Como reza el subtítulo, este libro trata de “La economía de la presencia de Dios en su criatura, del Génesis al Apocalipsis”. Congar fue un gran teólogo dominico, muy importante para la eclesiología, en el siglo XX y en el Concilio Vaticano II
Este libro no es de los más conocidos de Congar, y sin embargo le permite estudiar profundamente el lugar de la Iglesia en el mundo, entre la acción creadora y salvadora de Dios y su consumación en Cristo. También tiene un relevante aspecto ecuménico, porque, en esta historia, la Iglesia se muestra como un fermento hacia la unidad en Dios de todos los hombres, y aún de todo el cosmos. La reflexión de Congar estuvo siempre presidida por una preocupación ecuménica, que también se refleja en este libro y es una de las claves de su génesis.
El misterio del templo fue terminado en Jerusalén en un momento difícil de su vida (1954). Lo conocemos externamente por la historia eclesiástica de esos años e internamente por sus recuerdos recogidos en Diario de un teólogo. (1946-1956) (Trotta). Le tocó padecer, de cerca, los malentendidos sobre “la nueva teología”, donde se metía todo lo que había surgido en Francia en los últimos treinta años: desde los sacerdotes obreros hasta los estudios patrísticos, todo aderezado con una comprensible aprensión hacia la influencia comunista en la posguerra mundial.
Su gran libro, pionero en el tema ecuménico, Cristianos desunidos (1936) había suscitado críticas. Y volvieron a surgir al publicar Verdadera y falsas reformas de la Iglesia (1956), que, visto decenios después, es un libro casi profético. Congar fue siempre un teólogo que quería avanzar, pero tenía muy claro que se avanza en comunión con la Iglesia. Para evitar males mayores, la Orden de Predicadores lo retiró de la docencia en Le Saulchoir y lo mandó unos meses a Jerusalén, donde firma el libro.
Este libro es muy cercano al primero de Jean Daniélou, Le signe du Temple ou de la Présence de Dieu (1942).
Jean Daniélou había obtenido un resultado muy bueno siguiendo un gran tema a través de las etapas de la Alianza. Una de los grandes “descubrimientos” de la Teología bíblica desde los años veinte era leer así la Biblia, sobre la trama de la historia de la salvación o historia de la Alianza. Porque la Revelación sigue realmente un ritmo histórico, con anticipaciones y cumplimientos que van desde la creación y vocación de Abrahán hasta Jesucristo, pasando por el tiempo de los Patriarcas, de Moisés y el Éxodo, de los Profetas, del mismo Cristo, de la Iglesia que funda, y de la Jerusalén celestial (y apocalíptica), donde todo se consuma. Siempre se aprende leyendo cada aspecto de la revelación sobre esa trama de fondo y con esa progresión histórica.
A Daniélou el ritmo de las etapas de la Revelación le sirvió para exponer brillantemente la manifestación de la presencia de Dios desde el cosmos hasta Cristo glorioso. Y luego para mostrar el misterio del mismo Dios, en Dios y nosotros, que es un libro genial y uno de los más hermosos de la teología del siglo XX.
En cambio, Congar hace una lectura “eclesiológica”, más detenida y profunda; centrada en el efecto interior en el cristiano (inhabitación), pero, también en el misterio de la Iglesia, que está formada por la comunión de todos los que han recibido el mismo Espíritu. La misma economía o dispensación del Espíritu Santo en la historia de la salvación llega a cada miembro del Pueblo de Dios y reúne a la Iglesia en el Cuerpo de Cristo, como Templo del Espíritu.
Por otra parte, como siempre, se aprecia el intenso trabajo de teólogo de Congar. Lo leía todo y anotaba muchísimo. Todos sus escritos, y este también son muy sensibles a lo que se ha publicado, con una erudición monumental, pero también con un agudo discernimiento, y con una claridad que le caracterizaba. A veces, con tanto material y tantas sugerencias, no conseguía redondearlo todo. Pero este libro, quizá por seguir una trama tan clara, queda notablemente completo y acabado.
Divide la materia en dos partes, entre el Antiguo y Nuevo Testamento, y añade tres apéndices, que comentaremos después. Recorre, primero, las etapas de los Patriarcas, el Éxodo y Moisés, el templo de David y Salomón, los Profetas y lo que representa el templo en la última historia de Israel. En cuanto al Nuevo Testamento, lo divide entre la relación de Jesús con el templo, y la Iglesia como templo espiritual.
El ritmo está perfectamente anunciado en la Introducción: “Ha sido nuestra intención exponer este grandioso tema del templo, admirablemente comprensivo y sintético, siguiendo las etapas de su revelación y realización, que coinciden asimismo con las etapas de la economía de la salvación (…), dentro de una trayectoria que abarca toda la Historia ─y todo el Cosmos- desde el inicio hasta su término, desde lo que era un germen, hasta la plenitud, dominada toda ella por la Persona de Jesucristo”. “Como en todo desarrollo también en el que nos ocupa se dan anticipaciones y reiteraciones” (El misterio del Templo, Estela, Barcelona 1964, 9 y 11)
Con respecto al estudio de Daniélou, amplía la idea del templo en Cristo a todo el cuerpo místico y se fija en el efecto interior en cada cristiano: “El designio de Dios está en hacer de la humanidad, creada a su imagen, un templo espiritual y viviente, donde Él no solo habita, sino que se comunica también y en donde recibe el culto de una filial obediencia (…). La historia de las relaciones de Dios con su creación ─y muy especialmente con el hombre─ no es otra cosa que la de una realización cada vez más generosa y profunda de su Presencia en la criatura” (9).
“Esta historia de la inhabitación de Dios entre los hombres avanza hacia una meta definida caracterizada por la máxima interioridad. Sus etapas coinciden con las mismas etapas de la interiorización. En su progreso van de las cosas a las personas, de los encuentros pasajeros a una presencia estable, de la simple presencia de acción al don viviente, a la comunicación íntima y al gozo apacible de una comunión”; “La realización de la Presencia en tiempos mesiánicos, es decir en la etapa iniciada por la Encarnación del Hijo de Dios en quien y por quien se efectúan las promesas, se logra con la Iglesia” (11-12).
La conclusión de la segunda parte resume admirablemente lo conseguido: “En un principio, Dios únicamente sobreviene de improviso, interviene en la vida de los Patriarcas mediante unos como toques o encuentros pasajeros. Después, desde que se constituye un pueblo para que sea su pueblo, existe para éste como siendo peculiarmente su Dios (…). Desde los patriarcas y hasta la construcción del Templo, el carácter precario y movible de la Presencia significa no solo que no ha sido realizada verdaderamente todavía, sino que también no es, como parece ser, local y material (…). Los profetas (…) no cesan de predicar (…) la verdad de la presencia vinculada al reinado efectivo de Dios en el corazón de los hombres. Dios no habita materialmente en un lugar, sino que habita espiritualmente en un pueblo de fieles” (265-266).
“La Encarnación del Verbo de Dios en el seno de la Virgen María inaugura una etapa absolutamente nueva (…), el culto mosaico desaparece ante el sacrificio perfecto de Cristo (…). No hay ya sino un templo en el que podamos válidamente adorar, rezar y ofrecer y en el que encontramos verdaderamente a Dios: el cuerpo de Cristo. (…) A partir de Jesús, ha sido dado el Espíritu Santo verdaderamente; es en los fieles, un agua que brota hasta la vida eterna (Jn 4,14), los constituye en hijos de Dios, capaces de alcanzarle verdaderamente por el conocimiento y el amor. Ya no se trata de una presencia, sino de una inhabitación, de Dios en los fieles. Cada uno personalmente y todos en conjunto, en su misma unidad, son el templo de Dios, porque son el cuerpo de Cristo, animado y unido por su Espíritu” (266-267).
“Pero en este templo espiritual, tal como existe en la trama de la Historia de del Mundo, lo carnal, continua todavía, no solo presente, sino dominador y obsesionante. Cuando todo haya sido purificado (…) cuando todo proceda de su Espíritu, entonces el Cuerpo de Cristo será establecido para siempre, con su Cabeza, en la casa de Dios” (267). Quizá al resaltar tan vivamente lo “carnal” en la Iglesia, recuerda el mal momento por el que pasaba, que no aparece mencionado en ningún momento del libro.
“Nos encontramos, precisamente, en la línea fronteriza de lo visible y lo invisible, de lo corporal y lo espiritual. A partir de este punto, la historia profunda de la creación será la de las comunicaciones por las que Dios realizará en ella una presencia de Sí cada vez más intensa” (268).
Recuerda la doctrina de Santo Tomás de Aquino, y los debates sobre los modos de presencia, por la creación (ontológica) y por la gracia. “El segundo, la gracia, en efecto, nos convierte eficazmente hacia Dios, de suerte que podemos asirle y poseerle por el conocimiento y el amor: sí, asirle y poseerle a Él. No a una semejanza suya, sino a su Substancia. Por ello, puede darse, por este camino, una verdadera divinización. Los Padres y los teólogos cuidan de precisar (…) que no se trata ya de una Presencia, sino de Inhabitación” (269).
Esto le permite una bella y profunda conexión entre Cristo la Eucaristía y la Iglesia: “En Cristo, una carne humana deviene templo de Dios (…). El régimen de existencia de la Iglesia, que fluye de esta misma Encarnación, encuentra aquí su ley más profunda. (…) Todo el régimen de la Iglesia es igualmente un régimen de presencia y de acción mediante un cuerpo (…). Según la Escritura, el cuerpo nacido de María, y que pendió del madero no es el único que merece el nombre de cuerpo de Cristo. Este título pertenece también, con toda verdad, al pan ofrecido en la Eucaristía en memoria suya y a la comunidad de los fieles, a la Iglesia (…). En ellas se realiza un único e idéntico misterio, el misterio de la Pascua, del Tránsito al Padre. Este misterio, realizado en uno solo, aunque para todos, debe venir a ser el de todos en uno solo. (…) El cuerpo físico del Señor, tomado como alimento en el sacramento, nos constituye plenamente en sus miembros y conforma su cuerpo comunional. Tal es el encadenamiento dinámico de las tres formas de un mismo misterio” (271-273).
Realmente es una conexión fecunda y significativa. “La Eucaristía, cuerpo sacramental de Cristo, alimenta en nuestras almas la gracia, por la cual somos el templo espiritual de Dios; es el sacramento de la unidad, el signo del amor por el que formamos un solo cuerpo, el cuerpo comunional de Cristo. Es, finalmente, para nuestros mismos cuerpos, una promesa de resurrección. Es también, para el mundo entero, germen de trasformación gloriosa por el poder de Cristo. Tiene, por tanto, un valor cósmico” (276-277).
El libro contiene, además, tres interesantes apéndices. El primero es un panorama cronológico de la Historia de la salvación, donde Congar asume con matices, las distintas opiniones sensatas sobre la datación de los textos. Los otros dos anexos son teológicos. El primero, muy interesante, trata de La Virgen María y el templo, recorriendo las relaciones profundas y paralelos que se encuentran en la Escritura, recogen los Padres y se expresan en la Liturgia. El segundo, trata de la Presencia e Inhabitación de Dios en la antigua y en la nueva y definitiva disposición. Se trata de pensar en la economía del Espíritu Santo: cómo ha sido dado en la historia, plenamente en Jesucristo, que lo da a su Cuerpo, la Iglesia. Pero también cómo actúa antes: con una eficacia real, pero al mismo tiempo con una distinción. Juan el Bautista, “el mayor de los nacidos de mujer” estaba santificado y, sin embargo, pertenece todavía a la antigua disposición. Hay, sin duda, una anticipación, que permite a todos los hombres vincularse de algún modo con el Espíritu, pero también se produce una novedad, al resucitar Cristo y transmitir a la Iglesia su Espíritu.
Juan Luis Lorda
Fuente: Revista Palabra
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