1. La obra de la Encarnación
La asunción de la naturaleza humana de Cristo por la Persona del Verbo es obra de las tres Personas divinas. La Encarnación de Dios es la Encarnación del Hijo, no del Padre, ni del Espíritu Santo. No obstante, la Encarnación fue una obra de toda la Trinidad. Por eso, en la Sagrada Escritura a veces se atribuye a Dios Padre (Hb 10, 5; Ga 4, 4), o al Hijo mismo (Flp 2, 7), o al Espíritu Santo (Lc 1, 35; Mt 1, 20). Se subraya así que la obra de la Encarnación fue un único acto, común a las tres Personas divinas. San Agustín explicaba que «el hecho de que María concibiese y diese a luz es obra de la Trinidad, ya que las obras de la Trinidad son inseparables» [1]. Se trata en efecto de una acción divina ad extra, cuyos efectos están fuera de Dios, en las criaturas, pues son obra de las tres Personas conjuntamente, ya que uno y único es el Ser divino, que es el mismo poder infinito de Dios (cfr. Catecismo, 258).
La Encarnación del Verbo no afecta a la libertad divina, pues Dios podía haber decidido que el Verbo no se encarnara, o que se encarnara otra Persona divina. Sin embargo, decir que Dios es infinitamente libre no significa que sus decisiones sean arbitrarias ni negar que el amor sea la razón de su actuar. Por eso los teólogos suelen buscar las razones de conveniencia que se pueden vislumbrar en las diversas decisiones divinas, tal como se manifiestan en la actual economía de la salvación. Buscan tan sólo poner de relieve la maravillosa sabiduría y coherencia que existe en toda obra divina, no una eventual necesidad en Dios.
2. La Virgen María, Madre de Dios
La Virgen María fue predestinada para ser Madre de Dios desde toda la eternidad juntamente con la Encarnación del Verbo: «en el misterio de Cristo, María está presente ya “antes de la creación del mundo” como aquella que el Padre ‘ha elegido’ como Madre de su Hijo en la Encarnación, y junto con el Padre la ha elegido el Hijo, confiándola eternamente al Espíritu de santidad» [2]. La elección divina respeta la libertad de Santa María, pues «el Padre de las misericordias quiso que el consentimiento de la que estaba predestinada a ser la Madre precediera a la encarnación para que, así como una mujer contribuyó a la muerte, así también otra mujer contribuyera a la vida (LG 56; cfr. 61)» (Catecismo, 488). Por eso, desde muy antiguo, los Padres de la Iglesia han visto en María la Nueva Eva.
«Para ser la Madre del Salvador, María fue “dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante” (LG 56)» (Catecismo, 490). El arcángel San Gabriel, en el momento de la Anunciación, la saluda como «llena de gracia» (Lc 1, 28). Antes de que el Verbo se encarnara, María era ya, por su correspondencia a los dones divinos, llena de gracia. La gracia recibida por María la hace grata a Dios y la prepara para ser la Madre virginal del Salvador. Totalmente poseída por la gracia de Dios, pudo dar su libre consentimiento al anuncio de su vocación (cfr. Catecismo, 490). Así, «dando su consentimiento a la palabra de Dios, María llegó a ser Madre de Jesús y, aceptando de todo corazón la voluntad divina de salvación, sin que ningún pecado se lo impidiera, se entregó a sí misma por entero a la persona y a la obra de Hijo, para servir, en su dependencia y con él, por la gracia de Dios, al Misterio de la Redención (cfr. LG 56)» (Catecismo, 494). Los Padres orientales suelen llamar a la Madre de Dios «la Toda Santa» y «la celebran “como inmune de toda mancha de pecado y como plasmada por el Espíritu Santo y hecha una nueva criatura” (LG 56). Por la gracia de Dios María ha permanecido pura de todo pecado personal a lo largo de toda su vida» (Catecismo, 493).
María ha sido redimida desde su concepción: «es lo que confiesa el dogma de la Inmaculada Concepción, proclamado en 1854 por el Papa Pío IX: “… la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano” (DS 2803)» (Catecismo, 491). La Inmaculada Concepción manifiesta el amor gratuito de Dios, pues ha sido iniciativa divina y no mérito de María sino de Cristo. En efecto, «esta “resplandeciente santidad del todo singular” de la que ella fue “enriquecida desde el primer instante de su concepción” (LG 56), le viene toda entera de Cristo: ella es “redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo” (LG 53)» (Catecismo, 492).
Santa María es Madre de Dios: «en efecto, aquel que ella concibió como hombre, por obra del Espíritu Santo, y que se ha hecho verdaderamente su Hijo según la carne, no es otro que el Hijo eterno del Padre, la segunda persona de la Santísima Trinidad. La Iglesia confiesa que María es verdaderamente Madre de Dios (cfr. DS 252)» (Catecismo, 495). Ciertamente no ha engendrado la divinidad, sino el cuerpo humano del Verbo, al que se unió inmediatamente su alma racional, creada por Dios como todas las demás, dando así origen a la naturaleza humana que en ese mismo instante fue asumida por el Verbo.
María fue siempre Virgen. Desde antiguo, la Iglesia confiesa en el Credo y celebra en su liturgia «a María como la (…) “siempre-virgen” (cfr. LG 52)» (Catecismo, 499; cfr. Catecismo, 496-507). Esta fe de la Iglesia se refleja en la antiquísima fórmula: «Virgen antes del parto, en el parto y después del parto». Desde el inicio, «la Iglesia ha confesado que Jesús fue concebido en el seno de la Virgen María únicamente por el poder del Espíritu Santo, afirmando también el aspecto corporal de este suceso; Jesús fue concebido “absque semine ex Spiritu Sancto” (Cc. Letrán, año 649; DS 503), esto es, sin elemento humano, por obra del Espíritu Santo» (Catecismo, 496). María fue también virgen en el parto, pues «le dio a luz sin detrimento de su virginidad, como sin perder su virginidad lo había concebido (…)
Jesucristo nació de un seno virginal con un nacimiento admirable» [3]. En efecto, «el nacimiento de Cristo “lejos de disminuir consagró la integridad virginal” de su madre (LG 57)» (Catecismo, 499). María permaneció perpetuamente virgen después del parto. Los Padres de la Iglesia, en sus explicaciones de los Evangelios y en sus respuestas a las diversas objeciones, han afirmado siempre esta realidad, que manifiesta su total disponibilidad y la entrega absoluta al designio salvífico de Dios. Lo resumía San Basilio cuando escribió que «los amantes de Cristo no admiten escuchar que la Madre de Dios haya dejado de ser virgen en algún momento» [4].
María fue asunta al Cielo. «La Virgen Inmaculada, preservada libre de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los Señores y vencedor del pecado y de la muerte» [5]. La Asunción de la Santísima Virgen constituye una anticipación de la resurrección de los demás cristianos (cfr. Catecismo, 966). La realeza de María se fundamenta en su maternidad divina y en su asociación a la obra de la Redención [6]. El 1 de noviembre de 1954, Pío XII instituyó la fiesta de Santa María Reina [7].
María es la Madre del Redentor. Por eso su maternidad divina comporta también su cooperación en la salvación de los hombres: «María, hija de Adán, aceptando la palabra divina fue hecha Madre de Jesús, y abrazando la voluntad salvífica de Dios con generoso corazón y sin el impedimento de pecado alguno, se consagró totalmente a sí misma, cual esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la Redención con El y bajo El, por la gracia de Dios omnipotente. Con razón, pues, los Santos Padres estiman a María, no como un mero instrumento pasivo, sino como una cooperadora a la
salvación humana por la libre fe y obediencia» [8]. Esta cooperación se manifiesta también en su maternidad espiritual. María, nueva Eva, es verdadera madre de los hombres en el orden de la gracia pues coopera al nacimiento a la vida de la gracia y al desarrollo espiritual de los fieles: María «colaboró de manera totalmente singular a la obra del Salvador por su fe, esperanza y ardiente amor, para restablecer la vida sobrenatural de los hombres. Por esta razón es nuestra Madre en el orden de la gracia» [9] (cfr. Catecismo, 968). María es también mediadora y su mediación materna, subordinada siempre a la única mediación de Cristo, comenzó con el fiat de la Anunciación y perdura en el cielo, ya que «con su asunción a los cielos, no abandonó su misión salvadora, sino que continúa procurándonos con su múltiple intercesión los dones de la salvación eterna… Por eso la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora» [10] (cfr. Catecismo, 969).
María es tipo y modelo de la Iglesia: «La Virgen María es para la Iglesia el modelo de la fe y de la caridad. Por eso es “miembro muy eminente y del todo singular de la Iglesia” (LG 53), incluso constituye “la figura” (…) de la Iglesia (LG 63)» (Catecismo, 967). Pablo VI, el 21- 11-1964, nombró solemnemente a María Madre de la Iglesia, para subrayar de modo explícito la función maternal que la Virgen ejerce sobre el pueblo cristiano [11].
Se comprende, a la vista de cuanto hemos expuesto, que la piedad de la Iglesia hacia la Santísima Virgen sea un elemento intrínseco del culto cristiano [12]. La Santísima Virgen «es honrada con razón por la Iglesia con un culto especial. Y, en efecto, desde los tiempos más antiguos, se venera a la Santísima Virgen con el título de “Madre de Dios”, bajo cuya protección de acogen los fieles suplicantes en todos sus peligros y necesidades… Este culto…
aunque del todo singular, es esencialmente diferente del culto de adoración que se da al Verbo encarnado, lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo, pero lo favorece muy poderosamente» [13]. El culto a Santa María «encuentra su expresión en las fiestas litúrgicas dedicadas a la Madre de Dios (cfr. SC 103) y en la oración mariana, como el Santo Rosario» (Catecismo, 971).
2. Figuras y profecías de la Encarnación
Hemos visto en el tema anterior cómo tras el pecado de nuestros primeros padres, Adán y Eva, Dios no abandonó al hombre sino que les prometió un Salvador (cfr. Gn 3, 15; Catecismo, 410).
Tras el pecado original y la promesa del Redentor, Dios mismo vuelve a tomar la iniciativa y estableció una Alianza con los hombres: con Noé tras del diluvio (cfr. Gn 9-10) y después sobre todo con Abraham (cfr. Gn 15-17), a quien prometió una gran descendencia y hacer de ella un gran pueblo, dándole una nueva tierra, y en quien un día serían bendecidas todas las naciones. La Alianza se renovó después con Isaac (cfr. Gn 26, 2-5) y con Jacob (cfr. Gn 28, 12-15; Gn 35, 9-12). En el Antiguo Testamento, la Alianza alcanza su expresión más completa con Moisés (cfr. Ex 6, 2-8; Ex 19-34).
Momento importante en la historia de las relaciones entre Dios e Israel fue la profecía de Natán (cfr. 2S 7, 7-15), que anuncia que el Mesías será de la descendencia de David y que reinará sobre todos los pueblos, no sólo sobre Israel. Del Mesías se dirá en otros textos proféticos que su nacimiento tendría lugar en Belén (cfr. Mi 5, 1), que pertenecería a la estirpe de David (cfr. Is 11, 1; Jr 23, 5); que se le pondría por nombre «Enmanuel», esto es, Dios con nosotros (cfr. Is 7, 14); que se le llamará «Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de la Paz» (Is 9, 5), etc. Junto a estos textos que describen al Mesías como rey y descendiente de David, hay otros que relatan, también de modo profético, la misión redentora del Mesías, llamándolo Siervo de Yahvé, siervo de dolores, que asumirá en su cuerpo la reconciliación y la paz (cfr. Ef 2,14-18): Is 42, 1-7; Is 49, 1-9; Is 50, 4-9; Is 52, 13-Is 53, 12. En este contexto es importante el texto de Dn 7, 13-14 sobre el Hijo del hombre, que misteriosamente a través de la humildad y el abajamiento supera la condición humana y restaura el reino mesiánico en su fase definitiva (cfr. Catecismo, 440).
Las principales figuras del Redentor en el Antiguo Testamento son el inocente Abel, el sumo sacerdote Melquisedec, el sacrificio de Isaac, José vendido por sus hermanos, el cordero pascual, la serpiente de bronce levantada por Moisés en el desierto y el profeta Jonás.
3. Los nombres de Cristo
Son muchos los nombres y títulos atribuidos a Cristo por teólogos y autores espirituales a lo largo de los siglos. Unos se toman del Antiguo Testamento; otros, del Nuevo. Algunos son utilizados o aceptados por Jesús mismo; otros le han sido aplicados por la Iglesia a lo largo de los siglos. Veremos aquí los nombres más importantes y habituales.
Jesús (cfr. Catecismo, 430-435), que en hebreo significa «Dios salva»: «en el momento de la anunciación, el ángel Gabriel le dio como nombre propio el nombre de Jesús que expresa a la vez su identidad y su misión» (Catecismo, 430), es decir, El es el Hijo de Dios hecho hombre para salvar «a su pueblo de sus pecados» (Mt 1, 21). El nombre de Jesús «significa que el Nombre mismo de Dios está presente en la persona de su Hijo (cfr. Hch 5, 41; 3Jn 7) hecho hombre para la redención universal y definitiva de los pecados. El es el Nombre divino, el único que trae la salvación (cfr. Jn 3, 18; Hch 2, 21) y de ahora en adelante puede ser invocado por todos porque se ha unido a todos los hombres por la Encarnación» (Catecismo, 432). El nombre de Jesús está en el corazón de la plegaria cristiana (cfr. Catecismo, 435). Cristo (cfr. Catecismo, 436-440), que viene de la traducción griega del término hebreo «Mesías» y que quiere decir «ungido». Pasa a ser nombre propio de Jesús «porque El cumple perfectamente la misión divina que esa palabra significa. En efecto, en Israel eran ungidos en el nombre de Dios los que le eran consagrados para una misión que habían recibido de El» (Catecismo, 436). Éste era el caso de los sacerdotes, los reyes y excepcionalmente de los profetas. Éste debía ser por excelencia el caso del Mesías que Dios enviaría para instaurar definitivamente su Reino. Jesús cumplió la esperanza mesiánica de Israel en su triple función de sacerdote, profeta y rey (cfr. ibíd.). Jesús «aceptó el título de Mesías al cual tenía derecho (cfr. Jn 4, 25-26; Jn 11, 27), pero no sin reservas porque una parte de sus contemporáneos lo comprendían según una concepción demasiado humana (cfr. Mt 22, 41-46), esencialmente política (cfr. Jn 6, 15; Lc 24, 21)» (Catecismo, 439).
Jesucristo es el Unigénito de Dios, el Hijo único de Dios (cfr. Catecismo, 441-445). La filiación de Jesús respecto a su Padre no es una filiación adoptiva como la nuestra, sino la filiación divina natural, es decir, «la relación única y eterna de Jesucristo con Dios, su Padre: El es el Hijo único del Padre (cfr. Jn 1, 14.18; JN 3, 16.18) y El mismo es Dios (cfr. Jn 1, 1). Para ser cristiano es necesario creer que Jesucristo es el Hijo de Dios (cfr. Hch 8, 37; 1Jn 2, 23)» (Catecismo, 454). Los evangelios «narran en dos momentos solemnes, el bautismo y la transfiguración de Cristo, que la voz del Padre lo designa como su “Hijo amado” (Mt 3, 17; Mt 17, 5). Jesús se designa a sí mismo como el “Hijo único de Dios” (Jn 3, 16) y afirma mediante este título su preexistencia eterna» (Catecismo, 444).
Señor (cfr. Catecismo, 446-451): «en la traducción griega de los libros del Antiguo Testamento, el nombre inefable con el cual Dios se reveló a Moisés (cfr. Ex 3, 14), YHWH, es traducido por “Kyrios” [“Señor”]. Señor se convierte desde entonces en el nombre más habitual para designar la divinidad misma del Dios de Israel. El Nuevo Testamento utiliza en este sentido fuerte el título “Señor” para el Padre, pero lo emplea también, y aquí está la novedad, para Jesús reconociéndolo como Dios (cfr. 1Co 2, 8)» (Catecismo, 446). Al atribuir a Jesús el título divino de Señor, «las primeras confesiones de fe de la Iglesia afirman desde el principio (cfr. Hch 2, 34-36) que el poder, el honor y la gloria debidos a Dios Padre convienen también a Jesús (cfr. Rm 9, 5; Tt 2, 13; Ap 5, 13) porque Él es de “de condición divina” (Flp 2, 6) y el Padre manifestó esta soberanía de Jesús resucitándolo de entre los muertos y exaltándolo a su gloria (cfr. Rm 10, 9; 1Co 12, 3; Flp 2, 11)» (Catecismo, 449). La oración cristiana, litúrgica o personal, está marcada por el título «Señor» (cfr. Catecismo, 451).
4. Cristo es el único mediador perfecto entre Dios y los hombres. Es Maestro, Sacerdote y Rey.
«Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre en la unidad de su Persona divina: por esta razón Él es el único Mediador entre Dios y los hombres» (Catecismo, 480). La expresión más profunda del Nuevo Testamento sobre la mediación de Cristo se encuentra en la primera carta a Timoteo: «Hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que se entregó a sí mismo como rescate por todos» (1Tm 2, 5). Se presentan aquí la persona del Mediador y la acción del Mediador. Y en la carta a los Hebreos se presenta a Cristo como el mediador de una Nueva Alianza (cfr. Hb 8, 6; Hb 9, 15; Hb 12, 24). Jesucristo es mediador porque es perfecto Dios y perfecto hombre, pero es mediador en y por su humanidad. Esos textos del Nuevo Testamento presentan a Cristo como profeta y revelador, como sumo sacerdote y como Señor de toda la creación. No se trata de tres ministerios distintos, sino de tres aspectos diversos de la función salvífica del único mediador.
Cristo es el profeta anunciado en el Deuteronomio (Dt 18,18). Por profeta tenía la gente a Jesús (cfr. Mt 16, 14; Mc 6, 14-16; Lc 24, 19). El mismo inicio de la carta a los Hebreos resulta paradigmático a estos efectos. Pero Cristo es más que profeta: Él es el Maestro, es decir, aquel que enseña por propia autoridad, con una autoridad desconocida hasta entonces que dejaba sorprendidos a quienes le escuchaban. El carácter supremo de las enseñanzas de Jesús se fundamenta en el hecho de que es Dios y hombre. Jesús no sólo enseña la verdad, sino que El es la Verdad hecha visible en la carne. Cristo, Verbo eterno del Padre, «es la Palabra única, perfecta e insuperable del Padre. En El lo dice todo, no habrá otra palabra más que ésta» (Catecismo, 65). La enseñanza de Cristo es definitiva, también en el sentido de que, con ella, la Revelación de Dios a los hombres en la historia ha tenido su último cumplimiento.
Cristo es sacerdote. La mediación de Jesucristo es una mediación sacerdotal. En la carta a los Hebreos, que tiene como tema central el sacerdocio de Cristo, Jesucristo es presentado como el Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza, «único Sumo Sacerdote, según el orden de Melquisedec» (Hb 5, 10; Hb 6, 20), «santo, inocente, inmaculado» (Hb 7, 26), «que, “mediante una sola oblación ha llevado a la perfección para siempre a los santificados” (Hb 10, 14), es decir, mediante el único sacrificio de su Cruz» (Catecismo, 1544). Del mismo modo que el sacrificio de Cristo –su muerte en la Cruz- es único por la unidad que existe entre el sacerdote y la víctima –de valor infinito-, así también su sacerdocio es único. Él es la única víctima y el único sacerdote. Los sacrificios del Antiguo Testamento eran figura del de Cristo y recibían su valor precisamente por su ordenación al de Cristo. El sacerdocio de Cristo, sacerdocio eterno, es participado por el sacerdocio ministerial y por el sacerdocio de los fieles, que ni se suman ni suceden al de Cristo (cfr. Catecismo, 1544-1547).
Cristo es Rey. Lo es no sólo en cuanto Dios, sino también en cuanto hombre. La soberanía de Cristo es un aspecto fundamental de su mediación salvífica. Cristo salva porque tiene el poder efectivo para hacerlo. La fe de la Iglesia afirma la realeza de Cristo y profesa en el Credo que «su reino no tendrá fin», repitiendo así lo que el arcángel Gabriel dijo a María (cfr. Lc 1, 32-33). La dignidad real de Cristo ya había sido anunciada en el Antiguo Testamento (cfr. Sal 2, 6; Is 7, 6; Is11, 1-9; Dn 7, 14). Cristo, sin embargo, no habló mucho de su realeza, pues entre los judíos de su tiempo estaba muy difundida una concepción material y terrena del Reino mesiánico. Sí lo reconoció en un momento particularmente solemne, cuando contestando a una pregunta de Pilato, respondió: «Sí, tu lo dices. Yo soy Rey» (Jn 18, 37). La realeza de Cristo no es metafórica, es real y comporta el poder de legislar y de juzgar. Es una realeza que se fundamenta en el hecho de que es el Verbo encarnado y en que es nuestro
Redentor [14]. Su reino es espiritual y eterno. Es un reino de santidad y de justicia, de amor, de verdad y de paz [15]. Cristo ejerce su realeza atrayendo a sí a todos los hombres por su muerte y resurrección (cfr. Jn 12, 32). Cristo, Rey y Señor del universo, se hizo el servidor de todos, no habiendo «venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos (Mt 20, 28)» (Catecismo, 786). Todos los fieles «participan de estas tres funciones de Cristo y tienen las responsabilidades de misión y de servicio que se derivan de ellas» (Catecismo, 783).
5. Toda la vida de Cristo es Redentora
Por lo que se refiere a la vida de Cristo, «el Símbolo de la fe no habla más que de los misterios de la Encarnación (concepción y nacimiento) y de la Pascua (pasión, crucifixión, muerte, sepultura, descenso a los infiernos, resurrección, ascensión). No dice nada explícitamente de los misterios de la vida oculta y pública de Jesús, pero los artículos de la fe referentes a la Encarnación y a la Pascua de Jesús iluminan toda la vida terrena de Cristo» (Catecismo, 512).
Toda la vida de Cristo es redentora y cualquier acto humano suyo posee un valor trascendente de salvación. Incluso en los actos más sencillos y aparentemente menos importantes de Jesús hay un eficaz ejercicio de su mediación entre Dios y los hombres, pues son siempre acciones del Verbo encarnado. Esta doctrina la entendió con especial profundidad San Josemaría, que ha enseñado a transformar todos los caminos de la tierra en caminos divinos de santificación: «llega la plenitud de los tiempos y, para cumplir esa misión (…) nace un Infante en Belén. Es el Redentor del mundo; pero, antes de hablar, ama con obras. No trae ninguna fórmula mágica, porque sabe que la salvación que ofrece debe pasar por el corazón del hombre. Sus primeras acciones son risas, lloros de niño, sueño inerme de un Dios encarnado: para enamorarnos, para que lo sepamos acoger en nuestros brazos» [16].
Los años de la vida oculta de Cristo no son una simple preparación para su ministerio público, sino auténticos actos redentores, orientados hacia la consumación del Misterio Pascual. Tiene gran relevancia teológica el hecho de que Jesús compartió durante la mayor parte de su vida la condición de la inmensa mayoría de los hombres: la vida cotidiana de familia y de trabajo en Nazaret. Nazaret es así una lección de vida familiar, una lección de trabajo [17]. Cristo también realiza nuestra redención durante los muchos años de trabajo de su vida oculta dando así todo su sentido divino en la historia de la salvación a la labor cotidiana del cristiano, y de millones de hombres de buena voluntad: «Jesús, creciendo y viviendo como uno de nosotros, nos revela que la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino» [18].
José Antonio Riestra, en opusdei.org/es
Notas:
1. SAN AGUSTÍN, De Trinitate, 2, 5, 9; cfr. Concilio Lateranense IV: DS 801.
2. JUAN PABLO II, Enc. Redemptoris Mater, 25-III-1987, 8; cfr. PIO IX, Bula Ineffabilis Deus; PÍO XII, Bula Munificentissimus Deus, AAS 42(1950)9768; PABLO VI, Exh. Ap. Marialis cultus, 25; CIC, 488.
3. SAN LEÓN MAGNO, Ep. Lectis dilectionis tuae, DS 291-294.
4. SAN BASILIO, In Christi generationem, 5.
5. CONCILIO VATICANO II, Const. Lumen Gentium, 59; cfr. la proclamación del dogma de la Asunción de la Bienaventurada Virgen María por el Papa Pío XII en 1950: DS 3903.
6. Cfr. PÍO XII, Enc. Ad coeli reginam, 11-10-1954: AAS 46(1954)625-640.
8. CONCILIO VATICANO II, Const. Lumen Gentium, 56.
11. Cfr. AAS 56(1964)1015-1016.
12. Cfr. PABLO VI, Exh. Marialis cultus, 56.
13. CONCILIO VATICANO II, Const. Lumen Gentium, 66.
14. Cfr. PÍO XI, Enc. Quas primas, 11-11-1925, AS 17(195)599.
15. Cfr. MISAL ROMANO, Prefacio de la Misa de Jesucristo, Rey del Universo.
16. SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, 36.
17. Cfr. PABLO VI, Alocución en Nazaret, 5-1-1964: Insegnamenti di Paolo VI 2(1964)25.
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