Las pinturas religiosas son como un puente entre el hombre y Dios, una invitación a la adoración y al amor
Incluimos el texto de la conferencia de D. Justo Luis R. Sánchez de Alva, el 27 de marzo ppdo., durante las jornadas Diálogos de Teología 2012, organizadas por la Biblioteca sacerdotal Almudí y la Facultad de Teología de Valencia.
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La Historia del Arte Occidental y gran parte del Oriental es una manifestación demasiado evidente del intercambio entre la Palabra de Dios y el arte de la pintura; arte al que me referiré exclusivamente en esta charla.
La pintura ha sido un vehículo extraordinario para dar a conocer el mensaje cristiano haciéndolo comprensible a personas de distinta cultura, incluso a quienes por no saber leer les estaba vedado, si no en su totalidad, sí en gran parte. Esas obras de arte han suplido esa carencia y debido al atractivo de las imágenes, con su colorido y sus distintas formas, han contribuido a elevar el espíritu, produciendo en quienes las contemplaban sentimientos y emociones que acercaban la mente y el corazón a Dios.
Si hoy se prescindiera de las pinturas, mosaicos, vidrieras ornamentos, etc., debidos al cristianismo, no habría mucho que ver en los museos. Y otro tanto ocurriría cuando se visitan ciudades y pueblos. Con frecuencia, las catedrales, monasterios, abadías iglesias, etc., son parte destacada del paisaje urbano y rural.
Las pinturas religiosas son como un puente entre el hombre y Dios, una invitación a la adoración y al amor. Cuando se contempla, por ejemplo, el Pantocrátor de S. Clemente de Tahull pintado como en una inmutable eternidad, uno queda fascinado por su majestuosidad y grandeza que ayuda a clavar la mirada en el misterio del Dios de inmensa majestad. La Transfiguración de Jesús de Rafael atrae por su belleza humana al tiempo que invita a quien la contempla a imaginar la gloria a la que está destinado todo hombre. La imagen pictórica es mensaje, es como una predicación cuyo medio no es la palabra sino las formas y los colores.
Esta intervención mía podría enfocarse desde distintos puntos de vista dada la riqueza de este tema. Pero como han sido y son tan numerosas las representaciones del arte cristiano, pienso que puede ser interesante preguntarse cuándo una de esas pinturas es una obra de buena factura y cuando no pasa de una representación bien intencionada.
Por ofrecer un ejemplo: se han pintado muchas imágenes de Cristo y de María, pero no todas han pasado a la Historia del Arte. No es lo que se pinta sino cómo está pintada esa imagen lo que marca la diferencia.
Naturaleza de la pintura
Cuando Maurice Denis dijo que «un cuadro, antes que una mujer desnuda o una anécdota cualquiera, es una superficie plana cubierta de colores dispuestos en un orden determinado», los pintores tomaron una conciencia más clara de lo que siempre fue el lenguaje artístico: un intento de expresar emociones, sentimientos, creencias, mediante líneas, colores..., formando una composición para ser contemplada, no explicada. Aquí vendría bien recordar aquella queja atribuida a Picasso: «Todo el mundo quiere comprender mi pintura; ¿por qué no quieren comprender el canto de los pájaros?».
Los pintores están obligando a que su público comprenda que el arte es para verlo por la perfección de su ejecución o las emociones que despierta, pero no para buscar su significado semántico. Ciertamente la pintura figurativa puede evocar en quien la contempla sentimientos de ternura, de horror, de inocencia, de alegría —pensemos en el gesto o la mirada de un rostro—, sentimientos que pueden estar vedados o conseguidos con menor expresividad a una obra no figurativa. Pero también una composición abstracta puede lograr efectos expresivos innegables. Hay pinturas que invitan al silencio contemplativo; pinturas que crean espacios luminosos que proporcionan paz y elevan el espíritu; pinturas que despiertan el interés por el color y las formas. Por no hablar de esas vidrieras resplandecientes de colorido y luminosidad que son un preludio de esa Luz que existe en lo Alto y a la que nos invitan con su esplendor. Y, sobre todo, pinturas que rinden un homenaje indiscutible a la libertad de expresión.
El cometido de la pintura, aunque emplee imágenes o ilustre sucesos, no consiste en decir sino en hacer; su lenguaje no es semántico sino fáctico. Ella crea cosas para el ejercicio contemplativo de ese hacer; contemplación provocada por la maestría con la que ha sido resuelta esa obra, tanto si la figura representada posee un indudable atractivo, como ocurriría cuando se ha pintado un bello rostro, como si el asunto son manchas de colores sin ninguna significación o parecido con las imágenes conocidas del mundo circundante. El encanto de ese rostro pintado, prestará un cierto valor añadido al cuadro, pero la categoría pictórica del mismo no reside esencialmente en ese rostro por hermoso que sea, y que una fotografía de calidad o la secuencia de esa imagen en un video, lo harían aún más atractivo. El motivo que despierta la admiración complacida de una buena pintura es el conjunto formado por líneas, colores, pinceladas realizadas con una limpieza magistral, la disposición y armonía de los colores y formas... En dos palabras, y una vez más: cómo está pintado ese cuadro.
Por lo que se refiere al color, es conocido lo que Gauguin le dijo en una ocasión a un colega: «¿Cómo ve usted ese árbol? ¿Verde? Hágalo, pues, verde, con el más hermoso de su paleta. ¿Y esa sombra? ¿Más bien azulada? Pues no tema pintarla todo lo azul que pueda».
En esta anécdota ¡tan expresiva! se aprecia el uso personal y bastante libre del color, aunque todavía con la referencia a una imagen de la naturaleza y buscando una armonía de tonos y colores y la correspondiente proporción compositiva. Pero ofrece la clave para entender y degustar el arte verdadero. Con todo, este consejo de Gauguin que imprime un novedoso giro al modo de pintar de su tiempo, tiene precedentes muy lejanos. Basta pensar en esos pintores medievales que, al no sentirse obligados a ajustarse a las imágenes de la naturaleza para lograr una pintura más espiritual, eligieron libremente cualquier color que les pareció adecuado para sus composiciones. El oro brillante de los fondos de sus tablas, los colores intensos y casi primarios de los códices miniados, el rojo encendido y los verdes y azules brillantes de las vidrieras de las catedrales responden a la misma concepción de la pintura. Figurativa o no, una pintura es buena en la medida en que prescinde o da prioridad a todos esos elementos que el pintor ha seleccionado para realizar su obra.
La pintura no es ni un lenguaje ni un medio de expresión semántico. El hacer propio de la pintura pertenece a un orden distinto del decir. La tarea propia del hacer de la pintura se parece a la del ruiseñor: cantar. Cuando el pintor se entrega a su tarea, penetra en un orden distinto al de aquel que intenta con sus palabras persuadir a otro; no es una intención didáctica la que le mueve, sino creadora de un orden que no puede ser expresado con palabras. Es un regalo para la vista educada y sensible, cuya finalidad es provocar un encantamiento contemplativo que turbe al alma.
Las imágenes figuran entre los productos más antiguos de la actividad del hombre. Ellas son inseparables de la vida y es natural que la mayor parte de los maestros de la pintura se hayan servido de la atracción de la belleza natural de las mismas para cantar momentos estelares de una nación, de una religión, retratando a personajes relevantes, o, sencillamente trasladando a un lienzo o una tabla un paisaje, unas flores, unas frutas, unos animales.
Con todo, no es el parecido casi fotográfico con la imagen elegida lo que da valor a esa pintura, sino el modo como ha sido realizada pictóricamente. Una novela, una película, una canción, nos dan un mensaje moral, religioso, etc. Pero ese mensaje se transmite con un lenguaje propio. El lenguaje artístico, aunque transmita un suceso de guerra, por ejemplo, es un modo de hacer que viste con un manto de esplendor lo pintado en el cuadro.
Antes se ha recodado que se han pintado muchas imágenes de Cristo y de María, pero no todas han pasado a la Historia del Arte, No es lo que se pinta sino cómo está pintada esa imagen lo que marca la diferencia.
En su Historia del Arte, E. H. Gombrich escribe: «Para producir un perla perfecta, la ostra necesita algún trozo de materia, un granito de arena o una pequeña esquirla en torno a la cual pueda formarse. Sin este núcleo sólido, puede convertirse en una masa informe. Si el sentir del artista respecto a las formas y colores ha de cristalizar en una obra perfecta, también necesita un núcleo sólido semejante, una empresa determinada en la que pueda desplegar sus dotes... Fue la comunidad la que suministraría a los artistas su tarea, ya para que hiciesen máscaras rituales o construyeran catedrales, pintaran retratos o ilustraran libros. Importa poco que simpaticemos con todas esas tareas o no... La perla cubre completamente al núcleo. El secreto del artista es que realice su obra tan magistralmente bien que todos nos olvidemos de preguntar qué significa, para admirar tan sólo su modo de realizarla». Carece de sentido, pues, apostar por el arte abstracto y denigrar el figurativo, o al revés, porque, en última instancia, ambas tendencias, cuando poseen calidad, son verdadero arte. La cuestión estriba en si la perla es verdadera.
La pintura religiosa
Como la mayor parte de las grandes obras de la pintura pertenecen al arte religioso, y éste se ha valido casi exclusivamente de las imágenes, dedicar la última parte de esta exposición a decir algo sobre él puede ayudar a completar todo lo expuesto hasta el momento.
El Cristianismo es la religión de la Encarnación del Hijo de Dios. Dios se ha presentado en esta tierra en forma humana, por ello la pintura religiosa no puede prescindir de la imagen humana o deformarla en tal grado, con el deseo de espiritualizarla o hacerla más expresiva, que no cumpla con el fin cultual, didáctico y contemplativo que debe tener.
El empeño de muchos pintores por huir de un naturalismo estereotipado o dulzón, ha desembocado, en ocasiones, en un lamentable encarnizamiento con la anatomía humana que no parece justificado tampoco por razones plásticas o expresivas. Aunque toda forma de expresión es válida, y la sensibilidad del pintor y del pueblo tiene aquí un lugar destacado, no todas cumplen la función de ayudar al decoro que exige el culto a Dios y el fomento de la fe y la piedad del pueblo. Una cosa es una pintura excesivamente edulcorada y relamida y otra un tremendismo sin freno.
Este equilibrio se aprecia en los diversos estilos en los que la pintura religiosa se ha expresado. El románico, el gótico, el renacentista. El barroco, el impresionista, el cubista, el expresionista, etc.
Maritain ya censuraba ciertas obras modernas, las más atormentadas y apasionadas, pretenden imponernos, telles qu’elles, à l’état sauvage, las emociones individuales de una persona, lo que constituye un obstáculo a la hora de rezar; «en lugar de contemplar apaciblemente la imagen de Cristo o de un santo, se recibe como un puñetazo, la sensibilidad religiosa de Fulanito de tal».
Todo radicalismo es pernicioso. Un realismo marcadamente naturalista no favorece ni al misterio cristiano por su ausencia de espiritualidad ni al arte mismo; de otra parte, la eliminación sistemática de toda imagen o figura, supondría la eliminación en nuestro tiempo de toda una tradición iconográfica llena de obras maestras y de una eficacia catequética y cultual indiscutible.
Un purismo iconoclasta (no a la imagen) de viejo recuerdo, llevó S. Juan Damasceno a escribir. «Tal vez tú eres elevado e inmaterial y, alzándote por encima del cuerpo y liberándote de la carne, desprecias todo lo que se ve. Pero yo soy hombre, hombre de carne y hueso; yo deseo, con mi cuerpo, contemplar las cosas santas. Tú que eres tan alto, ten en cuenta mi pequeñez y guarda para ti tu sublimidad».
La Iglesia ha vuelto a recomendar en el Concilio Vaticano II el uso de las imágenes sagradas, lo que no invalida la aportación de creaciones abstractas. Ambas tendencias se complementan y se han utilizado desde los orígenes del cristianismo. Así como la música y la arquitectura carecen de imágenes tomadas de la naturaleza —una casa, un templo, no tienen un referente en la naturaleza, a no ser que se piense que una oquedad del terreno ha servido al arquitecto de pauta—, de igual modo no existe inconveniente que el tratamiento más abstracto de una pintura contribuya a crear una atmósfera de intimidad y misterio tan adecuado a la función de un templo.
Combinando adecuadamente los recursos no figurativos, la aportación de la música, el empleo de la imagen, los signos y símbolos, el arte religioso alcanza su finalidad. Lo que puede desconcertar al pueblo fiel es el tío-vivo actual de la pintura donde tantas y tan contradictorias tendencias conviven. La incomunicabilidad que se le reprocha a la pintura actual en sus expresiones más vanguardistas, proviene de la gran cantidad de estilos y del lenguaje tan personal, y a veces críptico, de los pintores. Conjugar la técnica de la pintura con la imagen, los signos, los símbolos cristianos, y armonizar todo ello en un conjunto en que tanto el arte como el misterio religioso brillen adecuadamente debe ser el cometido del arte religioso.
La Iglesia Católica no ha pretendido nunca legislar en materia de artes plásticas y tampoco se ha inclinado por un estilo concreto, y no está probado que para realizar una buena pintura religiosa el artista haya de ser creyente, pero es indudable que debe existir una íntima relación entre el testimonio espiritual y el valor artístico de la obra de arte religiosa, pues lo bello, lo perfecto, es el resplandor de la Verdad. La personalidad del pintor no debe afirmarse en detrimento de la verdad religiosa. Y una pintura que no alcanzara cierta perfección en su propio orden, tampoco sería apta como obra de arte religioso, cualquiera que sea la intención religiosa que la mueve. La buena intención ha de caminar de la mano de la buena ejecución.
¿Cómo discernir cuándo estamos ante una pintura religiosa realmente buena? La historia del arte religioso abunda en ejemplos de obras de una calidad indiscutible también en nuestros días, aunque, al final, son los artistas, el pueblo y el tiempo, los que tienen la última palabra. Pinturas que se consideraron impropias para el culto divino y no aptas para la catequesis y la piedad, han sido más tarde apreciadas. Conviene, pues, dar un margen de confianza a los pintores y contar con el tiempo.
Justo Luis R. Sánchez de Alva
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