‘Madre’, ‘mujer’, ‘hora’, ‘discípulo’ son términos que dan al cuarto evangelio una especie de marco femenino y materno; en definitiva, mariano
Solo el cuarto evangelio nos presenta a la madre de Jesús en el relato de la pasión. En el Gólgota, “junto a la cruz de Jesús” estaba también “su madre” (Jn 19, 25). “Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: ‘Mujer, ahí tienes a tu hijo’. Luego dijo al discípulo: ‘Ahí tienes a tu madre’. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo suyo” (Jn 19, 26). Por varias asociaciones de términos usados en la narración, la escena nos lleva del Gólgota a Caná de Galilea: allí había una boda, “y la madre de Jesús estaba allí” (Jn 2, 1). Ella comunica a Jesús que “no tienen vino” y el hijo le dice: “Mujer, ¿qué tengo yo que ver contigo. Todavía no ha llegado mi hora”. Pero la madre, con la invitación a los sirvientes de hacer lo que él les diga, anticipa de algún modo la hora de Jesús que realiza el milagro de convertir la abundante agua de las tinajas en “vino bueno”. Fue el primero de los signos con el que Jesús manifestó su gloria, y “sus discípulos creyeron en él” (Jn 2, 11). “Madre”, “mujer”, “hora”, “discípulo” son términos que unen estos dos episodios y dan al cuarto evangelio una especie de marco femenino y materno; en definitiva, mariano.
Presentación de la escena
No parece casual el modo de presentar a los personajes. Primero el evangelista nos presenta a las mujeres: “Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena” (Jn 19, 25). En un segundo momento, aparece la figura del discípulo, pero desde la perspectiva de la mirada de Jesús: “Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba...” (19, 26). Ya antes de hablar la mirada de Jesús ha asociado a la madre y al discípulo. Y este, más que junto a la cruz, está junto a la madre, dicho más literalmente (según el participio griego παρεστῶτα), “puesto al lado” de ella. También el verbo tiene un significado de “estar al lado para asistir, para ayudar”, pues Jesús no quiere que su madre, viuda y sin el hijo, se quede desamparada. El discípulo cuidará de ella. De ahí pudo surgir la tradición según la cual María vivió en casa de Juan y que le acompañó cuando este se trasladó a Éfeso.
Ahondando algo más en el texto y en su contexto, descubrimos importantes revelaciones. Jesús está cumpliendo la redención, con su inminente muerte en la cruz. “Después de esto” −es decir, una vez dichas las palabras a la madre y al discípulo− “sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido...” (19, 28). Más allá de la preocupación de Jesús por asegurar el porvenir de su madre, quizá podemos descubrir algo más en estos dos personajes, la mujer y el discípulo, a quienes el evangelista les priva de su nombre concreto, para referirse a ellos de un modo aparentemente genérico, pero que invita a preguntarse: ¿a quiénes representan?
María, llamada “mujer” en los dos episodios (Caná y Gólgota), es la Nueva Eva. La primea Eva, salida del hombre, tenía por nombre “mujer” (Gn 2, 23). Engañada por la serpiente, desobedeció al mandato divino, y Dios prometió que la mujer se opondría a la serpiente, pues un descendiente de ella le aplastaría la cabeza (cfr. Gn 3, 15). En la visión del Apocalipsis, vemos de nuevo al dragón que persigue a la “mujer”. Ella ha dado a luz a un hijo varón y ha sido puesta a salvo. “Y se llenó de ira el dragón contra la mujer, y se fue a hacer la guerra al resto de su descendencia, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús” (Ap 12, 17), en definitiva, a los discípulos. En esa mujer, que dio a luz al varón, al Hijo de Dios, se cumple también la Escritura que dice, en boca de la primera Eva: “He adquirido un hombre con la ayuda del Señor” (Gn 4, 1).
María, salvo en los dos momentos aludidos, está ausente en el cuarto evangelio. Una ausencia muy elocuente, pues al contemplarla que “está de pie” junto a la cruz de Jesús, la redescubrimos como la mujer fiel que ha peregrinado silenciosamente en la fe (cfr. Lumen Gentium, n. 58) hasta la “noche de la fe” (san Juan Pablo II, Redemptoris Mater, n. 17), hasta la cruz. En ese momento se cumplió la profecía del anciano Simeón: “Y a ti misma una espada te traspasará el alma” (Lc 2, 35).
Con una mirada retrospectiva hacia la historia del pueblo de Israel, María representa así la esperanza de ese pueblo. Es el prototipo de aquel “resto” en el que esperaba el piadoso rey Ezequías: “Porque ha de brotar de Jerusalén un resto, y supervivientes del monte Sión. El celo del Señor del universo lo realizará” (2R 19, 31). En María, fiel a la Alianza, se cumple la promesa del profeta que presenta a Sión privada de sus hijos, y, por eso, sorprendida ante unos hijos nuevos. “Entonces dirás en tu corazón: ‘¿Quién me ha parido a éstos?, pues yo estaba privada de hijos y sin familia, exiliada y abandonada; a éstos, ¿quién los ha criado?, mira, me había quedado sola; éstos, ¿dónde estaban?” (Is 49, 21). La liturgia cristiana retoma las palabras que exaltan a la heroína Judit que salvó al pueblo de Israel del poder del enemigo babilónico, y las aplica a María: “Tú eres la gloria de Jerusalén; tú, la alegría de Israel; tú, el orgullo de nuestra raza” (Jdt 15, 9; cf. Liturgia de las Horas, ad Laudes, ant. 2).
Las horas
La infidelidad de aquellos hijos la ha cargado Jesús, cuando ha llegado su hora en la cruz, ante la cual está la madre del crucificado, mater dolorosa, a punto de dar a luz a un nuevo hijo, el cristiano, fruto del sacrificio del Hijo. Así vuelve a aparecer la mujer del Apocalipsis que “está encinta, y grita con dolores de parto y con el tormento de dar a luz” (Ap 12, 2); de ella también habló el profeta Isaías: “Como la mujer encinta próxima al parto se retuerce y grita por sus dolores, así estuvimos delante de Ti, Señor” (Is 26, 17).
Aquella hora de Jesús, que en Caná todavía no había llegado, pero que la madre logró hacerla incoar, ha llegado definitivamente. Y es también la hora de la madre, pues ya dijo Jesús: “la mujer, cuando va a dar a luz, siente tristeza, porque ha llegado su hora; pero, en cuanto da a luz al niño, ni se acuerda del apuro, por la alegría de que al mundo le ha nacido un hombre” (Jn 16, 21). María, después de experimentar el dolor por la muerte de su hijo, da a luz al discípulo, a todo cristiano, por lo que también ella es Madre de la Iglesia.
Las dos horas, la del Hijo y la de la Madre, convergen en el Gólgota. El lector del cuarto evangelio ha podido ver cómo, a medida que avanzaban los acontecimientos, se acercaba la hora de Jesús (Jn 2, 4; 4, 22.23; 5, 25.28; 7, 30; 8, 20; 12, 23.27; 13, 1; 16, 25.32; 17, 1). El evangelista, no sin intención, ha silenciado a la madre, para hacerla reaparecer en el momento final, de modo que la hora del hijo y la de la madre se funden en el mismo momento, una hora fecunda que da vida a la humanidad redimida.
La Madre de Jesús, María, Mujer que incoó la hora de Jesús en Caná, permaneció fiel en la obediencia de la fe hasta estar al pie de la cruz de su Hijo. Fue la mater dolorosa, pues en el Gólgota una espada le traspasó su alma, y así le llegó también su hora, la de dar a luz al discípulo que estaba junto a ella, convirtiéndose así en madre de todos los discípulos de Jesús, Madre de la Iglesia.