Que una persona de nuestro tiempo, con aspiraciones a ‘algo’ no puede andar mostrando convicciones religiosas serias, es idea común: en muchos ambientes la religión es un lastre del que es preciso desprenderse para subir
Vivimos un tiempo poco religioso. Cualquier observador recibe prácticamente a diario señales de la debilidad y escasa vigencia que en nuestra época tienen los elementos característicos de la religiosidad, tanto en las personas como en las sociedades occidentales. Causa o efecto de ello es que el universo religioso, −o más exactamente, el católico; con el Islam no se debe jugar− es tomado como objeto de embestidas y burlas, no sé si inteligentes, pero desde luego nada audaces dados los vientos que soplan. Que una persona de nuestro tiempo, con aspiraciones a algo no puede andar mostrando convicciones religiosas serias, es idea común: en muchos ambientes la religión es un lastre del que es preciso desprenderse para subir.
Es una experiencia común que lo que importa realmente a las personas suele ir acompañado de alguna o de mucha exigencia, de compromiso serio, mientras que la versión ligera de convicciones y empeños es bastante llevadera… y profundamente insatisfactoria. Esta observación es válida también −quizás incluso especialmente válida− en el caso de la religión como factor conformador de la existencia. El filósofo Eugenio Trías, por ejemplo, defendió una «religión en la edad del espíritu» según la cual la religiosidad se conforma como una reacción del sujeto ante «lo sagrado», como experiencia religiosa espontánea del espíritu, que encuentra ecos de sus intereses en elementos de experiencias religiosas diversas, que le resulta conveniente añadir a la suya propia. Cada uno por tanto tiene su propia experiencia religiosa y, por qué no, su propia religión de la que es fundador, profeta y fiel. Frente a esta forma de nueva religión del espíritu, las religiones, y muy en particular la cristiana, no serían −la conclusión es casi palmaria− sino formas de acogotar la libertad y racionalidad y, por tanto, otras tantas maneras de alienar a espíritu.
En otros casos, la religión es situada en relación con la sensibilidad emocional y estética. Un ejemplo de ello es Karen Armstrong, la escritora irlandesa recientemente galardonada con el premio Princesa de Asturias, en Ciencias Sociales, por sus escritos sobre el significado de las religiones. Armstrong ha declarado que para ella la religión pertenece al mismo terreno que el arte, y que ese es el camino −no el racional− para llegar a Dios; «la teología es poesía» concluía en una entrevista reciente.
Las propuestas de Trías y de Armstrong tienen en común que no exigen demasiado a los fieles de sus propuestas religiosas. La exigencia a que aquí nos referimos no es la específica de una vida moral elevada, sino la que se atreve a hacer un juicio sobre la verdad de una u otra religión. Más aún, al tratarse de religiones del sujeto, de lo que brota de él sin más, o como mucho ante lo absolutamente desconocido, no hay lugar para establecer una relación entre esa religión y algo real que la trasciende. No se trata de realidades sino de sentirse bien.
Estas formas débiles de religión conviven pacíficamente con la indiferencia religiosa que se ha extendido como una ola imparable en la sociedad occidental. Y así no hay ningún problema en que unas personas sean religiosas y otras sean indiferentes. Todo es admisible si contribuye al bienestar subjetivo. Lo único que no es aceptable para la corrección dominante es la pretensión de quienes pretenden que existe una relación entre la religión y la verdad, y que esta verdad depende de que exista una auténtica relación entre el hombre y Dios. Ahora bien, una religión del espíritu subjetivo que sea automanifestación del propio sujeto −entiéndase éste como espíritu particular o trascendental− será cultura, pero no religión, como ya denunció Barth frente a Schleiermacher.
Una religión sin trascendencia, sin relación con la verdad ¿sigue siendo religión? Desde un punto de vista fenomenológico no hay duda de que es religión porque cuenta con elementos religiosos, como ritos, creencias, principios morales. Pero cabe también un juicio más exigente a la pregunta de si estamos ante una verdadera religión.
La relación religiosa supone necesariamente una comprensión de la realidad antropológicamente des-centrada, es decir, no como algo estático que gira sobre sí mismo, sino dinámico; no fundamentada en sí sino en relación con un centro distinto de él. Dicho con otras palabras, la religión es cosa de dos: del hombre y de la divinidad, se la conciba a ésta como se quiera. La distinción entre el hombre y Dios es condición básica de una auténtica relación, de toda verdadera religión. Por esta razón, el hombre es religioso cuando en su conciencia y en sus actos expresa una respuesta a una Presencia percibida de una u otra forma en su espíritu. Por ser respuesta no puede ser simple espontaneidad, ni realizarse en la pura libertad que decide por sí y ante sí.
¿A qué nos referimos al nombrar a Dios? No al qué, sino a Aquél, Alguien que es distinto del hombre, que le trasciende, y que es el origen último de la realidad y fuente de la bondad. Así descubrimos que solo si hay una verdadera relación con Dios es posible hablar de religión. Con otras palabras, solo hay «verdadera religión» si hay verdadera relación con Dios. Sobre el fundamento de la relación entre religión y verdad se pueden identificar las características propias de una religión seriamente considerada en la que la acción del sujeto es solo una parte de la realidad total: lo que el hombre pone está en relación con la noticia y la llamada del Otro que es Dios mismo.
Hablar de verdadera religión no equivale, sin embargo, a situarse en un plano objetivo en el que la referencia Dios es universalmente comprendida y compartida. Dios es uno, pero las imágenes de Dios son distintas e incluso contrapuestas: unas son más verdaderas que otras. ¿Cuál sería la imagen más perfecta de Dios? Podemos responder que aquella que sin disminuir a Dios da mayor plenitud al hombre; aquella en la que la alteridad Dios-hombre sea más fecunda para comprender mejor a Dios y al hombre. De esta manera, desde un punto de vista meramente social, la religión verdadera sería aquella que realizara de la manera más perfecta y en cierto modo de una manera única la religación entre el hombre y Dios.
De lo que precede, se concluye que la relación entre Dios y el hombre es insustituible, y que en esa relación está anclada la pregunta por la verdad de la misma religión. Una religión del espíritu (subjetivo) o interpretada como experiencia estética compleja es radicalmente tolerante (¿indiferente?) ante cualquier forma diversa de entender la religiosidad y sus variadas expresiones. Es en ese contexto como se ha desarrollado la convicción bastante generalizada de que todas las religiones son iguales ya que todas son expresión de la interioridad que reacciona ante el misterio de la existencia. Por eso, la razón por la que unas personas tienen una religión, y otras una religión distinta es por la tradición familiar, cultural o social. La geografía, el grupo étnico y el momento histórico en que se vive serían, en este caso, determinantes casi de manera absoluta ya que también ellos forman parte de la única dimensión religiosa que sería el propio sujeto. En algunos casos (Islam o judaísmo, por ejemplo) así se justifica el control familiar, cultural y social sobre las decisiones de los individuos en torno a la religión.
Si no se reconoce una relación auténtica con Dios distinto de uno mismo, la adhesión o separación de la religión recibida es inseparable de la adhesión o apartamiento de la familia, de la cultura y de la propia sociedad. Así no es posible, en determinadas culturas, la libertad religiosa como derecho del individuo. En las sociedades secularizadas, en cambio, la indiferencia es la norma −la «dictadura del relativismo» de que habló repetidamente Benedicto XVI– y la adhesión fuerte a una religión se convierte en una anomalía difícil de comprender.
Una actitud abierta ante el fenómeno religioso no se resistirá a tomar en consideración, en primer lugar, el carácter relacional de la persona humana que lleva a entender el existir como co-existir y el vivir como con-vivir. Se ha hablado antes de la realidad antropológicamente des-centrada como de una condición básica para que haya auténtica religión. Una explicitación de ello es el descentramiento antropológico en el que el punto de referencia central de la existencia no es el yo aislado, sino el ser con los otros. Esta esencial relacionalidad humana alcanza un horizonte último y su verdadero fundamento en la relación única del hombre con la realidad de Dios. Es entonces imposible que, a partir de una vida ante Dios, la religión sea otra cosa que reconocimiento de Dios y respeto y amor a sus criaturas.
Por esa razón cuando se apela a motivos religiosos para justificar el desprecio de las personas diferentes o para cualquier forma de violencia, en realidad se está violentando de manera insufrible la esencia de la verdadera religiosidad; es de hecho una absoluta corrupción de la religión a la que se usa como tapadera de otros motivos (sociales, raciales, culturales, políticos, etc.). Este abuso de la religión constituye objetivamente una blasfemia, aunque subjetivamente la responsabilidad pueda ser menor por ignorancia o manipulación.
La religiosidad natural de las personas y de los pueblos es una preparación para la iniciativa salvadora de Dios que, más allá de la creación, se ha encarnado y se ha hecho uno de nosotros. Ese es el núcleo de la propuesta cristiana que no es una más entre otras, sino que se presenta como la fe en Cristo Jesús, el Hijo enviado por Dios a este mundo para que, hecho hombre, fuera el Salvador de sus hermanos y abriera las rutas de la vida a la plenitud humana posible en este mundo y finalmente a la vida eterna.
La propuesta cristiana plantea la necesidad de poner en relación las religiones y la revelación de Dios en Cristo. La fe en Jesucristo como quien nos da a conocer el amor salvífico del Padre y lo realiza con su vida y con muerte redentora aparece como la vía última y definitiva por la que los hombres son llamados a responder religiosamente a Dios. En la predicación del Evangelio hay una llamada a descubrir la respuesta última a todos los impulsos y anhelos de la búsqueda religiosa de Dios. Las «semillas del Verbo» diseminadas en el conocimiento humano y los hombres religiosos de todos los tiempos alcanzan su florecimiento y dan su fruto al encontrar la respuesta esperada en el encuentro con el Mediador entre Dios y los hombres, con el Señor Jesús.
Entre algunos es común la idea de que para creer en Cristo es necesario renunciar a ejercer la racionalidad, y que el cristiano es alguien que, simplemente, está a la escucha de lo que le digan las instancias jerárquicas de la institución eclesial. Esa caricatura es simple y ha hecho fortuna por diversos motivos. Por tal razón, quien se confiesa cristiano sabe que debe arrostrar la exclusión por principio en ámbitos en los que esa condición se considera una especie de contaminación. Uno albergaría la esperanza de que al menos algunas personas críticas, pero de mente abierta, pudieran considerar seriamente las razones del creer que tienen tanto personas sencillas como personas cultas. No suele suceder, por desgracia. Bastaría sin embargo que consideraran la explicación agustiniana de la fe como «pensar con asentimiento» (credere est cum assensione cogitare). Esa es la originalidad de la fe cristiana, pensar con asentimiento.
El cristiano no renuncia a su razón. Más aún: considera inmoral renunciar al ejercicio de la razón. Pero en cambio no confía a su juicio individual el criterio último de lo verdadero. La fe va por ello siempre acompañada de una cierta tensión: la del que busca comprender, pero al mismo tiempo no sitúa el fundamento de sus certezas trascendentes en su limitada comprensión. El cristiano escucha a esa Presencia que llamamos Dios, y con Él establece un diálogo: en Jesucristo, Palabra clara, cercana, hecha carne que, manifestado a los hombres, es digna de ser amorosamente buscada, entendida y aceptada en la fe.
César Izquierdo
Profesor Ordinario de Teología Fundamental, Universidad de Navarra
Fuente: temesdavui.org.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |