Un pontificado tan largo y tan intenso como el de Juan Pablo II (1978-2005) dejó una inmensa huella en todos los aspectos de la vida de la Iglesia y también en la teología. Pero se puede avanzar un poco más y preguntarse: ¿era realmente un teólogo?
Vamos a intentar hacer un panorama del impacto teológico de Juan Pablo II y responder a esa interesante pregunta. Si no hubiera sido Papa, es poco probable que un arzobispo de Cracovia del siglo XX hubiera llegado a ocupar un papel de relieve en la historia universal de la Iglesia o de la teología. En primer lugar, porque pocos caben en esa cima: la memoria cultural colectiva apenas puede mantener arriba una docena de autores, que se van renovando. Y la de los más cultos puede llegar, quizá, a un centenar. Es prácticamente imposible que un autor que escribía en polaco en un momento en que esa nación estaba sometida al bloqueo general de un régimen comunista hubiera llegado a ser conocido, traducido y leído en todo el mundo. No había cauces.
La elección pontificia supuso situarle en la primera fila de la historia y dar a su persona y pensamiento un significado universal. Y, desde luego, él mismo jugó ese papel con plena conciencia. Y aquí es oportuna una comparación. Cuando Pablo VI fue elegido Papa, asumió la responsabilidad del pontificado. Para él, el cambio de nombre significaba que tenía que desaparecer Giuseppe Montini para que pudiera actuar Pablo VI como pastor de la Iglesia. Todo lo personal, incluida su familia, quedó relegado a un segundo plano. Empleó su mucha experiencia de gobierno en llevar a término el Concilio y ejerció allí y después, por ejemplo en Humanae vitae (1968), una honda labor de criterio buscando siempre la mente de la Iglesia. Y para eso, consultaba mucho.
En comparación, la figura de Juan Pablo II tiene algo singular: habiendo experimentado en su vida grandes cuestiones y tragedias del siglo XX, piensa que la Providencia ha forjado en su alma convicciones y orientaciones que debe llevar a la Iglesia universal, que vive un momento difícil. No porque se le hayan ocurrido a él, como sería lo propio de un megalómano, sino porque son luces del Espíritu. Y estos puntos, me parece, son claves de su pontificado y donde va a tener mayor impacto teológico. Vamos a intentar recorrerlos.
En primer lugar, en orden de categoría, está su intensa y directa participación en la elaboración de Gaudium et spes, el documento que quería reflejar cómo se sitúa la Iglesia en el mundo moderno. Esto le convirtió en testigo e intérprete autorizado del Concilio, acontecimiento milenario de la Iglesia, en un momento en la que se planteaba “la lucha de las interpretaciones” y la opción entre “reforma y ruptura”, como lo llamaría después Benedicto XVI. Piénsese, por ejemplo, en el inmenso trabajo del historiador Giuseppe Alberigo para reconstruir un “espíritu del Concilio” perfectamente al margen de la letra aprobada en los documentos: convirtiendo las intenciones e intuiciones de los teólogos y padres con los que simpatizaba, en el verdadero Concilio.
La experiencia de Wojtyla, en cambio, se forjó haciendo la letra, junto con grandes teólogos (De Lubac, Congar, Daniélou, Moeller, entre otros) y con los padres conciliares. Y esa forja de Gaudium et spes dio una orientación general a su pontificado: ¿qué tenía que hacer la Iglesia en el mundo?, ¿qué tenía que hacer él como Papa?; precisamente lo que había indicado Gaudium et spes. De ahí la constante atención a ese documento en los grandes actos de su pontificado, desde el primero al último.
Es una suerte muy grande, una Providencia de Dios, que en un tiempo tan confuso para la Iglesia, como fue el posconcilio, el Papa fuera un testigo tan cualificado del Concilio. Y esto quedaría reforzado con Benedicto XVI, también testigo y partícipe del Concilio.
La segunda aportación doctrinal y teológica de Karol Wojtyla a la Iglesia universal tiene un recorrido más amplio, desde sus primeras experiencias como sacerdote en su trabajo con los jóvenes de Cracovia. Muy pronto se dio cuenta de que la Iglesia necesitaba una doctrina positiva sobre la sexualidad que sirviera de base para la moral sexual. No era suficiente e incluso resultaba contraproducente una moral sexual basada en lo que es o no es pecado.
La doctrina de la sexualidad se tenía que basar en la antropología de la sexualidad considerada cristianamente. De sus charlas y cursos a los jóvenes surgiría un libro tan original como Amor y responsabilidad, publicado mientras trabajaba en Concilio (la versión francesa llevaría un prólogo de De Lubac). Pero hasta ahí es solo una aportación privada.
La cuestión dio un giro con la decisión de Pablo VI, durante el Concilio, de reservarse el estudio sobre el control de la natalidad (anticoncepción). Pablo VI nombró varias comisiones en Roma para estudiarlo. Mientras el arzobispo de Cracovia, Karol Wojtyla formó también una en su diócesis con colaboradores y profesores. Y estuvieron en contacto hasta el último momento. La encíclica Humanae vitae dictamina que no es lícito el uso de medios anticonceptivos no naturales y apunta a la idea de que es inmoral separar el significado unitivo y procreativo del acto conyugal. La decisión no se basa en ese argumento, pero lo presenta. Se puede comprobar que era el argumento que mantenía el cardenal Wojtyla con su equipo cracoviense.
A partir de ese momento el arzobispo y cardenal Wojtyla se empeñó en varias conferencias en defensa de Humanae vitae, desarrollando el argumento y basándolo en la antropología de la sexualidad. Eso explica que, una vez elegido Papa, lo tuviera tan vivo y quisiera desarrollarlo en una sorprendente serie de audiencias pontificias (Varón y mujer los creó). Es sorprendente porque, de entrada no parece el tema más adecuado para unas audiencias de peregrinos en Roma.
Pero Juan Pablo II ya había utilizado este recurso, que puede considerarse de Magisterio ordinario, para hacer una exposición de todo el Credo; sin duda le parecía urgente para la vida de la Iglesia, y le ocupó varios años. Esa tarea doctrinal quedaría relevada más tarde por el Catecismo universal, magna empresa doctrinal (y teológica).
Después del magno comentario al Credo, comenzó esta enorme reflexión sobre la antropología de la sexualidad y el celibato, que eran temas que él mismo había preparado y reflexionado muchos años, pero que le parecían urgentes para la vida de la Iglesia universal. Y se puede decir que tuvieron un impacto universal, aumentado después por la creación de los Institutos Juan Pablo II para la Familia, y confirmado por grandes documentos pontificios como Familiaris consortio (1981), la Carta a las Familias o la encíclica Evangelium vitae (1995).
Hay otro gran tema muy querido de Juan Pablo II, que también atraviesa su vida. Es la relación entre la verdad y el desarrollo de la persona. Lo había afrontado en su tesis de licenciatura sobre La fe en san Juan de la Cruz, donde quería estudiar (y no le dejaron) cómo la fe hace crecer a la persona. El tema se amplía al juzgar la moral de Max Scheler en su tesis de habilitación: la moral cristiana no se puede basar sólo en los valores, porque la persona se hace buena o mala en sus actos, en la medida en que sigue o no a la verdad manifestada a la conciencia.
Prosigue esa línea en su investigación fenomenológica, Persona y acción (1969). Y se puede decir que culmina al suscitar, ya siendo pontífice, la encíclica Veritatis splendor (1993). El tema también había sido retomado en su hermosa encíclica sobre el Espíritu Santo, Dominum et vivificantem (1986). La relación con la verdad, alcanzada en la conciencia, ha guiado su vida y es uno de los aspectos fundamentales de la moral cristiana. Lo más opuesto a un relativismo ético. Se puede decir que ha tenido un impacto importante en el área de antropología y moral fundamental.
Juan Pablo II tenía un agudo sentido de la historia, reflejado en su sentido providencial y manifestado, por ejemplo, en todo el ciclo de preparación al milenio (año 2000), incluido el impresionante acto de purificación de la memoria y petición de perdón. No se trataba de la celebración inevitable de una fecha redonda. Juan Pablo II lo vivió con un fuerte sentido de la historia de la salvación, que estaba tan presente en su vida y se manifiesta en su primera encíclica, Redemptor hominis (1979) y en sus escritos más personales, como Cruzando el umbral de la esperanza o Memoria e identidad (2005).
La historia humana se presenta como un campo donde Dios vence el mal con abundancia de bien, y lo vence en la vida de la Iglesia y en los corazones de los hombres. Así leía Juan Pablo II una historia en la que había participado, desde la invasión nazi de Polonia, hasta el dominio comunista y su inesperada caída en 1989, en la que le tocó jugar un papel de protagonista. Basta volver al discurso de inauguración del Pontificado para observar hasta qué punto le movía. Aunque quizá esta cuestión ha tenido menos impacto teológico que los temas mencionados sobre antropología, moral fundamental o matrimonio. En parte, porque es un tema más sutil. En parte también, aunque parezca demasiado trivial, porque en el plan de estudios teológicos, no hay una asignatura donde acoger estas reflexiones: ¿una teología de la historia?
Algunas inquietudes suyas han tenido reflejo en grandes encíclicas, como Fides et ratio (1998), sobre la relación entre verdad, filosofía y teología. Toda su inspiración de que la Iglesia y Europa en particular, debe respirar con “los dos pulmones”, junto con la preocupación ecuménica que hereda de su predecesores y del Concilio, se refleja en Ut unum sint (1995) y en la preciosa carta Orientale lumen (1995), donde quiere que los católicos conozcan mejor la espiritualidad del Oriente cristiano.
Y no se podrían olvidar las encíclicas sociales, fruto de una reflexión suya compartida con filósofos y pensadores sobre un tema querido para la Iglesia (doctrina social) y clave en la construcción del mundo moderno, especialmente para quien ha tenido que convivir con un sistema comunista, con una doctrina económica que necesita ser contestada en su propio campo, o con un liberalismo ubicuo y a veces injusto, que ha sido la justificación histórica del ciclo comunista. y que amenaza con constituirse en pensamiento único. Eso intentan Laborem excercens (1981), Sollicitudo rei socialis (1987) y Centessimus annus (1991).
En un terreno más personal se puede situar la reflexión sobre la misericordia de Dios, con la fuerte influencia de santa Faustina Kowalska, que inspira la encíclica Dives in misericordia (1980) y la celebración litúrgica correspondiente el segundo domingo de Pascua.
Se podrían añadir muchas cosas, pero es necesario volver a la pregunta inicial. Desde luego, fue un profesor de teología con todas sus consecuencias. Se preparó para la docencia, por encargo de su obispo, y enseñó ética y teología moral en Lublin. Y al ser nombrado obispo en 1958 (con 38 años, el más joven entonces de la Iglesia católica) no quiso dejar de dar clase. Y prosiguió muchos años a pesar de sus obligaciones. Sus ayudantes me han contado cómo iba primero cada semana y después cada mes a Lublin; y cómo recibía a sus doctorandos en Cracovia, y cómo mantuvo cursos hasta casi la elección pontificia.
Evidentemente, no fue un teólogo académico o profesional en el mismo sentido en que lo sería su sucesor, Benedicto XVI. No tuvo la misma dedicación. En cambio, mantuvo a lo largo de su vida una profunda, constante y personal reflexión sobre grandes temas de la fe, que acabaría teniendo un impacto definitivo en su propia persona y una inmensa proyección en la vida y mente de la Iglesia. Y eso, quién lo puede dudar, es teología.
Juan Luis Lorda, en Revista Palabra.
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