Quien blande el pincel con fe, según Navid Kermani (1967), alemán de origen iraní, quiere hacer sensible la belleza de Dios
Él lo explica en su libro "Incrédulo asombro".
El arte es también una forma, una bella forma, de evangelización y eso lo sabían quienes se inspiraban en la Sagrada Escritura o en el santoral para crear sus obras. Pero si el cristianismo estuviera desgajado de la vida, sus expresiones artísticas no habrían tenido esa fuerza existencial que lo hacen tan cercano, y al mismo tiempo tan comprensible, para el hombre, con independencia de la fe que profese. Navid Kermani, novelista alemán de origen iraní, ha escogido 40 obras de arte religioso −las que más le han llamado la atención, las que más han apelado a su conciencia y, en fin, las que más han seducido su entusiasmo estético− para reflexionar sobre su sentido y significado, componiendo un libro repleto de elevada emotividad y virtuoso preciosismo descriptivo.
Kermani contempla los lienzos con la pasión del artista y el fervor del creyente, pero haciendo gala de una honestidad encomiable, que no le obliga a abdicar de su propia cultura, la musulmana. En este sentido, sus textos, a caballo entre la hermenéutica artística y la bíblica, entre la meditación y la cavilación introspectiva, muestran que tiene la suficiente sensibilidad −cultural y religiosa− como para leer lo que los cuadros y las imágenes revelan, y aquello que vela o esconde su dimensión representativa. Y es que, más allá de la intención religiosa o la devoción personal, Caravaggio, Boticelli o Rembrandt emplean su maestría técnica para profundizar en el misterio de la condición humana que el cristianismo tan sencillamente recoge… y tan hermosamente expresa.
Quien blande el pincel con fe, según Kermani, quiere “hacer sensible la belleza de Dios”. Los gustos humanos se transforman y cambian, pero, a diferencia de lo que ocurre en la historia del arte profano, en el caso del religioso lo sustancial es la experiencia de la Revelación, que todos los creyentes comparten; de ahí que disfrute de mayor permanencia. Por otro lado, la dimensión natural es el suelo nutricio de la fe, lo que explica que la razón, la maternidad, el sufrimiento, la muerte o el consuelo −aspectos que la fe redimensiona, pero que no cancela, ni anula− dotan al arte cristiano de una indudable pretensión de universalidad.
La cultura de Kermani y el atractivo que suscita en él el sufismo, con su veta mística, no le impiden declararse “admirador del cristianismo”; ni tampoco admitir que, en ocasiones, siente envidia de los creyentes. Mientras recorre las galerías silenciosas y los museos recónditos, o aguarda silencioso en alguna iglesia ignorada de Europa, el escritor va asimilando, incluso inconscientemente, las principales enseñanzas cristianas −la encarnación, la resurrección, el amor de Dios al hombre…−, entendiendo, en definitiva, las verdades naturales y, a través de su esplendor, acercándose paulatinamente a las sobrenaturales.
También las pinturas funcionan como llave o puerta de acceso a la constelación de paradojas que el cristianismo encierra. No hay duda de que es la mirada foránea −o peregrina− de Kermani, siempre en busca de significaciones, lo que desata en su interior el asombro y la perplejidad y que ambas suscitan el rosario de especulaciones que ahondan en la excepcionalidad del mensaje cristiano, en su intensa familiaridad con el hombre y en la sublimidad de sus expresiones.
En las tres secciones que componen el libro −tituladas, con acierto, “madre e hijo”, “testimonio” y “llamada”− se ofrecen consideraciones elaboradas tras contemplar las imágenes y en muchos casos con el recuerdo aún nítido de las mismas. En sus descripciones, el autor, en lugar de dar prioridad a la erudición, ha querido, sobre todo, recoger las impresiones e ideas originadas en el encuentro personal y solitario con ellas. ¿Qué expresan esas telas y los matices en los colores? ¿Qué es aquello que anuncian o presagian los trazos, las sombras, la disposición de las figuras o esos silencios tan elocuentes que son las ausencias?
El método que emplea Kermani es el de libre asociación, por lo que sus apreciaciones son siempre subjetivas; él tampoco pretende otra cosa. Pero pueden resultar útiles para educar nuestra mirada y regenerar nuestra sensibilidad estética, tal vez algo apagada en un entorno social que estimula −e incluso premia− lo sórdido. ¿No es posible que nos hayamos alejado de lo sublime a medida que nos hemos ido distanciando de lo religioso? Podría ensayarse, sin que resulte descabellada la idea, una explicación estética de la secularización, que completaría así la filosófica. Si también la desaparición de Dios de nuestro horizonte cultural ha contribuido al declive estético, habríamos de preocuparnos más por recuperar la belleza −esa “belleza que salva”− que por confeccionar un discurso impecable desde un punto de vista ideológico. Y debería inquietarnos la escasez artística que Kermani constata en el cristianismo de hoy.
“Cuando voy a rezar a una iglesia −explica− pongo cuidado de no llegar hasta la cruz”. Para el escritor, de origen iraní, es blasfema la idea de un Dios que sufre, pero también ha de serlo, por fuerza, para cualquier hombre; he ahí su grandeza. Confiesa Kermani que, entre las múltiples representaciones de Jesús en la Cruz, prefiere la que descubre en el altar mayor de San Lorenzo de Lucina: La Crucifixión de Guido Reni (ver imagen), donde se estiliza y difumina el dolor, y no aquellas en las que este aparece en formas más crueles.
Pero lo que Kermani interpreta como “idolatría del sufrimiento” es, en realidad, la apología de la carne o el panegírico de lo creado que nuestra fe entraña. Cuando resucita Cristo, tal y como refleja Bellini, para bendecir a sus discípulos, lo hace coronado de espinas, con las heridas aún abiertas y la túnica rasgada −incluso sucia, en el lienzo del Louvre−, pero es eso no solo lo que permite que Tomás, incrédulo, lo reconozca −incrustando hasta lo más profundo su dedo en el costado, según la destemplada escena que pinta Caravaggio−, sino que es precisamente ese realismo, tan coherente, tan lógico, lo que hace de la resurrección un hecho histórico, concreto, auténtico.
Si este autor siente tanta admiración ante la riqueza del arte cristiano, el creyente no debe sentirse menos deslumbrado ante los misterios que la fe dibuja. Porque cuando Kermani se lamenta de no entender, hemos de reconocer que tampoco la razón que cree alcanza en muchas ocasiones a hacerlo. De este modo, podemos decir que estamos ante un ensayo muy personal, pero edificante y aleccionador no únicamente para aquellos que se encuentran alejados de la fe cristiana, sino para quienes, de tan cerca que están de ella −tan familiarizados con sus verdades−, han perdido sensibilidad ante sus enigmas. Kermani no observa el cuadro con la mirada del experto; no analiza la obra de arte con el erudito repertorio del especialista, sino que contempla las escenas con la sutileza del sentido común y la agudeza de quien sabe mirar mucho y bien, consciente de que las dimensiones de una obra de arte son inagotables y de que su riqueza solo consigue saborearla quien ejercita su mirada en silencio y largamente. Y aun así nunca es suficiente.
Si hay dos figuras que sobresalen por encima de las demás en la larga e ininterrumpida trayectoria del arte cristiano, esas son, sin lugar a dudas, Jesús y María. Y no es incomprensible que así sea, ya que la maternidad y la filiación, que constituyen dos pilares de la fe cristiana, son también dos universales y sirven, por tanto, de puente y enlace entre culturas. El amor de la madre hacia el hijo y el del hijo hacia la madre −como en la portentosa escena recogida en Cristo despidiéndose de su madre, de El Greco (ver imagen)− es uno de los elementos más emotivos, más radicalmente humanos, en los que sustenta el cristianismo. Por otro lado, Jesús no es desconocido. También aparece en el islam, como profeta, y pese a que no reconoce esta religión su divinidad, su figura y sus enseñanzas no le son del todo ajenas. Habría que destacar, desde este punto de vista, la enseñanza interreligiosa de este exquisito libro, ya que atisba insospechadas confluencias entre las dos religiones. A este respecto, hay un extraño capítulo, el dedicado a Paolo Dall’oglio, en el que la imagen no es una pintura, sino la fotografía de este jesuita secuestrado por el ISIS y en paradero desconocido. El padre Dall’oglio refundó el monasterio de Deir Mar Mussa, al norte de Damasco, y creó una comunidad dedicada a impulsar el encuentro entre cristianos y musulmanes. Es su ejemplo, como el de otros muchos, el que ha sido más aleccionador para el propio Kermani y le ha llevado a valorar, por encima de los tesoros artísticos y las aportaciones culturales, el amor sin distinciones que el cristianismo, y el arte cristiano, enseña. Que se haya dado cuenta de esto de ello, es ya suficiente.
Josemaría Carabante
Profesor de Filosofía del Derecho (Centro Universitario Villanueva. Universidad Complutense de Madrid).
Fuente: nuevarevista.net.
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