En la Sagrada Escritura escuchamos la Palabra de Dios. Para ayudarnos a comprenderla, conviene conocer la tradición de la Iglesia y acudir al Espíritu Santo
En cualquier comunidad humana, es normal que se relaten historias sobre los propios orígenes. Una reunión familiar, una fiesta o aniversario, suele ser la ocasión para recordar algún acontecimiento importante o significativo: una anécdota de los abuelos, los méritos de algún antepasado ilustre, la fundación de la ciudad o la independencia de la nación. Estas narraciones no son un simple pasatiempo o un ejercicio puramente nostálgico de la memoria, sino que contribuyen a formar la identidad de la familia o grupo; de este modo, sus miembros más jóvenes descubren de dónde vienen y comprenden mejor quiénes son. Así se veía el pueblo de Israel, y así transmitió las obras del Señor de generación en generación: «Cuanto oímos y aprendimos, lo que nuestros padres nos contaron, no lo ocultaremos a sus hijos; sino que contaremos a la generación venidera las alabanzas del Señor, su poder, y las maravillas que ha obrado»[1]. También la Iglesia −nuevo Pueblo de Dios− es una familia que recuerda y actualiza constantemente los hechos que le dieron origen: la historia del antiguo Israel y sobre todo la muerte y resurrección de Jesús.
En ocasiones, estos relatos familiares o populares se ponen por escrito y, tras recibir una elaboración literaria más o menos compleja según los casos, pueden llegar a ser considerados obras de referencia para la comunidad en la que nacieron. Algunos pueblos antiguos atribuían a sus propias escrituras un origen divino: para ellos, tales libros habían sido escritos directamente por los dioses en el cielo. Pero cuando la Iglesia afirma que «Dios es el autor de la Sagrada Escritura»[2], ¿quiere decir con esto que también cree que sus libros cayeron del cielo?, ¿cómo entiende la fe católica el origen de las Escrituras?, ¿qué relación tienen con la Iglesia?
La fe nos anuncia a un Dios que ha creado el cielo y la tierra, y que respeta la autonomía de su propia obra. No busca avasallar la inteligencia ni la libertad de las criaturas racionales. Tampoco impone su salvación al hombre, sino que la propone para que, si quiere, la acoja con todo su corazón. De modo análogo, al darse a conocer a los seres humanos, ha querido servirse de un lenguaje que les resulte comprensible, pues la lengua con la que se comunican eternamente entre sí el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo −el “idioma divino”− nos resulta inaccesible. Por eso, la Iglesia explica que Dios da a conocer su amor a los hombres, y lleva a cabo su plan de salvación, actuando y hablando «por medio de hombres y a la manera humana»[3].
A la luz del misterio de Jesucristo, «plenitud de toda la revelación»[4], es más fácil entender esta lógica divina. Él es verdadero Dios y verdadero hombre. Su Humanidad es camino para conocer el misterio de Dios. Esto no impide que, por su dimensión humana, haya querido compartir nuestras limitaciones, salvo el pecado. No solo tuvo hambre y sed o se cansó, sino que también habrá experimentado el esfuerzo que implicaba aprender a leer, conocer el oficio que san José le enseñaba, etc. Era Dios, pero no renunció a las limitaciones propias de lo humano.
Jesucristo ha querido hablarnos con palabras humanas, comunicarnos su mensaje de salvación con los modos de expresarse de una época concreta. Análogamente, cuando la Iglesia habla de “inspiración divina” de la Escritura, si bien afirma que el Espíritu Santo es el autor principal de los libros sagrados, esto no implica que estén exentos de los límites propios de cualquier obra humana. En la Sagrada Escritura, «la palabra de Dios, expresada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la Palabra del eterno Padre, asumiendo nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres»[5].
La dimensión humana de la Biblia nos hace accesible la Palabra de Dios. Pero también implica que al leerla nos encontramos con algunos límites. Sin embargo, no siempre se percibe todo el alcance ni se aceptan todas las consecuencias de lo anterior. Concretamente, algunos tienen una noción demasiado simple de la Biblia, de manera que no dejan espacio para ningún tipo de imperfección. Como explicaba san Juan Pablo II, tales personas «tienden a creer que, siendo Dios el ser absoluto, cada una de sus palabras tiene un valor absoluto, independiente de todos los condicionamientos del lenguaje humano»[6]. Parece que eso es más respetuoso con la grandeza de Dios, pero, en realidad, equivale a engañarse y a rechazar «los misterios de la inspiración escriturística y de la encarnación, ateniéndose a una noción falsa del ser absoluto. El Dios de la Biblia no es un ser absoluto que, aplastando todo lo que toca, anula todas las diferencias y todos los matices»[7]. Precisamente en este amoldarse a lo pequeño se manifiesta la misericordia de Dios: ese amor que le lleva a acomodarse a nuestros modos de expresarnos, a manifestarse de una manera amable, para que su grandeza no nos impida acercarnos a Él. Lo vemos en la obra de la Redención, y lo vemos también en el modo en que se da a conocer. «Cuando se expresa en lenguaje humano, no da a cada expresión un valor uniforme, sino que emplea todos los matices posibles con una gran flexibilidad, aceptando también sus limitaciones»[8].
Para evitar una visión demasiado simple de la Biblia, es útil recordar que los libros que la forman fueron escritos no solo en épocas diversas, sino en tres lenguas distintas: hebreo, arameo y griego. Los textos han sido escritos por seres humanos, a través de los cuales Dios ha actuado sin que por esto ellos dejen de ser verdaderos autores de sus libros[9]. Así, por ejemplo, cuando san Pablo manifiesta a unos cristianos su indignación con palabras fuertes, diciendo: «¡Oh gálatas insensatos!» (Gál 3,1; cfr. 3,3), es él quien está enojado, ¡no el Espíritu Santo! Ciertamente, san Pablo amonesta movido por el Espíritu Santo, pero usa un modo de expresarse de acuerdo con su carácter y los giros lingüísticos de su ambiente.
Otra consecuencia del carácter divino y humano de la Sagrada Escritura es su relación con la Iglesia. La Biblia no ha caído directamente desde el cielo, sino que es la Iglesia la que nos la presenta, asegurándonos que Dios nos habla hoy a través de la Sagrada Escritura. Volviendo a lo dicho al inicio, el pueblo de Israel y la Iglesia son la familia o comunidad en la que nacieron, tomaron forma y se transmitieron las narraciones, profecías, oraciones, exhortaciones, proverbios y demás textos que encontramos en el Antiguo y en el Nuevo Testamento.
En sentido propio, la fuente, el punto de partida u origen de la Revelación, es uno solo: Dios, que se manifestó de manera plena en su Hijo hecho hombre, Jesucristo. Él es la Revelación de Dios. La vida y enseñanzas de Jesús, y especialmente su pasión, muerte y resurrección −ocurridas “según las Escrituras” (cfr. 1 Cor 15,3-4)− constituyen el anuncio que Él mismo manda a los apóstoles predicar por todo el mundo. Esta buena noticia, el Evangelio, que se transmite de manera viva en la Iglesia, es el contenido fundamental de la Tradición apostólica, que se pone por escrito (dando lugar al Nuevo Testamento) y que se transmite también en la vida de la Iglesia: el modo en que enseña la fe, la forma que toma su oración en la liturgia, el estilo de vida que propone cuando habla de moral.
La Tradición es la vida misma de la Iglesia en cuanto que transmite el Evangelio. Por eso, no es correcto entenderla como si fuera solo una parte de la Revelación, que estaría formada por aquellas verdades que no aparecen claramente en la Biblia. Tampoco se reduce a las fórmulas y a las prácticas que se han ido añadiendo con el tiempo, ni a las enseñanzas de los Padres o de los concilios. Esta confusión se encontraba en algunos autores que hablaban de la Biblia y de la Tradición como si ambas fueran las “dos fuentes” de la Revelación divina. Algunas verdades de fe se conocerían gracias a la Escritura y otras gracias a la Tradición: por ejemplo, el primado de Pedro se encuentra en los evangelios (cfr. Mt 16,17-19; Lc 22,31-32; Jn 21,1-19), mientras que la Asunción de la Virgen no aparece explícitamente en el Nuevo Testamento. Parecía un esquema sencillo que resolvía muchos problemas. Sin embargo, pensar que disponemos de dos fuentes de la revelación, como si Dios nos hablara o por una o por otra, no corresponde a la realidad. La Biblia nos llega dentro de la Tradición de la Iglesia, formando parte de ella, y no de forma separada.
Por el hecho de vivir y difundir su fe, todos los católicos son sujetos activos de la Tradición, tal como todos los miembros de una familia participan de alguna manera en la comunicación de su identidad. La vida santa de los que siguen a Cristo va manifestando los distintos aspectos del Evangelio; como dice el Papa Francisco: «Cada santo es una misión; es un proyecto del Padre para reflejar y encarnar, en un momento determinado de la historia, un aspecto del Evangelio»[10]. Nada ni nadie queda fuera: «La Iglesia, en su doctrina, en su vida y en su culto perpetúa y transmite a todas las generaciones todo lo que ella es, todo lo que cree»[11].
La Tradición de la Iglesia es viva. Esto contrasta con la concepción que a veces se tiene de la “tradición” o “tradiciones”, como cosas del pasado: las tradiciones ancestrales de un pueblo, las fiestas tradicionales o incluso los trajes tradicionales. Sin embargo, en la Iglesia, la Tradición viene del pasado, pero no se queda en el pasado. Para explicarlo, Benedicto XVI usa una comparación iluminadora: «La Tradición no es transmisión de cosas o de palabras, una colección de cosas muertas. La Tradición es el río vivo que se remonta a los orígenes, el río vivo en el que los orígenes están siempre presentes»[12].
Dentro de este río vivo, que nace de Cristo y que nos trae al mismo Cristo, la Iglesia recibe y transmite una colección de libros que le son dados como testimonio inspirado de la Revelación divina, es decir, un conjunto de Escrituras que le comunican lo que Dios mismo quiso que quedara consignado por escrito para nuestra salvación. «Por esta Tradición conoce la Iglesia el Canon íntegro de los libros sagrados, y la misma Sagrada Escritura se va conociendo en ella más a fondo y se hace incesantemente operativa, y de esta forma, Dios, que habló en otro tiempo, habla sin intermisión con la Esposa de su amado Hijo»[13].
La Tradición, que es como el hogar donde nace la Sagrada Escritura, se convierte también en el camino para comprenderla mejor. Sucede algo similar al ejercicio que hacemos para apreciar toda la riqueza de una obra literaria: no nos basta con hacer una lectura aislada de ella, sino que nos fijamos en el contexto en que fue escrita, el horizonte intelectual de su autor, la comunidad en la que tuvo origen. Así, cuando la Iglesia propone que la Tradición viva es un criterio de interpretación bíblica[14] o sostiene que el «lugar originario de la hermenéutica de la Biblia»[15] es la Iglesia, lo que propone es que una lectura realizada en comunión con todos los que han creído en Cristo nos abre a las riquezas de la Sagrada Escritura. Es evidente que cualquier persona puede leer y en cierta medida entender la Biblia, aunque no haya recibido el don de la fe. La diferencia está en que, cuando un bautizado lee los libros bíblicos, no lo hace buscando solamente descifrar el contenido de unos textos antiguos, sino que se propone descubrir el mensaje que Dios ha querido dejar en ellos y que ahora le quiere comunicar.
Desde esta perspectiva, también se entiende mejor por qué para comprender la Biblia se recomienda tanto acudir al Espíritu Santo. Antes de su muerte, Jesús anunció a sus discípulos que el Espíritu Santo les enseñaría y recordaría todo lo que les había dicho (cfr. Jn 14,26) y que este los llevaría hacia la verdad entera (cfr. Jn 16,13). La lectura de la Sagrada Escritura es un momento privilegiado en el que se hace realidad esta promesa: el Espíritu Santo, autor de los libros sagrados, nos hace entender mejor la vida y enseñanzas de Cristo recogida en los evangelios, anunciada por los profetas y explicadas en la predicación apostólica. El Espíritu Santo es el vínculo de amor entre los creyentes, y nos introduce a la comunión con la Iglesia de todos los tiempos. El Espíritu Santo es «por quien la voz del Evangelio resuena viva en la Iglesia, y por ella en el mundo»[16].
– Concilio Vaticano II, Const. Dei Verbum (18-XI-1965).
– Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 50-141.
– San Juan Pablo II, Discurso De tout coeur, 23-IV-1993.
– Benedicto XVI, Audiencia general, 26-IV-2006; Ex. Ap. Verbum Domini (30-IX-2010), especialmente la primera parte.
* * *
− G. Aranda Pérez, «Inspiración de la Sagrada Escritura» en C. Izquierdo (ed.), Diccionario de teología, Eunsa, Pamplona 32014, 511-517.
− V. Balaguer, «La Constitución dogmática Dei Verbum», Annuarium Historiae Conciliorum 43 (2011) 271-310.
− J. Dupont, «Écriture et Tradition», Nouvelle revue théologique 85 (1963) 337-356.
− C. Izquierdo, «Tradición» en C. Izquierdo (ed.), Diccionario de teología, Eunsa, Pamplona 32014.
− J. Ratzinger, Mi vida. Recuerdos (1927-1977), Encuentro, Madrid 1997, capítulo «El comienzo del Concilio y el traslado a Münster».
Juan Carlos Ossandón
Fuente: opusdei.org.
[1] Sal 78,3-4. Cfr. Francisco, Ex. ap. Amoris Laetitia (19-III-2016), n. 16.
[2] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 105.
[3] Concilio Vaticano II, Const. Dei Verbum, n. 12.
[4] Ibid., n. 4.
[5] Dei Verbum, n. 13. Antes de la Dei Verbum, esta analogía había sido propuesta por Pío XII en la encíclica Divino Afflante Spiritu (30-IX-1943), n. 24 (EB 559; EB=Enchiridion Biblicum). Más tarde la han hecho suya san Juan Pablo II —Discurso De tout coeur, 23-IV-1993, nn. 6-7 (EB 559; EB=Enchiridion Biblicum)—, el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 101) y Benedicto XVI —Ex. Ap. Verbum Domini (30-IX-2010), n. 18—.
[6] San Juan Pablo II, Discurso De tout coeur, 23-IV-1993, n. 8 (EB 1247).
[7] Ibídem.
[8] Ibídem.
[9] Cfr. Dei Verbum, n. 11.
[10] Francisco, Exp. ap. Gaudete et exsultate (19-III-2018), n. 19.
[11] Dei Verbum, n. 8.
[12] Benedicto XVI, Audiencia general, 26-IV-2006.
[13] Dei Verbum, n. 8.
[14] Cfr. Dei Verbum, n. 12.
[15] Cfr. Verbum Domini, nn. 29-30.
[16] Dei Verbum, n. 8.
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