El celibato cristiano es renuncia al matrimonio por amor a Dios, y por tanto un compromiso de amor. La clave es hacerlo vibrar cada día, descubrir con asombro siempre nuevo el rostro de Cristo y de los otros
“¿Qué vas a encontrar aquí…? Depende de lo que hayas venido a buscar”, leí en la entrada de un antiguo templo. ¡Qué útil resulta esta consideración, abierta a la sorpresa y al asombro, en las encrucijadas de la vida! El celibato cristiano, como renuncia al matrimonio por amor a Dios, es un estilo de vida que no deja de atraer a muchos. Sobre esta cuestión, recomiendo la lectura de Scripta theologica, 50 (2018), que incluye cuatro artículos, entre ellos el nuestro: Psicología y celibato.
Tan sano como otras opciones, el celibato es fuente de serenidad, equilibrio y felicidad. Abundantes artículos científicos demuestran que permite la madurez afectiva y relacional, a condición de que se elija y viva de modo humano. Es decir, que quien se adentre por esta senda, sepa qué busca, lo haga libremente, con coherencia y persuadido de que su proyecto vale la pena y tiene sentido.
Al emprender una aventura hay muchos detalles que se descubren con el tiempo. Seguir adelante implica entusiasmo y capacidad de admiración. Cuando se trata de un compromiso de amor, la clave es hacerlo vibrar cada día. Y en esa tarea no estamos solos, pues Jesucristo, que siendo perfecto hombre eligió para sí mismo el celibato, siendo también Dios no deja de ayudar con su gracia.
Lo primero que se debería buscar ante la disyuntiva del matrimonio o del celibato es el amor. Quienes reflexionan seriamente sobre él están de acuerdo en que ese amor no se reduce al instinto o al uso de la sexualidad. En la práctica, las señales de esta realidad afectiva están oscurecidas por diversas emociones, encantos iniciales y placeres; y no es infrecuente que terminen por romperse vínculos que querían ser definitivos.
Por esto, en el amor humano es esencial avanzar desde la seducción instintiva físico-sexual, a reconocer las cualidades psicológicas del otro, lo que conforma la atracción erótica. Pero tampoco esta es la meta: lo propio del ser humano es ir más alto, llegar al amor pleno que descubre el valor de la otra persona con su dignidad única, y anhela su bien dispuesto al sacrificio. En este nivel se obtiene la mayor felicidad y se abre paso una donación estable y duradera. Se experimenta la alegría de ser para él o ser para ella.
Para vivir con serenidad el celibato, es necesario comprender este tipo de amor que hemos descrito, y dar gran valor al matrimonio. También el célibe ama humanamente. No podría ser de otra manera. Pero por una particular elección y respuesta, admirando los afectos entre hombres y mujeres, decide darse por completo, renunciar a la formación de una familia y seguir a Jesucristo de un modo particular.
El célibe se deja poseer por un Dios personal. Busca corresponder a su amor y al don que le ofrece. En algunas religiones orientales, se promueve el celibato como medio de evitar la emotividad y los apetitos, considerados peligrosos para la sabiduría. El celibato cristiano estima la afectividad y tiene otro objetivo: entregarse, complicarse la vida, para amar y servir a todos.
Servir en y con el celibato abarca tres significados teológicos clásicos: dar un testimonio que haga pensar en la vida eterna; centrarse en Cristo imitando más directamente en su estilo de vida y en su ser esposo de la Iglesia −significado que destaca en el sacerdote−; y estar más disponibles para llevar a otros la buena nueva del evangelio.
Una visión exclusivamente funcional, como útil para algo, le quitaría fuerza y valor. La madre Teresa de Calcuta pudo estar más disponible y servir a los necesitados al ser célibe. Pero el valor y sentido de su celibato no habrían disminuido si se hubiese dedicado a otras ocupaciones, o a una labor paciente y oculta en un mismo lugar. El celibato es una condición capaz de colmar el corazón y sus ansias de bondad; es una respuesta a Cristo que quiere, llama y pide a algunos dejarlo todo, como al joven que le sale al encuentro cuando se dirige a Jerusalén (cfr. Mt 19, 21).
Decir que sí llena de alegría y ensancha la capacidad de amar. La persona célibe vive una aventura de amor y de amistad con Dios, al tiempo que quiere y acoge a todos. Se alegra sin medida por llevar a Dios, que es Amor, a otras personas, y es capaz de gozar con expresiones del amor humano que traslada al terreno divino. Esto explica, por ejemplo, que Montse Grases, una chica barcelonesa de 17 años que había elegido el celibato y ha sido declarada venerable en el 2016 por el Papa Francisco, en medio de una dolorosa enfermedad, vibrara con esta canción: “Recuerdo aquella vez que yo te conocí… y me enamoré de ti… Tres cosas te ofrezco: Alma para conquistarte, corazón para quererte y vida para vivirla junto a ti”.
La fe en un Dios que nos quiere y al que se puede querer toda la vida funda la identidad de la persona célibe. Sobre ella se construye este proyecto: un compromiso de amor, una amistad intensa y fuerte con Cristo, un sentido de pertenencia especial a quien vivió para toda la humanidad con una entrega completa, sin contraer matrimonio. La persona célibe tiene a Jesús como modelo también en este aspecto de su existencia, y transmite su cercanía a los demás. Con la razón y el corazón procura comprender la conveniencia de la vida que el Señor recomendó y eligió para sí.
Las notas esenciales de masculinidad o feminidad brillan de un modo nuevo. El varón célibe desea una fecundidad espiritual, que llena su aspiración a la paternidad. La mujer célibe también realiza su deseo de maternidad. Así se expresaba san Josemaría: “Hay mujeres solteras que difunden a su alrededor alegría, paz, eficacia: que saben entregarse noblemente al servicio de los demás, y ser madres, en profundidad espiritual, con más realidad que muchas, que son madres solo fisiológicamente”.
Paternidad y maternidad espirituales no se identifican con tener seguidores. Se asemejan más al oficio del buen pastor, que cuida a las ovejas descarriadas, perdidas, necesitadas, pequeñas... y llega a dar su vida por ellas. Es el interés del Señor por las multitudes, su delicada preocupación por darles de comer y por curarles, su oración por ellas al Padre y su ejemplo al servirles.
La mujer y el hombre célibes estiman las cualidades y virtudes de las personas del otro sexo, pueden seguir aprendiendo el uno del otro y cabe entre ellos una cierta amistad prudente, que no perjudique la entrega a Dios. Renuncian a un trato encaminado a otro tipo de amores, a los actos específicos de la sexualidad y a cuanto pueda favorecerlos o los preceda −intimidad, galanteo, caricias, etc.−, pero no a las expresiones de su peculiar modo de ser, que se manifiestan en todas las esferas y son una muestra más de nuestra orientación relacional.
La comprensión del ser femenino o masculino y la coherencia de los pensamientos y las acciones con el ideal escogido refuerzan la identidad. Cuando falta la coherencia y se abren paso las dobles vidas, se rompen los procesos mentales y la lógica del pensamiento, y se compromete la paz psíquica.
Las personas que se entregan a Dios en el celibato han de buscar esta norma de coherencia. No son seres sin ataduras, relaciones, parentesco o sujeción. Como quienes se casan, también ellos tienen un vínculo, un modo de ser y de pertenecer a Dios que se manifiesta en la manera de hablar, de vestir, de comer, de rezar…
No se traduce esto necesariamente en singularidades o diferencias materiales, que en el caso de los laicos que viven el celibato puede no haberlas, sino en que todo su actuar refleje y dé a conocer la luz interior que poseen.
La coherencia así entendida se relaciona con la unidad de vida, que impide la dispersión o la descomposición. Permite el crecimiento y que arraigue, después de un periodo de prueba, una decisión libre y definitiva. La posibilidad de un acto irrevocable, fundado en el amor, es una capacidad de la voluntad humana. No estamos atados a la inmediatez de las emociones, del me gusta o me ha dejado de gustar. Sin eliminar la afectividad, podemos subordinarla a la racionalidad.
Una persona que vive el celibato por amor tendrá que esforzarse siempre ante los reclamos de la sensualidad, intentando ver con los ojos de la fe. Quien se exija hasta el final habrá labrado en su vida la identidad que Dios quería para ella o para él.
La identidad que se configura con la llamada al celibato no es exterior, como un vestido. Siguiendo el consejo de san Agustín, es preciso volver la mirada a nuestro interior, donde también podríamos leer: ¿qué vas a encontrar aquí…?, como en la entrada del templo al que me refería al inicio. Y con la ayuda de la gracia encontramos lo más preciado: a Jesucristo y su amor, que llena de optimismo a pesar de las personales limitaciones. Con la convicción de que “la vida no es propiamente más que un préstamo” (V. Frankl), se desea llenarla de sentido y dar lo mejor de uno mismo.
El verdadero significado del celibato puede perderse por falta de fe, o desvirtuarse por un amor mal entendido o encerrado en uno mismo. Cuando cesa la preocupación sincera por los demás, el deseo de querer y mostrar ese cariño, el sentido de la entrega se enturbia y se da espacio a la tristeza. Un corazón frío se empaña por dentro.
Tenemos los medios para evitar ese enfriamiento: además de la fe, la caridad y la esperanza. Quien ama a Dios y se sabe amado por Él, no hace del celibato “una cómoda soledad, que da libertad para moverse con autonomía, para cambiar de lugares, de tareas y de opciones, para disponer del propio dinero, para frecuentar personas diversas según la atracción del momento” (Francisco, Amoris Laetitia, 162). Si alguien buscara estas comodidades notará el vacío y el aburrimiento, que pueden desembocar en placeres sucedáneos, también en el campo de la sexualidad. Siempre cabe recomenzar la búsqueda, confiar en la gracia, volver con esperanza al proyecto inicial.
Un compromiso de amor pleno es entretenido y enriquecedor. Pero, incluso en el amor humano, si se olvida la misión, si se es egocéntrico, se arruina hasta el placer y pueden surgir enfermedades. Sin una buena interiorización del don, que permite superar búsquedas egoístas de placer, se “cortan las alas del espíritu” (H. Remplein).
Le preguntaron recientemente a un célebre psiquiatra, sobre los casos que más se repetían en su consulta; y contestó: “lo de siempre, gente que no ha sido querida y no sabe querer”. Para encontrar la serenidad en el celibato, y también en el matrimonio, será indispensable poner remedio a esta triste situación vital, si se diera.
El lugar privilegiado para aprender a amar es la familia, por eso es tan necesario cuidarla. Dentro de los factores que favorecen la incapacidad afectiva, destacan las experiencias de separación o pérdida de los padres, y los abusos físicos o psíquicos en la infancia. En nuestra era digital, hay un aumento de problemas afectivos en adolescentes expuestos ya de niños a la pornografía, que actúa en ellos como un abuso.
Muchas otras dificultades impiden o hacen más arduo el camino del celibato: un pasado turbulento en la sexualidad, con experiencias que dejan huellas indelebles, defectos de identidad persistentes en cualquier dimensión, rasgos de personalidad como el perfeccionismo, la inestabilidad afectiva, la tendencia a la inseguridad y los escrúpulos y al victimismo, la carencia de autoestima o amor a sí mismo, indispensable para amar a otro, una autonomía limitada, dependencias patológicas o adicciones, etc.
Notar alguna deficiencia ha de llevar a buscar resolverla, pues el celibato asumido sin las adecuadas condiciones puede conducir a la ruina psicológica y espiritual. Desaconsejaría el celibato a quien no hubiese alcanzado la madurez necesaria −serenidad, afabilidad, autocontrol, aceptación de los propios límites, equilibrio en los juicios, etc.−, padeciera un trastorno de personalidad o una enfermedad psíquica seria, estuviera obsesionado por la sexualidad, la viviera desenfrenadamente o no consiguiera un esfuerzo sereno, pacífico y estable en la virtud de la castidad, con una plena comprensión de su sentido.
Reconocer las dificultades propias puede ser muy difícil, por lo que es importante que otras personas, con cariño y delicadeza, ayuden a discernir si el celibato es apropiado. Dios cuenta con este tipo de ayudas, a través de un director espiritual o de un especialista, en casos más complejos. Desde fuera será más fácil que alguien nos advierta que la búsqueda iniciada va por mal camino, o que se ha desenfocado.
Para seguir adelante, para ver y encontrar lo que se había venido a buscar, es imprescindible purificar el corazón, como nos enseña el Señor: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios” (Mt 5, 8); y que el Papa sintetiza con estas palabras: “Mantener el corazón limpio de todo lo que mancha el amor, esto es santidad” (Gaudete et exsultate, 86). La pureza en los deseos y afectos lleva a salir de uno mismo hacia Dios y hacia los demás. Se descubre, con asombro siempre nuevo, en el rostro de los otros, el rostro de Jesucristo. Se aspira a un para siempre y se confía en la esperanzada y humilde convicción de san Pablo: “Quien comenzó en vosotros la obra buena la llevará a cabo” (Flp 1, 6).
Cuando se busca con sinceridad a Cristo, se lo encuentra y se lo ama. Ciertas resultan las palabras del ángel, en el célebre relato El aprendiz de zapatero, de Tolstoi, que al terminar su misión en la tierra, después de haber observado las limitaciones humanas, se da cuenta de que Dios “quiere que cada cual viva para los demás”; y de “que los hombres que creen vivir únicamente de sus propios cuidados no viven, en realidad, sino por el amor”.
Wenceslao Vial
Fuente: Revista Palabra.
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