El pasado 12 de octubre y mediante una votación sustancialmente favorable, evidencia de un amplio consenso internacional, la República India fue elegida nuevo miembro no permanente del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas para el lapso 2011-2012, como representante del continente asiático. Al día siguiente se clausuraba en el Estadio Jawaharlal Nehru de Delhi la XIX edición de los Juegos Deportivos de la Commonwealth (JDC), con notable aplauso público y el habitual alivio por parte de las autoridades indias de haber alcanzado un codiciado éxito mediático, sin haber tenido que pagar el terrible tributo con que, en las últimas décadas, el terrorismo internacional trata de pechar estos vulnerables espectáculos de masas.
Ambos acontecimientos representaban importantes hitos en la senda de la Republica India por alcanzar el reconocimiento internacional del papel protagonístico a que aspira en la arena política asiática e incluso mundial. Además su consecución planteaba a Delhi el reto de cómo alcanzar dos nuevos y casi inmediatos objetivos en ese largo camino que se propuso a sí misma cuando, en la última década del siglo pasado, experimentó los primeros éxitos económicos que convencieron a sus dirigentes de que la emergencia de India como gran potencia se encontraba a su alcance: la obtención de un escaño permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU y la concesión por parte del Comité Olímpico Internacional (COI) de la organización de unos Juegos Olímpicos en el curso de la próxima década.
Si el primero de ellos pudiera parecer más cercano, en vista tanto de las urgencias que transmiten importantes sectores internacionales –comenzando por el propio Secretario General de la ONU, Ban Ki-moon y India: ¿demasiada arcilla en los pies del titán? continuando por el Presidente estadounidense, Barak Obama– respecto a la necesidad de remodelar el Consejo de Seguridad de la ONU para adaptarlo a las realidades actuales del mundo globalizado, como del peso específico que India comienza a demostrar en organizaciones supranacionales claves, aunque siempre sujeto a procesos de negociación delicados y, por ello mismo, de no inmediato desenlace, el segundo parece bastante más remoto.
Y eso pudiera ser así porque, a pesar del éxito securitario que ha supuesto para India resolver sin incidentes un evento deportivo de la magnitud de los JDC y de ciertos réditos mediáticos obtenidos durante las dos semanas de duración de los Juegos, fallos estructurales en la organización de los mismos –que llegaron al punto de que el Comité internacional de supervisión amenazase con la cancelación del evento a menos de nueve meses de su apertura–, quejas de muy diversa índole de parte importante de las delegaciones invitadas, el bajo nivel de la participación deportiva internacional, junto al parco interés presencial e incluso mediático mostrado por el público indio hacia el vasto esfuerzo organizativo institucional, podrían hacer muy complicada la tarea de que India convenciera al COI de la pertinencia de una próxima candidatura olímpica.
Pero incluso si este segundo objetivo llega a ser orillado por puro pragmatismo en espera de la evolución de la sociedad india hacia cotas de mayor sensibilidad respecto al fenómeno deportivo, lo que han dejado claro los dos acontecimientos mencionados es que la visibilidad india en la arena económica y política mundial resulta ya un hecho irreversible.
I. I. Algunas consideraciones históricas
Desgraciadamente tal visibilidad ha sido extremadamente tenue durante el pasado siglo, por razones que se tratarán de explicitar a continuación, y ello a despecho de que el mundo indio entró tempranamente en las crónicas históricas que han venido sustentando la visión eurocéntrica del mundo. La audaz expedición de los macedonios de Alejandro el Grande hasta los confines del Indo en el siglo III AC., reveló por primera vez al ecumene griego la existencia de grandes culturas, ajenas al más conocido o presentido mundo chino, en vastas extensiones territoriales del Asia del Sur.
A pesar de la perplejidad, interés y casi fascinación que la cohorte de sabios que acompañó al Gran Macedonio en aquella gigantesca razzia del espacio centroasiático– que supuso, como sabido es, la demolición del Imperio Aqueménida, poder que largamente había enseñoreado esa dilatada geografía y su reemplazo por una serie de reinos helenísticos a los que acompañó diferente fortuna histórica–, la India no era tan absolutamente desconocida en el mundo griego, sobre todo en su ámbito mercantil.
Incluso en las tempranas fechas en que se desarrollaba la gesta macedonia un cierto flujo de mercancías de origen indostánico desembocaba con regularidad en el Mediterráneo griego, transitando por una doble vía: bien la de las ciudades griegas bajo despotados persas de las costas del Egeo –los persas aqueménidas experimentaron antes que los sabios y generales de Alejandro la fascinación por los pueblos y culturas allende el Indo–, bien la de navegantes malabares que cruzaban estacionalmente las aguas del Mar Arábigo, remontaban con sus naves el Golfo Pérsico o el Mar Rojo y trocaban sus exóticas mercaderías en emporios egipcios o nabateos que las canalizaban hacia las ricas metrópolis griegas.
En esas fechas tan imprecisas como remotas, ya el universo indio había generado estructuras sociales, religiosas, administrativas, productivas, y, en mucha menor medida políticas, que han llegado hasta nuestros días. Se había consumado ya el desplazamiento, político y geográfico, de una nebulosa de pueblos originarios de base dravídica ante el empuje de sucesivas oleadas de invasores aryos procedentes del Asia Central, quienes tras su victoria impusieron el Código de Manu como puntal normativo de la estratificación social del mundo indio en castas que perdura hasta nuestros días, y que ha dotado de una sorprendente cohesión y estabilidad interna al por otro lado multifacético y contradictorio caudal humano indostánico. Las tres grandes religiones emanadas de la espiritualidad y sabiduría indias, hinduismo, budismo y jainismo, se hallaban en pleno apogeo, aunque con ventaja coyuntural para los discípulos de Gautama Buda, y se expandían desde India hasta más allá de los confines afganos por el Oeste, la alta meseta tibetana por el Norte y los más remotos ámbitos peninsulares e insulares del Asia Sudoriental.
El sánscrito –la principal lengua indo-aria en cuya modalidad arcaica se redactaron los Vedas, primer compendio de tratados religiosos del hinduismo, de valencia equivalente al griego clásico en las culturas helénicas– se había convertido en una herramienta lingüística casi perfecta de la mano del gramático Pánini y vehiculaba a todos los horizontes de Asia el pensamiento social, la metafísica y los primeros descubrimientos de la ciencia india. La principal fuente de riqueza de la época en el mundo indostánico, la agricultura, se desarrollaba de forma imparable tras el dominio tecnológico de sistemas de irrigación en las planicies indo-gangéticas que, aprovechando las anuales lluvias monzónicas y los caudales de los tres grandes cursos de agua de origen himaláyico, Indo, Ganges y Brahmaputra, convertían las tierras que irrigaban en extensiones feraces capaces de producir alimento no sólo para la siempre densa población del subcontinente, sino para los mercados deficitarios de productos agrícolas al este y al oeste de su espacio geográfico.
Frente a este temprano y espléndido desarrollo, sólo en el ámbito político se detecta una inadecuada correspondencia. A pesar de una sorprendente homogeneidad cultural, religiosa, lingüística –no reñida esta con la emanación del sánscrito de una miríada de lenguas regionales, similar a la experimentada 500 años después por el latín respecto a las lenguas romances europeas–, la geografía india nunca produjo un imperio «universal», de rango equivalente a los creados por varias dinastías chinas, mesopotámicas o persas o egipcias, que llegase a dominar todo el espacio geográfico del continente y causase un impacto sustancial en su entorno regional próximo.
La experiencia imperial india más aproximada se produce poco después de la muerte de Alejandro de Macedonia (326 AC.), cuando Chandragupta Maurya, adalid del principado de Magadha (actual estado nordestino de Bihar) derrota a sus rivales regionales y comienza una imparable expansión hacia el Oeste y Sur, desde su capital legendaria de Pataliputra (actual Patna). Esta expansión es coronada por su sucesor, el emperador Ashoka, que lleva las fronteras de este primer imperio Maurya, por el sur hasta el Deccan –el extremo meridional del subcontinente, donde ha permanecido hasta nuestros días la componente étnica dravídica como factor predominante– y por el Oeste hasta el actual Afganistán, y entra en las crónicas budistas de la época como el monarca que hizo del mensaje de Buda la religión oficial de su imperio. El gran Ashoka, apoyándose en esa primera ecumene budista, deja una honda impronta cultural en sus anchos dominios imperiales.
Paradójicamente el gran imperio maurya entra en la crónica histórica de la época, no por el mecenazgo religioso de Ashoka, ni por lo benéfico de su gobierno sobre el extenso espacio imperial, sino por una marginal derrota militar que uno de sus efímeros sucesores infligió al monarca greco-bactriano Menandro, gobernante de una de las satrapías occidentales del reino seleúcida, el componente más oriental de las porciones en que se fraccionó el imperio macedónico, cuando aquel se apoderó de sus dominios punjabíes para ser fulgurantemente desalojado de ellos por la rápida reacción militar del monarca maurya.
Esta mínima visibilidad histórica de la más grande estructura imperial indostánica de la época que desbordó por primera vez el espacio subcontinental, se explica por el desinterés mostrado por la cultura india hacia la historia. El mundo, la existencia, son para los indios desde los tiempos más remotos fenómenos cíclicos y repetitivos expresados en el concepto temporal de los yugas –ciclos de millones de años que se suceden indefectiblemente unos a otros sin que se altere la esencia de la vida que ellos vehiculan– y por lo tanto fundamentalmente a-históricos.
Pasado, presente y futuro son destellos de fenómenos temporales al que el magma de los yugas llega a hacer indistinguibles. De ahí la actitud refractaria de la gran cultura india hacia la crónica histórica y la tenue huella dejada por sus construcciones políticas en la historiografía de la época.
En cualquier caso el espléndido Imperio maurya se desmoronó a los pocos años de la muerte de Ashoka y las ricas tierras indias suscitaron la codicia de sus vecinos occidentales –reinos helenísticos, confederaciones nómadas emergentes de shakas (escitas) y kushans– que asolaron sus territorios periféricos y temporalmente controlaron espacios geográficos a uno y otro lado de las márgenes del Indo. En el interior de la masa continental india, tras un interregno de inestabilidad y anarquía, emerge una galaxia de principados sucesorios de débil entidad que apenas dejan rastro histórico reseñable, aunque el esplendor cultural y religioso se mantenga en gran medida.
Sólo seis siglos después una nueva empresa imperial, conducida por la dinastía Gupta (320-490 DC.), originada en el mismo espacio geográfico que vio nacer a su predecesora maurya, alcanza a controlar alrededor de las dos terceras partes de la masa subcontinental india, pone coto a las invasiones centroasiáticas, afirma su supremacía política durante más de siglo y medio, hace tributarios a reinos himaláyicos y birmanos, y genera un florecimiento artístico y cultural que muchos historiadores han dado en calificar como la Edad de Oro del mundo indio. Es durante el periodo Gupta que se elaboran los Puranas, grandes recensiones de la mitología, filosofía, religión y poesía indias, la ciencia produce avances del calibre de la difusión del sistema decimal y la utilización del número cero en matemáticas, el desarrollo de la medicina ayurvédica o Ciencia de la Longevidad y la implantación de nuevas técnicas en la industria metalúrgica. La danza alcanza sus máximas cotas de expresividad, dando lugar a los modelos clásicos, y la arquitectura religiosa hinduista llega a su apogeo de espectacularidad y belleza.
Como el historiador A.L. Basham (1) concluye, en su libro clásico sobre la India antigua: «Durante la mayor parte de su historia la India, aun constituyendo una unidad cultural, fue desgarrada por guerras intestinas. Sus gobernantes fueron taimados y sin escrúpulos. Hambrunas, inundaciones y epidemias hacían acto de presencia regularmente y aniquilaban a millones de seres humanos. La desigualdad de nacimiento tenía sanción religiosa y la suerte de los humildes era generalmente dura.
Y sin embargo nuestra impresión de conjunto es que en ningún otro lugar del mundo antiguo las relaciones entre hombre y hombre, entre hombre y estado, fueron tan honestas y conciliadoras. Para nosotros la característica más destacada de la India antigua es su humanidad. Nuestra segunda impresión es que sus pueblos disfrutaban de la vida, deleitándose con pasión, tanto en los objetos de los sentidos como en las cosas del espíritu».
Pues bien, este dilatado período de bonanza y relativa armonía sociopolítica a que se refiere Basham, parece extinguirse con el desmoronamiento del Imperio Gupta y el nuevo fraccionamiento político de los territorios sobre los que extendió su dominio. El universo indio desgarrado por luchas intestinas se ensimisma y se produce el eclipse histórico de casi un siglo antes de que vuelva a dar trazas de existencia, esta vez de nuevo como presa codiciada de invasores foráneos procedentes del Occidente próximo.
En este caso se trata de la primera oleada de la expansión árabe, que alcanza entre el 711- 712 (aproximadamente la misma época en que aquella comenzaba a poner el jaque al poder visigodo en España) territorios del Sindh, en el curso bajo del Indo. Aunque estas primeras incursiones casi nunca rebasaron la frontera natural del gran río, sí estimularon el interés y la codicia de pueblos centro-asiáticos recientemente convertidos a un Islam expansivo, que cada vez incursionaron con mayor profundidad y mejor fortuna en las ricas regiones agrícolas del Punjab.
Finalmente en el año 1001 un emir turcomano, Mahmud de Ghazni, con base en el Afganistán oriental, devasta en una serie de expediciones exitosas los principados hindúes occidentales, penetra en el corazón del mundo gangético y, saqueando y destruyendo el gran templo hindú de Somnath en Gujarat, inauguraba la larga era de influencia islámica en el mundo indio. Con este embate, la India volvía a convertirse en sujeto pasivo de su historia.
Sólo a partir de 1192, no obstante, cuando Muhammad de Ghor, otro caudillo turcomano con base territorial afgana, derrota al rey de Ajmer y Delhi, Prithviraj, y ocupa temporalmente la capital del norte de India, comienza la influencia islámica en el subcontinente. Ghor se erige en Sultán de Delhi, extiende su dominio hasta la remota Bengala y abre la puerta a la primera dinastía musulmana, la de los Turcos o Esclavos, que hace de Qutb-ud-Din su primer monarca.
Desde ese momento y durante seis siglos y medio el Islam es el principal vector de la política y la historia indias. Siete dinastías musulmanas –aparte de la mencionada de los Esclavos, las de los Khiljis, Tuglhaqs, Sayyids, Loddis, Afganos y Mughals– se suceden en el trono de Delhi. La última de ellas, establecida a partir del primer cuarto del Siglo XVI por el caudillo timúrida Babar, aunque sólo consolidada por su nieto Akbar veinte años más tarde tras un turbulento interregno afgano, es la que obtuvo mayor resonancia histórica, tanto por la amplitud de los territorios que llegó a controlar (que se extendían desde el presente Uzbekistán hasta Bangladesh, y por el Sur hasta la mitad del Deccan histórico), como por las riquezas que acumuló (las cuales muy tempranamente suscitaron la codicia de la emergente potencia marítima de España y Portugal), y la suntuosidad y vigor de las creaciones culturales que desarrollaron. Este imperio Mughal, casi prácticamente contemporáneo en su desarrollo, apogeo y decadencia al otro gran imperio musulmán a su occidente, el Otomano, vio acelerado su declive por el choque con la expansión colonial europea, que se convirtió en irresistible para su cada vez más decrépitas estructuras de poder a partir de mediados del Siglo XVIII.
Apenas seis años después de que Colón descubriera América en su intento de encontrar una ruta occidental hacia la India, el portugués Vasco de Gama es coronado por el éxito en similar empeño en la oriental y sus navíos echan el ancla en el puerto malabar de Calicut, actual estado indio de Kerala, en 1498. Pronto una cadena de establecimientos portuarios –Goa, Cochin, Diu, Bombay y Colombo–jalonan la costa sudoccidental india para apoyar el lucrativo comercio portugués de especias indostánicas. En pocos años rivalizan con ellos otros enclaves establecidos por las nuevas potencias navales europeas de Inglaterra, Holanda, Francia y Dinamarca (Surat, Madras, Pondichery, Tranquebat, Calcuta) en pos de los jugosos beneficios que el comercio de especias inyectaba en la revolución mercantil protagonizada por dichos nuevos poderes marítimos.
Este segundo gran asalto europeo a las riquezas indias coincide con el declive inicial del poder mughal, representado por los fracasos del último de sus grandes emperadores, Aurangzeb, en su afán de frenar la osadía de los príncipes maratahas al sur de sus territorios y de penetrar en profundidad en el siempre turbulento Deccan. Pero también con el inicio de la decadencia de los reinos ibéricos, cuya unión en el 1580 sobre la testa coronada de un Habsburgo español, había dejado las posesiones lusitanas en India bajo control hispano.
Apartadas pronto de la pugna por las riquezas indostánicas las declinantes potencias ibéricas, desde principios del siglo XVIII su expolio se convierte en un juego a tres bandas entre las respectivas Compañías de las Indias Orientales de Inglaterra, Holanda y Francia, en la que poco a poco va imponiéndose el poderío naval y comercial británico, junto a una remarcable coherencia política para aprovechar el vacío creado por la desaparición de Aurangzeb y las dificultades a que se tuvieron que enfrentar sus inmediatos sucesores para intentar preservar el núcleo central de los territorios imperiales, contra el asalto de los principados emergentes de sijkhs, marathis y rajputs. Es solo en 1757, tras la victoria de Plassey, cuando tras un largo pulso militar y diplomático con diferentes alternativas que no alcanzó su desenlace hasta ese momento en el teatro de operaciones de Bengala, que la Compañía inglesa, timoneada por Lord Clive se convierte en árbitro de la política indostánica, a más de poder fáctico y tutelar de la lánguida pervivencia durante el siglo siguiente del imperio mughal.
Este papel tutelar de la Compañía Inglesa de Indias sobre los asuntos políticos indostánicos, con el hilo conductor de su consolidación como beneficiaria exclusiva de extraordinarios réditos comerciales, funcionó satisfactoriamente tanto para ella como para su lejana metrópolis insular durante los siguientes cien años. La transferencia progresiva del poder político y comercial del cada vez más deshilvanado imperio mughal y de los principados periféricos que tanto lo apoyaban como desafiaban su control y contestaban abiertamente su autoridad, resultó menos problemático de lo que los continuos, aunque siempre limitados geográficamente, conflictos militares que les acompañaron sugieren. Y ello debido a dos diferentes circunstancias. Por un lado los británicos desplazaban a un poder gastado, caduco, que apenas podía asegurar las necesidades básicas de la siempre torrencial demografía indostánica. Por otro el mercantilismo occidental representado por la Compañía era un horizonte que las clases privilegiadas no querían privarse de explorar. Pero además, para erosionar el poder musulmán, los occidentales utilizaron con habilidad y pertinacia el cortejo y patronazgo de dirigentes hindúes e hicieron de ellos sus principales aliados, sintonizando así plenamente con la aspiración de la mayoría de la población hindú a poner punto final a la larga dominación musulmana de su territorio ancestral.
Tal aquiescencia al nuevo tutelaje británico representado por la Compañía, resultó a la larga engañosa por la espontaneidad y fluidez con que se produjo, induciéndola a que en el curso del siguiente siglo prefiriese concentrarse en la organización de un vasto sistema de captación de riquezas y el apuntalamiento militar de los anchos territorios que alcanzaba a controlar, y omitiera rastrear el impacto de las importantes transformaciones internas que la sociedad india iba experimentando en su choque con la inmensamente ajena cosmovisión que el nuevo poder representaba. Y ambos, impacto y transformaciones, se fueron haciendo cada vez más hondos e insoslayables. A partir de la segunda mitad del XIX menudearon asonadas, motines y protestas de la población contra ciertas prácticas de la Compañía, sobre todo aquellas que atentaban contra la intangible estructura de castas o evidenciaban la preferencia a colocar a nativos de religión cristiana en puestos de responsabilidad media de la administración emergente. A principios de 1857, estas tensiones desembocaron en el Motín de los Cipayos que sacudió con violencia el statu quo reinante, al producirse la conquista por los sublevados de dos de los históricos centros de poder en India, Delhi y Luknow, lograr la participación en la rebelión tanto de príncipes musulmanes como hindúes, incluidas las principales figuras del ya nominal poder mughal, colocando al borde del colapso el percibido como firme dominio de la Compañía sobre el mundo indostánico.
El sobresalto del 57 actuó en la metrópoli como un poderoso revulsivo para que se acordasen finalmente medidas decisivas, ya esbozadas en la década precedente, para consolidar la presencia británica en India.
La de mayor relevancia fue el desplazamiento de la Compañía de Indias de la preeminencia política que ocupaba y la transferencia de su papel al gobierno británico, concentrando de paso los tres centros de poder preexistentes (Madrás, Calcuta y Bombay) en uno singular radicado en Calcuta. También se reguló, amplió y diseñó el acceso al Ejército anglo-indio de efectivos y cuadros bajos y medios locales, privilegiando la recluta de las conocidas como «razas guerreras» –gorkhas, sikhs, gujjars, pashtuns, dogras, bengalis, rajputs, kumauni, nairs, jats, etc– las cuales, aparte de su superior aptitud castrense, ofrecían la ventaja de pertenecer a comunidades minoritarias y periféricas; y se inició la creación de una nueva burocracia estatal con la formación según los más puros esquemas metropolitanos de personal local (en principio naturalmente confinada a los vástagos de la aristocracia o terratenientes nativos) para generar una sólida administración anglo-india. Finalmente se permitieron los primeros atisbos de participación política mediante la autorización de funcionamiento a organizaciones filantrópicas y culturales, que pronto despejaron el camino para el establecimiento de formaciones políticas que dirigieron el movimiento por la independencia.
La ruta hacia ella fue larga, sobresaltada –los conflictos políticos en la Europa del XIX, y sobre todo el estallido de la I Gran Guerra provocaron que el proceso adoleciese de fluidez– pero mucho menos traumática que en otras experiencias de liberación colonial más o menos contemporáneas, sobre todo si se considera la entidad de los territorios cuya suerte se jugaba y el enorme peso específico que los dominios indios llegaron a adquirir para la corona británica. Tras la I Guerra Mundial y el titánico esfuerzo militar y productivo que supuso para el mundo indio respaldar a la metrópolis, en momentos de extremada debilidad y, sobre todo, preservar sus anchos espacios imperiales, la suerte parecía echada y la independencia exigida por líderes del calibre de Gandhi, Nehru, Jinnah, Chandra Bosse, Ambedkar, Abdul Kalam, VS. Patel o, con otro acento, Vivekananda o Tagore, parecía al alcance de la mano.
La metrópolis sin embargo necesitó otros treinta años de introspección, el movimiento independentista los mismos de lucha cada vez más agria y la aparición de fisuras irreparables en su seno, como la que enfrentó al Partido del Congreso Nacional de Gandhi-Nehru con la Liga Musulmana de Ali Jinnah, que desembocó después en el cataclismo humano de la Partición, y sobre todo la devastación del mundo europeo por el huracán de la II Guerra Mundial, para que Londres aceptase en 1947 la imposibilidad de seguir gobernando sobre el espacio indostánico.
Llegados a este punto, la rápida decisión del gobierno británico de modificar la relación con sus territorios indostánicos, transformándolos inicialmente en Dominios de la Corona, lo que entrañaba su independencia de hecho, resultó atormentada por los disturbios sangrientos que desde el año anterior enfrentaban a las comunidades hindú y musulmana. La incapacidad de las autoridades británicas para poner coto a esa guerra civil comunitaria, que a los propios líderes independentistas se les fue de las manos a pesar de los denodados esfuerzos del Mahatma Gandhi para, al menos, aminorar su letal virulencia, acortó el proceso de independencia que en agosto del 1947 desembocó en la creación de dos Dominios, India y Pakistán –este último constituido por dos territorios situados en los flancos noroccidental y nororiental de la India y separados por dos mil kilómetros–, nacidos con el estigma del antagonismo y la enemistad.
II. II. La India contemporánea
Este pecado original de las independencias de los dos grandes países surasiáticos marcó desde muy temprano las relaciones entre India y Pakistán. A los esfuerzos de los nuevos líderes nacionales por detener la serie de masacres, desplazamientos de población, destrucción de la propiedad y reasentamiento de las emigraciones forzadas a uno y otro lado de la nueva frontera, se sumaron el asesinato de Gandhi a principios de 1948 –precisamente a manos de un ultra-nacionalista hindú, ofuscado por la responsabilidad que la derecha india achacaba al Mahatma en la aceptación de la Partición– que privó de su inapreciable guía espiritual al naciente país en ese crítico momento y la primera confrontación armada entre los dos vecinos indostánicos, motivada por las discrepancias respecto a la esfera de influencia regional en que debía situarse el principado dogra de Cachemira.
Este primer conflicto político y militar entre Delhi e Islamabad se cerró en falso con una ambigua resolución del CS/ONU (47CS/48) que invocaba la celebración de un referéndum para dirimir la cuestión, la fijación de una línea de alto el fuego y la división del territorio cachemirí en dos porciones, una al norte y noroeste controlada de facto por Pakistán y otra de Sudoeste a Nordeste gobernada por India bajo la premisa legal de que el Maharaja Ránjit Singh había solicitado y obtenido el acceso a la Unión India. Desde entonces y hasta el día de hoy, el disenso cachemirí constituye el principal foco de tensiones y enfrentamientos armados entre India y Pakistán.
Con estos comienzos es de imaginar que la andadura inicial del nuevo país fuera cualquier cosa menos fácil. Un primer y grave escollo político, la integración en la Unión India de los 265 estados principescos, cuya peculiar relación con la corona británica les dejaba al margen del acta de independencia y su decisión sujeta a la voluntad de los respectivos soberanos, fue sorteado con limpieza y rapidez por el PM. Jawaharlal Nehru –gracias a la gestión magistral de su Ministro de Interior, VS. Patel–, quien consiguió que 263 de ellos firmaran el protocolo de accesión a la Unión en menos de un año. Las gestiones de Patel se estrellaron solamente contra el empeño del Nizzam de Hyderabad –el estado sureño más rico, cohesionado y moderno en el momento de la independencia– de labrarse un país independiente sobre los amplios territorios bajo su soberanía. El reto era inaceptable para Delhi porque significaba privar al naciente estado de la contigüidad territorial que permitiese una normal gobernanza, por lo que Nehru no dudó en lanzar parte de su aguerrido ejército contra las bien entrenadas (por asesores alemanes) y equipadas tropas del Nizzam. En pocas semanas, sin embargo, estas fueron barridas por la superioridad de las unidades indias y el soberano, Mir Osman Ali Khan Siddiqi, forzado a firmar la petición de acceso a la Unión.
El último de los estados principescos no integrados formalmente en el territorio que la corona británica entregó al poder sucesorio en Delhi fue el de Cachemira. Como anteriormente se ha mencionado, su acceso formal a la Unión se produjo en 1948, pero por razones constitucionales no tuvo efecto hasta 1954. A pesar de ello, la existencia de resoluciones del CS/ONU no desarrolladas y de profundos disensos entre la población cachemirí respecto a la conveniencia de ligar a India su futuro político, han hecho de Cachemira foco de turbulencias sin cuento hasta nuestros días.
Entre estas turbulencias no son las menores haber sido el origen de cuatro de los conflictos armados (1948, 1962 –en este caso contra la República Popular China (RPCH)–, 1965 y 1999) que han perturbado el desarrollo del país y profundizado la aguda animosidad que desde la independencia prevalece entre India y Pakistán. Esta animadversión vecinal catalizó en gran medida la participación armada de Delhi en el otro gran conflicto regional, el que llevó a la independencia de Bangladesh en 1971, contra los intereses de Islamabad.
Desde el punto de vista territorial quedaban por resolver la integración en India de los enclaves franceses de Pondichery y Chandernagar, resuelta de forma negociada en un puñado de meses, y del dominio portugués de Goa. La voluntad negociadora de Nehru se estrelló repetidas veces contra el empeño de Lisboa de mantener su soberanía tetrasecular sobre el enclave hasta que en 1961, y a pesar de acerbas críticas internacionales, decidió anexar a India por la fuerza el territorio portugués.
También en el extremo nororiental del país el gobierno indio hubo de utilizar la fuerza militar para reducir el rechazo de un embrión de estado naga independiente, favorecido por la ausencia de una verdadera administración británica sobre tan remoto como económicamente insignificante territorio, que finalmente accedió a la Unión como Estado de Nagaland.
Un origen nacional traumático (la Partición), cinco guerras fronterizas en apenas 40 años, tres magnicidios (los asesinatos de M.Gandhi, fuerza espiritual y expresión de una visión ideal de país en la larga lucha por la independencia, y de los PM,s Indira y Rajiv Gandhi), anchas brechas en la concepción nacional entre el laicismo socializante y desarrollista preconizado por el mayoritario Partido del Congreso y la galaxia hindunacionalista representada políticamente por el Bharatiya Janata Party (BJP), que predica la construcción de una nación centrada en la herencia exclusivamente hindú y en el que las múltiples peculiaridades del mundo indio –religiosas, culturales, regionales, étnicas lingüísticas, filosóficas– deberían quedar subsumidas y opacadas en esa matriz hinduista y un convulso ambiente internacional de guerra fría...: parecería inimaginable que un país, alumbrado a sí mismo tras una devastadora dominación colonial hubiera podido sobrevivir a retos tan sobrehumanos. Y sin embargo así ha sido.
Seis décadas después de la independencia, India ha dado pasos de gigante para resolver algunos de los problemas endémicos que han venido lastrando su evolución histórica (diversidad y gigantismo geográficos, débil cohesión interna, inhóspita situación geoestratégica, demografía torrencial, diversidad religiosa) y otros muchos derivados de los desajustes sociales, culturales y económicos provocados por dos siglos de dominación colonial británica. Y sobre todo el primer estado nacional (y democrático) que jamás antes cubriera el subcontinente asiático es un hecho indiscutible. Con ello India ha reingresado impetuosamente en la historia.
III. III. Continuidades culturales y rupturas
Una proeza de tal calibre no se alcanza siquiera con esa concentración de energías humanas y de voluntad y creatividad políticas que históricamente han concitado los grandes procesos de liberación nacional.
Si aquella primera generación de líderes que mantuvo durante más de treinta años el pulso con la potencia colonial, hasta que ésta se resolvió en independencia ha resultado irrepetible, factores de superior calado y efecto más pertinaz han colaborado a que su proyecto político cuajase, aunque no acaso sobre las exactas líneas de marcha que ella delineó.
Estos factores son de orden religioso y sociológico, es decir culturales, y han actuado a lo largo de la dilatada historia india como factor estabilizador de las trasformaciones de diferente calibre que experimentaron los pueblos que habitaron el subcontinente. En primer lugar se encuentra la concepción del tiempo, cíclico, repetitivo, adoptada por las tres grandes religiones indostánicas y cuya concretización más visible es la adhesión a la idea de una reencarnación inacabable de todos los seres bajo diferentes formas, también subsumida en los cuerpos doctrinales del hinduismo, budismo y jainismo primigenios. Esa creencia en la continua trasmigración tiene un inmediato correlato humano: hacer de la familia el factor clave de las sociedades y por ello concederle una especial preponderancia social, económica y política.
Enseguida y también con sanción expresa de esas mismas religiones, la centralidad del concepto de dharma, es decir (2) «lo que sostiene el orden cósmico, social y personal, la ley, la naturaleza, del hombre, de la sociedad y el universo; la conducta que el hombre debe adoptar para hallarse en armonía con su naturaleza profunda». K. M. Sen, pensador bengalí que en la década de los 60 del pasado siglo publicó un famoso ensayo sobre el Hinduismo, a la postre la religión a que se adhiere más del 65% de los indios, subrayaba en él lo siguiente (3): «Lo más importante respecto a un hombre es su dharma, no su religión».
En tercer lugar, y aunque en su versión actual se haya visto sometida a críticas demoledoras desde muy diferentes ángulos, la pervivencia del sistema de castas formulado en los Vedas y sancionado por más de dos mil quinientos años de historia. La estructura social que consagró el establecimiento del sistema de castas hizo al mundo indostánico notablemente elástico a conmociones sociales y políticas, especialmente las derivadas de la irrupción en su espacio geográfico de agentes exógenos a él, pero que durante el último milenio ocuparon lugar hegemónico en la conducción de los pueblos originarios del subcontinente. Sin esta solidez y plasticidad hubiera sido harto difícil que la India surgida de la larga experiencia histórica de subordinación de sus sociedades a intereses foráneos, hubiese sintonizado tan tempranamente con aquella «Edad de Oro» del último imperio Gupta, que ha permanecido en el imaginario colectivo de los indios y lo ha dinamizado para que de él se deriven las energías necesarias para convertir a India en una gran nación.
Finalmente creemos necesario incluir el concepto de karuna en este escueto puñado de conceptos socio-culturales que han marcado su impronta durante milenios en las sociedades indostánicas. Aunque de raigambre primordialmente budista, con el significado de una compasión que debe extenderse a todos los seres creados como contrapeso a ese otro concepto central para el budismo, aunque igualmente significativo en las otras dos grandes religiones regionales, del dolor, Karuna ha funcionado como eficaz bálsamo de todo tipo de tensiones y cataclismos que a lo largo de la historia han plagado la convivencia de los pueblos indostánicos. Tanto es así que el término, aunque en gran medida despojado de su valor originario y con un sentido predominantemente retórico, ha encontrado perfecto y extenso acomodo en la jerga política de la India contemporánea, posiblemente a través de la vena compasiva que siempre vertebró el mensaje gandhiano.
A la par que estos factores de continuidad que han impedido desmoronamientos irreparables en la estructura socio-cultural india, otros elementos de más reciente aparición han roto lanzas para quebrar esa admirable ilación de la India actual con las Indias que se han ido sucediendo a lo largo de la historia. No podía ser de otra forma dadas las leyes de acción y reacción que rigen los encuentros e imbricaciones entre culturas, religiones y civilizaciones que sobre el subcontinente han sido tan prolíficos.
Los más recientes y de impacto más actual se derivan de la sucesiva confrontación del ethos indostánico, primero con la superioridad militar del expansionismo islámico y finalmente con la cosmovisión cristiano occidental vehiculada por el imperialismo británico. Nos atreveríamos a resumirlos, conscientes del reduccionismo en que incurrimos, en puritanismo, nacionalismo y materialismo.
En ese tipo de confrontaciones civilizatorias resulta tópico que la parte agredida se abaluarte en sus convicciones y principios tradicionales para protegerlos de la erosión a que forzosamente los someten las ideas que abandera el poder irruptor. En el caso del puritanismo, el mundo indio se vio obligado a enfrentarse durante casi mil años, y desde una posición de partida enormemente más abierta, a dos de los puritanismos más radicales que se han dado en la historia: el radical monoteísmo islámico y la versión reformada y mercantil del cristianismo europeo. En ese desigual choque y siguiendo la clásica reflexión estratégica de absorber una buena parte de las ideas que hacen fuerte al adversario, India se acogió a los reductos más intolerantes de su tradición desde los que «el otro» era siempre una amenaza y no la posibilidad de nuevos horizontes.
Esa larga crispación defensiva sobre valores supuestamente intangibles, ha supuesto una profunda ruptura con un pasado que, en sus momentos más brillantes, hizo del diálogo, la interfecundación intelectual y el polifacetismo, puntales de su esplendor.
El nacionalismo, por su parte, es un concepto ajeno al mundo oriental y más aún a la noción de archipiélago de pueblos y comunidades que prevaleció en el mundo indostánico hasta la llegada de los británicos. Es claro que el combate independentista resultó tempranamente impregnado por esos fermentos nacionalistas que, tras la revolución Francesa, se convirtieron en moneda de ley en los ámbitos políticos occidentales, y en el siglo siguiente transformaron el mundo. El movimiento nacional indio, como cualquiera de su género en la misma época, se armó con la panoplia ideológica del dominador para llevar a buen puerto la empresa de la independencia. Pero en ese proceso lógico y por contagio con las concepciones más estrechas del nacionalismo europeo (fascismo, supremacismos raciales), indujo en el mundo indio un nacionalismo reactivo, de signo opuesto al liberador que inspiraba a la mayoría de los líderes independentistas, cuya influencia perturbó la última fase de la lucha independentista, pero lo que es aun peor activó reflejos de intolerancia, exclusión y supremacismo (en este caso hinduista) en una sociedad que hasta entonces había sido inmune a ellos. Como después veremos, esta influencia persiste y ha venido adoptando diferentes formas en la política india.
Es bien conocido que en el mundo indio la pulsión espiritual ha quedado equilibrada siempre por un similar aprecio del mundo material. El Código de Manu fijó, desde los tiempos más remotos, como una de las tres castas principales, la de los vaishyas, comerciantes o trabajadores por cuenta propia, lo que indica la alta consideración que en la visión antigua tenían los creadores de riqueza. Pero además, en la concepción védica de la sociedad ideal, se prevé que en la etapa central de la vida del hombre (grihastha) éste tenga la obligación buscar el bienestar familiar mediante la consecución de su éxito económico (artha), con lo que proporciona una validación claramente religiosa a lo que si no, hubiese sido mero mecanismo de supervivencia.
Ello implica que una alta consideración de los aspectos materiales y del éxito económico, han estado siempre presentes en el mundo indio e interactuado armónicamente con las facetas espirituales e intelectuales igualmente preeminentes en él. Sin embargo, y como consecuencia, primero del papel subordinado que durante la dominación de los imperios islámicos se vieron obligadas a desempeñar las castas altas hindúes, confinadas casi exclusivamente al terreno comercial para canalizar sus energías, y después bajo la dominación británica, a causa de similar alejamiento de responsabilidades dirigentes, a cumplir un papel equivalente de gestoras de las riquezas, aunque en este caso a beneficio primordial del nuevo poder imperial, aquella pulsión material comenzó a convertirse en crudo materialismo, ausente ahora en gran medida el contrapeso espiritual anterior, que ha acabado por adoptar un carácter casi resistencial en la nueva sociedad.
Iniciada la andadura de India como país independiente, este materialismo comenzó a consolidarse como uno de los principales vectores ideológicos de la nueva situación, reforzado por el hecho de que una buena parte de sus adalides se convirtieran en figuras de primera fila en la vida nacional, suscitando la admiración casi irrestricta del sector de la población india más empeñado a acceder a la modernidad. Hoy en día, y ante la ausencia de fermentos espirituales o intelectuales equivalentes, la sociedad india trata de progresar sobre la corriente de un materialismo desbordado.
Como ha escrito el mejicano Octavio Paz, Premio Nobel de Literatura y penetrante observador de la vida y cultura indias (4): «¿La India, es realmente una nación? La respuesta no es inequívoca. Por una parte es un conglomerado de pueblos, culturas, lenguas y religiones diferentes; por la otra, es un territorio bajo el dominio de un Estado regido por una Constitución nacional. En este sentido, podría decirse que la India, como afirmó alguna vez Jayaprakash Narayan, “is a nation in the making”. Ahora bien, una nación es ante todo una tierra y una sociedad unida por una herencia (lengua, cultura, religión) pero asimismo por un proyecto nacional. Ya dije que la India, en primer término, es una civilización, o más bien dos: la hindú y la islámica. Ambas son un conjunto de sociedades tradicionales en las que la religión es el centro de la vida común. Una religión mezclada con los usos de cada grupo, la lengua y el patriotismo local. Estas sociedades, en sus dos ramas hindú y musulmana, han experimentado y experimentan numerosos cambios, debidos a diversas influencias, entre ellas las de la técnica y la economía modernas. Sin embargo siguen siendo fieles a sus tradiciones. Al mismo tiempo, frente a esas sociedades tradicionales tenemos un estado moderno, que se proclama nacional y que es obedecido en todo el país, a pesar de los numerosos y a veces violentos movimientos separatistas. Se trata de una enorme contradicción histórica. Comprenderla es comenzar a comprender un poco la realidad india».
IV. IV. La mayor democracia del mundo
El principal legado colonial británico para India fue, sin duda, la idea de democracia. La presencia de los vástagos de las grandes familias indias en las más prestigiosas universidades de la isla y, posteriormente, el empeño en reclutar y formar personal local para integrar los escalones bajos e intermedios de la Administración británica, familiarizó a varias generaciones de indios con los principios y las prácticas de la democracia representativa y parlamentaria. Este contingente fue el que nutrió, animó y dirigió el movimiento independentista.
A partir de 1920 aproximadamente el poder británico se vio forzado a asociar a esa inteligentsia india a la gobernanza del país en sus ámbitos local y regional, lo cual produjo la aparición de los primeros partidos o asociaciones de carácter político para interactuar con la Administración británica. Así que la transferencia del poder a la hora de la Independencia se realizó de modo natural a las dos formaciones que habían mantenido un perfil más destacado en la vida pública india en el período anterior: El Partido del Congreso Nacional de Nehru y la Liga Musulmana de Ali Jinnah.
La incógnita que se planteaba en ese momento era cómo se adaptaría la democracia parlamentaria que bullía en la cabeza de los líderes independentistas a la amplia diversidad y multipolaridad histórica de la galaxia india. Y aquí de nuevo funcionó la vieja tradición india de poder repartido y tolerancia, de debate y funcionamiento al margen de los poderes establecidos, para que esa democracia parlamentaria escogida por los primeros líderes pudiera arraigar hondamente. A tal respecto nos previene el premio Nobel de Economía y prolífico ensayista Amartya Sen en uno de los trabajos que componen «El polemizante indio» (5), acerca de «la tentación de atribuir el compromiso de la India con la democracia simplemente al impacto de la influencia inglesa (que debería por tanto haber funcionado de la misma manera para otros cien países que emergieron de un imperio sobre el que no se ponía el sol)... La India ha sido especialmente afortunada al contar con una larga tradición de discusiones públicas, con tolerancia de la heterodoxia intelectual... Cuando, hace más de medio siglo, la India independiente se convirtió en el primer país del mundo no occidental en escoger una constitución realmente democrática, no utilizó solamente lo que había aprendido de las experiencias institucionales en Europa (en especial Gran Bretaña) y América, sino también se inspiró en su propia tradición de razonamiento público y debate heterodoxo. La inusual trayectoria de la India como una robusta democracia no occidental, incluye la total aceptación de la prioridad del poder civil sobre las Fuerzas Armadas, al igual que por todos los partidos políticos en el amplio espectro que va desde las formaciones comunistas hasta la derecha hindú, y ello a pesar de lo ineficiente y torpe (y cuán tentadoramente reemplazable) pudiera ser el gobierno democrático».
Con lo que tal incógnita se despejó pronto mediante la implantación de un sistema parlamentario y federal que se adaptaba en gran medida a la diversidad y particularismos regionales existentes en India. Los papeles políticos quedaron claramente demarcados: el gobierno central se ocupa de los asuntos exteriores, la defensa, la justicia, la política monetaria, las universidades y los grandes proyectos industriales, mientras que a los gobiernos estatales concierne la agricultura, la educación primaria y secundaria, sanidad, policía y administración local. El Legislativo es de carácter bicameral, en el que la Cámara Baja o Lok Sabha mantiene un decisivo protagonismo y garantiza equilibrio entre sectores sociales (asegurando la representación de los grupos más desfavorecidos, es decir castas bajas y poblaciones tribales) mediante la reserva de algo más de la tercera parte de los escaños a sus representantes. El Ejecutivo presenta una bicefalia formal, con un Primer Ministro que lo encabeza y gobierna a través de su Gabinete, y un Presidente electo por las dos Cámaras que actúa como Jefe del Estado, sin poderes ejecutivos, pero que mantiene la a competencia sustantiva: de disolver en ciertos casos los gobiernos y asambleas estatales y substituirlos temporalmente por una «Administración Presidencial»; lo que, en último extremo, significa gobernarlos desde Delhi.
La tentación a la «tutela» castrense, tan habitual en los procesos descolonizadores según recordaba Sen (6), y más si estos concluyen con tempranos conflictos bélicos como en el caso indio, fue muy pronto conjurada: Jawaharlal Nehru confrontó directamente las críticas o discrepancias expresadas por el carismático primer Jefe del Ejército indio, Gral Cariappa, sobre aspectos de su conducción de ciertos asuntos militares y políticos, recordándole la debida subordinación de las Fuerzas Armadas al Poder Ejecutivo e induciendo su dimisión en enero de 1953 (7). Una década después, en 1962, otro Jefe del Ejército, el Gral Thimayya, presentó su dimisión por discrepancias con el Ministro de Defensa y mano derecha de Nehru, Krishna Menon. El Primer Ministro pidió a Thimmaya que revocase su decisión y, cuando lo hizo, le humilló verbalmente en una inmediata sesión parlamentaria. A partir de entonces ningún militar indio ha osado cuestionar la supremacía política en India, con lo que quedó conjurada la tentación de la tutela militar sobre la res publica.
Con el flanco castrense bien protegido, fue cuestión de paciencia, tenacidad y voluntad política –que nunca escasearon en aquella primera generación de líderes–echar los cimientos de «la mayor democracia del mundo», título que con harta razón enorgullece a la inmensa mayoría de los indios y apabulla a buen número de observadores internacionales.
Ese proceso de construcción democrática no ha estado exento de sobresaltos. Uno de los retos más tempranos e insidiosos para la idea de «unidad dentro de la diversidad» que inspiró esa construcción, fue de carácter lingüístico y presentaba dos vertientes: por un lado la conveniencia de mantener la lengua colonial, el inglés, como patrimonio de la nueva nación. El inglés había sido la lengua de la administración, la política, la educación superior, el comercio exterior, la lengua franca entre las clases altas y medias y parecía el pasaporte idóneo para el ingreso de India en la moderna comunidad de naciones. Sin embargo un buen número de lenguas regionales –bengali, telegu, marathi, urdu, tamil, kannada, oriy– se hallaban perfectamente vivas y sus hablantes rehusaban airadamente verse obligados a abandonarlas en beneficio de una lengua foránea. Tras no pocas tensiones que pusieron a prueba la elasticidad del sistema federal abrazado, se alcanzó un compromiso: el hindi, una de las lenguas del norte de la India, aunque carente de la relevancia histórica y cultural de otras, fue adoptado como idioma nacional indio; a la par se decretó la oficialidad de 14 lenguas regionales en estados o territorios en que sus hablantes eran mayoría y se mantuvo el inglés como lengua co-oficial. Enseguida el proceso chocó con la pervivencia fáctica del sistema de castas que, aunque abolidas por la Constitución del 48, pronto se reprodujeron en el interior del sistema parlamentario, tratando de obstaculizar el trabajo legislativo que perseguía progresar en la línea igualitarista consagrada en la Carta Magna. Flexibilidad, paciencia y pragmatismo por parte de la primera generación de líderes permitió soslayar momentos de ruptura y abrir paulatinamente portillos legislativos y políticos para aliviar la marginación plurisecular de los miembros de las castas más bajas o las poblaciones tribales ajenas al curso de la historia india.
La sucesión de varias elecciones generales, desarrolladas de forma ejemplar y con una participación popular arrolladora, cuyo veredicto fue el apoyo mayoritario a los candidatos del Partido del Congreso, solventaron también la posible línea de escisión democrática entre comunistas y demócratas. En un país como India, en que las masas campesinas empobrecidas resultaban un elemento tan predominante como perturbador, la escora comunista no podía ser sino atractiva opción. La inclinación indiscutible del voto –también el campesino– en las primeras elecciones nacionales y estatales hacia candidatos ajenos a ideologías marxistas, conjuraron la tentación comunista de la búsqueda del poder a través de la «acción directa» y, con la aquiescencia de Moscú, obligaron a las formaciones comunistas a adoptar la senda constitucional, merced a la que alcanzaron el poder regional en Kerala en 1957 y posteriormente lo volvieron a alcanzar y compartir no sólo en ese estado sureño sino, también y hasta nuestros días, en West Bengala.
Uno de los momentos críticos en el proceso democrático indio fue el relevo, tras su muerte, de Jawaharlal Nehru, el carismático líder del Partido del Congreso y Primer Ministro desde la Independencia. A pesar de la inmensa popularidad de que gozó, su gestión política resultó contradictoria y ambivalente: asumió con energía el reto de «la cita de India con su destino» en el plano tecnológico, pero sus convicciones intelectuales le llevaron a escoger un modelo de desarrollo industrial y económico de corte estatalista, que impidió un progreso económico coherente con las necesidades indias y generó importantes tensiones sociales. Su idealismo político le llevó a evitar caer en el juego de fuerzas de la guerra fría, marginando en gran medida a India de la gran política de la época en el Movimiento de los Países no Alineados. Ese mismo idealismo nubló su política de coexistencia pacífica respecto a China, resuelta en la amarga derrota militar de 1962 que costó a India la pérdida de una importante porción norteña de su territorio cachemirí y, para paliar la inferioridad militar evidenciada en esta confrontación armada, la necesidad de incurrir en enormes gastos de Defensa que lastraron seriamente las necesarias inversiones en otros sectores productivos.
El vacío político provocado por su desaparición fue resuelto en un primer momento por el interregno de otro líder histórico del Partido del Congreso, Lal Bahadur Shastri, a quien correspondió lidiar con la segunda guerra indo-pakistaní de 1965. La muerte del propio Shastri en 1966 despejó el camino para la solución «dinástica» en el Partido del Congreso (PC), con la elección de la hija de Nehru, Indira Gandhi, como nueva Primer Ministro de India.
Esta solución dinástica en las élites dirigentes de diferentes ámbitos nacionales, aunque bastante ajena a las democracias occidentales, cuenta con larga tradición y plena carta de ciudadanía en el mundo asiático, acaso debido a la importancia y solidez que sigue teniendo el vínculo familiar en esas latitudes. En países como Pakistán, Nepal, Bangladesh, Sri Lanka o Myanmar, el vector dinástico ha sido clave para asegurar los liderazgos políticos. En la misma India, la política regional (Tamil Nadu, Jharkhand, Punjab, Rajastan, Cachemira) ha estado marcada por una corta nómina de familias que se suceden en las primeras magistraturas estatales y en otros cargos electos. Por ello acaso el acceso de Indira Gandhi al poder central fue aceptada no sólo sin reparos, sino con cierta convicción de que en Indira encarnarían las virtudes de su progenitor, garantizando así la necesaria continuidad política.
Si no es fácil negar que parte del nervio y talento políticos mostrados por Nehru durante los diecisiete años que estuvo al timón de los destinos de India afloraron también en la conducción política de Indira Gandhi, ciertos déficits en templanza y actitud dialogante complicaron el segundo de sus mandatos y provocaron la crisis más grave que hasta el momento ha tenido que enfrentar la democracia india, como fue la imposición del Estado de Emergencia en 1975, para hacer frente a grandes revueltas campesinas y a la resistencia a sus políticas económicas de un cierto número de primeros ministros de importantes estados de la Unión. La sólida fe en el veredicto electoral de la población india resolvió prontamente el entuerto, desbancando a Gandhi del poder en 1977 y obligándola a refundar su partido y anclar mejor en la democracia su prontuario político para, tras ello, volver por la puerta grande a la política con un nueva victoria electoral en 1980. Durante los largos años (quince) que estuvo a la cabeza del ejecutivo indio, Indira Gandhi gozó de extraordinaria popularidad, sentó las bases para la industrialización del país, intervino con ponderación y sin revanchismo en el nacimiento de Bangladeh, atajó con contundencia el intento de secesión sikh del Punjab y confirmó la eficacia de la fórmula dinástica para garantizar la continuidad democrática india, que ha hecho que cinco generaciones de Nehru-Gandhi`s se hayan sucedido hasta nuestros días al frente de los destinos de India.
La extremada dureza con que resolvió la insurrección sikh de 1984 fue la causa inmediata del asesinato de la PM. Gandhi, como también fue la nefasta intervención militar india en el intento de resolución del conflicto sinhalo-tamil en Sri Lanka en 1986, el motivo del atentado terrorista de autoría tamil que costó la vida a su hijo y también primer ministro Rajiv Gandhi en 1991.
Para ese momento sin embargo, y tras tan duras pruebas como se abatieron sobre India en los cincuenta años posteriores a su independencia, la democracia gozaba de completo respaldo popular, había cristalizado en un bipartidismo difuso –tras la irrupción del Baratiya Janata Party (BJP) en la arena política en los últimos años de los 80 y su conquista del poder de la mano de Atal Bihari Vajpayee en 1998, quien lo mantuvo durante dos legislaturas consecutivas hasta el 2004–, marcado por la formación de un gobierno central de nuevo con clara hegemonía del Partido del Congreso bajo la dirección del PM Manmohan Singh, como artífice y ejecutor de la visión política de Sonia Ghandi, Presidente del partido e inamovible eminencia gris de su hegemonía, junto a la aparición de sólidas fuerzas políticas regionales y de formaciones basadas en la casta, como el BSP de Mayawati en Uttar Pradesh, las cuales contrapesaban el poder central y le forzaban a buscar durabilidad y estabilidad mediante tan complicados como ineludibles ejercicios coaligatorios. La mayor democracia del mundo resultaba ya una realidad incontestable.
Ignacio Prieto Vázquez, en ieee.es/
Notas:
(1) A.L. Basham: A.L. Basham: The Wonder That Was India. Rupa & Co, New Delhi,2001
(2) Álvaro Enterría, La India por dentro, Terra Incognita, Indica Books, Palma de Mallorca 2006
(3) Kshiti Mohan Sen, Kshiti Mohan Sen, Hinduism, Penguin. Londres 2005
(4) Octavio Paz, Vislumbres de la India, Seix Barral Biblioteca Breve, Barcelona 2001
(5) Amartya Sen, Amartya Sen, The Argumentativ eIndian, Penguin Books, New Delhi 2005
(6) (Amartya Sen, Amartya Sen, The Argumentative Indian, Penguin Books, New Delhi 2005
(7) Ramachandra Gupta, India after Gandhi, Picador India 2007
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