LA LUNA / LA MEDIA LUNA: “¿Quién es ésta que surge cual aurora, bella como la luna, refulgente como el sol, imponente como batallones?” [73].
La luna es símbolo de la Madre-Mediadora-Escalón o puente entre la tierra y el cielo, entre la divinidad y la humanidad. Igualmente, tiene un cariz femenino, en contraposición a la masculinidad del Sol. Esta dependencia que la luna tiene de la luz solar es imagen de la relación de María con Dios: “María no tiene valor por ella misma, todo su valor, toda su grandeza le vienen de Dios” [74]. Es símil de la fecundidad, se la asocia mitológicamente con la Materia Primordial, las Vírgenes Madres, los dioses del amor e incluso con la sabiduría. La luna, en sus ciclos, marca también el ritmo de la vida. En las lunaciones que se prolongan a lo largo del año, la luna nueva de cada mes se encuentra en un signo distinto, pasando por todos mes a mes [75]. Asimismo, la luna adquiere también otros matices. Según los autores místicos, cuando se relaciona con el episodio del Apocalipsis de la “mujer vestida de sol”, aludiría a San Juan Bautista, que mengua en cuanto aparece el Sol de Justicia, Cristo [76]. Igualmente, otra evocación que tiene la luna en forma de creciente, es la castidad de Diana [77]. Y es que la media luna, tradicionalmente, se ha relacionado con las deidades femeninas [78]. De este modo, al referirnos a María, la aplicación del simbolismo de la luna a su ser, tendría como punto clave las alusiones a lo femenino que hemos visto. Desde un punto de vista meramente cristiano, la Virgen es la luna puesto que está en función del Sol, esto es, su Hijo. Ella es el vivo reflejo de Dios y, en ese sentido, un modelo para todo creyente, puesto que irradia al “hombre nuevo” que Cristo instaura.
De este modo, el teólogo parisino del siglo XII, Adán de San Víctor, en una oración a la Virgen, utiliza la imagen de la luna: “El sol brilla más que la luna, y la luna más que las estrellas: así María brilla entre todas las criaturas” [79].
Finalmente, mencionar que tras la batalla de Lepanto, el cristianismo usó el creciente de la luna bajo los pies de la Virgen Inmaculada, como un símbolo de la victoria de la Cruz sobre la Media Luna turca [80].
Ejemplos de esto los encontramos en la iglesia de Ntra. Sra. del Rosario de Escúzar, la sacristía de la iglesia de los Santos Justo y Pastor, en las cajoneras de la sacristía de la Catedral, en las cuevas de la Abadía del Sacro Monte, en la iglesia del convento de las Carmelitas de la Antigua Observancia, en el camarín de la iglesia parroquial de Alhendín o en el Oratorio de Canónigos de la Catedral granadina.
EL SOL: “¿Quién es ésta que surge cual aurora, bella como la luna, refulgente como el sol, imponente como batallones?” [81].
El Sol, tradicionalmente aplicado a los dioses clásicos como Apolo, posteriormente fue símbolo de Dios Padre y de Cristo. Es representación de la Justicia, de lo que nos ilumina tras la muerte, del intelecto, de la fuerza, del poder, el principio y origen de todo [82]. En María, esta imagen del sol es meramente derivada. El verdadero sol es su Hijo. Ella lo es en el sentido que, mediante sus virtudes, irradia luz como el astro solar.
San Juan Damasceno, de este modo, destinará estas palabras a la Virgen: “¿Quién es esta que sube toda pura, surgiendo como la aurora, hermosa como la luna y escogida como el sol?” [83].
De igual manera, San Bernardo usa el símil del sol para hablarnos de la Madre de Dios:
“Con razón, pues, se nos representa a María vestida de sol, por cuanto penetró el abismo profundísimo de la divina sabiduría más allá de lo que creer se puede; por donde, en cuanto lo permite la condición de simple criatura, sin llegar a la unión personal, parece estar sumergida totalmente en aquella inaccesible luz, en aquel fuego que purificó los labios del profeta Isaías, y en el que se abrasan los querubines” [84].
Muestras de esto encontramos en la iglesia de Ntra. Sra. del Rosario de Escúzar, en las cajoneras de la sacristía de la Catedral, en las cuevas de la Abadía del Sacro Monte, en el camarín de la iglesia parroquial de Alhendín, en el Oratorio de Canónigos de la Catedral granadina y en la iglesia de La Encarnación de Loja (Altar de la Virgen de la Luz).
EL ÁRBOL: “Saldrá un vástago del tronco de Jesé, y un retoño de sus raíces brotará” [85].
Dentro de los innumerables significados que se le pueden aplicar al árbol, nos quedaremos con el que se le suele aplicar a la cita bíblica que origina este simbolismo mariano. De este modo, algún autor lo ha resumido con estos términos:
“El árbol de Jesé es por sí solo todo un haz de símbolos en la mística cristiana. Significa a la Virgen María, la nueva Eva, que ha concebido por mediación de la gracia, el Cristo y todos los pueblos cristianos; significa la Iglesia universal, descendiente de María y Cristo; significa el Paraíso donde se reúne la familia de los elegidos; entronca también con el Cristo crucificado, con la Cruz, con esta muerte de donde deriva una raza nueva, una descendencia
indefinida; recuerda también la escala de Jacob, así como la escala de fuego de San Juan” [86].
Aunque será San Justino, en el siglo II, el primer autor que utilice esta imagen aplicándola a María:
“…Se levantará una estrella de Jacob y una flor subirá de la raíz de Jesé y en su brazo pondrán su esperanza los pueblos. Y, en efecto, una estrella brillante se levantó y una flor subió de la raíz de Jesé, que es Cristo. Porque Él fue concebido, con virtud de Dios, por una virgen, descendencia ella de Jacob, que fue padre de Judá, antepasado, como ya se ha dicho, de los judíos” [87].
El que más claramente use esta alegoría, sin duda, será San Jerónimo, en el siglo V: “La vara [de Jesé] es la Madre del Señor, sencilla, pura, sincera” [88].
San Bernardo utilizará esta imagen para realizar un símil con las palabras virgo y virga, esto es, virgen y vástago, al comentar el texto del profeta Isaías [89].
Ejemplos en el entorno granadino encontramos pocos, apenas uno en el frontal de altar de la parroquial de Otura. En el mismo ara también aparece otro árbol, que creemos hace más alusión a la alegoría del olivo.
EL HUERTO CERRADO: “Huerto eres cerrado, hermana mía, novia, huerto cerrado, fuente sellada” [90].
La imagen del huerto cerrado, así como la de la fuente sellada aluden a la virginidad de María y también de la ausencia de pecado en su ser. El seno de la Virgen sólo fue acariciado por la gracia de Dios, de modo que ningún hombre manchara su pureza [91]. Pero es que además, el pecado tampoco rozó su persona. Si Eva, la primera mujer, cayó en la tentación del Demonio, María, la Nueva Eva, es un huerto cerrado en el que el Maligno no pudo entrar.
De este modo, San Jerónimo afirmará: “Por estar cerrado y sellado se asemeja a la Madre del Señor, que fue a la vez madre y virgen” [92].
También Hesiquio de Jerusalén utiliza este símil: “Huerto cerrado y Fuente sellada te denominó con antelación en los Cánticos el Esposo que de ti proviene” [93].
Muestras de esto encontramos en la sacristía de la iglesia de los Santos Justo y Pastor, en las cuevas de la Abadía del Sacro Monte por partida doble, en el altar del convento de las Agustinas Recoletas de Santo Tomás de Villanueva o en el altar de la capilla de la Inmaculada de la iglesia de La Encarnación de Loja.
EL OLIVO: “…como gallardo olivo en la llanura” [94].
El olivo es un árbol cargado de riqueza simbólica. Hace referencia tanto a la paz, la fecundidad, la purificación, como a la fuerza, la victoria o la recompensa. Bíblicamente está asociado a la paz por la paloma de Noé, que en su pico traía un ramo de olivo. Asimismo, también se la relaciona con la cruz de Cristo que, según la leyenda, estaba hecha de cedro y olivo. En la Edad Media era símbolo del oro y del amor. Angelus Silesius escribirá: “si puedo ver en tu puerta madera de olivo dorada, te llamaría al instante templo de Dios”. Asimismo, este árbol sería imagen de Abraham y de su hospitalidad [95].
En la Antigua Grecia era el símbolo de la propia Atenea y de sus valores: sabiduría, prudencia y civilización. En otros autores aludirá a la purificación, la longevidad y la fecundidad [96]. Para el Islam, significa al Profeta [97]. Finalmente, posee matices de realeza puesto que es el árbol del que se extrae el aceite, elemento que se usaba para la coronación o unción de reyes [98]. Nuevamente estos valores de fecundidad, victoria, fortaleza o purificación pueden ser aplicados a la persona de la Virgen.
De este modo, Germán de Constantinopla, muy proclive a las alegorías, utiliza esta imagen para realizar un símil con María y el episodio del diluvio universal:
“Ella es el fecundo olivo plantado en la casa de Dios, del cual el Espíritu Santo tomó una ramita material y llevó a la naturaleza humana, combatida por las tempestades, el don de la paz, gozosamente anunciado desde lo alto” [99].
Muestras de esto las encontramos en la parroquial de La Encarnación por dos ocasiones y en el frontal de altar de la iglesia de Otura.
LA CIUDAD: “Glorias se dicen de ti, Ciudad de Dios” [100].
La ciudad, por su esencia, es imagen de la estabilidad. En la Biblia toda ciudad, por analogía, va a estar asociada a la Gran Ciudad, esto es la Jerusalén Celeste. Por esta razón, las ciudades, establecidas como “centros del mundo”, hacen referencia a centros espirituales. En ese sentido, son consideradas omphalos, ejes de la Tierra [101]. Asimismo, la ciudad tiene un cariz femenino, es como una madre que recoge en sí a sus hijos. En la Carta de San Pablo a los Gálatas se dice: “la Jerusalén de arriba es libre, ella es nuestra madre” [102]. La ciudad de lo alto engendra mediante el espíritu, mientras que la ciudad de abajo lo hace con la carne [103]. Como recinto cerrado hace alusión a la Virgen [104]. María es, al igual que huerto cerrado, una ciudad sellada en la que el pecado no ha entrado. Asimismo, la Madre de Dios es imagen de esa nueva Jerusalén celestial a la que todo creyente aspira a llegar. Por ello San Bernardo, en la fiesta de la Asunción, predica las siguientes palabras: “Cesen, sin embargo, nuestras quejas, porque tampoco nosotros tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos aquella a la cual María purísima hoy llega” [105].
Asimismo, siglos antes, Germán de Constantinopla, evocando la cita del Salmo, escribe estas palabras: “Hoy David, acompañando a la Esposa y entonando cánticos que se refieren a la Virgen bajo la figura de una ciudad, levanta la voz diciendo: «Cosas gloriosas se han dicho de ti, oh ciudad del gran Rey»” [106].
Ejemplos de esto los encontramos en la sacristía de la iglesia de los Santos Justo y Pastor, en el frontal de altar de la parroquial de Otura, así como en los de las Bernardas y Tomasas ya citados, en las cuevas del Sacro Monte o en las cajoneras de la sacristía catedralicia.
LA ESCALA DE JACOB: “Y tuvo un sueño; soñó con una escalera apoyada en tierra, y cuya cima tocaba los cielos, y he aquí que los ángeles de Dios subían y bajaban por ella” [107].
La escalera o escala es claramente un símbolo ascensional: es un camino por el que se puede subir y bajar. Supone una unión entre el cielo y la tierra. La patrística y la mística medieval han visto en esta figura un tipo de la ascensión del alma hacia Dios [108]. En Bizancio se llama a María escala del cielo por la cual descendió Dios hasta los hombres y por la cual les permite subir al cielo [109].
Utilizando esa metáfora, Rábula de Edesa, escritor del siglo V, afirmará lo siguiente: “A ti también se refería aquella escalera que el justo Jacob contempló en el desierto, por la cual subían y bajaban los ángeles del cielo” [110].
Igualmente, San Juan Damasceno, en el siglo VII, lo vuelve a afirmar claramente: “¡Por poco me olvido de la escala de Jacob! ¿No resulta evidente para todos que tú, oh María, estás en ella prefigurada y anunciada?”[111].
Muestras de esto encontramos en la ermita de Ntra. Sra. de las Nieves de Las Gabias, en las cuevas de la Abadía del Sacro Monte en dos versiones, en los frontales de altar del convento de San Bernardo, en el de las Agustinas de Santo Tomás de Villanueva o en la parroquial de La Encarnación de Loja.
EL CIPRÉS: “…como ciprés en el monte del Hermón” [112].
El ciprés es para muchos pueblos un árbol sagrado. Por su longevidad y su verdor persistente es denominado el “árbol de la vida”. Por su resina incorruptible y su follaje recio evoca la inmortalidad y la resurrección [113]. Su estricta verticalidad recuerda el tránsito de la tierra al cielo. Asimismo, vendría a ser un símbolo de la esperanza cristiana [114]. Este elemento aplicado a María vendría a significar la idea de que la Virgen, cual ciprés recio, se mantuvo incorruptible y firme ante el pecado. La Madre de Dios es imagen de la inmortalidad y de la resurrección, así como de la esperanza de todo creyente. En María se han realizado ya, de manera anticipada, la promesa divina de salvación.
Adán de San Víctor, utilizando la alegoría del ciprés, escribirá estas palabras referidas a la Virgen: “Paraíso celeste, cedro no tocado por el hierro y que esparce su dulce hálito” [115].
Muestras de esto hallamos en la parroquial de La Inmaculada de Dúrcal, en las cuevas de la Abadía del Sacro Monte, sacristía de la iglesia de los Santos Justo y Pastor, altar de La Encarnación de Loja, parroquias de Escúzar y Pulianillas, puertas de la sacristía de iglesia de La Zubia o el Oratorio de Canónigos de la Catedral.
EL TEMPLO DEL ESPÍRITU SANTO: “¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo?” [116].
La imagen paulina neotestamentaria de Templo del Espíritu Santo, viene a desarrollar la idea de la pureza de María. Aplicada en su contexto original a la comunidad cristiana de Corinto, el apóstol, con sus palabras, corregía la actitud promiscua de aquellos creyentes. San Pablo criticaba la permisión de los corintios en la fornicación, recordándoles que por su condición de templos de Dios, debían mantenerse puros y respetar sus cuerpos, ya que éstos son imagen de Dios. Esta alegoría, claramente se ve proyectada en la Virgen. María es el Templo del Espíritu Santo por naturaleza. No sólo porque haga referencia a su pureza en su virginidad y en su limpia concepción, sino porque, al igual que el antiguo Templo de Jerusalén albergaba en su interior la presencia real de la Divinidad, ella, en su seno, contuvo a Dios mismo. En ese sentido, esta imagen es una de las más claras y acertadas asociadas a la Madre de Dios.
De este modo, sería San Atanasio, en el siglo IV, uno de los primeros en usar esta imagen: “En efecto, siendo Él poderoso y creador de todas las cosas, edificó para sí, en la Virgen, un templo, o sea, su propio cuerpo” [117].
De forma más clara, San Gregorio Magno alude a este ejemplo con los siguientes términos: “En efecto, es llamada monte y templo aquella que, refulgente por incomparables méritos, preparó para el Unigénito de Dios un santo seno para que Él se alojara” [118].
EL ARCA DE LA ALIANZA:
Para el pueblo de Israel, este elemento, suponía el símbolo del pacto que Yahvé había hecho con su pueblo. Dentro de esta urna se encontraban las Tablas de la Ley, una porción del maná y la vara de Aarón. La patrística aplicó este símil a María. De igual modo que el arca albergaba la presencia real divina, María, en su seno, llevó al mismo Dios [119]. En cierto modo es una imagen parecida a la del arca de Noé. Pero también se puede contemplar otro matiz más. De la misma manera que aquel receptáculo, según la voluntad de Yahvé, debía de estar recubierto de oro, la Virgen, en previsión de su condición de Madre de Dios, sería revestida y adornada con los dones divinos por dentro y por fuera, es decir, en su alma y en su cuerpo. En ese sentido, esta imagen viene a ser una alegoría de su Inmaculada Concepción: Dios no iba a permitir que la sombra del pecado alcanzase a la que habría de convertirse en la Madre de Jesucristo [120].
Máximo, obispo de Turín a finales del siglo IV, establece este paralelismo entre el Arca de la Alianza y María:
“Pero digamos, qué es el arca sino Santa María, pues si el arca contenía las tablas del testamento, María llevó en su seno al heredero del testamento. Aquélla encerraba en su interior la ley, ésta guardaba el Evangelio. Aquélla tenía la palabra de Dios, ésta el Verbo mismo. Además, si el arca resplandecía por dentro y por fuera por el color del oro, santa María brillaba interior y exteriormente por el resplandor de la virginidad. Aquélla estaba adornada con oro terrenal, ésta con el oro celestial” [121].
También Hesiquio de Jerusalén hace uso de esta metáfora con los siguientes términos: “Esta arca es ciertamente la Virgen Madre de Dios. Si tú eres la perla, ella es el arca” [122].
Finalmente, ejemplos de esta tipología encontramos en la ermita de Ntra. Sra. de las Nieves de Las Gabias, en las cuevas de la Abadía del Sacro Monte, en el Oratorio de Canónigos de la Catedral de Granada o en el altar de la capilla de la Inmaculada de la parroquial de La Encarnación de Loja.
Otras simbologías e imágenes tomadas tanto de fuentes bíblicas como patrísticas aplicadas a María:
“Nuevo Cielo”, “Templo de Dios”, “Vid Verdadera”, “Zarza sin consumirse”, “Rosal que crece junto al arroyo”, “Árbol de vida del paraíso de delicias”, “Aurora en extremo resplandeciente”, “Signo de alianza”, “Monte de Dios”, “Tierra de promisión que mana leche y miel”, “Ciudad del gran Rey”, “Mar inmenso”, “Como cinamomo y el bálsamo”, “Tierra sin mancilla”, “Flor del campo”, “Columna de humo”, “Como lluvia sobre el vellón”, “Vara de Aarón florida”, “Paloma”, “Como manzano entre los árboles silvestres”, “Agua viva”, “Urna dorada conteniendo maná”, “Tu vientre como acerbo de trigo rodeado de azucenas”, “Estrella de la mañana entre nubes”, “Nube libera”, “Vellón de Gedeón”, “Ciudad asilo”, “Casa de Dios” y “Tabernáculo de Dios” [123]. Finalmente, otras personificaciones que se le aplican, vienen a ser los paralelismos con figuras como Sara, Rebeca, Judith, la reina Esther o Ana, la madre de Samuel.
José Antonio Peinado Guzmán, en dialnet.unirioja.es/
Notas:
73 Ct 6, 9.
74 López Pérez, 1995: p. 380.
75 Pérez Pérez, 2004: p. 84.
76 Trens, 1946: p. 64.
77 Réau, 2000a: p. 87.
78 Becker, 2003: p. 208.
79 Adán de San Víctor, 1880: XXV, col. 1503.
80 Réau, 2000a: p. 87.
81 Ct 6, 9.
82 Pérez Pérez, 2004: pp. 84-85. La compleja simbología del Sol en las diferentes culturas es tratada en: Chevalier y Gheerbrant, 1999: pp. 949-955.
83 San Juan Damasceno, 1860a: 11, col. 715.
84 San Bernardo, 1947: p. 625.
85 Is 11, 1.
86 Chevalier y Gheerbrant, 1999: p. 126.
87 San Justino, 1857: col. 379.
88 San Jerónimo, 1877: col. 406.
89 San Bernardo, 1879: II, cols. 61-71.
90 Ct 4, 12.
91 Rey Ballesteros, 2003: p. 120.
92 San Jerónimo, 1865: lib. I, 31, col. 265.
93 Hesiquio de Jerusalén. 1860: col. 1463.
94 Si 24, 14.
95 Chevalier y Gheerbrant, 1999: pp. 775-776.
96 Becker, 2003: p. 240.
97 Revilla, 2007: pp. 445-446.
98 Biedermann, 1993: p. 334.
99 San Germán de Constantinopla, 2000a: p. 108.
100 Sal 87, 3.
101 Biedermann, 1993: p. 113.
102 Ga 4, 26.
103 Chevalier y Gheerbrant, 1999: pp. 309-310.
104 Becker, 2003: p. 80.
105 San Bernardo, 1947: p. 604.
106 San Germán de Constantinopla, 2000b: p. 81.
107 Gn 28, 12.
108 Chevalier y Gheerbrant, 1999: pp. 455-460.
109 Biedermann, 1993: p. 171.
110 Rábula de Edesa, 1981: nº 5060.
111 San Juan Damasceno, 1860b: 2, cols. 711-714.
112 Si 24, 13.
113 Chevalier y Gheerbrant, 1999: p. 298.
114 Biedermann, 1993: p. 109.
115 Adán de San Víctor, 1880: XXV, col. 1503.
116 1Co 6, 19.
117 San Atanasio, 1857: 8, col. 110.
118 San Gregorio Magno, 1862: lib. I, 5, col. 25.
119 Pérez Pérez, 2004: pp. 81-82.
120 Rey Ballesteros, 2003: p. 92.
121 San Máximo de Turín, 1862: cols. 739-740.
122 Hesiquio de Jerusalén, 1860: col. 1463.
123 Trens, 1946: pp. 149-164.
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