La importancia que encierra en la Iglesia el ministerio de los sacerdotes y, por lo tanto, su formación, llevó al Concilio Vaticano II a aprobar los decretos ‘Presbyterorum ordinis’ y ‘Optatam totius’, dos documentos esenciales que resaltan la capitalidad de la misión sacerdotal
Desde el punto de vista eclesiológico —característico del Concilio Vaticano II—, el ministerio primordial es el de los obispos. Pero el Concilio no podía dejar de tratar de los presbíteros, de su vida y de su ministerio.
Ya en 1960 se constituyó la Comisión para la Disciplina del Clero y del Pueblo Cristiano, a la que se encargó preparar esquemas sobre cuestiones particulares como la distribución del clero, la santidad de los sacerdotes, las parroquias, los oficios y beneficios eclesiásticos y el vestido eclesiástico, entre otras. A partir de esos primeros textos quedaron fijados tres elementos que aparecerían en los textos sucesivos: la santidad de vida de los sacerdotes, los oficios y beneficios de los clérigos y la distribución del clero.
Una cuestión capital
Tras diferentes vicisitudes, en septiembre de 1964 la Comisión formuló doce proposiciones bajo el título De vita et ministerio sacerdotali, en las que se recogían varios aspectos relacionados con los sacerdotes. Estas proposiciones se discutieron en el Aula en octubre del mismo año, con el resultado de que los Padres pidieron un documento sustancial sobre el tema.
Ciertamente ya se había tratado de los sacerdotes desde el punto de vista doctrinal en Lumen Gentium (n. 28) y en sentido pastoral en Christus Dominus (n. 28 y ss.) Pero los Padres consideraron que una cuestión capital como la de la misión de los sacerdotes en el mundo actual no había recibido una respuesta adecuada. La Comisión preparó finalmente un texto De ministerio et vita Presbyterorum, que se distribuyó a los obispos antes de que salieran de Roma al terminar la tercera sesión, en 1964.
En la discusión del texto durante la cuarta sesión conciliar (año 1965) se puso de manifiesto una doble insistencia de los Padres sobre el ministerio y la vida de los sacerdotes: unos subrayaban más el carácter esencialmente misionero del ministerio presbiteral, que debía nutrir su vida espiritual; y otros pedían que se insistiera en el carácter sobre todo cultual del ministerio sacerdotal, que debía estar centrado en la Eucaristía en cuanto adoración al Padre. La Subcomisión encontró la síntesis entre ambas en la doctrina paulina sobre el ministerio, que articula correctamente la dimensión evangelizadora y cultual de la vida y de la acción apostólica. Tras diversas modificaciones menores, el decreto Presbyterorum ordinis (PO) fue aprobado el 7 de diciembre de 1965, por 2390 votos a favor y 4 en contra.
Consagración y misión
El primer capítulo de los tres que tiene PO fija la doctrina sobre el presbiterado.
Como ya había hecho Lumen Gentium (LG), presenta en primer lugar el sacerdocio real de los bautizados y a continuación el sacerdocio ministerial. Entre los bautizados, afirma, Cristo constituyó a algunos ministros “que, ostentando la potestad sagrada en la sociedad de los fieles, tuvieran el poder sagrado del Orden, para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados, y desempeñar públicamente, en nombre de Cristo, la función sacerdotal en favor de los hombres” (PO 2). La consagración y la misión de Cristo son participadas por los apóstoles y por sus sucesores, los obispos. La función ministerial de los obispos “fue confiada a los presbíteros, en grado subordinado, con el fin de que, constituidos en el Orden del presbiterado, fueran cooperadores del Orden episcopal, para el puntual cumplimiento de la misión apostólica que Cristo les confió” (PO 2).
El sacerdocio de los presbíteros se confiere por medio del sacramento del Orden, por el que “quedan marcados con un carácter especial que los configura con Cristo Sacerdote, de tal forma, que pueden obrar en nombre de Cristo Cabeza”. Esta identificación con Cristo tiene su máxima expresión en la Eucaristía, a la que tiene y en la que se consuma el ministerio de los presbíteros (PO 2 d).
Obispos, presbíteros
El amplio capítulo segundo trata del ministerio de los presbíteros, y en primer lugar de las funciones de los presbíteros, que traza sobre el esquema del triple munus: el ministerio de la palabra, el ministerio de los sacramentos y especialmente de la Eucaristía, y la función de regir al Pueblo de Dios. El siguiente aspecto que aquí se aborda es el de las relaciones de los presbíteros con los obispos (n. 7), cuestión de la que ya se había ocupado el Concilio en el decreto Christus Dominus. Más novedad ofrece el n. 8, sobre la unión y cooperación fraterna entre los presbíteros. El Concilio subraya la fraternidad sacerdotal: “Cada uno está unido con los demás miembros de este presbiterio por vínculos especiales de caridad apostólica, de ministerio y de fraternidad”. PO aconseja algún tipo de vida común entre los presbíteros y muestra su estima y estímulo por las asociaciones sacerdotales “que, con estatutos reconocidos por la competente autoridad eclesiástica, por una apta y convenientemente aprobada ordenación de la vida y por la ayuda fraterna, pretenden servir a todo el orden de los presbíteros” (PO 8). El tercer aspecto de este capítulo es el espinoso tema de la distribución del clero (PO 10) y de la atención a las vocaciones sacerdotales (PO 11).
Vida de los presbíteros
Después de exponer los trazos teológicos fundamentales del ejercicio del ministerio, el Concilio centra su mirada en la vida misma de los sacerdotes (capítulo III).
Al hacerlo, presenta en primer lugar la llamada de los presbíteros a la santidad. Como todos los bautizados, los sacerdotes están llamados a la perfección; pero en cuanto ministros de Cristo, consagrados por el Orden sagrado e instrumentos del sacerdote eterno, Jesucristo, están obligados especialmente a adquirir la perfección, y el Concilio “exhorta vehementemente a todos los sacerdotes a que, usando los medios oportunos recomendados por la Iglesia aspiren siempre hacia una santidad cada vez mayor” (PO 12). Esta santidad requiere y a la vez es favorecida por el ejercicio de la triple función sacerdotal. Además, teniendo en cuenta el ámbito de la vida y ministerio de los presbíteros con frecuencia tan complejo, recomienda especialmente la unidad de vida, cuya fuente es el mismo Cristo. “Por consiguiente, los presbíteros conseguirán la unidad de su vida uniéndose a Cristo en el conocimiento de la voluntad del Padre y en la entrega de sí mismos por el rebaño que se les ha confiado” (PO 14). A ello sigue un cierto desarrollo de la importancia de la humildad y de la obediencia, del sentido del celibato apostólico y del desprendimiento de los bienes terrenos.
Finalmente, los Padres conciliares enumeran algunos recursos fundamentales para fomentar la vida espiritual de los sacerdotes: la meditación de la palabra de Dios, la oración, la vida eucarística, el sacramento de la penitencia, la devoción a la Santísima Virgen, los retiros, la dirección espiritual, el estudio, el desarrollo cultural, etcétera. Termina el decreto afrontando la cuestión de la justa remuneración de los sacerdotes y la creación de fondos comunes de bienes para subvenir a los más necesitados.
La doctrina de PO sobre el sacerdocio tuvo un desarrollo notabilísimo en documentos de Pablo VI y Juan Pablo II. Del primero es la encíclica Sacerdotalis coelibatus (1967); del Papa Wojtyla, la exhortación apostólica Pastores dabo vobis (1992). Las Cartas a los sacerdotes en cada Jueves Santo. A su vez la Congregación para el Clero publicó el Directorio sobre el ministerio y vida de los sacerdotes (1994), así como diversas Instrucciones.
Decreto “Optatam totius”
La Comisión preparatoria para los estudios y los seminarios había preparado dos esquemas: uno sobre las vocaciones sacerdotales, y otro sobre la formación de los futuros sacerdotes. Este segundo tenía seis capítulos: los seminarios, la formación espiritual, la disciplina, los estudios, la formación pastoral y la formación después del seminario. En 1963, los dos documentos fueron reducidos a uno (De sacrorum alumnis formandis) y posteriormente a simples proposiciones. Las discusiones (noviembre de 1964) se centraron sobre todo en el papel y en la importancia de Santo Tomás en la enseñanza de la teología y de la filosofía (aparecería finalmente citado en Optatam totius OT 14) y en el centro de gravedad de la formación sacerdotal que, para unos debía estar en la vida interior, y para otros en la orientación pastoral y misionera. A partir de las discusiones y de los modi de los Padres, la Comisión redactó el texto de OT en 1965. A partir de octubre de 1965, el texto enmendado fue sometido a votación de los Padres, y finalmente en la votación solemne previa a su promulgación el 28 de octubre de 1965, el decreto recibió 2318 placet y solamente tres non placet.
Consciente de la enorme diversidad de circunstancias, OT comienza encargando a las conferencias episcopales la preparación de unas normas adecuadas para la formación sacerdotal en cada país, para que la formación sacerdotal responda siempre a las necesidades pastorales de las regiones en que ha de ejercitarse el ministerio. Se detiene a continuación en la necesidad de fomentar las vocaciones sacerdotales y la responsabilidad de las familias cristianas, de los pastores y de los educadores. Se refiere brevemente a los seminarios menores “erigidos para cultivar los gérmenes de la vocación” (n. 3).
Los seminarios mayores
¿Qué dice OT sobre los seminarios mayores? Resulta ilustrativo volver a leer el texto conciliar (OT 4-7) a distancia de cincuenta años, y tras las múltiples experiencias que en este tiempo se han llevado a cabo en la formación de los futuros sacerdotes.
La primera afirmación es que “los Seminarios Mayores son necesarios para la formación sacerdotal”. En ellos se han de formar “verdaderos pastores de almas a ejemplo de Nuestro Señor Jesucristo, Maestro, Sacerdote y Pastor”. La familiaridad y conocimiento de la Palabra de Dios, la vida sacramental y especialmente eucarística y el servicio al pueblo de Dios les preparan para ser también ellos maestros, sacerdotes y pastores. Alienta el Concilio a confiar la formación de los seminarios a sacerdotes verdaderamente escogidos, y seleccionar a los candidatos al sacerdocio teniendo en cuenta sus capacidades y su rectitud de intención. Y afirma con palabras que no han perdido ninguna actualidad: “En todo lo referente a la selección y prueba necesaria de los alumnos, procédase siempre con firmeza de ánimo, aunque haya que lamentarse de la escasez de sacerdotes, porque Dios no permitirá que su Iglesia carezca de ministros” (OT 6 b).
La formación
En cuanto a la formación en los seminarios, OT afirma la unidad que debe darse entre la formación espiritual –que detalla en sus principios y en sus elementos–, la doctrinal y la pastoral. Aunque no la pone junto a las anteriores, el Concilio dedica sugestivas indicaciones a la formación humana (“las virtudes que más se estiman entre los hombres”) y enumera la madurez humana, la estabilidad de ánimo, la facultad de tomar decisiones ponderadas, la capacidad de juzgar rectamente sobre los acontecimientos y los hombres, la reciedumbre, la sinceridad, la preocupación constante por la justicia, la fidelidad en las promesas, la urbanidad en el obrar, la modestia unida a la caridad en el hablar (OT 11).
En relación con la formación intelectual, el Concilio pide que se lleve a cabo una renovación de las diversas disciplinas a la luz de un principio fundamental: “un contacto más vivo con el misterio de Cristo y la historia de la salvación” (n. 16). Eso se concreta en principios destacados por el mismo Vaticano II: la unión entre las disciplinas filosóficas y teológicas; un conocimiento alimentado por la Sagrada Escritura —“que debe ser como el alma de toda la teología”—, de los Padres de la Iglesia, del Magisterio, de la historia de la teología, de la liturgia. Siguen indicaciones para la renovación de la teología dogmática; de la teología moral, y sobre la incorporación de otros aspectos más novedosos como el ecumenismo o las otras religiones.
La formación sacerdotal en sus diversas manifestaciones es quizás de los campos que han conocido mayores desarrollos después del Concilio. En el aspecto académico, aparecieron las Normae quaedam (1972) regulando algunos aspectos de los estudios. A su vez, los diversos dicasterios de la Santa Sede publicaron documentos de diversa índole dirigidos a la formación específica de los alumnos en los campos respectivos. En 1979 apareció la Constitución Apostólica Sapientia christiana, de Juan Pablo II.
César Izquierdo
Profesor Ordinario de Teología Fundamental
Universidad de Navarra
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