Recientemente se está redescubriendo el valor del matrimonio cristiano: realidad sacramental y a la vez determinación de la vocación universal a la santidad, pero no es una realidad más que debe ser ordenada a Dios, sino que se trata de una relación de amor entre dos personas. Una auténtica concreción peculiar de la llamada general a la santidad
Contaba Juan Pablo I que en el siglo XIX enseñaba en la Universidad de la Sorbona, en París, Federico Ozanam (1813-1853), muy buen católico y excelente escritor y profesor. El P. Lacordaire (1802-1861), el predicador más famoso de Francia y gran amigo de Ozanam pensaba que Federico podría ser un excelente sacerdote, e incluso obispo. Pero Ozanam se casó y su amigo se permitió comentar: «¡Pobre Ozanam! ¡También él ha caído en la trampa!» Dos años después, Lacordaire fue recibido en Roma por Pío IX, y el Papa le dijo: «Venga, venga, padre, yo siempre había oído decir que Jesús instituyó siete sacramentos: ahora viene Ud., me revuelve las cartas y me dice que ha instituido seis sacramentos y una trampa. No, padre, el matrimonio no es una trampa, es un sacramento muy grande»[1].
Sirva esta anécdota para recordar que existen vocaciones no vinculadas a un sacramento específico más allá de la condición de hijo de Dios recibida en el bautismo[2] y a su vez la mayoría de los sacramentos no tienen una vinculación concreta con una vocación específica. En el caso del matrimonio, sin embargo, existe esta bilateralidad: entre cristianos, el matrimonio válidamente contraído es una realidad sacramental y a la vez una determinación de la vocación universal a la santidad.
Sin embargo, conviene hacer varias precisiones. La llamada universal a la santidad invita y habilita a todos los fieles a ser santos y a llevar a Dios todas las circunstancias de su vida y todas las realidades temporales en las que legítimamente participan. En cambio, el matrimonio no es una realidad temporal más de este conjunto inmenso de realidades susceptibles de ser ordenadas al Creador: es una realidad interpersonal; es una relación intersubjetiva de amor[3]. Parece que puede señalarse que la vocación al matrimonio constituye una concreción peculiar de esa llamada general a la santidad: «la vocación universal a la santidad está dirigida también a los cónyuges y padres cristianos. Para ellos está especificada por el sacramento celebrado y traducida concretamente en las realidades propias de la existencia conyugal y familiar»[4].
Aun así, esa precisión todavía no sería suficiente para explicar la vocación matrimonial. Porque esa relación interpersonal no es una relación genérica de amor entre dos personas cualesquiera, sino que emerge y se construye a partir de la propia estructura ontológica del ser humano, cuya dimensión sexuada lo constituye en mujer o varón. Independientemente de la interacción del hombre sobre su propio ser, es un dato antropológico que la realidad mujer-varón existe y ofrece diferencias y singularidades (ciertamente graduales y personales) que suponen modos complementarios y potencialmente enriquecedores de ser persona. La riqueza proviene precisamente de que contienen las mismas cualidades y a la vez se presentan de modos diferentes, de la misma manera que pueden unirse y constituir un principio único de origen de nuevos hijos. De ahí que sea posible la existencia de un amor específico entre mujer y varón, basado precisamente en las diferencias (masculino-femeninas) de uno y otra, arraigadas a la vez en la igualdad del valor personal. Ningún otro amor humano se asienta sobre una estructura particular −ontológica− del propio ser humano.
Cabe, además, añadir que esta relación interpersonal basada en la diferenciación y complementariedad de varón y mujer se establece y constituye como un verdadero rasgo de identidad en el ser. La maternidad, la paternidad y la filiación surgen del origen en el orden de la naturaleza; la fraternidad, del tronco común. Pero la identidad de los padres, de los hijos, de los hermanos, ni se elige ni se comparte como algo coposeído. La conyugalidad, en cambio, enlaza radicalmente la fuerza de la naturaleza (desde la condición sexuada de la persona) con la originalidad de la libertad personal: la única que puede ser causa eficiente de una relación de este tipo.
Así, el amor, la elección y el compromiso −la voluntad de casarse con alguien− son enteramente fruto del libre albedrío; y a su vez el objeto de ese acto de voluntad y el contenido de la alianza conyugal es asumido por la libertad a partir de las potencias naturales de la persona, varón y mujer. En efecto, en el momento de constitución del matrimonio, lo que realizan la mujer y el varón es un acto de don-aceptación (cada uno a través del otro) de lo que son como personas femenina y masculina. Pero ese acto no queda aislado, no es transeúnte, sino que genera la condición de cónyuges que desde entonces les es inmanente. Ese título de copertenencia biográfica se instala en el ámbito del ser. En expresión feliz de Hervada, lo que era meramente potencial y gratuito lo han hecho ser actual y debido.
Aparece aquí la distinción entre el ser y el obrar. Como en las demás dimensiones de la persona humana, el ser precede al obrar y a la vez procede a obrar a través de la voluntad libre de la persona. El ser abre la persona al obrar, pero no la determina. De igual modo, el ser conyugal hace a un cónyuge coposesor y copartícipe del en todo lo conyugable y sus efectos, pero la ejecución coherente de esa relación debida −las obras del amor ya entregado− deben ser puestas desde la libertad de cada uno, que por definición es biográfica y permanece abierta mientras exista la posesión de sí. De ahí que un cónyuge pueda ser buen o mal cónyuge −en un momento, o en otro−, como un padre, una madre, un hijo o un hermano pueden ser buenos o malos en cuanto tales.
El ser humano que recibe el bautismo −la persona− es elevada en el orden sobrenatural a la condición de hijo de Dios… obviamente sin perder su condición natural de persona: la elevación no cambia o muda la sustancia. De modo análogo, por la condición de cristiano −por estar injertado en Cristo por el bautismo−, cuando se genera el matrimonio, el orden de la gracia invade y empapa toda la realidad natural, elevándola… sin mudar nada de lo que es en sí el matrimonio: ni esencia, ni fines, ni propiedades o elementos esenciales. La sacramentalidad no es un algo añadido, ni un revestimiento del matrimonio que dependa de la intensidad cristiana de la vida de los contrayentes. Es un regalo de Cristo, un don divino que depende solo de su voluntad, y que hace posible vivir la misma realidad en un plano y de un modo nuevos, y abre un sentido también nuevo de esa vida, que es susceptible de ser convertida en la caridad de Cristo Jesús: «El matrimonio es una vocación, en cuanto que es una respuesta al llamado específico a vivir el amor conyugal como signo imperfecto del amor entre Cristo y la Iglesia»[5].
No podemos olvidar que en el sacramento del matrimonio los sujetos, quienes administran el sacramento, son los propios contrayentes, y el objeto que intercambian en ese acto de don-aceptación son también ellos mismos en su complementariedad sexuada. Parece evidente que nada de eso puede cambiar por la condición sacramental, como tampoco puede variar la alianza constituida en el pacto conyugal: la relación vincular establecida y otorgada, que da origen al deber de poner los actos propios del amor conyugal.
También aquí existen particularidades del matrimonio. Además de que los contrayentes son ministros del sacramento que se administran a sí mismos (verdadera particularidad de este sacramento), son objetos del mismo sacramento, «hasta tal punto que el efecto primario e inmediato del matrimonio (res et sacramentum) no es la gracia sobrenatural misma sino el vínculo conyugal cristiano, una comunión en dos típicamente cristiana porque representa el misterio de la Encarnación de Cristo y su misterio de Alianza»[6].
¿Qué es lo nuevo que aporta la sacramentalidad?: lo que le ha asignado la voluntad constituyente de Jesucristo: en primer lugar, ser signo de la unión de Cristo con la Iglesia[7]. Al llegar a este punto hay que recordar que no es la unión de Cristo la que se parece a la unión esponsal, sino al revés: el primer analogado es Cristo en su unión con la Iglesia, y la unión conyugal de los cristianos refleja esa unión. Es más, «el sacramento no es una cosa o una fuerza, porque en realidad Cristo mismo “mediante el sacramento del matrimonio, sale al encuentro de los esposos cristianos” (cf. Gaudium et spes, 48) (…) El matrimonio cristiano es un signo que no sólo indica cuánto amó Cristo a su Iglesia en la Alianza sellada en la cruz, sino que hace presente ese amor en la comunión de los esposos»[8].
En segundo lugar, en cuanto sacramento, el matrimonio concede la gracia a los fieles que lo reciben en las debidas condiciones. Pero además, precisamente porque el matrimonio se asienta establemente en la persona, mujer y varón, también el sacramento ofrece un quid permanens −que algunos autores han llamado cuasicarácter sacramental−, un titulus gratiae, un compromiso de Dios (por decirlo de algún modo) de avalar, iluminar, acompañar a los contrayentes a lo largo de la vida conyugal y familiar para ayudarles en la tarea de convertirla toda entera en camino santificable y santificante: «el amor humano −decía Pablo VI a unos matrimonios− se transforma en gracia, se hace vehículo e instrumento del amor divino, que se derrama cada vez más abundantemente sobre vosotros, y de uno a otro, y de ambos a los hijos, en intercambio mutuo, para el que prepara y robustece la gracia del sacramento»[9].
En tercer lugar, el sacramento introduce a los cónyuges cristianos en una condición particular en el seno de la comunidad eclesial y de la sociedad civil, y les llama a desarrollar una misión específica en ambos campos, para la cual les atribuye un carisma particular[10].
«La unión de los esposos es también un camino de santidad»[11], decía Pío XII en 1941. No se trata de perfeccionarse con ocasión de los avatares de la vida conyugal y familiar, sino de vivirlos expresamente desde el plano sobrenatural, insertarlos en la caridad de Cristo, y desarrollarlos como carisma propio en el seno de la comunidad. Todo lo conyugal y familiar es bueno (incluso naturalmente sacro, podríamos decir) y se puede divinizar precisamente ejerciendo de modo santo el propio rol en el seno de la familia: «El matrimonio está hecho para que los que lo contraen se santifiquen en él, y santifiquen a través de él: para eso los cónyuges tienen una gracia especial, que confiere el sacramento instituido por Jesucristo. Quien es llamado al estado matrimonial, encuentra en ese estado −con la gracia de Dios− todo lo necesario para ser santo, para identificarse cada día más con Jesucristo, y para llevar hacia el Señor a las personas con las que convive»[12]. El mismo autor, con palabras fuertes, afirma que el lecho matrimonial es un altar, lugar santo en el que se renueva la donación de sí entre los esposos mediante el acto conyugal, que es elemento fundamental de la vocación matrimonial como camino de santidad. Por ello, podemos afirmar que los esposos están llamados a la santidad no a pesar de los actos sexuales sino santificando estos actos, que son en si buenos y santificables.
Toda la cotidianidad de esta comunidad de vida y amor que es el matrimonio no es, por tanto, simple ocasión de poner a Dios en lo humano, sino fuente y camino de auténtica santidad, porque es Dios mismo quien sale al encuentro de los cónyuges en cada circunstancia y les invita y ayuda para llevar a la práctica la tarea vocacional a la que han sido llamados[13]. Como toda vocación, la matrimonial es a la vez tarea y carisma: tarea para poner en cada momento y circunstancia de la vida las obras del amor conyugal y familiar, con toda su dimensión social y apostólica. En ella destacan, como es obvio, además de la relación de esposos[14], las relaciones paterno y materno-filiales, fruto de ese amor y el deber de transmitir la fe y educar y respetar la libertad de los hijos. Y en ella se encuentran también los diversos roles y actuaciones que el matrimonio y la familia están llamados a llevar a cabo como parte constitutiva del bien común de la Iglesia y de la sociedad civil[15]: «Con todo, para un cristiano, el matrimonio no consiste en un simple remedio creado por los hombres para ordenar y regular las relaciones domésticas en la sociedad civil: es una auténtica vocación, una llamada a la santificación, dirigida a los cónyuges y a los padres cristianos[16]». Por el contrario, «quienes, según su propia vocación, viven en el estado matrimonial, tienen el peculiar deber de trabajar en la edificación del pueblo de Dios a través del matrimonio y de la familia»[17].
En definitiva, las decisiones sobre el domicilio o un cambio de trabajo, las relaciones sociales, el descanso y las vacaciones, el trato y educación de los hijos, las cuestiones económicas y el uso del dinero… todo se hace conyugal y debe ser planteado y resuelto desde el acuerdo de ambos cónyuges y desde la perspectiva global de su llamada a la santidad: todo se convierte en realidad sacramental.
Juan Ignacio Bañares
Profesor Ordinario de Derecho Matrimonial
Facultad de Derecho Canónico
Universidad de Navarra
Fuente: temesdavui.org.
[1] San JUAN PABLO I, Audiencia general, 13.09.1978. Ozanam, entre otras cosas, intervino en la fundación de lo que serían las Conferencias de San Vicente de Paúl. Fue beatificado el 22.08.1997.
[2] «Una misma es la santidad que cultivan en cualquier clase de vida y de profesión los que son guiados por el Espíritu de Dios (…) todos los fieles cristianos, en cualquier condición de vida, de oficio o de circunstancias, y precisamente por medio de todo eso, se podrán santificar de día en día, con tal de recibirlo todo con fe de la mano del Padre celestial, con tal de cooperar con la voluntad divina» (Concilio Vaticano II, Const. Lumen Gentium, 41; cfr. también el n. 21).
[3] El Concilio IV de Letrán, en 1215, recordaba que «no solo los vírgenes y continentes, sino también los casados merecen llegar a la bienaventuranza eterna, agradando a Dios por medio de su recta fe y buenas obras».
[4] San JUAN PABLO II, Exh. Ap. Familiaris consortio, n. 56.
[5] FRANCISCO, Exh. Ap. Amoris laetitia, n. 72.
[6] San JUAN PABLO II, Exh. Ap. Familiaris consortio, n. 13.
[7] San Pablo en la Epístola a los de Éfeso (5. 28), dice expresamente: «Vosotros, los maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella». Y San Ignacio de Antioquía, en su Epístola a San Policarpo, recoge casi textualmente esas mismas palabras: «Manda a mis hermanos en nombre de Jesucristo que amen a sus esposas como Cristo a la Iglesia».
[8] FRANCISCO, Exh. Ap. Amoris laetitia, n. 73.
[9] Beato PABLO VI, Alocución Abbiamo desiderato, 25.09.1965. San Juan Pablo II decía que el don que los esposos reciben de Dios es «propio, destinado a personas concretas, y específico, o sea, adecuado a su vocación de vida». (Alocución, 07.07.1982). El papa FRANCISCO añade: «La familia y el matrimonio fueron redimidos por Cristo (cf. Ef 5,21-32), restaurados a imagen de la Santísima Trinidad, misterio del que brota todo amor verdadero. La alianza esponsal, inaugurada en la creación y revelada en la historia de la salvación, recibe la plena revelación de su significado en Cristo y en su Iglesia. De Cristo, mediante la Iglesia, el matrimonio y la familia reciben la gracia necesaria para testimoniar el amor de Dios y vivir la vida de comunión». (Exh. Ap. Amoris laetitia, n. 63).
[10] San JUAN PABLO II, Alocución Vi saluto, 03.05.1981: «Efectivamente, en el sacramento recibís, como cristianos, una dignidad nueva: la dignidad de marido y de esposa y una nueva misión».
[11] PÍO XII, Alocución Quante volte, 13.08.1941.
[12] S. Josemaría ESCRIVÁ, Conversaciones, 91.
[13] «En realidad, toda la vida en común de los esposos, toda la red de relaciones que tejerán entre sí, con sus hijos y con el mundo, estará impregnada y fortalecida por la gracia del sacramento que brota del misterio de la Encarnación y de la Pascua» (Francisco, Exh. Ap. Amoris laetitia, n. 74).
[14] Dice S. Juan Crisóstomo: «Muéstrale a tu mujer que aprecias mucho vivir con ella y que por ella prefieres quedarte en casa que andar por la calle. Prefiérela a todos los amigos e incluso a los hijos que te ha dado; ama a éstos por razón de ella». (Hom. 20, sobre la Carta a los Efesios).
[15] «Los esposos cristianos han de ser conscientes de que están llamados a santificarse santificando, de que están llamados a ser apóstoles, y de que su primer apostolado está en el hogar. Deben comprender la obra sobrenatural que implica la fundación de una familia, la educación de los hijos, la irradiación cristiana en la sociedad» (S. Josemaría Escrivá, Ibid.).
[16] San JUAN PABLO II, Alocución, 06.06.1992.
[17] Código de Derecho Canónico, 1983, c. 226, 1. Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 901.
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