Segundo texto de una serie sobre los personajes principales de las Sagradas Escrituras que son ejemplo de fe en Dios. En esta ocasión, se habla de Moisés
Dios, al acercarse al hombre e invitarle a la fe, no le comunica simplemente una verdad, sino que se da Él mismo. Acoger el don de la fe lleva, por eso, a que el hombre se ponga en marcha hacia Dios, a que se comprometa totalmente con Él por amor, aunque en ocasiones haya que «ir a contrapelo»[1]. Dios nos espera, nos necesita fieles y no se deja ganar en generosidad.
Es lo que vemos en la vida de Moisés, caracterizada por ser una respuesta de fe a la Revelación de Dios. Así lo leemos en la Carta a los Hebreos: «Por la fe, salió de Egipto sin temer la cólera del rey, y se mantuvo firme como quien ve al invisible. Por la fe, celebró la Pascua y la aspersión de la sangre, para que el exterminador no tocara a sus primogénitos. Por la fe, cruzaron el Mar Rojo como si fuera tierra seca, mientras que los egipcios que lo intentaron fueron tragados por las aguas»[2].
Si Abraham es modelo de obediencia y confianza en Dios, de modo que con razón se le puede denominar padre de todos los creyentes[3], Moisés nos permite aprender que la fe es para la entrega, convirtiéndose en «un nuevo criterio de pensamiento y de acción que cambia toda la vida del hombre»[4]. La fe ilumina la propia existencia, dándole un sentido de misión. «La fe y la vocación de cristianos afectan a toda nuestra existencia, y no sólo a una parte. Las relaciones con Dios son necesariamente relaciones de entrega, y asumen un sentido de totalidad. La actitud del hombre de fe es mirar la vida, con todas sus dimensiones, desde una perspectiva nueva: la que nos da Dios»[5]. Tener fe y comprometerse con Dios a vivir con una misión apostólica son caras de la misma moneda.
Moisés nació cuando el faraón había ordenado asesinar a todos los recién nacidos varones del pueblo judío. Pero por «la fe, Moisés, recién nacido, fue ocultado durante tres meses por sus padres»[6]. La frase sugiere que la fe de sus padres hizo que percibieran que la voluntad de Dios no era la muerte del niño, y que fue también la fe la que les dio la fuerza para infringir el edicto del rey. No podían imaginar cuánto dependía de aquel gesto. Cuando creían haber renunciado a su hijo, la providencia divina no sólo les permitió verlo adoptado por una princesa egipcia, sino que hizo posible que la misma madre pudiera amamantarlo y criarlo[7].
Moisés creció en la casa del faraón, y fue instruido en todas las ciencias de los egipcios. Pero un episodio turbará profundamente su vida: al defender a otro hebreo, quitó la vida a un egipcio y se convirtió en un proscrito. En la elección de Moisés para solidarizarse con sus hermanos podemos ver una decisión basada en una convicción de fe, en la conciencia de pertenecer al pueblo elegido: «Por la fe, Moisés, ya adulto, se negó a ser llamado hijo de la hija del Faraón, y prefirió verse maltratado con el pueblo de Dios que disfrutar el goce pasajero del pecado, estimando que el oprobio de Cristo era riqueza mayor que los tesoros de Egipto, porque tenía la mirada puesta en la recompensa»[8].
A la luz de la fe, Moisés reconoce que asumir como propio el oprobio y el desprecio que sufren los israelitas tiene infinitamente más valor que poseer los tesoros materiales de Egipto, pero que llevaban a la perdición espiritual. «Yo te voy a decir cuáles son los tesoros del hombre en la tierra para que no los desperdicies: hambre, sed, calor, frío, dolor, deshonra, pobreza, soledad, traición, calumnia, cárcel...»[9]
Moisés deberá huir de Egipto para no caer en manos del faraón. Así llegará a la tierra de Madián, en la península del Sinaí. Podría parecer que todas sus buenas disposiciones y su preocupación por los israelitas prisioneros en Egipto no le han traído nada bueno. Sin embargo, los hombres no son los únicos protagonistas de la historia del mundo, ni siquiera son los principales. Y cuando Moisés se ha asentado en su nuevo país, y puede justamente imaginar la normalidad con que proseguirá su vida, Dios saldrá a su encuentro y le manifestará la misión que le ha reservado desde su nacimiento, y que configura su vocación, y su ser más íntimo.
La misión de Moisés se sitúa en el contexto de la historia patriarcal. Dios, ante el lamento de los hijos de Israel oprimidos en Egipto, se «acordó de su alianza con Abrahán, con Isaac y con Jacob»[10] y escogió a Moisés para liberar a su pueblo de la esclavitud. El Señor interviene de nuevo en la historia para ser fiel a la promesa que hizo a Abraham, y mientras «Moisés apacentaba el rebaño de su suegro Jetró, sacerdote de Madián, (…) el ángel del Señor se le manifestó en forma de llama de fuego en medio de una zarza. Moisés miró: la zarza ardía pero no se consumía. Y se dijo Moisés: “Voy a acercarme y comprobar esta visión prodigiosa: por qué no se consume la zarza”. Vio el Señor que Moisés se acercaba a mirar y lo llamó de entre la zarza»[11]. La vocación de Moisés nos permite apreciar los elementos fundamentales que encontramos en toda llamada a asumir los planes de Dios: la iniciativa divina, la autorrevelación de Dios, la encomienda de una misión, y la promesa del favor divino para poder llevarla a término.
Dios se abre camino de modo sorprendente, a la vez que se acomoda a su interlocutor: suscita el asombro de Moisés ante la zarza incandescente para, a continuación, llamarle por su nombre: «Moisés, Moisés»[12]. La repetición del nombre acentúa la importancia del acontecimiento y la certeza de la llamada. En toda vocación aparece esa conciencia de pertenecer a Dios, de estar en su mano, que invita a la paz. Es lo que expresa el profeta Isaías en un himno, cuando dice: «No temas, que te he redimido y te he llamado por tu nombre: tú eres mío»[13]; palabras que san Josemaría paladeaba, uniéndolas a la respuesta de Samuel: «Dile: “ecce ego quia vocasti me!” −¡aquí me tienes, porque me has llamado!»[14].
Cuando Dios llama, el hombre percibe que la vocación no es una quimera o el fruto de la imaginación. La vocación de Moisés muestra este segundo aspecto de la llamada haciendo hincapié en cómo el Señor se presenta: «Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob»[15], el mismo en el que han creído sus antepasados. «Yo soy el que soy»[16]. Toda llamada divina lleva consigo esta iniciativa de intimidad en la que el Señor se da a conocer.
Sin embargo, podría sorprender la reacción de Moisés: a pesar de haber visto el prodigio de la zarza ardiente, a pesar de la certeza de lo que está sucediendo, se excusa: «¿Quién soy yo para ir al faraón?»[17]. Intenta evitar lo que el Señor le pide −la misión encomendada−, porque es consciente de su propia insuficiencia y de la dificultad del encargo. Su fe es aún débil, pero el miedo no le lleva a alejarse de la presencia de Dios. Dialoga con Él con sencillez, le dice sus objeciones, y permite que el Señor manifieste su poder y dé consistencia a su debilidad.
En este proceso, Moisés experimenta en primera persona el poder de Dios, que empieza obrando en él algunos de los milagros que después realizará ante el Faraón[18]. Así, Moisés toma conciencia de que sus limitaciones no importan, porque Él no le abandonará; percibe que será el Señor quien liberará al pueblo de Egipto: lo único que le toca hacer es ser un buen instrumento. En cualquier llamada a una vida cristiana auténtica: Dios asegura al hombre su favor y le muestra su cercanía: «Yo estaré contigo». Estas palabras se repiten en todos aquellos que han recibido una tarea difícil a favor de los hombres[19].
Moisés, consciente de su misión, se guió siempre por la confianza en la promesa divina de llevar al pueblo elegido hasta la tierra prometida, por la seguridad de que con el Señor se superarían todos los obstáculos. «Por la fe, celebró la Pascua y la aspersión de la sangre, para que el exterminador no tocara a sus primogénitos. Por la fe, cruzaron el Mar Rojo como si fuera tierra seca, mientras que los egipcios que lo intentaron fueron tragados por las aguas»[20]. Pero esa fe no se fundamentaba sólo en una llamada recibida en el pasado, sino que se alimentaba del diálogo sencillo y humilde con Dios. Dios es invisible, pero la fe lo hace en cierto modo visible, porque la fe es un modo de conocer las cosas que no se ven[21]. La fe en Dios lleva a vivir la propia vocación con todas sus consecuencias.
Como la fe está viva y debe desarrollarse, el diálogo con Dios nunca termina. La oración enciende la fe y permite adquirir la conciencia del sentido vocacional de la propia existencia. Surge así la vida de fe, que conecta la oración con lo cotidiano, e impulsa a darse a los demás, a desplegar, en medio de la vida corriente, la riqueza de la propia vocación. De ahí la importancia de aprender o de enseñar a hacer oración. Como enseñaba san Josemaría, «muchas realidades materiales, técnicas, económicas, sociales, políticas, culturales..., abandonadas a sí mismas, o en manos de quienes carecen de la luz de nuestra fe, se convierten en obstáculos formidables para la vida sobrenatural: forman como un coto cerrado y hostil a la Iglesia. Tú, por cristiano −investigador, literato, científico, político, trabajador...−, tienes el deber de santificar esas realidades. Recuerda que el universo entero −escribe el Apóstol− está gimiendo como en dolores de parto, esperando la liberación de los hijos de Dios»[22].
En Moisés, en suma, se manifiesta de modo especial la relación entre fe, fidelidad y eficacia. Moisés es fiel y eficaz porque el Señor está cerca de él, y el Señor está cerca porque Moisés no rehúye su mirada y le plantea sus dudas, temores, insuficiencias, con sinceridad. Incluso cuando todo parece perdido, como cuando el pueblo recién salvado fabrica un becerro de oro para adorarlo, la confianza de Moisés con su Señor le llevará a interceder por el pueblo, y el pecado se convierte en ocasión de un nuevo comienzo, que manifiesta con más fuerza la misericordia de Dios[23]. Porque Dios «jamás se cansa de perdonar, pero nosotros, a veces, nos cansamos de pedir perdón»[24].
Como hemos venido comentando, la carta a los Hebreos señala los momentos de mayor relieve donde resplandece la fe de Moisés. Pero podríamos recorrer toda su vida y advertir muchos otros episodios: obedeció también, por ejemplo, cuando subió al Sinaí para recoger las tablas de la Ley, y cuando estableció y ratificó la alianza de Dios con su pueblo. El elogio más certero y breve lo encontramos al final del libro del Deuteronomio: «No ha vuelto a surgir en Israel un profeta como Moisés, a quien el Señor trataba cara a cara»[25].
La vida de Moisés estuvo marcada por su vocación inseparablemente unida a su misión: Dios llama a Moisés a liberar a su pueblo y a conducirlo «a una tierra buena y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel»[26]. La liberación de Israel encomendada a Moisés prefiguraba la redención cristiana, verdadera liberación. Jesucristo es quien, con su muerte y resurrección, ha rescatado al hombre de aquella esclavitud radical que es el pecado, abriéndole el camino hacia la verdadera Tierra prometida, el Cielo. El antiguo éxodo se cumple ante todo dentro del hombre mismo, y consiste en acoger la gracia. El hombre viejo deja el puesto al hombre nuevo; la vida anterior queda atrás, se puede caminar en una vida nueva[27]. Y este éxodo espiritual es fuente de una liberación integral, capaz de renovar cualquier dimensión humana, personal y social. Si tomamos conciencia de nuestra vocación y ayudamos a nuestros amigos a tomar conciencia de la suya, llevaremos la liberación de Cristo a todos los hombres. Como nos dice el Santo Padre, debemos «aprender a salir de nosotros mismos para ir al encuentro de los demás, para ir hacia las periferias de la existencia»[28]. «Ignem veni mittere in terram, fuego he venido a traer a la tierra»[29], decía el Señor hablando de su amor ardiente por los hombres. A lo que san Josemaría sentía la necesidad de contestar, pensando en el mundo entero: Ecce ego: ¡aquí me tienes!
Santiago Ausín – Javier Yániz
Artículo relacionado
Ejemplos de fe (I): Abraham, nuestro padre en la fe
[1] San Josemaría, Forja, n. 51.
[2] Hb 11, 27-29.
[3] Rm 4, 11.
[4] Benedicto XVI, Motu proprio Porta fidei, 11-X-2011, n. 11.
[5] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 46.
[6] Hb 11, 23.
[7] Cfr. Ex 2, 1-10.
[8] Hb 11, 24-26.
[9] San Josemaría, Camino, n. 194.
[10] Ex 2, 24.
[11] Ex 3, 1-4.
[12] Ex 3, 4.
[13] Is 43,1.
[14] San Josemaría, Camino, n. 984. Cfr. P. Rodríguez (cur.), Camino. Edición crítico-histórica, comentario al número.
[15] Ex 3, 6.
[16] Ex 3, 14.
[17] Ex 3, 11.
[18] Cfr. Ex 4, 1-9.
[19] Cfr. Gn 28, 15; Jos 1, 5; etc.
[20] Hb 11, 28-29.
[21] Cfr. Hb 11, 1.
[22] San Josemaría, Surco, n. 311.
[23] Cfr. Ex 33, 1-17.
[24] Francisco, Palabras en el Ángelus, 17-III-2013.
[25] Dt 34, 10.
[26] Ex 3, 8.
[27] Cfr. Rm 6, 4.
[28] Francisco, Audiencia, 27-III-2013.
[29] Lc 12, 49.
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