5. La virtud moral como disposición hacia el bien común
La virtud humana es esencialmente disposición hacia el bien común. Esta afirmación, que puede desconcertar incluso a muchos que se consideran tomistas, es congruente con toda la filosofía de Santo Tomás. Si el hombre es parte de un conjunto, la perfección de algo o de alguien que es parte de un todo, hay que apreciarla por la relación que guarda con el todo del que forma parte. Hasta tal punto es así, que Santo Tomás llega a decir que el bien común es más amable que el bien propio, porque cada parte ama más el bien del todo que el bien exclusivamente propio (es muy significativo que, en este punto, Santo Tomás traiga a colación la cita de de la Escritura: "la caridad no busca su propio interés") [32]. Esta prioridad del amor natural a lo común se puede experimentar con lo que podríamos llamar el dilema de ser el último hombre sobre la tierra: si yo fuera ese hombre y se me presentara la disyuntiva entre vivir unos cuantos años más pero agotando conmigo la especie humana, o morir inmediatamente peto dejando descendencia, muy posiblemente elegiría esta segunda opción. Esta consideración no despersonaliza al individuo, sencillamente muestra que la categoría de persona no está reñida con la tendencia de la naturaleza, operativa en cada individuo, a preservar el todo. A este dinamismo natural de cada individuo hacia la unidad del todo, cuando se verifica en las relaciones interpersonales, le llamamos solidaridad. Para el Aquinate, esta disposición hacia el bien común no es fruto de una voluntad que se niega a sí mima porque, todo el movimiento apetitivo del hombre está naturalmente dispuesto en vista de ese fin. La virtud moral consiste precisamente en llevar a término, mediante el control de la parte racional, este impulso natural de los apetitos, moderándolos, no sofocándolos, es decir, ajustándolos para que todos jueguen a favor del fin último, fin en vista del cual ya están de forma incoativa naturalmente dispuestos. La razón de ser de las virtudes morales -incluida la justicia-, reside en que, cada una, en su nivel de mayor o menor ultimidad, contribuye a disponer adecuadamente todas las partes del hombre hacia su fin último.
Muchos de los autores que, en supuesta continuidad con Aristóteles y Santo Tomás, han reflexionado sobre la justicia, han subrayado excesivamente la noción de justicia particular, dejando un poco de lado la noción de justicia general, cuando resulta que ésta es una pieza clave para entender toda la filosofía aristotélico-tomista sobre las virtudes. El concepto de justicia según Santo Tomás, es un concepto analógico, cuyo concepto central, referente, o más clásicamente, analogados principal, es la justicia; general, entendida como la rectitud de la voluntad apoyada, o al menos, no impedida, por los demás apetitos. Esta consideración de la justicia general como concepto central, nos permite comprender las demás acepciones de la justicia. La justicia es en primer término una virtud personal, como lo son la fortaleza o la templanza, y por lo tanto, se predica en primer lugar del hombre mismo, y más en concreto, de su voluntad (la justicia es en primer término la rectitud de la voluntad). Sólo secundariamente y por analogía se habla de justicia del orden normativo, en cuanto que dicho orden tiende a producir la justicia en el hombre; y, por su parte, un acto se dice que es justo en cuanto que manifiesta cierta justicia en el hombre. Y cuando se habla de justicia objetiva, hay que entenderla en un sentido derivado, como efecto habitual de una voluntad justa, pero que también podría ser provocada por una voluntad injusta. Lo que algunos llaman justicia objetiva no es sino lo que Santo Tomás llamaba lo justo, que es precisamente el objeto de la justicia, que puede darse con virtud o sin ella, porque hay quien paga sus deudas sin ningún deseo de hacer bien al acreedor, incluso, a veces, con ánimo de estafarle más fácilmente después [33].
Por otra parte, aunque el Aquinate distinga analíticamente diferentes virtudes, todas son aspectos de un mismo proceso perfectivo, por el que cada hombre se va disponiendo adecuadamente, y, en cierta manera, va anticipando progresivamente, la realización del fin último. Aristóteles lo explica, y Santo Tomás lo repite, comparando las virtudes con las artes que se subordinan entre sí en orden a la consecución del fin del arte principal [34].
Puesto que la realización personal no se logra en solitario, sino en comunidad, es preciso que el hombre, por medio de las virtudes, se disponga también adecuadamente a la convivencia con los demás. Y el hábito por el cual el hombre se dispone adecuadamente para la convivencia es la justicia. Dicho con otras palabras, si la virtud perfecciona al hombre, llevando a término la labor incoada por la naturaleza, y el hombre es naturalmente un ser social, la justicia en cuanto que perfecciona la dimensión social del hombre, perfecciona al hombre mismo. Y puesto que los hombres, debido a su naturaleza corporal, sólo se comunican por medio de acciones y cosas exteriores, la justicia versará sólo sobre las cosas exteriores con las que se relacionan las personas entre sí.
Si con las demás virtudes morales cada hombre afina sus pasiones para que respondan adecuadamente a la propia razón; por la justicia lo que se afina es la propia voluntad para que quiera el bien del prójimo. Se trata de un proceso perfectivo continuo, en el que la justicia es como el último paso de la virtud, de una virtud que comienza a formarse y afianzarse por la templanza y la fortaleza, pero que culmina en la justicia. Dicho con otras palabras, las pasiones interiores -disciplinadas por las demás virtudes morales- no se ordenan de suyo al prójimo, pero sí sus efectos, las operaciones exteriores, que son ordenables a otro, y esto se logra mediante la : virtud de la justicia.
Cuando Aristóteles dice que la justicia general es la virtud moral completa o perfecta, nos está diciendo que la justicia general no es una virtud entre otras, sino que es el conjunto de todas las virtudes en acción desde la perspectiva del bien común. Por la justicia general, el orden impreso por la razón en los apetitos, tiene razón de medio para la adecuada disposición: de la voluntad hacia el fin último, que es un bien común. Dicho con otras palabras, el orden impreso en los apetitos por las demás virtudes morales se realiza en vista de las acciones exteriores, y éstas mantienen su rectitud gracias a la virtud de la justicia. En este sentido hay que interpretar el adagio clásico Iustitia in se omnem virtutem complectitur [35], porque la justicia presupone siempre otras virtudes. Inversamente, también podemos decir que en la raíz de casi toda injusticia hay siempre una inmoralidad de otra especie distinta a la injusticia. Por ejemplo, muchos asesinatos se cometen por no haber podido moderar la ira; la mayor parte de las violaciones se realizan por una incapacidad habitual de controlar el instinto sexual. Sólo aquellas acciones voluntarias lesivas del prójimo no motivadas por ninguna pasión sensitiva, son debidas a la pura injusticia, y a esto propiamente lo llamamos "malicia", que es una perversión de la misma voluntad. Entre las muchas consecuencias que se pueden derivar de esta consideración, podríamos destacar que el educar para la justicia, que es educar para la ciudadanía, presupone educar los afectos o apetitos, enseñando a vivir otras virtudes que aparentemente no tienen trascendencia social. Este planteamiento también pone en entredicho buena parte de las teorías modernas que distinguen entre "ética pública" y "ética privada" [36].
El bien del otro es también mí bien; el bien común es al mismo tiempo un bien personal. Presupone reconocer que el otro forma parte del mismo conjunto que yo. Puesto que la justicia versa sobre las operaciones mediante las cuales el hombre se ordena no sólo en sí mismo, sino también en relación a los demás, es incompleta la proposición clásica "la justicia tiene por objeto el bien del otro". Es incompleta por dos motivos: primero porque -como acabamos de ver- el bien del otro es también el bien del sujeto agente, ya que el bien de una parte (que es el individuo) presupone que las demás partes estén también adecuadamente dispuestas; y segundo, porque la virtud de la justicia manifiesta la perfección de las demás virtudes morales en el sujeto agente.
Las demás virtudes morales -presupuestos de la justicia y de la prudencia- consisten en una cierta impresión del orden racional en los apetitos sensitivos; apetitos que, considerados cada uno aisladamente, sólo pueden tender hacia sus bienes parciales respectivos. Por ejemplo, el apetito nutritivo inclina al hombre a alimentarse cuando siente hambre; el apetito sexual le inclina a una relación camal cuando se dan determinadas circunstancias... En la medida en que los apetitos son moderados por las virtudes, son integrados en el conjunto de la personalidad, son como domesticados para que apetezcan cuando deben y como deben, esto es, conforme a la recta razón (que es recta cuando dispone hacia el fin para el cual el hombre fue creado). En cambio, en la justicia todas las virtudes están implicadas, porque la justicia presupone el orden en los demás apetitos. Por la prudencia, se eligen con facilidad los medios más adecuados para lograr la propia plenitud (que, como hemos visto, se verifica en ese saber formar parte de un conjunto), lo cual presupone una cierta habilidad de la mente para discernir el bien del prójimo. Mientras la prudencia es una perfección que radica principalmente en la inteligencia, la justicia es una virtud propia de la voluntad. Y, como la voluntad humana no es una potencia apetitiva desencarnada, sino que se fortalece o se debilita por la disposición de los apetitos sensitivos, la justicia presupone la disciplina que se logra mediante la fortaleza y la templanza. En suma, la virtud moral presupone una rectitud de todas las potencias, porque en el obrar humano no es sólo un apetito: el que entra en juego, sino el hombre mismo con todos sus apetitos, por lo que, en el discurso moral, más que rectitud del apetito, sería más adecuado hablar de la rectitud del dinamismo apetitivo.
Obviamente el reconocer el-bien-del-otro como objeto de la virtud de la justicia, presupone reconocer que hay otros seres humanos que forman parte de la misma comunidad, con el mismo título que yo. Retomando el ejemplo de la orquesta, cuando vemos al otro como parte del conjunto, le reconocemos los medios que le son necesarios para integrarse y mantenerse correctamente en la comunidad, y por ella realizarse. Cuando estos bienes que cada cual necesita sólo se pueden poseer o ser mantenidos en su posesión a través de la intervención de mi voluntad (de hacer o de no hacer), entonces me encuentro en posición de deudor, y cuando tengo el hábito de saldar mis deudas, entonces tengo la virtud de la justicia [37].
Santo Tomás, siguiendo a Aristóteles, explica que, si bien la función común de toda justicia es la de ordenar al hombre con relación a otro, esto puede ser de dos maneras: a otro considerado individualmente, o a otro considerado en común, en cuanto que quien sirve a una comunidad sirve a todos los hombres que en ella se contienen [38]. Cuando la acción se elige en orden al bien de una persona considerada individualmente, entonces hablamos de justicia particular como especie de justicia. Y cuando se elige motivado en primer término por el bien de la comunidad en su conjunto, entonces hablamos formalmente de justicia legal como otra especie de justicia. La diferencia no depende de la materialidad del acto, sino de la intencionalidad próxima de la acción. Los actos de todas las virtudes -ya ordenen el hombre hacia sí mismo, ya lo ordenen hacia otras personas singulares, como es el caso de la justicia particular- son ordenables al bien común de dos maneras: una con intención secundaria, y otra con intención principal. Sólo en este segundo caso estamos ante un acto específico de justicia legal [39]. Ciertamente, tanto Santo Tomás como Aristóteles inducen a confusión al manejar el concepto de justicia legal o general en diversos sentidos, y con una afinidad muy grande entre ellos. Un sentido es el que acabamos de ver: la justicia legal como virtud específica cuando la motivación próxima es el bien común. Pero también utilizan la expresión justicia legal o general para referirse a la forma general de toda justicia, porque toda justicia ordena siempre, inmediata o mediatamente, al bien común (la mayor parte de las veces mediatamente).
La doctrina tomista, especialmente la que se desarrolla a partir del siglo XVII, al tratar el tema de la justicia, se ha centrado especialmente la noción de justicia particular, y poco a poco ha ido olvidando de la justicia general, que en el mejor de los casos, se ha considerado como una noción religiosa vinculada con la santidad de vida. Por todo lo que hemos dicho hasta ahora, creemos que una interpretación fiel del pensamiento tomista -y más todavía, de Aristóteles- no nos permitiría esta separación. Ciertamente la justicia que interesará a los juristas es la justicia particular, tanto en los repartos como en los intercambios. Pero sin comprenderla en el contexto de la justicia general, sólo se tendrá una visión fragmentada y parcial de la justicia. Cuando Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, sienta las bases de la noción de justicia, deja claro que una nota específica de la justicia particular es una cierta igualdad o equivalencia, mientras que la justicia general se mueve más en lógica de la perfección y de la solicitud sin tasa por el bien común. La imagen de la diosa Diké con una balanza en la mano y una espada en la otra, es apropiada para la justicia particular, especialmente la que se verifica en los intercambios, donde la condición personal está en un segundo plano, porque los términos de la comparación son principalmente los bienes o servicios intercambiados. Esta justicia particular, luego llamada "conmutativa", se representa ciega porque mide impersonalmente los bienes intercambiados, o la lesión y su reparación. Dentro de la justicia particular está también la que se verifica en los repartos, la "justicia distributiva", que mide la igualdad atendiendo principalmente a la condición personal, o mejor dicho, a la relación o proporción entre la condición personal y el bien que se reparte [40].
Para resumir el pensamiento de Santo Tomás sobre la justicia en relación con el bien común podríamos decir lo siguiente: Todas las virtudes: son aspectos de la realización personal. La realización personal sólo se completa en la convivencia, que actúa como catalizador de las posibilidades personales. La justicia manifiesta el arraigo de las demás virtudes, porque, por ella, se manifiesta hacia los demás, adecuándose a ellos, la recta ordenación de todos los apetitos. Esta adecuada comunicación se puede hacer atendiendo primariamente al bien del conjunto o atendiendo en primer término al bien de algún miembro particular. Cuando se hace mirando primariamente al bien del conjunto, esto es, atendiendo directamente al bien común, entonces hablamos de "justicia legal", y cuando se hace atendiendo primariamente al bien de un miembro del conjunto considerado individualmente, entonces hablamos de "justicia particular". A su vez, esta justicia particular se puede verificar en los repartos y en los intercambios, dando así lugar a dos subespecies, que se diferencian por el modo de medir la cantidad justa: la "justicia distributiva" y la "justicia conmutativa". Y es común a toda justicia el contribuir al bien común, directa o indirectamente [41].
¿Entonces, podríamos decir que -según Santo Tomás- al legislador humano sólo le interesan los actos de la virtud de la justicia? En cierta manera sí porque, como ya hemos visto, sólo por la justicia el hombre se ajusta con su comportamiento al bien de otro. Los hombres nos comunicamos entre nosotros y conformamos la comunidad política mediante actos exteriores (y no con el mero pensamiento). A la comunidad política sólo le afectan los buenos o malos deseos de las personas cuando se traducen en acciones exteriores. Por eso, sólo serían susceptibles de regulación jurídica los actos de justicia -y no todos-. Los actos de otras virtudes sólo interesan al legislador en la medida en que repercuten en la justicia de la vida social. Así, por ejemplo, desde el punto de vista de la legislación educativa podría interesar fomentar el orden y la templanza en los jóvenes; o alentar la valentía de los soldados; o incentivar la diligencia de la policía en sus investigaciones; o promover la castidad de los maestros en la relación con sus alumnos. En este contexto se podrían ubicar muchos temas difíciles de la ciencia jurídica y política, como por ejemplo el tratamiento que deba : darse al tema de la pornografía [42].
Cuando John Finnis explica que la conveniencia de que la ley civil inculque virtudes, aduce que para que la ley funcione como garante de la justicia y de la paz, es preciso que los ciudadanos interioricen sus normas: y requerimientos y, más importante todavía, que adopten el propósito de la ley de promover y preservar la justicia. Finnis explica que no es posible garantizar adecuadamente el bien común político si la gente es desconfiada, vengativa, insolidaria... Para la conservación del bien común político se necesita gente con virtudes humanas, con la disposición interior de la justicia. Y si esto es un legítimo objetivo, entonces debe existir al menos un legítimo interés por parte de los gobiernos en que los ciudadanos tengan virtudes humanas. La racionalidad práctica -dice Finnis- está hecha toda de una pieza, por lo tanto, aquellos que en su vida privada violan o descuidan los dictámenes de la prudencia, tienen menos motivos racionales y menos disposiciones para seguir sus dictámenes en elecciones con trascendencia pública o que afecten a otras personas [43].
En cualquier caso, la ley civil y el gobierno tendrían que desempeñar un papel secundario (o "subsidiario") en el desarrollo virtuoso de los ciudadanos en orden a preservar los derechos humanos. El papel primario ha de corresponder a las familias, a las instituciones religiosas, a las asociaciones privadas, y a otras instituciones que, trabajando estrechamente con los individuos, colaboran en la difusión de la moralidad promoviendo las virtudes humanas. "Cuando las familias, las organizaciones religiosas y otras instituciones de 'la sociedad civil' no cumplan (o sean incapaces de desempeñar) su misión, -escribe Robert George- difícilmente las leyes serán suficientes para preservar la moral pública. De ordinario, por lo menos, el papel de la ley es apoyar a las familias, las entidades religiosas y similares. Y, por supuesto, la ley funciona mal cuando desplaza a estas instituciones y usurpa su autoridad'' [44].
No desarrollo aquí los motivos que justifican la autoridad, pero basta recordar que toda comunidad humana necesita una autoridad, de una instancia que sirva de medio para coordinar las acciones de los miembros en favor del grupo [45] Hemos visto antes que un gobernante será tanto mejor cuanto más y mejor promueva el fin de la comunidad. Y puesto que la comunidad significa unión para lograr un fin, no se promueve el fin cuando no se promueve también la unidad de los miembros que se asocian para lograr ese fin. En el caso de la sociedad política, los hombres se asocian para el intercambio recíproco de bienes y servicios, pero entre esos bienes está el mismo estar juntos. El hombre busca por naturaleza la compañía con sus semejantes. Dicho inversamente, el hombre sólo, aun suponiendo que fuera capaz de satisfacer por sí mismo todas sus necesidades materiales, no se basta para desplegar todas sus potencialidades. La convivencia no es un bien meramente instrumental, no es sólo un medio para lograr fines ulteriores: es también un bien en sí mismo.
Compete al legislador disponer el mejor modo posible en que los súbditos puedan contribuir al bien común, e incumbe a los ciudadanos cumplir tales disposiciones. Sin embargo, la contribución al bien común no se agota en el cumplimiento estricto de la ley. Semejante postura supondría la aceptación de un paternalismo incompatible con la responsabilidad personal y social que han de tener todos los ciudadanos. La ley marca el umbral mínimo de solidaridad, de contribución al bien común, que puede ser exigido coactivamente. Pero, los ciudadanos que son conscientes de la dimensión naturalmente solidaria de su existencia, asumen responsabilidades no exigidas por la ley, que contribuyen indudablemente al bien común.
6. Conclusión
A lo largo de este trabajo he tratado de explicar de qué modo la noción de bien común no se circunscribe al bien de la comunidad política, y cómo ésta constituye sólo un bien intermedio en el contexto del bien común universal de la Creación en su conjunto. La filosofía tomista sobre el bien común se enmarca, por lo tanto, en una cosmología en cuyo contexto encuentra su pleno sentido. Quizá se me pueda reprochar que me he alejado demasiado del planteamiento que hacía en la introducción, donde decía que iba a tratar de la relación entre los derechos humanos y el bien común, pero creo que no es así: he tratado de exponer las razones que justifican la noción de bien común como un bien personal; he tratado de justificar que el bien común no es un límite que restrinja los derechos individuales en aras de la convivencia, sino un elemento fundamente y definidor de los propios derechos. He querido explicar que la noción liberal de la ley como una restricción necesaria a la libertad, que se desarrolla especialmente a partir del racionalismo, pero que hunde sus raíces en la filosofía de Ockham, es incapaz de comprender la noción clásica de bien común que he desarrollado en este trabajo, ya que, en el mejor de los casos, dicha filosofía liberal tiende a identificar el bien común con la noción administrativa de bien público. La idea tomista de la libertad como intrínseca indiferencia activa, fundamentada en la potencia apetitiva de la voluntad, que sólo puede ser satisfecha por el bien sin restricción -somos libres porque el objeto natural de nuestra voluntad es inmenso- me ha llevado a la consideración de la ley en general, no como un freno a la libertad, sino como una ayuda en la determinación de la voluntad hacia el bien en vista del cual fue creada. La ley humana es sólo una ayuda humana en este caminar del hombre hacia su fin. El gobernante no es responsable de la realización integral de los administrados, pero sí ha de garantizar las condiciones indispensables para que los ciudadanos, por su cuenta o asociados, puedan desarrollar al máximo su posibilidades, que en esto consiste precisamente la perfección moral (ya he dicho que, según la filosofía tomista, la inmoralidad es esencialmente renuncia a la propia plenitud, es un vivir por debajo de las propias posibilidades). El fin último del hombre, según Santo Tomás, consiste en el "común consorcio en la participación plena de la bienaventuranza eterna". Ciertamente el objeto de la ley humana no es éste, es mucho más modesto, pero en la medida en que una ley es justa, colabora en ese proceso perfectivo en qué consiste la vida moral del hombre. En este sentido es muy ilustrativa la siguiente afirmación de Santo Tomás: "Hay dos géneros de personas a quienes una ley se impone: De éstos, unos son duros y soberbios, que por la ley han de ser reprimidos y domados, y otros buenos, que por la ley son instruidos y ayudados en el cumplimiento de lo que intentan" [46].
Creo que el tema más original -aunque no he pretendido serlo- de este trabajo es el replanteamiento de la idea de virtud humana como disposición hacia el bien común. El renacimiento del individualismo -y también de un cierto personalismo- de los últimos cuarenta años, en parte justificada como reacción pendular frente a los colectivismos del siglo XX, tanto fascistas como marxistas, ha motivado que incluso entre muchos pensadores cristianos se haya perdido de vista la importancia que la noción de comunidad y de bien común tenía en el contexto de la filosofía tomista. Por otra parte, la noción de justicia que se ha ido desarrollando especialmente a partir del siglo XVII, ha invertido los términos al tomar la parte por el todo: se ha tendido a desarrollar una filosofía moral de la justicia a partir de la versión restringida de la justicia jurídica y política. La idea de la justicia como virtud completa se ha perdido de vista hasta el punto de resultar extraña incluso para muchos pensadores que se dicen tomistas.
Y, en fin, la cuestión del bien común me ha llevado a replantear de nuevo la dimensión naturalmente solidaria que tiene el hombre, sin la cual creo que la humanidad no se comprendería a sí misma. En la introducción apuntaba que el argumento fundamental sobre la obligatoriedad de la naturaleza no puede estar en ella misma: ¿qué razón hay para plegarse a una naturaleza puramente casual?, ¿qué razón justifica la obligatoriedad de la vida en común por muy natural que ésta sea? Por eso he sugerido volver a la reflexión sobre la noción de criatura, y por tanto, sobre la idea de un Creador que ha pensado y amado a su criatura, cuyo bien consiste en la fiel realización de ese pensamiento, y que, a su vez, se percibe en el propio dinamismo de la naturaleza. La tendencia natural del hombre hacia la convivencia es una inclinación hacia su propia realización, cuya obligatoriedad no es sino la expresión de la necesidad del fin en cuya consecución el hombre alcanza su plenitud [47].
Casi todo lo que hemos dicho en este trabajo es principalmente un discurso moral. Se me podría objetar -el profesor Ollero lo hace con frecuencia- que esto tiene poco que ver con el Derecho. Creo que ese prejuicio deriva de la preocupación por la neutralidad, propia de los estados liberales modernos. Estoy convencido de que la distinción radical, propia de la Modernidad, entre moral y derecho, es imposible en la práctica: si no se trasmite una moral común, sólo queda el Derecho como criterio de conducta, que tiende a ocupar todo el espacio que antes se confiaba a la moral. En el fondo, se trata de invertir el orden: antes la moral, que se nutría de la tradición, de la religión, de la cultura de un pueblo, determinaba el contenido del Derecho; ahora se pretende que sea al revés: el Derecho se coloca en primer lugar, y luego se proyecta sobre la educación, la cultura, la familia, la religión (aunque sea para impedirla)... hasta tal punto, que, a falta de criterios "morales", se termina apelando al Derecho para sol ventar los conflictos morales más básicos. Y así, lo cierto es que la moral cristiana, que impregnaba las costumbres de los pueblos de Occidente, su ' educación, su vida familiar, su comercio... es expulsada en nombre de una supuesta neutralidad del poder dominante, que termina imponiendo su moral en todos los ámbitos de la vida social [48]. Esta obsesión por la neutralidad moral del poder político, supone también la destrucción de la verdadera comunidad, que se funda sobre valores morales compartidos, fomentados y protegidos también por la autoridad política. Lo cierto es que el Estado moderno, como forma institucional impersonal, no es una comunidad en el sentido que Mclntyre atribuye a término. Pero, donde existen vínculos de verdadera comunidad, moral y derecho van de la mano, precisamente porque hay un bien común realmente compartido, porque allí las virtudes morales informan todas las actividades de la vida comunitaria, desde las más básicas hasta la práctica del gobierno político. Cuando se desintegra la virtud, cuando se niega la continuidad o el dinamismo unitario de la virtud, se da paso a la desvinculación entre poder político y moral. Se me podría objetar, al menos, que el cometido del jurista o del político es mucho más modesto: al político o al jurista le interesa la efectividad de los actos justos, hechos con virtud o sin ella, y, además sólo unos pocos: aquéllos que se consideran imprescindibles para la cohesión de la sociedad. Ciertamente, pero si admitimos que todo el dinamismo moral es un movimiento centrípeto de solidaridad creciente, y que al derecho positivo le compete la determinación del umbral mínimo de cohesión o solidaridad exigible a los ciudadanos, por debajo del cual se entiende que la vida en comunidad ya no valdría la pena, el discurso moral afianza y perfecciona el discurso jurídico en la misma medida en que la moral afianza y perfecciona las exigencias de la ley humana. El derecho positivo, con sus sanciones, se justifica precisamente porque la convivencia vale la pena (también en sentido literal). Además, en la medida en que la ciencia jurídica (incluida la filosofía jurídica) no es sólo ciencia del ius conditum, sino también del ius condendum, si cultiva la ciencia moral, estará en mejores condiciones de justificar con argumentos extralegales nuevas realidades susceptibles de regulación jurídica.
Diego Poole, en revistas.unav.edu/
Notas:
32.Cfr. DE AQUINO, Tomás, Suma Teológica, 11-11, q. 26, a. 4, ad. 3. Sto. Tomás desarrolla esta idea en su Tratado sobre la caridad, concebida como la virtud del fin último. Para Sto. Tomás, el amor del fin último fortalece el amor de todos los bienes intermedios. Hasta tal punto· es así, que llega a decir que "Si por un imposible Dios no fuera el bien del hombre, no tendría motivo el amor, porque Dios es el motivo de amar todo lo que amamos, incluso el amor que nos tenemos a nosotros mismos, porque el bien del hombre es la unión con Dios" (cfr. 11-11, : q. 26, a. 13, ad. 3). El motivo fundamental del amor al prójimo es el común consorcio en la participación plena de la bienaventuranza eterna, en que consiste el fin último (cfr. Il-11, q.: 26, a. 5, s).
39. El que Aristóteles utilice indistintamente los términos justicia legal y justicia general para referirse a esta especie de justicia referida inmediatamente al bien común, se debe a la noción de ley que él maneja, que se caracteriza por ser una ordenación de los actos de todas las virtudes al bien común.
40. Sobre la justicia distributiva es especialmente sugerente la exposición que hace HERVADA, Javier, en el cap. V, II, de su Introducción Crítica al Derecho Natural, Eunsa, Pamplona, 2007 (1Oª ed.) donde distingue cuatro criterios del reparto, que entrarán en juego en distinta medida según sean los bienes repartidos y el fin del reparto. Estos criterios son la condición (que actuaría más como una presunción de los otros tres criterios), la capacidad, la necesidad y la aportación. La presentación de la justicia distributiva como "la justicia del gobernante" induce a confusión (es el caso, por ejemplo del prestigioso filósofo alemán Joseph Pieper en su estudio sobre la virtud de la justicia Über die Gerechtigkeit [1954), recogido en castellano en una recolección de trabajos suyos sobre las virtudes en Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid, 1990). Si hay una justicia específica del gobernante esa es la justicia legal como justicia específica. La justicia distributiva es la que vive cualquiera que tenga que repartir bienes que son comunes. El origen de la interpretación errónea del pensamiento del Aquinate -extendida entre muchos autores supuestamente tomistas- se encuentra en el famoso comentario del Cardenal Cayetano a II-II, q. 61, a 1, donde Sto. Tomás distingue la justicia conmutativa y la justicia distributiva. "En su comentario a este artículo -escribe Finnis- Cayetano introdujo una nueva interpretación del entero esquema aristotélico-tomista, en el cual la justicia se dividía en 'general' (o 'legal') y 'particular'; y la justicia particular, a su vez, en distributiva y conmutativa". El atractivo del nuevo análisis de la justicia de Cayetano estaba en que empleaba toda la terminología del antiguo análisis, y que, a primera vista, parecía fundarse precisamente sobre un razonamiento del Aquinate, pero, sobre todo, su constante atractivo era la aparente simetría: "Existen tres especies de justicia [decía Cayetano], así como tres tipos de relaciones en cada 'todo': las relaciones de las partes entre sí, las relaciones del todo hacia las partes, y las relaciones de las partes hacia el todo. Y de la misma manera existen tres justicias: legal, distributiva y conmutativa. Pues la justicia legal ordena las partes al todo, la distributiva el todo a las partes, mientras, que la conmutativa ordena las partes una a la otra". [Cayetano "Comentaría in Secundam Secundae Divi Thomae de Aquino", 1518, in 11-11, q.61] En poquísimo tiempo, concretamente en el tiempo del tratado De Justitia et Jure (1556) de Domingo de Soto, se manifestó la lógica interna de la síntesis de Cayetano. De esta manera, ha llegado hasta nuestros días la interpretación del pensamiento del Aquinate. Como botón de muestra Finnis cita un pasaje del moralista Merkelbach, 8.-H., Summa theologiae moralis, Paris 1938, vol. 11, n. 252, p. 253 escribe: "Triples exigitur ardo: ardo partiun ad totum, ardo totius ad partes, ardo partís ad partem. Primum respicit justitia legalis quae ordinal subditos ad republicam; secundum, justitia distributiva, quae ordinal republicam ad subditos; tertium, justitia commutativa quae ordinal privatwn ad privatum".
41. FINNIS, John, Natural Law and Natural Rights, Oxford University Press, 1996 (1982), Oxford, New York, n. 26, p. 185.
42. En este sentido Sto. Tomás explica que "cualquier objeto de una virtud puede ordenarse tanto al bien privado de una persona cuanto al bien común de la sociedad. Un acto de fortaleza, por ejemplo, puede hacerse, ya sea para defender la patria, ya sea para salvar el derecho de un amigo, etc. Mas la ley se ordena al bien común, según ya expusimos (l-II, q.90 a.2). No hay, por lo tanto, virtud alguna cuyos actos no puedan ser prescritos por la ley. Pero esto no significa que la ley humana se ocupe de todos los actos de todas las virtudes, sino sólo de aquellos que se refieren al bien común, ya sea de manera inmediata, como cuando se presta directamente algún servicio a la comunidad, ya sea de manera mediata, como cuando el legislador adopta: medidas para dar a los ciudadanos una buena educación que les ayude a conservar el bien común de la justicia y de la paz". (ST. l-ll: q.96, a.3, s.). "Y como los hombres se comunican unos con otros por los actos exteriores, y esta comunicación pertenece a la justicia, que propiamente es directiva de la sociedad humana, la ley humana no impone preceptos, sino actos de justicia; y si alguna cosa manda de las otras virtudes, no es sino considerándola bajo la razón de justicia, como dice el Filósofo en V Ethic. En cambio la comunidad que rige la ley divina [y también la ley natural] es de los hombres en orden a Dios, sea en la vida presente, sea en la futura; y así la ley divina impone preceptos de todos aquellos actos por los cuales los hombres se ponen en comunicación con Dios. El hombre se une con Dios por la mente, que es imagen de Dios, y así la ley divina impone preceptos de todas aquellas cosas por las que la razón humana se dispone debidamente, y esto se realiza por los actos de todas las virtudes. Pues las virtudes intelectuales ordenan los actos de la razón en sí mismos; las morales los ordenan en lo tocante a las pasiones interiores y a las obras exteriores". (ST. l-11: q. 100, a. 2, s.).
43. Cfr. FINNIS, John, Aquinas, Oxford University Press, Oxford, 1998, p. 232.
44. GEORGE, Robert, Para hacer mejores a los hombres, Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid, 2002 (1993), p. 205
45. Sto. Tomás en la Parte I de la Suma Teológica, q.96, a.4, s, justifica la existencia de la autoridad precisamente por el bien común. De ahí que incluso en el estado de naturaleza (anterior al pecado original) también existiría autoridad: "el dominio libre coopera al bien del sometido o del bien común. Este dominio es el que existía en el estado de inocencia por un doble motivo. 1) El primero, porque el hombre es por naturaleza animal social, y en el estado de inocencia vivieron en sociedad. Ahora bien, la vida social entre muchos no se da si no hay al frente alguien que los oriente al bien común, pues la multitud de por sí tiende a muchas cosas; y uno sólo a una. Por esto dice el Filósofo en Politic. 13 que, cuando muchos se ordenan a algo único, siempre se encuentra uno que es primero y dirige. 2) El segundo, porque si un hombre tuviera mayor ciencia y justicia, surgiría el problema si no lo pusiera al servicio de los demás, según aquello de 1P 4,10: El don que cada uno ha recibido, póngalo al servicio de los otros. Y Agustín, en XIX De Civ. Dei 14, dice: Los justos no mandan por el deseo de mandar, sino por el deber de aconsejar. Así es el orden natural y así creó Dios al hombre".
46. DE AQUINO, Tomás, Suma Teológica, l-11, q. 98, a. 6, s.
47. Desde una perspectiva cristiana, escribía el profesor Ratzinger: "El ser humano ha sido creado con una tendencia primaria hacia el amor, hacia la relación con el otro. No es un ser: autárquico, cerrado en sí mismo, una isla en la existencia, sino, por su naturaleza, es relación. Sin esa relación, en ausencia de relación, se destruiría a sí mismo. Y precisa mente esta estructura fundamental es reflejo de Dios. Porque Dios en su naturaleza también es relación, según nos enseña la fe en la Trinidad. Así pues, la relación de la persona es, en primer lugar, interpersonal, pero también ha sido configurada como una relación hacia lo Infinito, hacia la Verdad, hacia el Amor". RATZINGER, Joseph, La fiesta de /aje, Desclée de Brouwer, Bilbao, 1999,p.37
48. Esto ya lo denuncia MciNTYRE, Alasdair, "Social Structures and Their Threads to Mor al Agency", Philosophy: The Journal of the Royal lnstitute of Philosophy, n. 74 (289) (Jul.l 1999), pp.311-329.
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