Con los personajes de sus novelas, Dostoyevski manifestó la profundidad del misterio del mal; de la miseria humana y del pecado; la redención en el amor: y el escándalo de la cruz de Cristo. Todo esto no se podía decir con ideas
Su vida (1821-1881) puede ser considerada su principal novela, e inspiración de todas las que escribió. Nació y vivió su niñez en un hospital de pobres, del que su padre era director. De joven se dejó llevar por el juego (herida que no cerró) y conectó, como sus amigos, con las ideas modernas, ilustradas, positivistas, liberales y socialistas que llegaban desde Occidente (y que luego odiará) y combatían con prepotencia el mundo tradicional y la religión tradicional, cristiana. Sorprendido por la policía zarista en un grupo “revolucionario” (bastante inocente en realidad), fue condenado a muerte. Después de nueve meses de cárcel, le fue conmutada la pena por 4 años de trabajos forzados en Siberia, a los que siguieron 5 de servicio como soldado raso en Kazajstán.
Diez años en contacto con lo más bajo, además de la infancia. Pero entre aquellas gentes y en aquellos lugares apartados, descubrió la inmensa piedad cristiana (poco ilustrada) del pueblo ruso. También la conciencia del pecado y, en muchos casos, la incapacidad de superarlo.
Había de todo, pero también creyentes que aceptaban sus penas y eran misericordiosos con los demás y con el propio Dostoyevski, tan golpeado por la fortuna. Se convirtió. Pasó a ser un partidario del pueblo y de su amor por la pasión de Cristo y su misericordia con los que sufren. Y se sentirá enfrente de esas ideas occidentales que, con diversas fórmulas, quieren construir una sociedad nueva, ilustrada y sin Dios. Piensa que esas ideas proceden del catolicismo occidental, que detesta (y no conoce). Además, comparte la idea tradicional de que Rusia es el reducto cristiano, después de que el Occidente cristiano se separara y cayera en la herejía y el Imperio Bizantino fuera destruido por el islam. Tiene la misión histórica de llevar el Evangelio a toda la tierra.
Él mismo, como epiléptico, irascible y jugador compulsivo, y siempre perseguido por las deudas (porque sostiene a muchos familiares), conoce bien los agujeros de la libertad y sus abismos. Las mismas crisis epilépticas son momentos de lucidez y liberación de tanta carga.
En 1867, con 46 años, se casa (en segundas nupcias) con una chica encantadora, que le ha ayudado a escribir El jugador. Y pasan unos meses en Suiza, siempre pidiendo adelantos por sus obras y comidos por las deudas (ella empeña varias veces su alianza y sus vestidos).
Muere a los dos meses una hijita nacida allí. Y un día en el museo de Basilea, se tropieza con el Cristo yacente de Holbein, puesto sobre una sábana, con la piel cadavérica, las huellas de todos los suplicios, los ojos desorbitados y el rostro desencajado. No se cansa de mirarlo (lo cuenta ella en su diario). Sabe que ese es el método de Dios, hasta dónde llega la derrota del bien por el pecado, y hasta dónde llega el amor en la redención por el sufrimiento. Es la fuerza y también el escándalo de la fe.
Son los años más fecundos. Se suceden las obras con sus inolvidables personajes.
En el mismo 1867, Crimen y Castigo, con el emancipado y “moderno” Raskolnikov, el desgraciado borrachín Marmeladov y su hija Sonia, el alma buena, prostituida para sostener a la familia, y que redimirá a Raskolnikov.
En 1870, El idiota, con el cándido y desconcertante príncipe Mischkin, epiléptico y bueno hasta el sacrificio. En 1871, los Demonios o Los endemoniados, verdadera profecía de la construcción de una sociedad sin Dios. En 1875, El adolescente, menos conocida, donde un chico conoce la lucha entre el bien y el mal en la vida de su padre. En 1879, la obra cumbre, Los hermanos Karamazov, con una fantástica galería de personajes: el padre, Fiodor, burgués, vulgar y carnal, y sus tres hijos: el liberado y moderno (y ateo) Iván; Dimitri (Mitia) que, de entrada, se parece a su padre; y Aliosha (Alexis) que quiere ser monje; y su maestro espiritual, el venerable monje Zósima, y el cuarto y no reconocido hijo bastardo (Smerdiakov), con todas las semillas del mal…
Pero todos los personajes llevan dentro o se tropiezan fuera con el drama del mal.
Desde finales del XIX se recibió la obra de Dostoyevski. Y dejó pasmados a tantos teólogos de primera fila. Entre los protestantes, destaca Karl Barth. Entre los ortodoxos, el grupo de intelectuales cristianos emigrados a París con la revolución rusa: los pensadores Berdiaev y Chestov. Los teólogos: Boulgakov, Florovsky, y especialmente Evdokimov, que estudiará profundamente el mal en su obra.
En cambio, la teología ortodoxa tradicional no conectó con él. Entre los católicos, muchos, pero vale la pena centrarse en los maestros: Guardini, De Lubac y Charles Moeller.
Guardini se fijó muy pronto en la obra de Dostoyevski, al iniciar sus cursos sobre la Weltanschauung cristiana en Berlín. Y en 1930, aprovechó unas conferencias para ordenar sus ideas: El universo religioso de Dostoyevski (Emecé, Buenos Aires 1954). Está centrado en los personajes y manifiesta un dominio envidiable del conjunto de la obra. Con sus palabras: “Los siete capítulos que componen este libro tratan del elemento religioso y su problemática en la obra de Dostoyevski considerados a través de sus cinco grandes creaciones: Crimen y castigo, El idiota, Demonios, Un adolescente, y Los hermanos Karamazov […]. En última instancia todos los personajes de Dostoievsky están determinados por fuerzas y elementos de orden religioso” (11). “Es un creador de personalidades humanas de una grandeza tal que solo es posible irla midiendo poco a poco” (256).
Estudia primero el pueblo, con su sencilla piedad (y un tanto de paganismo) y especialmente con esas mujerucas llenas de compasión. “Para Dostoievsky, lo mismo que para todos los grandes románticos, la palabra ‘pueblo’ despierta resonancias de veneración” (17). En contraste con la “sociedad” occidental, que ha perdido sus raíces en la naturaleza, en la tradición y en el cristianismo. El pueblo es la unidad natural y no el individuo. Venera a sus santos, a sus monjes, a sus iconos y lleva sin quejarse una vida dura. El capítulo 2 sigue esa mansedumbre y dos Sonias, fantásticas figuras femeninas; la primera, la mujer del “peregrino ruso” Makar (de El adolescente). La segunda, de Crimen y castigo, quizá el personaje más conmovedor de todos. En el capítulo 3, se estudian los religiosos, el peregrino Makar, y el staretz Zósima (de Los hermanos Karamozov), hombre bueno y sabio que sabe dirigir almas.
El capítulo 4 íntegro está centrado en Alioscha, el joven hermano menor de los Karamazov. Quiere ser monje y parece un ángel. Aunque su hermano Iván, en una memorable conversación, le advierte que él también es un Karamazov y que en su sangre habrá tempestades. Y las hay, porque su candidez es probada. Admira a Zósima, pero, al final, no está a su altura.
El capítulo 5, con el título de Rebeldía, estudia la sorprendente y larga Leyenda del Gran Inquisidor, hombre supuestamente de Dios, que prescinde y suplanta a Dios: es un error dejar a la gente una libertad con la que puede pecar (en eso Dios se equivoca); basta mantenerlos satisfechos. También los modernos quieren suplantar a Dios y ser más razonables, prescindiendo de la locura del pecado y de la cruz. Entre ellos Iván Karamazov, también tratado aquí. Esto conecta con el capítulo 6, dedicado a la “impiedad”, principalmente en Los endemoniados, y la contraposición entre el increyente sin más (Kirilov) y el que, en el fondo, odia a Dios y los que se lo recuerdan (Stavrogrin). Finalmente (cap. 7), se estudia la figura crística del príncipe Mischkin, abocada al fracaso.
Esta obra famosísima de De Lubac fue concebida durante la segunda guerra mundial, ante el desastre ocasionado por las culturas ateas (nazismo y comunismo) y el ateísmo prepotente (y a veces insolente) de radicales y positivistas en la política y la cultura. La tesis del libro, inspirada o por lo menos ilustrada en Dostoyevski, es: “No es verdad que el hombre […] no pueda organizar la tierra sin Dios. Lo cierto es que sin Dios, no puede, a fin de cuentas, más que organizarla contra el hombre” (Encuentro, Madrid 1990, 11).
Se divide en tres partes. En la primera contrapone Nietzsche con Kierkegaard. Los dos existencialistas y (como Dostoyevski) enojados por la falsedad burguesa, pero Kierkegaard encuentra su autenticidad en someterse a Dios y Nietzsche en prescindir de Él. Kierkegaard sabe que necesita ser perdonado. Y Nietzsche asume la libertad de vivir por la propia cuenta, porque Dios es un límite y, además, una ficción. Estamos solos. La segunda parte explica a Comte y su pretensión positivista (hasta el ridículo).
La tercera parte lleva el significativo título Dostoyevski profeta. Lo compara, primero, con Nietzsche. Después, viene un maravilloso capítulo (III,2), que es La quiebra del ateísmo. Los tremendos agujeros del proyecto ateo, con tres sugerentes puntos: El hombre Dios, que es el proyecto de sustituir a Dios. La torre de Babel, una construcción “no para subir al cielo, sino para bajarlo a la tierra” (229): hay dos fórmulas, el realismo del Gran Inquisidor (todos quietos) y el romanticismo de los socialismos utópicos, que se vuelven criminales (demoníacos) en cuando se intentan (Los endemoniados). El tercer punto es El palacio de Cristal; “este palacio es el universo de la razón, tal como lo han concluido la ciencia y la filosofía modernas” (238). Quieren ser solo naturales y no pueden, porque la naturaleza está herida y creada y destinada a Dios.
Es un libro genial del sacerdote y profesor de Lovaina Charles Moeller, famoso por sus 8 volúmenes de Literatura del siglo XX y cristianismo. Se le ocurrió comparar cómo tratan las grandes cuestiones existenciales el mundo clásico, griego y romano, y el cristiano. Y eligió grandes obras literarias para ilustrarlo. Primero, el pecado. En realidad desconocido en la literatura clásica, donde los protagonistas son sorprendidos por las batallas que los dioses dan en ellos (las pasiones). En contraste, los análisis de Shakespeare y Dostoyevski identifican la libertad y sus caídas y límites. Estudia en Dostoyevski las diferencias entre el pecado de debilidad (Marmeladov) y “el pecado contra la luz” (Ivan K., Stavrogin).
En la segunda parte, El problema del sufrimiento. Los clásicos solo sabían responder manteniendo el tipo con la máxima dignidad posible. Los cristianos han sido introducidos en su sentido por la cruz de Cristo, escandalosa para la razón. Por eso estudia La elevación por el sufrimiento en Shakespeare y en Dostoyevski: “los esponsales con el dolor”, “el sufrimiento redentor” y “la alegría de la cruz”. Es el mundo del justo doliente, de los “humillados y ofendidos”, de la victoria escandalosa del mal sobre el bien. Pero es “Cristo crucificado el que explica la paradoja del justo doliente, un Dios que se humilla y desciende al hombre” (183).
Una consideración de Dostoyevski acabará teniendo además un inmenso impacto teológico. Es la pregunta que se le dirige al príncipe Mischkin: “¿Es cierto, Príncipe, que dijiste alguna vez que la belleza salvará el mundo?”. No contesta con palabras, pero contesta con su vida. La belleza que salva es la del amor que llega al sacrificio redentor.
Blondel había advertido que, en la cultura moderna, el camino del conocimiento cosmológico se ha cegado para llegar a Dios, y también el camino moral, por el estudio de libertad humana (el bien moral). Queda el camino de la belleza. Von Balthasar lo plantea también en Solo el amor es digno de fe. Y lo intenta en toda su obra, que quiere mostrar hasta qué punto la kénosis de Cristo, por amor, es la verdadera belleza y verdadero signo de Dios en este mundo, prolongado en el ejercicio de la caridad.
En su discurso del premio Nobel (1972), Solzhenitsyn, con las tragedias del siglo XX a cuestas, recordó: “Solo la belleza salvará el mundo”. “La antigua trinidad de Verdad, Bondad y Belleza no es simplemente una fórmula vacía y desteñida como pensamos en los días de nuestra pretenciosa y materialista juventud. Si las copas de estos tres árboles convergen como lo afirmaban los escolásticos, si los sistemas demasiado obvios, demasiado directos de Verdad y Bondad quedan aplastados, cortados, impedidos para abrirse paso, entonces, quizás, los fantásticos, impredecibles, inesperados retoños de la belleza emergerán y ascenderán hacia el mismo lugar […]. Entonces, la observación de Dostoyevski, ‘La belleza salvará al mundo’, no será una frase soltada sin más sino una profecía. Después de todo, a él le fue dado ver más allá, siendo, como fue, un hombre portentosamente iluminado”.
Juan Luis Lorda
Fuente: revistapalabra.es.
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