset
Introducción y metodología
Este artículo presenta, de forma introductoria, una aproximación crítica a la relación Biblia-Ciencias de la Tierra, con un énfasis especial en la Cosmología, Geografía Física y Geología en torno a algunos temas concretos. Se trata de ver lo que resulta cuestionado o reinterpretado del relato bíblico tras varios siglos de descubrimientos desde la Revolución Científica del XVII. Un asunto de gran interés cultural, relevante tanto para la Historia como para la Sociología y Antropología de la Ciencia, y por supuesto para una comprensión cabal de la Biblia en nuestros tiempos. La relación existente, se muestra, de acuerdo con el estado actual de conocimientos, en dos aspectos principales y en ambos sentidos de influencia.
El primer aspecto presenta, de acuerdo con las últimas investigaciones, las contribuciones de la Geografía Física y la Geología, conjuntamente con otras ciencias como la Historia, Cosmología o Biología, a la comprensión y crítica científicas de algunos relatos bíblicos como la Creación, el Diluvio Universal y la destrucción de Sodoma y Gomorra. El segundo aspecto, ligado al primero dada la fuerte influencia de los textos bíblicos sobre las condiciones históricas del progreso científico en sus primeras fases, analiza el papel de la Biblia en el desarrollo histórico de las Ciencias Geológicas.
Esta aproximación lleva a algo muy distinto de la llamada Geología Bíblica, disciplina pseudocientífica que pretende nada menos que haber elaborado una «geología» a partir de los relatos bíblicos, alternativa y superior a la construida por los geólogos los últimos siglos, para la cual se reivindica, ironía de los tiempos, marcados por el éxito explicativo de la Ciencia, un carácter científico y contrastable (Froede & Reed, 1999).
Por tanto, la temática de esta aproximación científica, poco cultivada en los países católicos por lo limitado de la cultura bíblica entre el gran público, y entre los propios científicos naturales por lo obvio para ellos de los errores bíblicos, abarca tanto la aproximación geomitológica que sintetizó y popularizó Dorothy Vitaliano en 1973, aplicada en este caso solo a la Biblia y los relatos míticos que influyeron en ella, como aquellos aspectos de la Historia de la Geología interrelacionados y condicionados por la temática bíblica, singularmente el Diluvismo y la polémica sobre el origen de los fósiles que han analizado diversos autores españoles (Capel, 1985; Pelayo, 1996).
El interés de esta temática, habitualmente orillada por la comunidad científica, se acrecienta actualmente por dos motivos. El primero es la necesidad de hacer frente, científicamente y en todo aquello que toca con la Ciencia, al resurgir del fundamentalismo cristiano, importante en EE.UU., Latinoamérica y Australia, pero ya visible en países como el Reino Unido, Italia y España. El segundo, específico del caso español, tiene que ver con la reciente reintroducción, 25 años después del fin jurídico-constitucional del nacionalcatolicismo franquista, de la enseñanza religiosa obligatoria a nivel oficial en 2003 por el gobierno español del Partido Popular, presidido por José María Aznar y con significativa presencia de militantes y simpatizantes de organizaciones católicas conservadoras. Esta decisión, que obliga a seguir a los alumnos no creyentes una asignatura denominada
«Sociedad, Cultura y Religión», ha sido ampliamente contestada a nivel social y político por el carácter laico del Estado Español desde la Constitución de 1978. En este contexto, los astrofísicos, geógrafos, geólogos, y, en general los científicos, enseñantes o no, pueden y deberían contribuir a una formación y debate más rico y profundo aportando sus conocimientos para el entendimiento del hecho religioso y las bases del Cristianismo.
La fuente de la importancia clave que la Biblia ha tenido y tiene, proviene de su atribución divina, fruto de un acto de fe, tanto para los judíos como para los cristianos. Según Juan Pablo II (1980): «Dios la inspiró, Dios la confirmó, Dios la pronunció por medio de los hagiógrafos [1]».
Hoy en día, la práctica del Cristianismo, surgido en una civilización agraria hace dos milenios, ha decaído significativamente en los países más desarrollados como previera Guyau (1887), tal y como prueban las cifras oficiales en España para 2002: tan sólo un 33,3 % de los contribuyentes deciden financiar a la Iglesia católica con sus impuestos y solo un 18 % cumplen con el rito obligado de la misa dominical, porcentaje que baja drásticamente entre los jóvenes urbanos: 3,5 % en Barcelona entre los menores de 25 años. Esta no era, sin embargo, la realidad histórica de las épocas del surgimiento de la Ciencia moderna, con una influencia sociopolítica y económica de la Iglesia mucho mayor en un mundo agrario (Gillispie, 1959), influencia a la que no escaparon los osados científicos de la época cuyos hallazgos cuestionaban la ortodoxia bíblica como prueba el caso Galileo.
El análisis de la relación entre las Sagradas Escrituras de judíos y cristianos y la Ciencia, necesita de una aproximación histórica, no anacrónica, teniendo en cuenta que la Ciencia tal y como hoy la conocemos es un fenómeno que no tiene más allá de cuatro siglos, y unos dos siglos en Geología o Biología. Quiere ello decir que debemos juzgar la veracidad de los relatos bíblicos, su contenido de verdad —ante todo histórica, su historicidad— desde nuestros conocimientos científicos actuales, ya que la verdad es la que es, pero cometeríamos un gran error si juzgáramos su influencia sobre el surgimiento histórico de la Geología como ciencia, desde el presente y sin relación con la realidad histórica concreta del pasado, ya que la verosimilitud de los relatos bíblicos, su credibilidad en un contexto cultural histórico, en ausencia de desarrollo científico, era mucho mayor en el pasado. Por tanto, es necesario mostrar en paralelo los dos campos para evitar el anacronismo metodológico: el histórico-científico y el derivado de las Ciencias de la Naturaleza. Más adelante, en torno al análisis de algunos de los textos, se hacen más precisiones metodológicas.
Este artículo, por tanto, tiene como objetivo central el análisis de la veracidad y verosimilitud de aquellas proposiciones y textos que son susceptibles de verificación científica. Los aspectos doctrinales, sólo se analizan críticamente en algunos aspectos metodológicos relevantes para el análisis anterior o que resultan afectados por la crítica científica. Los aspectos ligados a la práctica religiosa, cuando son realizados sinceramente, sin fines proselitistas ni imposiciones, en especial la solidaridad con el prójimo de algunos creyentes y religiosos, rayana a veces en la abnegación, cuentan con el profundo respeto y simpatía del autor de estas líneas. Filosóficamente, la motivación del trabajo concuerda en la textualidad con las palabras del epígrafe que San Juan atribuye a Jesús de Galilea sobre la verdad (asimilada por el evangelista a la Revelación), como condición necesaria de la libertad. En este sentido, debería ser visto como una contribución desde el humanismo laico, necesariamente crítica, a veces algo irónica ante alguna de las burdas falsificaciones o errores, pero siempre rigurosa. Una aportación hecha con intención de provocar la reflexión, al proceso de aggiornamento, de revisión y autocrítica, que la aparición de la Ciencia, el progreso de la Tecnología y los profundos y extensos cambios sociales generados, han impuesto desde la Ilustración al fenómeno religioso. Un proceso comenzado tardíamente en el caso de la religión católica por el Concilio Vaticano II (1962-65) que tan certeramente impulsó el papa de la apertura y el diálogo, Juan XXIII.
Previamente a los comienzos de la Ciencia moderna, y hasta hace poco más de un siglo para gran parte de la Humanidad, la necesidad humana de encontrar explicación a los fenómenos naturales y a las propias incertidumbres que rodean —y probablemente rodeen siempre— la vida humana y su final, llevaba frecuentemente a explicaciones basadas en la antropomorfización de las fuerzas y procesos naturales, entonces «explicaciones» verosímiles (Eliade, 1951; Lévi-Strauss, 1966). Esta aproximación, era comprensible entonces por lo limitado del conocimiento disponible, y es la base común tanto de la mayoría de los mitos y religiones, como del espiritismo y la creencia en la vida tras la muerte a través de la supervivencia del alma —un concepto carente de estatus científico (Bunge, 1985) de clara raíz animista—, creencias surgidas en épocas precientíficas.
La historia del antiguo pueblo hebreo y la historia de la Biblia: una historia común
No resulta posible comprender el papel de la Biblia en la Historia de la Geología, ni tampoco evaluar científicamente la veracidad de algunos de sus relatos, sin algún conocimiento de su historia y su relación necesaria con la historia antigua del pueblo hebreo (Vid.
p.e. Coogan, 1998). Este conocimiento es asimismo fundamental para cualquier intento de comprensión racional de los propios aspectos doctrinales, en realidad incomprensibles sin esta condición. Como se dijo, este conocimiento es bastante menor en los medios católicos que en los protestantes, ya que para estos últimos, la lectura directa de la Biblia, fuente central de autoridad, es clave en su práctica religiosa, mientras los católicos suelen obtener su información indirectamente, a través de las «historias sagradas» eclesiásticas que se enseñan en las escuelas, lo que les dificulta objetivamente una aproximación directa y crítica a los textos. Unos textos, por otra parte, cuya traducción a las lenguas vulgares estuvo prohibida por la Iglesia católica durante siglos, hasta el punto de que todavía en el siglo XIX la lectura de la Biblia en castellano en España era sinónimo de protestantismo y el inglés George Burrow, vendedor de biblias baratas por los pueblos a lomos de mula, acabaría en la cárcel (Sánchez Caro, 1998).
La Biblia —del griego biblos, libro— se compone de dos colecciones de libros agrupadas en sendos Testamentos. El más antiguo, el Antiguo Testamento (AT) de los cristianos, fue según hebreos y cristianos, inspirado por Yahvé, el dios nacional hebreo (YHWH en el idioma consonántico hebreo), Dios único para ambas confesiones, y relata supuestamente tanto la historia de la Tierra como la del pueblo hebreo en el contexto de los antiguos pueblos mesopotámicos y de Oriente Medio.
La parte más reciente, el Nuevo Testamento (NT), escrito a partir del periodo 67-70, solo existe en la Biblia cristiana, ya que los hebreos —testigos directos de su vida, que, sorprendentemente, no deja huella histórica entre los judíos— no otorgan a Jesús de Galilea, el Cristo («el ungido» en griego), el Mesías («el enviado» en hebreo) salvador cristiano, ni naturaleza divina —algo impensable en la Teología hebraica y que generó fuertes polémicas para su aceptación entre los primeros cristianos—, ni importancia alguna en su tradición. Un agudo contraste con lo que se desprende de los Evangelios puede verse p.e. en las Antigüedades Judías del historiador judío Flavio Josefo, contemporáneo de la Diáspora del 70, solo con una referencia a Jesús con alguna posibilidad de ser verdadera, indirecta y minúscula, como hermano de Santiago. Los textos evangélicos, junto a obras como el Contra los judíos de Tertuliano, han contribuido, por otra parte, a cimentar el antisemitismo —ampliamente practicado en la cristiana Europa medieval—, al atribuir al pueblo judío el carácter de pueblo deicida, pueblo que elige a Barrabás ante Pilatos y consecuencia necesaria en la medida que hacían divino a Jesús. Estos contrastes y la propia crítica lógica y científica de los textos evangélicos, llenos de contradicciones entre sí y con la realidad histórica atestiguada por las fuentes externas, han llevado a no pocos estudiosos a cuestionar la historicidad de buena parte de los relatos evangélicos desde posiciones muy diversas. En este proceso, la temprana constatación de la interpolación llevada a cabo en Josefo (Antiguedades Judías 18, 63-64) por los copistas cristianos y, en consecuencia, la asombrosa ausencia, total y sin fisuras, de referencias históricas coetáneas dentro y fuera de la actual Palestina, a la figura de Jesús, autor según los evangelios de tantos milagros, constituye un hecho desconcertante que constituye quizá el mayor enigma del Cristianismo y llevaría a un deísta como Voltaire a sugerir irónicamente que era obra de la Divina Providencia destinada a poner a prueba la fe de los creyentes (Voltaire, 1764). Diversas interpretaciones de base científica sobre la realidad histórica de Jesús y su movimiento pueden verse en Renan (1863), Kautsky (1908), Schoenfield (1965), Arnheim (1984) o Mordillat et Prieur (1999). No son pocos los que piensan que el Jesús histórico simplemente no existió (Vid. p.e. Fabris, 1983 o Herencia Cristiana, 2003). El hallazgo en 1946-47 de los manuscritos del Mar Muerto del siglo II a.C. en unas cuevas cercanas a las ruinas de Qumran, ha servido en cualquier caso para cuestionar aun más la «historia oficial» de la Iglesia sobre el Cristianismo, al ligarlo doctrinalmente a los Esenios, verdaderos creadores no solo de ritos como el bautismo o la comunión, sino de conceptos clave como el amor al prójimo hasta la abnegación fuera cual fuera su tierra (Shanks, 1998), conceptos inexistentes en la endogámica moral nacional del AT. En definitiva, unos elementos críticos a tener muy en cuenta a la hora de evaluar textos mucho más antiguos como los del AT.
Solo el AT es relevante para la historia de la Ciencia, especialmente su primera parte, el Pentateuco —la Torah judía—, que consta de cinco libros. Estos libros son: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio. Supuestamente fueron escritos por Moisés, un profeta cuya existencia histórica ponen en duda hoy los propios historiadores judíos (Finkelstein & Silberman, 2001). La autoría del Pentateuco por Moisés, ya había sido puesta en duda por el obispo abulense Alonso Tostado (1400-1455) puesto que en el último libro, el Deuteronomio (Dt 34, 5), se expone la muerte del propio Moisés. En realidad, tanto el Deuteronomio como los seis libros siguientes —de Josué a Reyes 2, libros clave de la historia hebraica antigua— parece fueron escritos por Jeremías y Baruc entre el 622 a.C. y el 587 a.C., en la corte del rey Josías, monarca del reino meridional, Judá cuando, casualmente, se descubrió en el templo un Libro de la Ley hasta entonces desconocido interpretando la historia en función de los intereses expansionistas del presente (Friedman, 1987; Finkelstein de Silberman, 2001). Todo esto cuestiona la historicidad, y por tanto la legitimidad de origen divino de aspectos centrales del judeo-cristianismo como los Diez Mandamientos. Unos mandamientos que han creado polémica en EE.UU. en agosto de 2003 tras ordenar un juez federal a la Corte Suprema de Alabama la retirada de un monumento a los mismos de la sede de la Corte por su carácter inconstitucional dada la no confesionalidad del país, decisión que no fue acatada por su promotor, el propio presidente de la Corte, apoyado por fundamentalistas cristianos y finalmente destituido.
El AT es el principal producto cultural del pueblo hebreo universalmente conocido, un conjunto de textos que fundamentan una religión nacional, básicamente excluyente y endogámica, sin afán proselitista hacia otros pueblos «no elegidos», en la cual moral, literatura e historia están estrechamente interconectadas en un sistema de legitimidad política teocrático. El AT contiene alguna de las más bellas páginas de literatura moral que se han producido, como el Eclesiastés («predicador» en griego), o místico-amorosa, como el Cantar de los Cantares, cuya traducción al castellano en el XVI costara al gran poeta Fray Luis de León cinco años de cárcel. El AT describe el continuado esfuerzo impulsado desde la casta sacerdotal hacia el monoteísmo, en lucha con el politeísmo del propio pueblo hebreo —recuérdese p.e. el becerro de oro—, politeísmo potenciado por las otras culturas cananeas de los valles irrigados. El AT jugó, pues, un papel cohesionante de un pueblo pastor-agricultor —las doce tribus—, papel que retomaría el Corán, el más puro monoteísmo, con las tribus nómadas árabes en el siglo VII—, en su aspiración a todo el territorio cananeo, la «tierra prometida», Canaán, para su transformación en pueblo cananeo con Estado territorial. Por tanto, la religión fue el principal elemento de identidad para el pueblo hebreo, reflejo de la realidad geográfica diferenciada de Canaán entre tierras altas y valles. Probablemente, el desencadenante del proceso de unificación de las ciudades —estado cananeas con David en el siglo XI a.C. fue la invasión de los «pueblos del mar», los filisteos ca. 1200, poseedores de la tecnología del hierro de cuyo nombre se deriva Palestina, que llega a constituir un Estado a fines del Segundo Milenio a.C., hasta su expulsión de Palestina en el 70 tras sucesivas revueltas contra los romanos que llevaron a Tito a destruir Jerusalén; este papel, aun más fuerte, continuaría durante la Diáspora. Hoy, Israel, cuenta con judíos de todas las ideologías y creencias, no pocos críticos con sus creencias tradicionales, y el monoteísmo dominante en Oriente Medio es el islámico, mucho más abierto, proselitista y numeroso.
La única razón para que la excluyente y endogámica religión de este pequeño pueblo de destino trágico, incapaz a pesar de las reiteradas e incumplidas promesas de Yahvé de consolidarse como Estado hace más de 2.000 años y en guerra prácticamente desde hace más de 50, llegara a tener influencia en la emergencia de la Geología y otras ciencias, fue la adopción de los textos hebreos como textos sagrados por la nueva religión, el Cristianismo. Surgida ésta en el Imperio Romano y creación en buena medida de Pablo de Tarso (Arnheim, 1984), tras el colapso imperial en Occidente llegaría a ser la principal religión en Europa, como eco cultural romano de identidad común junto al latín y el Derecho en un mundo fragmentado por el feudalismo medieval. La Ciencia moderna surgió en Europa a partir del Renacimiento en los siglos XVI-XVII. La Iglesia católica, que se fragmentaría tras la Reforma que arranca en 1517 con las 95 tesis contra la venta de indulgencias que Lutero coloca en la iglesia del castillo de Wittenberg, tenía un enorme poder del cual el presente, en Estados no confesionales, no es sino un pálido reflejo. De un lado, era la principal institución económica, el principal terrateniente en un mundo agrario, gracias a un sistema recaudatorio propio, los diezmos y las primicias, paralelo al de las monarquías y complementado por donaciones reales y nobiliarias. De otro lado, con una organización que llegaba al último pueblo y presidía la vida cotidiana a toque de campana en un grado aun mayor que sucede hoy en la mayoría de los países islámicos, su influencia política era enorme al legitimar las monarquías absolutas de su época. Este doble poder, patente p.e. en las catedrales góticas, obras de arte y manifestación de riqueza y poder sin igual en su tiempo, condicionó significativamente el desarrollo científico, básicamente retrasándolo.
El pueblo hebreo emerge, pues, a nivel histórico, a fines del Segundo Milenio a.C. como pequeño pueblo tribal, diferenciación en el propio pueblo cananeo formada por los ganaderos y agricultores extensivos de las zonas mesetarias y montañosas frente a los cananeos de los valles, con agricultura de riego (Finkelstain & Silberman, 2001) entre dos grandes imperios de la época, el Egipcio y el Asirio, con Estados mucho más antiguos. La lengua hebrea está relacionada con el acadio, hablado por los babilonios, en el actual Irak. La Biblia describe el establecimiento en Canaán, (gran parte de Siria y Palestina), supuestamente tras crueles guerras de exterminio, auténticos genocidios aprobados por Jahvé según la Biblia como la toma de Jericó («y pasaron a cuchillo los hebreos a todos cuantos había en ella, hombres y mujeres, niños y viejos», Jos, 6, 21), guerras hoy cuestionadas en cuanto a su historicidad por los propios historiadores judíos, (Finkelstein & Silberman, 2001). Incluso durante los tiempos prósperos de Salomón (ca. 970-931 a.C.), Jerusalén, la capital religiosa y política, no tenía más allá de 0,60 kilómetros cuadrados y 15.000 habitantes (Finkelstein & Silberman, 2001), el equivalente a una pequeña ciudad provinciana en cualquiera de los tres imperios de la época. Tras David, su hijo Salomón, con la exigencia de fuertes tributos, provocaría la secesión, triunfante a su muerte, que acabaría partiendo el reino en dos: Israel al norte y Judá al sur (incluyendo éste Jerusalén, la capital del Templo). Un hecho capital para el futuro del pueblo hebreo y para el origen de la Biblia, ya que cada Estado generaría una tradición religiosa diferente. Divididos, Israel, mayor, más próspero y abierto, con mar, sería conquistado por los asirios en 722 a.C. En 587 a.C., Judá, que durante 135 años sería el foco de la cultura y religión hebrea a través del Templo de Jerusalén, cada vez más judías, fue a su vez conquistado por Nabucodonosor II rey de los babilonios, a los que el rey persa Ciro el Grande derrotaría en 538 a.C. liberando a los cautivos judíos. Cautiverios y exilios forzados por la derrota, favorecerían el contacto con otras culturas, la apropiación de mitos ajenos reinterpretados, y, por tanto, el sincretismo [2] del propio judaísmo, que dista ampliamente de responder a una tradición propia (Vid. p.e. Greenberg, 2000 para un análisis de la Biblia desde la Mitología comparada).
Solo con los Reyes (siglo XI a.C.) comenzó a registrarse en forma escrita la historia hebrea, dos mil años después que en Egipto o Mesopotamia.
El análisis científico de textos realizado durante los siglos XVIII y, especialmente, XIX, la exégesis independiente, llevó tras arduos trabajos a la «Hipótesis Documental»: la existencia de cuatro fuentes diferentes de documentos y tradiciones mezclados en el Pentateuco. De acuerdo con —Friedman (1987) y Finkelstein & Silberman (2001) éstas serían la J (de Jahvé o Jahvista, escrita entre 848 y 722 a.C. para el primer autor, y en el VII a.C. para los segundos en el reino de Judá); la E (de Elohim, otra forma de designar al ser divino, plural y politeísta, escrita en el reino de Israel); la P o S (de Priestly, Sacerdotal, escrita en la época del rey de Judá, Ezequías, ca. 726-609 a.C.), y la D (Deuteronómica, escrita en la época del rey Josías probablemente por Baruc y el profeta Jeremías, ca. 622-609 a.C.). Tanto E como D fueron obra de los sacerdotes mosaicos de Silo, centro religioso nacional en tiempos de Samuel, sacerdotes levitas desplazados por los aarónidas, davídicos, en tiempos de Salomón que pasarían a controlar el Templo de Jerusalén; este conflicto en el seno de la clase sacerdotal, en que se ventilaban los diezmos y primicias, explica parte importante de la historia de la primera Biblia, el Pentateuco y los siguientes seis libros de la Biblia, su núcleo duro (Halpern, 1981). J y E fueron combinadas en un solo texto tras la conquista del reino de Israel por los asirios en 722 a.C. para dar soporte religioso conjunto a la población de Judá, que albergaba numerosos huidos del Israel conquistado, antes de P, reacción en JE (Friedman, 1987).
La reunión de las diferentes versiones en una sola fue llevada a cabo probablemente, según Friedman (que denomina fuente R, Redactor, al autor o autores de la versión final del Pentateuco), por el sacerdote aarónida y legislador judío Esdras —al que el emperador persa Artajerjes otorgó autoridad sobre Judá— posteriormente al 458 a.C., ochenta años después de la liberación de los cautivos judíos en Babilonia por Ciro el Grande, con objeto de unificar religiosamente a Judá, entonces provincia del Imperio Persa. Debido a la conservación en un único texto de todas las versiones, probablemente buscando un consenso ecléctico entre las diversas corrientes de tradición, frecuentemente opuestas, se ha constatado la existencia de numerosas contradicciones, los llamados «dobletes». Esta hipótesis ha sido complementada y confirmada por pruebas arqueológicas y análisis comparativos históricos y mitológicos (Finkelstein & Silberman, 2001; Greenberg, 2000). Como puede verse, la construcción de un único texto para el AT, siguió un proceso muy diferente que en el caso de los cuatro evangelios canónicos del NT, elegidos directamente por el Espíritu Santo de entre todo el conjunto de evangelios que por entonces circulaban, a través de un milagro en el curso del Concilio de Nicea de 325. El milagro operado por el Espíritu Santo según la tradición, consistió en hacerles subir desde el suelo en que se habían colocado hasta el altar, hecho que sucedería por la noche, quedando los que no se habían movido como apócrifos (González-Blanco, 1934). La falta de mezcla, ha facilitado el análisis crítico de los textos evangélicos.
El problema de la fiabilidad histórica, de la historicidad de los textos del AT puede ser comprendido comparando la distancia temporal de la compilación respecto al origen oral de las fuentes —de siglos a un milenio—, con la de los diferentes evangelios, canónicos y apócrifos, con importantes divergencias entre sí y con la realidad histórica tal y como se indicó más arriba. El primero, el de Marcos, fue compuesto tan solo algo más de treinta años tras la muerte de Jesús, un intervalo que parecería breve para una transición de la realidad histórica al mito. Arroja luz sobre como se crean históricamente las leyendas ver p.e. el caso de otra figura con proyección legendaria, Rodrigo Díaz de Vivar, El Cid (ca. 1049-1099), quizá el «héroe» más importante de la historia española y el de mayor proyección universal, fruto de la época de los reinos de taifas a los que protegió primero como mercenario valeroso y hábil y al final señor de la guerra de Valencia en la época almohade. Su referencia épica popular —en cierto modo un paralelismo laico a lo que son los relatos evangélicos—, El Cantar de Mío Cid, compuesto unos cuarenta años tras su muerte recogiendo tradiciones orales, está tan lleno de falsedades históricas —como la de la jura de Sta. Gadea o las batallas ganadas después de muerto—, que ha tenido que ser completamente marginado a la hora de obtener una visión realista, científica, del Cid histórico, posible en este caso por la existencia de testimonios escritos coetáneos tanto musulmanes como cristianos (Martínez Díez, 1999), algo imposible como vimos en el caso de Jesús, en el que pudiendo reconstruirse el ambiente histórico, no puede reconstruirse con un mínimo rigor histórico su biografía, el «Jesús histórico».
La invención que vierte la imaginación popular en la tradición oral es casi increíble, como prueba p.e. la leyenda del ardacho, un caimán disecado que trajo de América fray Tomás de Berlanga, descubridor de las Islas Galápagos en 1535, y que se encuentra en la colegiata de Berlanga de Duero, en Soria. Tal y como refiere el escritor Ramón Carnicer, la creencia popular, una vez olvidado quizá su origen, es que se trata de un lagarto al que un pastor alimentaba con leche, y que se aficionó a comer cadáveres por lo que creció mucho y hubo que matarle. La imaginación sustituyendo la verdad olvidada. ¿Cuántas veces ha funcionado una lógica similar en la creación de leyendas y mitos?
Otras veces, la credulidad popular, expresión evidente de una necesidad humana, crea los propios milagros. Así ha sucedido p.e., en contra de testimonios escritos y decisiones formales de la propia Iglesia católica, con el llamado Santo Sudario de Turín, que supuestamente habría envuelto el cadáver de Jesús, una reliquia fabricada en el siglo XIV por un pintor envolviendo una imagen de madera convenientemente untada de pintura que adquiriría fama en el contexto de la Europa devastada por la Peste Negra de 1347-1350, desesperada y hambrienta de reliquias a las que suplicar que parara la devastación, lo que generó una auténtica industria (Arnheim, 1984). Pierre d'Arcis, obispo de Troyes, Francia, dijo por escrito en 1389 que «Dicha tela había sido pintada astutamente, siendo la verdad certificada por el artista que la pintó»; ello llevo al papado a declarar falsa la supuesta reliquia (Arnheim, 1984; Mordillat y Prieur, 1999). Recientemente, en 1988, pruebas de C-14 han dado para el lienzo una edad media del siglo XIV (1260-1390), como era esperable; un resultado que imposibilita que el lienzo sea el sudario de Jesús. Todo ello no ha impedido el culto a la supuesta reliquia, carente de coherencia antropométrica y con la costumbre judaica de utilizar varios lienzos para el amortajamiento, en contra de toda evidencia racional. La Iglesia católica, prudentemente, ha remitido a la Ciencia para su autenticidad.
El reconocimiento de falsificaciones está en la propia Biblia. Así, Jr 8, 8 dice:
«¿Cómo decís:» Sabios somos; poseemos la Ley de Yahvé. «¿Más he aquí que la plama mentirosa de los escribas la ha convertido en mentira». Sin duda debía conocer el tema, ya que sus escritos profetizando la destrucción de Jerusalén y la cautividad en Babilonia se realizaron trás haber sucedido en 587 a.C. (Friedman, 1987).
Así que la omnipresencia de la tradición oral, la milagrería y las falsificaciones en el texto bíblico, conocidas, pues, las probadas incertidumbres sobre la veracidad histórica de estas tradiciones y las enormes distorsiones que sufren a lo largo del tiempo en función del olvido o del interés político (caso del Deuteronomio con Josías p.e.), plantea no solo el a menudo insoluble problema de separar invención y realidad, sino el arduo problema teológico de cómo y cuando se produce y conserva en ella la inspiración divina, especialmente teniendo en cuenta las palabras citadas de Juan Pablo II en las que afirma respecto a la Biblia que Dios no solo la inspiró, sino que «La pronunció a través de los hagiógrafos». Los investigadores de los dos últimos siglos han arrojado mucha luz sobre la historia del AT y el pueblo hebreo, existiendo en la actualidad serias dudas acerca del carácter histórico de relatos bíblicos claves en lo doctrinal como los de los patriarcas, el Éxodo desde Egipto, la historicidad de José y Moisés, la conquista de Canaán y la verdadera realidad de los reinados de David y Salomón (Finkelstein & Silberman, 2001).
La falta de historicidad de capítulos clave del AT, especialmente en el Pentateuco, no puede sino plantear dudas sobre la veracidad de otras afirmaciones que en él se contienen, en particular las que conciernen a temas propios de la Ciencia, dudas que el análisis confirma ampliamente como veremos. Sin embargo, para muchas personas y para las jerarquías religiosas correspondientes —judías, católicas y protestantes y, en parte, musulmanas—, la Biblia se ve como fruto de inspiración divina y, por tanto, se tiende a creer en la veracidad y el carácter histórico de lo que relata. Un problema presente en todas las religiones reveladas, que inevitablemente aspiran a la historicidad al situar su Revelación, y por tanto su doctrina, en el espacio y el tiempo, en la Geografía y la Historia. Examinaremos a continuación, desde la razón científica —las religiones tienen múltiples funciones sociales (de integración y asistenciales p.e.) que responden a su carácter de hecho social (Durkheim, 1914), y psicológicas, que no son objeto de este artículo—, la consistencia científica y posible trama geológica y geográfica de algunos relatos bíblicos particularmente importantes en el desarrollo científico.
Francisco J. Ayala-Carcedo, en redalyc.org/
Notas:
1 Hagiógrafo: autor bíblico.
2 Sincretismo: doctrina o sistema que trata de conciliar o armonizar ideas o teorías diferentes u opuestas.
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