El cristiano que permanece con fidelidad en la palabra de Jesús, llega a conocer la verdad y a ser liberado internamente del pecado mediante la verdad: “Si os mantenéis fieles a mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8,31-32). Por el contrario, “todo el que comete pecado, esclavo es del pecado” (Jn 8, 34)
Índice
1. La crisis de la verdad en el pensamiento moderno
1.1. El nominalismo
1.2. La razón al servicio de la ciencia y la técnica
1.3. La autonomía moral
1.4. El relativismo
1.5. El nihilismo
2. Verdad y libertad en la Revelación
2.1. Dios creador: Sabiduría y Amor; Inteligencia y Voluntad
2.2. La armonía original de verdad y libertad
2.3. La ruptura de la armonía original
2.4. La reconstrucción de la armonía de verdad y libertad en Cristo
a) Cristo, la Verdad que hace libres
b) El Espíritu Santo, Espíritu de la verdad
c) Ley de Cristo, Ley del Espíritu, Ley de Libertad
La persona humana es moralmente buena y camina hacia su perfección y salvación cuando quiere el verdadero bien y trata de realizarlo en cada una de sus acciones. Puede conocer la verdad sobre su destino y sobre el bien moral y, una vez conocida, debe vivirla libremente y con corazón agradecido, pues se trata del camino que le conduce a su perfección y a la felicidad eterna.
Pero esa verdad no es creada por la libertad del hombre, no depende de su voluntad ni de su capricho: es anterior a él. «Según la fe cristiana y la doctrina de la Iglesia, “solamente la libertad que se somete a la Verdad conduce a la persona humana a su verdadero bien. El bien de la persona consiste en estar en la Verdad y en realizar la Verdad”»[1].
Existe un vínculo esencial entre verdad y libertad: «o bien van juntas o juntas perecen miserablemente»[2].
a) Sin libertad difícilmente se puede conocer la verdad[3]. La persona que no quiere dominar sus pasiones se convierte en esclava del pecado y se vuelve ciega para «reconocer» la verdad moral y religiosa.
b) Sin verdad no hay libertad, pues ésta consiste esencialmente en el poder del hombre de realizar el bien; no cualquier bien, sino el que de verdad lo perfecciona como persona y como hijo de Dios. Por eso, si se niega la verdad, «la libertad pierde su consistencia y el hombre queda expuesto a la violencia de sus pasiones y a condicionamientos patentes o encubiertos»[4].
La cultura contemporánea ha perdido en gran parte el vínculo esencial entre verdad, bien y libertad, y, en consecuencia, «el hombre ya no está convencido de que sólo en la verdad puede encontrar la salvación»[5].
La oposición entre verdad y libertad en el ambiente intelectual de nuestra época, constituye uno de los obstáculos más graves con los que se encuentra el hombre actual para encontrar la verdad: no se busca algo que se considera un límite a la propia libertad.
En el Apartado 1, veremos brevemente cómo se ha llegado a esa oposición, señalando algunos de los hitos más elocuentes de la crisis de la verdad en el pensamiento moderno.
Volver a conducir al hombre a redescubrir el vínculo entre verdad y libertad, «es hoy una de las exigencias propias de la misión de la Iglesia, por la salvación del mundo»[6]. Para ello, acudiremos a la Revelación (Apartado 2), que nos enseña: el fundamento teológico de la unión verdad-libertad; la razón última de que la verdad se le presente al hombre como algo opuesto a su libertad; y la restauración de la armonía original de verdad y libertad en Cristo, que no sólo da a conocer la Verdad al hombre, sino que conquista para él «la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Rm 8,21).
1. La crisis de la verdad en el pensamiento moderno
Como es lógico, no se trata aquí de abarcar la larga evolución del pensamiento moderno. Bastará con que señalar algunos momentos significativos de la crisis de la verdad y de la elevación de la libertad humana a valor supremo.
1.1. El nominalismo
a) Dios como voluntad omnipotente. En la raíz de la crisis moderna de la verdad se encuentra la introducción en el pensamiento filosófico y teológico de un concepto erróneo de libertad —que aparece claramente elaborado en Guillermo de Ockham—, según el cual ésta no consiste esencialmente en el poder de obrar con perfección, es decir, de acuerdo con la recta razón, cuando se quiere; sino en el poder de elegir entre cosas contrarias, independientemente de toda otra causa distinta a la propia voluntad (libertad de indiferencia)[7].
Al aplicar a Dios este concepto de libertad, se llega a afirmar que, como Dios es infinitamente libre y su libertad no puede estar sometida a nada, la realidad es como es porque Dios así lo quiere, sin ninguna «razón» que lo justifique, y sus leyes son completamente contingentes, de modo que podría cambiarlas en cualquier momento. Un falso concepto de libertad divina conduce así a concebir el mundo sin verdadera consistencia, sin verdad ontológica.
b) Un mundo sin verdad. En consecuencia, es preciso afirmar que la realidad carece de logos, de verdad. ¿Qué valor tiene entonces el conocimiento humano? Ockham sostiene sobre este tema una teoría bastante coherente con su planteamiento: no existe una verdad sobre el ser que pueda ser conocida por el hombre; lo que el hombre conoce es únicamente lo que sus sentidos le muestran. A partir de ahí, todo lo que puede hacer con su razón es elaborar una explicación, pero carente de valor, mera conjetura, a no ser que sea confirmada por la experiencia.
Realidad y pensamiento se separan. La primera se reduce cada vez más a «realidad sensible» que no «dice» nada. El pensamiento se considera una actividad del sujeto y para el sujeto, que puede ser útil, aunque no se pueda saber si corresponde a la realidad, es decir, si es verdadero.
c) Moral voluntarista. Estos planteamientos metafísicos y epistemológicos tienen serias consecuencias para la moral. La más importante es la negación de la existencia de la verdad sobre el bien, objetiva y válida para todos los hombres. Las acciones son buenas o malas porque Dios así lo ha decidido con su libertad omnipotente, pero podría haber decidido lo contrario. En consecuencia, lo bueno no es bueno en sí, sino que es bueno porque Dios lo ha mandado; lo malo es malo porque Dios lo ha prohibido. La razón no tiene nada que decir acerca de lo que se debe hacer o evitar. De este modo, se da el primer paso de un itinerario que llevará a la negación de la verdad sobre el sentido de la vida.
d) La libertad como creadora de la verdad. La verdad desaparece prácticamente del ámbito de la realidad, pues es incompatible con la libertad divina; el bien no guarda relación con la verdad, sino que se constituye como tal por el querer de la voluntad de Dios, manifestado en la ley. Pero como la libertad del hombre es copia de la de Dios, la ley aparece como una limitación de la libertad humana, de modo que toda disminución del poder de la ley será considerada una ganancia en libertad. Según esta lógica, para que la libertad del hombre llegue a su plenitud, se requiere que, en lugar de subordinarse a la ley divina, sea ella misma la creadora de la ley, es decir, de la verdad sobre el bien[8].
1.2. La razón al servicio de la ciencia y la técnica
Si la realidad carece de logos, no tiene sentido buscar la verdad objetiva sobre el sentido último del mundo y del hombre. El conocimiento se orienta entonces hacia el dominio de la naturaleza, para ponerla al servicio de la voluntad. La razón, a la que se le niega cada vez más firmemente la capacidad de trascender al sujeto, será empleada como instrumento para el desarrollo de las ciencias matemáticas y experimentales, que, a través de la técnica, permiten al hombre dominar y disfrutar del mundo.
Especialmente a partir de Descartes, se considera que la finalidad del saber es el destino intramundano del hombre: resolver el problema de la vida, hacer que el hombre se convierta en dueño y poseedor de la naturaleza. Con gran optimismo, el racionalismo confía plenamente en la razón para conseguir un futuro lleno de libertad y felicidad.
Después de Kant, muchos dan por sentado definitivamente que la razón sólo puede obtener conocimientos científicos en el ámbito de las matemáticas y la física; no en el de la metafísica. Si Dios existe y si la vida tiene un sentido trascendente son cuestiones que el hombre no puede saber. Aunque el agnosticismo kantiano es teórico, pues afirma que en la práctica hay que vivir como si Dios existiera, la necesidad de coherencia entre pensamiento y vida llevó a negar en la práctica la existencia de Dios.
El pensamiento kantiano es decisivo para el desarrollo del positivismo, que sostiene que la única realidad es la sensible. A ella debe dirigirse la razón para conocer sus leyes, prever los acontecimientos y así proveer a los hombres de todo lo que necesiten para la vida. Si no existe la realidad metafísica, no tiene sentido buscar la verdad en ese terreno ni, por tanto, en los ámbitos de la moral y la fe, en los que el hombre sólo puede hacer conjeturas carentes de valor. Los conceptos de verdad y bondad pierden su sentido y son sustituidos por el de utilidad.
1.3. La autonomía moral
La asunción de un concepto erróneo de libertad divina hizo desaparecer la verdad del mundo y, al mismo tiempo, llevó a concebir a Dios como antagonista de la libertad del hombre. De ahí que, poco a poco, a medida que se va afirmando, la libertad humana tiende a ocupar el lugar de Dios. Esta libertad es ahora la que, ante una realidad sin logos, se convierte en creadora de la verdad moral. Dios no es legislador; es el hombre quien se da a sí mismo la ley. La conciencia no es trasmisora de la ley divina, sino instancia suprema e infalible del juicio moral.
La encíclica Veritatis splendor pone de relieve la influencia del principio moderno de autonomía en algunas tendencias de la teología moral actual, que, bajo el influjo de las corrientes subjetivistas e individualistas, «interpretan de manera nueva la relación de la libertad con la ley moral, con la naturaleza humana y con la conciencia, y proponen criterios innovadores de valoración moral de los actos. Se trata de tendencias que, aun en su diversidad, coinciden en el hecho de debilitar o incluso negar la dependencia de la libertad con respecto a la verdad»[9].
El requerimiento de autonomía ha llevado a la teología moral —sigue diciendo la Encíclica— «a un profundo replanteamiento del papel de la razón y de la fe en la fijación de las normas morales que se refieren a específicos comportamientos “intramundanos”». En efecto, algunos teólogos olvidando que la razón humana depende de la Sabiduría divina, y negando el valor de las normas morales concretas enseñadas por la Revelación, han llegado a afirmar una completa autonomía de la razón en el ámbito de las normas morales intramundanas. Sería el ámbito de una moral solamente humana, es decir, expresión de una ley que el hombre se da autónomamente a sí mismo y que tiene su origen exclusivamente en su razón. Dios no sería autor de esa ley. De este modo, se llega a negar, contra la Sagrada Escritura (cfr. Mt 15,3–5) y la doctrina perenne de la Iglesia, que la ley moral natural tenga a Dios como autor y que el hombre, mediante su razón, participe de la ley eterna, que no ha sido establecida por él[10].
En coherencia con lo anterior, se niega la existencia, en la Revelación, de un contenido moral específico y determinado, universalmente válido y permanente; se impugna la competencia doctrinal del Magisterio en el ámbito de las normas morales relativas al llamado «bien humano»[11]; y se afirma que el disenso respecto a las enseñanzas de la Iglesia en ese ámbito podría estar plenamente justificado.
1.4. El relativismo
Con la negación de la verdad o, al menos, de la capacidad del hombre para conocerla, va tomando cuerpo paulatinamente la convicción de que cada sujeto, cada cultura, cada período histórico o comunidad política, tienen su propia verdad, y ninguna de ellas tiene derecho a considerarse más «verdadera» que las demás.
Ahora bien, si todas las posiciones son igualmente verdaderas, todas son igualmente falsas. Por tanto, la actitud más lógica ante la verdad parece ser la indiferencia. «La legítima pluralidad de posiciones —afirma Juan Pablo II— ha dado paso a un pluralismo indiferenciado, basado en el convencimiento de que todas las posiciones son igualmente válidas. Este es uno de los síntomas más difundidos de la desconfianza en la verdad que es posible encontrar en el contexto actual»[12].
a) Relativismo religioso. La mentalidad indiferentista conduce al relativismo religioso, según el cual una religión es tan buena o verdadera como la otra. En efecto, diversas teorías relativistas ponen actualmente en peligro el anuncio de la verdad salvadora de la Iglesia, al tratar de justificar el pluralismo religioso, no sólo de facto sino también de iure (o de principio).
«En consecuencia, se retienen superadas, por ejemplo, verdades tales como el carácter definitivo y completo de la revelación de Jesucristo, la naturaleza de la fe cristiana con respecto a la creencia en las otra religiones, el carácter inspirado de los libros de la Sagrada Escritura, la unidad personal entre el Verbo eterno y Jesús de Nazaret, la unidad entre la economía del Verbo encarnado y del Espíritu Santo, la unicidad y la universalidad salvífica del misterio de Jesucristo, la mediación salvífica universal de la Iglesia, la inseparabilidad —aun en la distinción— entre el Reino de Dios, el Reino de Cristo y la Iglesia, la subsistencia en la Iglesia católica de la única Iglesia de Cristo»[13].
b) Relativismo y democracia. El relativismo es una teoría sobre la verdad, que, como teoría, no resiste la crítica, porque se contradice a sí misma. Sin embargo, en la práctica ha llegado a ser considerado como el único modo legítimo de ver las cosas para que la sociedad sea libre y democrática.
En efecto, para muchas personas, el relativismo, más que una opción intelectual conscientemente elegida, es una mentalidad que se le ha ido imponiendo en gran parte a través de los medios de comunicación y de la enseñanza, y que configura el modo de pensar, sin advertir su radical contradicción.
Sin embargo, al negar la verdad objetiva sobre el bien, la vida moral queda sin fundamento; y, en consecuencia, los derechos y deberes del hombre son sólo aquellos que determine el Estado (positivismo jurídico), de modo que, en último término, podrían ser anulados. El relativismo de la verdad conduce así, no a la democracia, sino al totalitarismo (encarnado en un mayor o menor número de personas)[14].
c) Relativismo y dictadura de la opinión. El relativismo y la negación de la verdad objetiva, que se presentan como condición imprescindible del respeto a la libertad, no impiden sino que, más bien, favorecen la existencia de determinadas opiniones —difundidas por los grupos de poder— que se consideran como las únicas aceptables. Tales opiniones no se sustentan en la fuerza de la verdad, sino en la tiranía de la moda, que ejerce una férrea censura sobre las ideas contrarias. Nadie que quiera ser considerado progresista y democrático, digno ciudadano de la sociedad actual, puede cuestionar la moda intelectual impuesta.
1.5. El nihilismo
Como consecuencia de la crisis de la verdad, y del fracaso del optimismo racionalista ante la experiencia dramática del mal en el mundo contemporáneo, se abre paso el nihilismo, una concepción general que actualmente «parece constituir el horizonte común para muchas filosofías que se han alejado del sentido del ser»[15].
Si no existe la verdad sobre la vida y el destino de la persona, tampoco existe esperanza; ni motivos para ejercer la libertad, ni metas hacia donde dirigirla. El hombre debe tomar alguna dirección en su vida, pero para llegar a ningún sitio, pues Dios no existe. La libertad queda sin sentido, la existencia se convierte en absurda y, en el mejor de los casos, se reduce a «una oportunidad para sensaciones y experiencias en las que tiene la primacía lo efímero»[16], y en la que, por tanto, no tiene ningún sentido asumir compromisos definitivos.
El nihilismo, aun antes de estar en contraste con las exigencias y los contenidos de la palabra de Dios, niega la humanidad del hombre y su misma identidad, porque la negación del ser y de la verdad objetiva, comporta la pérdida del fundamento de la dignidad humana. «De este modo se hace posible borrar del rostro del hombre los rasgos que manifiestan su semejanza con Dios, para llevarlo progresivamente o a una destructiva voluntad de poder o a la desesperación de la soledad. Una vez que se ha quitado la verdad al hombre, es pura ilusión pretender hacerlo libre. En efecto, verdad y libertad, o bien van juntas o juntas perecen miserablemente»[17].
El convencimiento de que la existencia no tiene sentido lleva a la desesperación. El hombre intenta ahogar entonces su deseo íntimo de verdad en los diversos modos de alienación que el mundo ofrece, abandonando en ellos su conciencia y su libertad. Y no raras veces busca también como salida del absurdo la violencia y la destrucción.
2. Verdad y libertad en la Revelación
2.1. Dios creador: Sabiduría y Amor; Inteligencia y Voluntad
La unión de verdad y libertad (que afecta especialmente al plano ético), descansa sobre la unión de ser, verdad y bien (que afecta a un plano más fundamental, el metafísico), que nos remite, en último término, a Dios, en quien hay perfecta identidad entre Ser, Conocer y Querer[18].
En la Sagrada Escritura, Dios se nos revela como el que Es, la Verdad y el Bien supremo, de modo inseparable y simple. Y Dios crea libremente conforme es: Ser, Verdad, Bondad. Por tanto, la libertad de Dios respecto al mundo creado por Él, no debe concebirse como una caprichosa libertad de indiferencia[19]. El mundo y el hombre no derivan de un acto de mero poder, sino de una palabra que es amor, verdad y sentido[20].
La Revelación nos da a conocer que todo lo creado se hizo por la fuerza de la Palabra (cfr. Jn 1,1-13), que es Logos. «En el prólogo del Evangelio de San Juan se dice: «En el principio estaba la Palabra». No la «acción», no el poder, sino la verdad, que se abre en la palabra. Pero «Palabra», «Verbum», «Logos», no es más que otro nombre para el eterno Hijo de Dios»[21].
El origen divino del mundo comunica a las cosas sus características más esenciales: llevan grabado internamente un sello divino. El mundo, por tanto, no es apariencia, existencia hueca, porque es participación del ser de Dios. Por eso, en las criaturas resplandecen de algún modo la verdad, la bondad y la belleza de Dios, que el hombre puede conocer, amar y apreciar.
Dios crea el mundo en conformidad con un plan eterno, que es la propia esencia de Dios. La esencia divina es el arquetipo y la norma originaria de toda criatura. Pues bien, el hecho de que el Universo entero sea realización del plan divino implica, fundamenta y garantiza que el Universo y cada una de sus partes es cognoscible y tiene sentido. En consecuencia, no son absurdos los esfuerzos del hombre para conocer, comprender y dominar espiritualmente el mundo en que vive[22]. El hombre y el universo tienen sentido, poseen un logos. Decir que Dios es la Verdad implica que todo lo creado es íntimamente verdadero.
2.2. La armonía original de verdad y libertad
«Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creo, hombre y mujer los creó» (Gn 1,27). En estas y otras palabras de los primeros capítulos del Génesis, se nos revela la «verdad» sobre el hombre, su identidad: es un ser creado por Dios a su imagen, y puede mantener con Él una relación de amistad.
El hombre aparece en la Sagrada Escritura, desde el punto de vista ontológico, como imagen de la Imagen de Dios, es decir, como imagen de Cristo, que es el Logos, el Verbo de Dios, la Palabra verdadera de Dios y la Verdad misma. Su naturaleza, por tanto, no es, por decirlo así, algo «neutro» desde el punto de vista moral, sino que encierra una verdad sobre el bien que la razón humana puede conocer, pues participa de la sabiduría divina.
«Dios impuso al hombre este mandamiento: “De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio”» (Gn 2,16-17). Dios capacita al hombre para conocer la verdad sobre el bien y el mal, pero, al mismo tiempo, le advierte que «el poder de decidir sobre el bien y el mal no pertenece al hombre, sino sólo a Dios»[23].
El hombre sabe, por tanto, que tiene la tarea de mantener la libertad unida y subordinada a la verdad. «Dios creó al hombre a su imagen y lo estableció en su amistad. Criatura espiritual, el hombre no puede vivir esta amistad más que en la forma de libre sumisión a Dios. Esto es lo que expresa la prohibición hecha al hombre de comer del árbol del conocimiento del bien y del mal, «porque el día que comieres de él, morirás sin remedio» (Gn 2,17). «El árbol del conocimiento del bien y del mal» (Gn 2,17) evoca simbólicamente el límite infranqueable que el hombre en cuanto criatura debe reconocer libremente y respetar con confianza. El hombre depende del Creador, está sometido a las leyes de la Creación y a las normas morales que regulan el uso de la libertad»[24].
El autor de la verdad sobre el bien (ley eterna) es Dios, no el hombre. Pero el hombre participa de esa verdad. «La razón encuentra su verdad y su autoridad en la ley eterna, que no es otra cosa que la misma sabiduría divina»[25]. La participación en la sabiduría de Dios es la ley moral.
La ley moral no es extrínseca al hombre, es decir, una ley que Dios ha decidido libre pero arbitrariamente; una ley que el Creador impone al hombre para que la cumpla, pero que no guarda ninguna relación con su naturaleza; una ley que, por ser fruto de la Voluntad y no de la Verdad, Dios podría sustituir por otra totalmente opuesta.
La ley moral, por el contrario, está fundada en la verdad sobre el bien propio de la persona, y, por tanto, cuando la persona la cumple está cumpliendo precisamente lo que su naturaleza le reclama, y, en consecuencia, se perfecciona como persona. Por eso, cumplir la ley moral no es heteronomía: al mismo tiempo que es ley de Dios, el hombre la posee en sí mismo. De ahí que se pueda hablar de autonomía en el cumplimiento de la ley moral. «La justa autonomía de la razón práctica significa que el hombre posee en sí mismo la propia ley, recibida del Creador»[26].
Sometiéndose libremente a la verdad de Dios sobre sí mismo y sobre el bien, el hombre vive en comunión con su Creador y es verdaderamente libre. En el estado de «justicia original» se da una plena armonía entre verdad y libertad: la libertad está subordinada a la verdad y, precisamente por eso, es una libertad que quiere el verdadero bien del hombre[27]. Así, en la aceptación de la verdad, la libertad encuentra su plena realización.
La armonía entre verdad y libertad se asienta sobre la base de la humildad, que consiste precisamente en reconocer y aceptar con agradecimiento la verdad sobre uno mismo, y vivir de acuerdo con ella. Mientras el hombre es humilde, su libertad no entra en conflicto con la verdad, sino que la realiza libremente. La ruptura entre ambas sólo podía producirse por un pecado de soberbia.
2.3. La ruptura de la armonía original
«De ninguna manera moriréis. Es que Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal» (Gn 3,4–5). El Tentador incita al hombre a desconfiar de Dios; le asegura que le ha mentido: no es verdad que vaya a morir, lo ha engañado porque no quiere que sea como Él. El hombre consiente en desconfiar de Dios y decide seguir el consejo del Tentador para llegar a ser él mismo quien decida con absoluta autonomía lo que está bien y lo que está mal; de este modo, afirma su libertad contra la verdad de Dios.
El hombre no admite subordinarse a la verdad sobre el bien, a la ley moral, que le indica el verdadero camino para su propia realización y felicidad; rechaza la verdad de Dios como criterio y medida de su existencia; quiere ser él mismo su propio criterio y medida, el juez del bien y del mal. Al mismo tiempo, rechaza la verdad sobre sí mismo: no se acepta como don amoroso de Dios, no acepta ser quien es (criatura) y decide ser dios, pero sin Dios.
Consecuencia de esta rebelión contra el Creador es la ruptura, en el corazón de la persona humana, del vínculo entre la libertad y la verdad. Tal ruptura hace que la ley de Dios se sienta, ya no como una ayuda, sino como una coacción de la propia libertad[28]. El hombre experimenta en su interior la tensión entre verdad y libertad, ya que permanecen en él las heridas del pecado original, que pueden agravarse por los pecados personales. A este enemigo interior se añaden otros dos: el mundo en lo que tiene de oposición a Dios, y el diablo, «mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44).
2.4. La reconstrucción de la armonía de verdad y libertad en Cristo
a) Cristo, la Verdad que hace libres
Cuando llegó la plenitud de los tiempos, «el Verbo se hizo carne» (Jn 1,14), y «a cuantos le recibieron les dio la capacidad de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre» (Jn, 1, 12). Cristo mismo es la verdad y la plenitud de la revelación; en cuanto primogénito del Padre, está «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14) y comunica la gracia y la verdad a los hombres (cfr. Jn 1, 17).
Los hombres deben escuchar la palabra y convertirse para llegar al conocimiento de la verdad (cfr. 2 Tm 2, 25), que no es otra cosa que la fe cristiana (cfr. Tit 1,1). La actitud del hombre debe ser la escucha, la obediencia, la fe. El hombre debe acoger «la palabra de la verdad» (Ef 1,13; Col 1,15; 2 Co 6,7).
El cristiano que permanece con fidelidad en la palabra de Jesús, llega a conocer la verdad y a ser liberado internamente del pecado mediante la verdad: «Si os mantenéis fieles a mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8,31-32). Por el contrario, “todo el que comete pecado, esclavo es del pecado” (Jn 8, 34).
Cristo es la verdad que hace libres. El que es de la verdad, de Cristo, ya no es esclavo del pecado, sino libre. «Cristo nos ha liberado para que seamos libres... Vosotros, en efecto, hermanos, habéis sido llamados a la libertad» (Ga 5,1.13). Cristo es el liberador de la libertad humana, porque reconstruye la armonía entre la libertad y la verdad. «También hoy, después de dos mil años, Cristo aparece a nosotros como Aquél que trae al hombre la libertad basada sobre la verdad, como Aquél que libera al hombre de lo que limita, disminuye y casi destruye esta libertad en sus mismas raíces, en el alma del hombre, en su corazón, en su conciencia»[29].
b) El Espíritu Santo, Espíritu de la verdad
Cristo enseña a los hombres la verdad plena y los hace verdaderamente libres enviándoles, como fruto de la Cruz, el Espíritu Santo, que se convierte en «Ley» del cristiano. El Espíritu Santo es el Espíritu de la verdad: lleva a los discípulos a la verdad plena y les hace comprender el verdadero sentido de lo que Jesús les ha dicho: «Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa» (Jn 16,13). El cristiano, dócil al Espíritu Santo y, por tanto, al Magisterio de la Iglesia —de la que es Dominum et Vivificantem— progresa continuamente en el conocimiento de la verdad.
El don del Espíritu Santo se difunde en la Iglesia a través de los sacramentos, que pueden considerarse como «signos eficaces de la libertad vinculada con la verdad»[30]. El Bautismo, al hacer al hombre hijo de Dios en Cristo, le devuelve la verdad sobre su ser y le da la gracia para poder vivir de acuerdo con su identidad, es decir, como hijo. La Confirmación lo capacita para ser testigo de la verdad con mayor libertad. La Eucaristía lo identifica cada vez más con Cristo, que es la Verdad, y es a la vez el alimento para actuar con plena libertad. La ruptura de la armonía verdad-libertad, causada por el pecado, es reconstruida en el sacramento de la Penitencia. El Orden y el Matrimonio otorgan la gracia para vivir de acuerdo con la verdad en el cumplimiento de la vocación sacerdotal y matrimonial respectivamente.
El Espíritu Santo hace que la ley de Dios penetre profundamente en el corazón; que la Verdad sea cada vez más íntima al hombre, y que este se subordine a ella libremente y con alegría[31]. La verdad se convierte así en el principio interior de la vida moral: el cristiano hace la verdad (cfr. Jn 3,21; 1 Jn 1, 6; Ef 4,15); camina en la verdad (cfr. 2 Jn 4; 3 Jn 3ss), es decir, a la luz del precepto del amor (cfr. 2 Jn 6); se deja dirigir en la propia acción por la verdad, por la razón iluminada por la fe; obedece a la verdad (cfr. Ga 5,7; 1 P 1, 22); ama según la verdad (cfr. 2 Jn 1; 3 Jn 1); y comunica la verdad a los demás.
c) Ley de Cristo, Ley del Espíritu, Ley de Libertad
Cristo nos enseña con su vida que la verdadera libertad consiste en obedecer a la verdad de Dios, a su ley, que no es algo extraño al hombre. Si el hombre es imagen de Dios-Amor, sólo puede realizarse amando, dándose totalmente, como Cristo se da en la Cruz, y es precisamente eso lo que Dios le manda en su ley. La ley divina indica, pues, al hombre —al mismo tiempo— el verdadero camino de su perfección y de su salvación. Y ese camino es Cristo. Siguiendo a Cristo e identificándose con Él, el hombre vive en la verdad y se libera de la alienación del pecado y de la muerte[32].
La relación entre verdad y libertad «llega al máximo» en la ley de Cristo, ley de la gracia o ley del Espíritu Santo. Cristo revela la verdad completa sobre el bien del hombre. Pero además, «da, mediante el Espíritu, la gracia de compartir su misma vida y su amor, e infunde la fuerza para dar testimonio del amor en las decisiones y en las obras»[33]. La libertad del hombre es ahora reforzada por la gracia, las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo: es «la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Rm 8, 21).
La verdad sobre el bien del hombre puede expresarse en preceptos, leyes, normas, etc. Pero ante todo se expresa en una Persona: Cristo. «Él mismo se hace Ley viviente y personal»[34]. Por eso, vivir la verdad sobre el bien, es decir, vivir la ley moral es identificarse con Cristo. Y también por eso, vivir la ley moral cristiana no implica heteronomía, pues el hombre ha sido creado a imagen de Cristo: cuando el hombre se conforma a la imagen de Cristo, se conforma a su verdad fundamental.
El hombre se perfecciona y realiza como hombre haciendo el bien moral libremente. Cuando quiere el bien moral, emplea bien su libertad como capacidad de elegir. Pero además, elegir el verdadero bien le hace cada vez más libre, es decir, más dueño de sí mismo, menos esclavo de sus propias pasiones. Esta libertad interior, que crece mediante la obediencia a la ley divina, hace que el hombre tenga más capacidad para conocer la verdad y, por tanto, para ser fiel a ella[35]. En cambio, la desobediencia lo encierra en la esclavitud y lo hace ciego para la verdad.
Tomás Trigo. Universidad de Navarra
Tomado del libro Verdad y libertad. Cuestiones de moral fundamental, por gentileza de EIUNSA
© 2009. Ediciones Internacionales Universitarias, S.A.
Notas
[1] JUAN PABLO II, Enc. Veritatis splendor (en adelante, VS), n. 84.
[2] JUAN PABLO II, Enc. Fides et ratio (en adelante, FR), n. 90.
[3] Estudiamos este tema en el artículo Libertad interior y conocimiento de la verdad, incluido en esta publicación.
[4] JUAN PABLO II, Enc. Centesimus annus (en adelante, CA), n. 46.
[5] VS, n. 84.
[6] Ibidem. El magisterio de la Iglesia ha denunciado de diversas maneras la ruptura entre verdad y libertad, y ha señalado los medios para recuperar la unión. De modo especial, lo ha hecho a través de dos grandes encíclicas de Juan Pablo II: Veritatis splendor y Fides et ratio.
[7] Sobre el pensamiento de Ockham y sus consecuencias, véase S. PINCKAERS, Las fuentes de la moral cristiana, EUNSA, Pamplona 2007, 293-307 y 387-415.
[8] La influencia de Ockham sobre la evolución posterior de la teología moral fue decisiva. Es verdad que muchos teólogos criticaron el nominalismo y rechazaron sus exageraciones, pero, sobre todo a partir del siglo XVII, la mayor parte de los moralistas está de acuerdo en situar la obligación en el centro de la moral adoptando así el elemento esencial de la moral de Ockham. La moral ockhamista es un precedente de la moral kantiana del deber, de la moral luterana e, incluso, de las modernas morales autónomas.
[9] VS, n. 24.
[10] Cfr. VS, n. 36.
[11] Cfr. VS, n. 37.
[12] FR, n. 5.
[13] CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Declaración Dominus Iesus (6.VIII.2000), n. 4. Sobre el relativismo y la verdad religiosa, véase J. RATZINGER, Fe, verdad y tolerancia. El cristianismo y las religiones del mundo, Sígueme, Salamanca 2005.
[14] Cfr. CA, n. 44; VS, n. 101 y JUAN PABLO II, Enc. Evangelium vitae, n. 20.
[15] FR, n. 90.
[16] FR, n. 46.
[17] FR, n. 90.
[18] Cfr. Sto. TOMÁS DE AQUINO, Summa contra gentes, I, 73.
[19] Lo primero no es la voluntad, ni en el hombre ni en Dios: cfr. S. TOMÁS DE AQUINO, De veritate, q. 23, a. 6c.
[20] Cfr. J. RATZINGER, Cooperadores de la verdad, Rialp, Madrid 1991, 286.
[21] R. GUARDINI, Verdad y orden. Homilías universitarias, I, Guadarrama, Madrid 1960, 192–193.
[22] Cfr. M. SCHMAUS, Teología Dogmática, II, Rialp, Madrid 1959, 49.
[23] VS, n. 35.
[24] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 396.
[25] VS, n. 40.
[26] VS, n. 40. Cfr. VS, n. 41.
[27] D. TETTAMANZI, Verità e libertà. Temi e prospettive di morale cristiana, Piemme, Casale Monferrato 1993, 18.
[28] Cfr. JUAN PABLO II, Aloc., 2.VIII.1983.
[29] JUAN PABLO II, Enc. Redemptor hominis, n. 12.
[30] D. TETTAMANZI, Verità e libertà, cit., 24.
[31] Cfr. JUAN PABLO II, Aloc., 3.VIII.1983.
[32] Cfr. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Inst. Donum veritatis, n. 1.
[33] VS, n. 15.
[34] Ibidem.
[35] Cfr. VS, n. 42.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
San Josemaría, maestro de perdón (1ª parte) |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |