Claves cristianas para una filosofía de las ciencias sociales
4. Lo extraordinario en lo ordinario
Así pues, tomar conciencia de que nuestra identidad más profunda es nuestra identidad de hijos de Dios, se constituye, para san Josemaría, en fuente de una esperanza que no anula el proceso ordinario —natural e histórico, cultural y social— por el que cualquier persona, en el lugar particular que le haya deparado la vida, llega a definir sus aspiraciones y adquiere una personalidad determinada, con sus particularidades y lealtades características. Pero, al mismo tiempo, la conciencia de la propia filiación divina tiene la virtualidad de orientar esos procesos en una dirección más alta, que conduce a sentir profundamente la solidaridad con todos los hombres, la responsabilidad por toda la creación: «Es la fe en Cristo, muerto y resucitado, presente en todos y cada uno de los momentos de la vida, la que ilumina nuestras conciencias, incitándonos a participar con todas las fuerzas en las vicisitudes y en los problemas de la historia humana. En esa historia, que se inició con la creación del mundo y que terminará con la consumación de los siglos, el cristiano no es un apátrida. Es un ciudadano de la ciudad de los hombres, con el alma llena del deseo de Dios, cuyo amor empieza a entrever ya en esta etapa temporal, y en el que reconoce el fin al que estamos llamados todos los que vivimos en la tierra» [40].
Que tales consideraciones solo sean posibles desde la fe no las convierte en totalmente ajenas o irrelevantes a la reflexión filosófica. Pues a la filosofía le basta la posibilidad de una existencia edificada sobre estas convicciones para afirmar que otro mundo es posible y realizable, un mundo que, con la fuerza del espíritu, está dispuesto a combatir sin descanso la banalidad de una existencia mediocre, redimiendo el tiempo y desafiando la «reificación» de las estructuras enemigas de la persona y su libertad [41], desde el interior mismo de esas estructuras.
En efecto: “participar con todas la fuerzas en las vicisitudes y en los problemas de la historia humana”, como hace notar san Josemaría, significa ir más allá de un diagnóstico certero de los problemas que tiene planteado nuestro mundo; significa sentirse interpelado personalmente por tales problemas, y advertir, con nueva profundidad, el enorme potencial transformador de las estructuras que encierra el trabajo humano, cuando viene animado por un espíritu auténticamente cristiano, un espíritu de servicio que, como insiste el Papa Francisco, se despliega en beneficio del prójimo, especialmente de los más necesitados [42]. La clave de ese desafío la ofrece el muy citado punto 301 de Camino: «Un secreto.- Un secreto, a voces estas crisis mundiales son crisis de santos. —Dios quiere un puñado de hombres ‘suyos’ en cada actividad humana. —Después… “pax Christi in regno Christi”- la paz de Cristo en el reino de Cristo» [43]. Este punto expresa la confianza de san Josemaría en la fuerza históricamente transformadora de la libertad, cuando se abre a la acción de Dios en la propia vida; refleja también, como observa Pedro Rodríguez, una visión de la santidad y la vida interior «en estricta e interna relación con la “actividad humana”, con los problemas de la sociedad humana». Esto nos invita a reflexionar expresamente sobre lo que san Josemaría designó en una ocasión como «materialismo cristiano», y que, según sus propias palabras, «se opone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu» [44], así como a los espiritualismos desencarnados. En efecto: el «materialismo cristiano» es, para san Josemaría, directa consecuencia de la fe en la Encarnación del Verbo. Pues en este misterio se contiene el mensaje de que el mundo y la historia no son impermeables a la manifestación de Dios, ni opacos a su presencia. Por el contrario, cabe hablar, como lo hemos hecho, de una solidaridad de destino entre el mundo y el hombre, que no pone en peligro la referencia del hombre a Dios. Pues la conmensurabilidad entre el sujeto y el mundo no es perfecta: el mundo no es solo el correlato de la conciencia humana, sino también espacio para la manifestación y revelación de Dios, así como espacio de actos humanos que tienen a Dios, y no al mundo, como fin último.
Con ello se corresponde otro aspecto crucial del mensaje de san Josemaría: el aprecio por la contingencia como el lugar privilegiado para la manifestación de Dios, precisamente porque es ahí, en ese espacio de contingencia, donde el hombre ejercita y materializa su libertad. Ambas cosas se contienen en la invitación de san Josemaría a encontrar el quid divinum [45] que se encierra en los detalles, y que toca a cada uno descubrir. No se trata solo de una recomendación piadosa, sino de advertir el kairós, la oportunidad y el valor del momento presente, en el que la presencia de Dios se nos hace material y de algún modo visible: hacer bien las cosas que tenemos entre manos no es ya solamente un requerimiento ético, derivado de nuestra posición en la sociedad humana, sino la oportunidad concreta que se nos ofrece de corresponder al don de Dios y de materializar su presencia en el mundo de los hombres, poniendo de manifiesto que no por ser ordinaria deja de ser transformadora.
Reconocer el horizonte trascendente que se abre al ejercicio de nuestra libertad, en el desempeño de las tareas más variadas, pertenece a la perfección de la existencia humana. Sin embargo, no se deriva de esto una distorsión de la lógica propia de esas tareas, sino una conciencia más clara de su interno requerimiento de salvación. Ahora bien, precisamente porque los asuntos humanos están sujetos a muchas contingencias, su perfeccionamiento y mejora no puede discurrir por cauces rígidos y prefijados, sino que ha de confiarse al discernimiento responsable de las personas. Por ello, precisamente, la confianza en la responsabilidad de las personas, que les lleva a buscar en cada caso las respuestas que se estimen mejores en conciencia, constituye un aspecto inseparable de la valoración de las realidades seculares, que san Josemaría tenía especialmente presente en su labor sacerdotal: «He concebido siempre mi labor de sacerdote y de pastor de almas como una tarea encaminada a situar a cada uno frente a las exigencias completas de su vida, ayudándole a descubrir lo que Dios, en concreto, le pide, sin poner limitación alguna a esa independencia santa y a esa bendita responsabilidad individual, que son características de una conciencia cristiana. Ese modo de obrar y ese espíritu se basan en el respeto a la trascendencia de la verdad revelada, y en el amor a la libertad de la humana criatura. Podría añadir que se basa también en la certeza de la indeterminación de la historia, abierta a múltiples posibilidades, que Dios no ha querido cerrar» [46].
5. Una teoría vital de las instituciones y del cambio social
Esa misma certeza de la indeterminación de la historia explica otro aspecto que veo implícito en su modo de afrontar las realidades seculares y que, a falta de una expresión mejor, describiría como una «teoría vital» de las instituciones y del cambio social.
Sin duda, el hecho mismo de que cifre la respuesta a las crisis mundiales en la santidad, nos habla ante todo de la prioridad de la vida del espíritu [47]. Pero, como hemos apuntado, no debe entenderse en sentido espiritualista: la vida espiritual, tal y como él la entiende, conduce a implicarse en las realidades seculares con objeto de redimirlas, lo cual lleva consigo empeñarse en promover un mundo más humano. Indudablemente, esto comporta un momento negativo, de identificación de situaciones deshumanas. Ahora bien, con carácter general san Josemaría invita a afrontar esas situaciones en primera persona, estimulando la responsabilidad personal, procurando «ahogar el mal en abundancia de bien», cubriendo deficiencias, multiplicando las iniciativas que desarrollan o reorienten las energías implícitas en la situación que es preciso mejorar.
Sitúa en la «formación» la clave de todo desarrollo: una formación que ayude a sacar partido a los talentos recibidos, que ayude a los destinatarios a convertirse en protagonistas del progreso propio y del entorno. La clave, entonces, se llama trabajo: los criterios con los que impulsó innumerables iniciativas asistenciales y educativas en todo el mundo revelan un modo profesional de afrontar la articulación práctica de los principios de subsidiaridad y solidaridad, así como una aguda percepción del modo en que se relacionan trabajo y sentido de la propia dignidad.
Sin embargo, la apuesta prioritaria por la formación y, en ese sentido, por la cultura, no significa que ignore los aspectos estructurales. San Josemaría es consciente de que, en el orden social, el desarrollo diferenciado de lo humano depende en gran medida de la diferenciación y calidad de las instituciones y de la organización del trabajo. De todos modos, está lejos de propugnar una visión estática del orden social; muy al contrario: advierte de muchas maneras que la vida precede a la norma, que la norma está al servicio del espíritu, y que, en el plano de la acción, es preciso, sí, ser previsores, pero sin fiar las cosas exclusivamente a la organización.
Para ilustrar la importancia que concede a las instituciones como pautas reguladoras de la vida social podemos remitir a Conversaciones. Respondiendo a una pregunta sobre la politización de la universidad, el fundador del Opus Dei hace notar que, allí donde faltan cauces institucionales para el ejercicio de la libertad política, esa legítima aspiración humana se canaliza por otras vías y se corre el riesgo de desnaturalizar la universidad [48]. De esta respuesta, pienso, se sigue la necesidad de contar con una esfera específicamente política, una esfera donde los ciudadanos puedan pronunciarse y participar en la propuesta de soluciones para los problemas que se refieren a la vida en común. Algo similar se podría decir de la economía: al tiempo que reconoce la legítima autonomía de la actividad económica [49], san Josemaría recuerda su carácter instrumental [50], alertando, por ejemplo, de que «las obras no dejan de salir por falta de medios; dejan de salir por falta de espíritu» [51].
De cualquier forma, reconocer el papel de las instituciones en la configuración del orden social es algo distinto a proponer una hiper-institucionalización [52] que ahogaría la espontaneidad de la vida y las iniciativas de la libertad. Después de todo, las instituciones nacen como una exigencia de la naturaleza social del hombre, para dar forma a las inclinaciones que experimentamos hacia determinados bienes, para dar forma, también, al mismo impulso socializador. Pero esto supone que la vida va por delante abriendo camino, como diría Simmel, buscándose una forma [53], tratando de proporcionarse un marco para el desarrollo de vínculos sociales seguros [54].
Precisamente en este último aspecto —la formación de vínculos seguros: la generación de confianza y el fomento de un clima de libertad— la vida y la predicación de san Josemaría ofrecen un valioso material que merecería la pena explorar más a fondo: porque en su predicación y en su vida se pone singularmente de manifiesto de qué manera las normas y pautas institucionales tienen sentido en la medida en que sirven a la expresión y al desarrollo diferenciado del espíritu [55].
En todo caso, la necesidad que tenemos de organizar socialmente nuestra vida explica que las crisis institucionales se traduzcan en cierto desorden de los bienes que ellas protegen, así como una pérdida de densidad en las relaciones humanas correspondientes, que dificulta la orientación ética y aun cualquier proyecto razonable [56]. Esta situación da lugar fácilmente a reacciones conservadoras, en las que acecha el riesgo de confundir el orden moral y las convenciones sociales que durante largo tiempo han servido para preservarlo. En tales casos conviene recordar que las crisis pueden ser también signo de esclerosis cultural: de que la institución ha cristalizado en una forma culturalmente anterior, que no hace justicia al dinamismo y las exigencias, siempre nuevas, de la vida. Aunque aquí acecha también el peligro de signo opuesto: pues advertir la necesidad de cambio puede conducir a un afán de adaptar las formas sociales a los tiempos, que arrastre sin discernimiento importantes bienes humanos.
Por eso la teoría de las instituciones ha de completarse y articularse con una teoría del cambio social y cultural, que atienda también a la cualidad ambigua característica de los periodos liminales [57], de transición cultural, y que permanezca alerta para identificar en cada caso los bienes que están en juego y el mejor modo de preservarlos. En este sentido, es posible argumentar que la esencia humana, en cuanto tal, tiene un carácter «liminal» [58], del que los ritos de paso y las épocas de transición cultural constituyen un reflejo. Más aún: cabría argumentar que, precisamente porque se dirige a la humanidad desnuda, sin hacer acepción de personas [59], el mensaje cristiano es particularmente relevante en esos momentos en los que las seguridades convencionales parecen quebrarse y los individuos se debaten en la incertidumbre. El evangelio se dirige a todos, sin discriminaciones [60], y también de todos pide conversión; una conversión que entre otras cosas justamente reclama el despojarse libremente de las seguridades falsas, a las que está asociada de ordinario la vida en este mundo, pues, como escribe san Pablo a los Corintios, «el tiempo es corto. Por tanto, los que tienen mujer vivan como si no la tuviesen. Los que lloran como si no llorasen. Los que están alegres como si no lo estuviesen. Los que compran como si no poseyesen. Los que disfrutan de este mundo como si no disfrutasen. Porque la apariencia de este mundo pasa»(1Co 7, 29-31).
Pienso que estas palabras describen una forma específica de estar en el mundo, que coincide exactamente con la radical exigencia de la que es portavoz san Josemaría cuando exhorta a «vivir en el mundo sin ser mundano», es decir, sin permitir que los acontecimientos del mundo, por tristes o gozosos que pudieran ser, determinen la orientación fundamental de la existencia [61]. Ciertamente, sobre el modo concreto de conducirse en periodos de transición, san Josemaría no nos ha dejado reflexiones teóricas; pero nos ha dejado algo más elocuente, su modo de conducirse durante la guerra [62]; viviendo en una situación provisional como sino fuera provisional: sujetándose a un plan auto-impuesto, aprovechando el tiempo, preparándose mediante el estudio para un futuro humanamente incierto, atento a vislumbrar en todo momento la voluntad de Dios [63]. Es algo que se sigue de su revalorización de la contingencia: en realidad, nada es provisional: en el momento presente nos jugamos todo lo verdaderamente importante.
De ahí emerge una manera singular de afrontar la dimensión temporal de la existencia, con una urgencia que nace de la caridad, y que prácticamente se traduce en la virtud de la diligencia [64], igualmente alejada de planteamientos utópicos como del presentismo insustancial. «Aprovechar el tiempo»: en ello va implícita una manera constructiva de enfocar la cuestión del cambio social, precisamente a través del trabajo, con el que el hombre se edifica a sí mismo, mientras edifica el mundo.
La idea que san Josemaría tiene del trabajo —del trabajo santificado— como fuente de progreso y cohesión social hace que su visión de la sociedad y de las instituciones no sea simplemente estática, sino profundamente dinámica: un dinamismo que aparece vinculado a la acción del hombre sobre el mundo, en el curso de la cual el hombre no solo descubre nuevos caminos, que antes permanecían inéditos, sino que, ante todo, se forja a sí mismo. Por eso, al introducir esta reflexión, he querido subrayar que la de san Josemaría sería, en todo caso, una teoría vital de las instituciones. Con ello pretendo insistir en el hecho de que las instituciones encuentran su punto de partida en la vida, y han de ser medidas por referencia a las exigencias de la vida —en último término, la vida del espíritu—, y no simplemente por referencia a cualesquiera convenciones, costumbres o tradiciones. Ahora bien, la vida espiritual del hombre en el mundo se expresa en el trabajo.
Es verdad que no hay nada nuevo en ver el trabajo como fuente de progreso y cambio social. En gran medida, la filosofía y la teoría social moderna arrancan de advertir la conexión entre división del trabajo y progreso social. Lo peculiar de san Josemaría, sin embargo, reside en rescatar la visión teológica, de raíz bíblica, que no reduce el trabajo humano a su dimensión activa, transformadora del mundo, ni lo subordina al cambio de condiciones materiales [65]; él ve el trabajo enraizado en la contemplación: «Nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor» [66]. El amor —a Dios y al prójimo— es la fuente de la que mana la fuerza dignificante del trabajo, y a él, por tanto, debe remitir una teoría del cambio social capaz de abrirse a la acción del Espíritu en la historia, de modos a menudo sorprendentes.
San Josemaría no es un revolucionario social. Su mensaje puede ponerse en relación con los clásicos de la teoría social que, de maneras distintas, han reconocido la profesión como el enclave ético privilegiado de las sociedades modernas [67]. Sin embargo, sería ingenuo pensar que un mensaje espiritual como el suyo careciese de repercusiones prácticas y en la configuración de los estilos de vida.
Si bien al remitir la dignidad del trabajo al amor con que se realiza san Josemaría no se pronuncia sobre el diverso reconocimiento social que reciben los distintos trabajos, es cierto que, una vez introducido ese pensamiento, las formas sociales de valoración quedan relativizadas, y el avance hacia formas de reconocimiento social de todos los trabajos llega a ser imparable. Pienso, por ejemplo, en una cuestión tan concreta y tan querida a san Josemaría como el reconocimiento de la dignidad del trabajo doméstico, punto fundamental donde, como apunta Axel Honneth desde la teoría crítica, hoy se decide, a nivel social, la cuestión más general de la relación entre trabajo y reconocimiento [68].
Más en general, cabe decir que el mensaje de santificación del trabajo lleva aparejado una conciencia cada vez más viva de la importancia del trabajo en la vida humana, no solo en el plano individual sino también en el social; una conciencia de la que cabe esperar el florecimiento de las iniciativas más variadas, en especial, las encaminadas a promover condiciones dignas de vida y trabajo para todas las personas. En este contexto, considero oportuno citar un pasaje de la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium donde el Papa Francisco sale al paso de una posible mala interpretación del mensaje de santificación del trabajo: «Nadie debería decir que se mantiene lejos de los pobres porque sus opciones de vida implican prestar más atención a otros asuntos. Ésta es una excusa frecuente en ambientes académicos, empresariales o profesionales, e incluso eclesiales. Si bien puede decirse en general que la vocación y la misión propia de los fieles laicos es la transformación de las distintas realidades terrenas para que toda actividad humana sea transformada por el Evangelio, nadie puede sentirse exceptuado de la preocupación por los pobres y por la justicia social” [69].
Si se entiende el trabajo en toda su profundidad humana, es decir, no solo como factor de perfeccionamiento individual sino como lugar estructurador de vida social, el trabajo se presentará en todas sus dimensiones; no simplemente como un lugar para la «auto-realización» individual, sino como plataforma desde la que desplegar, en toda su amplitud, la solicitud humana y cristiana por el prójimo y por las condiciones sociales que hacen posible su desarrollo.
Como ya hemos señalado anteriormente, el trabajo, para san Josemaría, «nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor» [70]. En eso radica su mayor dignidad. Y precisamente porque ve en la libertad de amar a Dios la fuente de la dignidad humana no vacila tampoco en presentarse como «rebelde» [71] y describir la religión como «la mayor rebeldía del hombre, que se niega a ser una bestia». Esta es la razón última de que, llegado el caso, pueda hablar también de una forma legítima, santa, de rebeldía, cuando lo que está en juego es la libertad de las conciencias, libertad en la que el hombre, todo hombre, se juega su destino: a ninguna autoridad de la tierra le es lícito aherrojar el movimiento libre por el que los hombres tributan culto a su Creador. También por eso se niega a interpretar la religión, las exigencias del espíritu, con categorías simplemente políticas. Así, por ejemplo, preguntado sobre el papel de tendencias integristas y progresistas en la vida de la Iglesia, al término del concilio, contesta: «En cuanto a las tendencias que usted llama integristas y progresistas, me resulta difícil opinar sobre el papel que pueden desempeñar en este momento porque desde siempre he rechazado la conveniencia e incluso la posibilidad de que puedan hacerse catalogaciones o simplificaciones de este tipo. Esa división —que a veces se lleva hasta extremos de verdadero paroxismo, o se intenta perpetuar como si los teólogos y los fieles en general estuvieran destinados a una continua orientación bipolar— me parece que obedece en el fondo al convencimiento de que el progreso doctrinal y vital del Pueblo de Dios sea resultado de una perpetua tensión dialéctica. Yo, en cambio, prefiero creer —con toda mi alma— en la acción del Espíritu Santo, que sopla donde quiere, y a quien quiere» [72].
Más que a descifrar la ley inexorable de la historia, el santo permanece atento a descubrir en ella los signos de la acción providente de Dios. Tal vez por esto pueda, en ocasiones, levantarse sobre los prejuicios de su propio tiempo. Un ejemplo lo encontramos en el modo positivo con el que entendió la condición de la mujer y su corresponsabilidad con el hombre en la construcción de la cultura [73]. Pienso que en esta cuestión, que hoy parece de sentido común, san Josemaría pudo sustraerse a las inercias y convenciones propias de su tiempo, pura y simplemente porque se dejaba guiar por el Espíritu de Dios [74].
Si tenemos en cuenta que los filósofos más ilustres no siempre supieron sustraerse a las inercias de su tiempo, entonces comprenderemos por qué el santo resulta particularmente intrigante para el filósofo. Le enfrenta con sus propios límites, y le muestra un modo distinto de trascenderlos.
Ana Marta González, en romana.org/
Notas:
40. [San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 99.]
41. [El concepto de «reificación», inicialmente introducido por Luckacs, como un instrumento de análisis crítico de la cultura, ha sido recientemente revalorizado por Axel Honneth. Cfr. Axel Honneth, Reificación. Un estudio en la Teoría del Reconocimiento, Katz, Buenos Aires, 2007, pp.136-137.]
42. [Francisco, Evangelii Gaudium, nn. 187 y 193.]
43. [San Josemaría, Camino, n. 301. Remito a la explicación ofrecida por Pedro Rodríguez en la ed. crítica, donde se hace notar la estrecha conexión con Jn 12, 32 y el modo adecuado de interpretar la alusión al «Reino de Cristo».]
44. [San Josemaría, Conversaciones, n. 115 a.]
45. [«Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir». San Josemaría, Conversaciones, n. 114b.]
46. [San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 99.]
47. [Cfr. Leonardo Polo, “El concepto de vida en Monseñor Escrivá de Balaguer”, Anuario Filosófico, 1985, vol. XVIII, 2, pp. 9-32.]
48. [«Si en un país no existiese la más mínima libertad política, quizá se produciría una desnaturalización de la Universidad que, dejando de ser la casa común, se convertiría en campo de batalla de facciones opuestas. Pienso, no obstante, que sería preferible dedicar esos años a una preparación seria, a formar una mentalidad social, para que los que luego manden —los que ahora estudian— no caigan en esa aversión a la libertad personal, que es verdaderamente algo patológico. Si la Universidad se convierte en el aula donde se debaten y deciden problemas políticos concretos, es fácil que se pierda la serenidad académica y que los estudiantes se formen en un espíritu de partidismo; de esa manera, la Universidad y el país arrastrarán siempre ese mal crónico del totalitarismo, sea del signo que sea…». San Josemaría, Conversaciones, n. 77a y b.]
49. [Cfr. Encuentro con empresarios en el IESE, Barcelona 27-XI-1972. Algunos textos de este encuentro pueden verse en Javier Echevarría, Dirigir empresas con sentido cristiano, en “Revista de Antiguos Alumnos del IESE”, nº 87, septiembre 2002, pp. 12-13.]
50. [En el gobierno de estas obras, sabía conjugar la responsabilidad —hay que procurar que las obras se sostengan, con trabajo, pidiendo ayudas, etc.—, la pobreza —el cuidado de los instrumentos— con la magnanimidad y la confianza en la providencia: «Se gasta lo que se deba, aunque se deba lo que se gasta».]
51. [Apuntes tomados en una tertulia, 16-V-1960, citado en Javier Echevarría, Carta Pastoral, 1-II-2006.]
52. [Tomo el término de Axel Honneth, The pathologies of individual freedom, Princeton University Press, Princeton, 2010.]
53. [Cfr. George Simmel, Intuición de la vida. Cuatro capítulos de metafísica, Altamira, Buenos Aires, 2001.]
54. [Para una teoría sobre la distinción entre vínculos sociales seguros e inseguros vid. Thomas J. Scheff, Emotions, the social bond, and human reality. Part/Whole Analysis, Cambridge University Press, Cambridge, 1997.]
55. [Pienso que eso se advierte de manera singular en el modo en que enfoca la relación entre sexualidad, maduración del amor y desarrollo de la personalidad. Hablando de sexualidad, san Josemaría suele indicar que de ordinario esta cuestión no ocupa el primer lugar en las preocupaciones de una persona. Y, en todo caso, cuando se presenta, debe contemplarse en relación con la maduración del amor personal: lo que al principio no es más que un impulso, un sentimiento, ha de convertirse en un amor electivo y pasar la prueba del tiempo para llegar a constituir, realmente, verdadero amor a la persona. Esta visión, que en modo alguno es exclusivamente cristiana (cfr. Karl Jaspers, Ambiente espiritual de nuestro tiempo, Labor, Barcelona, 1933, p. 186), constituye el núcleo moral de la institución matrimonial; ésta, con sus exigencias de fidelidad recíproca no es el sepulcro del amor, sino que más bien expresa su cualidad específica, haciendo posible que gane en profundidad humana hasta alcanzar a la totalidad de la persona. Por lo demás, la institución como tal puede adoptar formas culturales muy variadas, más o menos igualitarias, como ya pudo apreciar Tocqueville en el siglo XIX, en su análisis de la democracia americana (cfr. Alexis de Tocqueville, Democracia en América, vol. II, Parte 3, cap. 8, Alianza Editorial, Madrid, 1999, p. 164 y ss.).]
56. [Esto es obvio en el caso de instituciones políticas y económicas: cuando decae la confianza en las instituciones, los individuos se repliegan sobre sí mismos, y renuncian a proyectos de largo alcance. Algo similar ocurre también en otros campos. Así, la desregulación de la vida afectivo-sexual, no solo afecta al desarrollo de la personalidad, dificultando la maduración del amor personal, sino que indirectamente, introduce en la vida social un factor de incertidumbre que distorsiona el desarrollo normal de relaciones humanas de amistad, confianza, etc., con el consiguiente empobrecimiento de la vida social y profesional.]
57. [Cfr. Victor Turner, “Entre lo uno y lo otro: el periodo liminar en los rites de passage”, en La selva de los símbolos, Siglo XXI, Madrid, 1980, pp. 103-123.]
58. [«La esencia del hombre en su historia es más bien una interinidad constante como inquietud de su existencia temporal en todo momento inconclusa. No es la busca de la unidad de la época venidera lo que ha de servirle de algo, sino, acaso, el intento incesante de desvelar las potencias anónimas que al mismo tiempo se atraviesan ante el régimen existencial y el ser mismo». Karl Jaspers, Ambiente espiritual de nuestro tiempo, p. 175.]
59. [«Dios no tiene acepción de personas» (Ga 2, 6); «Un hijo de Dios no puede ser clasista, porque le interesan los problemas de todos los hombres… Y trata de ayudar a resolverlos con la justicia y la caridad de nuestro Redentor. Ya lo señaló el Apóstol, cuando nos escribía que para el Señor no hay acepción de personas, y que no he dudado en traducir de este modo: ¡no hay más que una raza, la raza de los hijos de Dios!». San Josemaría, Surco, n. 303.]
60. [Ga 3, 26-29; 1 Co 12, 13; Rm 10, 12. «Escribió también el Apóstol que “no hay distinción de gentil y judío, de circunciso y no circunciso, de bárbaro y escita, de esclavo y libre, sino que Cristo es todo y está en todos”. Estas palabras valen hoy como ayer: ante el Señor, no existen diferencias de nación, de raza, de clase, de estado… Cada uno de nosotros ha renacido en Cristo, para ser una nueva criatura, un hijo de Dios: ¡todos somos hermanos, y fraternalmente hemos de conducirnos!». San Josemaría, Surco, n. 317.]
61. [No quiero dejar de apuntar la relación entre esta convicción y la importancia que san Josemaría concedía a un tema aparentemente trivial como la moda. Lejos de reducir el tema a una cuestión simplemente moral —como era frecuente entre algunos Padres de la Iglesia— pienso que advertía hasta qué punto el discernimiento en esta materia se relacionaba con modos más o menos acertados de comprender la secularidad: cómo ser del mundo sin ser mundano.]
62. [La guerra es característicamente uno de los periodos que cabe designar como liminares. Cfr. Victor Turner, “Entre lo uno y lo otro: el periodo liminar en los rites de passage”, en La selva de los símbolos, p. 105.]
63. [Vid. Andrés Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. II, Rialp, Madrid, 2002, pp. 62-124. Cfr. San Josemaría, Camino, n. 697.]
64. [La diligencia conduce a emplear el propio tiempo en cumplir con serenidad y calma los deberes del propio estado, y a ayudar al hermano sobrecargado de trabajo a cumplir con su tarea. Cfr. San Josemaria, Amigos de Dios, nn. 41 y 44.]
65. [La posibilidad de sustraerse a una visión puramente procesual del trabajo, la posibilidad de descubrir un sentido humano del trabajo, aparece apuntada también en Jaspers (Ambiente espiritual de nuestro tiempo, p. 186). Pero en los escritos de san Josemaría, esta visión se trasciende y se eleva.]
66. [San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 48.]
67. [Para ver una aproximación de Weber y Durkheim a la cuestión, cfr. Fernando Múgica, La profesión: enclave ético de la moderna sociedad diferenciada, Cuadernos de Empresa y Humanismo, Universidad de Navarra, 1998.]
68. [«Para el análisis posterior de la relación mutua en la que se hallan trabajo y reconocimiento reviste importancia, hoy sobre todo, el debate que se mantiene en conexión con el feminismo sobre el problema del trabajo doméstico no remunerado. A saber, desde dos perspectivas ha resultado claro en el curso de esta discusión que la organización del trabajo social está vinculada estrechísimamente con normas éticas que regulan el sistema de la apreciación social: desde el punto de vista histórico, el hecho de que la educación infantil y las tareas domésticas no hayan sido valoradas hasta ahora como tipos de trabajo social perfectamente válidos y necesarios para la reproducción solo se puede explicar con referencia al desdén social que se ha mostrado en el marco de una cultura determinada por valores masculinos; desde el punto de vista psicológico, resulta de las mismas circunstancias el hecho de que, bajo la distribución tradicional de los papeles, las mujeres solo pueden contar con posibilidades menores de encontrar, dentro de la sociedad, el grado de reconocimiento social que forma la condición necesaria para una autodefinición positiva…». Axel Honneth, La sociedad del desprecio, pp. 143-144.]
69. [Francisco, Evangelii Gaudium, n. 201.]
70. [San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 48.]
71. [La rebeldía frente a lo que empequeñece el espíritu, en nombre de la nobleza entendida como autenticidad, es un tema presente en los filósofos de la existencia; esto se advierte por ejemplo en Jaspers («Se inicia hoy la última campaña contra la nobleza. En vez de tener por campo lo político y lo sociológico, tiene las almas mismas». Karl Jaspers, Ambiente espiritual de nuestro tiempo, p. 189). Pero la autenticidad que Jaspers cree encontrar en la «vida filosófica» la encuentra san Josemaría en la santidad, en la plenitud de la filiación divina que no es otra cosa que la identificación con Jesucristo.]
72. [San Josemaría, Conversaciones, n. 23.]
73. [Durante muchos siglos, en contra de la igual dignidad que el mismo dogma cristiano reconoce a mujer y varón, la consideración de la mujer, en la práctica, ha sido inseparable de la idea de «tentación», posiblemente porque la mirada predominante ha sido siempre la del varón no redimido. Sin embargo, el enfoque de san Josemaría es radicalmente otro. Para él las mujeres son ante todo hijas de Dios, llamadas, al igual que los varones, a asumir libre y responsablemente la dirección de sus vidas, delante de Dios, y a realizarse en el don de sí por el amor en las distintas formas que presenta la existencia humana (matrimonio, celibato apostólico, etc.), pero en modo alguno encaminadas —como si fuera su único destino en la vida— a contraer matrimonio; capaces de formarse, gobernarse, y sostenerse económicamente a sí mismas, de asumir y desarrollar una vocación profesional, de participar en la vida pública.]
74. [Cfr. Mercedes Montero, “El papel de la mujer en la sociedad democrática. Edición crítica de Conversaciones con monseñor Escrivá de Balaguer”, Nuestro Tiempo, vol. LVIII, num. 677, (2012), pp. 92-95.]
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