El profesor José Luis Illanes ofrece luces para entender una realidad que todavía tiene que ser redescubierta por muchos bautizados
En la actualidad, es relativamente frecuente escuchar referencias a la necesidad de la santidad de todos los cristianos; pero su concreción, su aplicación práctica a través de la predicación y el acompañamiento espiritual, se encuentran muy lejos de haberse normalizado. Los últimos papas han recordado esta exigencia universal de todos los bautizados: recientemente, el papa Francisco en su exhortación Gaudete te Exultate, sobre el llamamiento a la santidad en el mundo contemporáneo, o el reciente Sínodo de los Obispos (2018) dedicado a los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional. El profesor José Luis Illanes trata en estas páginas la historia de la vocación universal a la santidad. Cómo se ha vivido y como se ha enseñado durante veinte siglos. Ofrece luces para entender una realidad que todavía tiene que ser redescubierta por muchos bautizados.
“Ésta es la voluntad de Dios vuestra santificación”, escribe san Pablo en la primera de sus cartas a los tesalonicenses[1]. San Juan en la primera de sus epístolas realiza una declaración análoga: “Queridísimos: ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como es. Todo aquel que tiene esta esperanza, se santifica para ser como él, que es santo”[2]. En el trasfondo de esas afirmaciones apostólicas, se encuentran las palabras del mismo Jesucristo, que, en el sermón de la montaña, después de haber puesto de manifiesto que los mandamientos son mucho más que un simple elenco de prescripciones, concluye con una invitación solemne: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”[3].
Esos textos, junto a otros muchos que podríamos alegar, nos sitúan ante un horizonte de progresivo crecimiento en la condición cristiana. La semilla, la nueva vida, comunicada con el bautismo, está llamada a crecer, radicándose en el alma cada vez con más hondura e informando la totalidad la existencia. Y esto en referencia a todo cristiano, ya que “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”[4], de esa verdad que es Cristo, con el que el cristiano está llamado a identificarse, abriéndose, en virtud de la gracia y de la acción del Espíritu Santo, a la comunión con Dios Padre.
La llamada a identificarse con Cristo, y por tanto a la santidad, forma parte del núcleo del mensaje evangélico. Y, en consecuencia, ha estado presente en todos los periodos de la historia de la Iglesia, desde la época apostólica hasta nuestros días. Es un hecho a la vez que la proclamación de la llamada universal a la santidad realizada en uno de los documentos del Concilio Vaticano II −la constitución Lumen Gentium− fuera recibida como un acontecimiento que representaba un importante paso adelante en la vida de la Iglesia y en el impulso a su apostolado. Porque aunque es cierto que esa llamada ha estado siempre presente en la predicación de la Iglesia, también lo es que, desde una perspectiva teológica y pastoral, no ha sido siempre proclamada con la misma nitidez e intensidad.
No es este el momento de proceder a una exposición histórica detallada que documente lo que acabamos de decir, tarea que exigiría un amplio espacio; pero sí cabe esbozar algunas pinceladas. La primera de esas pinceladas nos lleva a situarnos en la época apostólica y en las cronológicamente sucesivas, durante las cuales la cercanía de la vida terrena de Jesús y el encuentro con los apóstoles y sus colaboradores inmediatos mantenía una fuerte tensión espiritual. Hubo problemas y defecciones, como los mismos escritos apostólicos reconocen, pero la grandeza del mensaje sobre un Dios que crea por amor, y que lleva su amor hasta hacerse hombre y dar su vida por nosotros, se difundió con vibración y rapidez de un extremo a otro del imperio romano. Las persecuciones que se sucedieron a partir del siglo primero, contribuyeron, también en los lugares y en los periodos donde alcanzaron menos virulencia, a mantener viva la conciencia de que la vocación cristiana reclamaba el heroísmo. Y no sólo en el contexto de la persecución, sino en todo momento, dando testimonio de Cristo a través de la fe vivida en y a través del existir ordinario.
A comienzo del siglo IV cesan las persecuciones. Algo antes (probablemente en torno al año 270), un joven patricio, nacido en una zona cercana al Nilo y Antonio de nombre, percibe que Dios le pide que deje su casa y todos sus bienes, distribuyéndolos entre los pobres, y que marche al desierto, para allí, en el retiro y en la soledad, entregarse a la oración y a la busca de la unión Dios. Nacía así el movimiento monástico (de monos, solo, en griego), que, con matices diversos, se extendió ampliamente, llegando hasta nuestros días, e impulsando, tanto en la época antigua como en las posteriores, decisiones de honda vida cristiana, también entre quienes no se han sentido llamados a la condición monástica.
No el monaquismo en cuanto tal, pero sí la reflexión al respecto, está expuesta a un riesgo: interpretar esa vocación no como una, entre otras posibles vocaciones cristianas, sino como la vocación cristiana por excelencia, considerando las restantes como menos radicales o menos abiertas a la plenitud de la santidad. Un ejemplo neto de ese planteamiento lo ofrecen, apenas un siglo más tarde, las Instituciones cenóbiticas del abad de Marsella, Juan Casino. En el capítulo destinado a comentar la pobreza de los iniciadores del monaquismo, hace referencia a la comunidad cristiana primitiva de Jerusalén cuyos miembros, según narran los Hechos de los apóstoles (2, 44-45), vendían sus bienes y tenían en común todas las cosas. Casiano no desconoce que esa práctica no se vivía en las comunidades cristianas constituidas, también en época apostólica, en otras ciudades y regiones, pero enseguida continúa: “¿Quienes pensáis que serán más bienaventurados, aquellos que congregados más recientemente de los gentiles, y no teniendo fuerzas para seguir la perfección evangélica, todavía conservan sus riquezas, en una situación que el Apóstol [san Pablo] considera fructuosa, si, al menos, se apartan de los ídolos, de la fornicación, de lo sofocado y de la sangre; o aquellos que, satisfaciendo la verdad evangélica y llevando cada día la cruz de Cristo, nada han querido conservar de sus propias posesiones?”[5].
El abad de Marsella no ha tenido seguidores en su peculiar interpretación del decreto del Concilio de Jerusalén (Act 15, 22-29) como un decreto encaminado a permitir a los gentiles seguir un cristianismo dulcificado. Sí los ha tenido, en cambio, aunque de ordinario acudiendo a términos menos netos, respecto a la consideración según la cual cabe distinguir entre dos condiciones cristianas: la formada por quienes, aspirando a continuar la vida de la primitiva comunidad de Jerusalén, viven un cristianismo radical; y la integrada por el resto de los cristianos, que se acogen a un cristianismo menos exigente.
Como ya tuve ocasión de escribir hace años, seguir a lo largo de la historia la reiteración, con unas u otras palabras, de esa concepción[6]. No es necesario sin embargo proceder a ello en este momento. Es oportuno señalar en cambio que trajo consigo una predicación que trasmitía la promesa divina de salvación y manifestaba sus exigencias morales, pero sin desplegar ante el cristiano corriente −o sin desplegar de forma efectiva− todas las implicaciones espirituales que de ahí derivan o, al menos, sin poner de manifiesto que esas implicaciones pueden encarnarse también en la existencia secular ordinaria. En suma, de una forma o de otra, se daba por supuesto que el existir ordinario, con todo lo que implica de participación en las tareas profesionales, en la vida social y política, en los avatares y afanas que jalonan la historia, no es compatible con una aspiración a la plenitud de la santidad[7].
En los inicios del monaquismo el compromiso de los monjes se expresaba, de ordinario, sólo a través del voto o promesa de estabilidad, es decir, del compromiso a permanecer en el monasterio en el que se ingresaba y a cumplir la regla por la que ese monasterio se regía. En la Edad Media, y, en parte, como consecuencia, primero, de la asunción por parte de los monjes de tareas pastorales y, después, de la aparición de las órdenes mendicantes, cuyos miembros tenían −y tienen− una amplia movilidad, se acudió, como rasgos definitorios de la vida religiosa, a los consejos evangélicos, dando a la expresión no un sentido genérico −los consejos contenidos en el Evangelio−, sino específico y, por así decir, técnico, es decir, tres realidades que configuran un estado de vida: la pobreza entendida como renuncia al uso de los bienes materiales, la castidad vivida en el estado de celibato y unida por tanto a una plena continencia y a la renuncia a constituir una familia, y la obediencia considerada como entrega de la propia libertad[8].
El estado, o condición de vida, configurado por ese triple compromiso no fue nunca propuesto como un imperativo dirigido a todos los cristianos, sino como un ideal que puede ser recomendado o aconsejado. Y que puede serlo porque −y aquí tocamos la cuestión decisiva− se juzga que, al implicar un apartamiento de la sociedad humana, con todos los compromisos y empeños que esa sociedad trae consigo −lazos familiares, trabajo, relaciones económicas y culturales, etc.− facilita llegar a una más plena comunión con Dios. De ahí que ese estado de vida sea calificado, como hace Tomás de Aquino, como "estado de perfección" o, más exactamente, como "status perfectionis acquirendae", estado encaminado a la llegada efectiva a la una íntima comunión Dios y a la perfección cristiana.
Al asumir la tradición que le precede, el Aquinate lo hace con el equilibrio y la capacidad de síntesis que le caracteriza. De ahí que, ante todo, deje constancia de que la perfección cristiana hace referencia, formal o esencialmente, al cumplimiento de la voluntad de Dios y, por tanto, a los mandamientos, y singularmente al precepto de la caridad, del amor a Dios y al prójimo, a cuyo cumplimiento están llamados, con la ayuda de la gracia, todos los cristianos. “El amor a Dios y al prójimo –concluye- no cae bajo precepto según cierta medida, de modo que lo que está más allá quede bajo consejo”: respecto al fin del precepto −y esa es la calificación que merece el amor− no cabe medida; cabe ciertamente distinción y medida en relación con lo que, hoy y ahora, contribuye a manifestar el amor, pues aquí entra en juego la prudencia, pero manteniendo siempre la verdad del amor y la apertura a su crecimiento[9].
La reflexión tomista no termina ahí. Puede, en efecto −prosigue el Aquinate−, haber, y hay de hecho, en relación con la caridad, consejos, y por tanto decisiones y comportamientos que no se imponen a todos, sino que se proponen a la libre aceptación, pero desde una perspectiva diversa del acto mismo de la caridad: la posibilidad de remover realidades que, aunque no sean contrarias al mandamiento de la caridad, puedan dificultar el crecimiento en el olvido de uno mismo y en el amor a Dios[10]. El horizonte último de su argumentación seguirá siendo la llamada a ese crecer ilimitadamente en el amor que caracteriza la ley cristiana, pero dirigiendo la atención hacia los factores que pueden excluir o la dificultar ese dinamismo. Situado en esa línea distingue entre dos niveles:
a) de una parte, el apegamiento concupiscente y pecaminoso a las realidades creadas, es decir, la actitud de quien “se entrega totalmente a las cosas de este mundo, colocando en ellas su fin, y asumiéndolas como regla que guíe todas sus acciones”; lo que constituye un desorden que aleja por entero de los bienes espirituales;
b) de otra, el apartamiento, en la medida de lo posible, de aquellas realidades de este mundo que no se oponen a la caridad, pero con cuya remoción el fin, la perfección de la caridad, puede ser alcanzado “mejor y más fácilmente”, como es el caso, señala expresamente, del matrimonio y de las ocupaciones seculares[11].
De ahí la expresión con que resume su pensamiento: la perfección de la vida cristiana “per se et essentialiter” consiste en la caridad, pero “secundario et instrumentaliter” en la profesión de los consejos evangélicos, en el sentido específico que venimos considerando, o lo que es lo mismo en la adopción de un estado de vida, el status perfectionis adquirendi, alejado de las ocupaciones seculares[12]. Ciertamente, el Aquinate lo advierte expresamente, esto no implica que toda persona que haya asumido ese estado llegue efectivamente a la perfección (dependerá de su fidelidad a la decisión inicial), ni tampoco excluye que alguien que no haya asumido el estado de perfección pueda llegar a ser perfecto (la gracia de Dios es omnipotente). Pero una y otra posibilidad constituyen excepciones que no derogan el principio general. En suma, la síntesis tomasiana mantiene el prejuicio de considerar que, de por sí, las actividades seculares constituyen un obstáculo para el crecimiento en la plenitud del existir cristiano, con las consecuencias pastorales que antes indicábamos: dar origen a una predicación más moralizante que espiritual, y que, al presentar la vocación religiosa como paradigmática, coloca al cristiano corriente ante un ideal que puede admirar, pero sin aspirar a hacerlo propio.
La reflexión sobre la llamada a la santidad se ha desarrollado, pasando por la Edad Moderna hasta llegar casi a nuestros días, dando por supuesta, al menos tácitamente, la doctrina sobre el estado de perfección y sobre los consejos evangélicos tal y como quedó configurada por Tomás de Aquino. No han faltado, sin embargo, autores que a lo largo de esos siglos se han manifestado conscientes del empobrecimiento de la vida espiritual del conjunto del pueblo cristiano que esa doctrina, predicada de forma unilateral, podía provocar, y que han intentado, aunque sin entrar en una confrontación teológico-especulativa, corregirla. Citemos dos ejemplos:
Las obras mencionadas, y especialmente la Introducción a la vida devota, tuvieron amplio eco en el campo de la espiritualidad, y más concretamente en la apertura de los seglares a las dimensiones teologales del existir cristiano. Sin embargo, se estaba todavía lejos de una neta proclamación de la llamada universal a la santidad: para llegar a esa meta ha habido que esperar hasta la celebración, a mediados del siglo XX, del Concilio Vaticano II.
¿Por qué tuvo que darse esa espera?, ¿qué razones explican que no se pasara rápida y fácilmente desde los asertos de san Francisco de Sales y de san Alfonso María de Ligorio, junto a los de otros autores que podrían mencionarse, a un amplio reconocimiento de la existencia de una llamada universal a la santidad? Pueden, obviamente, ofrecerse muchas explicaciones, pero me parece que la mejor clave hermenéutica es la que ofreció el Cardenal Albino Luciani en un artículo que publicó en julio de 1978, unos meses antes de su elección como Romano Pontífice. El artículo, que está destinado a comparar entre sí la doctrina sobre la santidad de los cristianos corrientes, ocupados en la diversas tareas y realidades temporales, de san Francisco de Sales y la de san Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, comienza declarando que en ambos autores se pueden encontrar, a ese respecto, expresiones y declaraciones semejantes, pero, también, claras diferencias. El obispo de Ginebra −escribe desarrollando esa primera afirmación− “enseña solamente una espiritualidad de los laicos, mientras que Escrivá ofrece una espiritualidad laical. Francisco sugiere casi siempre a los laicos los mismos medios utilizados por los religiosos, con las oportunas adaptaciones. Escrivá es más radical: habla incluso de materializar −en el buen sentido− la santificación. Para él lo que se debe trasformar en oración y santidad es el trabajo material en sí mismo considerado”[15].
Prolongando esa observación, mejor, explicitando su trasfondo teológico, cabe decir que el fundamento último de la “mayor radicalidad” de la posición de san Josemaría Escrivá se encuentra en la valoración del mundo como realidad creada por Dios, dañada ciertamente por el pecado, pero sanada por la gracia que hace posible al cristiano devolver la bondad originaria al mundo en el que vive. Dicho con otras palabras, en la superación, consciente y decididamente propugnada, de toda consideración según la cual las ocupaciones temporales serían, ante todo, tareas y realidades que dificultan la elevación de la mente y de la vida hacia Dios, para verlas en cambio como puntos de apoyo para una relación viva e intensa con Dios, que quiere que la gran mayoría de los cristianos viva en medio del mundo y lleven ese mundo hacia Él[16].
Cuanto venimos diciendo incide, como es obvio, en la doctrina sobre los consejos evangélicos. No porque la excluya en cuanto tal: los tres consejos evangélicos, entendidos como lo hace Tomás de Aquino, definen un estado de vida −el religioso− de singular importancia para el vivir de la Iglesia. Sino porque excluye su universalidad, es decir, todo intento de considerar el “estado de los consejos” como la vocación cristiana por excelencia y “paradigmática”[17]. Y al excluir esa universalidad, abre el camino a otra: la de la llamada a la santidad cada uno según su propio estado o condición.
El Concilio Vaticano II, recogiendo los fermentos e impulsos presentes en la Iglesia de la primera mitad del siglo XX −los que hemos mencionados, y otros muy variados, desde la Acción Católica y el movimiento litúrgico hasta la renovación de los estudios bíblicos y de la teología− proclamó la llamada universal a la santidad en el capítulo quinto de la Constitución Lumen gentium. Lo hizo a través de tres declaraciones fundamentales:
a) Todos los cristianos están llamados a la santidad, a la perfección cristiana: “Todos en la Iglesia, pertenezcan a la jerarquía o sean regidos por ella, están llamados a la santidad, según las palabras del Apóstol: ‘Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación’ (1 Ts 4, 3)” (Lumen gentium, n. 39); “todos los cristianos, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (Lumen gentium, n. 40).
b) Esa santidad a la que los cristianos están llamados es una y la misma para todos, no hay ninguna condición cristiana en la que se esté llamado a menor santidad que en otras: “En los diversos géneros de vida y ocupación todos cultivan la misma santidad. Todos, por la acción del Espíritu de Dios, obedientes a la voz del Padre, adorando a Dios Padre en espíritu y verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y con la cruz a cuestas, de modo que puedan tener parte en su gloria“ (Lumen gentium, n. 41).
c) Esa única santidad debe perseguirla cada cristiano según su propio don: “Cada uno, según sus dones y tareas, debe avanzar con decisión por el camino de la fe viva, que suscita esperanza y se traduce en obras de amor” (Lumen gentium, n. 41).
Desde la perspectiva que estamos situados, resulta claro que esta última afirmación es la más significativa. Tanto más si tenemos en cuenta que constituye el inicio de un largo número de la Constitución en el que Concilio va haciendo referencia a diversos estados y condiciones (obispos y presbíteros, esposos y padres, trabajadores y obreros) para subrayar que es precisamente a través de ese estado o condición como cada uno está llamado a progresar en la personal santificación. Las palabras con las que se cierra el número sintetizan el mensaje que los párrafos precedentes aspiraban a trasmitir: “Todos los cristianos, por tanto, en sus condiciones de vida, trabajo y circunstancias, serán cada vez más santos a través de todo ello si todo lo reciben con fe como venido de las manos del Padre del cielo y colaboran con la voluntad divina manifestando a todos, precisamente en el cuidado de lo temporal, el amor con el que el Padre ama al mundo” (Lumen gentium, n. 41).
Reconocimiento del amor que Dios tiene al hombre, valoración del mundo como realidad creada por Dios, fe en la acción de la gracia que vence al pecado y hace posible devolver al mundo su bondad originaria y llevarlo hacia Dios, constituyen, como ya apuntábamos más arriba, el presupuesto para la toma de conciencia y la consiguiente proclamación de la llamada universal a la santidad, con la amplitud y la fuerza con que lo hace el Vaticano II, y la totalidad del magisterio eclesiástico sucecivo. Y también, podríamos añadir, los de su efectiva puesta en práctica.
José Luis Illanes
Profesor Ordinario Emérito de la Facultad de Teología
Universidad de Navarra
Fuente: temesdavui.org.
[1] Ts 4, 3.
[2] Jn 3, 2-3.
[3] Mt 5, 48.
[4] Tim 2,4.
[5] Casiano, Juan, De coenobiorum institutis, l. 7, c. 17 (PL 49, 310-311).
[6] ILLANES, José Luis, Mundo y santidad, Rialp, Madrid 1984, p. 48-50.
[7] Limitémonos a citar, como ya lo hice en la obra mencionada en la nota anterior, un texto de un escritor del siglo de oro español, Luis de la Puente (1564-1624), tanto más significativo cuanto que su autor estuvo muy atento a la promoción espiritual de los seglares: “Consideramos varias suertes de hombres que hay en el mundo a los que llega este llamamiento [al seguimiento de Cristo]: 1) La primera es la de aquellos que se hacen sordos a este llamamiento y, embaucados por los bienes de esta vida, no quieren seguir a este Rey (…). 2) La segunda suerte es la de aquellos que quieren seguir a este Rey (…), pero cortamente, contentándose con guardar los preceptos, queriendo quedarse con sus riquezas y dignidades y gozar de los deleites lícitos del matrimonio, pero no tienen ánimo para mayor perfección. Éstos, aunque hacen lo que les basta para salvarse, como su imitación es corta, así su galardón será corto (…). 3) La tercera suerte es de aquellos que con ánimo generoso se ofrecen a seguir a este Rey en todo y por todo (…). Éstos son los religiosos, los cuales como imitan con más perfección a Cristo, así recibirán de Él más copioso galardón” (Meditaciones de los Misterios de nuestra santa Fe, cito por la edición realizada en Madrid, en 1953, t.I, pp. 328-330).
[8] Sobre los diversos sentidos en que la palabra “consejo” puede ser referida al evangelio y, en general, a la vida espiritual, puede verse lo que hemos escrito en Mundo y santidad, o.cit., pp.163-193, y en Preceptos y consejos, en “Burgense” 44 (2003) 465-484.
[9] DE AQUINO, Tomás, Summa Theologica, 2-2, q. 184, a. 3.
[10] DE AQUINO, Tomás, Summa Theologica, 2-2, q. 184, a. 3.
[11] DE AQUINO, Tomás, Summa Theologica, 1-2, q. 108, aa. 3 y 4. Otros textos sintéticos en 1-2, q. 108, a. 4, y 2-2, q. 186, a. 7 (ver también aa. 3-6 y 8).
[12] DE AQUINO, Tomás, Summa Theologica, 2-2, q. 184, a.3.
[13] DE SALES, San Francisco, La Introducción a la vida devota fue publicada por primera vez en 1608. Las frases citadas se encuentran en la parte I, capítulos I y IV; versión castellana en Obras selectas de San Francisco de Sales, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1953, t. I, p. 48.
[14] DE LIGORIO, San Alfonso María, El libro Práctica del amor a Jesucristo fue publicado por primera vez en 1768. Las palabras citadas se encuentran en el capítulo VIII, apartado III.
[15] LUCIANI, Albino, Cercando Dio nel lavoro quotidiano, en “Il Gazzettino”, Venecia, 25-VII-1978.
[16] Digámoslo con palabras del propio san Josemaría: “Cristo, Nuestro Señor, sigue empeñado en esta siembra de salvación de los hombres y de la creación entera, de este mundo nuestro, que es bueno, porque salió bueno de las manos de Dios. Fue la ofensa de Adán, el pecado de la soberbia humana, el que rompió la armonía divina de lo creado. Pero Dios Padre, cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo Unigénito, que -por obra del Espíritu Santo- tomó carne en María siempre Virgen, para restablecer la paz, para que, redimiendo al hombre del pecado, adoptionem filiorum reciperemus (Gal 4, 5), fuéramos constituidos hijos de Dios, capaces de participar en la intimidad divina: para que así fuera concedido a este hombre nuevo, a esta nueva rama de los hijos de Dios (cfr Rm 6, 4-5), liberar el universo entero del desorden, restaurando todas las cosas en Cristo (cfr. Ef 1, 9-10), que los ha reconciliado con Dios (cfr Col 1, 20). A esto hemos sido llamados los cristianos”. (Es Cristo que pasa, n. 183). Para una exposición más amplia del mensaje de san Josemaría puede verse nuestra obra La santificación del trabajo, Palabra, Madrid 2001; la primera edición, más breve, es de 1966.
[17] La terminología que empleo es la de Hans Urs von Balthasar, en diversos escritos y especialmente en su obra Estados de vida del cristiano, publicada, en su original alemán, en 1977, aunque la redacción es anterior.
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