El pasado 13 de octubre el Papa Francisco canonizó, junto con otros cuatro beatos, al cardenal John Henry Newman (1801-1890)
Un santo que, por su penetración para lo esencial y su riqueza de carácter, es hoy sin duda un gran bien para avivar lo nuclear de la fe cristiana y para aunar sensibilidades muy diversas.
Como bien saben sus biógrafos, y en realidad cualquiera que se haya asomado a la vida o a los escritos del cardenal inglés, el temperamento y el pensamiento de Newman son tan ricos que resulta imposible etiquetarle.
Dicho en positivo, Newman reúne en sí tal variedad de aspectos y sensibilidades que resulta atractivo para personas de ideas y caracteres muy diversos. Y esto es algo que hoy conviene mucho al mundo y a la Iglesia: modelos de cristiano que huyan de encasillamientos o clasificaciones simplificadoras, capaces de unir personas y de conciliar ideas, que busquen rigurosa y tenazmente la verdad ─sin adjetivos ni concesiones─ y a la vez amantes del sincero diálogo cálido y reflexivo.
Así es John Henry Newman. Sin ninguna duda, una figura sui generis. No puede calificarse exactamente como filósofo ni como teólogo. Tampoco fue sólo un escritor o un pensador. Ni únicamente un apologeta o un hombre de acción. Vivió a medio camino entre pastor y ermitaño. Fue un hombre de este mundo con el alma del otro. Y es que Newman fue todo eso a la vez. Y precisamente por eso, un santo de pies a cabeza, del mundo y para el mundo desde el otro mundo.
Con todo, si hay algo que viene a la cabeza cuando se evoca en nombre de John Henry Newman, es la idea de una persona que busca personal y derechamente la verdad; y una persona que se deja comprometer por ella, pues allí no deja ver la Voluntad de Dios, Verdad absoluta.
Ese amor a la verdad le llevó, aparte de a la adquisición de una amplia cultura humanista en la Universidad de Oxford, a la lectura detenida de los Padres de la Iglesia, siendo ya clérigo, pero todavía presbítero anglicano. Este tesoro de sabiduría cristiana, absorbida en sus orígenes, influiría en toda su vida y predicación posteriores.
Precisamente entonces empieza a percibir su misión de revitalizar el cristianismo anglicano de su tiempo. Y comienza cumpliéndola mediante la predicación. De esa época proceden sus sermones más conocidos: los Sermones parroquiales y, elaborados como ensayos para un público más culto, los Sermones universitarios. Sermones todos ellos que muy bien pueden leerse en clave católica, y que muchos consideran la pieza maestra de toda la producción de Newman.
Newman consideraría este periodo como el germen de lo que más tarde se llamaría “Movimiento de Oxford”, con el que pretendía un objetivo doble: mostrar que la Iglesia anglicana era la legítima y directa descendiente de la Iglesia apostólica, frente a la desviada Iglesia de Roma; y elevar el nivel ascético y espiritual de los fieles anglicanos, ante el peligro de deslizarse hacia el subjetivismo protestante. Sin embargo, esta segunda tarea empezó pronto a causarle dificultades, atrayendo sobre él la acusación de “anglo-católico”.
El Movimiento de Oxford comienza formalmente en julio de 1833, tras un largo y lleno de providenciales peripecias viaje por el Mediterráneo. Son años de intensa actividad de predicación, de estudio y de publicación. Le preocupa a Newman la verdad, pero también la falta de coherencia y compromiso con ella. Le duelen los escándalos de los cristianos incoherentes, y en sus sermones espolea agudamente la conciencia personal de los feligreses. Nadie quedaba indiferente ante sus persuasivas y vivaces palabras. Al mismo tiempo, comienzan a aparecer entonces los Tracts for the Times (una especie de folletos a modo de órgano de expresión del Movimiento, escritos por los distintos miembros de este).
Newman sintió desde muy joven la presencia de Dios, tanto en su alma como en el trasfondo ─como tras un “velo”, le gustaba decir─ del mundo natural y humano que le rodeaba. Para él, Dios estaba sin duda en todas partes. Pero sabía muy bien que Cristo había fundado una Iglesia, y que en ella quiere habitar especialmente y reunir a sus hijos, para acompañarlos y para guiarlos. Y hasta entonces creía que esa verdadera Iglesia era la Iglesia de Inglaterra, la Iglesia anglicana.
Sin embargo, en esos años del Movimiento de Oxford Newman se ve asaltado, cada vez más, por la sospecha de que las presuntas desviaciones de la Iglesia romana no son tan esenciales; y de que, sobre todo, la Iglesia católica está más en continuidad con la Iglesia apostólica que la Iglesia de Inglaterra. A pesar de ello, en aquel momento intenta abrir un camino intermedio entre el protestantismo y la doctrina romana, plasmado en su escrito Via Media.
En realidad, puede decirse que casi toda la vida de Newman fue una búsqueda de la iglesia verdadera. Inspirado por la lectura de los Padres, Newman descubre que la genuina iglesia posee un carácter dinámico y evolutivo. Al igual que la revelación es gradual, también lo es el desarrollo de la iglesia. Por eso ya no le extrañan tanto la diversidad de formas rituales (romana o inglesa) ni la diferente forma de expresar y enseñar la doctrina, o el mismo progreso de esta. También va comprendiendo mejor qué significa que la iglesia, como el Cuerpo de Cristo, esté encarnada. En cuanto tal necesita una organización social, un sistema de doctrina, una institución. Pero, ante todo, está constituida por el don de la gracia que Dios ofrece a los hombres. La prioridad es su realidad espiritual. La iglesia son las almas que la componen y que la gracia une en un cuerpo eclesial. Además, como encarnada en la historia, la iglesia evoluciona en sus formas y estas, como sus miembros, son falibles. Y también por eso todos los fieles cristianos ─los laicos, con su sensus fi delium, no menos que los clérigos─ son, con su fe y su testimonio de vida, instrumentos de la tradición.
Como se ve, esta idea de la iglesia, que Newman reconoce y acentúa en la Iglesia católica, fue precursora del Concilio Vaticano II, y sigue siendo muy iluminadora en nuestros días.
Como un nuevo san Agustín, Newman se enfrenta al paso de resolver definitivamente sus dudas y, sobre todo, de traducir su convicción intelectual en conversión vital. Con gran detalle describe el propio Newman, en su Apologia por vita sua, su proceso de conversión. Cómo se acentúan sus dudas y su inclinación hacia la Iglesia católica, y cómo su vida social se hace entonces más difícil. Tales dudas le empiezan a atraer numerosas suspicacias y antipatías, mientras en su espíritu bullen con toda intensidad los problemas que han hecho famoso a Newman: la obediencia a su propia conciencia en la búsqueda de la verdad y el modo de adherirse a ella con toda la certeza que sea posible.
La gota que colmó el vaso de esa tensión fue la publicación del Tracto 90, que fue oficialmente criticado por la jerarquía anglicana y motivó el fin de esas publicaciones. A resultas de ese incidente se retira definitivamente a Littlemore (una pequeña iglesia que dependía de Saint Mary, de Oxford) con un pequeño grupo de seguidores. Allí, en 1845, abraza el catolicismo y es recibido en la Iglesia católica, recibiendo dos años después la ordenación sacerdotal e ingresando en el Oratorio de San Felipe Neri, congregación que difundiría en Inglaterra.
Aparte de su Apologia, Newman nos dejó otros dos valiosos escritos que ilustran cómo se adhirió a la verdad plena acerca de la fe y de la Iglesia. Se trata de la famosa Carta al Duque de Norfolk y del Ensayo para contribuir a una gramática del asentimiento. La primera fue escrita en respuesta a acusaciones de doble y opuesta obediencia ─a las autoridades civiles inglesas y a la autoridad eclesiástica romana─. Constituye una solemne defensa de la conciencia personal (allí se encuentra su famoso “brindis por la conciencia”) y una defensa de la legitimidad de ser católico, obediente al Papa, siendo a la vez un fiel y ejemplar ciudadano inglés. El Ensayo, en cambio, es un texto más extenso y académico donde reflexiona sobre la certeza y los posibles modos que se puede asentir a la verdad; esto es, sobre el marco que permite comprender qué significa propiamente creer.
Newman era de carácter más bien tímido y reflexivo; incluso algo introvertido, pero resuelto y audaz cuando era necesario. Si a eso se añade su inquebrantable y prioritario compromiso con la verdad, es fácil imaginar que su vida fuera un permanente nadar a contracorriente: contra el generalizado ambiente hostil al catolicismo, contra la corriente liberal-protestante dentro del anglicanismo, contra la incomprensión de sus amigos anglicanos o contra cierto clericalismo católico. Pero Newman no se arredró ante esas dificultades, y en esto constituye otro ejemplo para nuestros días. Cabe ver ese amor al mundo, por el que afanó en mejorar, en tres campos: la universidad, los laicos y sus amigos.
Desde su ingreso en el Trinity College de la Universidad de Oxford a la edad de 16 años, hasta su nombramiento como fellow honorario por el mismo college en 1878, Newman fue un universitario hasta la médula. Siempre recordaría sus años de Oxford con especial agrado, y en todos sus escritos se refleja el estilo mesurado y riguroso propio de un intelectual, a la vez académico y amable. Notoria debía ser su fama en este sentido para que los obispos irlandeses le pidieran promover la Universidad Católica de Irlanda (hoy University College Dublin), con la idea de ofrecer a los jóvenes irlandeses un centro de estudios superiores de inspiración católica, a la altura y como contrapeso al prestigio de las universidades anglicanas del Reino Unido.
Aunque a esta tarea dedica solo cuatro años como rector de la naciente universidad, de ese tiempo se conservan una serie de lecciones que publicó bajo el título La idea de la universidad. Libro que constituye una referencia obligada sobre la misión de la universidad, el papel de la teología en el conjunto de las disciplinas universitarias, y diversas cuestiones sobre el quehacer universitario en general y en algunas áreas particulares.
Una de esas ideas acerca de la universidad es su respeto y aprecio por la legítima autonomía del saber humano. La formación civil de Newman le mantuvo alejado del clericalismo o confesionalismo presente, en cambio, en ciertos ámbitos católicos (y, desde luego, no menos en los anglicanos). Son principalmente los laicos los que han de encarnar y transmitir el espíritu cristiano en la misma entraña del mundo. En el plano personal, Newman exhortaba a los estudiantes irlandeses a cultivar las virtudes humanas de un estudiante responsable, y de un caballero cabal, para sobre ellas cultivar las virtudes cristianas sobrenaturales. Y la intensa dedicación y esmero en la preparación misma de sus Sermones parroquiales da idea de lo que apreciaba la formación de los feligreses laicos.
Aunque la fecundidad de esta visión solo se manifestaría a la Iglesia universal más de un siglo después, en el Vaticano II, esta postura hizo que Newman se granjeara el respeto intelectual de sus colegas intelectuales y de todo el pueblo, como al final de su vida se haría más que patente. Newman se sentía plenamente un ciudadano de la comunidad académica y de la sociedad británica, pero ─o mejor, precisamente por eso─ sentía igualmente la necesidad de informarlas e iluminarlas con una verdad más alta que la de este mundo.
Las numerosísimas cartas de Newman a sus amigos, y el tono mismo de sus sermones, revelan un carácter enormemente entrañable y hasta de exquisita sensibilidad. Lo cual le proporcionó grandes consuelos y gratos momentos, pero no menos amarguras y sufrimientos. En aquel tiempo no era fácil comprender el paso de la Iglesia anglicana a la católica. La historia y la tradición nacionales pesaban mucho. Una muestra de ello es que solo en 1829 los católicos ingleses recobraron su libertad religiosa. Su famoso sermón Separarse de los amigos (incluido en el volumen 7 de Sermones parroquiales), el último predicado como anglicano en la iglesia universitaria de vicario de Saint Mary, refleja el verdadero desgarro que sufría al seguir su conciencia y ver cómo esa decisión abría un abismo entre él y sus amigos, e incluso con su familia. Con todo, su decisión era firme. En las últimas palabras de ese sermón decía: “Rezad [por mí] para que sepa reconocer en todo la voluntad de Dios y para que en todo momento esté dispuesto a cumplirla”.
Sin embargo, Newman no dejó que se extinguiera el amor por sus amigos y por la entera sociedad inglesa. Al contrario, no dejó de alimentarlo. De hecho, dedicó muchísimas energías de su vida ya conversa a intentar recuperar amigos, a explicar su conversión y a defenderse de acusaciones y polémicas. Y sorprendentemente lo logró. Recuperó a todos sus amigos (alguno le costó 30 años). Hasta tal punto cambió la opinión pública, que tras su muerte le despidieron en las calles de Birmingham más de 15.000 personas; y al funeral celebrado en el Brompton Oratory de Londres asistieron miles de católicos y anglicanos procedentes de Inglaterra, Gales, Irlanda y Escocia.
Pero se equivocaría quien viera en Newman únicamente un intelectual de vida difícilmente imitable por cualquiera. Newman era una persona normal, transparente y sencilla. Y si bien muchas obras suyas reflejan una inteligencia poco común, otras ─también cartas y diarios─ muestran su cercanía. Además, el camino de Newman hacia la verdad no fue un itinerario meramente erudito, sino siempre guiado por Dios, que es la Verdad. Pero además de la Verdad, Dios es Amor. La vida de Newman está empapada por la presencia de Dios, en los libros y en la naturaleza, en cada persona y en toda comunidad. Sabía ver a Dios en todo. Por eso su búsqueda de la verdad no era sino la búsqueda de Dios; por eso lo encontraba en lo grande y en lo pequeño, en lo sublime y lo corriente.
Se comprende que uno de sus principales convencimientos era el de que la búsqueda y la transmisión de la verdad solo era posible mediante la persona humana en su integridad: en cuerpo y en alma; con cabeza y con corazón; en intimidad y en compañía; con enseñanza y con buen y cálido ejemplo; mediante estudio y en convivencia con los amigos, la familia o la comunidad religiosa. Su apertura del Oratorio de San Felipe Neri en Birmingham, y luego en Londres, es una prueba más de ello.
En cuanto a la predicación, cierto rigor de su enseñanza ─necesaria entonces, y siempre, para despertar una vida cristiana adormilada y tibia─ se equilibra con inspiraciones de una devoción tierna y profunda, y con su aguda penetración en las escenas de la Escritura.
En fin, Newman supo transmitir su amor a la verdad y a las personas de manera para muchos milagrosa. Al término de su vida, Newman se había ganado el afecto y la admiración de todo el Reino Unido. El día de su entierro, el periódico irlandés The Cork Examiner publicaba refiriéndose al mencionado cortejo fúnebre: “El cardenal Newman desciende a la tumba mientras le rinden homenaje personas de todo credo y de toda condición social, porque es reconocido por todos como el hombre justo convertido en santo”. Y el Papa León XIII afirmó que Newman, más que ningún otro, había cambiado la actitud de los no católicos respecto a los católicos. Además, abrió una puerta y recorrió una senda por la que le siguieron, inspirados en su figura y pensamiento, la oleada de conversos de la primera mitad del siglo XX: Oscar Wilde (en su lecho de muerte), Gilbert Keith Chesterton, Graham Green, Evelyn Waugh, etc.
El lema que Newman escogió para su escudo cardenalicio reza “Cor ad cor loquitur” (el corazón habla al corazón). Así escuchó Newman la voz de la verdad, de Dios. Así predicó y conversó con próximos y lejanos. Así también hablará el nuevo santo a tantas personas de nuestros días.
Sergio Sánchez Migallón
Fuente: revistapalabra.es
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