Esta serie nació para escribir los resultados de una asignatura. Como la serie se ha expandido, se han tratado más teólogos, ideas y libros, y alcanzado una idea más rica. Es preciso hacer balances periódicos y este quiere ser de tipo general
Realmente hay un patrimonio teológico importante. De manera que, dentro de las enormes limitaciones de cualquier esquema histórico general, puede hablarse de tres grandes épocas de la teología: la patrística, la escolástica y la teología del siglo XX o quizá “teología moderna”, si se quiere incluir también algunos teólogos significativos del XIX (Newman, Rosmini, Scheeben, Möhler).
La teología es la fe aceptada plenamente y, por eso mismo, pensada. En cada momento y cada época, se hace teología al intentar entender la fe. Además, se sistematiza y ordena para exponerla y transmitirla. Y se resuelven las dificultades internas y externas que surgen en la vida de la Iglesia (función apologética). La cuarta tarea de la teología es mantener viva la interpretación de la Escritura.
Es un servicio imprescindible en la vida de la Iglesia, pero ésta tiene otros dos soportes. El segundo es compartir la vivencia cristiana, especialmente en la celebración de los sacramentos y también en las costumbres sociales, fiestas y piedad popular. Y el tercer soporte son las instituciones cristianas, empezando por el régimen general de la Iglesia: las instituciones son espacios para vivir la vida cristiana y transmiten la fe: así estabilizan el cristianismo en la historia. Con la acción misteriosa del Espíritu Santo, estos tres soportes mantienen la identidad cristiana a través de los siglos. Ayer y hoy.
En esta serie, hemos recordado aspectos simpáticos e incluso anecdóticos de la historia de la teología, porque así se observa cómo se encarna en la vida de las personas. Pero también nos interesa un juicio de conjunto sobre lo que hemos vivido y una ideas sobre lo que tenemos que hacer. Ya planteamos una gran pregunta que es preciso resolver poco a poco: ¿por qué habiendo habido una teología y un Vaticano II con tantas riquezas, se ha desatado después una crisis tan grande?
Al final del primer milenio, una parte considerable del Oriente cristiano quedó sumergido bajo el manto musulmán, y sobrevive hoy en condiciones precarias. Al comenzar el tercer milenio, parece haber triunfado en Occidente el programa secularizador de la Modernidad, y el cristianismo ha pasado, en casi todas las naciones europeas (y en Canadá), a una situación de minoría sociológica. Polonia y, en menor medida, Italia, son excepciones.
El siglo se inició con la crisis modernista. En realidad el modernismo no designa un movimiento coherente, sino más bien el conjunto de dificultades surgidas en la Iglesia por el impacto de la Modernidad. Cabe distinguir una parte cultural, que es la crítica a las formas culturales y políticas del Antiguo Régimen, la unión del Trono y el Altar, a la que muchos cristianos permanecían nostálgicamente vinculados. Por otra parte, está la crítica académica a las bases históricas del cristianismo, que afectan principalmente a todo lo que parezca “sobrenatural”, y a sus orígenes históricos, incluyendo la figura de Cristo, la fundación de la Iglesia y el valor de la Escritura. El cristianismo mantiene tradicionalmente unas tesis “sobrenaturales” inaceptables para nuestros contemporáneos “ilustrados” que, sin embargo, han creído sin ningún sentido crítico en el progreso necesario, en el valor científico del comunismo y en otras muchas cosas.
Ante esta dificultad cabían dos soluciones extremas. Una era asumir la crítica y prescindir de las afirmaciones sobrenaturales e históricas del cristianismo (empezando por la resurrección de Cristo, pero también por el valor sagrado de la Escritura); considerarlas lenguaje puramente simbólico y quedarse con los aspectos morales. El cristianismo sería un mensaje de fraternidad y buena voluntad en la historia. Es el programa de “desmitologización” que, con distintos matices, se propuso el liberalismo protestante (y después el católico): eliminar todo lo que pudiera parecer “raro” a una mente ilustrada.
La otra posibilidad extrema es convertirse en un fundamentalismo y creer en todo. Pero todo no es fe. No están en el mismo plano la resurrección de Cristo, que es el centro del cristianismo, que la leyenda de san Cristóbal, que es una tradición simpática y pintoresca, aunque esté pintado como un gigante a la entrada de las catedrales españolas para amedrentar a los ladrones. Hace falta discernimiento y por tanto ciencia. El cristianismo necesita tratar “académicamente” sus fundamentos, precisamente porque no es un fundamentalismo. Esa labor se hizo y se hizo bien. Pero no es posible prescindir del elemento sobrenatural, porque creemos en un Dios que actúa en la historia. Esto puede llegar a tener una plausibilidad muy grande, pero trasciende las demostraciones físicas. Por eso es objeto de fe, como la resurrección de Cristo.
Junto a la crisis modernista y también como terapia intelectual se extendió en las instituciones católicas el tomismo que había impulsado Aeterni Patris, desde el siglo anterior. Proporcionó una síntesis ordenada con una visión cristiana de Dios, del universo, de la persona y de la sociedad, con el análisis tan fino que santo Tomás logra sobre el acto libre y la vida de la conciencia humana, con los delicados juegos de la conciencia, las pasiones, la voluntad y los hábitos. Lógica, cosmología y psicología, además de toda la doctrina teológica. Aquel tomismo tenía un problema en la cosmología (y en esa misma medida, en la metafísica), que llega hasta el día de hoy: planteaba bien las relaciones del mundo con Dios, pero, como es lógico, no integraba la física moderna. No se podía hacer en el siglo XIII, pero hay que hacerlo en el XXI.
Casi en paralelo, surgió una nueva teología. La parte principal procedía de la renovación de los estudios históricos escolásticos, de las investigaciones patrísticas y de las litúrgicas, con una apreciable influencia de inspiraciones cristianas orientales y ecuménicas. En gran parte, hoy lo vemos claro, fue redescubrir la teología patrística, con sus interesantes relaciones entre la teología trinitaria, la interpretación alegórica de la Biblia y la vida sacramental. Mucho se debe a la labor de Henri de Lubac y de Jean Daniélou; y, por otro lado, de Casel, como ya hemos visto.
Hay que reconocer que una parte del tomismo establecido miró sin ninguna simpatía esta competencia y la tachó de “nueva teología”, asimilándola al Modernismo y causando muchas incomodidades. Hoy nos damos cuenta de que fue un error de discernimiento y que enfrentó lo que había que haber sumado.
Además, se renovaron los estudios bíblicos en varios sentidos. El primero, en relación con los problemas suscitados por el Modernismo, se tomó más en serio la historicidad y el tratamiento científico de los textos, llegando por ejemplo a la cuestión de los géneros literarios. Esta es la vertiente que podríamos llamar “exegética”. En paralelo, se desarrolló una brillante “Teología bíblica”, que explotaba la riqueza de la Biblia desde su propia manera de hablar. La hemos recordado y hemos lamentado que esté tan olvidada.
Hubo también muchos enriquecimientos filosóficos. Con el tiempo se ha apreciado la importante influencia de Blondel, a través de De Lubac, al plantear la relación de la revelación cristiana con el fin último del ser humano (clave de la cuestión del sobrenatural). Esto sitúa al cristianismo como mensaje universal y es una respuesta profunda a las pretensiones de la Modernidad sobre la autonomía del ser humano ante Dios (y ante lo cristiano). Basta recordar el título de De Lubac, El drama del humanismo ateo. También lo vio claramente Guardini.
De autores muy variados (Ebner, Buber, Maritain, Marcel, Mounier…) se recibieron inspiraciones personalistas, que han acabado constituyendo un elemento muy importante del pensamiento cristiano, porque tiene hondas raíces teológicas e inspira campos teológicos como la Trinidad, la antropología, la moral y la vida matrimonial y social.
Y no se puede olvidar el impacto intelectual de los “conversos”, empezando por G.K. Chesterton y C. S. Lewis, pero llegando hasta nuestros días. Retornando a la fe cristiana desde posiciones poscristianas, introdujeron una corriente de aire fresco. También habría que mencionar las distintas aportaciones de pensamiento social cristiano.
Toda esta riqueza de pensamiento teológico y filosófico confluyó realmente en el Concilio, que fue una obra magna y un trabajo portentoso como se ve cuando se conoce por dentro, como lo cuentan en sus memorias Congar o De Lubac o Moeller. Dio lugar a documentos miliares en casi todos los aspectos de la vida de la Iglesia. Según la intención de Juan XXIII, se quería no solo superar la vieja oposición entre cristianismo y Modernidad, sino también evangelizar el mundo moderno. Ese es el reto.
El Concilio se desarrolló en un clima de posguerra superada, mientras el mundo pasaba por una etapa optimista y la Iglesia por un momento de paz. Con todo, operaban, como vimos, dos presiones muy fuertes que acabarían determinando el posconcilio. Una era la crítica general de la Modernidad al cristianismo, considerándolo retrógrado y oscurantista. El otro era la crítica y tentación que provenía del comunismo, entonces tan extendido y prestigiado intelectualmente. La Iglesia era tachada de aliada de la burguesía y se le invitaba a sumarse al futuro representado por las fuerzas marxistas que tenían la clave científica del progreso social.
Era muy distinto plantearse una renovación de la fe para evangelizar el mundo moderno (como explícitamente quería Juan XXIII) que adaptar la vida de la Iglesia a las exigencias del mundo liberal o de la opción comunista. Para salvar al mundo, la fe tiene que resultarle incómoda, porque en gran parte lo tiene que salvar de sí mismo. Basta pensar en el problema de la “píldora” por ejemplo, que se suscitaría poco más tarde con la encíclica Humanae vitae, de Pablo VI.
Todo esto provocó, casi inmediatamente, un “conflicto de interpretaciones”. Era el conflicto entre la letra del Concilio, conseguida con mucho esfuerzo de fe y de consenso, y un “espíritu del Concilio” que en gran parte representaba la presión osmótica que la cultura moderna ejercía sobre los aspectos incómodos del cristianismo. La revista Concilium quiso constituirse en la encarnación del espíritu conciliar, y se le opondría después la revista Communio, promovida por Von Balthasar, De Lubac y Ratzinger. La legitimidad de preferir el espíritu a la letra sería defendida por la historia de Alberigo, con un inevitable sesgo, claro está. La Providencia dispuso que los Papas que siguieron al Concilio, Juan Pablo II y Benedicto XVI, fueran testigos y hasta protagonistas de ese acontecimiento, con lo que quedó garantizada una interpretación auténtica.
El posconcilio tuvo un momento teológico grave en la crisis de la Iglesia en Holanda, con el sínodo y el Catecismo holandés. Pero es un capítulo muy particular de la historia eclesiástica, que merece un estudio aparte. Ya se han publicado interesantes visiones de conjunto, por ejemplo en el Anuario de Historia de la Iglesia (volumen 20, de 2011, y volumen 27 de 2018, donde también se repasa mayo del 68). En el resto del mundo occidental, la crisis no fue tan teológica, ni mucho menos.
En la mayor parte de las diócesis europeas el posconcilio tuvo un aire de mayo del 68 eclesiástico. La celebración de los cincuenta años de aquellos días lo ha puesto de manifiesto. En general fueron los sacerdotes jóvenes (los que ya llevaban entre cinco y diez años ordenados) los que llevaron la iniciativa. Inspirados lejanamente en algunos principios conciliares y mucho más cercanamente por las revistas eclesiásticas de tipo pastoral que surgieron entonces, y se hacían eco del “espíritu conciliar” y no tanto de la letra.
Pero no fue un planteamiento muy profundo ni muy teológico. Tenían bastante claro lo que no querían: todo lo viejo, inauténtico y rutinario, y todo lo que hacía al cristianismo antipático al mundo moderno. Muchos aceptaron la crítica marxista a la Iglesia burguesa y experimentaron la tentación marxista de lograr una verdadera eficacia social. Lo que no llegaron a tener claro es qué podían querer de aquella vieja Iglesia con tantos errores históricos encima. La tentación era creer que lo único valioso que quedaba en la Iglesia eran ellos mismos. Esto provocó una fuerte crisis de identidad en el clero y en las instituciones eclesiásticas, y trastornó las costumbres y tradiciones cristianas.
Por debajo, sin tanto ruido, y con los ritmos propios del mundo eclesial, el Concilio dio sus frutos. Cuando se lee en su contexto, que precisamente es la gran teología del siglo XX, se ve cuánto queda por hacer.
La primera tarea teológica es mostrar qué valioso y salvador es el mensaje cristiano para nuestro mundo. Además, en otra escala que antes, es preciso alentar los espacios donde se comparte con alegría la fe, y, por otro lado, buscar los modos de renovar las instituciones eclesiásticas. Puede parecer imposible, pero es una tarea que está en marcha. Por otra parte, parece oportuno recordar el lema que figuraba en una camiseta italiana: “No te preocupes, Dios existe y no eres tú”.
Juan Luis Lorda
Fuente: Revista Palabra.
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