En este artículo Monseñor Ocáriz, entonces vicario general del Opus Dei, desglosa en que términos se refiere en sus enseñanzas san Josemaría a la universalidad de la Iglesia.
Al predicar y al escribir sobre la Iglesia, san Josemaría se sitúa ante esta realidad viva con una veneración y amor inseparables del amor apasionado que profesa a Jesucristo, Cabeza de la Iglesia. Para san Josemaría, la Iglesia es en primer lugar universal: una, santa, católica y apostólica, gobernada por los Obispos bajo la autoridad suprema del Romano Pontífice, y por eso romana.
I. Introducción
En los escritos y en la predicación de san Josemaría, son muy frecuentes las referencias más o menos extensas a la Iglesia, con acentos diversos según los contextos; de ordinario, dirigidas a alimentar la vida espiritual de sus oyentes o lectores, más que con una finalidad académica. Además, a la meditación sobre la Iglesia están dedicadas por entero dos de sus homilías, que constituyen una exposición y defensa vibrante de los principales aspectos de la doctrina eclesiológica católica, ante los errores que se estaban difundiendo en la primera década después del Vaticano II, a pesar de la claridad y profundidad de la enseñanza de este Concilio, especialmente en la Constitución Lumen gentium [1].
Al predicar y al escribir sobre la Iglesia, san Josemaría no se sitúa nunca ante un tema abstracto, sino ante la realidad viva del misterio de salvación, con una veneración y amor inseparables —manifestación necesaria— de su amor apasionado por Jesucristo. Porque, en efecto, "la Iglesia es eso: Cristo presente entre nosotros; Dios que viene hacia la humanidad para salvarla, llamándonos con su revelación, santificándonos con su gracia, sosteniéndonos con su ayuda constante, en los pequeños y en los grandes combates de la vida diaria" [2]. Un amor a la Iglesia lleno de admiración ante su indefectible santidad originaria, sin ignorar el pecado presente en sus miembros: "Gens sancta, pueblo santo, compuesto por criaturas con miserias: esta aparente contradicción marca un aspecto del misterio de la Iglesia. La Iglesia, que es divina, es también humana, porque está formada por hombres y los hombres tenemos defectos: omnes homines terra et cinis (Si 17, 31), todos somos polvo y ceniza" [3]. Un amor, que es gozoso: «¡Santa, Santa, Santa!, nos atrevemos a cantar a la Iglesia, evocando el himno en honor de la Trinidad Beatísima. Tú eres Santa, Iglesia, Madre mía, porque te fundó el Hijo de Dios, Santo: eres Santa, porque así lo dispuso el Padre, fuente de toda santidad; eres Santa, porque te asiste el Espíritu Santo, que mora en el alma de los fieles, para ir reuniendo a los hijos del Padre, que habitarán en el Iglesia del Cielo, la Jerusalén eterna» [4].
Si ordenásemos los principales temas de la eclesiología en un esquema sistemático, no sería difícil desarrollarlo en buena parte con textos de san Josemaría. Resultaría una exposición amplia y penetrada de espiritualidad. Sin embargo, pienso que, de este modo, difícilmente se podrían subrayar adecuadamente e incluso captar los rasgos más característicos de la visión que de la Iglesia tuvo y transmitió san Josemaría. Por esto, seguiré un esquema diverso, menos sistemático y sin pretensiones de exhaustividad, pero que me parece más apto para captar algunos de esos rasgos; concretamente, los más directamente relativos a la universalidad de la Iglesia que dan pie, a su vez, para poner de relieve otros matices eclesiológicos importantes de la enseñanza del Fundador del Opus Dei.
Para san Josemaría, la Iglesia es en primer lugar la Iglesia universal: una, santa, católica y apostólica, gobernada por los Obispos bajo la autoridad suprema del Romano Pontífice, y por eso romana: «Yo saboreo esta palabra: ¡romana! Me siento romano, porque romano quiere decir universal, católico; porque me lleva a querer tiernamente al Papa, il dolce Cristo in terra, como gustaba repetir Santa Catalina de Siena» [5]. En estas afirmaciones —y en otras muchas semejantes— se trasluce claramente la recta eclesiología, que reconoce la prioridad temporal y ontológica de la Iglesia universal sobre cada concreta Iglesia particular [6], evitando, a la vez, cualquier forma de universalismo unilateral. Efectivamente, san Josemaría tuvo siempre muy viva la conciencia de que la Iglesia universal se hace presente y obra –«inest et operatur» [7]- en las Iglesias particulares. De ahí, junto a la plena e incondicionada adhesión al Sucesor de Pedro, su unión con los Obispos diocesanos, siempre afirmada y vivida como algo esencial a la unidad de la Iglesia; «una unidad que sólo da el Papa, para toda la Iglesia; y el Obispo, en comunión con la Santa para Sede, para la diócesis» [8].
II. Universalidad de la vocación y misión in Ecclesia
Como aspecto integrante de la universalidad-catolicidad, san Josemaría comprendió muy profundamente el ser Iglesia de todos los fieles, con la correspondiente percepción de la vocación universal a la santidad y al apostolado [9]. Desde hace ya más de setenta años, predicó no sólo que todas y cada una de las personas son destinatarias de esa vocación, sino también que todas las circunstancias de la vida pueden ser lugar y medio de santificación.
Por ejemplo, leemos en un texto fechado en 1930: «Hemos venido a decir, con la humildad del que se sabe pecador y poca cosa —homo peccator sum (Lc 5, 8), decimos con Pedro—, pero con la fe de quien se deja guiar por la mano de Dios, que la santidad no es cosa para privilegiados: que a todos nos llama el Señor, que de todos espera Amor: de todos, estén donde estén; de todos, cualquiera que sea su estado, su profesión o su oficio. Porque esa vida corriente, ordinaria, sin apariencia, puede ser medio de santidad: no es necesario abandonar el propio estado en el mundo, para buscar a Dios, si el Señor no da a un alma la vocación religiosa, ya que todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo» [10].
Esta doctrina no era habitual en aquella época, y tampoco después, durante muchos años. El hecho de que todos son llamados a la santidad, se puede encontrar más o menos explícitamente en la predicación y en las obras escritas de muchos santos y maestros de espiritualidad de cualquier tiempo [11]. Pero esta santidad se solía considerar más bien como una posibilidad remota para la generalidad de los cristianos, entre los que sólo algunos podían de hecho emprender el camino hacia ella.
Todavía menos difundida se encontraba la comprensión de que todas las situaciones y circunstancias de la vida ordinaria pueden y deben ser lugar y medio de comunión con Dios. Escribía el fundador del Opus Dei: «Qué clara estaba, para los que sabían leer en el Evangelio, esa llamada universal a la santidad en la vida ordinaria, en la profesión, sin abandonar el propio ambiente! Sin embargo, durante siglos, no la entendieron la mayoría de los cristianos: no se pudo dar el fenómeno ascético de que muchos buscaran así la santidad, sin salirse de su sitio, santificando la profesión y santificándose con la profesión. Y muy pronto, a fuerza de no vivirla, fue olvidada la doctrina» [12]. Hoy, sobre todo después del Concilio Vaticano II [13], esta doctrina se ha difundido ampliamente y se encuentra explícitamente enunciada en el Catecismo de la Iglesia Católica [14], aunque sigue siendo muy necesario el empeño para que sea doctrina vivida [15].
La vocación cristiana a la santidad es, a la vez e inseparablemente, llamada universal al apostolado [16]; que no es función de unos pocos (sacerdotes, misioneros, etc.) sino de todos los cristianos, pues «corresponde a los millones de mujeres y de hombres cristianos que llenan la tierra, llevar a Cristo a todas las actividades humanas, anunciando con sus vidas que Dios ama a todos y quiere salvar a todos» [17].
La conciencia de la llamada universal a la santidad ayuda a contemplar con mayor profundidad a la Iglesia como convocación («ekklesía») de los santos [18]. A su vez, la dimensión apostólica de esta vocación nos permite captar un peculiar e importante aspecto de la sacramentalidad de la Iglesia: que es santificadora no sólo a través de sus acciones propiamente sagradas, sino que además puede y debe serlo mediante la vida de todos los fieles.
La llamada divina a la santidad implica también la misión de liberar la creación del desorden y de reconciliar todas las cosas con Dios; es decir, de santificar el mundo. Se trata de lo que podría llamarse dimensión cósmica de la vocación cristiana y, por tanto, de la misión de la Iglesia: «Todas las cosas de la tierra —escribió san Josemaría—, también las criaturas materiales, también las actividades terrenas y temporales de los hombres, han de ser llevadas a Dios —y ahora, después del pecado, redimidas, reconciliadas—, cada una según su propia naturaleza, según el fin inmediato que Dios le ha dado, pero sabiendo ver su último destino sobrenatural en Jesucristo: porque quiso el Padre poner en Él la plenitud de todo ser y reconciliar por Él todas las cosas consigo, restableciendo la paz entre el cielo y la tierra, por medio de la sangre que derramó en la cruz (Col 1, 19-20). Hemos de poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas» [19].
Se alcanza así, dentro de nuestra inevitable limitación ante el misterio sobrenatural, una más completa visión eclesiológica: la Iglesia es el mismo mundo en cuanto reconciliado con Dios en Cristo, como explica San Agustín: «mundus reconciliatus, Ecclesia» [20].
Afirmar el carácter santificable y santificador de las realidades terrenas y, de manera particular, del trabajo profesional, tiene sentido en un contexto teologal que, ajeno a cualquier naturalismo, lleva consigo el reconocimiento teórico y práctico del primado de la gracia [21]. La fuerza que santifica el mundo nos es dada por Jesucristo en el Espíritu Santo, de modo eminente en la Sagrada Eucaristía, sacramento y sacrificio por el que se edifica la Iglesia —«quo in hoc tempore consociatur Ecclesia» [22]-, pues en ella el Señor, dándonos su Cuerpo, nos transforma en un mismo Cuerpo [23]. El Sacrificio eucarístico —enseña san Josemaría— «es la donación misma de la Trinidad a la Iglesia. Así se entiende que la Misa sea el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano. Es el fin de todos los sacramentos. En la Misa se encamina hacia su plenitud la vida de la gracia, que fue depositada en nosotros por el Bautismo, y que crece, fortalecida por la Confirmación» [24]. Desde esta raíz eucarística, en la que el misterio de la Iglesia se realiza y se manifiesta en su forma más esencial, toda la vida del cristiano es vida de la Iglesia y, por tanto, signo e instrumento de la salvación, de la santificación, del mundo. Como escribe Juan Pablo II, la santidad es «la dimensión que expresa mejor el misterio de la Iglesia» [25].
III. Universalidad de la Iglesia y función eclesial de los laicos
La misión de santificar el mundo es de toda la Iglesia y, por tanto, de todos los fieles: de cada uno según el modo correspondiente a su vocación personal. Como ha recordado el Concilio Vaticano II, compete a los laicos la santificación del mundo desde dentro de las actividades y de las estructuras temporales [26].
Precisamente san Josemaría ha sido reconocido como uno de los principales precursores de la doctrina conciliar sobre el laicado [27]. Una doctrina que supera aquella otra, muy difundida desde antiguo, que considera que el laico, en realidad, no es responsable activo de la misión de la Iglesia sino sólo destinatario [28]. Tampoco se trata de que los laicos simplemente actúen como «longa manus» de otros (que serían la Iglesia), pues «son ellos mismos Iglesia» [29], y su misión es la misión de la Iglesia. Por otra parte, hay que precisar que los laicos participan en esta misión; pero no porque les corresponda de ésta sólo una parte (en sentido cuantitativo), sino porque les corresponde toda esa misión, pero en un modo particular entre otros y, sólo en este sentido, parcial. Es decir, aquí la idea de participación expresa la naturaleza orgánica de la Iglesia, que se proyecta en el modo de llevar a cabo su misión: orgánicamente, con distinción de funciones esenciales interdependientes [30]. Se entiende, entonces, el sentido en que debe afirmarse que en la misión de la Iglesia participan tanto los laicos como los pastores. Participación que, en los dos casos, significa parcialidad o particularidad modal, no cuantitativa.
Las realidades terrenas —sociales, profesionales, familiares, etc.—, en una palabra, el mundo, no es sólo ámbito donde los fieles laicos realizan la misión de la Iglesia, sino que este mundo es, además, medio o materia del sacrificio espiritual correspondiente al sacerdocio real o común de los fieles; materia que es santificada y hecha medio de santificación propia y de los demás hombres. «Todos, por el Bautismo, hemos sido constituidos sacerdotes de nuestra propia existencia, para ofrecer víctimas espirituales, que sean agradables a Dios por Jesucristo (1P 2, 5), para realizar cada una de nuestras acciones en espíritu de obediencia a la voluntad de Dios, perpetuando así la misión del Dioshombre » [31]. Es más, «cada uno de nosotros ha de ser ipse Christus. El es el único mediador entre Dios y los hombres (cfr. 1Tm 2, 5); y nosotros nos unimos a El para ofrecer, con El, todas las cosas al Padre. Nuestra vocación de hijos de Dios, en medio del mundo, nos exige que no busquemos solamente nuestra santidad personal, sino que vayamos por los senderos de la tierra, para convertirlos en trochas que, a través de los obstáculos, lleven las almas al Señor; que tomemos parte como ciudadanos corrientes en todas las actividades temporales, para ser levadura (cfr. Mt 13, 33) que ha de informar la masa entera (cfr. 1Co 5, 6)» [32].
Aunque la intervención de los laicos en las funciones propias de los pastores —dentro de ciertos límites— es posible y, en ocasiones, muy oportuna, de la enseñanza de san Josemaría, así como del posterior magisterio del Vaticano II, resulta evidente que lo propio de los laicos no es tomar parte en las funciones de los ministros sagrados. Por el contrario, «la específica participación del laico en la misión de la Iglesia consiste precisamente en santificar ab intra —de manera inmediata y directa— las realidades seculares, el orden temporal, el mundo» [33]. Más concretamente, «el modo específico de contribuir los laicos a la santidad y al apostolado de la Iglesia es la acción libre y responsable en el seno de las estructuras temporales, llevando allí el fermento del mensaje cristiano. El testimonio de vida cristiana, la palabra que ilumina en nombre de Dios, y la acción responsable, para servir a los demás contribuyendo a la resolución de los problemas comunes, son otras tantas manifestaciones de esa presencia con la que el cristiano corriente cumple su misión divina» [34].
Naturalmente, afirmar la especificidad de la función eclesial de los laicos, como diversa de la propia de los pastores, no significa introducir una división o contraposición, sino que «trae consigo una visión más honda de la Iglesia, como comunidad formada por todos los fieles, de modo que todos somos solidarios de una misma misión, que cada uno debe realizar según sus personales circunstancias. Los laicos, gracias a los impulsos del Espíritu Santo, son cada vez más conscientes de ser Iglesia, de tener una misión específica, sublime y necesaria, puesto que ha sido querida por Dios. Y saben que esa misión depende de su misma condición de cristianos, no necesariamente de un mandato de la Jerarquía, aunque es evidente que deberán realizarla en unión con la Jerarquía eclesiástica y según las enseñanzas del Magisterio: sin unión con el Cuerpo episcopal y con su cabeza, el Romano Pontífice, no puede haber, para un católico, unión con Cristo» [35].
En conexión con esa honda comprensión de la función de los laicos —de todos los laicos—, se sitúa otro aspecto característico del pensamiento eclesiológico de [san] Josemaría: su afirmación y defensa de «un anticlericalismo que nos hace amar más a la Iglesia, y que es bueno, porque hay otros anticlericalismos que son malos» [36]. Este anticlericalismo bueno tiene muchas manifestaciones prácticas, opuestas a las diversas formas de clericalismo. San Josemaría lo resumía así en 1966: «Me gusta que el católico lleve a Cristo no en el nombre, sino en la conducta, dando testimonio real de vida cristiana. Me repugna el clericalismo y comprendo que —junto a un anticlericalismo malo— hay también un anticlericalismo bueno, que procede del amor al sacerdocio, que se opone a que el simple fiel o el sacerdote use de una misión sagrada para fines terrenos» [37]. Ya muchos años antes, había escrito que este anticlericalismo bueno «lleva a desear, para la Iglesia y para sus ministros, una libertad santa de ataduras temporales; porque nos hace aborrecer connaturalmente todo tipo de abusos, de mezquindades que usen la Cruz de Cristo en beneficio personal» [38].
Se trata, en definitiva, de defender la libertad de la Iglesia en el cumplimiento de su misión y la justa autonomía de las realidades temporales, de manera que los laicos santifiquen estas realidades sin servirse de la Iglesia: es decir, recibiendo de la Iglesia nada más —y nada menos— que la Palabra de Dios y los Sacramentos. Esto va unido también a la defensa de la libertad personal de los cristianos, en todo lo que Dios ha dejado a la libre opinión de los hombres. Es éste también un tema en el que la predicación de san Josemaría fue muy clara e incisiva. Citemos, entre tantos textos posibles, uno de 1960: «Sería empequeñecer la fe, reducirla a una ideología terrena, enarbolando un estandarte político-religioso para condenar, no se sabe en nombre de qué investidura divina, a los que no piensan del mismo modo en problemas que son, por su propia naturaleza, susceptibles de recibir numerosas y diversas soluciones» [39].
Naturalmente, esto no significa que los fieles católicos no puedan recibir también en la Iglesia orientaciones que afecten a las cuestiones o situaciones políticas. «Y cuando la Jerarquía interviene de esa manera —explica san Josemaría—, eso no es de ningún modo clericalismo. Todo católico bien formado debe saber que compete a la misión pastoral de los obispos dar criterio en cosas públicas, cuando el bien de la Iglesia lo requiera; y saben también los católicos bien formados que esa intervención corresponde únicamente, por derecho divino, a los obispos; porque sólo ellos, estando en comunión con el Romano Pontífice, tienen función pública de gobierno en la Iglesia: ya que Spiritus Sanctus posuit episcopos regere Ecclesiam Dei (Hch 20, 28), el Espíritu Santo puso a los obispos para regir la Iglesia de Dios» [40]. Pero, san Josemaría predicaba que, en todo caso, los fieles han de actuar desde una actitud que llamaba mentalidad laical, y que lleva —entre otras cosas— a que cada uno asuma la responsabilidad de los propios actos, sin pretender descargarla sobre la Iglesia mezclándola en las luchas políticas [41].
IV. La universalidad de la Iglesia como unidad en la diversidad
La universalidad, entendida también como catolicidad, tenía para san Josemaría, entre otros aspectos y matices, el de la unidad en la diversidad; es decir, la cualidad de la Iglesia de poder abrazar dentro de una fuerte unidad una gran variedad de ministerios, carismas, espiritualidades, formas de apostolado, etc. Es decir, se trata de una contemplación de la Iglesia como misterio de comunión, pues la diversificación que no se opone a la unidad es precisamente lo que confiere a ésta el carácter de comunión [42].
En primer lugar, se trata de una diversidad humana, que no queda anulada, sino más bien ensalzada, por la unidad eclesial. «Con cuanta alegría, hijas e hijos queridísimos —escribía en una de sus cartas san Josemaría—, vemos resplandecer en la Iglesia Santa de Jesucristo esas dos notas, en íntima armonía, que son signo de su origen divino: la unidad y la catolicidad. La inmensa variedad de hombres, de razas, de pueblos, de culturas, aparece —sin perder sus nobles características peculiares— en unidad de gracia, de doctrina y de régimen supremo» [43].
Pero, además de esta diversificación de lo humano, es esencial en la unidad de la Iglesia la diversidad de ministerios y carismas; «variedad y unidad que brillan también, necesariamente, en la participación activa de todos para la edificación del Cuerpo de Cristo» [44]. Por otra parte, es evidente que «con el correr de los tiempos, han venido a enriquecer esa variedad apostólica de la Iglesia las más diversas instituciones, suscitadas por Dios con un fin sobrenatural, reconocidas y bendecidas después por la Iglesia: unas, universales y permanentes; otras, particulares y circunstanciales» [45]. Muy frecuentemente, [san] Josemaría recurría a la metáfora de los números quebrados, para describir la necesidad de un común denominador que hace posible la suma, la unidad. Así, concretamente, continuaba el texto citado: «Si cada una de esas obras y labores tiene un denominador común —lo esencial, que asegura la unidad—, cada una tiene también un numerador diversísimo, porque la Iglesia es ecuménica, universal» [46]. En otras palabras, «como en el cielo, también en la Iglesia Santa, que es la casa de Dios en la tierra, hay sitio para todos los hombres, para todas las formas de labor apostólica, cada una con sus características propias: unusquisque proprium donum habet ex Deo: alius quidem sic, alius vero sic (1Co 7, 7). Cada uno tiene de Dios su propio don, quien de una manera, quien de otra» [47].
Esta afirmación y defensa de la variedad y legítima diversidad en la Iglesia —y, naturalmente, también en la sociedad civil— tiene, en el pensamiento de [san] Josemaría, una íntima conexión con su amor y defensa de la libertad [48]. Así, por ejemplo, no dudaba en escribir con fuerza: «Nos interesa la pluralidad en la sociedad temporal y en la Iglesia. Lo contrario no podría conducir más que a la tiranía, a no hacer ni dejar hacer. Aborrezco la tiranía: necesito oír juntos todos los instrumentos, todas las voces. Una voz o un instrumento aislados, sin armónicos, no pueden dar idea de la belleza de conjunto, de la sinfonía» [49].
No se trata simplemente de dejar constancia de un hecho ni de limitarse a respetar la legítima pluralidad en la Iglesia, sino de amarla con el mismo amor con que se ama la unidad, pues unidad y variedad son dos componentes de la comunión eclesial. «Nosotros —escribía san Josemaría a los fieles del Opus Dei— amaremos, por consiguiente, la unidad y la variedad maravillosa que hay en la Iglesia; veneraremos y contribuiremos a hacer que se veneren los instrumentos de esa unidad; comprenderemos las manifestaciones de catolicidad y de riqueza interior, que se ponen de manifiesto en la diversidad de espiritualidades, de asociaciones, de familias y de actividades que, en todo tiempo y en todo lugar, dan prueba de proceder todas de un mismo Espíritu indivisible (cfr. 1Co 12, 11)» [50].
Es más, la unidad en la Iglesia no sólo no se opone a la diversidad o pluralidad, sino que la garantiza y defiende. [san] Josemaría insistía en que «hemos de entender la catolicidad como real y verdadera universalidad, donde cabe todo lo humano noble, donde la romanidad —la unión filial y sumisa al Romano Pontífice, en su triple y suprema potestad: de orden, de jurisdicción y de magisterio— es precisamente la garantía del respeto a la legítima variedad, a la libertad en todo lo que es opinable» [51]. Efectivamente, el Papa, en cuanto principio y fundamento visible de la unidad de la Iglesia [52], tiene como parte integrante de su función primacial «el reconocimiento y la promoción de una diversidad que no obstaculiza la unidad sino que la enriquece» [53].
Ante esa legítima pluralidad en la Iglesia, la caridad, que está en la raíz espiritual de la comunión eclesial, se expande hasta la alegría profunda por el bien de los demás, especialmente por su fecundidad al predicar a Cristo: «Conservando la unidad en lo necesario —en la doctrina del Magisterio, en los sacramentos, en el régimen supremo—, dentro de la Iglesia de Dios hay sitio para todos. Con tal que de cualquier modo Cristo sea anunciado, bien sea por algún pretexto, o bien por un verdadero celo, en esto me gozo y me gozaré siempre (Flp 1, 18)» [54].
V. La universalidad de la Iglesia y el Opus Dei
El espíritu universal con el que [san] Josemaría contemplaba y amaba a la Iglesia, además de estar enraizado en la recta eclesiología, estuvo ciertamente potenciado por la universalidad de la misión del Opus Dei que, «por inspiración divina» [55], había fundado el 2 de octubre de 1928.
San Josemaría expresó de muchos modos esta universalidad de la misión del Opus Dei. Ya en los primeros momentos de la vida de la Obra, lo hacía subrayando a la vez la unión con el Sucesor de Pedro: «Afán de almas: tenemos el deseo vehemente de ser corredentores con Cristo, de salvar con El a todas las almas, porque somos, queremos ser ipse Christus, y El, dedit redemptionem semetipsum pro omnibus (1Tm 2, 6), se dio a sí mismo en rescate por todos Unidos a Cristo y a su Madre Bendita, que es también Madre nuestra, Refugium peccatorum; fielmente pegados al Vicario de Cristo en la tierra —al dulce Cristo en la tierra—, al Papa, tenemos la ambición de llevar a todos los hombres los medios de salvación que tiene la Iglesia, haciendo realidad aquella jaculatoria, que vengo repitiendo desde el día de los Santos Angeles Custodios de 1928: omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!» [56]
Construir la universalidad efectiva de la Iglesia («omnes cum Petro ad Iesum..») es edificar el Reino de Cristo, para la gloria de Dios («Regnare Christum volumus», «Deo omnis gloria»). En estas tres jaculatorias, en las que cabe resumir la entera misión de la Iglesia, el Fundador sintetizaba también los fines de la acción apostólica del Opus Dei [57].
En sus escritos, la conexión conceptual entre Iglesia y Opus Dei presenta dos principales aspectos: el primero, que el Opus Dei nace en el seno de la Iglesia y es una parte de la Iglesia —partecica, decía con frecuencia san Josemaría—; y el segundo, inseparable del anterior, que el Opus Dei es para servir a la Iglesia.
Refiriéndose en una ocasión a la fecha fundacional del Opus Dei, comentaba: «Algunos me preguntaréis: Padre, ¿y aquel 2 de octubre de 1928...? Aquel día, el Señor, en su Providencia, quiso que en el seno de la Iglesia Santa, de la Iglesia Católica que, por ser romana es universal, naciera esta pequeña simiente que hoy está produciendo frutos en tantos miles de corazones de todas las razas, de tantos países» [58]. En el seno de la Iglesia Santa: el Opus Dei no sólo está en la Iglesia, como en un simple ámbito de acción; no sólo ha nacido en la Iglesia, sino también de la Iglesia —»in et ex Ecclesia»—, como toda realidad auténticamente eclesial, en primer lugar las Iglesias particulares [59]. De hecho, resulta patente «que la fundación realizada por san Josemaría] se caracterizó desde su origen por los signos indudables de la eclesialidad, y que estaba enteramente orientada, en sí misma, en su propia realidad histórica, en su hacerse, al servicio de la misión salvífica de la Iglesia» [60].
En la Iglesia, para servir a la Iglesia, y no como algo más o menos importante en la actividad del Opus Dei, sino como su razón de ser: «No tenemos otro fin que servir al Señor, a su Iglesia Santa, al Romano Pontífice, a las almas todas. Si la Obra no prestara ese servicio, no la querría: se habría desnaturalizado» [61]. El Fundador no dudó en afirmar muchas veces que «si el Opus Dei no fuera para Dios, para servir a la Iglesia, sería mejor que se disolviera» [62]. O, con palabras semejantes, «si el Opus Dei no sirve a la Iglesia, no me interesa» [63].
No se trata —como es obvio— del servicio de una institución a otra distinta, sino del de la parte al todo, del miembro a los otros miembros de un mismo cuerpo. Y cada miembro sirve a los demás, primaria y esencialmente, cumpliendo su propia misión, conforme a su específica vocación: «Servite Domino in veritate (Tb 14, 10), servid al Señor en verdad, aconsejaba Tobías a sus hijos. Y éste es el consejo que también os doy, porque hemos recibido la llamada de Dios, para hacer un peculiar servicio a su Iglesia y a todas las almas. La única ambición, el único deseo del Opus Dei y de cada uno de sus hijos es servir a la Iglesia, como Ella quiere ser servida, dentro de la específica vocación que el Señor nos ha dado» [64].
El afán de servicio, que nace del amor a la Iglesia, llevaba a san Josemaría a escribir en 1943, pensando en la labor apostólica del Opus Dei en el mundo: «nunca estaremos bastante satisfechos de nuestro trabajo, por muchos que sean los servicios que, con la gracia de Dios, hagamos a la Iglesia y al Papa, porque el amor nos exigirá más cada día, y nuestros trabajos siempre nos parecerán modestos, porque el tiempo, del que disponemos, es breve: tempus breve est (1Co 7, 29)» [65]. Un servicio a la Iglesia y al Papa, que subraya la universalidad, pero que es inseparable del servicio a las Iglesias locales en las que la Iglesia universal se hace presente y actúa. Es más, como el Episcopado es «uno e indiviso» [66], la unión con el Sucesor de Pedro postula necesariamente la unión con el Obispo en cada diócesis. Así lo escribía el Fundador ya en 1932 a los fieles del Opus Dei: «Esta unión que vivimos con el Romano Pontífice, hace y hará que nos sintamos unidísimos en cada diócesis al Ordinario del lugar. Suelo decir, y es cierto, que tiramos y tiraremos siempre del carro en la misma dirección que el Obispo» [67].
La forma de realizarse, en el Opus Dei, este servicio al Papa y a los demás Obispos, es el correspondiente a su específica misión en la Iglesia, que es, sí, específica en el espíritu y en los modos apostólicos, pero no sectorial sino universal. Como explicaba san Josemaría a los fieles de la Obra, «no tiene nuestra labor apostólica una finalidad especializada: tiene todas las especializaciones, porque arraiga en la diversidad de especializaciones de la misma vida; porque enaltece y eleva al orden sobrenatural, y convierte en auténtica labor de almas, todos los servicios que unos hombres prestan a los otros, en el engranaje de la sociedad humana» [68].
Se trata de una universalidad participada de la universalidad de la Iglesia que, junto a otros aspectos no menos esenciales, hizo que —como previó san Josemaría— el Opus Dei encontrase su forma jurídica adecuada en la de Prelatura personal. Efectivamente, las Prelaturas personales son «establecidas por la Autoridad Apostólica para peculiares tareas pastorales. Éstas, en cuanto tales, pertenecen a la Iglesia universal, aunque sus miembros son también miembros de las Iglesias particulares donde viven y trabajan» [69]. Naturalmente, otros de los aspectos esenciales, que hacen adecuada la forma jurídica a la realidad teológica, son la secularidad (no hay vínculos sagrados ni cambio de estado en la incorporación a la Prelatura) y la «naturaleza jerárquica del Opus Dei» [70]; es decir, el hecho de estar constituida la Prelatura por «sacerdotes y fieles laicos, hombres y mujeres, con el propio Prelado a la cabeza» [71], y estructurada por la relación dinámica —»convergencia orgánica»— entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común de los fieles [72].
VI. Conclusión
La contemplación del misterio de la Iglesia suscita, en el alma cristiana, esperanza gozosa, porque «la fuerza y el poder de Dios iluminan la faz de la tierra. El Espíritu Santo continúa asistiendo a la Iglesia de Cristo, para que sea —siempre y en todo— signo levantado ante las naciones, que anuncia a la humanidad la benevolencia y el amor de Dios (cfr. Is 11, 12). Por grandes que sean nuestras limitaciones, los hombres podemos mirar con confianza a los cielos y sentirnos llenos de alegría: Dios nos ama y nos libra de nuestros pecados. La presencia y la acción del Espíritu Santo en la Iglesia son la prenda y la anticipación de la felicidad eterna, de esa alegría y de esa paz que Dios nos depara» [73].
Para concluir, manteniéndonos en el contexto de la universalidad de la Iglesia, dirijamos —con san Josemaría— la mirada a quien, siendo Madre del Señor, es Mater Ecclesiae. Como en Pentecostés, «María edifica continuamente la Iglesia, la aúna, la mantiene compacta. Es difícil tener una auténtica devoción a la Virgen, y no sentirse más vinculados a los demás miembros del Cuerpo Místico, más unidos también a su cabeza visible, el Papa. Por eso me gusta repetir: omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!, todos, con Pedro, a Jesús por María! Y, al reconocernos parte de la Iglesia e invitados a sentirnos hermanos en la fe, descubrimos con mayor hondura la fraternidad que nos une a la humanidad entera: porque la Iglesia ha sido enviada por Cristo a todas las gentes y a todos los pueblos (cfr. Mt 28, 19)» [74].
Monseñor Fernando Ocáriz, en opusdei.org/es/
Notas
1. Son las homilías El fin sobrenatural de la Iglesia (28-V-1972) y Lealtad a la Iglesia (4-VI-1972), publicadas en 1973 y recogidas después en el volumen Amar a la Iglesia, Madrid 1986, pp. 11-59. Cuando en las notas no conste el Autor de la obra citada, se trata de san Josemaría.
2. Es Cristo que pasa, 131.
3. Lealtad a la Iglesia, cit., p. 23. Sobre el amor a la Iglesia, en la vida y en la enseñanza de san Josemaría, cfr. J. ECHEVARRÍA, Memoria del Beato Josemaría Escrivá, Madrid 2000, pp. 340-347. Vid. también C. BURKE, Una dimensión de su vida: el amor a la Iglesia y al Papa, en VV.AA., Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer y el Opus Dei, Pamplona 1982, pp. 339-350.
4. Lealtad a la Iglesia, cit., p. 26.
5. Ibidem, p. 30.
6. Cfr. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta Communionis notio, 9.
7. CONCILIO VATICANO II, Decr. Christus Dominus, 11.
8. Carta 9-I-1932, 21.
9. Sobre este tema, seguiré en parte la exposición más extensa contenida en F. OCÁRIZ, Naturaleza,gracia y gloria, Pamplona 2000 (2ª ed., 2001), pp. 223-239.
10. Carta 24-III-1930, 2. Cfr. Es Cristo que pasa, 20.
11. Un resumen parcial, pero significativo, puede verse en J. DAUJAT, La vita soprannaturale, Roma1958, pp. 561-573.
12. Carta 9-I-1932, 91. Respecto a ese "olvido de la doctrina", cfr. J.L. ILLANES, Dos de octubre de1928: alcance y significado de una fecha, en AA.VV., Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer y el Opus Dei, cit., especialmente pp. 96-101.
13. Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. Lumen gentium, 11, 39-41.
14. Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 825.
15. Cfr. J. RATZINGER, Homilía, 19 de mayo de 1992, en AA.VV., 17 Maggio 1992. La beatificazione di Josemaría Escrivá de Balaguer, fondatore dell'Opus Dei, Milano 1992, p. 113.
16. Cfr. CONCILIO VATICANO II, Decr. Apostolicam actuositatem, 2.
17. Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, 112.
18. Cfr. Act 9,13.32; 26,10; Rom 12,13; II Cor 13,12; Ap 5,8; etc.
19. Carta 19-III-1954, 7. Sobre la expresión "poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas", muy frecuente en la predicación y en los escritos de [san] Josemaría, cfr. P. RODRÍGUEZ, Omnia traham ad meipsum. Il significato di Giovanni 12, 32 nell'esperienza spirituale di mons. Escrivá de Balaguer, "Annales Theologici" 6 (1992), pp. 5-34.
20. S. AGUSTÍN, Sermo XCVI, 8 (PL 38, 588): el santo interpreta en este sentido el texto de 2 Cor 5, 19: "Deus erat in Christo mundum reconcilians sibi".
21. Sobre este tema, en la enseñanza de [san] Josemaría, cfr. J.L. ILLANES, La santificación del trabajo, Madrid, 8ª ed. 1981.
22. S. AGUSTÍN, Contra Faustum, 12, 20 (PL 42, 265).
23. Sobre la índole eucarística de la Iglesia como Cuerpo de Cristo, cfr. J. RATZINGER, Il nuovo Popolo de Dio, 4ª ed., Brescia 1992.
24. Es Cristo que pasa, 87; cfr. también 102.
25. JUAN PABLO II, Carta Ap. Novo millennio ineunte, 7.
26. Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. Lumen gentium, 31, 33 y 36; Decr. Apostolicam actuositatem, 2 y 5; JUAN PABLO II, Ex. ap. Christifideles laici, 15.
27. Entre los numerosos testimonios en este sentido, destaca por su máxima autoridad el de JUAN PABLO II, Discurso, 19-VIII-1979, "Insegnamenti di Giovanni Paolo II" 2 (1979), p. 142.
28. De esa concepción reductora constan testimonios claros ya en el siglo IV: cfr. A. FAIVRE, Les laïcs aux origines de l'Eglise, Paris 1984, pp. 248-250.
29. Es Cristo que pasa, 53.
30. Cfr. A. DEL PORTILLO, Fieles y laicos en la Iglesia, Pamplona, 2 ed. 1981, pp. 33-34.
31. Es Cristo que pasa, 96; cfr. 106.
32. Ibidem, 120; cfr. 183. Un estudio sobre la participación de los laicos en la misión de la Iglesia, en cuanto participación en los "tria munera Christi" (misión sacerdotal, real y profética), puede verse en F. OCÁRIZ, Naturaleza, gracia y gloria, cit. pp. 241-260.
33. Conversaciones, 9.
34. Idem, 59.
35. Ibidem.
36. Carta 31-V-1943, 21.
37. Conversaciones, 47.
38. Carta 31-V-1943, 21.
39. Es Cristo que pasa, 99. Cfr. E. REINHARDT, La legittima autonomia delle realtà temporali, "Romana" 15 (1992), pp. 323-335.
40. Carta 9-I-1932, 50.
41. Cfr. Conversaciones, 117. Sobre la mentalidad laical, cfr. también C. FABRO, El temple de un Padre de la Iglesia, en AA.VV., Santos en el mundo. Estudios sobre los escritos del Beato Josemaría Escrivá, Madrid 1993, pp. 126-130.
42. Cfr. JUAN PABLO II, Discurso, 27-IX-1989, n. 2: "Insegnamenti di Giovanni Paolo II" XII,2 (1989), p. 679.
43. Carta 15-VIII-1953, 1.
44. Ibidem.
45. Idem, 2.
46. Ibidem.
47. Idem, 15.
48. Sobre la libertad, en los escritos de [san] Josemaría, puede verse C. FABRO, El primado existencial de la libertad, en AA.VV., Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer y el Opus Dei, cit., pp. 341-356.
49. Carta 6-V-1945, 35.
50. Carta 31-V-1943, 30.
51. Carta 31-V-1954, 21.
52. Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. Lumen gentium, 23.
53. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta Communionis notio, 15.
54. Carta 31-V-1954, 20. Cfr. F. OCÁRIZ, Unitá e diversitá nella Comunione ecclesiale, en Congr. per la Dottrina della Fede, Communionis notio. Lettera e Commenti, Vaticano 1994, p. 73.
55. JUAN PABLO II, Const. Ap. Ut sit, Proemio.
56. Carta 9-I-1932, 82.
57. Cfr. A. DEL PORTILLO, Riflessioni conclusive, in Santità e mondo. Atti del Convegno teologico di studio sugli insegnamenti del beato Josemaría Escrivá, Vaticano 1994, especialmente pp. 221-223.
58. Meditación, 2-X-1964.
59. Cfr. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta Communionis notio, 9.
60. A. ARANDA, Sacerdote di Gesù Cristo. Sulla missione ecclesiale del Beato Josemaría Escrivá, "Romana" 17 (1993), p. 322.
61. Carta 17-VI-1973, 11.
62. Citado en J. ECHEVARRÍA, Memoria del Beato Josemaría, cit., p. 341.
63. Citado en A. DEL PORTILLO, Las raíces profundas de un mensaje, en el volumen Amar a la Iglesia, cit., p. 93.
64. Carta 31-V-1943, 1.
65. Ibidem, 53.
66. CONCILIO VATICANO I, Cost. Pastor aeternus, Prologo: DS 3051.
67. Carta 9-I-1932, 21.
68. Carta 9-I-1959, 14.
69. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta Communionis notio , 16. Es evidente que este texto se refiere a las Prelaturas personales y a los Ordinariatos militares, aunque no los mencione expresamente.
70. JUAN PABLO II, Discurso, 17-III-2001, "L'Osservatore Romano" 18-III-2001, p. 6.
71. Ibidem.
72. Cfr. ibidem. Sobre estos aspectos eclesiológicos y canónicos, son de particular interés los volúmenes de A. DE FUENMAYOR-V.GÓMEZ IGLESIAS-J.L.ILLANES, El itinerario jurídico del Opus Dei, Pamplona, 4ª ed. 1990; y de P.RODRÍGUEZ-F.OCÁRIZ-J.L.ILLANES, El Opus Dei en la Iglesia, Madrid, 5ª ed. 2001.
73. Es Cristo que pasa, 128.
74. Idem, 139.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |