Capítulo II: La espiritualidad de la vocación presbiteral: contexto cultural, identidad y antropología de la formación
El capítulo II tiene como hilo conductor el tema de la vocación de especial consagración, abordado en los diversos documentos eclesiales desde el Concilio Vaticano II. De acuerdo con la amplitud del tema y de sus escritos, este capítulo tratará de centrarse en los aspectos más significativos del contexto cultural, de la identidad y del camino formativo de la vocación presbiteral, que el candidato está llamado a seguir. Tales elementos pueden contribuir a un mejor conocimiento de la llamada, para, igualmente, acercarse a la acción del Espíritu en el camino vocacional.
El Magisterio de la Iglesia, impulsado por el espíritu de aggionarmento del Concilio Vaticano II, ofrece importantes aportaciones relacionadas con el tema de la vocación, en cuanto al discernimiento vocacional que presupone principalmente la identidad y la formación de la vocación a la cual se aspira. Por eso, es imprescindible hacer un recorrido por los documentos fundamentales que aportan nuevas concepciones teológicas sobre la identidad presbiteral y su formación que, junto con el contexto cultural, influyen en todo el proceso vocacional de la persona llamada. Así, podemos establecer tres momentos principales: conocer e interpretar los contextos culturales que afectan la vocación presbiteral; aclarar a la luz del Magisterio de la Iglesia la identidad de la vocación sacerdotal presente en el Concilio Vaticano II y los principales textos posconciliares; y, por último, reconocer el esfuerzo de la Iglesia en ofrecer reflexiones y orientaciones sobre la formación sacerdotal, focalizadas en la dimensión humana.
Estos dos puntos principales están articulados en el proemio del decreto conciliar Optatam Totius [1], donde se afirma que «la anhelada renovación de toda la Iglesia depende en gran parte del ministerio de los sacerdotes» (OT 1), y que, por eso, «animado por el espíritu de Cristo, proclama la grandísima importancia de la formación sacerdotal» (OT 1). De esta forma, se resalta la esencial relación entre identidad y formación sacerdotal, y sus contextos. Una vez se haya explicado la realidad histórica actual, la identidad de la vocación a la cual se aspira y los principios fundamentales de la formación humana que deben configurar la vida de los candidatos al sacerdocio, se abre un camino fundamental para el discernimiento vocacional en vista de una respuesta más auténtica a la llamada. En este mismo sentido, afirma San Juan Pablo II:
«El conocimiento de la naturaleza y misión del sacerdocio ministerial es el presupuesto irrenunciable, y al mismo tiempo la guía más segura y el estímulo más incisivo, para desarrollar en la Iglesia la acción pastoral de promoción y discernimiento de las vocaciones sacerdotales, y la de formación de los llamados al ministerio ordenado. El conocimiento recto y profundo de la naturaleza y misión del sacerdocio ministerial es el camino a seguir (…)» [2] (PDV 11).
Para alcanzar los principales objetivos del presente capítulo, será necesario analizar principalmente los textos conciliares y posconciliares que tratan del ser presbiteral y son esenciales para comprender la vocación sacerdotal. Tal acercamiento se realizará desde la relación con sus contextos culturales, con su identidad existencial y, finalmente, con una antropología de la formación inicial, que ofrecen elementos para discernir más auténticamente la vocación. Así pues, el punto de partida será el contexto social y cultural, en el que el sujeto vive y es profundamente influido.
1. La vocación presbiteral desde los contextos culturales
En el itinerario vocacional, es fundamental conocer algunos aspectos del contexto actual que son decisivos a la hora de discernir y vivir la vocación presbiteral. Lanzar una mirada atenta para comprender la realidad social, cultural e histórica, donde Dios continúa llamando a muchos a su seguimiento, es una parte importante para la identidad y formación de las personas llamadas y enviadas para servir a la Iglesia y a la humanidad. En este sentido, afirma la exhortación apostólica: «Dios llama siempre a sus sacerdotes desde determinados contextos humanos y eclesiales, que inevitablemente los caracterizan y a los cuales son enviados para el servicio del Evangelio de Cristo» (PDV 5).
Aunque el tema de la identidad del presbítero sea abordado más adelante, es importante afirmar desde aquí que, en medio a un mundo profundamente cambiante, la identidad del sacerdote no cambia, pues siempre se relacionará con el único y permanente sacerdocio de Cristo [3]. No obstante, al igual que lo esencial es inmutable, la vocación presbiteral despierta y madura en un mundo que se transforma muy rápidamente [4]. Tales cambios, o «mutación histórica» [5], son decisivos, pues influyen positivamente y negativamente al discernimiento, al ejercicio del ministerio y al modo de vivir la vocación en el mundo.
En medio de la crisis que afecta profundamente a la Iglesia, es posible reafirmar con Uriarte que «somos una Iglesia debilitada en una sociedad poderosa que configura en buena medida la mente y la sensibilidad de los creyentes, condiciona su percepción de valores y la gestión de sus opciones y modifica las condiciones mismas de nuestro encuentro con el Dios de Jesucristo» [6]. Así, partiendo de la debilidad eclesial y de la fuerte influencia de los contextos culturales en la Iglesia y en el mundo, es importante contextualizar adecuadamente la época en que vivimos y nuestro vínculo con ella, sin negar los elementos fundamentales para la identidad de quien se siente llamado [7].
Como ya se ha contemplado en el primer capítulo, Dios se comunica con personas concretas. Esta comunicación se trata de una llamada encarnada, donde el Espíritu actúa acompañando y transformando la realidad con su gracia. La gracia de la vocación, que fecunda el corazón del hombre y del mundo, impulsa a una espiritualidad de la vocación encarnada. El Papa Francisco recuerda este importante elemento del itinerario espiritual y vocacional, afirmando que «el ser humano está siempre culturalmente situado: naturaleza y cultura se hallan unidas estrechamente, la gracia supone la cultura y el don de Dios se encarna en la cultura de quien lo recibe» [8].
Tras el estudio de la presencia de la gracia en la persona y del contexto, se trata ahora de establecer una aproximación a la cultura actual, resaltando algunos de los rasgos principales que influyen en la vocación presbiteral. Así pues, tener «un conocimiento maduro, no simplista, del mundo en que vivimos, de la sociedad en que desarrollamos nuestro ministerio, y de la cultura que nos envuelve sin apenas darnos cuenta» [9] es fundamental para el discernimiento y para una existencia vocacional en la cultura posmoderna. En este sentido, se presentan aquí algunas de las características de la sociedad actual y su relación con la vocación presbiteral, ambas son ambivalentes y pueden abrir nuevos horizontes [10] desde un serio discernimiento.
Una de las primeras constataciones es que «vivimos en la cultura del éxito, de la eficacia, de la posibilidad de realizarlo todo» [11], lo que revela, por un lado, una falsa omnipotencia del ser humano; por otro, la idea de la cultura del desechable, «donde el débil y el que no triunfa no tiene un lugar en la escala social, es despreciado, no cuenta» [12]. Esta dinámica social resalta el círculo vicioso y frenético del producir-consumir tan cultivado en todos los ámbitos de la vida.
En esta «sociedad de la eterna insatisfacción no hay lugar para quien no sea triunfador» [13], pues su base está en el sistema económico vigente que necesita trabajadores denodados y consumidores acendrados [14]. Esta realidad lleva a un segundo rasgo social desde la concepción de la autorrealización del ser humano, que se centra en la autosatisfacción. Aquí gana espacio una sociedad y humanidad marcada por un hedonismo y narcisismo que resisten a todo tipo de vulnerabilidad y que así describe Pastores Dabo Vobis:
«Este hombre “enteramente lleno de sí; este hombre que no solo se pone como centro de todo su interés, sino que se atreve a llamarse principio y razón de toda realidad”, se encuentra cada vez más empobrecido de aquel “suplemento de alma” que le es tanto más necesario cuanto más una gran disponibilidad de bienes materiales y de recursos lo hace creer falsamente autosuficiente. Ya no hay necesidad de combatir a Dios; se piensa que basta simplemente con prescindir de él» (PDV 7).
Hay una individualidad que afirma el individuo y su autonomía. Y esta nueva realidad es vista como la gran conquista de la modernidad [15]. Según Uriarte, el problema está en una autonomía, en que la persona resalta «su capacidad de pensar, adherirse y decidir por su cuenta» [16], pero sin considerar la posibilidad de ser orientada por otros. «En suma: el riesgo real de nuestra cultura consiste en que el aprecio de la individualidad degenere en el individualismo» [17] que autocentraliza la persona. Además, el mismo autor llama la atención sobre el modo negativo en que muchas veces se comprende la tarea de guía, vista a la luz del autoritarismo y de la figura patriarcal [18].
Por tanto, basta resaltar otras importantes características señaladas en Pastores Dabo Vobis como «el racionalismo, la subjetividad exacerbada de la persona que conduce al individualismo, hedonismo, huida de las responsabilidades, consumismo, ateísmo práctico y existencial, la disgregación de la realidad familiar y el oscurecimiento o tergiversación del verdadero significado de la sexualidad, las injusticias sociales» [19] diversos rasgos del contexto actual donde los candidatos y presbíteros están llamados a discernir y vivir su vocación.
La vivencia existencial de la vocación frente a estos fenómenos del contexto cultural va acompañada de crisis y tensiones, que deben ser asumidas en vista de un proceso de discernimiento que ayude al candidato o al mismo presbítero a pasar del “yo” narcisista y centrado en sí mismo a un “yo” que busque la autoestima y relaciones más libres, menos dependientes y posesivas, que esté dispuesto a abrirse al amor a los demás y, de modo especial, a la causa de Jesús y de su Reino. Aquí se trata principalmente de pasar a asumir un proyecto de vida vocacional que no esté centrado en su autorrealización, sino abierto a la voluntad de Dios y a los medios para llegar a ella.
Este camino quiere también conducir a la superación del individualismo, que hace que la persona llamada confíe solamente en sus propias fuerzas y, consecuentemente, se torna autosuficiente y más solitaria. En este sentido, es necesaria la apertura a la solidaridad, a las relaciones de confianza, transparencia y de libertades, a la tomada de decisiones discernidas, a la misión compartida y de vida común [20] que exprese en su vida la disponibilidad de responder y asumir la vocación.
Frente a las necesidades innecesarias de una producción extremamente funcional y de un consumismo por la satisfacción inmediata de los deseos, hay que abrirse a un proceso de elaboración y madurez que llene verdaderamente el vacío de sentido de la vida humana, pues «estamos llamados a un modo alternativo de vivir que produce libertad y alegría y que, por sí mismo, denuncia mansa e intrépidamente un consumismo que produce insensibilidad, esclavitud e idolatría» [21].
El narcisismo, individualismo, la búsqueda en la satisfacción inmediata de los deseos y otros rasgos de la sociedad, conduce al ser humano a una frustración que es fruto de la «incertidumbre de la posmodernidad» [22]. Eso genera inseguridad y falta de confianza frente a sí mismo, a los demás y a lo divino, desfragmentando existencialmente a la persona. Según Cencini, la fragmentación del ser que está relacionada con lay fragmentación del mundo «conlleva un estado de disgregación interior y psíquica, ligado a la pérdida del centro del propio yo, una ofuscación de la identidad» [23].
Así caracterizado, el contexto cultural implica radicalmente importantes aspectos antropológicos de la persona llamada y en cómo va asumiendo su identidad vocacional desde la concienciación del llamado, del discernimiento, de la formación inicial y permanente y de toda su existencia. En este sentido, conocer, interpretar y discernir la realidad cultural en relación con la vocación apunta para la constante tensión frente a la identidad espiritual-existencial de la vocación presbiteral a ser profundizada a seguir.
La tarea ahora será en esta situación: confiar en quien que la persona llamada ha confiado [cf. 2Tm 1, 12], pues ha escuchado su voz y sabe que Dios está allí. En la secularización y fragmentación del mundo y del ser humano hay una identidad de la vocación presbiteral revelada fundamentalmente en Jesucristo y que necesita ser buscada, comprendida, discernida y asumida, a fin de que la vida sea por ella configurada y la vocación encuentre su fin.
2. La identidad presbiteral a la luz del Concilio Vaticano II
2.1. Teologal – Existencial
La primera consideración sobre la identidad presbiteral se despliega de la vocación teologal, es decir, de la primacía del designo amoroso de Dios en relación con la persona llamada. Como escribe San Juan Pablo II, «la identidad sacerdotal (…) tiene su fuente en la santísima Trinidad» [24]. Su origen, como afirma el Papa Francisco, es «un don de gracia divina» [25] (Ratio fundamentalis 34), que exige una respuesta existencial que se da cuando «los presbíteros se dedican a la oración, o predican la Palabra u ofrecen el sacrificio eucarístico, o cuando administran los otros sacramentos, o cuando realizan otros servicios a favor de los hombres, contribuyen a la gloria de Dios que consiste en la participación de la vida divina» [26]. De este modo, todo está orientado hacia Dios.
En este sentido, defiende Madrigal que la identidad del presbítero tiene un característico “teocentrismo” que ha de impregnar toda la actividad del sacerdote y su presencia en el mundo [27]. El presbítero y, consecuentemente, los candidatos a esta vocación están llamados a «orientar sus pasos hacia Cristo, hacia al Padre y hacia los demás (…), esforzandose siempre por colaborar con el Espíritu Santo» (Ratio Fundamentalis 29), en una dinámica teologal y existencial de la vocación sacerdotal que está radicada en el misterio trinitario y encarnada en la vida y misión del presbítero.
2.2. Eclesial: Llamados a una eclesiología de comunión en la misión de Cristo
En el primer capítulo sobre la teología de la vocación, fue posible entender los rasgos fundamentales constitutivos de todas las vocaciones eclesiales. Ellas son suscitadas en el pueblo de Dios por gracia del Espíritu para el servicio de la Iglesia y del mundo. El Concilio Vaticano II en su constitución dogmática sobre la Iglesia, afirma que la naturaleza y la misión de los presbíteros solo se comprenden dentro de la Iglesia, Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo [28].
La doctrina presente en Lumen Gentiun afirma que «los bautizados, en efecto, son consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo» (LG 10). Se resalta así que «la unidad y la dignidad de la vocación bautismal preceden cualquier diferencia ministerial» [29]. La precedencia de ese sacerdocio común es fundamental para la comprensión de la vocación del ministerio sacerdotal, en relación con la vocación cristiana bautismal. Queda así evidente, según Santiago del Cura, «una eclesiología de comunión donde se asume la precedencia del pueblo de Dios sobre la jerarquía, el sacerdocio común de todos los bautizados, igualdad de gracia, dignidad, vocación y misión» [30].
Para entender mejor este aspecto eclesiológico del presbítero, es importante tener en cuenta la fundamental relación entre sacerdocio ministerial y el sacerdocio común [31], que refleja una eclesiología de comunión [32] presente en Lumen Gentium 10; sin olvidar marcar la diferencia que existe entre ellos: «el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no solo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo» (LG 10). Se afirman así dos realidades sacramentalmente distintas [33].
Esta valiosa aportación que sigue en los números de LG 11-12 ofrece los elementos nucleares de los ministerios eclesiales, en cuanto a las tres funciones cristológicas: sacerdotal, profética y regia de todo pueblo de Dios. Aunque todos en un solo cuerpo participan en Cristo del sacerdocio santo y real [34], «no todos los miembros tienen la misma función» (cf. Rm 12, 4). «De entre ellos constituyó a algunos ministros que, ostentando la potestad sagrada en la sociedad de los fieles, tuvieran el poder sagrado del Orden, para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados, y desempeñar públicamente, en nombre de Cristo, la función sacerdotal» [35], como también reflexiona la exhortación Pastores Dabo Vobis a la luz de Lumen Gentium. En este sentido:
«El sacerdote, en cuanto que representa a Cristo cabeza, pastor y esposo de la Iglesia, se sitúa no solo en la Iglesia, sino también al frente de la Iglesia. El sacerdocio, junto con la palabra de Dios y los signos sacramentales, a cuyo servicio está, pertenece a los elementos constitutivos de la Iglesia. El ministerio del presbítero está totalmente a servicio de la Iglesia; está para la promoción del ejercicio del sacerdocio común de todo el pueblo de Dios» (PDV 16).
En la concepción de Iglesia como comunidad sacerdotal ungida por el Espíritu en orden a prolongar la misión de Cristo es posible encontrar las claves para comprender que la identidad del presbítero posee una profunda relación con la misión de la Iglesia. Dentro de este marco sacerdotal y misionero, la eclesiología del Concilio Vaticano II y, consecuentemente, su comprensión sobre el ministerio ordenado, resalta la participación del presbítero en el sacerdocio y en la misión de Cristo; dimensiones fundamentales de vocación sacerdotal.
Cristo es el enviado del Padre (cf. Jn 10, 36) y como el Padre envió al Hijo, también este envió a sus apóstoles (cf. Jn 20, 2; Mt 28, 18-20). Asimismo, todo el pueblo de Dios ha sido enviado «a todo el universo como luz del mundo y sal de la tierra» [36] (cf. Mt 5, 13-16). Así pues, la esencia de una “Iglesia en salida” tiene su base en el envío mismo del Hijo [37]. En esta dinámica del envío, en vista de la misión eclesial, Madrigal considera la misión como el punto común y la razón de ser del ministerio sacerdotal, que «reside en la continuación de la misión de Cristo: esa misión divina de anunciar el evangelio de la salvación confiada por Cristo a los apóstoles que tiene que durar hasta el fin del mundo» [38].
Dentro de la perspectiva eclesial del presbiterato, que implica el envío y la misión, es posible captar aún la colaboración con los obispos [39] como elemento constitutivo del presbítero. Este rasgo fundamental está acompañado de otros núcleos teológicos de la dimensión sacerdotal presentes en Lumen Gentium 28, así sintetizados por Santiago del Cura: «los presbíteros son verdaderos sacerdotes del NT (LG 28) participan del Sacerdocio de Cristo (no del sacerdocio del obispo), la dependencia respecto al obispo lo es en ejercicio pastoral de las potestades ministeriales (ibíd.), en cuanto próvidos colaboradores que actúan bajo su autoridad (ibíd.)» [40].
Con estos aspectos eclesiológicos de la comunión y de la misión se observa claramente que el Concilio Vaticano II cambia su punto de vista en relación con Trento. Pasa de la afirmación de la dimensión sacrificial de la Eucaristía a fortalecer la dimensión más teologal, existencial, relacional y misionera de la Iglesia. Tal giro eclesial no es una negación de la teología tridentina, sino una integración de nuevos elementos que ayudan a una comprensión más profunda e integral de la identidad presbiteral. En síntesis, el Vaticano II se apoya esencialmente en la cristología y en la eclesiología, y «la teología del presbiterado es así fiel a su punto de partida: la misión de Cristo» [41]. Desde allí se despliegan todos los demás elementos que constituyen el ser sacerdotal.
2.3. Cristológica: Los tres munera de Cristo en el ministerio ordenado
En el apartado anterior sobre la dimensión eclesiológica se explicó, por un lado, la importancia de asumir el ministerio sacerdotal como parte de la misión de toda la Iglesia; y, por otro, la participación del presbítero en la misión de Cristo. La dimensión cristológica es el hilo conductor de los fundamentos y dimensiones constitutivos de la identidad presbiteral. Por eso, hasta aquí se han encontrado referencias a Cristo en la dimensión teologal-existencial, eclesiológica y ahora, de modo más directo, en las funciones presbiterales que se expresan en el ministerio profético, sacerdotal y pastoral, como se presenta en Lumen Gentiun 25, 26 y 27 [42] y Presbyterorum Ordinis 4, 5 y 6.
El entrelazamiento de las funciones sacerdotales en estos dos documentos revela claramente la fundamental participación del presbítero en la unidad de vida, consagración y misión de Cristo. Como profeta, sacerdote y rey, el presbítero en Cristo proclama la Palabra, preside la liturgia y guía como pastor al pueblo de Dios. Este triple oficio de Cristo profeta, sacerdote y rey, concatenado con la triple función sacerdotal de la palabra, del sacramento y como guía, ofrece la imagen teológica y existencial del presbítero, iluminando así el horizonte vocacional de la persona llamada.
a) Ministros de la Palabra
Anunciar la Palabra de la salvación a todas las criaturas es la primera función del presbítero. La afirmación de que «los presbíteros como colaboradores de los obispos, tienen como primer deber el anunciar a todos el Evangelio de Dios» (PO 4) está basada principalmente en el mismo mandato de Jesús Resucitado a sus apóstoles, que son enviados a proclamar la buena noticia a toda la humanidad (cf. Mc 16, 15). En este sentido, los presbíteros están llamados a escuchar, obedecer y poner en práctica la Palabra de Dios.
Según Jean Frisque, hay tres realidades de la Palabra manifestada en Presbyterorum Ordinis: «la Palabra de salvación, el despertar y el crecimiento de la fe, la unificación del pueblo de Dios» [43]. Es decir, hay una Palabra de salvación dirigida al ser humano como llamada vocacional y revelada plenamente en Jesús como referencia absoluta de la vocación. El ser humano es despertado y animado a crecer en una respuesta de fe a este llamado, pues «nadie puede salvarse si antes no cree» [44] (PO 4). Así, esta misma Palabra de salvación revelada como llamada vocacional y que suscita la fe en el corazón de los creyentes [45] es también la que congrega a los llamados en la unidad.
Todo esto subraya la importancia de la primacía del ministerio de la Palabra que se puede expresar concretamente de muchas formas. La primera es, sin duda, el fundamental testimonio del sacerdote ante las personas y el mundo. Su vida debe estar siempre en conformidad con el Evangelio comunicado y así «lleven a las gentes a glorificar a Dios, observando entre ellos una conducta ejemplar» (PO 4). Tras comprender el lugar de la Palabra en su ministerio y de la importancia de asumirla en su vida, el presbítero encuentra otras diversas maneras de ejercitar esta función mediante una predicación abierta a los incrédulos, mediante la enseñanza catequética o la explicitación de la doctrina de la Iglesia [46].
El decreto Presbyterorum Ordinis reflexiona sobre las dificultades de la predicación sacerdotal en la realidad del mundo actual y para la urgente necesidad de que esta Palabra llegue de verdad al espíritu de los oyentes. Para esto, es necesario «aplicar la verdad permanente del Evangelio a las circunstancias concretas de la vida» (Po 4). El itinerario de la Palabra en el ministerio presbiteral se concluye con la conjunción palabra- sacramento, que se verifica de forma eminente en la celebración de la eucaristía [47]. Así, el ministerio de la Palabra presbiteral se fundamenta en el mismo Jesús, Palabra de Salvación, a ser vivida y proclamada, capaz de despertar y hacer crecer la fe y la unidad del pueblo de Dios.
b) Ministros de los sacramentos
Congregados por Dios, los presbíteros intervienen en la obra de la santificación de los hombres como ministros de Cristo, «participando de una forma especial del Sacerdocio de Cristo, en la celebración de las cosas sagradas» (PO 5). De modo especial, presidir la Eucaristía que según el mismo decreto es «fuente y cima de toda la evangelización y centro de la congregación de los fieles, donde se ordenan y se unen los demás sacramentos, los ministerios eclesiásticos y el apostolado» (PO 5). Puesto que:
«En la Sagrada Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra Pascua y pan vivo que, con su Carne, por el Espíritu Santo vivificada y vivificante, da vida a los hombres que de esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas juntamente con Él» [48].
c) Ministros guías de la comunidad
El ejercicio ministerial del presbítero también está marcado por la imagen de Cristo como guía, sintetizado por el Magisterio de la Iglesia en Presbyterorum Ordinis y Pastores Dabo Vobis: «Los presbíteros ejercen la función de Cristo, Cabeza y Pastor y participan de su autoridad (PO 6) ». «El sacerdote está llamado a revivir la autoridad y el servicio de Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia, animando y guiando a la comunidad eclesial» (PDV 26). En síntesis, el presbítero preside la comunidad en nombre de Cristo. En estas citaciones existen dos íntimas relaciones. La primera, entre el ministro ordenado y Cristo, Cabeza y Pastor. Y la segunda, en la vinculación de cabeza-pastor que van unidas en el ministerio del presbítero a la función cristológica de reunir y conducir a la comunidad. De este modo, los «ministros de Cristo-Cabeza, los sacerdotes son, pues por identidad ministros de Cristo-Pastor» [49], y se reafirma así la unidad intrínseca que existe entre la identidad y las funciones pastorales que especifican el ministerio presbiteral.
Este ministerio debe ser ejercido con la «potestad espiritual» (PO 6), otorgada por Dios para la construcción de la comunidad cristiana. El presbítero, según el mismo decreto, debe estar al servicio de los jóvenes, esposos, padres, religiosos, pero de modo especial debe atender «a los pobres y a los más débiles, a quienes el Señor se presenta asociado, y cuya evangelización se da como prueba de la obra mesiánica» (PO 6). Así, como guía y pastor, el presbítero tiene la misión de servir no solo a la comunidad local, sino de abrirse a la universalidad de la Iglesia.
Así pues, aquí aparece uno de los rasgos fundamentales del presbítero como pastor y guía: su forma de asumir el ministerio dando testimonio de siervo. Él está esencialmente llamado a servir a la humanidad, como Cristo que «se vació de sí y tomó la condición de esclavo» (Flp 2, 7) [50]. El ministerio de guía de la comunidad queda así marcado por un fuerte servicio pastoral, sostenido en la caridad que no excluye a nadie, sino que se abre a la universalidad.
En relación con esta autoridad espiritual ejercida en clave de servicio que se da para la edificación de la comunidad cristiana, «hay que tener muy en cuenta esta observación conciliar: “no se construye ninguna comunidad cristiana si esta no tiene su raíz y centro en la celebración de la Eucaristía” (PO 6e)» [51]. Tras asumir esta verdad sobre el lugar de la Eucaristía como raíz y centro, Jean Frisque añade: «pero no será hogar de aprendizaje de espíritu comunitario, sino desembocando ella misma en el ejercicio de la caridad y de la Misión» [52].
El decreto Presbyterorum Ordinis en este número sobre la función de Cristo, Cabeza y Pastor, ejercida por los presbíteros, reafirma que los presbíteros son «mensajeros del Evangelio y pastores de la Iglesia» (PO 6). Expresa así la intrínseca relación que existe entre lo pastoral, el ministerio de la Palabra y, evidentemente, la Eucaristía. Otra afirmación más contundente del decreto que sintetiza el entrelazamiento y la importancia de las funciones cristológicas del presbítero es: «los presbíteros conseguirán propiamente la santidad [53] ejerciendo sincera e infatigablemente en el Espíritu de Cristo su triple función» (PO 13). Concluye Madrigal sobre la integración de la palabra, de la eucaristía y de la caridad pastoral: «No cabe alternativa entre el sacerdote como ministro de la palabra o del culto. Porque la predicación se orienta por su naturaleza a la eucaristía y a la comunidad; en la eucaristía culmina la predicación y la caridad pastoral es la actualización práctica y visible de la predicación y de la eucaristía al servicio de la comunidad cristiana» [54].
2.4. Una identidad existencial en relación con Cristo
La búsqueda de la identidad presbiteral distingue una sacramentalidad existencial del ministro ordenado que, consecuentemente, apunta hacia el horizonte del discernimiento del candidato a la vocación de especial consagración. Ambos están llamados a reflejar «aquella perfección humana que brilla en el Hijo de Dios hecho hombre y que se transparenta con singular eficacia en sus actitudes hacia los demás» (PDV 43). En este sentido, la antropología cristiana afirma que Jesucristo «ofrece la más absoluta, genuina y perfecta expresión de humanidad» [55]. En él se encuentran los rasgos fundamentales de la naturaleza e identidad para discernir la vocación.
El Papa emérito Benedicto XVI sitúa la centralidad de Cristo en relación con la vocación sacerdotal indicando que «es indispensable volver siempre de nuevo a la raíz de nuestro sacerdocio. Como bien nos consta, esta raíz es una sola: Jesucristo nuestro Señor» [56]. En esta afirmación profundamente cristológica se refleja también la motivación y el fin fundamental del candidato, que se sostiene en la relación con Cristo Palabra, Eucaristía y Servicio de Amor; tres rasgos que entrelazados ocupan un lugar fundamental en la existencia vocacional. En síntesis, sobre la identidad existencial del presbítero así expresa la Presbyterorum Ordinis [57]:
«En realidad, Cristo, para cumplir indefectiblemente la misma voluntad del Padre en el mundo por medio de la Iglesia, obra por sus ministros, y por ello continúa siendo siempre principio y fuente de la unidad de su vida. Por consiguiente, los presbíteros conseguirán la unidad de su vida uniéndose a Cristo en el conocimiento de la voluntad del Padre y en la entrega de sí mismos por el rebaño que se les ha confiado. De esta forma, desempeñando el papel del Buen Pastor, en el mismo ejercicio de la caridad pastoral encontrarán el vínculo de la perfección sacerdotal que reduce a unidad su vida y su actividad. Esta caridad pastoral fluye sobre todo del Sacrificio Eucarístico, que se manifiesta por ello como centro y raíz de toda la vida del presbítero, de suerte que lo que se efectúa en el altar lo procure reproducir en sí el alma del sacerdote. Esto no puede conseguirse si los mismos sacerdotes no penetran cada vez más íntimamente, por la oración, en el misterio de Cristo» (PO 14).
Desde la identidad de la vocación presbiteral, se puede extraer algunos datos para el discernimiento y la formación del candidato. En primer lugar, entiendo que la vocación tiene un origen y un destino y un futuro. Por eso, el ser humano hay que mirar el horizonte de sentido de su vocación y preguntar a qué futuro está llamado. En este sentido, tener clara la identidad del presbítero en el proceso del discernimiento vocacional es ofrecer al candidato un horizonte y un fin a ser discernido y asumido en su formación.
Ese fin de la vocación presbiteral, dado por la identidad en Cristo, es esencial en el itinerario vocacional y solo se puede poner en marcha si la persona entra en un proceso de concienciación del fin de la vocación la cual se siente llamada. En un proceso que es existencial y relacional. Ese modo de comprender el origen, sentido y destino de la vocación presbiteral tiene una clara perspectiva de fondo: «la perspectiva de fondo desde donde se contempla la identidad del presbítero en la línea de la asimilación de los sentimientos del Buen Pastor» [58].
Además de esto, participa de este itinerario vocacional la antropología de la formación inicial, que ofrece elementos constitutivos a ser considerados en la persona llamada. Cristo no anula la realidad antropológica de la persona, sus dramas y tensiones, sino que revela su verdadera humanidad y abre caminos para que el ser humano viva con más plenitud su vocación. Asimismo, la formación en su dimensión humana se pone al servicio de esta tarea fundamental de ayudar al candidato a crecer humana, psíquica y espiritualmente para discernir mejor y responder a su vocación.
3. La antropología de la vocación en la formación
3.1. A la luz de la antropología bíblica
Antes de profundizar sobre los elementos constitutivos de la dimensión humana, en vista de la formación presbiteral, cabe retornar algunas claves de la antropología bíblica [59]. La primera idea es que bíblicamente la persona es concebida integralmente como soma, psiquê y pneuma, sin dividirla en cuerpo, alma y espíritu. San Pablo al final de la carta a los Tesalonicenses expresa con mucha clareza esta unidad: «El Dios de la paz os santifique completamente; os conserve íntegros en espíritu, alma y cuerpo, e irreprochables para cuando venga el Señor nuestro Jesucristo» (1Ts 5, 23).
Esta concepción ayuda a superar el dualismo filosófico y teológico que separa lo humano de lo divino, y que marcó la visión de la Iglesia sobre el ser humano en determinado momento de la historia. Hoy, principalmente pos Concilio como será estudiando más detenidamente a seguir, es posible notar en los documentos del Magisterio la superación de este pensamiento que tendía a menospreciar a todo lo creado:
“La traducción de ello a la práctica llevó a los maniqueístas a valorar excesivamente la gnosis, el alma, y a despreciar todo aquello que está revestido de humanidad. De hecho, para la visión maniqueísta, la corporalidad, la dimensión humana de la persona, es expresión o resultado de la caída del hombre primordial. Es necesario separar las cosas, pues el rescate solo vendrá por medio de la separación que permitirá el triunfo del Bien” [60].
Además de la visión conjunta y positiva que la Biblia ofrece sobre el ser humano, otro modo de comprender al hombre bíblico sería desde la tensa relación que existe entre pecado y gracia. El ser humano apoyado en su libertad puede negar la gracia de la vocación y no responde auténticamente a la llamada divina. En este drama, la persona puede decidir «vivir para sí (pecado) o vivir para Dios (gracia), vivir centrado y encerrado en sí mismo o vivir abierto hacia Dios y sus hermanos» [61]; es decir, acoger o no su vocación. Tales concepciones bíblicas muestran fundamentalmente al ser humano integral y libre que encuentra su plenitud en Jesús.
Como ya se ha abordado en el capítulo anterior, la vocación es un misterio divino, gracia de Dios para la persona llamada. Asumirla y vivirla en su contexto cultural desde la identidad configurada a Cristo es un don y una gran tarea, que pasa por diversas etapas de revelación vocacional. La primera seguramente es la iniciativa divina que se comunica con el sujeto que se abre a un diálogo relacional. La segunda etapa es precisamente la propia persona llamada como sujeto de formación, que se caracteriza como «un misterio para sí mismo» (Ratio fundamentalis 28), llamado en su totalidad a un coloquio con Dios, consigo mismo y con sus acompañantes.
La humanidad misma de la persona es un gran misterio constituido de cualidades y limitaciones. El candidato que está llamado a responder a la vocación posee una tarea desafiadora de ser consciente de sus realidades humanas positivas y negativas; al mismo tiempo que, ayudado por Dios y por diversas mediaciones, puede asumir un camino de integración humana y de discernimiento vocacional. Aludiendo a este fundamental trabajo formativo, la Ratio afirma que esta tarea:
«Consiste en ayudar a la persona a integrar ambos aspectos, con el auxilio del Espíritu Santo, en un camino de progresiva y armónica maduración de todos los componentes, evitando la fragmentación, las polarizaciones, los excesos, la superficialidad o la parcialidad. El tiempo de formación hacia el sacerdocio ministerial es un tiempo de prueba, de maduración y de discernimiento por parte del seminarista y de la institución formativa» (Ratio fundamentalis 28).
Acompañar al candidato en un camino vocacional, que lo haga más consciente de sus fortalezas y fragilidades humanas supone una base fundamental para un discernimiento, que parte de una realidad humana concreta, donde la gracia de Dios se manifiesta e impulsa al sujeto llamado hacia un proceso de configuración de su humanidad a Cristo; reconduciendo a Cristo a todos los aspectos de su personalidad (cf. Ratio fundamentalis 29). Es preciso resaltar en el apartado sobre la identidad presbiteral que Cristo es la imagen del presbítero; por eso «solo en Cristo crucificado y resucitado tiene sentido este proceso de integración y llega a su plenitud» (Ratio fundamentalis 29).
En este sentido, la dimensión humana es esencial para la vocación y para la formación inicial y permanente de la persona llamada. Para un adecuado discernimiento vocacional, es necesario conocer y considerar al candidato en su realidad humana integral, es decir, con sus cualidades y limitaciones. Solamente desde una antropología que revele los fundamentos humanos de la persona, se torna posible discernir y responder más auténticamente a la llamada. Conocer y comprender la complejidad del candidato es uno de los fundamentos de la vocación y parte esencial del itinerario hacia esta. «Por eso el discernimiento espiritual requiere absolutamente del conocimiento propio, que posibilitaría así una especie de “discernimiento antropológico» [62].
Delante de los desafíos culturales y sociales, como ya se ha presentado en este capítulo, que implican directamente los aspectos teológicos espirituales y a la vida concreta del sujeto que se siente llamado, se hace necesario un discernimiento vocacional que, además de considerar los contextos históricos, analice en profundidad los valores y las virtudes humanas que deben ser cultivadas en el candidato, en vista de la realización de su vocación. Ser consciente de la realidad del mundo y del candidato llamado a servir a Dios y a los demás es un criterio importante para el discernimiento vocacional, así como que supone un desafío en la actualidad.
La Iglesia, consciente de su tarea, muestra en sus documentos una gran preocupación con la admisión de los candidatos. Desde una antropología bíblica que considera al sujeto integral y dotado de plena libertad, se valoran todas las dimensiones humanas a fin de que se realice un discernimiento vocacional que, a partir de la personalidad de la persona llamada, impulse la configuración de la vocación presbiteral que tiene su identidad en la vida de Cristo.
3.2. A la luz de la antropología en los documentos de la Iglesia
Es interesante observar cómo los documentos del Magisterio de la Iglesia expresan con claridad la antropología de la formación, de modo general para todos los cristianos y más especificadamente para los llamados a la vocación de especial consagración. En el Código del Derecho Canónico, por ejemplo, indica que los «llamados por el bautismo a llevar una vida congruente con la doctrina evangélica tienen derecho a una educación cristiana por la que se les instruya convenientemente en orden a conseguir la madurez de la persona humana y al mismo tiempo conocer y vivir el misterio de la salvación» (CDC 217).
En este mismo sentido humano formativo, en cuanto a la admisión de candidatos, resalta que «el Obispo diocesano solo debe admitir en el seminario mayor a aquellos que, según sus dotes humanas y morales, espirituales e intelectuales, su salud física y su equilibrio psíquico, y su recta intención, sean considerados capaces de dedicarse a los sagrados ministerios de manera perpetua» (CDC 241§1). Este canon y otros [63], en relación con el sacerdocio y la vida religiosa, resaltan las cualidades humanas necesarias y la suficiente madurez que exige la vocación de especial consagración.
El Magisterio de la Iglesia, por medio de su legislación y documentos conciliares y posconciliares, manifiesta la importancia de conocer y considerar los elementos constitutivos de la formación humana. Estos son necesarios para el discernimiento y para el proceso de configuración de la vida del candidato desde el principio de su itinerario vocacional. Por detrás de los cánones presentados, es posible captar una estructura antropológica que revela, de entre otros elementos, la recta intención y la idoneidad de los candidatos.
a) Antes del Concilio Vaticano II
Antes del Concilio Vaticano II, algunos importantes documentos dan pistas sobre la importancia de la dimensión humana para la vocación. En el pontificado de Pío XII a mediados del siglo XX, acontece una gran evolución en la reflexión de los aspectos humanos de la formación sacerdotal. En este sentido, se avanza en la concepción de que la dimensión humana es la base de la formación de especial consagración y, consecuentemente, debe ser considerada en los candidatos a ella. A este respecto vale citar parte del discurso de Pío XII en el Primer Congreso Internacional de Carmelitas Descalzas:
«El edificio de la perfección evangélica ha de fundarse en las mismas virtudes naturales. Antes de que un joven se convierta en religioso ejemplar, ha de procurar hacerse un hombre perfecto en las cosas ordinarias y cotidianas: no puede subir las cimas de los montes si no es capaz de andar con soltura en el llano. Aprenda, pues, y muestre en su conducta la dignidad conveniente a la naturaleza humana: disponga decorosamente su persona y su presencia, sea fiel y veraz, guarde las promesas, gobierne sus actos y sus palabras; respete a todos, no turbe los derechos ajenos, sea paciente, amable y, lo que es más importante, obedezca a las Leyes de Dios. Como bien sabéis, la posesión de las virtudes llamadas sobrenaturales dispone a una dignidad sobrenatural de la vida, sobre todo cuando alguien las practica y cultiva para ser buen cristiano (…)» [64].
También la exhortación Menti Nostrae [65] supone un gran marco del Magisterio sobre la formación humana que da elementos vocacionales fundamentales para el discernimiento que lleva en consideración el desarrollo humano de los candidatos. Además de temas importantes como la imitación de Cristo, el apostolado y cuestiones de su tiempo sobre el clero, el presente documento, al hablar sobre la formación, ofrece las cualidades humanas que se esperan encontrar en la vida del candidato.
La idoneidad física y psíquica es presentada como criterios vocacionales, y las virtudes humanas como configuradoras de la formación del carácter: la austeridad y abnegación, amor a la verdad, responsabilidad y madurez de juicio, capacidades para tomar decisiones libres y conscientes, espíritu de obediencia, valoración de la castidad y de la pobreza. La exhortación sigue mostrando su preocupación con la formación intelectual a fin de que la persona sea capaz de reflexionar y elaborar respuestas frente a los desafíos. Además, valora una formación marcada por la vida común, normal y abierta a las distintas realidades de la sociedad.
Como ya se ha resaltado en el primer capítulo sobre la teología de la vocación, la gracia de esta actúa en la persona concreta, es decir, Dios se comunica y mantiene un diálogo con el ser humano integral que es el destinatario de la llamada divina. En este sentido, la presente exhortación sitúa a la Iglesia en el nuevo marco de la formación, seguido por el Papa Juan XXIII hasta las esenciales aportaciones del Concilio Vaticano II.
Aunque no es posible abarcar todos los documentos del Magisterio que tratan sobre la formación humana, la reflexión hasta aquí ha intentado sentar las bases sobre el tema, que será tratado en profundidad en los documentos conciliares y posconciliares. Asimismo, ha servido para obtener la atención de la Iglesia sobre esta dimensión en el recorrer de la historia, y dar comienzo aal desafío de garantizar y discernir la vocación. Acoger la gracia de la vocación en un proceso de discernimiento que considera la dimensión humana es fundamental para el desarrollo humano y vocacional del candidato.
b) Optatam Totius
El decreto conciliar Optatam Totius surge de la necesidad de incluir la formación sacerdotal dentro del proceso de profunda renovación vivido por la Iglesia y propuesto por el Concilio Vaticano II. Por medio de este decreto, es posible verificar el esfuerzo de la Iglesia en asumir una formación humana y más integral del sacerdote. Así pues, se abría un nuevo horizonte pastoral, espiritual, intelectual y de formación humana en diálogo con los desafíos del mundo y con las ciencias, que pasan a colaborar con la necesaria formación integral y permanente del sacerdote. El principal desafío estaba en entender la formación desde una nueva comprensión del ministerio ordenado según el conjunto de los documentos conciliares.
Además de esta primera gran tarea, la Optatam Totius en su reflexión clarifica el concepto de vocación y ofrece importantes orientaciones para su discernimiento. La concepción de la vocación ofrecida por el decreto contiene elementos importantes constitutivos de la llamada vocacional. El primero es la vocación como “llamada de Dios al hombre a quien elige y dota de cualidades necesarias”; y el segundo, como “llamada de la Iglesia, a través de sus legítimos ministros, que tienen el deber de comprobar la existencia de esas cualidades que manifiestan la vocación”. Así, la vocación es «obra de la Divina Providencia, que concede las dotes necesarias a los elegidos por Dios para participar en el sacerdocio jerárquico de Cristo, y los ayuda con su gracia, mientras confía a los legítimos ministros de la Iglesia el que, una vez reconocida su idoneidad, llamen a los candidatos que solicitan tan gran dignidad con intención recta y libertad plena, y, una vez bien conocidos, los consagren con el sello del Espíritu Santo para el culto de Dios y el servicio de la Iglesia»(OT 2).
Aquí se hace notar, por un lado, la gracia de la vocación como iniciativa divina y la necesidad de una respuesta discernida a la llamada y, por otro, la finalidad de esta vocación, que es servir a Dios y a la Iglesia. El texto sigue presentando otros importantes elementos de la concepción humana que posibilitan, o no, a la persona para la vocación sacerdotal, como la idoneidad, la recta intención y la plena libertad.
Sobre el contenido más específico del decreto, cabe resaltar su preocupación con el fomento de las vocaciones como responsabilidad de toda la comunidad cristiana, con la finalidad de promover las vocaciones de especial consagración (cf. OT 2). Así pues, la Iglesia comparte con todo el pueblo de Dios la fundamental tarea de cultivar y colaborar en la formación de los candidatos al sacerdocio. Se configura así una misión eclesial de iniciación al misterio de la vocación [66].
La tarea de discernir la vocación va más allá de la promoción eclesial para las vocaciones. Implicaría una seria colaboración de formadores que necesitan «prepararse diligentemente con doctrina sólida, conveniente experiencia pastoral y una formación espiritual y pedagógica singular» (OT 5). Además de personas formadoras, esta labor requiere también lugares de formación especializados que cultiven, comprueben y garanticen la vocación y una formación capaz de formar buenos pastores.
El decreto resalta la importancia de recoger en la historia de la persona llamada los signos de la vocación requeridos para el ministro ordenado como «la rectitud de intención y libertad de los candidatos, la idoneidad espiritual, moral e intelectual, la conveniente salud física y psíquica, teniendo también en cuenta las condiciones hereditarias» (OT 6). Todo eso, siempre en vista de la capacidad de los candidatos en suportar la futura misión sacerdotal y la pastoral que les compete.
Por tanto, el conocimiento profundo del candidato, también por parte de los formadores [67] en todas sus dimensiones, es de extrema importancia en cuanto al proceso de discernimiento vocacional para el bien de la persona y de toda la Iglesia. En los momentos de escasez y desafíos vocacionales que vive la Iglesia en la actualidad, continúa válida la orientación del decreto:
«En todo lo referente a la selección y prueba necesaria de los alumnos, procédase siempre con firmeza de ánimo, aunque haya que lamentarse de la escasez de sacerdotes, porque Dios no permitirá que su Iglesia de ministros, si son promovidos los dignos, y los no idóneos orientados a tiempo y paternalmente a otras ocupaciones; ayúdese a estos para que, conocedores de su vocación cristiana, se dediquen generosamente al apostolado seglar» (OT 6).
A continuación, el decreto destaca la importante dimensión espiritual en la formación (cf. OT 8-10) con un acento especial en la orientación cristocéntrica que busca la esencial configuración del candidato a Cristo, llamado a vivir en su existencia el misterio pascual del Señor, «puesto que han de configurarse por la sagrada ordenación a Cristo Sacerdote, acostúmbrense a unirse a Él, como amigos, en íntimo consorcio de vida» (OT 8). Así, la vocación presbiteral debe ser un camino claro y objetivo de configuración de toda la persona con Cristo.
La dimensión espiritual debe estar encarnada en la vida y en la historia concreta de los candidatos, a fin de que haya una formación espiritual que considere a la persona integralmente y se evite una espiritualidad angelical, es decir, alejada de la realidad. Por eso mismo, el decreto tratará de abordar la madurez humana y sus virtudes, en conformidad con la antropología cristiana y bíblica que asume la unidad del ser humano.
Sin duda, la dimensión humana-espiritual apoyada en una antropología cristiana y en los diálogos con las ciencias psicológicas puede ofrecer mejores resultados en el proceso de discernimiento y configuración del candidato a la vocación sacerdotal. Hay una íntima relación entre la condición humana de la persona llamada y la necesidad de asumir un proceso de maturación humana, en vista de vivir más plenamente la vocación. Así pues, es importante conocer la personalidad del sujeto donde se dará el proceso de formación.
Es posible sintetizar el tema de la formación humana en el decreto conciliar Optatam Totius, y resaltar en primer lugar la importancia de la educación cristiana que puede ser perfeccionada con las ciencias psicológicas y pedagógicas, junto con la visión aperturista de especialistas que colaboren con los formadores en situaciones más especiales. En segundo lugar, el decreto pone en evidencia algunos criterios necesarios para la madurez humana, como «cierta estabilidad de ánimo, en la facultad de tomar decisiones ponderadas y en el recto modo de juzgar sobre los acontecimientos y los hombres» (OT 11). Y, por último, las virtudes del ser humano, que deben estar en conformidad con aquellos que serán ministros de Cristo: «como son la sinceridad de alma, la preocupación constante por la justicia, la fidelidad en las promesas, la urbanidad en el obrar, la modestia unida a la caridad en el hablar» (OT 11).
El gran misterio de la vocación involucra a la realidad humana y su desarrollo, en vista de crear las condiciones necesarias para una mejor configuración del ser humano a Cristo. Este itinerario vocacional, que conjuga la dimensión humana y espiritual, es fundamental para la maduración de quien desea responder a la vocación de especial consagración. No obstante, según el decreto, este proceso formativo cuenta con la disciplina como actitud interior, con la piedad, el silencio y ayuda mutua que prepara para la vida sacerdotal.
c) Pastores Dabo Vobis
Es interesante acercarse de la exhortación apostólica Pastores Dabo Vobis sobre la formación de los sacerdotes como una actualización, continuidad y avance del Concilio décadas después de su realización. Entre el decreto conciliar Optatam Totius y la Pastores Dabo Vobis existen otras aportaciones [68] del Magisterio sobre el sacerdocio y su formación, que no serán desarrolladas en este trabajo. Sin embargo, las contribuciones más importantes son asumidas en la presente exhortación.
La presente exhortación comienza con una promesa de Dios a su pueblo que pasa por el don de la vocación sacerdotal: «os daré pastores según mi corazón» (Jr 3, 15). Esa promesa cumplida plenamente en Jesús, el Buen Pastor (cf. Jn 10, 11), sigue presente en la vida de personas llamadas por Dios para asumir la misión de pastores en la Iglesia; personas que se dejan transformar por la gracia de la vocación que promueve, convierte y desarrolla su humanidad y camino vocacional. En definitiva, este documento pone en relevancia los elementos constitutivos de la dimensión humana, en cuanto a un discernimiento más auténtico de la llamada y un cuidado especial de la formación integral de los candidatos al presbiterado (cf. PDV 2).
Pastores Dabo Vobis está constituida por seis capítulos, con sus respectivos títulos: «Tomado de entre los hombres» (PDV 1-10), que destaca por la presentación de los desafíos de la promoción vocacional y de la vocación sacerdotal frente a la realidad social y eclesial; «Me ha ungido y me ha enviado» (PDV 11-18), que trata fundamentalmente de la naturaleza y misión del sacerdocio; «El Espíritu del Señor está sobre mí» (PDV 10-33), que pone de manifiesto la vida espiritual del sacerdote en relación con la santidad, la configuración a Cristo y la caridad pastoral, el ejercicio del ministerio, el radicalismo evangélico, la pertenencia a la Iglesia y la confianza en el Espíritu; «Venid y lo veréis» (PDV 34-41), que se centra en la pastoral vocacional eclesial; «Instituyó doce para que estuvieran con Él» (PDV 42-68), que se dedica especialmente a las dimensiones fundamentales de la formación humana, espiritual, intelectual y pastoral, además de presentar los ambientes y protagonistas de la formación; y, por último, «Te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti» (PDV 78-81), que reflexiona sobre la formación permanente.
Al profundizar sobre las dimensiones de la formación sacerdotal, el documento resalta la dimensión humana como fundamento de toda la formación con las siguientes palabras:
“Sin una adecuada formación humana toda la formación sacerdotal estaría privada de su fundamento necesario”. Esta afirmación de los padres sinodales expresa no solamente un dato sugerido diariamente por la razón y comprobado por la experiencia, sino una exigencia que encuentra sus motivos más profundos y específicos en la naturaleza misma del presbítero y de su ministerio» (PDV 43).
Esta afirmación indica la necesaria atención con la dimensión humana, no solamente de los ministros ordenados, sino en todo el proceso de discernimiento vocacional que el candidato está llamado a vivir. Este cuidado especial debe comenzar en los primeros contactos para que desde la humanidad de la persona se abran espacios para cultivar las demás dimensiones de la formación: la espiritual en comunión con Dios y búsqueda de Cristo; la intelectual como inteligencia de la fe; y la pastoral como la dimensión que comunica a todos la caridad de Jesucristo, el Buen Pastor.
Estas cuatro dimensiones deben ser trabajadas integralmente para contribuir en la formación del sacerdote y en la capacitación para vivir su vocación ante los desafíos actuales. Sin negar la importancia de cada una de ellas, es necesario reconocer que la dimensión humana ocupa un lugar estratégico en la formación, pues en la experiencia concreta de la persona llamada se realiza el proceso de configuración a Cristo, que da identidad a vocación del presbítero y a su Ministerio.
Así pues, será importante resaltar los elementos constitutivos que configuran la formación humana según Pastores Dabos Vobis. El primero es el llamado que recibe el presbítero, «a ser imagen viva de Jesucristo cabeza y pastor de la Iglesia, debe procurar reflejar en sí mismo, en la medida de lo posible, aquella perfección humana que brilla en el Hijo de Dios hecho hombre y que se transparenta con singular eficacia en sus actitudes hacia los demás, tal como nos las presentan los evangelistas» (PDV 43). Es decir, presenta a Cristo como modelo pleno del ser humano y de la vocación sacerdotal. En este sentido, el candidato precisa estar consciente de que es llamado a repetir en su existencia las obras y palabras de Jesús. Asumiendo así en su proceso vocacional el modo de proceder de Cristo, consagrando toda su vida a Él.
El segundo elemento configurador de la formación humana del sacerdote está íntimamente relacionado con el primero, pues para ser imagen viva de Cristo es necesario estar al servicio de los demás, comunicando la palabra, celebrando los sacramentos y guiando a la comunidad cristiana en la caridad. Este servicio pastoral en nombre de Cristo requiere cualidades humanas del sacerdote y consecuentemente del candidato que desea asumir tal vocación, a fin de que sean puentes y no obstáculos para el encuentro de Jesús con los destinatarios de su misión. Para eso, «el sacerdote será capaz de conocer en profundad el alma humana, intuir dificultades y problemas, facilitar el encuentro y el diálogo, obtener la confianza y colaboración, expresar juicios serenos y objetivos» (PDV 43). No hay duda de que aquí se abre un largo camino de aprendizaje.
Otro elemento constitutivo de la dimensión humana abordado en la presente exhortación es el aspecto comunitario que exige a las personas con capacidad de relación y maduras para compartir la vida y la misión con los demás. «Elemento verdaderamente esencial para quien ha sido llamado a ser responsable de una comunidad y “hombre de comunión”» (PDV 43).
El proceso de consagración a Cristo y al servicio a los demás revela dos grandes desafíos de la formación que van unidos entre sí. Por un lado, la justa y necesaria madurez de la persona para la realización de sí misma; y por otro, la exigencia de esta misma madurez en vista del Ministerio presbiteral. Para eso, el decreto recoge los criterios que califican la madurez, que son «amar la verdad, la lealtad, el respecto por la persona, el sentido de la justicia, la fidelidad de la palabra dada, la verdadera compasión, la coherencia y, en particular, el equilibrio de juicio y comportamiento» [69] (PDV 43).
La exhortación hace clara mención a los candidatos al sacerdocio cuando destaca la importancia de una “preparación previa” humana, cristiana, intelectual y espiritual antes de ingresar al seminario[70]; y añade las cualidades necesarias del candidato, de entre las cuales están «la recta intención y un grado suficiente de madurez humana» (PDV 62). Tales cualidades exigidas al candidato en el inicio de su proceso vocacional son criterios imprescindibles. Este acompañamiento colabora con el desarrollo humano del candidato en su proceso vocacional, donde la Iglesia por muchos medios cuida los «brotes de vocación sembrados en los corazones» (PDV 63).
Al considerar cuidadosamente la formación humana, la Iglesia señala la gran responsabilidad que es asumir una vocación de especial consagración. Al entender la finalidad de la llamada vocacional de servir a Dios y a los demás como Jesús, es posible trazar un itinerario que pase necesariamente por la realidad humana a ser configurada. Así pues, acoger la gracia de la vocación se relaciona íntimamente con la tarea discernir conociendo a sí mismo y crescendo humanamente.
A este itinerario vocacional le acompaña el discernimiento que hace el candidato más consciente de la llamada y de su realidad humana para mejor responder a Dios. En relación con San Pablo, el mismo documento presenta un programa que considera elementos fundamentalmente importantes de la dimensión humana: «todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta» (Flp 4, 9). Es decir, hay que mirar la realidad teniendo presente los elementos humanos propios de la vocación de especial consagración.
d) Ratio Fundamentalis Intitutionis sacerdotalis
La primera Ratio Fundamentalis [71] surge dentro del horizonte de la renovación de la Iglesia propuesta por el Concilio para la formación de los presbíteros. Este es uno de los aspectos importantes a ser considerados en este documento. Así pues, además de ser una orientación universal de la Iglesia para la formación sacerdotal, la Ratio, atenta a los contextos y signos de los tiempos, es consciente de la necesidad de una formación única, integral, permanente y misionera que prepara al sujeto integral para su vocación.
La nueva Ratio [72] ha resaltado que «cada una de las dimensiones formativa se ordena a la transformación del corazón, a imagen del corazón de Cristo» (Ratio fundamentalis 89) y pone en evidencia la propia finalidad de la formación, que es preparar a la persona llamada a responder y vivir su vocación. ]Estos aspectos fundamentales de la formación son tomados, por ejemplo, de Pastores Dabo Vobis [73] y Optatam Totius [74]. La misma exhortación de San Juan Pablo II es bastante clara cuando se refiere a la integración de los aspectos de la formación integral:
«El camino hacia la madurez no requiere solo que el sacerdote continúe profundizando los diversos aspectos de su formación, sino que exige también y, sobre todo, que sepa integrar cada vez más armónicamente estos mismos aspectos entre sí, alcanzando progresivamente la unidad interior, que la caridad pastoral garantiza. De hecho, esta no solo coordina y unifica los diversos aspectos, sino que los concreta como propios de la formación del sacerdote, en cuanto transparencia, imagen viva y ministro de Jesús buen Pastor» [75].
Por lo tanto, la formación sacerdotal es también asumida en la Ratio en su dimensión humana, intelectual, espiritual y pastoral. Este punto de partida es importante pues llama la atención para la importancia de la “formación integral” dirigida a «persona en su totalidad, con todo lo que es y con todo lo que posee» (Ratio fundamentalis 92).
Una vez resaltado este equilibrio e integración sobre las dimensiones, ahora se dará una atención especial a la dimensión humana, que es lo que pretende este apartado, pero siempre atento a la natural e importante conexión que se puede establecer entre las demás dimensiones.
En el conjunto del documento que se comenta se recogen diversos elementos tratados por el Magisterio de la Iglesia [76] a ser considerados en la dimensión humana como la rectitud de intención y la libertad, las dotes morales, facultades intelectuales, salud física y psíquica, y posibles cargas hereditarias del candidato. Como ya se ha analizado anteriormente, la formación humana de los presbíteros y la preocupación con su madurez y virtudes siempre fueron temas de gran interés [77]. En este sentido, cabe resaltar que la Iglesia entiende la formación humana como fundamento de la formación sacerdotal y que, sin una adecuada formación humana, la vocación carecería de una base [78].
Por eso, la Ratio asume la formación humana como un trabajo permanente en la vocación presbiteral, que es «un proceso unitario e integral, que se inicia en el Seminario y continúa a lo largo de la vida sacerdotal, como formación permanente. Exige atención y cuidado en cada paso» (Ratio fundamentalis 53), pero sin desconsiderar las demás etapas, pone énfasis en la etapa discipular como momento especial para el desarrollo de una sana antropología.
Considerar la antropología de la formación en la etapa inicial principalmente en la que se conoce como propedéutico [79] es muy importante para «asentar las bases sólidas para la vida espiritual y favorecer un mejor conocimiento de sí que permita el desarrollo personal» [Ratio fundamentalis 59], que junto con el discernimiento vocacional, ya en la génesis del proceso coincide con el objetivo principal de este espacio formativo. Este lugar tan recomendado por la Ratio debe ser provisto de formadores propios, buscar una buena formación humana y cristiana y realizar una seria selección de los candidatos [80].
Desde el conocimiento de su propia historia y aceptación de su realidad humana, el candidato encuentra en sus potencialidades y fragilidades un gran camino de discernimiento y de formación. Su vida personal es el primer ámbito para discernir la vocación e integrarse humana [81]. Cuanto más consciente de su autobiografía, es decir, de «su propia historia, el modo como ha vivido la propia infancia y adolescencia, la influencia que ejercen sobre él la familia y las figuras parentales, la mayor o menor capacidad de establecer relaciones interpersonales maduras y equilibradas, así como el manejo sano de los momentos de soledad» (Ratio fundamentalis 94), tanto más auténtico y fructuoso será el discernimiento y consecuentemente su formación desde el propedéutico.
Después del propedéutico viene propiamente la “etapa discipular” que, según la Ratio, es un permanecer con Cristo que «implica un camino pedagógico-espiritual, que transforma la existencia, para ser testimonio de su amor en el mundo». En síntesis, es un seguimiento continuo de Cristo que transforma existencialmente la vida del discípulo llamado. Tal transformación y respuesta a la llamada vocacional empieza por la Palabra escuchada atentamente, guardada en el corazón y puesta en práctica [82], pues el candidato llamado a ser pastor discierne siempre la vocación a la luz de Palabra de Dios.
Este trabajo espiritual es también profundamente humano, pues en este camino vocacional, el candidato debe experimentar las fortalezas y debilidades de su humanidad con «la serenidad de fondo, humana y espiritual, que le permita, superada toda forma de protagonismo o dependencia afectiva, ser hombre de comunión, de misión y de diálogo, capaz de entregarse con generosidad y sacrificio a favor del Pueblo de Dios, contemplando al Señor, que ofrece su vida por los demás» (Ratio fundamentalis 41).
3.3. Hacia la configuración a Cristo
Jesucristo es, como ya se ha afirmado en este trabajo, la clave absoluta para la comprensión del ser humano y de la vocación presbiteral. Solo en Él es posible discernir los rasgos humanos fundamentales a ser identificados y asumidos en el candidato y en la propia formación presbiteral. Por medio de la contemplación de la humanidad de Jesús, se va formando y madurando la personalidad del futuro pastor. Al contemplarlo, la persona elegida entra en un proceso de conformar sus deseos, motivaciones y toda su estructura antropológica a la luz del Evangelio.
Este proceso de configuración con Cristo es imprescindible para el candidato llamado a tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús (cf. Flp 2, 5) y a transformar el corazón –en cuanto núcleo de la personalidad– para aprender a amar como Cristo [83]. En este sentido, es decir, unido a Cristo, él puede hacer de su vida un don para los demás en un camino formativo que renueve e integre todo sujeto. Esta es la esencial mirada de fe que el candidato al sacerdocio está llamado a tener delante de su historia personal, que lo hace acoger e interpretar la vida con plena responsabilidad y creciente confianza en Dios [84]. En este sentido, «conocerse a la luz del evangelio y desde la mirada de Dios (y no solamente por pura introspección psíquica o mediante un esfuerzo de superación ética) no es sobre todo una exigencia de la vocación sino una gracia derivada de ella misma» [85]. Por fin, según la Ratio, queda suficientemente claro que «la carencia de una personalidad bien estructurada y equilibrada se constituye en un serio y objetivo impedimento para continuidad de la formación para el sacerdocio» (Ratio fundamentalis 63). En este itinerario vocacional de la antropología de la formación pueden ser identificadas algunas de estas carencias, o “mundanidad espiritual” presentes en el candidato, como: «La obsesión por la apariencia, una presuntuosa seguridad doctrinal o disciplinar, el narcisismo y el autoritarismo, la pretensión de imponerse, el cultivo meramente exterior y ostentoso de la acción litúrgica, la vanagloria, el individualismo, la incapacidad de escucha de los demás y de todo tipo de carrerismo» (Ratio fundamentalis 42).
Son rasgos antropológicos y espirituales que contrastan con lo que se espera de la vocación presbiteral. Aquí se abre propiamente un largo camino de discernimiento que llevará a la superación de autoengaños en vista de una decisión vocacional menos condicionada y más libre de los afectos desordenados que acompañan a la persona llamada.
En este sentido, esta constante tarea solo es posible desde la gracia de Dios, que acompaña y colabora en los procesos de la madurez humana. Los grandes teólogos, atentos a los aspectos de la dimensión humana y de los procesos de madurez a la cual la persona llamada a vivir, alertan que «una recta y armónica espiritualidad exige una humanidad bien estructurada; como recuerda Santo Tomás de Aquino, “la gracia presupone la naturaleza”, y no la sustituye, sino que la perfecciona» [Ratio fundamentalis 93]. Esta gracia, que es la misma vocación, orienta la tarea de discernir la llamada que contiene herramientas psicológicas concretas para un auténtico aprendizaje, como se presentará en el último capítulo de este trabajo.
Conclusión
Este capítulo ha reflexionado fundamentalmente sobre temas de gran importancia para la vocación y el proceso de discernimiento vocacional que son los contextos culturales, la identidad de una vocación de especial consagración y la dimensión humana que ayudan al candidato responder más auténticamente a la llamada. Para eso, fue necesario hacer un itinerario teológico a la luz del Concilio Vaticano II y de algunos documentos posconciliares que revelasen una imagen presbiteral y, consecuentemente, un camino formativo humano para alcanzar este objetivo. Estos elementos, contexto-identidad-formación, son presupuestos orientadores para el discernimiento vocacional del futuro pastor.
Reflexionar sobre la gracia de la vocación y la tarea de discernir la llamada exigió de este trabajo una atención especial a la situación de la sociedad y del mundo de hoy. Los candidatos a la vocación presbiteral son hijos de su tiempo y la llamada vocacional acontece en el cotidiano de su realidad histórica social, eclesial, familiar que pueden favorecer o no en el surgimiento de sólidas vocaciones y mismo en la tarea de la formación humana. O sea, el contexto cultural puede configurar positivamente y negativamente la persona llamada y por eso, necesita ser conocido, interpretado y discernido.
En este sentido no se puede negar las grandes transformaciones culturales, sociales, políticas, religiosas que afectan profundamente los aspectos antropológicos de la persona llamada e influyen en su modo de ser y actuar. Desde la comprensión e interpretación de los contextos es posible encontrar pistas para entender mejor el ser humano y tratar de evitar que nuevas heridas frutos del secularismo, individualismo, materialismo, hedonismo e etc., sean abiertas en la iglesia y en sociedad.
En medios de estos contextos culturales hace falta la clara consciencia de una identidad de la vocación presbiteral que da sentido a la llamada. No raras veces el candidato es confrontado con realidades que dificultan la acogida de la vocación, y solamente presentando a Jesús como referencial real y absoluto que motiva, forma y anima su vocación, el candidato puede encontrar verdadero sentido en este camino. En él se concentra todo contenido del discernimiento vocacional.
Para asumir la importante tarea de discernir la llamada, es fundamental tener la consciencia de los elementos teológicos espirituales que constituyen y dan identidad a la vocación presbiteral. Son ellos que ponen el candidato en una dinámica cuidadosa de la vocación y en un camino permanente de discernimiento, identificando «las mociones, los dones, las necesidades y las fragilidades, para ‘quitar de sí todas las afecciones desordenadas y, después de quitadas, para buscar y hallar la voluntad divina’» (Ratio fundamentalis 43). Esta voluntad divina para su vocación solo puede ser encontrada y confirmada en la relación existencial con Jesús.
Los candidatos que piden un acompañamiento de su vocación obtienen una imagen del presbítero y de la vida religiosa desde su propia experiencia personal. No siempre estas referencias están debidamente purificadas y pueden contener elementos negativos y muy frecuentemente idealizados. Por eso, en el discernimiento vocacional es imprescindible acercarse a la verdadera imagen que da sentido a la vocación de especial consagración, para que así puedan configurar su vida a Jesucristo; exactamente como presentó el Magisterio de la Iglesia en sus documentos conciliares y posconciliares a la luz de las Sagradas Escrituras.
Este itinerario también demostró que la gracia de la vocación se encarna en la vida de personas concretas llamadas a asumir un largo proceso formativo de configuración de sus estructuras humanas desde los criterios y virtudes necesarios para una vocación presbiteral. En este sentido la dimensión humana fue ganando relevancia en la nueva concepción presbiteral y asumiendo un papel fundamental en la formación y en el discernimiento vocacional de los candidatos.
La formación humana de los candidatos encuentra un lugar de gran importancia en el proceso vocacional en vista de una formación personal que una e integre interiormente la persona, que la capacite para asumir la responsabilidad vocacional en el mundo que le ha tocado vivir y servir, y fundamentalmente que ayude en la configuración a Jesucristo. El contenido del itinerario vocacional que entrelazan los contextos culturales, la identidad de la vocación presbiteral y la formación humana está esencialmente en el encuentro con Jesús. En este sentido el reto es seguramente dejarse ser sorprendido por la novedad de este encuentro que atrae, transforma la vida e interpela constantemente la vocación presbiteral.
Así pues, este capítulo se centró en un itinerario vocacional donde a la luz de la gracia de la vocación fueran ofrecidos presupuestos teológicos, espirituales que orientan hacia un discernimiento desde los contextos, identidad y formación de la vocación presbiteral. La finalidad de este proceso es encontrar caminos concretos para que la persona llamada pueda acoger y responder con madurez al don de la vocación.
Aquí fueron presentados especialmente algunos elementos de la vocación presbiteral que movilizan mecanismos antropológicos y psicológicos de la vocación. Una vez que tales elementos vocacionales puedan dialogar con estas ciencias, el capítulo siguiente buscará aclarar algunos conceptos y criterios asumidos por la Iglesia a la luz de la antropología y de la psicología que dan una gran contribución e impulso para el discernimiento vocacional que requiere el sujeto integral y herramientas más integradoras.
Marcos Vinícius Sacramento de Souza, en repositorio.comillas.edu/
Notas:
Capítulo II
1. Concilio Vaticano II, Optatam Totius (28 de octubre 1965).
2. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Postsinodal Pastores Dabos Vobis (Madrid: Ediciones Paulinas 1992).
4. Transformaciones que pueden relacionarse con una liquidez de la cultura y de las relaciones humanas, como denomina Z. Bauman. Ver: Z. Bauman, Modernidad líquida (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2003).
5. Juan Mª Uriarte – Ángel Cordovilla – José Mª Fernández-Martos. Ser sacerdote en la cultura actual. (Santander: Sal Terrae, 2010), 17.
7. Amadeo Cencini. Sacerdote y mundo de hoy. Del post-cristianismo al pre-cristianismo. (Madrid: San Pablo, 2012), 8.
8. Francisco, Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium (24 de noviembre 2013), n.115.
9. E. Royón, “«Sus heridas nos curaron». El sacerdote sanado en la misericordia de Cristo”, Cuadernos de Espiritualidad 195 (2014), 39.
13. J. Mª Rodríguez Olaizola, “Elegir hoy”, Manresa 73 (2001):134.
15. 1bid., 23. Y cf. C. Domínguez Morano, “El sujeto que ha de elegir hoy, visto desde la psicología”, Manresa 73 (2001): 154.
16. J. Mª Uriarte, “Servidores de la comunidad”, Sal Terrae 98/10 (2010): 899-908.
17. Juan Mª Uriarte, “Ser presbítero en el seno de nuestra cultura”, en Ser sacerdote en la cultura actual. (Santander: Sal Terrae, 2010), 24.
18. Uriarte, “Servidores de la comunidad”, 900.
20. Cf. Concilio Vaticano II, Presbyterorom Ordinis (7 de diciembre de 1965), n. 8.
21. Juan Mª Uriarte, “Ser presbítero en el seno de nuestra cultura”, en Ser Sacerdote en la cultura actual, (Santander: Sal Terrae, 2010), 42.
22. Lluís Casado Esquius. El análisis transaccional ante los nuevos retos sociales: adaptación a un mundo en cambio. (Madrid: CCS, 2016), 20.
23. A. Cencini, “El sacerdote identidad personal y función pastoral. Perspectiva psicológica”, en El presbítero en la Iglesia, Sociedad de Educación, ed. A. Cencini – C. Molari – A. Favale – S. Dianich. (Madrid: Atenas, 1994), 72.
25. Papa Francisco, tal documento en: Congregación para el clero. Ratio fundamentalis Institucionis (8 de diciembre 2016).
26. Santiago Madrigal, “Ser sacerdote según el Concilio Vaticano II y su recepción postconciliar”, en El ser sacerdotal. Fundamentos y dimensiones constitutivas, ed. G. Uríbarri (Madrid: San Pablo-UPco, 2010), 135.
30. 3Santiago del Cura Elena, “El ministerio ordenado. Renovación y profundización de su teología en la estela del Vaticano II, en El Concilio Vaticano II. Una perspectiva teológica. Eds. V. Vide – J. R. Villar. (Madrid: San Pablo, 2012), 270, 239-300.
31. Ver: Santiago del Cura Elena, “Sacerdocio común y sacerdocio ministerial: El sentido del ministerio ordenado en la Iglesia”, en El ser sacerdotal. Fundamentos y dimensiones constitutivas, ed. G. Uribarri (Madrid: San Pablo-UPco, 2010), 159-196.
32. PO 2, 3, 9, 11, 12, 18, 22, 34, 41.
42. Cf. Madrigal, 137: “el capítulo III de LG establece una secuencia precisa desde la preocupación misionera del CV II: primero el anuncio de la Palabra (LG 25), seguido de la función sacramental (LG 26) y de gobierno (LG 27)”.
43. J. Frisque, “Decretos «PRESBYTEROROM ORDINIS» Historia y comentario, en Los sacerdotes: Decretos “Presbyterorum ordinis y Optatam totius”, ed. J. Frisque, Y. Congar (Madrid: Taurus 1969), 157.
50. Algunos textos del Nuevo Testamento sobre la autoridad como servicio: Mt 20, 25-28; Lc 22, 26-27; Jn 13, 13-15; 2 Cor 4, 5.
53. Todos los bautizados reciben un único llamado a la santidad. Pero, la forma de ejercer la santidad es diversa (cf. LG 41).
56. Benedicto XVI, A los presbíteros y diáconos de la diócesis de Roma, 13 de mayo de 2005.
57. En general la figura del sacerdote queda descrita en el decreto Presbyterorum Ordinis: participa del ser de Cristo (PO 1-3) obra y anuncia la palabra en su nombre (PO 4), hace presente su sacrificio y su acción salvadora (PO 5), prolongando su acción pastoral (PO 6). Realiza su ministerio en la comunión y misión eclesial (PO 7-11) y en la vivencia de la santidad (PO 12-14) según el modo de proceder del Buen Pastor.
58. A. Cencini, ¿Creemos de verdad en la formación permanente? (Santander: Sal Terrae, 2013), 29.
59. Trabajada fundamentalmente en los puntos 1 y 2 del primer capítulo: “La Palabra de dirigida al ser humana como llamada” y “El ser humano que escucha la llamada divina”.
60. Cf. J. Oliveira, “Antropología da formação inicial do presbítero”, Vida Pastoral 309 (2016), 25-30.
61. Ángel Cordovilla, “El sacerdote hoy en su realización existencial. La escisión antropológica como momento de gracia, en Ser sacerdote en la cultura de hoy, (Santander: Sal Terrae, 2010), 64.
62. L. Mª García Domínguez, “La formación a la vida consagrada como proceso único”, CONFER 54/208 (2015): 455-474, 466.
63. CDC 244; 642; 721§3; 1025; 1029; 1031.
64. Pio XII, tal documento citado por Álvaro del Portillo en: Escritos sobre el sacerdocio (Madrid: Palabra, 1990), 30.
65. Pio XII, Exhortación apostólica Menti Nostrae (23 de septiembre de 1950).
66. Cf. E. Marcus, “Iniciación en el ministerio: condiciones del ejercicio de esta función eclesial”, en Los sacerdotes: Decretos “Presbyterorum ordinis y Optatam totius”, dir. J. Frisque - Y. Congar (Madrid: Taurus, 1969), 433-436.
67. La capacidad de discernir la vocación desde los elementos humanos requiere una selección y formación de los formadores como resalta OT 5: «han de elegirse de entre los mejores, y han de prepararse diligentemente con doctrina sólida, conveniente experiencia pastoral y una formación espiritual y pedagógica singular».
68. Como la primera Asamblea General de 1967 sobre la renovación de los seminarios, la segunda Asamblea General de 1971, acerca de los principios doctrinales y cuestiones prácticas sobre el sacerdocio ministerial, y la octava Asamblea General de 1990 sobre la formación sacerdotal en las circunstancias actuales.
69. OT 11; PO 3, Ratio fundamentalis 51.
71. De 6 de enero de 1970: La Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotales ofrece las instrucciones sobre los más diversos aspectos de la formación. Refierese a la normativa de Roma para las Iglesias particulares de todo el mundo; se caracterizan como las normas básicas que servirán para la elaboración de los planes formativos propios para cada diócesis.
72. De 8 de diciembre de 2016.
76. Principalmente: OT 4; 8-11; PO 3-6; 8.
77. Como OT 11: “(…) y complétense convenientemente con los últimos hallazgos de la sana psicología y de la pedagogía, por medio de una educación sabiamente ordenada hay que cultivar también en los alumnos la necesaria madurez humana, la cual se comprueba, sobre todo, en cierta estabilidad de ánimo, en la facultad de tomar decisiones ponderadas y en el recto modo de juzgar sobre los acontecimientos y los hombres”.
79. Cf. Ratio fundamentalis 59-60; PDV 62.
80. 80Cf. Ratio fundamentalis 60.
82. Cf. Ratio fundamentalis, 62.
83. Cf. A. Cencini, Los sentimientos del Hijo: itinerario formativo en la vida consagrada (Salamanca: Sígueme, 2000), 135-136.
84. Cf. Ratio fundamentalis, 43.
85. García Domínguez, “La formación a la vida consagrada como proceso único”, 458.
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