La reflexión teológica y el magisterio, especialmente en el siglo XX han profundizado en determinar qué es lo propio de la vocación laical, la de la inmensa mayoría de los bautizados
Por la vía de los hechos, durante algunos siglos la santidad ha sido la meta asociada a los sacerdotes y religiosos. Los fieles laicos debían hacer lo posible por vivir cerca de Dios y ser coherentes con su condición de seguidores de Cristo, pero vivir la perfección cristiana en medio del mundo incluso alguna vez se ha visto como una herejía. La reflexión teológica y el magisterio, especialmente en el siglo XX han profundizado en determinar qué es lo propio de la vocación laical, la de la inmensa mayoría de los bautizados.
La Constitución Lumen Gentium del Concilio Vaticano II trata de los laicos en su capítulo IV. Pero sería equivocado acudir directamente a ese lugar para identificar la figura del laico. Por el contrario, pertenece al núcleo de la eclesiología del Concilio el que las diversas maneras de ser y de servir en la Iglesia sean comprendidas desde los capítulos I y II, que describen la Iglesia como un «todo», que es Cuerpo de Cristo y Pueblo de Dios. En esta perspectiva lo que aparece en primer lugar es la «nueva criatura» transformada por la fe y el Bautismo, es decir, los hombres y mujeres redimidos por Cristo, fortificados en su ser cristiano por la Confirmación, ofreciéndose con Cristo al Padre en el sacrificio eucarístico y alimentando su vida nueva con el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Esta antropología cristiana constituye la condición de todos los miembros del Pueblo de Dios, con la consiguiente llamada universal a la santidad y al apostolado. Tal condición común se denomina con una expresión precisa: «christifidelis», fiel de Cristo, creyente, discípulo de Cristo, etc.
La palabra «christifidelis» designa, de una parte, la condición de los cristianos en cuanto distintos de los no cristianos; y, de otra parte, designa el sustrato común a todos los miembros de la Iglesia, cualquiera sea la posición que cada uno ocupe en la Iglesia. Esta ontología bautismal es siempre la base de todas las formas de vida en la Iglesia: todos son fieles, partícipes de la dignidad cristiana y del sacerdocio de Cristo. Esta condición no es exclusiva, por tanto, de los laicos sino de todos los bautizados. En cambio, el Concilio describe lo que caracteriza a cada una de esas condiciones en los capítulos III (ministros sagrados), IV (laicos) y VI (religiosos).
Todo ello supone consecuencias importantes para situar la diversidad de posiciones personales en la Iglesia, a saber: 1) todas ellas asumen íntegra la condición cristiana con todas sus exigencias; 2) lo que caracterice a una vocación particular en la Iglesia no puede ser un plus que «añada» algo a una ontología bautismal presuntamente incompleta; 3) una condición particular en la Iglesia no puede caracterizarse por la atribución exclusiva de un elemento perteneciente al bautismo común a todas, sea en el aspecto moral-espiritual (por ej., el seguimiento radical de Cristo), sea en el ámbito de la Misión (por ej., la atribución exclusiva a una de ellas de sectores de una Misión que es común a todas).
Las diferencias sólo pueden ser modos de realizar la común condición cristiana. El Concilio, al tratar de las posiciones particulares en la Iglesia, suele añadir que cada una realiza lo común suo modo, peculiari modo, pro parte sua. En relación con los fieles laicos, añade la Exhortación apostólica Christifideles laici: «la común dignidad bautismal asume en el fiel laico una modalidad que lo distingue, sin separarlo, del presbítero, del religioso y de la religiosa» (n. 15, cursiva original). Tales modalidades derivan de la recepción de un nuevo don sacramental o de la recepción de un don del Espíritu. Si consideramos el plano sacramental, aparece la condición del sacerdocio ministerial. En cambio, para situar al laicado y a la vida religiosa −que no son nuevas realidades sacramentales− hay que remitirse a la acción carismática del Espíritu en la Iglesia. Esto pide cierta explicación.
Durante siglos ha sido dominante la sola aproximación sacramental a la noción de laico, que persiste en el actual Código de Derecho Canónico: «Por institución divina, entre los fieles hay en la Iglesia ministros sagrados, que en el derecho se denominan también clérigos; los demás se llaman laicos» (can. 207 § 1). Es lo que se ha llamado noción «canónica» o «sacramental» del laico como el no-clérigo, es decir, aquel que sólo ha recibido el Bautismo (y en su caso la Confirmación), y que se contrapone al clero. Pero esta noción negativa de laico es insuficiente para dar razón de los laicos de que habla LG 31, que son aquellos fieles que se distinguen de los ministros pero también de los religiosos no ordenados. Los laicos de LG 31 derivan su identidad como fieles del bautismo sacramental; pero, además, en cuanto laicos, se caracterizan por algo que no es de índole sacramental. Ese algo es una «índole» o modo de ser que configura a los laicos como tales: se caracterizan por su singular relación con el entramado del mundo que el Concilio llama «índole secular».
La fórmula «índole secular» ha dado lugar a debates. Para unos, designaría simplemente las meras circunstancias que acompañan a la condición bautismal de los fieles, es decir, una nota sociológica irrelevante para cualificar teológicamente a los laicos. Para otros, la índole secular que se atribuye a los laicos sería, en realidad, una dimensión común a la Iglesia y a todas las condiciones cristianas; y, en consecuencia, sería inoperante para cualificar a una de ellas. En realidad, la índole secular es una verdadera cualificación teológica de los fieles laicos. Para explicarlo debemos remitirnos a la cuestión de la secularidad.
«Secularidad» designa la pertenencia ontológica del ser humano al saeculum, es decir, al mundo presente creado por Dios. La secularidad es la relación connatural del hombre con el mundo en virtud de su condición creatural. El bautismo no anula esta relación creatural, pero la «reconfigura» desde la redención de Cristo. Esto significa que el mundo de los hombres −de que habla GS 2− no es un mero marco extrínseco donde la Iglesia realiza su misión, sino que el mundo y su dinámica propia entra en relación con la Iglesia, y la Iglesia dice interna relación al mundo. Y esto en virtud de la unidad escatológica que tienen en Cristo Iglesia y mundo. «Ambos órdenes −dice AA 5−, aunque se distinguen, se compenetran de tal forma en el único designio de Dios, que el mismo Dios busca, en Cristo, reasumir (reassumere) al universo mundo en la nueva criatura, incoativamente aquí en la tierra, plenamente en el último día». En virtud de la nueva relación (cristiana) con el mundo, la Iglesia toda, mediante su operatividad como sacramentum salutis, debe contribuir «a la restauración de todo el orden temporal» (AA 5). «La Iglesia se esfuerza en trabajar para que los hombres se vuelvan capaces de restablecer rectamente el orden de los bienes temporales y de ordenarlos hacia Dios por Cristo» (AA 7).
Esta nueva relación con el mundo que surge del bautismo es común a todos los cristianos. El Magisterio pontificio la ha designado con la expresión «dimensión secular»: «La Iglesia −decía Pablo VI− tiene una auténtica dimensión secular, inherente a su íntima naturaleza y a su misión»[1]. «Todos los miembros de la Iglesia −reitera Christifideles laici 15− son partícipes de su dimensión secular». En este sentido general, la secularidad no es una nota exclusiva de los laicos.
Ahora bien, y esto es decisivo, esta común secularidad que procede de la ontología sacramental del bautismo, «se realiza de formas diversas en todos (los) miembros [de la Iglesia]», precisaba Pablo VI[2]. Todos sus miembros son partícipes de la dimensión secular, «pero −reiteraba san Juan Pablo II− lo son de formas diversas» (ibid.). De manera que sería equívoco atribuir la secularidad a los laicos y la no-secularidad a los ministros y religiosos; más bien, existen modos diferentes de realizar la común secularidad cristiana.
Pues bien, la «índole secular» es la forma propia que adopta en los laicos la «dimensión secular» de la Iglesia; es la manera como se modaliza en ellos la común secularidad cristiana, y que los distingue de los ministros y de los religiosos, precisamente porque no pertenece a la condición bautismal común a todos. La identidad del laico en cuanto laico no deriva directamente de la ontología sacramental del bautismo, sino de un don del Espíritu, de un carisma, que algunos denominan «carisma de la secularidad laical» (G. Ghirlanda), o carisma de la «secularidad» en sentido estricto (P. Rodríguez).
El Concilio no aplica el concepto de carisma a la condición laical. Pero el n. 31 de LG ofrece una descripción de los laicos que apunta a un carisma-vocación.
El Concilio considera la condición laical, en una primera aproximación, como una realidad humana que los fieles laicos tienen en común con los demás hombres que no pertenecen al Pueblo de Dios. Esa realidad humana se describe así: «Viven en el mundo, es decir, en todas y cada una de las actividades y profesiones, así como en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida» (LG 31). Si el Concilio sólo dijera eso, habría hecho una simple constatación antropológica y sociológica: los laicos viven implicados en el dinamismo de las situaciones ordinarias de la vida del mundo. Si el texto quedara aquí, el mundo sería, a lo sumo, «ámbito» pastoral y «ocasión» para la vida y el testimonio cristiano; y la «índole secular», una circunstancia extrínseca a la condición teológica de ese cristiano laico. Ahora bien, en la Exhortación apostólica Christifideles laici se dice: «Precisamente en esta perspectiva los Padres Sinodales han afirmado lo siguiente: “La índole secular del fiel laico no debe ser definida solamente en sentido sociológico, sino sobre todo en sentido teológico”» (n. 15).
En efecto, el Concilio pasa a la teología sirviéndose del concepto de «vocación»: «Ibi −es decir, en las condiciones de la vida en el mundo− a Deo vocantur: allí son llamados por Dios para que, ejerciendo su propio munus a la luz del espíritu evangélico, a la manera de la levadura contribuyan desde dentro (ab intra) a la santificación del mundo». Así pues, la índole secular es, en los laicos, su realidad humana que se transforma por la acción del Espíritu en el contenido de una vocación divina. Por eso, «pertenece a los laicos, por vocación propia, buscar el Reino de Dios gestionando los asuntos temporales» (LG 31). Esta condición de los laicos en el mundo es el supuesto humano de su posición eclesial como laicos. Su posición «en la Iglesia» viene cualificada teológicamente por el lugar que ocupan «en el mundo». Su vocación consiste en la donación salvífica que el Espíritu hace al cristiano de las mismas tareas del mundo en las que ya se encuentra inserto. El Espíritu asigna a ese cristiano como vocación y misión, para «buscar el Reino de Dios», el lugar que ya tenía en el orden de la creación. Un carisma-vocación que abarca el entero modo de vivir la condición bautismal y su manera de participar en la Misión. Es el más común de los carismas, que otorga al bautizado como tarea propia en la Iglesia la santificación «desde dentro» (ab intra) de la dinámica secular en la que se encuentra inserto.
La vocación laical representa la manera ordinaria en que el Espíritu hace que se dé en la Iglesia la condición de fiel. Por eso, es comprensible que en el lenguaje habitual se designe a los laicos como los «cristianos corrientes», la multitud de los fieles que forman la Iglesia. Pero la condición laical, en rigor, no se agota en la vocación bautismal, que tiene en común con los ministros y los religiosos. En la condición laical convergen dos elementos unidos pero teológicamente diferentes: 1) El primer elemento es de naturaleza sacramental, permanente y común a todo fiel cristiano: es el bautismo y la secularidad inherente al bautismo; 2) el segundo elemento es el modo carismático de vivir el bautismo y de desplegar la secularidad bautismal; es la «índole secular» que acompaña al bautismo, pero no se identifica pura y simplemente con el bautismo: basta considerar que «ese» modo «cambia» con el paso de un laico a la condición ministerial o a la vida religiosa. Y si cambia, permaneciendo íntegro el bautismo, aparece patente su naturaleza carismática, no sacramental. En la Iglesia se nace «fiel cristiano» (bautismo) y, además, «laico» (carisma de la índole secular); y cuando sobre un fiel laico recae la llamada al ministerio o a la vida religiosa, el sacramento del Orden o el carisma religioso no se «añade» a una desnuda condición bautismal, sino que, permaneciendo intocado el bautismo, se deja de ser laico porque cambia la forma laical (índole secular) de vivir la secularidad bautismal, que se configura ahora, en el ministro y en el religioso, de otra manera.
El Concilio reitera que el modo «eclesial» como los laicos participan en la Misión consiste en «buscar el reino de Dios a través de la gestión de las cosas temporales, ordenándolas según Dios». Pero sería equivocado interpretar ese dato como si existieran dos esferas separadas: la «espiritual» para los sacerdotes y religiosos, y la «terrena» para los laicos. El Concilio dice explícitamente lo contrario: «Competen a los laicos propiamente, aunque no exclusivamente, las tareas y la actividades seculares» (GS 43). «Corresponde a toda la Iglesia trabajar para que los hombres puedan ser capaces de establecer rectamente el orden de las cosas temporales y ordenarlo a Dios por Cristo» (AA 7). El sujeto de la Misión es siempre la Iglesia ut talis. No obstante, el Concilio añade que esa instauratio es proprium munus de los laicos (cf. AA 7). «La participación de los fieles laicos [en la Misión] tiene una modalidad propia de actuación y de función, que, según el Concilio, “es propia y peculiar” de ellos» (Christifidelis Laici 15).
En rigor, lo propio de los laicos no es la restauración del orden temporal como tal −tarea común a todo cristiano−, sino su modo de llevarla a cabo. Ese modo consiste en que, en virtud del carisma de la vida laical, ellos están en directa y constitutiva relación con el ámbito secular. Para los laicos ocuparse de las realidades seculares es su vida humana, y el ordenarlas según Dios es exigencia de su vocación cristiana.
Por eso se comprende que el Concilio afirme que los laicos «ocupan el lugar principal» en la gestión de los asuntos terrenos (cf. LG 36). Cuando los laicos asumen en Cristo los asuntos terrenos a los que va unida su vida misma, entonces la Iglesia opera en los laicos desde dentro del mundo, desde las mismas tareas en las que ellos se encuentran insertos. Cuando eso sucede, la Iglesia está activa en las encrucijadas del mundo: «Los laicos tienen por vocación la responsabilidad de hacer presente y operante a la Iglesia en los lugares y circunstancias donde ella no puede llegar a ser la sal de la tierra si no es a través de ellos» (LG 33). Esa presencia en los laicos es presencia de la Iglesia, no es una longa manus instrumental de la jerarquía. El protagonismo de los laicos en el mundo no es una simple estrategia pastoral, sino una exigencia teológica para que la Iglesia realice su operatividad como sacramento de salvación.
Dr. José R. Villar
Profesor de Teología Sistemática en la Facultad de Teología, Universidad de Navarra
Fuente: temesdavui.org.
[1] Pablo VI, Discurso a los miembros de los Institutos seculares, en «Ecclesia» 1581 (1972) 11.
[2] Ibid.
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