“Al crear al hombre varón y mujer, Dios signó a la humanidad con el misterio de aquella comunión que constituye la esencia de su vida interior”
Esta meditación fue originalmente firmada el 8 de febrero de 1994 (seis días después de que el Papa Juan Pablo II firmara la Carta a las familias), pero no se imprimió hasta 2006 (Acta Apostolicae Sedis 98, n°8 [4 agosto 2006], pp. 623-38). Está siendo republicada y traducida con permisos, del polaco al francés, por Pascal Ide, al inglés por Maria MacKinnon para Communio, y al español por Martín Bruggendieck. Humanitas la comparte en torno al quinto aniversario de la canonización de Juan Pablo II.
¿Puede un hombre decir a otro “Tú fuiste dado por Dios a mí”? Cuando era un joven sacerdote, en cierta ocasión mi director espiritual me dijo: “Tal vez sea voluntad de Dios donarte a esa persona”. Estas fueron palabras de aliento, exhortándome a confiar en Dios y aceptar el don que un hombre puede llegar a ser para otro hombre. Sospecho que no comprendí de inmediato que estas palabras también escondían una profunda verdad sobre Dios, el hombre y el mundo. El mundo, precisamente ese mundo en que vivimos, el mundo humano… es el escenario de un permanente intercambio de regalos, de dones dados y recibidos de muchas maneras. Las personas no viven solamente la una junto a la otra, sino que también comparten múltiples formas de relacionarse. Viven las unas para las otras: son hermanos y hermanas, esposas y esposos, amigos, maestros, estudiantes… Pareciera que nada hay de extraordinario en ello, que solamente sería el patrón normal de la vida humana. En determinados momentos, este patrón se intensifica, y es allí, en esos puntos de “intensificación”, que el darse una persona a otra se vuelve más real.
Cuando dos personas se unen la una con la otra, no solo se dan a sí mismas a esa otra. Por ese mutuo darse es que se realiza el plan de Dios. Como leemos en el Génesis, Dios creó el mundo visible para el hombre y le manifestó que debía apropiárselo (véase Gn 1:28) y someter a las creaturas inferiores a su dominio. Sin embargo, semejante dominio sobre el mundo creado debe tomar en consideración el bien de las creaturas individuales. El libro del Génesis nos recuerda que Dios vio que toda la creación estaba bien. La creación es buena para el hombre en cuanto el hombre sea “bueno” con las creaturas que lo rodean: los animales, las plantas, así como la creación inanimada. Si el hombre es bueno para con ellas, si se refrena de causarles daño innecesario o de explotarlas irreflexivamente, entonces la creación forma un medio ambiente natural para el hombre. Las creaturas se convierten en sus amigas. Esto no solo le permite sobrevivir, sino que también encontrarse a sí mismo.
Dios, al crear, reveló su gloria, y donó al hombre todas las riquezas del mundo creado; las entregó al hombre para su gozo, para que descansase en ellas. El poeta Norwid[1] dice que para descansar, para restaurar, para ajustar, para renovar −para od-poczywa´c, que denota tanto ser concebido como ser re-concebido−, Dios dio el mundo al hombre para que este pueda encontrar a Dios en aquel, como también para que el hombre se encuentre a sí mismo. En nuestros días a menudo hablamos de “ecología”, a saber, una preocupación por nuestro medio ambiente natural. Sin embargo, la base fundacional de semejante ecología es el misterio de la creación, que es un extenso e incesante flujo de dar todos los bienes del cosmos al hombre, tanto aquellos bienes que este encuentra directamente, como también aquellos que solamente descubre mediante la investigación y la experimentación, es decir, mediante los diversos métodos de la ciencia. El hombre sabe cada vez más acerca de las riquezas del cosmos, pero al mismo tiempo puede fallar en reconocer que estas vienen de la mano del Creador. Sin embargo, hay momentos en que todos los hombres, incluso los no-creyentes, atisban la verdad del carácter donado de la creación; entonces comienzan a orar, a reconocer que todo es un don de Dios.
En el libro del Génesis podemos leer que el último día de la creación, “varón y mujer los creó” (1: 26-28). “Él creó”, que en este caso significa, en todo su alcance, que Dios los dio el uno al otro, mutuamente. Donó al hombre la femineidad de la mujer, que es de su especie; le donó una compañera y un apoyo semejante”2[2], y luego donó el varón a la mujer. De modo que desde el comienzo mismo, el hombre fue dado a otro hombre por Dios. Si leemos atentamente el texto del Génesis, hallaremos en él, desde el comienzo mismo, el dar, el donar.
El varón, en tanto hombre, se siente solo en medio de las creaturas que no son de su especie, y como tal se ve colocado frente a un ser que le es semejante. En la mujer que recibe de Dios encuentra una compañera y un apoyo semejante a sí mismo (Gn 2:18). Debemos entender este término compañera y apoyo en su significado más esencial. La mujer es dada al hombre a fin de que este pueda entenderse a sí mismo y, recíprocamente, el hombre es dado a la mujer para aquel mismo fin. Ellos deben reafirmar mutuamente la humanidad del otro, impresionados por su dual riqueza. Al contemplar por primera vez a la mujer creada, seguramente el varón habrá pensado: “Dios te dio a mí”. Lo dijo, aunque con otras palabras −pero lo dijo (Gn 2:23).
La conciencia del don y del donar es algo que ya está inscrito claramente en el relato bíblico de la creación. Para el varón, la mujer es al comienzo algo que lo sobrecoge y asombra. Con su aparición, el mundo encuentra por vez primera lo que Gertrude von Le Fort llamó “das ewig Weibliche”: el eterno femenino.
“Dios te dio a mí”. Como es manifiesto, esas palabras que escuché en mi juventud no son simplemente una observación al margen. Dios efectivamente nos da personas: nos da hermanos y hermanas en nuestra humanidad, comenzando por nuestros padres. Luego, en la medida que crecemos, Él va colocando más y más gente nueva en el camino de nuestra vida. De algún modo cada una de esas personas es un don para nosotros, y de cada una podemos decir: “Dios te dio a mí”. Tener conciencia de esto se convierte en un enriquecimiento para ambos. Nos hallaríamos en grave peligro si fuéramos incapaces de reconocer la riqueza de cada persona humana. Nuestra humanidad correría peligro si nos encerráramos solamente en nuestro yo particular, rechazando el amplio horizonte que se va abriendo a los ojos de nuestras almas en la medida que transcurren los años.
¿Quién es el hombre? El Génesis afirma al comienzo mismo que el hombre es imagen y semejanza de Dios. Esto significa que en el hombre reside una especial plenitud del ser. Como nos enseña el Concilio [Vaticano II], el hombre es la única creatura sobre la tierra a quien Dios ha amado por sí misma (Gaudium et spes, 24). Al mismo tiempo, él es la única creatura que solo puede encontrarse a plenitud por medio de un sincero y desinteresado don de sí misma (ibid.). De modo que hay una profunda relación entre ser para sí mismo y ser para los otros. Solamente alguien que tiene dominio sobre sí mismo puede llegar a ser un don sincero para los demás. Esto es verdad a la luz de la presencia de Dios en el inefable misterio de su vida interior. El hombre también ha sido llamado desde un comienzo a tal semejanza en su ser. Esta es la razón de por qué Dios lo creó varón y mujer. Al crear a la mujer, al colocarla al lado del varón, Dios abrió el corazón del hombre a la conciencia de donar el don. “Ella es de mí y para mí; a través de ella es que yo puedo convertirme en un don, porque ella misma es un don para mí”.
A menudo he llamado la atención sobre el hecho de que es en la mujer que, por así decir, se ha dado la palabra última de Dios, nuestro Creador[4]. Pues la femineidad denota el futuro del hombre. La femineidad denota maternidad, y la maternidad es la primera forma de una encomienda de un hombre a otro. La palabra “encomendar” es aquí de gran importancia. “Dios quiere darte otra persona”, significa que Dios desea darte a otra persona. Y encomendar significa que Dios desea encomendarte a otra persona, confiando en que eres capaz de recibir el don, que eres capaz de abrazarla con tu corazón, que tienes la capacidad de responderle entregándote a ti mismo como un don. Dios impone a la humanidad el misterio de esa comunión que es la esencia de su vida interior. El hombre es llevado hacia el misterio de Dios por el hecho de que su libertad está sujeta a la ley del amor, y el amor genera la comunión interpersonal.
Dios, el Creador del hombre, no es solamente el omnipotente Señor de todo lo existente, sino que también es un Dios de comunión. Es en la comunión donde se efectúa esa semejanza entre el hombre y Dios. Es a través del hombre que esta semejanza debe radiar sobre toda la creación para que se convierta en el “cosmos” −la comunión del hombre con todo lo creado y la comunión de la creación con el hombre.
San Francisco de Asís es una de aquellas figuras en que halló especial expresión la verdad de la comunión entre las creaturas. Sin embargo, el lugar correcto y apropiado para la comunión es, en primer y principal lugar, el hombre —el varón y la mujer que Dios ha llamado desde un comienzo a constituir un don sincero de uno para la otra.
El amor tiene diversas facetas. Pareciera que el primero implica una desinteresada predilección, una parcialidad o afecto, amor complacentiae. Dios, que es amor, concede al hombre esta forma de amor por encima de toda otra forma del mismo −una amorosa predilección. Los ojos del Creador, si bien abarcan todo el universo creado, descansan especialmente sobre el hombre, que es el objeto de su especial afecto. Descansan tanto en el varón como en la mujer en la medida que los creara. Tal vez sea por esto que el Génesis enfatiza que ambos estaban desnudos y no sentían vergüenza de ello (Gn 2:25)[5]. El autor de la epístola a los hebreos escribe por su parte: “No hay creatura invisible para Él: todo está desnudo y patente a los ojos de Aquel a quien habremos de rendir cuenta” (4:13).
Dios abarca al varón y a la mujer en toda la verdad de su humanidad. Dios basa su favor creativo y paternal, su predilección, en esta verdad. Él injerta, por así decir, su desinteresado afecto, su predilección, en nuestros corazones. Nos vuelve capaces del mutuo amor, del gozo de uno con el otro. A los ojos del varón, la mujer es una especial síntesis de la belleza de toda la creación, así como él, y de modo similar, lo es a los ojos de ella. Su desnudez no es en forma alguna una fuente de vergüenza. Esta es profundamente transformada por el amor que les tiene el Creador. Puede hablarse aquí de cierta absorción especial de la vergüenza por el amor, esta vez por el amor mismo de Dios. Este amor les permite interactuar el uno con la otra y regocijarse con el don de uno a la otra con total sencillez e inocencia. Les permite experimentar el don de donar su ser hombres, que siempre conservará esa modalidad dual de ser varón y mujer.
Vale la pena destacar que las palabras que instituyen el matrimonio no son las primeras palabras que dirige el Creador al varón y a la mujer. Estas primeras palabras más bien hablan de la unión corporal del varón y de la mujer en el matrimonio, vista desde el punto de observación de su futura opción, por así decir: el varón ha de dejar a su padre y a su madre y unirse a su mujer, volverse una sola carne con ella y concebir nueva vida (Gn 2:24). Desde el principio mismo, la preservación de la estirpe humana ya supone una amorosa predilección. El varón y la mujer deberán primero hallar en su respectivo interior una mutua predilección para así descubrir la belleza de cada ser humano; será entonces que sus corazones verán nacer en ellos la necesidad de dar una nueva vida −de transmitir el don de la humanidad a los nuevos seres que Dios podrá donarles a su debido tiempo.
Todo aquel que opina que el relato bíblico de la creación del hombre es determinado por la biología cae en un profundo error. Dice el Creador: “Sed fecundos y multiplicaos, y henchid la tierra y sometedla” (Gn 1:28), aunque solo después de haber creado en sus corazones un espacio interior de amorosa predilección, que sea especialmente regido por la belleza. Podría decirse que de este modo −al crear a la mujer− Dios despierta el gran anhelo de belleza que habrá de convertirse en el tema central de la creatividad humana, del arte y de mucho más… Hay una cierta búsqueda de la belleza en toda espiritualidad creativa, una cierta búsqueda de cada vez nuevas formas de encarnación, nuevas fuentes de asombro, que son tan indispensables para el hombre como la comida y la bebida. El mismo Norwid escribió alguna vez: “La belleza existe para obligarnos a trabajar, y el trabajo existe para elevarnos por sobre los muertos”. Si, en efecto, el hombre vuelve a elevarse mediante su trabajo, mediante las variadas formas de trabajo que realiza, esto se deberá precisamente a la inspiración que obtiene de la belleza: del mundo visible, y −como parte del mismo− muy especialmente de la belleza de la femineidad.
Esta hebra recorre toda la historia del hombre, especialmente aquella de la salvación del hombre. El culmen de esta historia es la Resurrección de Cristo, y la Resurrección es la revelación de la mayor de todas las bellezas, una revelación anticipada por la Transfiguración. Los ojos de los apóstoles se vieron encandilados por semejante belleza y desearon permanecer en su luz. La belleza de la Transfiguración fortaleció a los apóstoles para que pudiesen afrontar la humillante pasión del Cristo transfigurado. Pues la belleza es una fuente de fortaleza para el hombre. Inspira el trabajo, es una luz que nos guía por la oscuridad de la existencia humana y que mediante el bien nos permite sobreponernos a todo mal y a todo sufrimiento, ya que la esperanza de la Resurrección no puede ser extraviada. Todos los hombres lo saben −todo varón y toda mujer lo sabe−, pues ¡Cristo ha resucitado!
La Resurrección de Cristo da comienzo a la renovación y a un nuevo nacimiento de aquella belleza que el hombre extravió mediante el pecado. San Pablo nos habla de un nuevo Adán (Rm 5:12-21). En otro pasaje habla de la ansiosa espera de la creación que desea vivamente la revelación de los hijos de Dios (Rm 8:19). Es verdad que en la especie humana existe un grande anhelo y gran sed de aquella belleza que Dios ha conferido al hombre al crearlo varón y mujer. Hay también una búsqueda de semejante belleza que encuentra expresión en toda creatividad humana. Si la creatividad es un modo especial para que se exprese el hombre, también es una expresión de aquel anhelo del que habla Pablo. Este anhelo implica sufrimiento, dado que toda la creación tiembla a la hora de los espasmos del nacimiento de un niño (Gn 8:22).
El anhelo del corazón humano de alcanzar esta belleza primordial con que el Creador ha dotado al hombre es también un deseo de comunión en que se manifiesta el sincero don de sí mismo. Esta belleza y esta comunión no son bienes que se hayan perdido irreversiblemente, son bienes que han de redimirse, recuperarse; y en este sentido es que toda persona humana es dada a cada otra. Toda mujer es dada a todo varón, y todo varón es dado a toda mujer.
Estos esfuerzos del alma humana que se asocian con el anhelo y el deseo de belleza por parte del hombre, así como con la belleza de la comunión, tienen un cierto umbral. El hombre puede tropezar cuando alcanza dicho umbral. En lugar de encontrar belleza, la pierde, y comienza a crear únicamente sustitutos. El hombre puede atiborrar su civilización con semejantes sustitutos. Deja de ser una civilización de la belleza porque no nace del eterno amor a partir del cual Dios creó al hombre y lo hizo bello, del modo en que la comunión de las personas −del varón y de la mujer− ha sido creada plena de belleza. Norwid, que tuvo una intuición inmensamente perceptiva de esta verdad, escribió que la belleza es la forma del amor. No se puede crear belleza si no se mira con los ojos mediante los cuales Dios abrazó al mundo que creó en los comienzos, contemplando al hombre que creó en medio de ese mundo.
Todo esto no quiere decir que nuestra era carezca de personas que luchen por esto con todas sus fuerzas[6]. Esos hombres nunca han faltado y esta es la razón de por qué el balance general de la civilización humana sigue siendo positivo a pesar de todo. Este balance es originado por aquellos pocos que son grandes genios o grandes santos. Todos ellos son testigos de cómo puede superarse la mediocridad y, especialmente, de cómo se puede superar el mal mediante el bien, de cómo el bien y la belleza pueden aún ser descubiertos a pesar de toda la miseria y degradación a que sucumbe la civilización humana. Como vemos, ese umbral en que tropieza el hombre no es imposible de superar. Debemos estar conscientes de que existe y debemos tener el coraje de volver a cruzarlo una y otra vez.
¿Cómo habremos de cruzar el umbral? Yo diría que debemos cruzarlo ciñéndonos a la convicción de que Dios da el hombre al hombre y le entrega toda la creación, la totalidad del mundo. Cuando el hombre descubre este don desinteresado que para él constituye la otra persona, es como si descubriera el mundo todo en aquella otra persona. Es importante reconocer que puede ocurrir que este don deje de ser desinteresado y sincero en la esfera del corazón humano. Es esta la peor amenaza contra nuestra civilización, especialmente para la civilización de un mundo materialmente próspero. La desinteresada y amorosa predilección es entonces suplantada por la urgencia de poseer al otro y de usarlo. Semejante urgencia es una gran amenaza, no solo para el otro, sino que especialmente para quien sucumbe a ella. Semejante persona destruye en su interior la capacidad de ser un don y destruye la capacidad de vivir acorde al principio “sé más humano”, sucumbiendo a la tentación de vivir para “poseer más y más” −más placeres, más experiencias, menos valores reales, menos sufrimiento creativo para el bien, menos disposición a ser redimido…
Es en virtud de nuestra Redención que la otra persona −la mujer para el varón y el varón para la mujer− constituye don tan grande e inestimable. La Redención se entiende correctamente como el pago de la gran deuda que recayó sobre la especie humana debido al pecado. Sin embargo, también es −y tal vez preponderantemente− un re-dar al hombre y a toda la creación aquella bondad y belleza que en el comienzo fueron dadas en el misterio de la creación. Con la Redención, todo parte de nuevo (Rev 21:5). El hombre recibe nuevamente, por así decir, su humanidad en el Misterio Pascual, a través de Cristo crucificado y resucitado. El hombre recibe de nuevo su propia virilidad o femineidad, su capacidad de ser para otro, su capacidad de hallarse en mutua comunión. Esto echa una nueva luz sobre las palabras “Dios te dio a mí”. Dios entrega el hombre al hombre de un modo nuevo a través de Cristo, en quien el pleno valor de la persona humana, aquel valor que tuvo en un principio y que ha recibido con el misterio de la creación, es una vez más puesto de manifiesto y hecho presente.
Cada persona alberga en su interior un valor inestimable. Este valor lo recibe de Dios, quien se hizo hombre Él mismo, revelando la vida divina que confió, por así decir, al hombre. Así, creó un nuevo orden de relaciones interpersonales. En dicho nuevo orden, el hombre es tanto más “la única creatura sobre la tierra que Dios quiso por sí misma” (Gaudium et spes, 24). Y un ser personal que revela una semejanza con Dios, un ser que solamente puede encontrarse plenamente a través del “sincero donarse a sí mismo” (ibid.). La Redención, por lo tanto, es la apertura de los ojos del hombre a la totalidad del orden del mundo, basada en un donarse sincero y desinteresado, y también sacramental. La Redención reafirma el carácter sagrado del hombre creado varón y mujer. La fuente de este carácter sagrado yace en el carácter sagrado de Dios mismo hecho hombre. Como sacramento de Dios presente en el mundo, Cristo transforma este mundo en un sacramento para Dios.
A la luz de nuestra Redención, consumada por medio del sacrificio del Cuerpo y la Sangre de Cristo, el carácter sagrado del cuerpo humano se hace todavía más visible, lo que se evidencia como verdadero incluso cuando el cuerpo de Cristo es consumido y mutilado durante la Pasión. El cuerpo humano guarda su propia dignidad, que emana de este carácter sagrado. Esto es verdad tanto para el cuerpo del hombre como para el cuerpo de la mujer. La Redención del cuerpo confiere, por así decir, una nueva dimensión especial al carácter sagrado del cuerpo. Se trata de un carácter sagrado que excluye el convertirse en un mero objeto de uso. Cada uno de nosotros, especialmente cada varón, debe ser un guardián, un protector de este carácter sagrado y de la concomitante dignidad. “¿Acaso soy el guardián de mi hermano?”, interrogó Caín (Gn 4:9), dando paso al infeliz curso de la civilización de la muerte en la historia humana. Cristo arriba en medio de esta civilización, desciende para dar respuesta a la pregunta de Caín y dice: “Sí, tú eres un custodio, eres el guardián de lo sagrado, el guardián de la dignidad del hombre en cada varón y en cada mujer. Tú eres el guardián del carácter sagrado del cuerpo de la mujer, que por siempre habrá de ser objeto de tu respeto. Entonces podrás regocijarte con la belleza que Dios le confirió de principio, y ella se regocijará contigo. Ella se sentirá entonces a salvo bajo la mirada de su hermano y se regocijará con el don que es su femineidad creada”. Es entonces que el “eterno femenino” puede ser una vez más un don inviolable para la civilización del hombre, una inspiración de la creatividad y una fuente de belleza para que podamos levantarnos de entre los muertos (Norwid). ¿No es acaso por esto que tantas resurrecciones varoniles tienen su origen en la belleza femenina, la belleza de la maternidad, esa belleza filial y esponsalicia que encuentra su especial culminación en la madre de Dios?
“¡Qué bella eres, amada mía, qué bella eres!” (Cant 1:15). Si el Cantar de los Cantares es principalmente un canto referido al amor de los amantes humanos, entonces también será, en la plenitud de su carácter concreto, algo abierto a diversas profundidades de significado. La Iglesia emplea el Cantar de los Cantares en su liturgia, especialmente con ocasión de las conmemoraciones de las vírgenes y mujeres que fueron mártires por Cristo. Las palabras citadas nos hablan especialmente del gran resplandor de la belleza de la femineidad −no solamente, o al menos no primordialmente, de la belleza sensual de la femineidad, sino de su belleza espiritual−. Puede decirse también que esta última es condición de la primera. La belleza sensual en sí no suele sobrevivir a la prueba del tiempo.
Como tantas veces he experimentado en el curso de mi propia vida, esto es especialmente importante para aquella persona a la que Dios dona y encomienda a otra persona. Dios me ha dado muchas personas, tanto jóvenes como viejos, jovencitos y jovencitas, padres y madres, viudas, personas sanas y enfermas. Siempre, cada vez que me las ha dado, también me encomendó una tarea para con esas personas, y ahora veo que con facilidad podría escribir un libro acerca de cada una de ellas −y cada biografía sería, a fin de cuentas, un don desinteresado, en el sentido de que cada hombre siempre existirá para otro−. Entre estas personas también se contaron los iletrados, como, por ejemplo, los obreros fabriles; también hubo estudiantes, profesores universitarios, doctores y abogados y, finalmente, sacerdotes y consagrados a la vida religiosa. Desde luego que incluían tanto a hombres como a mujeres. Fue un largo camino el que me llevó a descubrir la genialidad de la mujer, y la Providencia misma veló porque con el paso del tiempo llegara a reconocerla realmente y deslumbrarme con ella, por decir lo menos.
Pienso que cada hombre, cualquiera sea su posición en la vida o la vocación de su vida, debe en algún momento hacerse eco de aquellas palabras que escuchara José de Nazaret: “No temas tomar contigo a María, tu mujer, porque lo engendrado en ella viene del Espíritu Santo” (Mt 1:20), lo que significa “hacer todo para reconocer ese don que ella es para ti”. Teme solo a una cosa: que trates de apropiarte de este don. Eso es lo que debieras temer. En tanto ella siga siendo un don de Dios para ti, puedes regocijarte con ese don. Aún más, debes buscar hacer todo lo que puedas para reconocer ese don, para demostrarle a ella qué tesoro tan único es. Todo ser humano es único. El ser único no es una limitante, sino que una ventana sobre las profundidades. Tal vez sea la voluntad de Dios que seas tú quien le hable de su inestimable valor y especial belleza. Si eso es del caso, no temas a tu predilección. Una predilección amorosa es, o al menos puede ser, una participación en la eterna predilección que Dios tuvo para con el hombre que había creado. Si tienes motivos para temer que tu predilección pueda convertirse en una fuerza destructiva, no lo temas de un modo prejuicioso. Serán los frutos mismos los que mostrarán si acaso tu predilección es para bien.
Es suficiente con mirar a todas las mujeres que aparecen junto a Cristo, empezando por María Magdalena y la mujer samaritana, luego las hermanas de Lázaro, culminando finalmente en la Más Sagrada Virgen, bendita entre todas las mujeres (Cf. Lc 1:42). Nunca debes abrigar prejuicios acerca del significado del don de Dios. Solo ora con toda humildad pidiendo saber cómo ser el guardián de tu hermana, de modo que ella pueda encontrar al interior de tu virilidad profunda el camino de su vocación y de su santidad. Una vez liberada, ella será capaz de un coraje todavía mayor y de una disposición al sacrificio tanto mayor, algo que los varones a menudo fallan en desentrañar. Reconociendo esto, la Iglesia repite con el Cantar de los Cantares: “Mira, qué hermosa eres, amada mía”.
Finalmente, también se hace necesario decir que esta meditación en torno al don −al don de donar− tiene su origen en un largo viaje interior que me condujo desde aquel día en que recibí el consejo de mi director espiritual de juventud hasta las palabras Totus tuus[7], que desde entonces me han acompañado permanentemente. Descubrí estas palabras durante la segunda gran guerra mientras trabajaba en la cantera de Solvay. Las descubrí leyendo el Tratado de la verdadera devoción a la Virgen María, escrito por San Luis Grignon de Montfort. Esto fue en un momento cuando ya había decidido seguir mi vocación al sacerdocio; así fue como, mientras realizaba un duro trabajo físico, también estudié filosofía. Estaba consciente de que la vocación sacerdotal iba a relacionarme con muchas personas durante mi camino y que Dios me encomendaría a cada una de ellas de algún modo especial: dándomelas a mí, y encomendándomelas. Fue entonces que nació en mí la gran necesidad de encomendarme a María −esa necesidad que está encapsulada en el llamado: Totus tuus−. Estas palabras no son en lo principal una declaración, sino que una súplica por no sucumbir a deseo alguno, aunque sutilmente camuflado. Son una oración para mantenerme puro y por tanto transparente a los ojos de Dios y de los hombres. Oro por que mi visión, mi capacidad de escuchar y mi intelecto se mantengan puros. Totus tuus: todos ellos deben estar al servicio de revelar la belleza que Dios ha dado al hombre.
Recuerdo una cita de un poema de Norwid, “El piano de Chopin”:
Fui a Ti en aquellos penúltimos días
de una inconclusa trama
—llenos, como el Mito,
pálidos, como la aurora...—,
Cuando el final de la vida susurra al inicio:
"No te desgastaré? ¡No!
¡Te manifestaré...!".
No jugaré imprudentemente… no ensuciaré… no arruinaré… no denigraré… sino que sustentaré, alabaré, magnificaré… Totus tuus. Todo tuyo. Sí. Nosotros debemos ser un don total, un don desinteresado y sincero en orden a reconocer, en cada hombre, el don que es, y agradecer al Dador por el don de la persona humana.
San Juan Pablo II
Fuente: humanitas.cl.
[1] El autor y poeta polaco Cyprian Kamil Norwid (1821-83) hizo notar que el término polaco para “descanso” —od-poczywać— comparte la misma raíz que las palabras “concebir” —począć, y “comienzo” —początek.
[2] Cf. Catequesis de los miércoles, San Juan Pablo II 7 de noviembre 1979 y 14 de noviembre 1979 (Juan Pablo II, Man and Woman He Created Them: A Theology of the Body, trans. y ed. Michael Waldstein Pauline Books and Media, Boston, 2006).
[3] El término polaco zawierzenie puede denotar tanto la confianza en el sentido de encomendar el cuidado del otro, como en el sentido de confiar en otro o en confiar en él o ella. En el curso de esta meditación, su significado se explora en una serie de niveles. Juan Pablo II escribe sobre la zawierzenie en relación con la pregunta de Caín: "¿Soy el guardián de mi hermano?" y las palabras del ángel a José: "No tengas miedo de llevarte a María contigo". Como traductor de esta meditación al francés, Pascal Ide ha notado que en cada uno de estos usos, la confianza se abre a la comunión.
[4] Cf. Mulieris dignitatem y Carta a las mujeres.
[5] Cf. La discusión detallada sobre el fenómeno de la vergüenza en la Catequesis de los miércoles de San Juan Pablo II del 12 de diciembre de 1979, 2 de enero 1980, 14 de mayo 1980, y 30 de julio de 1980, y anteriormente en el libro de Karol Wojtyła Love and Responsibility (Pauline Books and Media, Boston, 2013).
[6] Cf. Audiencia por la ocasión del 180 aniversario de nacimiento del poeta Cyprian Kamil Norwid (1 de julio de 2001).
[7] Totus tuus significa “Todo tuyo: soy todo tuyo, María”.
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