1. Introducción: ¿por qué el año de la fe?
Al comienzo de la Carta Apostólica en forma de motu proprio Porta Fidei se dice: «La puerta de la fe (cfr. Hch 14, 27) que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia está siempre abierta para nosotros» [1]. Fe y vida son de este modo inmediatamente próximas en el incipit del documento con el cual el Santo Padre estableció el año de la fe. La vida de la que se habla es la de comunión con Dios. La preocupación fundamental del documento, coherente con todo lo que Benedicto XVI está enseñando a lo largo de su pontificado, es la de impedir que el cristianismo pueda ser confundido con una simple doctrina filosófica o moral: es más bien, en su esencia, un encuentro vital con Cristo Resucitado, presente en Su Iglesia y Señor de la historia, un encuentro «que da un nuevo horizonte a la vida» [2].
Este nuevo horizonte de la vida de comunión con Dios abierto por la fe es la fuente misma de la predicación y del apostolado de Pablo y Bernabé, que, ya vueltos a Antioquía, de donde habían salido para su misión, «reunieron a la iglesia y contaron todo lo que el Señor había hecho por mediación de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe» (Hch 14, 27). Por tanto, es Dios mismo quien abre la puerta de la fe actuando en la vida de sus apóstoles y de sus santos.
La imagen de la puerta es corriente en el lenguaje del Evangelio: con frecuencia la puerta está cerrada, como en el caso de las vírgenes necias (cfr. Mt 25, 10) o en el caso del hombre y sus hijos que ya se habían acostado (cfr. Lc 11, 7). La puerta es de todos modos estrecha y el amo de la casa puede cerrarla (cfr. Lc 13, 24-25 y Mt 7, 13-14). Pero Dios abre aquella puerta, y la vida y la experiencia de Pablo lo manifiestan; por esto escribe a los Corintios «se me ha abierto una puerta amplia y prometedora» (1Cor 16, 9), y pide a los Colosenses que oren para que Dios «nos abra una puerta a la predicación, y podamos hablar del misterio de Cristo» (Col 4, 3).
El Evangelio de Juan añade un elemento esencial: abre la puerta no solo Dios, sino también el Buen Pastor, que se manifiesta por el hecho de pasar por la puerta, y se identifica con la puerta misma (cfr. Jn 10, 2-10). Desde esta perspectiva Cristo es la Puerta, porque lleva a la vida plena y eterna que el Padre otorga.
La referencia escriturística a la puerta de la fe remite, por tanto, a una perspectiva eminentemente teologal: la fe compromete e involucra la vida precisamente porque dona la vida, una vida que no tendrá nunca fin. Por eso, «atravesar esa puerta implica emprender un camino que dura toda la vida» [3].
Según las intenciones del Santo Padre, el año de la fe debería tener como fin precisamente la recuperación del fuerte lazo entre fe y vida: la fe no se vive hoy porque ya no se advierte que es esencial para la vida, no se reconoce ya como un factor significativo para la existencia.
Esta verdad —la conexión entre fe y vida— ocupa un lugar central en el Magisterio de Benedicto XVI: «Desde el comienzo de mi ministerio como Sucesor de Pedro, he recordado la exigencia de redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo» [4].
Hoy la religión, y de modo especial el catolicismo, puede ser valorada, en el contexto de una cultura extendida, como un factor enemigo de la felicidad. Todo lo que nos atrae parece resultar prohibido precisamente porque nos atrae. La fe es presentada como necesariamente opuesta a los deseos del hombre y a una vida en plenitud. La referencia a Nietzsche en la primera cita de la Deus Caritas est es muy explícita en este sentido [5].
Pero ¿por qué la fe es percibida hoy como enemiga de la vida? Benedicto XVI contesta indicando que la causa está en un insuficiente relieve atribuido a la dimensión teologal en el anuncio cristiano. Es preciso poner de relieve, en cambio, el primado del don y señalar que el elemento esencial del esfuerzo del cristiano es la disposición a recibir. En este sentido en la Porta Fidei el Papa afirma con fuerza: «La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo» [6].
Más que la exigencia de ser coherentes, lo que hace que la fe sea de modo natural una guía para la existencia es la conciencia de la hermosura del don y de la alegría por el encuentro: «La fe “que actúa por el amor” (Gal 5,6) se convierte en un nuevo criterio de pensamiento y de acción que cambia toda la vida del hombre (cfr. Rm 12, 2; Col 3, 9-10; Ef 4, 20-29; 2Co 5, 17)» [7].
Las virtudes teologales son la vida de Dios que irrumpe por la gracia en la vida del hombre que se abre a estas. Santo Tomás, por ejemplo, afirma que la fe «es el hábito de la mente, por el que se tiene una incoación en nosotros de la vida eterna, haciendo asentir al entendimiento a cosas que no ve» [8].
El movimiento es, por tanto, desde la Vida de Dios, que se dona, a la vida del hombre, que llega a ser opus Dei. Benedicto XVI expresa esta dinámica de modo sumamente luminoso, si nos acercamos a la enseñanza y a la experiencia de san Josemaría Escrivá de Balaguer a la luz de Porta Fidei: «En efecto, la enseñanza de Jesús resuena todavía hoy con la misma fuerza: “Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna” (Jn 6, 27). La pregunta planteada por los que le escuchaban es también hoy la misma para nosotros: “¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?” (Jn 6, 28). Sabemos la respuesta de Jesús: “La obra de Dios es ésta: que creáis en el que él ha enviado” (Jn 6, 29). Creer en Jesucristo es, por tanto, el camino para poder llegar de modo definitivo a la salvación» [9].
2. Vida de fe en san Josemaría
Como Pablo, también san Josemaría experimentó que Dios le había abierto la puerta de la fe, al descubrir que su voluntad es que se abran «los caminos divinos de la tierra» [10], haciendo aparecer aquel «algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes» [11] y la «vibración de eternidad» que todo instante encierra [12]. Por esto llamaba a Madrid su “Damasco” [13], lugar donde recibió la luz clara sobre su vocación y su misión de fundar el Opus Dei. La santidad a la que Dios le llamaba estaba encerrada en la vida cotidiana y en el amor al mundo. La obra que Dios cumple en él se realiza en la existencia concreta, transformada así en lugar del encuentro con Dios. Hacer la obra de Dios está esencialmente fundado, en la experiencia de san Josemaría, en el ser “obra de Dios”.
El primado de la dimensión teologal es absoluto, ya que el mismo creer, según enseña Jn 6, 29 arriba citado, es obra de Dios: la condición necesaria para hacer la obra de Dios es permitir cada vez más que la propia vida sea obra de Dios por medio de la fe [14]. Esta es en sí un don de Dios, quien por medio del bautismo comunica su vida y su santidad a cada cristiano.
No debe extrañar, por lo tanto, comprobar que la gran frecuencia de la palabra “fe” en los escritos publicados por san Josemaría manifieste inmediatamente una evidente correlación con la terminología relativa a la vida [15]. Se habla de “vivir de fe” y de tener una “fe viva”. Esto se puede esclarecer acudiendo al final de la homilía titulada “Amar al mundo apasionadamente”, pronunciada en la Universidad de Navarra el 8 de octubre 1967. También entonces se celebraba un año de la fe, promulgado por Pablo VI, al cual el Fundador del Opus Dei hace referencia explícita:
Ahora os pido con el salmista que os unáis a mi oración y a mi alabanza: “magnificate Dominum mecum, et extollamus nomen eius simul”; engrandeced al Señor conmigo, y ensalcemos su nombre todos juntos. Es decir, hijos míos, vivamos de fe. [...]
Fe, virtud que tanto necesitamos los cristianos, de modo especial en este año de la fe que ha promulgado nuestro amadísimo Santo Padre el Papa Paulo VI: porque, sin la fe, falta el fundamento mismo para la santificación de la vida ordinaria.
Fe viva en estos momentos, porque nos acercamos al “mysterium fidei”, a la Sagrada Eucaristía; porque vamos a participar en esta Pascua del Señor, que resume y realiza las misericordias de Dios con los hombres. [...]
Fe, finalmente, hijas e hijos queridísimos, para demostrar al mundo que todo esto no son ceremonias y palabras, sino una realidad divina, al presentar a los hombres el testimonio de una vida ordinaria santificada, en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y de Santa María [16].
Santificar la vida cotidiana es posible precisamente gracias a la fe y equivale a vivir de fe y a tener una fe viva [17], con referencia explícita a la doctrina paulina de Ga 3, 11: «El justo vivirá de la fe». Todo está fundado en la dimensión teologal, como indica san Josemaría con una expresión sugestiva: «Los actos de Fe, Esperanza y Amor son válvulas por donde se expansiona el fuego de las almas que viven vida de Dios» [18].
“Vida de fe” es el significativo título de una homilía incluida en Amigos de Dios y reservada a esta virtud teologal: en ella, la aparente ausencia de milagros de la época actual, comparada con la de los primeros tiempos del cristianismo, se atribuye precisamente al hecho de que los cristianos no viven una vida de fe [19]. La fe es viva, en cambio, cuando «se convierte en un nuevo criterio de pensamiento y de acción que cambia toda la vida del hombre», según la expresión ya citada de Porta Fidei. La fe es viva cuando es operativa, cuando se manifiesta y lleva a elecciones concretas, a propósitos que orientan la existencia real del cristiano [20]. De lo contrario, la fe está muerta, porque permanece en un plano simplemente sociológico, como si se tratara de una doctrina abstracta o de una serie de tradiciones morales que no tienen un valor absoluto en sí. Lo explica bien Joseph Ratzinger, cuando señala que los contenidos de la fe no son como la tabla periódica de los elementos, cuyo conocimiento no afecta directamente a la existencia del hombre. La fe atañe, en cambio, a unas verdades frente a las cuales no es posible no tomar postura. Por esto no se puede decir que existan verdaderamente agnósticos: ellos, en efecto, son en realidad unos ateos prácticos, porque para vivir han de tomar unas decisiones concretas que deciden que no sean conformes a la fe [21].
En otros términos, para vivir es preciso en todo caso tener una fe, porque inevitablemente se elige dar un sentido a la propia existencia. De este modo la enseñanza de san Josemaría no puede estar más lejana del pelagianismo y del moralismo. El cristianismo no puede limitarse a las obras, ni el hombre puede conquistar la salvación con sus solas virtudes humanas o con su propio trabajo. Se dice, en cambio, con claridad extrema que el acto de creer no se limita al aspecto intelectual, a la aceptación de algunas verdades que tienen poco que ver con la vida, sino que, al contrario, el propio acto se refleja en la vida misma del creyente, porque la fe comunica la vida sobrenatural, y permite pensar según la «lógica de Dios» [22]. Todo se pone en relación con Cristo y se establece con Él una relación personal: «No tiene fe “viva” el que no tiene entrega actual a Jesucristo» [23].
Es exactamente el cristocentrismo radical lo que permite a san Josemaría hablar de modo tan audaz de santificar y de amar al mundo [24]. Parece muy revelador el siguiente texto: cuando la fe flojea, el hombre tiende a figurarse a Dios como si estuviera lejano, sin que apenas se preocupe de sus hijos. Piensa en la religión como en algo yuxtapuesto, para cuando no queda otro remedio; espera, no se explica con qué fundamento, manifestaciones aparatosas, sucesos insólitos. Cuando la fe vibra en el alma, se descubre, en cambio, que los pasos del cristiano no se separan de la misma vida humana corriente y habitual. Y que esta santidad grande, que Dios nos reclama, se encierra aquí y ahora, en las cosas pequeñas de cada jornada [25].
El anuncio solemne de la llamada universal a la santidad se presenta, por tanto, como una profundización en la fe como “nuevo criterio de pensamiento y de acción que cambia toda la vida del hombre”, ya que nace del encuentro con Cristo en la vida de cada día. La reducción de la fe a pura tradición sociológica, con la consiguiente separación de la vida real, está unida con una reducción de su ámbito al dominio de lo extraordinario, de lo que no es normal. En cambio acoger la llamada universal a la santidad implica dar nueva vida a la propia fe para abrirse al Dios cercano:
Vamos a no engañarnos... —Dios no es una sombra, un ser lejano, que nos crea y luego nos abandona; no es un amo que se va y ya no vuelve. Aunque no lo percibamos con nuestros sentidos, su existencia es mucho más verdadera que la de todas las realidades que tocamos y vemos. Dios está aquí, con nosotros, presente, vivo: nos ve, nos oye, nos dirige, y contempla nuestras menores acciones, nuestras intenciones más escondidas.
Creemos esto..., pero ¡vivimos como si Dios no existiera! Porque no tenemos para El ni un pensamiento, ni una palabra; porque no le obedecemos, ni tratamos de dominar nuestras pasiones; porque no le expresamos amor, ni le desagraviamos...
—¿Vamos a seguir viviendo con una fe muerta? [26].
La fe ha de ser viva porque Cristo no es un personaje del pasado, un recuerdo, una tradición, sino que está vivo, hoy, ahora [27]. Y vivir de fe quiere decir en esencia tratarle de tú, dirigirse a Él, mantener una relación personal con Él. Esta doctrina pone la fe en conexión directa con los deseos más profundos del hombre. No niega, no elimina, sino que satisface los más secretos impulsos del corazón: «Nuestra fe no desconoce nada de lo bello, de lo generoso, de lo genuinamente humano, que hay aquí abajo» [28]. Por esto a san Josemaría se le acusaba de predicar ejercicios de vida y no de muerte, como era costumbre entonces [29].
De este modo, en la homilía “Vida de fe”, los textos de la Escritura de los que se parte son los relatos de los milagros de Jesús que sale al encuentro de los deseos de los hombres, como en el caso de Bartimeo, el ciego de Jericó, en Mc 10, o de la hemorroísa en Mt 9, y finalmente del padre del joven lunático en Mc 9. Como escribió Joseph Ratzinger, «la sed de lo Infinito pertenece a la misma naturaleza del hombre, más aún es su misma esencia» [30], de modo que todos los amores y deseos auténticos encuentran su sentido solo en el Amor divino:
Vive la fe, alegre, pegado a Jesucristo. —Amale de verdad —¡de verdad, de verdad!—, y serás protagonista de la gran Aventura del Amor, porque estarás cada día más enamorado [31].
El corazón del hombre pide un auténtico “para siempre” —hasta Nietzsche ha dejado escrito que «toda alegría quiere la eternidad» [32]— pero todo esto es mentira si el hombre no reconoce en los amores de la tierra, en los anhelos de su corazón, un camino que lleva, como el río a la fuente, al Amor de Dios, a Cristo, Amor de los amores:
Mienten los hombres, cuando dicen para siempre en cosas temporales. Sólo es verdad, con una verdad total, el para siempre cara a Dios; y así has de vivir tú, con una fe que te ayude a sentir sabores de miel, dulzuras de cielo, al pensar en la eternidad que de verdad es para siempre [33].
En conclusión se puede afirmar que la propuesta de fe de san Josemaría habla a la vida, se dirige a los amores de los hombres. Frente a una fe concebida solo como fenómeno sociológico o tradicional, su predicación interpela al corazón del hombre porque nace de una fe «cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe» [34]. Jesús es presentado, en el sentido personal del verbo, como se presenta un amigo, como el Amor de los amores, la fuente y el sentido de todo amor auténtico y puro.
La llamada universal a la santidad tiene como cimiento, en efecto, la seguridad de la cercanía de Dios en la vida concreta, allí donde están las aspiraciones y deseos del hombre. Amar al mundo apasionadamente es posible por medio de la fe, gracias a una profundización en la fe.
Precisamente el primado de la dimensión teologal y el cristocentrismo permiten presentar la fe de modo que corresponda al anhelo del hombre. ¿Pero, cuáles son los fundamentos teológicos de esta perspectiva?
3. Fe de hijo y fe de padre
Esta profundización en la dimensión teologal de la fe, que permite abrirse a la santificación de la vida ordinaria, y por tanto muestra cómo la fe misma corresponde a los deseos más profundos y nobles del corazón del hombre, tiene profundas raíces teológicas. Estas raíces tocan aquellos elementos doctrinales que estarán cada vez más en el centro de la atención de los teólogos a lo largo del siglo XX, precisamente en el intento de reflexionar sobre la llamada universal a la santidad.
En las enseñanzas de san Josemaría estos elementos están claramente presentes, en primer lugar, por la luz que el carisma imprimió en su alma y, luego, gracias a la profundidad de la comprensión de la tradición de la Iglesia permitida por esta luz. En particular, son bien evidentes elementos dogmáticos característicos del pensamiento patrístico, que siempre ha presentado conjuntamente la fe y la vida.
Destaca sobre todo el fuerte convencimiento de la filiación divina, que nos otorgó Cristo, y que es expresada hasta con términos más orientales como divinización [35]; esta filiación apunta hacia la clara percepción de la conexión entre las misiones divinas y las procesiones intratrinitarias, así como al vínculo entre el acto creador con la generación eterna del Hijo. San Josemaría afirma, comentando Ga 3, 26: «todos vosotros sois hijos de Dios mediante la fe. ¡Qué poder es el nuestro! Poder de saber que somos y que somos hijos de Dios» [36]. Y saca las consecuencias de aquel misterio que en términos patrísticos es identificado con la distinción sin separación y la unión sin confusión de economía e inmanencia divinas, del obrar de Dios y de Su ser. En la historia de la salvación se percibe constantemente la dimensión trinitaria, que permite reconocer el sentido de lo creado en el Verbo encarnado. Con palabras del gran teólogo francés Jean Daniélou: «Desde los mismos orígenes profundos de todas las cosas aparece esa relación íntima de toda la creación con el Verbo. Se puede afirmar que en ese sentido la creación no es sino una irradiación de la generación eterna» [37]. Por esto, san Josemaría afirma que no hay situación terrena, por pequeña y corriente que parezca, que no pueda ser ocasión de un encuentro con Cristo y etapa de nuestro caminar hacia el Reino de los cielos [38].
Ser contemplativos en medio del mundo quiere decir reconocer, gracias al don de la fe y a la vigilancia sobre este don, que todo habla de Cristo, que Él es quien da sentido a la historia y al mundo. Nada de lo que es auténtico le puede resultar extraño, de modo que no es necesario abandonar la vida ordinaria para llegar a ser santos. De nuevo según las palabras de Jean Daniélou: Cristo «coincide en cierto modo con la realidad misma del ser creado en su totalidad. Y sustraerse a Cristo es al mismo tiempo sustraerse a lo real. No consiste en andar más allá de Cristo, antes por el contrario es cerrarse a la vida» [39].
La doctrina de la fe no es solo un conjunto de enseñanzas que se han de aprender, sino más bien una luz que ilumina la realidad, luz que procede de los ojos de Cristo.
La unión de fe y vida es, por tanto, reflejo del cristocentrismo de san Josemaría y de su profunda experiencia del papel de la filiación divina, verdadero centro de todo el mensaje cristiano y punto de unión entre el tiempo y lo eterno. En el Verbo encarnado, en Su Corazón, se encuentran los dos movimientos: de Dios que busca al hombre y el del hombre que con sus deseos busca, también de modo inconsciente, a Dios, Amor de los amores. Por esto la fe no se presenta nunca solo como una doctrina, sino que es vitalmente reconducida a Cristo:
La fe es virtud sobrenatural que dispone nuestra inteligencia a asentir a las verdades reveladas, a responder que sí a Cristo, que nos ha dado a conocer plenamente el designio salvador de la Trinidad Beatísima [40].
El asentimiento de la mente es inseparable del asentimiento del corazón que se realiza en el encuentro con Cristo, vivo y resucitado, en el hoy del cristiano [41]. El acto de fe es pensamiento y conocimiento que nacen de la relación con la Persona de Jesús, del diálogo y de la apertura a Él. Entre los Padres de la Iglesia, san Agustín explicó este aspecto distinguiendo tres dimensiones del acto del creer: es preciso creer que Dios existe, credere Deum; pero hace falta también creer a Dios que se revela, credere Deo; y todo culmina en el credere in Deum, es decir, en la adhesión personal a Dios, en una fidelidad que se resuelve en tender continuamente con la propia vida a Él [42]. En este sentido, la concepción de san Josemaría es profundamente moderna y auténticamente fiel a la tradición patrística [43], de la cual evoca el “apofatismo”, esto es, la afirmación que el conocimiento del ser mismo de Dios está más allá de las capacidades humanas. Piénsese en la bellísima respuesta que dio en un encuentro multitudinario en Venezuela, en 1975:
Y cuando ellos te digan que no entienden la Trinidad y la Unidad, les respondes que tampoco yo la entiendo, pero que la amo y la venero. Si comprendiera las grandezas de Dios, si Dios cupiera en esta pobre cabeza, mi Dios sería muy pequeño..., y, sin embargo, cabe —quiere caber— en mi corazón, cabe en la hondura inmensa de mi alma, que es inmortal [44].
La dimensión intelectual no puede agotar el conocimiento de Dios, que es irreductible a un concepto o a una idea. El misterio cristiano se capta con plenitud en el conocimiento personal de Dios que habita en el alma del bautizado. De este modo, la pareja fe y corazón se repite en sus escritos: se trata de “ver la verdad y amarla” [45], de amar y creer [46]. La dimensión doctrinal no es sacrificada en un lance que se expone al sentimentalismo, ni la fe es reducida a simples fórmulas intelectuales, desligadas de la vida. La original fórmula “piedad de niños y doctrina segura de teólogos” [47], indicada como camino seguro para sus hijos espirituales, manifiesta esta misma honda armonía que desde los primeros cristianos alimenta la fidelidad de la Iglesia y tiene su fundamento precisamente en la filiación divina.
Creer es en primer lugar don, es la estancia de Dios en el corazón del hombre, su venir.
Se vislumbra de este modo cómo un elemento esencial de la profundización en la comprensión de la dimensión teologal de la fe sea el realismo radical de la afirmación de la inhabitación trinitaria en el hombre. Este último está llamado a ser una sola cosa con Cristo, Quien es su verdadera identidad. Se puede vivir de fe solo viviendo la vida de los hijos de Dios, para ser otro Cristo [48]. San Josemaría acude por esto a la fuerte expresión alter Christus, ipse Christus [49]: «Sentid, en cambio, la urgencia divina de ser cada uno otro Cristo, ipse Christus, el mismo Cristo» [50].
Una fe que se convierte en “un nuevo criterio de pensamiento y de acción”, que es fe plena en la encarnación, en su realidad, en su sentido cósmico. El sentido del mundo es el Hijo encarnado y el hombre está llamado a reconducir todo a Cristo, Quien devuelve todo al Padre. Esto quiere decir reconocer la huella de la Trinidad en lo creado, subiendo del Hijo encarnado, que da sentido al mundo, al Padre, fuente de todas las cosas. Como ya escribió Jean Mouroux: «nuestra fe es cristológica; y porque es cristológica, es trinitaria» [51].
Ser contemplativos en el mundo significa, por tanto, mirar el mundo con ojos trinitarios, una mirada que la unión personal con Cristo hace posible. De este modo se puede encontrar el sentido de la creación y de la historia en la libertad de los hijos de Dios.
En todos los misterios de nuestra fe católica aletea ese canto a la libertad. La Trinidad Beatísima saca de la nada el mundo y el hombre, en un libre derroche de amor [52].
La encarnación confirma el Amor divino, revelando que la verdadera ley que gobierna el mundo no es la ciega necesidad, ni una razón absoluta y desencarnada, sino la libertad y la confianza del Padre que crea cada cosa en el Hijo y por el Hijo [53]. Así, san Josemaría declaraba en una entrevista en España en 1969:
Dios, al crearnos, ha corrido el riesgo y la aventura de nuestra libertad. Ha querido una historia que sea una historia verdadera, hecha de auténticas decisiones, y no una ficción ni un juego. Cada hombre ha de hacer la experiencia de su personal autonomía, con lo que eso supone de azar, de tanteo y, en ocasiones, de incertidumbre [54].
Por esto, el santo de Barbastro tenía la «certeza de la indeterminación de la historia, abierta a múltiples posibilidades, que Dios no ha querido cerrar» [55].
Esta honda comprensión de fe se convertía en vida en la respuesta de san Josemaría, que se sentía hijo de Dios hasta tal punto que llegaba a ser padre de otros hijos, y los formaba de modo que llegaran a ser a su vez padres. Pero formar en la libertad y hacer crecer exigen la fe en el único Padre que siempre actúa, engendra y protege. Un magnífico texto de 1937 —con el lenguaje cifrado que era necesario a lo largo de la guerra civil para engañar a la censura— muestra la fortaleza y la profundidad de esta fe vivida:
Yo... no digo nada —escribe a sus hijos de Madrid—. Tengo costumbre de callar y de decir casi siempre: “Bien, o muy bien”. Nadie podrá decir con verdad, al fin de la jornada, que hizo esto o lo otro, no ya por orden, sino ni por insinuación del abuelo. Me limito, cuando creo que debo hablar, a poner claros y terminantes los datos de cada problema: de ningún modo, aunque la vea patente, doy ni daré la solución concreta de cada caso. Otro camino tengo, para influir en las voluntades de mis hijos y nietos, con suavidad y eficacia: fastidiarme y dar la lata a mi viejo Amigo D. Manuel. ¡Ojalá no pierda yo el compás, y sepa dejar hacer libérrimamente a los míos... hasta que llegue la hora de tirar de la cuerda! Que llegará. Desde luego —creo que me conocéis—, a pesar de la flaqueza de mi corazón, nunca seré capaz de sacrificar la vida —ni un minuto de la vida— de nadie, por mi comodidad o por mi consuelo. Y esto, hasta tal extremo, que callaré (ya hablaré con D. Manuel) aunque me parezcan las resoluciones de mis hijos una verdadera catástrofe [56].
San Josemaría muestra su modo de actuar y gobernar con fe, recurriendo a Dios —D. Manuel, el Emmanuel precisamente— para respetar la libertad de sus hijos, que para crecer, para adquirir la capacidad de ser padres, han de experimentar también sus propios límites y sus errores. Para una persona que ama esto es doloroso, es un sufrimiento análogo a los dolores del parto, pero no hay otro camino para engendrar de verdad a otro, haciéndolo capaz de ser a su vez padre. Es propio de un padre, en efecto, hacer descubrir al hijo la belleza de la realidad, más allá de la percepción de sus límites personales y de los ajenos. De este modo «la original visión optimista de la creación, el “amor al mundo” que late en el cristianismo» [57] se apoyan precisamente en la fe de san Josemaría que le hace ser padre de modo tan destacado.
La fe de hijo, que es fe en el Hijo, se traduce de modo natural en la fe de padre que caracterizó la vida de san Josemaría, totalmente entregada a la Obra de Dios. Él, que se sentía muy hijo, fue también muy padre. La misma fecundidad apostólica puede ser interpretada en esta perspectiva teologal de la fe, que le movió a convocar a muchas personas para que fueran santas en el mundo, y a abrir en la historia concreta y real un camino de santidad, en la realización de la institución.
4. Conclusión: vida trinitaria
El Santo Padre ha proclamado un año de la fe para superar la crisis entre fe y vida: parece que hoy el cristianismo y las verdades profesadas en el Credo ya no tienen valor para la existencia concreta del hombre. En cambio, en la enseñanza de san Josemaría se encuentra, ya desde un nivel meramente terminológico, una estrecha conexión entre fe y vida, en cuanto se presenta la vocación cristiana como llamada a vivir de fe, a fundar la propia existencia en el trato personal con Cristo.
La invitación a convertir la fe en obras nace de una honda comprensión del primado de la dimensión teologal, que permite dirigir el mensaje cristiano a los amores y a las aspiraciones más profundas de los hombres. La posibilidad de amar apasionadamente al mundo y de santificar todas las actividades y dimensiones auténticamente humanas de la propia existencia, se basa en una profundización de la comprensión de la íntima conexión entre fe y vida. La unidad de vida, constantemente predicada por san Josemaría, no es solo coherencia, sino que brota de una fe honda y operativa que abre la vida del hombre a la Vida misma de Dios. En efecto, «hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser —en el alma y en el cuerpo— santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales» [58].
Todo esto, desde un punto de vista teológico, se funda en una comprensión cristológica de la fe como llamada a la identificación con Cristo. La filiación divina pasa al primer plano, y permite leer el mundo a partir de la revelación trinitaria. Si el Creador es el Dios Uno y Trino, el sentido último de la creación ya no es plenamente comprensible sin referirse al misterio de la Trinidad misma. La historia y la libertad del hombre adquieren así un valor extraordinario.
La profundidad teológica de la unión de fe y vida en el pensamiento de san Josemaría es particularmente evidente en una de sus enseñanzas más profundas y originales, que citamos por su valor sintético: la invitación concreta a aprender a vivir de fe contemplando la Sagrada Familia [59], subiendo a la Trinidad del Cielo a partir de la existencia concreta y de las mutuas relaciones entre María, Jesús y José, que él llama “la trinidad de la tierra”. Este camino, fundado en una intuición que constituye una verdadera y propia síntesis dogmática, pone de relieve tanto el cristocentrismo como la profundización en la dimensión teologal de la fe:
Trato de llegar a la Trinidad del Cielo por esa otra trinidad, aquella de la tierra: Jesús, María y José. Están como más asequibles. Jesús, que es perfectus Deus y perfectus Homo. María, que es una mujer, la más pura criatura, la más grande: más que Ella, sólo Dios. Y José, que está inmediato a María: limpio, varonil, prudente, entero. ¡Oh, Dios mío! ¡Qué modelos! Sólo con mirar, entran ganas de morirse de pena: porque, Señor, me he portado tan mal... No he sabido acomodarme a las circunstancias, divinizarme. Y Tú me dabas los medios: y me los das, y me los seguirás dando..., porque a lo divino hemos de vivir humanamente en la tierra [60].
El hombre está llamado a vivir la vida misma de Dios, la vida de la Trinidad Santísima, como aconteció en la Sagrada Familia, en la que cada uno vivía totalmente para el otro, en una comunión de amor perfecta, fundada en la presencia de Dios, de la segunda Persona divina, sobre la tierra. Desde las misiones, san Josemaría sube a las procesiones divinas inmanentes, manifestando cómo la vocación cristiana no es un puro esfuerzo humano para imitar a unos modelos inalcanzables, sino que depende o consiste en que, más bien, Dios ofrece siempre los medios que permiten al cristiano corriente ser divinizado en su vida cotidiana, trabajando y amando a las personas que el Señor puso a su lado.
Desde el punto de vista dogmático, la enseñanza de san Josemaría tiene profundas raíces en los Padres de la Iglesia [61], en aquel pensamiento que surgió de la vida de los primeros cristianos. Además, el primado de la dimensión teologal y la conexión de fe y vida se apoyan en la plena percepción de la trascendencia del misterio de Dios Uno y Trino, que en el lenguaje patrístico desemboca en el apofatismo. Precisamente esta comprensión profunda del misterio une fe y vida y permite explicitar la conexión entre el actuar de Dios en la historia y su inmanencia trinitaria. De este modo, a propósito de la incomprensibilidad del misterio del Dios Trino, san Josemaría afirma:
Es justo que en la maravilla inmensa de belleza y de sabiduría de Dios haya cosas que en la tierra no entendemos. Si las entendiéramos, Dios sería un ser finito, no infinito, cabría en nuestra cabeza, ¡qué pobre sería Dios! Por lo tanto, tú vas a José, a María, a Jesús, y sabes que Jesús es Dios, y que Dios es Trino en personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo, y adoras la Trinidad y la Unidad, amas al Espíritu Santo al amar a Jesucristo [62].
La vida concreta de Jesús, María y José son el único camino para llegar a la Trinidad, porque sólo en el misterio de la divino-humanidad de Cristo se tiene acceso a la intimidad de Dios y se puede participar de su vida, distinguiendo y tratando de tú a cada Persona Divina, como se puede hacer con la trinidad de la tierra.
Esta fe, por tanto, que abarca los amores del hombre, sus anhelos más profundos, su trabajo y su familia, encuentra su más perfecto modelo y su cumplimiento en la Sagrada Familia. Cada cristiano puede, así, santificarse como contemplativo en medio del mundo, aprendiendo, por medio de la contemplación, a tener una fe que se convierte en entendimiento y criterio de acción en la vida, a partir del pensamiento concreto siempre dirigido a Cristo, que caracterizó a nuestro Padre, José, y de modo muy especial a María, a la cual es preciso dirigirse para aprender a pronunciar aquel sí que une fe y vida [63].
Giulio Maspero, en romana.org/
Notas:
[1] Benedicto XVI, Carta Apostólica en forma de “Motu proprio” Porta Fidei con la que se inicia el Año de la fe, 11-X-2011, n. 1 (en adelante, Porta Fidei).
[2] Idem, Carta Encíclica Deus Caritas est, 25-XII-2005, n. 1 (en adelante, Deus Caritas est).
[3] Porta Fidei, n. 1.
[4] Ibídem, n. 2.
[5] Cfr. Deus Caritas est, n. 3, nota n. 1 donde se cita la obra de F. Nietzsche Jenseits von Gut und Böse, IV, 168.
[6] Porta Fidei, n. 7.
[7] Ibídem, n. 6.
[8] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 4, a. 1, r.
[9] Porta Fidei, n. 3.
[10] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, n. 21 (en adelante citaremos solo el título del libro).
[11] Idem, “Amar al mundo apasionadamente”, en Conversaciones con Monseñor Escrivá, n. 114 (en adelante, Conversaciones).
[12] Cfr. Idem, Amigos de Dios, n. 239 (en adelante citaremos solo el título del libro).
[13] Cfr. J. Echevarría, “Un nuevo Damasco”, en Romana 53 (2011), p. 283 (publicado como original en Alfa y Omega, 28-VII-2011).
[14] Véase el artículo del entonces Card. Joseph Ratzinger, con el título: Dejar obrar a Dios, en L’Osservatore Romano, 6-X-2002.
[15] Acerca de una presentación sintética de la vida de fe en san Josemaría Escrivá, se puede consultar: E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, Vol. II, Rialp, Madrid 2011, pp. 346-364.
[16] San Josemaría Escrivá de Balaguer, “Amar al mundo apasionadamente”, en Conversaciones, n. 123. Las cursivas son mías.
[17] Cfr. Idem, Camino, n. 578 y Surco, n. 459 (en adelante citaremos solo el título del libro).
[18] Camino, n. 667.
[19] Cfr. Amigos de Dios, n. 190.
[20] Cfr. Camino, nn. 317, 380 y 489; Surco, nn. 46 y 945; Forja, nn. 256 y 602.
[21] Cfr. J. Ratzinger, Mirar a Cristo, Edicep, Valencia 2005, p. 19.
[22] Es Cristo que pasa, n. 172.
[23] Forja, n. 544.
[24] Cfr. A. Aranda, El bullir de la sangre de Cristo: estudio sobre el cristocentrismo del beato Josemaría Escrivá, Rialp, Madrid 2000.
[25] Amigos de Dios, n. 312
[26] Surco, n. 658.
[27] Cfr. Camino, n. 584; Es Cristo que pasa, nn. 102 y ss.
[28] Es Cristo que pasa, n. 24
[29] Cfr. A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid 20022, vol. II, p. 673.
[30] J. Ratzinger, Mirar a Cristo, cit., p. 18.
[31] Forja, n. 448
[32] F. W. Nietzsche, Así hablaba Zaratustra, Edaf, Madrid 1981, p. 211.
[33] Amigos de Dios, n. 200.
[34] Porta Fidei, n. 7.
[35] D. Ramos Lissón, Aspectos de la divinización en el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, en J.L. Illanes (ed.), El cristiano en el mundo: En el Centenario del nacimiento del Beato Josemaría Escrivá (1902-2002), Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona 2003, pp. 483-499.
[36] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Carta 24-X-1942, n. 68 (AGP, serie A.3, leg. 91, carp. 5, exp. 4).
[37] J. Daniélou, La Trinidad y el misterio de la existencia, Ediciones Paulinas, Madrid 1969, p. 92.
[38] Es Cristo que pasa, n. 22.
[39] J. Daniélou, La Trinidad y el misterio de la existencia, cit., pp. 97-98.
[40] Amigos de Dios, n. 191.
[41] Arturo Blanco ha destacado que san Josemaría relacionó la fe con toda la persona humana y no solo con el entendimiento: A. Blanco, Alcuni contributi del beato Josemaría alla comprensione dei rapporti tra fede e ragione, en: AA.Vv., La grandezza della vita quotidiana, vol. V/1, Edusc, Roma 2004, p. 259.
[42] Cfr. San Agustín, Enarrationes in Psalmos 130,1 y Tractatus in Iohannem 29,6.
[43] La concepción de la fe en san Josemaría es definida por su primer sucesor, el venerable Álvaro del Portillo, como “viva y dinámica”: A. Del Portillo, Discurso conclusivo del Simposio teológico de estudio en torno a las enseñanzas del beato Josemaría Escrivá (Roma, 12-14 de octubre de 1993), en: AA.VV., Santidad y mundo, Eunsa, Pamplona 1996, p. 292.
[44] San Josemaría Escrivá de Balaguer, respuesta a una pregunta en Venezuela, 9-II-1975: Catequesis en América, III, p. 75 (AGP, Biblioteca, P04).
[45] Surco, n. 818.
[46] Cfr. Forja, n. 215.
[47] Cfr. Es Cristo que pasa, n. 10.
[48] Cfr. Ibídem, n. 21
[49] Cfr. A. Aranda, El bullir de la sangre de Cristo, cit., pp. 227-254.
[50] Amigos de Dios, n. 6.
[51] J. Mouroux, Je crois en toi, Cerf, Paris 19612, p. 37. La traducción es nuestra.
[52] Amigos de Dios, n. 25.
[53] Cfr. Col 1,15-20.
[54] San Josemaría Escrivá de Balaguer, entrevista en ABC, 2-XI-1969.
[55] Es Cristo que pasa, n. 99.
[56] Citado en A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. II, cit., pp. 148-149.
[57] Forja, n. 703.
[58] “Amar al mundo apasionadamente”, en Conversaciones, n. 114. Un comentario de este texto de la homilía en: Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer. Edición crítico-histórica, editada por J. L. Illanes, A. Méndiz, Rialp, Madrid 2012, pp. 477-478 y 486-489.
[59] Cfr. Es Cristo que pasa, n. 22.
[60] San Josemaría Escrivá de Balaguer, meditación Consumados en la unidad, citada por S. Bernal, Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid 19806, p. 360.
[61] En esto sentido se podría desarrollar el valioso análisis de Cornelio Fabro en el artículo dedicado a San Josemaría: C. Fabro, “El temple de un Padre de la Iglesia”, en AA.VV., Santos en el mundo: estudios sobre los escritos del beato Josemaría Escrivá, Rialp, Madrid 1993.
[62] San Josemaría Escrivá de Balaguer, respuesta a una pregunta en Argentina, 14-VI-1974: Catequesis en América, I, p. 449 (AGP, Biblioteca, P04).
[63] Cfr. Amigos de Dios, nn. 284-286.
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